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Beethoven: Piano Sonata nº 14, opus 27 nº 2, Moonlight

Pudo haber sido otra la elegida, pero sirva ésta (la nº 14, opus 27 nº 2, apócrifamente titulada Mondschein o Claro de luna) como muestra del genial corpus beethoveniano. Compuesta en 1801 enlaza sus tres movimientos en una secuencia direccional y vanguardista, soldando los movimientos sucesivos en una continuidad unificada que comparte marcadas similitudes temáticas y texturales. Como el Cuarteto nº 14 op.131 comienza con un movimiento lento y espera hasta el finalepara desencadenar la acción sonata.

I Adagio sostenuto: Lamento fúnebre cuya doble indicación “sempre pp y delicatissimamente senza sordino” dicta la sombría resonancia de los acordes graves sobre los centenares de tresillos que giran obstinados y modulan inmóviles. Podemos (si queremos) vislumbrar una canción sin palabras con una primera estrofa (compases 1-23); un área central (cc. 23-41); una segunda estrofa (cc. 42-60); y una coda (cc. 60-69) que attaca subito al breve…

II Allegretto: Un interludio, “una flor entre dos abismos” (Liszt dixit), que conecta la casi estática apertura con la agitación final: Un delicado minueto A (cc. 1-16); B (cc. 16-24); A’ (cc. 24-36), seguido de un anhelante trío C (cc. 37-44); D (cc. 44-60).

III Presto agitato: Los gestos y texturas radicales, el feroz estilo de hallazgo y fantasía, la sensación de libérrima improvisación no deben hacernos olvidar su arquitectura de convencional forma sonata: exposición (cc. 1-64); desarrollo (cc. 65-101); recapitulación (cc. 102-156); coda y elaborada cadenza (cc. 157-200), un torrente de semicorcheas arpegiadas que cierra su irremisible carácter trágico.

 

 278 lossless recordings of Beethoven Piano Sonata no. 14 Moonlight (Magnet link)

 

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Debemos comenzar por el linaje: Ignaz Friedman (alumno de Lechetizsky, a su vez pupilo de Czerny, y éste, discípulo de Beethoven) quizás no represente el pianismo de sus ilustres profesores, pero sí el estilo individualista y virtuosista lisztiano donde tenían cabida todo tipo de efectos diseñados para complacer a la audiencia decimonónica, con mayor grado de flexibilidad del tempo del que ahora es común y enriquecimiento de la textura y la puntuación por razones o caprichos de sonoridad. La caracterización de los detalles expresivos (arpegios, adicción de octavas graves, descarte de repeticiones) puede llegar a modificar el texto sagrado. La audacia rítmica es selectiva en las diferentes voces de modo que la melodía no siempre está coordinada con su acompañamiento, por ejemplo en los cc. 15-19 y cc. 51-55 del adagio sostenuto. El allegretto está fuertemente especiado con una oposición de staccato and legato, el trío más lento. El presto agitato resulta inestable (y en última instancia algo descontrolado), cabalgando entre síncopas y turbulencia. Algunos acordes relampagueantes son decapitados brutalmente en pos de la elocuencia. La grabación eléctrica (Pearl, 1926) es suficientemente nítida.





 

Artur Schnabel es el pionero: Además de ser el primer pianista en grabar (1933) la integral de las sonatas beethovenianas, es conocido por su búsqueda de la intención del compositor mediante el estudio exhaustivo de las partituras y la literatura contemporánea. Por ello sus registros suenan tan modernos y son todavía referencia para cualquier intérprete del presente. Capaz de conciliar una lentitud tranquila y concentrada con un pulso que respira y una vida interior agitada, Schnabel sostenía que “es un error imaginar que todas las notas deben tocarse con la misma intensidad o incluso ser netamente audibles. Para clarificar la música, a menudo es necesario oscurecer ciertas notas”. La elasticidad dramática de los ritmos, la naturalidad de las variaciones dinámicas y la claridad estructural residen en la (su) comprensión intelectual y emocional de la sonata. Acata el alla breve del adagio sostenuto (algo que muy pocos pianistas han respetado y que lo vincula directamente con los compases que evocan la muerte del Comendador en el Don Giovannide Mozart) y alza cierta neblina por el uso del pedal (que Glenn Gould, malévolamente, decía que Schnabel aplicaba “con gran sentimiento y para cubrir ciertas imperfecciones técnicas”). Explosivo presto agitato, con aceleraciones incandescentes. La edición de Pristine eclipsa las de History, Pearl, EMI o Warner, sin estática o zumbidos, y sin afectar a las cualidades tonales.




 

La calidez tonal de Claudio Arrau no tiene parangón. Sus acordes desprenden una perfección absoluta. Otra cuestión es el emparejamiento de la obra con su personalidad musical, la nobleza altiva, la autoconciencia, la cautela mayestática. Si el adagio sostenuto desliza muy lento, todo expresión, con un ostinato rítmico que nunca transita mecánico y la melodía brilla cantarina, el presto gira con una inercia diabólica, un extraño proceder en Arrau que consideraba que “la velocidad es opuesta a la pasión”. La grabación monofónica (Warner, 1950) es asaz limpia y nos libra de los suspiros que bañan su postrer registro de 1962 en Decca.






La sensibilidad musical de Wilhelm Backhaus se forjó a finales del siglo XIX. Por ello se explican la cierta tosquedad (o despreocupación) técnica, la elegante seriedad, las moderadas (y no siempre precisas) dinámicas. Ignorando la marca alla breve, el adagio sostenuto marcha lóbrego y contemplativo pero sin un ápice de sentimentalidad (la semicorchea de la melodía es llevada a su mínima expresión), inmerso en su mundo interior e indiferente al oyente, desenfocando admirablemente con el pedal, su flexibilidad derivando en un curso casi errático (atención al ritardando que cierra el área central, cc. 39-41). El allegretto es preciso y contenido en su facundia scherzante. La esporádica desincronización entre las manos en sus acordes inicia lo que propulsará el vengativo presto agitato a un viaje tormentoso y lapidario. Desagradables brillos metálicos se aferran a las notas más altas aún en la portentosa edición de Pristine (1952).





Personalísimo es el concepto romántico de Solomon (Profil, 1952). Adagio sostenutocalmado, en estado de continua meditabundez, inquietud y melancolía, sostenido el espectral tempo en la amplia armadura, acompañada de una refinada articulación. Es quizás el único pianista que toca con sobriedad cisterciense la anacrusa de la melodía. El allegretto danza gravemente con una severidad que lo convierte en un macizo de ortigas (en términos lisztianos) y el presto agitato erupciona con inexorable impiedad, y, a pesar de su destreza digital, varias de esas rápidas subidas de la mano izquierda están emborronadas. Las variaciones de tempoentre sujetos son mayúsculas.

 


 

 

 

Yves Nat es el equivalente en la escuela francesa a la caballerosidad germánica demodé de Backhaus: es apasionado e intenso, moderadamente reprimido (nunca de forma perjudicial) por el rigor intelectual. Venerado por Marcel Proust, que lo elogió en estos términos “… su forma de tocar es la de un pianista tan grande que uno ya no sabe si es realmente un pianista; porque se vuelve tan transparente, tan lleno de lo que interpreta, que desaparece para convertirse en una ventana a la obra maestra“. La apertura es oscura y morbosa, serena sin lentitud, donde dulces rallentandiapuntalan el armazón. Abandono irreverente en el soleado allegretto. La conclusión es fogosa y punzante, se disuelve en un lirismo neoclásico y encantado y resalta bien los caracteres de los temas a través de diferentes tempi. Grabación acústicamente familiar, con un sólido extremo grave y una limpidez más que aceptable (EMI, 1955).




 

Se puede considerar a Wilhelm Kempff como el heredero poético de Schnabel y opuesto a Arrau. A escala íntima, es clásico incluso en esta fantasía. Espontáneo y honesto, presenta las líneas con la máxima claridad, los contrastes dinámicos bruscos y estrechos, los acordes texturizados como en un órgano, las marcaciones minuciosamente observadas, el rubato refrenado. La tranquila simplicidad favorece la interminable línea de canto del adagio sostenuto pero descuida el misterio y la profundidad de la armonía. El pedal es escaso, sin tentaciones románticas. En el allegretto contrasta los tempi, evitando la pesadez. Ya en el finale la mano izquierda queda absorta en un ritmo danzarín y festivoy culmina con obediencia luterana en lugar de explosionar. Creativo en los furtwänglerianos patrones de esfuerzo y descanso, nunca predecibles y siempre diferenciados. En la edición original de DG (1956) el piano suena brillante pero un poco quebradizo y escaso de graves;Pristine Audio incorpora presencia dinámica y una cálida reverberación.





 

Vladimir Horowitz reconcilia el entramado clásicista (simetría y equilibrio) sin dejar de recalcar la cuota de la marea creciente del romanticismo. El andante sostenuto predica su aparente desinterés en Beethoven (bajándolo del olimpo de los compositores y sentándolo en la banqueta como un colega virtuoso), pero la diferenciación de los registros del piano muestra la pronunciada interacción melodía/acompañamiento y enfatiza la importancia del color. Su infalible mano izquierda acaricia entre descomunales dinámicas (el crescendo del c. 48 es lo suficientemente dramático como para permitir que el piano del c. 49 sea un piano subito ¿Exagerado? Tanto como precioso). Acierta dándole una pátina melancólica al allegretto. Domina, resonante, atronadora, una avalancha enmarañada en el presto agitato, frenética y barroquizada. Registrada en su domicilio newyorkino, la grabación recoge un instrumento con un peso de acción muy ligero, especialmente preparado para su posición: las muñecas giradas hacia fuera y a menudo por debajo del teclado, los dedos planos, los meñiques curvados (RCA, 1956).

 




Peter Serkin ofrece una lectura toscaniniana de Beethoven, poco (o nada) sentimental, por momentos antiséptica, pero con una narrativa rigurosa del edificio de la sonata, un sentido absolutamente estricto del tempo, la articulación diáfana y un peso muy ligero en los dedos. Los tresillos se motorizan en el lento recitado del adagio sostenuto. La ostentosa separación entre melodía y acompañamiento también da un gran resultado en el camerístico sonido del allegretto, con las octavas impecablemente alineadas. La grabación recoge el canturreo del pianista y cultiva espontáneamente espejismos acústicos aleatorios (Sony, 1962).





 

La extrema sensibilidad define el pianismo de Ivan Moravec. La rítmica del evocativo y resignado movimiento inicial se adapta al andamiaje, compensada con un allegretto desenfadado en el que Moravec encuentra tal ligereza de textura que nunca suena demasiado lento (resulta increíble que un instrumento de percusión rezume tanta suavidad y gentileza), y un final intrépidamente impulsivo, de airados acentos con poderío sostenido y sin estrépito.Finura tímbrica inigualable, volupuosidad tonal, ingravidez. La grabación (1964) editada por Supraphon detalla exquisitamente los amaderados timbres del Baldwin y su rica resonancia. La postrera versión de 1987 abusa del pedal enfangando las armonías.




 

Cuando Beethoven afirmaba que Mozart “tenía una forma de tocar elegante pero entrecortada, sin legato” quería decir que realmente era un clavecinista, no un pianista. Puede que Glenn Gould entre en esa categoría. Lo que hace con la Moonlightes de una perversidad fascinante. Aprovecha los amplios márgenes interpretivos y la libre morfología para intuir, más que obrar, una lectura transgresora y blasfema, aislada de la perspectiva histórica. Su adagio sostenuto es quizás el más ascético e impasible de la discografía, en gélido staccato mecanizado, sin asomo de pedal, desbrozando sus inflexiones y desmigando la evocación romántica; la línea del bajo coalesce en melodía. Licencias rítmicas en el torturado allegreto. En el presto agitato el sonido y la furia salen de Yoknapatawpha y se instalan en los suburbios de Toronto. La toma sonora recoge el lied tarareado por Gould y los desconcertantes crujidos de su famosa banqueta infantil (Sony, 1967).




Friedrich Gulda se centra en la velocidad y la agilidad, interesado en iluminar la estructura con su fenomenal técnica, falto de expresividad lírica frente a tantos otros. No destaca en sutilezas refinadas, pero articula y frasea espléndido, las texturas tan claras que a veces su piano se acerca (remotamente) a la sonoridad de un fortepiano. La dinámica es amplia, ignorando en ocasiones los límites amables del instrumento (quizás las malas compañías jazzísticas han contaminado su pulsación). La actitud (el riesgo y la pulsión), la independencia rítmica entre las manos, y el tratamiento suelto del rubato proporcionan un toque picante. El sonido del piano es impactante y seco, distorsionado en los pasajes sísmicos (Decca, 1967).





 

Radu Lupu entra en trance para regalarnos su persuasiva visión privada, de estilismo poco convencional, con un magnífico rango dinámico (esporádicamente el requerido por el compositor), toques aterciopelados que rezan significados, y una flexión celibidachiana del pulso básico. La historia comienza en un adagio sostenutode sensualidad impresionista, y entre suspiros y desvanecimientos erige un edificio con un sorpresivo clímax dinámico. A la moda rusa, desplaza el bajo una octava en los puntales estructurales (cc. 23 y 42) para crear un entorno submarino. Lupu se recompone el vestido y atempera la atmósfera en el allegretto. Sinfónico e impactante presto agitato, orquestado en oleadas que crecen desde los graves y viajan de forma arrolladora, con gran amplitud y tensión emocional. Schubert asoma al fondo del estudio (Decca, 1972).





 

Alfred Brendel parte de la creencia de que interponer la propia personalidad entre las notas y los oyentes es injusto e imprudente: Es un seguidor de la directriz de Stravinsky “no me interpretes, sólo toca las notas como están escritas“. Así, hilvana la corrección vienesa, la rígida implacabilidad, la austera construcción arquitectónica netamente estructurada, la claridad textural. En el adagio sostenuto actúa sobre el pedal una fracción de segundo después de los acordes, dando la ilusión de que las armonías se superponen. La expresión es reservada pero atina al impulsar una clave dinámica para rematar el arco de la sección central. Banal allegretto, donde la pulsación en staccato cristaliza en un fraseo meticuloso. Brendel restaura el orden bursátil en un finalede ritmo relajado, donde los sobresaltos no son bien recibidos, y los f y ffson indistingibles. Toma cercana y poco atrayente (Philips, 1972), pero que al menos descarta los habituales gemidos del pianista.

 


 

 

 

Anton Kuerti es el Fischer-Dieskau del piano: El ritmo parsimonioso en general le permite pintar con luces y sombras a voluntad, otorgando matices a cada nota y a cada frase, trazando gráciles variaciones dinámicas, coloreando tonalmente y aplicando rubato. Si bien las pausas inspiran con tensión, la curva estructural se desdibuja. Kuerti llamaba vándalos a aquellos que hiperromantizan el adagio sostenuto. Él lo ilustra con la mayor de las moderaciones, sin subrayar el ritmo staccato del tema, con la mano izquierda articulando con igual trascendencia en la vocalización (la conversación) de la música. La ternura prosigue en el lánguido allegretto. El presto agitato es apacible en dinámicas y observa un irreconciliable ritmo lento al comienzo del segundo tema a pesar de que no hay marcación en la partitura a ese respecto. La toma sonora, en concierto, da una imagen realista del entorno, sin desdeñar los matices y detalles del metálico piano (Analekta, 1974).




 

La publicación del ciclo de sonatas beethoveniano de Annie Fischer para el sello Hungaroton (1977) quedó supeditado a su propia muerte, ya que la esterilidad emocional que la provocaba el estudio de grabación chocaba con la intensidad de su comunicación con el público. Dependiente de la inspiración del momento, nunca tocaba una pieza de la misma manera dos veces (algo que compartía con el propio Beethoven como concertista). Su auto exigencia es extrema en busca de la precisión expresiva: el etéreo legato en el adagio sostenuto, la variedad tímbrica en las repeticiones del allegretto, con livianos cambios de dinámica y color. Fischer se lanza con arrojo a un tumultuoso finale, que percute con energía incendiaria. La toma sonora recoge el castigo a un piano oscuro, duro y cortante, con abruptos cambios de tempo y dinámica.




 

El ortodoxo Emil Gilels, siempre cuidadoso en la transmisión técnica de la partitura, prefiere lo apolíneo sobre lo dionisíaco. El adagio sostenuto transita olímpico y por supuesto obvia las instrucciones de pedal. En el allegretto domina un ritmo modesto y sincero, como una oración. Gilels comanda el presto agitato con tensión dramática, sí, pero con la ataráxica impasibilidad del capitán en el castillo de popa. Aunque los grandes contrastes dinámicos son su sello personal algunas veces la violencia percusiva empuja el registro agudo al desgarro (DG, 1980).




 

La característica esencial de la lectura de Paul Badura-Skoda es la personalidad umbría, con un notable registro grave, del instrumento construído en Viena hacia 1790 por Anton Walter, y que mantiene los forros originales de piel en los martillos. La apertura es rápida, viva, limpia y sin manierismos; fluida y rítmicamente ágil. Badura-Skoda anuncia su individualidad con algunas notas y frases de acento único y muestra una discreta gama de dinámicas (comparado con un piano moderno; pero ¿cuál? ¿el de Gould?, ¿el de Gilels?). La estupenda grabación expone el ruidoso mecanismo (Astreé, 1988).




 

Mikhail Pletnev materializa una interpretación excéntrica. En realidad toma al pie de la letra las instrucciones de Beethoven de tocar el adagio sostenuto sin apagadores, pero el efecto en un aparato moderno resulta primero chocante y luego onírico, fantasmagórico: Los acordes sostenidos patrocinan un marchamo fúnebre que necesariamente implica un tempo muy lento para tratar que la neblina no mezcle y superponga todas las armonías moduladas a lo largo de la pieza. Su triunfal fortaleza técnica le permite incluso arpegiar algunos acordes en el frenético finale. La muy cercana grabación retiene sin embargo la amplitud del espacio (Virgin, 1988).




 

Richard Goode no tiene la actitud del virtuoso (sí su técnica) ya que se forjó profesionalmente durante décadas como músico de cámara y liederista. Quizás por ello no busca una visión protagonista o revolucionaria: Su humilde franqueza hacia el texto (o hacia su fidelidad espiritual) recorta las emociones, las ordena, aparta algunas con cuidado; ello se compensa con una iluminación excepcional del detalle y la coreografía de la obra. A la bondad en los moderados contrastes dinámicos y en la coloración se añade un inmaculado y cremoso legato en el adagio sostenuto; las manos absolutamente independientes. El segundo tema del finale se eleva chopinesco. La grabación (Elektra Nonesuch, 1989) es excelente y rica en graves.




 

Melvyn Tan parece empeñado en que el fortepiano de época sea desesperadamente inadecuado para expresar la dialéctica beethoveniana. Sus dementes ataques (propiamente dicho, Careful with that axe, Melvyn), entre requiebros y retenciones, vagan por una grabación confusa (Virgin, 1993) en la que los gozos y las sombras del instrumento combaten en un túnel por una onza de chocolate.





 

András Schiff se decanta por un enfoque académico (en cuanto al texto) pero no historicista (en cuanto al instrumento). Para ser coherente con el seguimiento de la partitura al pie de la letra mantiene el pedal pisado (parcialmente) durante todo el adagio sostenuto, vaporoso sin llegar a pastoso, y sin crear disonancias molestas, excepto en el rápido bajo en los cc. 48-49 y cc. 56-58. Sigue escrupulosamente la indicación alla breve con dos pulsos por compás, y divorcia polifónicamente la melodía de la figuración de los tresillos (que transmutan bachianos privados de una pulsación rítmica chispeante), sin que haya interacción alguna. Schiff se esmera en distinguir las articulaciones ligadas de las separadas en el allegretto. Como Kuerti diferencia con claridad los tempi de los sujetos tormentosoy lúgubre en el presto agitato, que se salpica con silencios impredecibles y peligrosos (aunque esto es sin duda una ilusión bien planeada). La toma sonora procedente de concierto mantiene la resonancia natural (ECM, 2005).




 

Ronald Brautigam emplea un fortepiano Walter (copia) estrictamente contemporáneo (1802). Pero el instrumento no quita que el intérprete se decante por un enfoque romántico: El adagio sostenuto está cuidadosamente engarzado con numerosos y pequeños ajustes rítmicos y acentos inesperados. Además del apagador de rodilla (cuyo efecto de desenfoque se limita a la duración del compás debido al tempo relativamente lento) Brautigam incorpora un registro que interpone una fina tela entre los martillos y las cuerdas, abrazando el color con una niebla aterciopelada. El compulsivo círculo melodico-armónico resulta tan sofocante y desorientador como un grabado de Escher. Los contrastes dinámicos locales proporcionan carácter al allegretto. En la primera página del finale se emplean tres tipos de sonoridad: non legato sin pedal, legato sin pedal y subito forte con pedal. El empleo incesante del pedal, común en muchas grabaciones, elimina esas distinciones. No aquí, donde el ritmo surge espontáneo de la claridad sin par, impetuoso y rugiente, sin aspavientos, tan solo empleando las tensiones que surgen de la partitura, sin que la contundente expresión en los sf corra el riesgo de ser excesiva. La amplia separación de las manos demanda una coherente heterogeneidad de los registros, notoriamente capturados por BIS en 2005.




 

Steven Osborne nos embarca en una travesía poética por las dinámicas progresando desde la meditación a la actividad corpórea. El adagio sostenuto radia hipnotismo y acaricia con su gama de pianissimi, elevándose solo para remarcar el área central del lied. El allegretto trota juguetón y el presto agitato galopa por diferentes grados sf hasta impactar con toda la fuerza sin atender a los feísmos metálicos que subyugan las cuerdas golpeadas (Hyperion, 2008).




 

Murray Perahia sugiere en su nueva edición de la sonata que Beethoven pudo haber tenido la intención de que sus arpegios emularan el arpa eólica, instrumento enormemente popular durante la vida del compositor. La idea suena interesante (y prestada, ya que recoge el testigo de Carl Czerny), pero ¿se transfiere esta intuición a la música? El timbre es cristalino y perfectamente graduado, el uso del pedal convencional (como la mayoría de los pianistas sigue la interpretación de Czerny y cambia el pedal con cada nueva armonía), el rubato amordazado con la rigidez de un preludio bachiano. Ni siquiera la resonante grabación (DG, 2017) resulta innovadora.




 

Igor Levit ubica milagrosas gradaciones dinámicas (sin cataclísmicos contrastes románticos) sobre tempi de ligereza schnabeliana. Su toque revolotea cambiante pero no improvisado. El adecuado uso del pedal en el oscilante y amenazante adagio sostenuto produce unos graves líquidos y dislocados para no tapar la melodía. A destacar la intensidad que logra, no ya en el cromatismo de los compases 51-54, sino en la tensión puramente diatónica del segundo tiempo del c. 55. Los sólidos pero tranquilos ritmos del allegreto nos recuerdan que Haydn fue profesor de piano de Beethoven. El efecto acumulativo se resuelve en un presto agitato portentoso, donde cada frase posee un vector direccional que apunta hacia la desesperanza. Toma sonora detallada a pesar de la superflua reverberación escénica (Sony, 2018).




 

La flexibilidad lírica caracteriza la ejecución de Jos van Immerseel (Alpha, 2019). En el adagio sostenuto enfatiza la primera corchea de la anacrusa desequilibrando su impulso; su reticencia a tocar en tempo durante mucho tiempo no es aparente: inesperadamente rola, pausa, retiene. Cincela el stacatto en el allegretto. El paso pausado y el refinamiento del presto agitato no parecen propios de la imagen (que tenemos) de Beethoven, pero nos proporcionan tiempo (nada menos que 9:08) no solo para recrearnos y abrumarnos en la abigarrada sonoridad del instrumento, réplica de un Walter circa1800, sino también para apreciar la cohesión motívica de la sonata. La dinámica es relativamente tranquila y aterrazada, lo que contribuye a la atmósfera de tensión subyacente que finalmente se libera en los últimos compases. Las fluctuaciones de tempo cuidadosamente graduadas contrastan con los cambios de ritmo mucho más bruscos y exagerados en la grabación previa (Accord, 1983) en un piano Graf de 1824 donde podría recordar a Friedman, y su libertad de expresión desfigura la estructura de la sonata (el propio Immerseel ha reconocido posteriormente que este registro “suena como una distorsión de la realidad”).




 

Daniel Barenboim ha grabado la sonata hasta en seis ocasiones en otras tantas décadas, siempre con solemne reverencia y apoyado en el extremismo equilibrista de un Furtwängler. Elegiremos aquí la última (DG, 2020) por el instrumento, concebido por el propio Barenboim a partir del bicentenario piano de Listz: El encordado en paralelo, el rediseño de la tapa armónica y la recolocación de los martillos reemplazan la homogeneidad del ubícuo Steinway model D por unos registros diferenciados según su tesitura, pero de resonancia escasa. Barenboim lleva el adagio sostenuto al límite, como prolegómeno de una tragedia, con el desmesurado rubato y los reguladores dinámicos personalizados casi rompiendo la línea musical, el teclado (pareciendo) incapaz de producir un legato suave y cantarín. Deliberado allegretto, con la necesidad de lograr una revelación (el subrayado, las pausas) en cada frase. En el presto agitato la agilidad y la fluidez se resienten, la dinámica reclama mayores cumbres y valles. En resumen, para encontrar la esponteidad del gran pianista argentino regresen a las ediciones de antaño (Profil, 1958 y EMI, 1967).





 

No sabe nada, no aprende nada y no escribirá nada bueno” decía Salieri de su alumno Beethoven. Nikolai Lugansky pone a prueba la pedagogía del italiano y disecciona la obra no como ente sonata, sino como páginas desconectadas entre sí (incluso en sus partes constituyentes) y solamente relacionadas por su melífluo timbre. Adagio sostenuto poderoso y masivo, despegando desde el mezzo-piano y elevándose por momentos al forte, pero pobre en fantasía agógica. El encorsetado allegretto precede a un presto agitato de fluctuaciones apesadumbradas (HM, 2021).




Tchaikovsky: Piano Trío en la menor, op. 50

El Trío para piano, violín y violonchelo en la menor op. 50 de Tchaikovsky fue realizado como memorial elegiaco a Nikolai Rubinstein, director del Conservatorio de Moscú, amigo y mentor del compositor. Aunque anteriormente Tchaikovsky había declarado la “tortura antinatura” que le suponía esta combinación acústica, a petición de su patrona Nadezhda von Meck comenzó la escritura en 1881 de la “asociación artificial” de unos “timbres esencialmente individuales”. El trío exhibe todas las cualidades asociadas al autor: longitud suicida, refulgente emoción, variedad y diversidad de episodios bombásticos y retóricos, dinamismo e intensidad, armonías oscuras y textura densa en muchos momentos, aspecto del que Tchaikovsky fue dolorosamente consciente.

El Trío adopta un estilo concertante al margen de las corrientes camerísticas contemporáneas, con el piano como solista y las cuerdas en el rol orquestal, y se articula en dos movimientos de enormes dimensiones, el segundo de los cuales consta de dos partes:
I. La forma sonata del Pezzo elegiaco. Moderato assai—Allegro giusto superpone los motivos temáticos en una sucesión orgánica y schumannesca: La exposición como mezcla de conversación, contrapunto y doble melodía [primer tema (cc. 1-37), puente (cc. 38-60), segundo tema (cc. 61-142)]; le sigue un desarrollo de concepto improvisado, más una obsesiva repetición de elementos que una verdadera transformación [sección a (cc. 142-170), sección b (cc. 171-261)]; el elocuente dúo de los instrumentos de cuerda (cc. 200-261, y que puede ser visto como un tercer sujeto aparente) prepara la clave para la literal recapitulación [primer tema (cc. 262-283), puente (cc. 284-304), segundo tema (cc. 305-386), sección a (cc. 386-403), sección b (cc. 403-449)]; cierra con una agitada coda donde reaparece el motto (cc. 450-478).
II. A) Tema con variazione. Andante con moto. Monumental suite de piezas independientes basada en la metamorfosis de un folcklórico y elegante tema que es mostrado periódicamente por el piano. Var. I: El motivo en las cuerdas; var. II: El sujeto al cello sobre acordes al teclado y contrapunto staccato; var. III: scherzo con acompañamiento pizzicato; var. IV: imitación a dos voces con tratamiento eslávico; var. V: evocación de una caja musical sobre un bordón; var. VI: vals ligero amenazado por el piano; var. VII: regreso triunfal al tema con excursiones de las cuerdas; var. VIII: áspera fuga a gran escala; var. IX: meditación en sordina con arpegios ondulantes; var. X: mazurca chopinesca; var. XI: regreso apacible del motivo, enfatizado por el pedal.
B) Variazione finale e coda. Allegro risoluto e con fuoco—Andante con moto—Lugubre. Constituye de hecho un tercer movimiento en figura de sonata, festivo y jubiloso, donde el sujeto de las variaciones hace de primer tema, siendo el segundo el motivo de semicorcheas del puente del primer movimiento. Tras el inicio (cc. 1-9), Tchaikovsky autoriza en la partitura un corte de 129 compases, lo cual permite enlazar directamente con la recapitulación (cc. 138-242). Para cerrar el armazón cíclico en la coda (cc.243-285) modula a la clave menor original antes de colapsarse en una breve marcha fúnebre (cc. 286-298) como transformación del lirismo en tragedia.


Sonido estrecho, inestable, chirriante, procedente de una retransmisión radiofónica (Brilliant, 1948). Y sin embargo… escúchese cómo las variaciones comienzan en un tono doméstico e íntimo, como si se estuvieran practicando en el salón familiar, o cómo en la última variación Lev Oborin (piano) utiliza medio pedal para alargar el sonido, evitar el conflicto en dinámicas, enriquecer el timbre e incluso crear la ilusión de vibrato. La suavidad tímbrica de David Oistrakh (violín) y la diversidad de Sviatoslav Knushevitsky (cello) se cohesionan en un Oistrakh Trio de profundidad emocional sin parangón, dinámico e imaginativo, comprensión delicada e intensa de la obra: la oscuridad desolada en la reexposición del motto, la rusticidad del bordón en la var. V, el aroma polaco de la mazurca.





Las carreras individuales (sus egos) de Arthur Rubinstein (p.), Jascha Heifetz (v.) y Gregor Piatigorsky (c.) impidieron la creación de un grupo permanente. Tras cinco años de contactos y negociaciones entre sus representantes, la trinidad encontró tiempo durante el verano de 1949 para ensayar y concertar tres partituras que fueron grabadas el año siguiente por la RCA. “The Million Dollar Trio”, como fue publicitado en la época, destila ese estilo antiguo de interpretar, rápido aún sin perder claridad, de espontaneidad gozosa y un tanto superficial, la individualidad por encima de todo. El arranque posee la intensidad lírica de un dúo vocal, pero enseguida el violín va espoleando los tempi hasta un finale apresurado, donde se perpreta el corte sancionado por el compositor. La tímbrica dorada de las cuerdas, de inatacable afinación, se hermana con una amplísima gradación de matices y un fraseo infinitamente variado: valga como ejemplo el vals que poco a poco baila a la moda vienesa. Sonido monofónico seco, con escasa verosimilitud del piano y predominio del violín en la mezcla, una prioridad maniática de Heifetz: “Una grabación está desequilibrada si se puede escuchar el cello”.





Entre 1949 y 1959, cuando el grupo se desmembró por razones personales (el violín, cuñado del piano, denunció al cello por anticomunista), el trío formado por Emil Gilels (p.), Leonid Kogan (v.), Mstislav Rostropovich (c.) era posiblemente el de mayor calado mundial. Iconos de sus respectivos instrumentos, emparejaban virtuosidad técnica con sensibilidad artísitica de primer orden; como conjunto su resonancia colectiva era telepática y de resultados embriagadores, fraseo e inflexión emparejados. La aproximación es apolínea, de simplicidad abstracta, con la expresividad restringida a una melancolía siberiana. Eso sí, transmiten como nadie el reconocimiento del autor de que la obra es esencialmente música sinfónica transcrita para trío”. La toma sonora refleja que la tecnología soviética en los años cincuenta era puntera en fiabilidad (pensemos en su sensible ventaja en la carrera espacial) aunque un poco más de atmósfera no habría estorbado en la edición de Doremi.





A la grabación de concierto del año 1972 (Warner), no ya lejos de lo óptimo sino directamente infame, plana y constreñida en frecuencias, se añade la acumulación de notas falsas, invenciones varias y compases atropellados en la urgencia física. El piano al que un Daniel Barenboim terriblemente furioso machaca inmisericorde se ve afectado por el clima y va desafinándose progresivamente, en especial en la alta tesitura (var. V); la inspiración de Pinchas Zukerman coloca su violín cerca de lo empalagoso, y el ardoroso abandono de Jacqueline Du Pré (c.) culmina en fragor visceral. La fuga posee un dinamismo exuberante propiciado por la interrelación de los intérpretes.





En 1988 un inédito Beaux Arts Trio se rearmaba entre el pianismo persuasivo de Menahem Pressler, la cálida tímbrica del violín de Isidore Cohen, más la novedad revitalizante del violonchelo de Peter Wiley. La rápida integración de sus componentes dió como resultado una autoridad calmada, una distinción aristocrática, una dicción declamatoria. Evitando la crudeza melodramática, el énfasis se cita en los cambios armónicos: detenga su atención en la dramática transición al segundo tema, que retuerce el talante, o en la delicadeza del fraseo de las semicorcheas en los cc. 275 y 277, o en el nada pesante retorno del elegiaco sujeto de apertura en el andante con moto. Cortan autorizadamente, pero mantienen la variación fugada escamoteada en su primera e íntima grabación (también para Philips, 1970).





Las continuas fluctuaciones mengelbergianas (quizás legítimamente tchaikovskianas, véase mi intuición en la entrada dedicada a la Sinfonía nº 4) son el rasgo esencial de la potente lectura del Borodin Trio -Luba Edlina (p.), Postislav Dubinsky (v.) y Yuli Turovsky (c.)- (Chandos, 1990). La intensidad excede al lirismo, las tímbricas ásperas colman un fraseo contenido en breves ráfagas, expresivamente apasionado y fervoroso, a ritmos lentos y paladeados.Fuga académica, seguramente lo pretendido por el compositor como homenaje al finado. Sonido asaz sólido, tímbricamente amaderado, con un empaste muelle muy agradable de escuchar. También se permiten prescindir del pasaje tenazmente repetitivo del allegro risoluto, pero al menos respetan la var. VII, omitida en su primera grabación (Chandos, 1981).





Yefim Bronfman (p.), Cho-Liang Lin (v.) y Gary Hoffman (c.) descifran una serie de intervenciones individuales con literalidad y eficiencia, sin pretender ingeniar una actuación única e intransferible, pero compacta y muy equilibrada, sin artificios añadidos y permitiendo respirar las frases. Destacan las aportaciones anti-rutinarias de Bronfman: Mientras en la var. III la tranquilidad clasicista de su piano evita las traicioneras aguas con una juiciosa mesura de ritmo, en la var. IX evoca el minimalismo de un Carles Santos (Bujaraloz by night). En el restablecimiento del sujeto en la variación XI se elige mantener la inercia y no se embarranca en un ritmo lento y sollozante (Sony, 1992).





Martha, Guidon y Mischa formaron en 1998 un triunvirato de divos reunidos para la circunstancia y en ocasiones parecen corroborar la escasa falta de coordinación. El tratamiento individualista de los pasajes a solo no hacen sino prolongar la pobre sinergia, y la velocidad excesiva provoca pasajes confusos e incoherentes. Tampoco técnicamente se muestran inmaculados, ya que el frenesí se lleva la precisión por delante. Argerich (p.) aprendió la pieza específicamente para este recital, y su desenfreno fustiga a las cuerdas: El violín de Kremer repetidamente glosa y comenta con pequeñas pero prominentes pinceladas la cuota del piano, y Maisky hace gala de la intensidad de su bohemia apariencia. La partitura como punto de partida, modificable en una ejecución a tempiveloces y ardientes acentos jazzísticos: Var. III ágil y alada en sus acordes con puntillo y rápidas figuraciones; acentos manieristas en la var. V y desquiciamiento raveliano en la VI; la fuga chirría shostakovichiana, el Chopin (la mazurca) personalísimo de Argerich desborda colorido y su retorno del tema en el finale es cataclísmico. Grabación en concierto con parches realizados durante la madrugada del mismo (DG).





El efímero Kempf Trio estuvo compuesto por Freddy Kempf (p.), Pierre Bensaid (v.) y Alexander Chaushian (c.), todos ellos jovenzuelos en el momento de la grabación (Bis, 2002). Su temperamento intrépido interacciona permanentemente: en la flexibilidad de tempo y fraseo de la ubícua célula de cuatro notas en el pezzo elegiaco; en el pianismo reposado al comienzo del adagio con duolo e ben sostenuto (cc. 262 y ss.). Vivamente coloreadas, las cuerdas van alterando el sonido para otorgar un carácter diferenciado a cada una de las variaciones: en la destreza de las corcheas en la var. III, en la mussorgskiana belleza de la var. IV, en la suave sordina de la var. IX, en la delizadeza briosa de la mazurca, en el finale fogoso, en la coda dramática. A resaltar el respeto escrupuloso de las marcas metronómicas, algo que Tchaikovsky requiere específicamente en la primera página de la partitura. Holográfica toma sonora.



Saint-Saens: Symphonie nº 3 en ut mineur "avec orgue"

La Sinfonía está dividida en dos partes. Sin embargo, en la práctica incluye los cuatro movimientos tradicionales:

Después de un Adagio introductorio de unos pocos compases de carácter dolorido, el cuarteto de cuerdas expone el tema inicial que es sombrío y agitado (Allegro moderato). La primera transformación de este tema conduce a un segundo motivo que se distingue por su mayor serenidad; tras un corto desarrollo en el cual los dos temas son presentados simultáneamente, el motivo aparece por un breve instante en toda la orquesta. Una segunda transformación del tema inicial incluye de vez en cuando las notas quejumbrosas de la Introducción. Episodios variados aportan progresivamente calma y preparan el Adagio en re bemol mayor. El tema, en extremo apacible y contemplativo, pasa a los violines, a las violas y a los violoncellos, sostenidos por acordes de órgano; entonces pasa al clarinete, trompa y trombón, acompañado por cuerdas divididas, en varias partes. Después de una variación (en arabescos) realizada por los violines, retorna la segunda transformación del tema inicial del Allegro trayendo consigo un vago sentimiento de conflicto, amplificado por armonías disonantes. Éstas abren pronto camino al tema del Adagio, interpretado esta vez por algunos violines, violas y violoncellos, con acompañamiento de órgano y el persistente ritmo de tresillos presentado en el episodio precedente. Este primer movimiento finaliza en una Coda de carácter místico, en la cual se escuchan alternativamente los acordes de re bemol mayor y mi menor.
El segundo movimiento comienza con una frase enérgica (Allegro moderato) seguida inmediatamente por una tercera transformación del tema inicial en el primer movimiento, aún más agitada que antes, y en la cual asoma un espíritu fantástico que es abiertamente expuesto en el Presto. Aquí, arpegios y escalas en el pianoforte, ligeros como el rayo y en diferentes tonalidades, son acompañados por el ritmo sincopado de la orquesta. Este travieso alborozo es interrumpido por una expresiva frase en las cuerdas. La repetición del Allegro moderato es seguida por un segundo Presto; pero apenas ha comenzado cuando se escucha un nuevo tema, grave, austero (trombón, tuba y contrabajos), fuertemente contrastado con la música fantástica. La lucha por el poder finaliza con la derrota del diabólico e incansable elemento. La nueva frase se eleva hacia las alturas orquestales y allí reposa como en el azul de un cielo claro. Después de una vaga reminiscencia del tema inicial del primer movimiento, un Maestoso en do mayor anuncia el cercano triunfo del pensamiento noble y calmo. El tema inicial, completamente transformado, es expuesto ahora por las cuerdas divididas y el pianoforte (a cuatro manos), y repetido por el órgano con toda la potencia de la orquesta. Continua un desarrollo construido en un ritmo de tres compases. Un episodio de carácter tranquilo y pastoral (obóe, flauta, corno inglés, clarinete) es repetido por dos veces. Una brillante Coda en la cual el tema inicial, debido a una última transformación, toma una figura a cargo del violín, concluye la obra. El ritmo de tres compases resulta ser, natural y lógicamente, un extenso compás de tres tiempos; cada tiempo está representado por una redonda, y doce negras forman el compás completo“.
De esta guisa se analizaba la 3ª Sinfonía de Saint-Saëns, probablemente con la autoría, o al menos con la asistencia del compositor, en el programa de mano de la premiére londinense de 1886 y que resultó tal éxito que contribuyó a la eclosión francesa de un género que hasta entonces era patrimonio exclusivo de los países germanos.
La sinfonía encarna las virtudes clásicas, la lógica, la mesura, la lucidez, la facilidad elegante, quizás escasa de inspiración pero de academicismo constructivo impecable; también altamente original e innovadora en varios aspectos, incluyendo su plano formal y su densa orquestación, con maderas y metales masivos y amplia percusión. Ni órgano ni piano poseen parte solista, sino que se integran en el tejido magistralmente, ofreciendo variedad tonal y acentos rítmicos adicionales. Y sobre todo hace un uso extensivo y sofisticado de la transformación cíclica de temas, el sistema por el cual un motivo básico –una evocación del Dies irae gregoriano– se reformula en complejas y sutiles permutaciones –entretejido a ratos por un tema secundario en un remedo de la sonata clásica que va de la lucha a la victoria– recorriendo la sinfonía en su totalidad como homenaje a Listz, dedicatario de la obra.
Como en tantas otras obras que hoy forman el núcleo del repertorio orquestal francés fue Piero Coppola el pionero en llevar sus partituras al registro sonoro en la década de los treinta. Coppola produjo y grabó en su impulsivo estilo a la desigual Grand Orchestre Symphonique du Gramophone, formada para la ocasión y reunida en la Sala Playel en 1930, donde se acababa de inaugurar el orgullo de la ingeniería eléctrica gala, un monumental órgano Cavaillé-Coll. Sin embargo, la sorprendente colocación de sus 4.800 tubos en una habitación superior a la gran sala de conciertos negaba el florecimiento del sonido, que debía descender por una apertura en el techo, en un efecto contrario al de Bayreuth. Coppola inventa (o seguramente recoge la tradición interpretativa contemporánea) un ritardando antes del acorde conclusivo, algo que se ha hecho tradición entre buena parte de los directores posteriores. Grabación eléctrica rescatada desde unos venerables discos a 78 rpm de Victrola que deja entrever las temperamentales dinámicas, el efectista portamento en el Poco adagio, o la controlada erección de la tensión en el Maestoso.
Las grabaciones de Paul Paray (Mercury, 1957) y Charles Munch (RCA, 1959) han amasado durante largos decenios una vitola de alta-fidelidad en grado sumo, spectacular in your face and so on. La técnica de la Mercury consistió en tres micrófonos direccionales y cinta magnética de media pulgada a tres pistas (y no la cinematográfica posterior). La nula reverberación del Ford Auditorium contribuyó a un resultado suntuoso, con meridiana claridad de las líneas internas: escúchense las filigranas del piano en la introducción al finale, o los tubas palpables en la resolución. En cuanto a la interpretación, Paray prefiere la claridad al ardor, la restricción y la precisión al arrebato: hay que recordar que el estilo de Saint-Saëns como pianista era sobrio y sencillo. Por consiguiente la afrancesada Detroit Symphony Orchestra suena algo apartada pero intachable en la diafaneidad de sus texturas. El legendario Marcel Dupré (integrante del círculo personal del compositor) interpreta el entonces recién construído órgano de 4.156 tubos con un registro pedal –tan bachiano– de 32 pies casi inaudible por su baja frecuencia. Aquellos afortunados de poseer un subwoofer de amplia respuesta darán cuenta de la pasmosa experiencia, no auditiva, sino táctil.
El acabado sónico de Munch es más atmosférico pero menos detallado que el de Paray, sin destacar tanto la orquestación de Saint-Saëns: para combatir la excesiva reverberación de la sala de la Boston Symphony Orchestra, los ingenieros de RCA (1959) retiraron buena parte de los asientos y esparcieron por ella a los músicos. Esta grabación, de impulso lírico más cálido que su pareja, hizo más que ninguna otra por elevar a Munch al estrellato interpretativo: las lustrosas cuerdas en el clímax del Allegro, la índole meditativa que permea las espesas armonías wagnerianas en el Poco adagio, el sosegado fugato de atmósfera expectante en las cuerdas que hace de puente al apoteósico acorde de do mayor que abre el Maestoso, el marcado staccato de los metales bostonianos, el fraseo expresivamente irregular. Sabemos que Munch alimentaba las indisciplinas peligrosas, cultivando la emergencia personal de los músicos incluso en las costosas sesiones de grabación; sin embargo, la similitud de los minutajes respecto a sus (más fieras) lecturas de 1947 ó 1954 sugiere que su espontaneidad era muy… elaborada.
El registro de la Symphonie avec orgue se puede acometer de tres maneras: Acomodando una orquesta en una sala de conciertos equipada con un órgano –caso de las versiones expuestas–, o bien llevándola de peregrinaje a la iglesia adecuada –caso de la presente lectura–, o bien grabando por separado los elementos y mezclándolos posteriormente en el estudio –caso de los próximos Barenboim, Dutoit y Jansons–. Jean Martinon se presenta como sacrosanto sacerdote de la música francesa, instruyendo la sinfonía con un sentido de reposo refinado y elegante. Los atriles de la Orchestre National de la ORTF se estratifican por registros, y los temas parecen surgir relajada y espontáneamente en el primer movimiento, pero se anudan con precisión en el avasallador finale. En vez de un solista-divo, Martinon eligió al mejor conocedor del instrumento, es decir, el organista permanente de Les Invalides de París, donde se realizó en su integridad el documento (EMI, 1975), sustancialmente con más presencia y amplitud dinámica que los anteriores, aunque el mar de reverberación catedralicia ahogue algunos detalles instrumentales como la poca impronta del ondulante piano.
Daniel Barenboim propone ese mismo año un concepto a gran escala, al nivel de los clásicos, al modelo de modelos, la 5ª de Beethoven. Apoyado en la precisión técnica de la Chicago Symphony Orchestra y dedicando mayor atención a los planos de los vientos aherroja una impactante grabación (DG), detallada y dinámica aunque las cuerdas suenen tímbricamente poco naturales a intensidades elevadas. La labor de Gaston Litaize al instrumento (moderno) de la catedral de Chartres se sobrepuso posteriormente, consiguiendo una definición chispeante: Como la luz por las vidrieras, el órgano va asomando por la tesitura, iluminando lunarmente la milagrosa meditación de la cuerda en la que se refracta, se eleva y finalmente se desvanece. En el coral del Maestoso hace caso omiso de la indicación p en el apoyo a las celestiales pianísticas, pero el efecto realza el idioma eclesial. Otros momentos a destacar podrían ser: la dulzura en el austero y oscuro preludio con las maderas al unísono, subrayando en su lentitud las oblicuas armonías, o la imaginación lírica de los primeros violines en la invención a dos voces del Poco adagio, evitando la monotonía de la sección, o como arrojaba el programa de mano de la premiére en una caústica alusión a los impresionistas: “El compositor ha buscado así evitar en cierta medida las interminables repeticiones que están llevando a la desaparición de la música instrumental”. 
El refinamiento lógico y clasicista de Charles Dutoit se empareja perfectamente con la intención inventiva del autor. Rebosante de inmediatez y espontaneidad, su lectura es la que mejor destaca el aroma tchaikovskiano de la serena coda pizzicata que introduce el Poco adagio, diluyendo el colorido sin retorno de la tónica, y quedando irresoluta por tanto la dialéctica nuclear de la forma sonata. Al final de ese primer movimiento Peter Hurford suelta el pedal y difumina el efecto morendo que la partitura reclama y requiere: la tranquilidad que forma parte del desenlace –o usando la terminología aristotélica, la purificación–. Dutoit hace sonar la pieza incluso mejor de lo que es, como el impulsivo Trio, donde las impetuosas escalas del piano coalescen sobre el centelleo del triángulo. Extrema flexibilidad del tempo en el breve interludio pastoral del Maestoso, donde regresa el tema sobre un resplandor de vientos. Riqueza de la grabación organística, superpuesta posteriormente a la de la Montrèal Symphony Orchestra (Decca, 1982), si bien no con la profundidad abisal de otras.
James Levine firma una espectacular lectura dramática apoyada en una incisiva articulación y en el exquisito moldeado de las marcaciones dinámicas. La Berliner Philharmoniker destaca el efecto lúgubre y pulsante del tema principal recordando la Inacabada de Schubert. Después del fervor terrenal, es mayor el contraste del contemplativo órgano apoyando sutilmente las cuerdas en el sombrío y reposado Poco adagio. La experiencia escénica de Levine se vuelca en mostrar la deuda y el vocabulario wagnerianos, destacando tanto las figuras descendentes cromáticas en las cuerdas del arranque como la mística y tristanesca coda que cierra el Poco adagio: auscúltese la intensa e inestable armonía, el ritmo fluido, la textura contrapuntística. Destacar el gran efecto de los metales en los fragmentos en canon que pestuntean todo el segundo movimiento. Enorme dinámica de la grabación, con el órgano propio de la Philharmonie, de cuerpo poderosísimo pero algo distante (DG, 1987).
El disco de Mariss Jansons es el ejemplo de como una espléndida ejecución puede desplomarse por una pésima producción (EMI). El órgano construido en 1890 por Cavaillé-Coll en la iglesia de St. Ouen en Rouen permanece casi inalterado y conserva su registración original (atención a la penumbrosa Contra Bombarda), aunque, o en 1994 estaba en malas condiciones de conservación, o simplemente mal afinado. Pero el verdadero problema estriba en la autocrática superposición de su desproporcionada acústica. Un peligro que amenaza continuamente la grabación de esta obra (ya le pasó a Maazel, incluso en mayor medida a Karajan) y que convierte la Sinfonía con órgano en Sinfonía para órgano. Por su lado, la Oslo Philharmonic Orchestra fue registrada cristalinamente en su propia Konserthaus: Si Saint-Saëns prescribió al comienzo del Maestoso unos caprichosos compases para el berlioziano campanilleo del piano a cuatro manos es porque esperaba su tangibilidad sonora, tal y como se articula en esta parte de la emulsión. La lucidez textural en la fuga posterior golpea con una rotundidad shostakovichiana.
Saint-Saëns diferenciaba entre dos tipos de directores orquestales: “Los hay que van demasiado rápido, y los hay que van demasiado lento”. Quizás por ello dejó estrictas marcaciones metronómicas en la partitura… que no se contemplan en la siguiente grabación: El documento recoge el concierto inaugural en mayo de 2006 del descomunal instrumento de 6.938 tubos y 32 toneladas del Verizon Hall: el libreto se refiere a él orgullosamente como “el mayor órgano de Estados Unidos”, afirmación de ufano carácter trumpiano (más no es –siempre– mejor). El controvertido allá donde va Christoph Eschenbach se inclina por romantizar descaradamente la obra: las fabulosas cuerdas de la Philadelphia Orchestra despliegan un aura almibarado, caramelizando el tempo del Poco adagio hasta el punto del abandono (más erótico que religioso). Fraseo azucarado, lentitud glaseada, confitando cada trazo, dulcificando los sabores dinámicos. Para compensar, cabalga hasta el desmayo la coda –un pastiche wagneriano donde la recapitulación tonal vertebra– provocando el entusiasta bramido del respetable. Latry, organista titular de la Catedral de Notre-Dame de París, se integra adecuada y equilibradamente en la toma sonora, lejos de lo excepcional pero mostrando sin confusión todas las achocolatadas gamas de las frecuencias graves (Ondine). Esta tendencia interpretativa de levedad instrumental y claridad en las secciones se da en otras lecturas recientes como las de Nézet-Séguin (Atma, 2005) o Morlot (SSM, 2013).
Nos queda la restauración de los colores opulentos y los relieves contrastados con los que Saint-Saëns trabajó. La masividad de su orquestación (inmersa en el espíritu de gigantismo de finales de siglo) resulta acentuada por François Xavier Roth y su conjunto Les Siecles: el resplandor muelle de las cuerdas de tripa (en disposición antifonal), el mínimo vibrato de las deliciosas maderas, las trompetas naturales, los timbales de piel. El instrumento Cavaillé-Coll de la iglesia de Saint-Sulpice de París con casi 7.000 tubos y más de 100 registros podría parecer la panacea de los instrumentos auténticos e ideales para la obra. ¿Es esto así? Pues siendo estrictos parece que no, ya que la sinfonía se escribió para el órgano de tan solo 23 registros de la sala de conciertos londinense St James’s Hall. Es más, Saint-Saëns recomendó la utilización de un humilde armonio si el órgano no estuviera disponible. Sin embargo, la experimentada sapiencia de Daniel Roth, padre del director y profesor titular de este órgano desde 1985, resulta fundamental en la perfecta elección de los registros: coloreando la conversación o impulsando los acordes transicionales, pero siempre permitiendo escuchar la orquesta (telúrico el comienzo del Poco adagio) salvo en el veloz Maestoso, donde la gran reverberación expele un maremágnum donde timbal y bombo se cañonean a mansalva. Enérgica, plena de impulso, la interpretación pasa de puntillas por los reguladores dinámicos, pero no por la onírica modulación sobre la marca de ensayo O. El tráfico parisino ronronea en la delicada toma sonora, muy cercana a los atriles y que recoge el hojeo de las particellas (Actes Sud, 2010). Por supuesto que los Living Stereo y Living Presence de los 50 quedan ya muy atrás.

Saint-Saens: Symphonie nº 3 en ut mineur "avec orgue"

\”La Sinfonía está dividida en dos partes. Sin embargo, en la práctica incluye los cuatro movimientos tradicionales:


Después de un Adagio introductorio de unos pocos compases de carácter dolorido, el cuarteto de cuerdas expone el tema inicial que es sombrío y agitado (Allegro moderato). La primera transformación de este tema conduce a un segundo motivo que se distingue por su mayor serenidad; tras un corto desarrollo en el cual los dos temas son presentados simultáneamente, el motivo aparece por un breve instante en toda la orquesta. Una segunda transformación del tema inicial incluye de vez en cuando las notas quejumbrosas de la Introducción. Episodios variados aportan progresivamente calma y preparan el Adagio en re bemol mayor. El tema, en extremo apacible y contemplativo, pasa a los violines, a las violas y a los violoncellos, sostenidos por acordes de órgano; entonces pasa al clarinete, trompa y trombón, acompañado por cuerdas divididas, en varias partes. Después de una variación (en arabescos) realizada por los violines, retorna la segunda transformación del tema inicial del Allegro trayendo consigo un vago sentimiento de conflicto, amplificado por armonías disonantes. Éstas abren pronto camino al tema del Adagio, interpretado esta vez por algunos violines, violas y violoncellos, con acompañamiento de órgano y el persistente ritmo de tresillos presentado en el episodio precedente. Este primer movimiento finaliza en una Coda de carácter místico, en la cual se escuchan alternativamente los acordes de re bemol mayor y mi menor.

El segundo movimiento comienza con una frase enérgica (Allegro moderato) seguida inmediatamente por una tercera transformación del tema inicial en el primer movimiento, aún más agitada que antes, y en la cual asoma un espíritu fantástico que es abiertamente expuesto en el Presto. Aquí, arpegios y escalas en el pianoforte, ligeros como el rayo y en diferentes tonalidades, son acompañados por el ritmo sincopado de la orquesta. Este travieso alborozo es interrumpido por una expresiva frase en las cuerdas. La repetición del Allegro moderato es seguida por un segundo Presto; pero apenas ha comenzado cuando se escucha un nuevo tema, grave, austero (trombón, tuba y contrabajos), fuertemente contrastado con la música fantástica. La lucha por el poder finaliza con la derrota del diabólico e incansable elemento. La nueva frase se eleva hacia las alturas orquestales y allí reposa como en el azul de un cielo claro. Después de una vaga reminiscencia del tema inicial del primer movimiento, un Maestoso en do mayor anuncia el cercano triunfo del pensamiento noble y calmo. El tema inicial, completamente transformado, es expuesto ahora por las cuerdas divididas y el pianoforte (a cuatro manos), y repetido por el órgano con toda la potencia de la orquesta. Continua un desarrollo construido en un ritmo de tres compases. Un episodio de carácter tranquilo y pastoral (oboe, flauta, corno inglés, clarinete) es repetido por dos veces. Una brillante Coda en la cual el tema inicial, debido a una última transformación, toma una figura a cargo del violín, concluye la obra. El ritmo de tres compases resulta ser, natural y lógicamente, un extenso compás de tres tiempos; cada tiempo está representado por una redonda, y doce negras forman el compás completo\”.



De esta guisa se analizaba la 3ª Sinfonía de Saint-Saëns, probablemente con la autoría, o al menos con la asistencia del compositor, en el programa de mano de la premiére londinense de 1886 y que resultó tal éxito que contribuyó a la eclosión francesa de un género que hasta entonces era patrimonio exclusivo de los países germanos.


La sinfonía encarna las virtudes clásicas, la lógica, la mesura, la lucidez, la facilidad elegante, quizás escasa de inspiración pero de academicismo constructivo impecable; también altamente original e innovadora en varios aspectos, incluyendo su plano formal y su densa orquestación, con maderas y metales masivos y amplia percusión. Ni órgano ni piano poseen parte solista, sino que se integran en el tejido magistralmente, ofreciendo variedad tonal y acentos rítmicos adicionales. Y sobre todo hace un uso extensivo y sofisticado de la transformación cíclica de temas, el sistema por el cual un motivo básico –una evocación del Dies irae gregoriano– se reformula en complejas y sutiles permutaciones –entretejido a ratos por un tema secundario en un remedo de la sonata clásica que va de la lucha a la victoria– recorriendo la sinfonía en su totalidad como homenaje a Listz, dedicatario de la obra.
Como en tantas otras obras que hoy forman el núcleo del repertorio orquestal francés fue Piero Coppola el pionero en llevar sus partituras al registro sonoro en la década de los treinta. Coppola produjo y grabó en su impulsivo estilo a la desigual Grand Orchestre Symphonique du Gramophone, formada para la ocasión y reunida en la Sala Playel en 1930, donde se acababa de inaugurar el orgullo de la ingeniería eléctrica gala, un monumental órgano Cavaillé-Coll. Sin embargo, la sorprendente colocación de sus 4.800 tubos en una habitación superior a la gran sala de conciertos negaba el florecimiento del sonido, que debía descender por una apertura en el techo, en un efecto contrario al de Bayreuth. Coppola inventa (o seguramente recoge la tradición interpretativa contemporánea) un ritardando antes del acorde conclusivo, algo que se ha hecho tradición entre buena parte de los directores posteriores. Grabación eléctrica rescatada desde unos venerables discos a 78 rpm de Victrola que deja entrever las temperamentales dinámicas, el efectista portamento en el Poco adagio, o la controlada erección de la tensión en el Maestoso.






Las grabaciones de Paul Paray (Mercury, 1957) y Charles Munch (RCA, 1959) han amasado durante largos decenios una vitola de alta-fidelidad en grado sumo, spectacular in your face and so on. La técnica de la Mercury consistió en tres micrófonos direccionales y cinta magnética de media pulgada a tres pistas (y no la cinematográfica posterior). La nula reverberación del Ford Auditorium contribuyó a un resultado suntuoso, con meridiana claridad de las líneas internas: escúchense las filigranas del piano en la introducción al finale, o los tubas palpables en la resolución. En cuanto a la interpretación, Paray prefiere la claridad al ardor, la restricción y la precisión al arrebato: hay que recordar que el estilo de Saint-Saëns como pianista era sobrio y sencillo. Por consiguiente la afrancesada Detroit Symphony Orchestra suena algo apartada pero intachable en la diafaneidad de sus texturas. El legendario Marcel Dupré (integrante del círculo personal del compositor) interpreta el entonces recién construído órgano de 4.156 tubos con un registro pedal –tan bachiano– de 32 pies casi inaudible por su baja frecuencia. Aquellos afortunados de poseer un subwoofer de amplia respuesta darán cuenta de la pasmosa experiencia, no auditiva, sino táctil.






El acabado sónico de Munch es más atmosférico pero menos detallado que el de Paray, sin destacar tanto la orquestación de Saint-Saëns: para combatir la excesiva reverberación de la sala de la Boston Symphony Orchestra, los ingenieros de RCA (1959) retiraron buena parte de los asientos y esparcieron por ella a los músicos. Esta grabación, de impulso lírico más cálido que su pareja, hizo más que ninguna otra por elevar a Munch al estrellato interpretativo: las lustrosas cuerdas en el clímax del Allegro, la índole meditativa que permea las espesas armonías wagnerianas en el Poco adagio, el sosegado fugato de atmósfera expectante en las cuerdas que hace de puente al apoteósico acorde de do mayor que abre el Maestoso, el marcado staccato de los metales bostonianos, el fraseo expresivamente irregular. Sabemos que Munch alimentaba las indisciplinas peligrosas, cultivando la emergencia personal de los músicos incluso en las costosas sesiones de grabación; sin embargo, la similitud de los minutajes respecto a sus (más fieras) lecturas de 1947 ó 1954 sugiere que su espontaneidad era muy… elaborada.






El registro de la Symphonie avec orgue se puede acometer de tres maneras: Acomodando una orquesta en una sala de conciertos equipada con un órgano –caso de las versiones expuestas–, o bien llevándola de peregrinaje a la iglesia adecuada –caso de la presente lectura–, o bien grabando por separado los elementos y mezclándolos posteriormente en el estudio –caso de los próximos Barenboim, Dutoit y Jansons–. Jean Martinon se presenta como sacrosanto sacerdote de la música francesa, instruyendo la sinfonía con un sentido de reposo refinado y elegante. Los atriles de la Orchestre National de la ORTF se estratifican por registros, y los temas parecen surgir relajada y espontáneamente en el primer movimiento, pero se anudan con precisión en el avasallador finale. En vez de un solista-divo, Martinon eligió al mejor conocedor del instrumento, es decir, el organista permanente de Les Invalides de París, donde se realizó en su integridad el documento (EMI, 1975), sustancialmente con más presencia y amplitud dinámica que los anteriores, aunque el mar de reverberación catedralicia ahogue algunos detalles instrumentales como la poca impronta del ondulante piano.






Daniel Barenboim propone ese mismo año un concepto a gran escala, al nivel de los clásicos, al modelo de modelos, la 5ª de Beethoven. Apoyado en la precisión técnica de la Chicago Symphony Orchestra y dedicando mayor atención a los planos de los vientos aherroja una impactante grabación (DG), detallada y dinámica aunque las cuerdas suenen tímbricamente poco naturales a intensidades elevadas. La labor de Gaston Litaize al instrumento (moderno) de la catedral de Chartres se sobrepuso posteriormente, consiguiendo una definición chispeante: Como la luz por las vidrieras, el órgano va asomando por la tesitura, iluminando lunarmente la milagrosa meditación de la cuerda en la que se refracta, se eleva y finalmente se desvanece. En el coral del Maestoso hace caso omiso de la indicación p en el apoyo a las celestiales pianísticas, pero el efecto realza el idioma eclesial. Otros momentos a destacar podrían ser: la dulzura en el austero y oscuro preludio con las maderas al unísono, subrayando en su lentitud las oblicuas armonías, o la imaginación lírica de los primeros violines en la invención a dos voces del Poco adagio, evitando la monotonía de la sección, o como arrojaba el programa de mano de la premiére en una caústica alusión a los impresionistas: “El compositor ha buscado así evitar en cierta medida las interminables repeticiones que están llevando a la desaparición de la música instrumental”. 






El refinamiento lógico y clasicista de Charles Dutoit se empareja perfectamente con la intención inventiva del autor. Rebosante de inmediatez y espontaneidad, su lectura es la que mejor destaca el aroma tchaikovskiano de la serena coda pizzicata que introduce el Poco adagio, diluyendo el colorido sin retorno de la tónica, y quedando irresoluta por tanto la dialéctica nuclear de la forma sonata. Al final de ese primer movimiento Peter Hurford suelta el pedal y difumina el efecto morendo que la partitura reclama y requiere: la tranquilidad que forma parte del desenlace –o usando la terminología aristotélica, la purificación–. Dutoit hace sonar la pieza incluso mejor de lo que es, como el impulsivo Trio, donde las impetuosas escalas del piano coalescen sobre el centelleo del triángulo. Extrema flexibilidad del tempo en el breve interludio pastoral del Maestoso, donde regresa el tema sobre un resplandor de vientos. Riqueza de la grabación organística, superpuesta posteriormente a la de la Montrèal Symphony Orchestra (Decca, 1982), si bien no con la profundidad abisal de otras.






James Levine firma una espectacular lectura dramática apoyada en una incisiva articulación y en el exquisito moldeado de las marcaciones dinámicas. La Berliner Philharmoniker destaca el efecto lúgubre y pulsante del tema principal recordando la Inacabada de Schubert. Después del fervor terrenal, es mayor el contraste del contemplativo órgano apoyando sutilmente las cuerdas en el sombrío y reposado Poco adagio. La experiencia escénica de Levine se vuelca en mostrar la deuda y el vocabulario wagnerianos, destacando tanto las figuras descendentes cromáticas en las cuerdas del arranque como la mística y tristanesca coda que cierra el Poco adagio: auscúltese la intensa e inestable armonía, el ritmo fluido, la textura contrapuntística. Destacar el gran efecto de los metales en los fragmentos en canon que pestuntean todo el segundo movimiento. Enorme dinámica de la grabación, con el órgano propio de la Philharmonie, de cuerpo poderosísimo pero algo distante (DG, 1987).






El disco de Mariss Jansons es el ejemplo de como una espléndida ejecución puede desplomarse por una pésima producción (EMI). El órgano construido en 1890 por Cavaillé-Coll en la iglesia de St. Ouen en Rouen permanece casi inalterado y conserva su registración original (atención a la penumbrosa Contra Bombarda), aunque, o en 1994 estaba en malas condiciones de conservación, o simplemente mal afinado. Pero el verdadero problema estriba en la autocrática superposición de su desproporcionada acústica. Un peligro que amenaza continuamente la grabación de esta obra (ya le pasó a Maazel, incluso en mayor medida a Karajan) y que convierte la Sinfonía con órgano en Sinfonía para órgano. Por su lado, la Oslo Philharmonic Orchestra fue registrada cristalinamente en su propia Konserthaus: Si Saint-Saëns prescribió al comienzo del Maestoso unos caprichosos compases para el berlioziano campanilleo del piano a cuatro manos es porque esperaba su tangibilidad sonora, tal y como se articula en esta parte de la emulsión. La lucidez textural en la fuga posterior golpea con una rotundidad shostakovichiana.






Saint-Saëns diferenciaba entre dos tipos de directores orquestales: “Los hay que van demasiado rápido, y los hay que van demasiado lento”. Quizás por ello dejó estrictas marcaciones metronómicas en la partitura… que no se contemplan en la siguiente grabación: El documento recoge el concierto inaugural en mayo de 2006 del descomunal instrumento de 6.938 tubos y 32 toneladas del Verizon Hall: el libreto se refiere a él orgullosamente como “el mayor órgano de Estados Unidos”, afirmación de ufano carácter trumpiano (más no es –siempre– mejor). El controvertido allá donde va Christoph Eschenbach se inclina por romantizar descaradamente la obra: las fabulosas cuerdas de la Philadelphia Orchestra despliegan un aura almibarado, caramelizando el tempo del Poco adagio hasta el punto del abandono (más erótico que religioso). Fraseo azucarado, lentitud glaseada, confitando cada trazo, dulcificando los sabores dinámicos. Para compensar, cabalga hasta el desmayo la coda –un pastiche wagneriano donde la recapitulación tonal vertebra– provocando el entusiasta bramido del respetable. Latry, organista titular de la Catedral de Notre-Dame de París, se integra adecuada y equilibradamente en la toma sonora, lejos de lo excepcional pero mostrando sin confusión todas las achocolatadas gamas de las frecuencias graves (Ondine). Esta tendencia interpretativa de levedad instrumental y claridad en las secciones se da en otras lecturas recientes como las de Nézet-Séguin (Atma, 2005) o Morlot (SSM, 2013).






Nos queda la restauración de los colores opulentos y los relieves contrastados con los que Saint-Saëns trabajó. La masividad de su orquestación (inmersa en el espíritu de gigantismo de finales de siglo) resulta acentuada por François Xavier Roth y su conjunto Les Siecles: el resplandor muelle de las cuerdas de tripa (en disposición antifonal), el mínimo vibrato de las deliciosas maderas, las trompetas naturales, los timbales de piel. El instrumento Cavaillé-Coll de la iglesia de Saint-Sulpice de París con casi 7.000 tubos y más de 100 registros podría parecer la panacea de los instrumentos auténticos e ideales para la obra. ¿Es esto así? Pues siendo estrictos parece que no, ya que la sinfonía se escribió para el órgano de tan solo 23 registros de la sala de conciertos londinense St James\’s Hall. Es más, Saint-Saëns recomendó la utilización de un humilde armonio si el órgano no estuviera disponible. Sin embargo, la experimentada sapiencia de Daniel Roth, padre del director y profesor titular de este órgano desde 1985, resulta fundamental en la perfecta elección de los registros: coloreando la conversación o impulsando los acordes transicionales, pero siempre permitiendo escuchar la orquesta (telúrico el comienzo del Poco adagio) salvo en el veloz Maestoso, donde la gran reverberación expele un maremágnum donde timbal y bombo se cañonean a mansalva. Enérgica, plena de impulso, la interpretación pasa de puntillas por los reguladores dinámicos, pero no por la onírica modulación sobre la marca de ensayo O. El tráfico parisino ronronea en la delicada toma sonora, muy cercana a los atriles y que recoge el hojeo de las particellas (Actes Sud, 2010). Por supuesto que los Living Stereo y Living Presence de los 50 quedan ya muy atrás.

Beethoven: Symphonie no. 7

Formalmente conservadora (aunque el desarrollo armónico estremece la estructura, racionalizando su inestabilidad), indiscutiblemente abstracta (con sonidos autónomos del sentido narrativo), festiva sin duda, el emblema primordial de la 7ª Sinfonía (1812) de Beethoven es el ritmo, subordinándose cualquier otro factor en esta inmensa maquinaria de ingeniería musical de bloques sonoros interconectados.

1 El Poco sostenuto–Vivace se abre con una mayestática introducción (cc. 1-62) que, a base de ambiguos acordes y corcheas ligadas siembra el germen rítmico, melódico, armónico e instrumental no sólo del allegro vivaceal que preludia, sino también de la sinfonía por entero. La modesta pero efectiva transición se condensa en un tema cuya imprompta telegráfica permea en forma de ostinato al resto del movimiento, desarrollándose y progresando en tonalidad, tratamiento y orquestación en una iconoclasta sonata de palpitante pulso procesionario.

2 Allegretto. De acuerdo a los libros de conversación de Beethoven éste utilizaba en sus diálogos cotidianos la métrica de la poesía clásica tales como hexámetro, pentámetro yámbico, dáctilo o espondeo. Precisamente en estos dos últimos está basado el ritmo del allegretto: una sucesión repetida e imperturbable de una negra, dos corcheas y dos negras, un ritmo ceremonialy obsesivo al que se subyugan las melodías, oscilando incesantesentre mayor y menor. Un simétrico acorde de armonía irresoluta parece el único modo de concluir dejando al oyente en suspense y ensoñación del misterioso canto susurrado, que solo aparece lento por el contraste a sus vecinos.

3 El lúdico Presto–Assai meno presto se propulsa mediante veloces y jocosas secciones, variando sin cesar dinámica y textura. El trio se inserta en dos ocasiones (cc. 153-240 y cc. 413-500) y en dos tonalidades diferentes; todavía centro de la sinfonía, posee un carácter estático por sus extendidas y resonantes notas pedal en la mayor.

4 El Allegro con brio es una saturnalia volcánica en sus elementos desencadenados, la violencia de los timbales napoleónicos, la persecución en bacanal de los instrumentos y la consiguiente rotación de frases entre secciones, la dionisiacacomplejidad de los ritmos: un sujeto martilleante y maniaco acentuado en el pulso natural, acompañado de sforzandien el tercer pulso (en metales y percusión) y cuarto pulso (en maderas) todo ello cohesionado con reminiscencias de temas secundarios de los movimientos previos. Y a pesar de la insistente sincopación y la vertiginosainercia muscular no deja de desprender un hálito (intoxicado) de danza haydiniana.


Superada la obsesión de la urgencia sobre el contenido, la Sinfonía en la representa la coronación de la habilidad técnica, de la disciplina inventiva, del impulso luminoso de la creatividad en sí misma. Con este alborozo de ritmos Beethoven ha aceptado la lucha y la decepción como parte de su vida y ha aprendido a disfrutar el triunfo sobre ellos.






Nota previa: En aras de la claridad los directores reseñados en anteriores entregas no tendrán cabida en esta homilía de carácter cíclico. Naturalmente que sus versiones son tan extraordinarias como las que se citan a continuación.

La ilustre devoción a la bebida de Franz Konwitschny (en la previa de un concierto se le computó la ingesta de 6 botellas de champagne) le valió el sobrenombre de Konwhiskey entre los profesores de la Leipzig Gewandhausorchester (había sido su director musical desde 1949 y su nivel de comunicación con la orquesta rivalizaba aquellas de Szell y Cleveland o Karajan y Berlín); ya en el podium, obviamente relajado y espontáneo, utilizaba una batida expansiva e imprecisa, pero que conseguía un reflejo sonoro categórico, conciso y cartesiano. Dicha orquesta ostenta una sostenida tradición beethoveniana como demuestra que ya en la temporada 1825-1826 la Gewandhaus ejecutó la première del ciclo completo de sus sinfonías. Sus características aristas de obsidiana incluyen masivas aunque flexibles cuerdas, metales abrasivos y unas heterogéneas maderas con un timbre oriental muy definido. Debido a tal colorido individualizado, la textura orquestal nunca torna homogéneamente aburrida.
El tempo klemperiano del primer movimiento no corresponde a la marca vivace de la partitura, pero Konwitschny energiza la excitación al borde del desboque; la estructura se remarca por el escrupuloso (y desacostumbrado en su época) respeto a las repeticiones.En el pasaje que comienza en el c. 142 (cuerdas en pianissimo, con interjecciones alternas de oboe y bajos) el ritmo es retenido con tal desafuero que parece que los bajos nunca conseguirán retomar su pleno impulso.
En el orgánico allegretto destaca su rústica concepción, con las semicorcheas martilleadas sin piedad en las cuerdas mientras las maderas reexponen el tema de apertura marcado piano y dolce (c. 150 y ss.); la sección fugada (estipulada pp, cc. 183-210) raya en lo inquietante.
Ya en el scherzo resalta el bohemio swing de los compases blanca-negra; en el trio la tensión es mantenida por el preciso control rítmico de las corcheas finales en cada compás (y que a menudo se dejan de lado). La nota pedal de la pareja de trompas en su sección central (c. 186 y ss.) semeja un auténtico mugido animal.
Radiante finale, de fraseo rítmico especiado por ataques persistentes en los principales acentos. El efecto se dilata por la repetición de la exposición que genera tempranamente una enorme agitación que se liberará en la apoteosis final.
Ejemplo paradigmático del Beethoven poderoso de la vieja (que no difunta) escuela germánica de Weingartner: grandeza dramática y soberbia crudeza instrumental. La toma sonora omni-dimensional envuelve la pasmosa y colérica amplitud dinámica en un leve manto de soplido de fondo (Edel, 1959).






Las míticas grabaciones de estudio de Carlos Kleiber solo se ven superadas por aquellas otras procedentes de sus escasos conciertos, donde poseído de un vigor prometeico representa el Teatro sinfónico: un espectáculo febril y exaltado, conjugando la insalubre precisión szelliana por la atención rapsódica con la visión arquitectónica (hay que hacer constar la omisión de las repeticiones en las exposiciones de los movimientos extremos).
La Bayerisches Staatsorchester aporta su extraordinaria intensidad, corporativa e individualmente: Magnífica contribución de los timbales, claridad pictórica de las maderas. El incomprensible pero hay que ponerlo en la situación de los violines (todos a la izquierda, snif), lo que disminuye su incandescente impacto.
Ya el arranque se presenta atléticamente cantelliniano, con el idiosincrático acorde de apertura no al unísono, sino desplegándose como una cortina operística. La refulgente transición al vivace 6/8 quizá peca de neutralidad apolínea, contrastando con la persistente acentuación, vibrante y fogosa, que nos conduce sin aliento al pasaje en secuencia del desarrollo, desenfrenadamente tchaikovskiniano en metales y cuerdas (cc. 201-219). Justo después de la fermata en el tutti(c. 300) oboe y cuerdas malogran el alarmante quebranto al do mayor. Demoniacos los accelerandi y rallentandi, por ejemplo en los cc. 319-322; dicho lo cual, el movimiento posee la inercia de una locomotora Big Boy.
Sentido y sensibilidad en el escénico allegretto, de articulación tensa, alerta y expresiva; el pulso a la breve inhibe el perfil lírico, transmutando el carácter sombrío y oscuro del contratema en violas y celli (c. 27 y ss.) a otro elegante y distanciado (y con las notas de adorno minimizadas, gentlemanlike). Desmesurado el crescendo (c. 51 y ss.) desde los delicados pianissimi empleados en el comienzo. Finaliza con un coqueto (y controvertido) pizzicato, emulando a su padre (en otra lectura legendaria sobre la cual se modela ésta, aspecto nada extraño teniendo en cuenta que Carlos utilizaba las partituras anotadas de Erich), que en una temprana investigación sobre el manuscrito descubrió que la marca a lápiz “arco” era una aportación posterior apócrifa.
El scherzo galopa irrefrenable: en los cc. 203-210 (y en cc. 463-470) estridula una figura introducida por las trompas a la que se añaden las maderas con una trayectoria que cada dos compases adquiere sabor de síncopas. Nadie las destaca demasiado, pero su sentido no le pasa por alto a Kleiber, que incluso parece acentuarlo más de lo necesario para que sea advertido como tal; y es importante porque el afán que se genera en estos 7 compases está compensado enseguida por la explosión en fortissimo. El trio se emplea para descansar la montura: poco expresivo, sin matizar como prescribe la partitura la línea del violín.
El tempo del finale difiere del de su padre (lento, ya que clamaba que la melodía es una danza austriaca folcklórica y debería ser tratada como tal). La pérdida de tensión cuando las maderas toman el saltarín segundo sujeto, Carlos la justificaba otorgando mayor relieve a la ininterrumpida línea de los violonchelos en ese momento (c. 363 y ss.) que marcan con insistencia el subrayado rítmico de la secuencia, una de las grandes genialidades de esta sinfonía; paulatinamente las coloridas trompas van ganando posiciones hacia el frente hasta que destellan incontenibles entre el lienzo general en el tornado de la coda, hasta el pleonasmo de la frase final donde se aúnan a la aceleración de los compases finales.
Orfeo ha editado este único concierto del 3 de mayo de 1982 (sin tomas complementarias que oculten los ocasionales ruidos, y de acústica poco resonante ya que el hall está lleno de público) con fantástico sonido, saturado de color, amplio, inmediato y muy detallado.Para aquellos que requieran los violines antifonales la grabación previa para DG (1976) se recomienda sola, eso sí, sacrificando romance por disciplina y velocidad.





La referencia conceptual de Daniel Barenboim es por supuesto la de Furtwängler (al que vio interpretar la obra siendo un niño): es decir, ajustar continuamente el tempoen aras de suscitar el drama y elucidar la estructura, sintiéndose depositario de la gran tradición wagneriana, de gran formato a la antigua, cantabile ma non danzabile. El instrumento cómplice de ese pasado es la Staatskapelle Berliner, una de las pocas orquestas que mantiene su rasgo personal derivado de la raigambre local: de sonido rotundo, avasallador, de barniz oscuro en las maderas, de contundente vibrato en las cuerdas que nunca sacrifica al resto de atriles. Los flexibles tempi decimonónicos, el interrumpido legato sobre las largas frases amenazantes, las transiciones y las pausas fueron ensayados a lo largo de tres años de conciertos previos.
Introducción fantasiosa, con la frase primera del Poco sostenuto muy lenta; dando arreones en las frases pares Barenboim hace crecer el sentido de anticipación, exigiendo la liberación que llega al cabo en el vivace. El final del grupo primario de la recapitulación (a partir del c. 287 hasta la transición c. 301) se desliza en un accelerandi desenfrenado.
Arranca elallegretto tan pausado (56 pulsos en vez de 76) que semeja un solemne, celibidachiano andante, dramática y densa reflexión musical, arisca batalla de claroscuros, interpretando con cuidado maternal cada compás por su relevancia armónica, con una profundidad grave y profunda que sin perder la tensión hace fluir la música. Cuando la voz de violas y chelos (c. 29-50) se escucha tan nítida como el procesional de los segundos violines en tenuto, parece que va a jugar la baza de la claridad frente al tempo de la tradición, pero la ilusión es momentánea: el contracanto desaparece del mapa sonoro con la entrada de los primeros violines (a partir del c. 51), pese a que los Kleiber nos han enseñado que es justo y necesario que dicha voz se siga oyendo. Misteriosa el aura de tragedia, con los pianissimi palpablemente graduados y la sinuosa línea de los celli emergiendo del inferno como en la cuarta cantata bachiana, a sólo un paso del contrapunto de La muerte y la doncella.
A un scherzopoco jaranero, walkirizado, sin nada de ligereza mendelssohniana, le sigue un abrasivo finale que comienza apresuradamente, las cuerdas articulando un tanto confusas (c. 5 y ss.); esta veladura de los dibujos, intencionada o no, permite que el desesperado impulso rítmico de los vientos irrumpa en las texturas.
En suma, Barenboim descarta el aroma dieciochesco y regala una experiencia beethoveniana inigualable en el panorama actual. Lástima la entubada toma sonora, como si estuviéramos sentados en la última fila de la sala de conciertos. Las maderas graves aparecen nubladas y los vitales violines antifonales solo se perciben en contadas ocasiones. La ausencia de dinámicas extremas hace sospechar de una manipulación artificial en busca de una doméstica zona media (Teldec, 1999). La solución alternativa es decantarse por la lectura con la West-Eastern Divan Orchestra (Decca, 2011), de similar concepto interpretativo y superior toma sonora.





Charles Mackerras amalgama la inspiración historicista de base (detalles de articulación, fraseo y dinámicas gracias al reducido tamaño de la Scottish Chamber Orchestra: tímbricas chispeantes -prominentes metales y tormentosa percusión- y diáfanas texturas -discreto uso del vibrato-) con leves y tímidos asentimientos a la tradición interpretativa que subrayan los momentos dramáticos, como el rallentandoen los acordes conclusivos de los movimientos, aunque evitando la pomposidad del pasado.
El dinámico allegroinicial mantiene un pulso ligeramente más lento de lo propuesto por el autor, pero esto propicia un carácter enfático y poderoso de los insistentes acordes que jalonan el progreso del movimiento. Hay que reseñar la frescura del solo de flauta anterior a la entrada del tema principal (c. 68 y ss.) así como la notoria importancia de las cuerdas en la tesitura media en el segundo sujeto de la exposición (cc. 89-108).
La severa presencia de los contrabajos en las tempranas declaraciones del tema (c. 3 y ss.) proporciona una desmesurada urgencia vital (Mackerras presumiendo de sus 80 joviales años: I can’t get no) al crescendoinicial del allegretto. También emocional si la música lo requiere: cuando las maderas roban el aliento en el pasaje marcado dolce en la sección en la mayor (c. 101 y ss.), como suave consolación después del lamento de la procesión funérea, lo hacen con una gentileza mágica negada a otras lecturas más energéticas y rigurosas. Solución intermedia al pizzicatofinal, usando el arco sólo en el último compás. Su ritmo profetiza el entusiasmo cinético del scherzo, donde, en busca de un mayor equilibrio estructural omite la repetición de la segunda parte del trio.
El finalees un modelo de control: intenso, bravo, siempre internamente equilibrado. Colorido abundante por la inclusión de un armónico contrafagot (ya que Beethoven dispuso de uno el día del estreno) en la coda.
Toma sonora cercana y focalizada, sin ruido de la audiencia (la grabación se realizó principalmente en los ensayos del Festival de Edimburgo en 2006), sin excesiva amplitud espacial o dinámica (Hyperion).





El movimiento historicista alcanza su culmen y adquiere un significado autónomo con lecturas como la siguiente: aparte de los timbres afilados y las texturas ásperas (recogidos de manera asombrosa en la grabación), la impronta radical viene en el carácter de Emanuell Krivine y en su atención a la sutil acentuación de cada compás, la flexibilidad del fraseo, la danza de contrastes exageradísimos.
Ya en los abruptos acordes de apertura sentimos la tensión que irá creciendo en el paso fluido. Las cuerdas (de vibrato escaso pero no inexistente) jamás fueron advertidas así en los sujetos de la exposición, al menos con esa rugiente presencia. Cuando Krivine prepara un clímax relaja el tempo (mínimamente) para acentuar el consiguiente crescendocon un toque de accelerando, como en el callado pasaje en la transición anterior a la coda (c. 300 y ss.). El fabuloso gruñido ostinato de los graves en la coda (nunca capturado de manera más elocuente -cc. 401-423-) sugiere los comentarios sobre la locura del compositor que hizo su colega Weber: “Con esta sinfonía, Beethoven declara estar listo para el hospital psiquiátrico. ¿He dicho ya que la toma sonora es sensacional?
La planimetría del párrafo inicial del allegretto nos advierte de su solemnidad ascética, demacrada a pesar del vigoroso tempo, que atesora instantes de sublime poesía como en el pianissimo del c. 43, aunque sin permitir la complacencia en los tramos en clave mayor. Calidez y elocuencia de los segundos violines cuando su unión con los primeros permite la plenitud de las texturas (c. 51). El etéreo fugado (cc. 183-210) se prolonga en unas nostálgicas maderas que doblan y se imponen en los compases siguientes.
Irrepresable prestodentro de su delicadeza. Krivine integra la llamativa sonoridad en la estructura, como en el airoso trio, construido sobre la nota pedal de la mayor, sostenida primero por los violines (c. 153 y ss.) y después en la culminación por unas trompetas que inundan el tejido sonoro (c. 211 y ss.).
Finale embriagador, de furiosa aportación del percusionista y abandono antifonal en la coda de un modo que la partitura parece exigir a grandes voces.
La toma sonora, recogida en concierto, deslumbra con una presencia anonadante, la espacialidad panorámica de los atriles de La Chambre Philharmonique, la minuciosidad del colorido en las maderas (Naïve, 2009). Y lleva al inconfesable convencimiento de que ésta es la manera en que la sinfonía debería sonar. Háganse cuanto antes con este disco maravilloso.






Nota final: Los veinte directores citados en esta serie beethoveniana parecerán pocos a los lectores aventajados. La lista podría ampliarse con otras interpretaciones que irremediable e indefendiblemente han quedado fuera. Para ellos propongo una serie de curiosas parejas de baile (o de cuadrilátero): Mengelberg-Norrington, Scherchen-Giulini, Reiner-Brüggen, Jochum-Abbado, pero el Beethoven perfecto siempre permanecerá un sueño lejano: lo que cuenta es la huida y no donde ir.


Sabido es que la extenuante planificación de los ensayos de Carlos Kleiber permitía luego en el concierto el gesto de aparente y jubilosa improvisación, de dominio hipnótico a base de gestos mínimos y gentiles. Aquí le tenemos conduciendo la Concertgebouw Orchestra de Amsterdam (Unitel DVD Rip, 1983) en lujosa pero externa pulcritud unánime del fraseo, ferviente pero premeditada, abrasadora pero nada espontánea.


Bruckner: Sinfonía nº 7

Parece sencillo explicar el gigantesco impacto de la Séptima Sinfonía (1883) de Anton Bruckner: La relativa simplicidad de su articulación formal, asimilable incluso a los no creyentes a pesar de su escala cósmica; la austera construcción temática y episódica contrastando con la radiante plenitud tímbrica y armónica (cada movimiento es explorado exhaustiva y sistemáticamente en este sentido modulante y colorista); la concepción mística de la obra como expresión de fe ante la sociedad secularizante, reflejando en su lógica inherente el evento metafísico.
De manera inusual por el nivel de autocrítica del compositor, la sinfonía es textualmente poco problemática: La partitura publicada en 1885 se mantiene incólume salvo para los puristas (Haas mediante) que se resienten del lohengriniano golpe de platillos en la culminación del adagio (edición Nowak de 1956).

Hacia 1928 el rango de captura utilizando el nuevo sistema eléctrico era de 50-8.000 Hz, suficiente para registrar todos los sonidos fundamentales y la mayoría de armónicos en la orquesta. La primera grabación completa de una sinfonía bruckneriana en este pionero sistema se debe a Jascha Horenstein: A sus 30 años era ya un maestro en la tensa erección de una estructura arquitectónica sobre la obra completa y en cada uno de sus movimientos, ajustándose unos a otros de manera fluida (59 minutos) y relajada, sobriamente dramática a pesar de la discreta estabilidad de los tempi, usando poco rubato y siempre gradual. En el lírico primer movimiento expone wagnerianos meandros en las meditativas transiciones. El amplio adagio es una intensa plegaria de largas oraciones, destacando la gloriosa capacidad para cantar el segundo tema. En el scherzo el tempo es frenético con la consiguiente pérdida de profundidad, si bien el trío se serena, bucólico y perezoso: Durante mucho tiempo se hizo mención al problema de grabar largas obras en fragmentos de 4-5 minutos (la capacidad técnica de las pizarras a 78 rpm) y que pudo impulsar al maestro a empujar el ritmo para encajar el scherzo en sólo dos discos. Sea esto así, o sea un triste bulo, Horenstein logra un movimiento encendido y enérgico. En el finale la digna marcha marcial roza lo impertinente. La Berliner Philharmoniker despliega la riqueza de sonido emblemática que le proporcionaba su director principal en la época, un tal Furtwängler, y una calidez y elocuencia en las cuerdas (de tripa sin duda en su mayoría) que Bruckner habría reconocido como propias. El sonido adolece de limitaciones en la extensión tímbrica en agudos y en el rango dinámico, pero sorprende el fabuloso detalle de las texturas (escúchese la clausura del adagio con los acordes de graves latiendo bajo la diafaneidad de flautas y violines, cc. 195 y ss.) en la edición de Pristine Classical. El Místico expresionista.

El carácter de Hans Knappertsbusch radicaba en su fidelidad a la tradición y podría mostrarnos el estilo flexible que Wagner preconizó en sus escritos: “Los límites de lo posible solamente se determinan por las leyes de la belleza”. Kna solía dirigir su Bruckner con partituras acortadas, reorquestadas y dudosamente anotadas. En la Séptima se inclina por la edición Nowak con tempi adicionales libremente creados por Nikisch, que sin embargo, no parece seguir de ninguna manera: la intuición gobierna la nave milagrosamente, el acto sonoro palpita en cada latido, peligrosamente vivo y terrenal, hiperromántico y emotivo, en un solo aliento, cual melodía infinita tristanesca. Interpretación de grandes contrastes, tanto rítmicos como dinámicos, con dramática frescura, y dilatadísimos, cuasi infinitos crescendi de avasalladoras texturas. Un Bruckner oscuro de carácter, aprensivo, estremecido, lleno de presentimientos: Espacioso al principio, el allegro se jacta en los ritmos, con un segundo tema vulnerable y permeado de vacilaciones. Enfatizando el carácter de lied del segundo sujeto del adagio, Knappertsbusch moldea deliciosos portamenti (cc. 172 y ss.), forja teatral el golpe de platillos y medita la coda, lejos de la confesión terminal de otras lecturas. Un descarado trío toma el sol en plena naturaleza dentro de un scherzo urbano y urgente, acentuado fuertemente en cada primer pulso de compás, que soporta junto a un finale (que intenta revivir el espíritu haydiniano aunando humor y solemnidad) un peso específico poco común. Comparte los honores una ardiente Wiener Philharmoniker siguiendo la batuta mesiánica en el Festival de Salzburgo de 1949 a pesar de los inevitables desajustes tan propios del desprecio a los ensayos que propugnaba el viejo cascarrabias, terco y mordaz: “A nadie se le pregunta qué siente mientras reza” respondió a una pregunta sobre su interpretación de Bruckner. Sonido levemente seco pero robusto procedente de la ORF (Hunt, 1949), con mayor presencia que la edición oficial de Orfeo. El Místico temperamental.

Elegida para su primer concierto en 1922 como sucesor de Nikisch en Berlín (quien estrenó la obra en 1884) la Séptima fue una obra ligada al periplo vital de Wilhelm Furtwängler: “Si la interpretación no es enteramente libre, conceptualmente improvisatoria, desfallece”. Se ha criticado (quizá no injustamente) esta exageración de tensiones, esta reacción espontánea donde las libertades extremas en los cambios de tempo básico permiten revelar a Furtwängler todo el significado espiritual de la música a un extremo vedado para los demás mortales. Su vitalista imaginación siembra la partitura sin perjudicar el flujo sonoro: la variación caligráfica en cada frase del primer movimiento, con los poco a poco accelerando superpuestos a los poco a poco crescendo; como el tercer sujeto se eleva desde un misterioso pianissimo (cc. 103 y ss.) en fuertes acordes del metal hasta caer de nuevo en un susurro; la sinceridad cantabile del violonchelo (c. 193 y ss.). El adagio brilla luminiscente, sin permitir el estatismo ni el sentimentalismo: ”Bruckner no era un músico en absoluto, sino un sucesor de los místicos germanos”. En el schubertiano segundo tema (c. 9 y ss.) violín y violonchelo se mezclan a pausado tempo como duetto vocal, mientras la progresión hacia la luz se realiza acelerando lentamente en los seisillos de semicorcheas (cc. 157 y ss.), saturando de color el clímax armónico y dinámico a través de un triple forte antes de su hundimiento en do mayor, incomparable culminación (c. 177), que hace de punto de inflexión en la sinfonía mediada ésta su longitud. De manera inimitable, la textura orquestal siempre se mantiene en un estado plasmático, resultado de la consciente falta de precisión de ataque y homogeneidad del fraseo (por ejemplo, cuando la última entrada de la tuba es coronada por figuraciones ascendentes en los violines, cc. 180 y 181). La lucha titánica de la tragedia y la inocencia de Bruckner se muestra en un scherzo salvaje y sobrecogedor con importantes cambios en la vertical y en la horizontal. El nervioso finale está jaspeado con los característicos silencios furtwänglerianos cargados de tensión (c. 212, de 7 segundos de duración), finiquitando la coda de manera apocalíptica y angustiosa. Cimentada en el espesor dorado de la línea grave de la Berliner Philharmoniker, con fuerte sustento de los timbales en los momentos climáticos, más que una grabación de estudio se puede considerar un concierto sin audiencia (EMI, 1949): a veces estridente, seca en las altas frecuencias y profunda y clara en los graves. El Místico telúrico.

El Bruckner debido a Otto Klemperer es único en su particular concepción como último representante de la polifonía católica alemana del barroco. Una aproximación arquitectónica nacida del sólido sentido rítmico, dando tiempo a los oyentes a calibrar su grandeza antes de ir avanzando en la contemplación catedralicia. Firmeza y rigidez, resolución estoica, mismo pulso de principio a fin, como Bruckner (aparentemente, este austero y falto de implicación personal Bruckner) requiere: Esta cuestionable visión desvela cuanta variación de tempi hay en otras grabaciones, que aquí anticipamos y nunca llegan (salvo, por ejemplo, en el súbito lento en el tercer tema del allegro –cuerdas unísonas danzantes, cc. 103 y ss.–). Sereno espiritualmente en el adagio, estólido, monumental y sobrio, con poco contraste entre temas (con otro descanso de tempo antes del moderato, c. 37). Tras un ciclópeo scherzo, los ritardandi (parece ser que debidos a Nowak) con que finaliza cada una de las llamadas al tema principal son religiosamente observados en el finale, quizá a costa de entorpecer exageradamente el inexorable progreso hacia la coda, donde se detallan nítidamente cuerdas y metales, ricos y unísonos en el ataque, conculcando por fin el “motto” de la obra a modo de resolución del conflicto, y conjugando el ciclo coherente e infinito. La Orchestra Philharmonia exhibe vientos prominentes y cuerdas antifonales (como hubiera esperado el propio compositor) con los primeros violines anticipando levemente los acordes orquestales. La magnífica grabación desafía el tiempo (EMI, 1960). El Místico racionalista.

El suceso catalítico que sin duda impregnó la Berliner Philharmoniker de la inspirada atmósfera hipnótica (la misteriosa pastosidad, la elegía calma, la resplandeciente y suntuosa belleza) de este registro fue la experiencia de interpretar el Anillo del Nibelungo en el Festival de Salzburgo durante los años 1967-70. El director, Herbert von Karajan, manipulando los manuales del órgano imaginario es capaz de producir la más ligera de las texturas y matizar con delicadeza los pasajes suaves, y cambiando sus registros, detallar con lúcido perfeccionismo la línea clara, la atención al detalle sin descuidar la coherencia unitaria de la obra. Ya desde el tercer compás asombra el timbre dorado de los celli en la apertura (aunque la mágica belleza de la interpretación puede distraer de las bellezas de la partitura, cc. 303-20). Majestuoso adagio, con la tranquila y profunda coda realizada toda de un trazo, con una sensual acumulación de tensión. Un scherzo de adecuada simplicidad y leve encanto rústico enmarca un trío entendido como un adagio suplementario, que rememora las notas mantenidas en los metales cual gaitas en una musette barroca. Soleado el finale, donde Karajan observa meticulosamente el tempo en la coda final sin ampulosidad ni grandilocuencia. Espléndida grabación, abierta, cálida, espaciosa, profunda, con adecuadas definición y reverberación, de asombrosos equilibrio instrumental y amplitud dinámica (EMI-Esoteric, 1971). El Místico embriagador, muy alejado del “that Coca-Cola director” que escupía Celibidache.

La seguridad con que Eugen Jochum mezclaba los coros instrumentales de la orquesta bruckneriana de la que fue sumo sacerdote y apóstol evangelizador nos desvela su comprensión natural del idioma (la mutua procedencia común rural y católica, la larga dedicación personal al órgano): ”Bruckner no era un neowagneriano sensual, sino un músico puro de la piadosa estirpe bachiana”. Por ello propugnaba la fórmula (ya entonces demodé) de proporcionar relaciones matemáticas de tempi dentro de las estructuras, entre introducciones y allegros, e incluso entre movimientos. También debatía las demandas tardorománticas de nerviosos y excesivos accelerandi y ritardandi, que evitaban el pretendido descanso eterno de la música en el seno religioso. No obstante, su graduación en Munich bajo la guía de Furtwängler ejerce una alargada sombra: una línea de tempi y texturas ligeras y vitales, un libre y generoso rubato (quedan, residuales, algunos de sus abruptos ajustes en mitad de la frase que debilitaban la estructura en la versión DG: por ejemplo, en el scherzo, cuando el tempo es relajado en el c. 125 sin razón aparente), un poéticamente intenso crecimiento orgánico, un sentido improvisatorio en los frecuentes énfasis (delimitando –y retocando– claramente los cambios dinámicos para permitir la transparencia en la melodía, la imitación y el contrapunto), una humanidad impetuosa, distanciado de otras visiones más meditativas. Jochum encuentra siempre algo nuevo que desvelar en cada reverente repetición en el allegro. Un adagio sepulcral, que arranca con las tubas wagnerianas cubriendo las cuerdas como una nube amenazando tormenta, aunque el pausado ritmo escogido para el motivo inicial lastra el movimiento entero. Lleno de carácter, el scherzo sacrifica unidad rítmica en pos de la energía autoritaria. El finale tiene contrastes violentamente dramáticos, y en varios pasajes Jochum oficia una orquestación construída sobre registraciones del órgano (como en sus sinfonías tempranas: por ejemplo, el segundo tema al modo coral, desde el c. 35 en adelante). Pulidos y vibrantes metales en la Staatskapelle Dresden (frecuentemente interpretando en tenuto, sin acentuación), y cuerdas de lustre tonal profundamente elocuente y creativamente trascendente. La grabación analógica suaviza e integra la acústica con presencia, profundidad y claridad, algo agresivo el registro agudo (EMI-Brilliant, 1976). El Místico puro.
En el caso de Carlo Maria Giulini, la coherencia del discurso se logra por medio del mantenimiento de ritmo base, alejado de cualquier tipo de retórica. Efusivo y elocuente en su sencillez e intimismo, el cálido y luminoso lirismo del italiano se ajusta perfectamente a esta contemplativa visión de Bruckner como sinfonista del tardío romanticismo, un viaje panteísta que comienza en duda y acaba en arrobamiento. Adagio noble y grave, con misterios y resplandores y conclusión en paz. El scherzo está dominado por la vitalidad del ostinato rítmico en las cuerdas y el demoniaco trompeteo. Sonido basado en las cuerdas graves, con los metales contenidos, de la Wiener Philharmoniker, menos compelida por Giulini en la rigidez de entonación o marcación dinámica que la Berliner con Karajan o la Staatskapelle con Jochum. Excelente la transparencia de texturas a pesar de la espaciosa acústica (DG, 1986). El Místico afable.

Entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y finales de 1954 Sergiu Celibidache dirigió 414 conciertos a la Berliner Philharmoniker (comparados con los 222 de Furtwängler y los 4 de Karajan). Por entonces la relación se había deteriorado violentamente debido a su meticulosidad en los ensayos que bordeaba el fanatismo, acusando a sus miembros de incompetencia y ausencia de disciplina. El resultado fue una ruptura de consecuencias impensables tanto culturales como económicas: despechado por el nombramiento de von K., Celibidache evitó la orquesta durante 38 largos años. El concierto de reencuentro (BlueRay rip, EuroArts, 1992) supuso esta recreación sonora prolongadamente meditada y ensayada con inmenso cuidado durante seis inhabituales y maratonianas sesiones: por poner un ejemplo, el maestro empleó media hora en ensayar el trémolo inicial (sol#-sol-fa#) en los primeros violines. Su concepto de sinfonía como discurso dramático es enteramente superfluo; el poderío proviene de su integridad estructural. Un Bruckner antiteatral (sólo hay conflictos entre temas y tonalidades), desde la razón (la suya), pero capaz de convocar todas las pasiones. A ritmo constante, comenzando (habitualmente) enérgico, al llegar al segundo o tercer tema (la gran zona de canción en cada movimiento) el tempo se amplía desaforadamente: donde Haas propone un tiempo de ejecución estimado en 68 minutos, Celi sobrepasa los 88. Lo que Celibidache predica es una secuencia de adagios (en su ánimo) dentro del continuo sinfónico: un sistema planetario en el que el centro es el movimiento lento primigenio (de inevitable desolación) alrededor del que giran infinitamente las secciones adagio de los movimientos externos y la sección trio del scherzo. Todo ello tiene como motor aristotélico la comunión entre el colorido de los timbres y la evolución orgánica de las tonalidades. Desvelando los complejos planos sonoros, la más leve marcación dinámica es audible y transparentemente distinta en textura. La lectura se plantea desde unas cuerdas asombrosamente profundas, elocuentes y homogéneas (son los atriles de violas y celli los que encierran el secreto de la música). El Místico abstracto.

Günter Wand fue el último de los Kapellmeister dentro de aquella gran generación de directores brucknerianos. Incorporada a su repertorio ya en 1947, en esta postrera lectura de la obra a los 87 años encontramos una oratoria iluminadora tallada en piedra, más cercana a los medievales Bach o Schubert que a los románticos Beethoven o Wagner, que no pide extremos en tempo o rubato. Vitalidad de tempi e integridad estructural, aunados a gracia. Sincera, paciente y monumentalmente, con una férrea fortaleza de propósito, Wand construye con controlada intensidad, incisividad y poderío apilando secciones sonoras que se yuxtaponen por medio de la lógica interconexión tectónica entre tempo, ritmo y medida. Con el sereno manejo de las dinámicas y la graduación de las texturas orquestales va resolviendo los inherentes problemas de equilibrio (masivos metales frente a cuerdas y maderas). Patricio el himno adagio, Wand defiende el talento como compositor y orquestador de Bruckner con un culmen climático perfectamente erigido sobre los necesarios tonos pedal (con elementales cuerdas y metales) y desdeña el intrusivo y posiblemente espúreo golpe de platillos, los timbales y el triángulo. Purista en sus grabaciones, Wand despreciaba el uso parcheador de sesiones en estudio: en su última entrevista describía tales técnicas como “nothing but a lie, and in music, as in life, lying is the beginning of all vice”. Producto de hercúleos ensayos, la respuesta instrumental de la Berliner Philharmoniker respira a largas líneas con claridad y precisión, transparentes las maderas, prodigiosa en su solidez la toma sonora, con plenitud de información ambiental (RCA, live, 1999). El Místico mecanicista.
La lógica musical de Bernard Haitink nos ha ofrecido en varias ocasiones su Bruckner objetivo y riguroso, enraizado en la tradición sinfónica de fraseo simple y modesto, enfatizando la coherencia estructural, marcando las transiciones entre bloques arquitectónicos y áreas de tempo, conteniendo drama y tensión hasta el adecuado punto de ebullición, lúcido y ocasionalmente brusco. Literal, Haitink dirige la claridad textural, antiépica, callada, cauta, casta, hacia la intensidad expresiva sin implicación de su propia personalidad emotiva. Su preservación de la línea, a tempo unificado, requiere sólo leves modificaciones para permitir el efecto calmante. Tenaz en la construcción del intenso movimiento de apertura, el trémolo inicial suena tan unificado como si fuera tocado por un solo intérprete. Un adagio barnizado de luces y de sombras, con una gloriosa coda impulsada por el prominente timbal hacia el resplandeciente cataclismo, bordea lo memorable. El scherzo parece un drama abstracto y cíclico entre temas que se yuxtaponen, dialogan, pelean entre sí. Pétrea sonoridad en el finale, con una coda impregnada de gran convicción. Las soberbias secciones de cuerdas y metales (éstos de timbre muy brillante, pero nunca comprometido en los fortissimi) de la Chicago Symphony, fundamentales en las partituras del maestro, y su veterana relación con Solti, Giulini y Barenboim, la convierten en la orquesta bruckneriana del continente. Detallada toma sonora, resultado de la compilación de cuatro conciertos en mayo de 2007 (CSO Resound): los ruidos de audiencia son ínfimos, si bien la cercanía de los micrófonos perjudica la profundidad y riqueza en el grave profundo. El Místico agnóstico.

Daniel Barenboim despliega una ópera sin palabras, un viaje musical humano más que espiritual, en un sentido dionisiaco, o permítaseme la expresión, wagnerótico (la angustia armónica). Músico intuitivo que posee el sentido improvisatorio del organista (fundamental en la formación de Bruckner) y la comprensión y experiencia en las óperas de Bayreuth, Barenboim hilvana los aspectos arquitectónicos, teatrales y líricos con elásticas puntadas de tempi flexibles, un fluyente estilo de dirigir que frecuentemente recuerda al de Furtwängler, en la solidez constructiva y en el ímpetu natural que crece orgánicamente desde el interior. El primer movimiento nace calladamente schubertiano, arrancando en un verdadero allegro moderato (si bien los tres temas están menos contrastados que en las interpretaciones que comienzan lentamente para ir acelerando) con el arpegio inicial de violonchelos y tuba matizadamente trágico (cc. 3-6); el poderoso crescendo al final del segundo sujeto (cc. 110-122) arrasa en su coda, con un generoso ritardando al final. Personalísimo pluriempleo en la figura del intérprete del triángulo al que Barenboim dota de un solitario timbal para que, un compás por delante, acompañe al percusionista principal en el largo y dramático crescendo-diminuendo de la primera parte de la coda del primer movimiento. Un lamentoso primer tema en el adagio es seguido por un segundo poseedor de una dolorosa dulzura (el tema principal se impulsa con urgencia en su segunda aparición, propulsando la música hacia su destino); la prolongada construcción del clímax es inhabitualmente calma (con los timbales citados desde lejos) y su culmen, doblemente visionario y apocalíptico; la noble coda marca debidamente el peso del grave. El paso gentil del scherzo (adecuadamente rústico y jubiloso a ratos; siniestro y oscuro en otros) permite la resolución de cuidadosos detalles como el efecto de eco en el tema de la trompeta; el trío remite a una gracia vienesa que nunca vislumbró el autor. El finale es una vívida confrontación entre diferentes tipos de música cual personajes en un drama: la exposición conlleva un desafío trágico; el segundo tema contrasta sus dinámicas en cada emotiva entrada, siendo conducida la segunda frase del coral más calladamente que la primera; el paso lento es mantenido en casi todo el desarrollo, aunque el retorno del rápido tempo en la recapitulación del primer tema y la coda recrea la alegre y metafórica transfiguración de la oscuridad a la luz. Barenboim sobrecoge con el poderío orquestal de una sensual Staatskapelle Berlin idealmente involucrada, con cuerdas de cálido y suntuoso cromatismo (con atrevidos portamenti) y bendecidas tubas wagnerianas. La grabación procede de una semana de conciertos en junio de 2010 en los que se interpretaron consecutivamente seis sinfonías del compositor de Ansfelden. Las críticas del día hablan de una atronadora ovación de casi quince minutos de duración al finalizar la ejecución de los que se han preservado parte en el disco. Toma sonora muy cercana a lo atriles, naturalmente clara y detallada, que deja a la audiencia presente pero no intrusiva (DG, 2010). El Místico dramático.
En el plano terrenal se podrían nombrar otras interpretaciones:

El objetivo Carl Schuricht conserva la transparente ligereza schubertiana en esta otra grabación temprana a la Berliner Philharmoniker  (Centurion Classics, 1938).

Los tempi vivos y las sonoridades camerísticas de la Concertgebouw Orchestra de Amsterdam favorecen la franqueza emocional de Eduard van Beinum. Inexplicable la resolución de la coda del finale a medio gas. La grabación, estrecha en perspectiva y rango dinámico, compromete el resultado (Philips, 1953).

Bruno Walter, nacido en 1876, conoció de primera mano la Viena bruckneriana. La Columbia Symphony produce una canción otoñalmente afectada, pero técnicamente floja y sin el cuerpo necesario en la sección de cuerdas. La sección trio reduce a la mitad la velocidad (Sony, 1961).

George Szell, analítico en la línea objetiva, con el consiguiente distanciamiento expresivo: “el compositor siempre tiene razón”, en vivo en Salzburgo al frente de la Wiener Philharmoniker (Sony, 1968).

Bruckner fue durante más de cuatro décadas una fuerza vital en la carrera de Karajan. Su última grabación me parece más introspectiva, reverencial y vulnerable, pero con una implacabilidad casi glacial en el adagio, donde el toque de platillos suena casi fortuito. Espléndido sonido de cristalinas texturas que recoge unos vientos algo pálidos en la Wiener Philharmoniker  (DG, 1989).

Karl Böhm pensaba que la Séptima era “la más grande obra musical jamás escrita”. La Wiener Philharmoniker pone a su disposición coherencia en la comprensión formal, un fraseo intimista y fluido, y un equilibrio transparente (DG, 1976).

Cuatro años después de Jochum la Staatskapelle Dresden se acercó de nuevo a la obra en la visión austera y reverencial de Herbert Blomstedt, estructurada conjuntamente, con una lúcida y exacta dosificación de los elementos formales y anímicos. Especial cualidad de inocencia en el transcurso temprano del adagio, donde emplea un compromiso con timbales y sin platillos ni triángulo en el clímax, destacando la trágica y persistente retórica en la coda. Tormentoso el scherzo y finale abrumaduramente organístico. Analítica toma sonora (Denon, 1980).
Maravillosamente humano y romántico, excepcionalmente pausado en los tempi de los movimientos extremos, Riccardo Chailly extrae una fantástica sonoridad de los metales de la Radio Symphony Orchestra de Berlín, perfectamente equilibrados con las maderas y cuerdas, siendo recogido su transcurrir y su diálogo incluso en los momentos de mayor dinámica, como en la coda del allegro (Decca, 1984).

Eliahu Inbal, como Blomstedt, opta por una solución ecléctica, con sólo timbales en el clímax. Al límite de la objetividad, racional y analítico. Radio Symphony Orchestra de Frankfurt (Teldec, 1985).

Otra lectura tradicionalmente reposada y elegante es la registrada por la Bavarian Radio Symphony Orchestra, con un perfecto equilibrio sonoro entre cuerdas y metales en el adagio. Como recoge la grabación de Orfeo D’Or (1987), Colin Davis alteró el orden de los movimientos centrales basándose en el difícil equilibrio de la obra, y en la elección del propio Bruckner en las dos sinfonías siguientes.

Una esplendorosa Staatskapelle Dresden inventaría con cristalina claridad y exactitud los más nimios detalles de la partitura en la lectura de Giuseppe Sinopoli: Intelectualmente rigurosa, excéntricamente retórica y dinámica, con abuso de los reguladores. A resaltar esos violines obcecados en la tesitura aguda (cc. 101-104), llamando desde la ultratumba dongiovannesca (DG, 1991).

Con el sonido afrancesado de sus instrumentos de época (Orchestre des Champs-Élysées) Philippe Herreweghe liga Bruckner a la herencia schubertiana más que proponerlo como precursor de Mahler (Harmonia Mundi, 2004).
A new chapter from wonderful series Discovering Music. Stephen Johnson explores the Bruckner’s Seventh for the pleasure of BBC’s listeners.

Beethoven: Piano Concerto nº 5, Emperor

Llamé por tres ocasiones. Iba a retirarme cuando abrió un hombre de gran fealdad, visiblemente malhumorado, y preguntó en un exabrupto qué deseaba. Tomó la carta que le tendí, me miró y me permitió la entrada. Su apartamento consistía, creo recordar, en sólo dos espacios: el primero era una alcoba que contenía su cama, pero era tan pequeña y obscura que debía vestirse en el salón. Imaginaos la más desordenada y sucia habitación que os sea posible concebir, con manchas de agua salpicando el suelo. El polvo peleaba por la supremacía con partituras y manuscritos sobre un vetusto pianoforte. Debajo suyo –no exagero– reposaba un orinal usado. Cerca, una pequeña mesa de nogal acostumbrada a recibir en desorden los útiles de escribir. La más burda pluma de posada os parecería excelente al lado de los cálamos enfangados en tinta seca que allí se agolpaban. La mayoría de las sillas eran de esparto y estaban cubiertas con ropajes y platos que exhibían los restos de la última cena. Balzac o Dickens podrían continuar este relato por dos páginas y necesitarían de las mismas palabras para describiros el aspecto del famoso compositor. Dado que yo no soy ni uno ni otro, me limitaré a deciros: Estaba en presencia de Beethoven”. De esta guisa describe el barón de Tremont su presentación al músico en 1809.

En estas circunstancias domésticas, y bajo el bombardeo y ocupación vienesa de las tropas napoleónicas, compuso Beethoven su Concierto para piano nº 5: “nada más que tambores, explosiones y miseria humana”, sobre un borrador jaspeado de alusiones a batallas y derrotas.
 

  
 






Se dice que Artur Schnabel fue “el pianista que inventó a Beethoven” (aunque la primera grabación sobre cera se realizó diez años antes –Lamond, Goossens (HMV, 1922) mártires auditivos, please email me–) ya que eliminó la rigidez militar asociada a su música, irrumpiendo con su característica impetuosidad, penetrante y audaz, angular y arriesgada a costa de la perfección técnica (el abuso del pedal unido a la viveza en los movimientos extremos dan como resultado cierta falta de nitidez), la fragilidad o incluso de la ternura. Aunque sigue con rigor las indicaciones dinámicas y metronómicas, mantiene casi imperceptible en el aire una sensación de improvisación vital. Destacar los susurrados acordes descendentes al inicio del desarrollo, o el sentimiento poético en la sección en si bemol en el compás 105, o en el mi bemol del c. 385 en el primer movimiento, aunque Schnabel hace del movimiento central el núcleo nodal y expresivo del concierto, con un sublime discurso, lento y rico, deslumbrante, finalizando mágicamente la meditación preliminar del tema del rondó en los cuatro últimos compases. Como era tradición en la primera mitad de siglo, la London Symphony Orchestra ostenta un tono masivo en los graves, alguna madera desafinada y otros fallos de conjunto. Malcolm Sargent antepone la espontaneidad al esquema formal de la obra y es proclive al portamento romántico. Sonido anémico, con añejo soplido de fondo y ocasionales distorsiones decoran el traqueteo del piano en forte y la estridencia desgarradora del agudo orquestal (Naxos, transferencia desde inmaculadas pizarras a 78 rpm., 1932).


La relación espiritual de Edwin Fischer con Wilhelm Furtwängler fue estrecha y de largo recorrido (desde el lejano Berlín de 1924). Si puede haber una violencia romántica éste es el mejor ejemplo, quedando la técnica en un accesorio segundo plano. Mientras el pianista, seguidor del nuevo estilo schnabeliano de interpretación beethoveniana, muestra un toque de terciopelo translúcido, elegante, flexible y agreste por igual, Furtwängler fustiga a la rocosa Philharmonia Orchestra su elección, sinfónica a gran escala, de tempo y dinámica dictados por la armonía de la composición: Dramático y vigoroso, libre e imaginativo al modo romántico (la fantasía en la relajación en el segundo tema), fluidamente erótico, arrebatadamente emotivo, extenuante, sin compases absolutorios, cada frase impregnada de significado simbólico o incluso metafísico (como probablemente hizo el compositor), en términos de conflicto, lucha y triunfo final entre lo individual (el propio Beethoven) y lo social. Retumbante grabación monofónica realizada en estudio (aunque nadie lo diría por su osadía) de graves orquestales de gran riqueza, que no debe retraer a nadie de su conocimiento y posesión (EMI, 1951, edición especial japonesa a 20 bits y 88.2 kHzs).


Wilhelm Kempff elimina la personalidad histórica de la música para liberar su esencia y fantasea en su característico toque, ni dramático ni heroico, leve y suave como gasa, fiel a su estilo ágil e inspirativo, soñador en la paleta tonal, persuadiéndonos de la frescura de sus descubrimientos, donde brillan deslumbrantemente tersas las voces internas. El legato es conseguido por el canto de los dedos: su escueto uso del pedal permite gran claridad (por ejemplo, a partir del compás 184 observa con exactitud el sempre staccato en los tresillos descendentes cromáticos en la mano izquierda). Mantiene el ataque límpido incluso en los pasajes forte y el sfumato a pianissimo progresa milagrosamente. Hay menores variaciones de tempo básico que en sus anteriores registros (Raabe, Kempen) aunque en el gran pasaje con doble escala hay una perceptible aceleración de soberbio efecto, o en el momentáneo tenuto en la escala ascendente en el c. 194. Su poética delicadeza, su humor y su inacabable dinámica deslumbran en el adagio: abandonado en este oasis, el rubato respira espontáneo en las escalas descendentes marcadas espressivo, agrupando los tresillos de manera natural. La belicosa fanfarria terminal (y las ligeras limitaciones técnicas que acompañan a la edad) se rinden a lo sublime: “Toca Beethoven como una persona, no como un pianista”, Sibelius dixit. Ferdinand Leitner en el podium de la Berliner Philharmoniker acompaña con alada cualidad camerística (DG, 1961). La calidad de la grabación es tal que parece haber sido realizada ayer (esto es más un reproche al escaso avance en medio siglo de ingeniería sonora comparado con otros campos).


Rudolf Serkin sacrifica el centelleo polifónico, cada mano cual orquesta de cámara, y arrolla en severo staccato percutivo incluso los pasajes más líricos, cual masivas calderas de vapor a sobrepresión, como la pequeña cadenza de semicorcheas en terceras –compases 35-38 del adagio–. Como agua y aceite con Leonard Bernstein… ¡No! Craso error, Lenny contribuye en gran medida a la victoria: siempre flexible rítmicamente, asume velocidad y riesgo en un allegro que contrasta con la calma chicha del adagio, y acelera entusiasmado en la recta final. Los maquinistas de la New York Philharmonic propulsan intensamente dramáticos sin dejarse dominar por el piano (atención a las cuerdas imitativas en cc. 107-120 del rondó). Registro de extendida panorámica lateral, algo tosco en los forte, con el acento puesto en el solista (al que se oye canturrear a ratos), al gusto americano de la época (Sony, 1962).


La conjuncion planetaria de Glenn Gould y Leopold Stokowski (Sony, 1966) provoca una perversa heterodoxia contrastante de ritmos y acentos. El mismo Stokowski reconoció en privado que hubieran necesitado de más ensayos para aunar ideas: “Gould tenía en la mente una interpretación diferente a la mía. Me dió a elegir entre tocar rápido o tocar lento. Escogí esto último”. El locuaz e irreverente manejo de los arpegios (esenciales en el primer movimiento) como si fuesen cadencias propias, su frecuente destrucción del acorde, la desconcertante tímbrica y la transparencia de las voces (su obsesión por la mano izquierda), van revelando aspectos de la música que otros intérpretes no consideran (aparentemente) y que, en el caso del canadiense, siempre dan la impresión de proceder del estudio concienzudo de la estructura armónica y contrapuntística de la partitura, “melancolía marcial” según Gould. La American Symphony Orchestra (a la que Stokowski animaba a frasear libremente y no de manera uniforme, logrando una robusta y continua sonoridad de las cuerdas) titubea en principio, falta de tensión en el allegro (ma non tanto –la eliminación, tan gouldiana como su incesante canturreo, de la noción tradicional de tempo–), pero va asumiendo su papel de “fool” shakesperiano para lograr un final extenuante, acompañando el ritmo danzarín de los tresillos del piano. Y es que en un test de Rorschach los dibujos no tienen ninguna importancia, sólo las respuestas.


Entroncada en la tradición germánica, la granítica monumentalidad de la conducción de Otto Klemperer funde a la perfección con el grácil y perfumado pianismo de Daniel Barenboim (a pesar de los casi sesenta años que había de diferencia entre ambos), una visión simbiótica que se resume en el hecho de que la grabación, en tomas de movimientos completos, no necesitó de repetición alguna, a pesar de sus extraordinariamente complicados pasajes (hay alguna imperfección, juiciosamente ignorada en beneficio de la lozanía general). Klemperer, sarcástico y rotundo, impone su autoridad en unos tempi muy amplios (42:55) que no fosilizan las líneas; Barenboim utiliza este marco formal para erigir su interpretación (como Kempff) en el delicado y expresivo contraste tonal (¡qué manera de suavizar los floreos de la apertura para hacer más poderosa la entrada del tutti orquestal!), evita los acolchados pedales románticos, y mantiene un ritmo constante incluso en los pasajes más tentadores para pausar. La Orchestra New Philharmonia, las cuerdas oscuras y las maderas elocuentes, se beneficia de la cohesión de una toma sonora excelente, con profundidad de perspectiva y cuerda antifonal (EMI, 1967).


Arturo Benedetti-Michelangeli perfila una creación personal fascinante, donde la más pequeña unidad métrica o motívica cede el paso a la bellísima gradación de tonos cantabile, la microdinámica infinitamente controlada, la perfección preciosista en la creación del fraseo, cautivador y meticulosamente planeado –aunque no exento de algunos acentos agresivos¬–, la impecable fosforescencia expositiva en las diferentes líneas de las manos y su romántica desincronización que añade otra dimensión a las texturas, creando gloriosos colores de artificio. Melifluo en el adagio, concebido como un nocturno de olímpico legato, con un pedal tan imperial como inhumano: “los pedales son los pulmones del piano”. En el rondó varía cada repetición del ritornello proyectando un sentimiento de improvisación. Casi cada palabra anterior se puede aplicar al otro gran sumo sacerdote del instante inmortal: Sergiu Celibidache. Entre ambos (y la inestimable colaboración de la Orquesta de la Radiotelevisión Francesa) ofician un ritual inefable y controvertido, de tempi vivos. Naturalmente la grabación es corsaria, tomada de una retransmisión radiofónica sólo aceptable, publicada como vinilo por Electrorecord en 1977 y extraída en calidad Flac 24/96.





Es casi imposible de asumir la técnica excelsa de Claudio Arrau (toda una vida de experiencia beethoveniana –81 años–), físicamente robusta y espiritualmente refinada, siempre con su singular belleza de sonido (hercúleo, carnoso en su utilización del pedal en los compases 162-166), en su amplísima gama dinámica y la más honda expresividad, donde cada nota rinde su alma emitiendo su propia luz. Arrau lee la partitura con escrupulosidad filológica desconocida (escasas y muy meditadas las dudas agógicas que amaneraban sus anteriores acercamientos –con Galliera, con Haitink–). Colin Davis al frente de una soberbia Staatskapelle Dresden sigue el criterio del solista en un perfecto ejemplo de acompañamiento orquestal, admitiendo el debate constructivo y el conflicto romántico en sus amplios tempi. La franqueza rítmica en el primer movimiento precede a la serenidad en la apertura del adagio (escrupulosamente seguido el poco mosso, que permite desarrollar su delicado hechizo). En el finale Arrau ocasionalmente abandona el compás. Prodigioso registro del piano, reverberante (Philips, 1984). Y que decir de la localización de los timbales…



La interpretación de un concierto de piano del clasicismo con instrumentos originales revela un déficit de equilibrio dada la débil potencia sonora del fortepiano, que lucha en desventaja y suele sucumbir grácilmente ante los empujes de la orquesta, salvo en salones de concierto muy pequeños. En las grabaciones, la balanza es fácilmente manipulable, aunque no en todas se opta por la misma solución redistributiva (naturalmente esta circunstancia no está limitada a las interpretaciones historicistas). Robert Levin se pertrecha con un colorista fortepiano de seis octavas de 1812, con suficiente cuerpo en los graves, y bello y acristalado timbre en los agudos, de gran capacidad expresiva en su sugerente y delicado juego de matices y contrastes. Imaginativo y con mayor libertad poética que sus colegas Tan (con Norrington), Lubin (con Hogwood), o Immerseel (con Weil); oígase, por ejemplo, el lírico pasaje del compás 151 y ss., donde los tresillos se piden leggiermente, o el fluido segundo tema cuando se desliza de si menor a do bemol mayor (c. 159), o en fin, la exuberancia del movimiento conclusivo. John Eliot Gardiner opta por seguir de cerca las prescripciones metronómicas de Czerny (pupilo y amigo de Beethoven), más livianas que las impuestas por la tradición. A destacar los timbales percusivos en los tutti durante los cuales el piano toca como continuo (algo exigido por el manuscrito). La grabación es fiel en el sentido de no querer adulterar la dinámica del instrumento solista (donde la lucha es imposible, la articulación ofrece romance) y transmite diamantinamente toda la incisividad, flexibilidad y vitalidad de los intérpretes, así como la transparencia de texturas del amplio contingente (12.10.8.6.5) que conforma la Orchestre Révolutionnaire et Romantique (Archiv, 1995).


Iluminadora, polémica (y, por tanto, bienvenida) la propuesta de Arthur Schoonderwoerd y el Ensemble Cristofori, un mínimo contingente de una veintena de instrumentistas, tomando como base los testimonios contemporáneos de los conciertos privados de la alta sociedad, y que resuelven el problema del desequilibrio sonoro entre solista y ripieno. Ahora bien, por efecto de la memoria auditiva, son ahora las acuareladas cuerdas de tripa (1.1.2.2.1) las que nos suenan desnudas frente a maderas y metales. Intentando desandar lo aprendido, se pueden hallar deslumbrantes tesoros: el nuevo colorido tímbrico, la presente diafaneidad del conjunto de cámara, las inauditas raíces mozartianas, el delicado balance de los gozos y las sombras del fortepiano Fritz (Viena 1807-1810), un diáfano instrumento de seis octavas que realiza el pertinente bajo continuo con articulación militarista. Musicalmente los resultados son discutibles, pero la excitación que procuran es superlativa: Schoonderwoerd, como Gould, arpegia –taracea– algunos acordes en la mano izquierda, un modo perfectamente legítimo de obtener resonancia añadida; un adagio tenso, bordeando el martellato en los ataques de las cuerdas lo que perjudica seriamente el efecto legato; un rondó danzable cuyo descuidado ritmo en el tema principal del piano compromete el prentendido efecto sincopado. Extraordinaria toma de sonido, muy cercana, realizada coherentemente al planteamiento de esta grabación (Alpha, 2004). El concepto de sinfonía con piano obligado queda muy, muy lejano…


El futuro inmediato de la interpretación del Emperador parece basarse en el diálogo camerístico y no en el tradicional conflicto entre solista y orquesta: así se presentan las grabaciones de Guy-Jordan (Naive, 2007), Grimaud-Jurowski (DG, 2007), Lewis-Belohlávek (HM, 2009). También la lectura de Ronald Brautigam, que rechaza para este registro sus habituales fortepianos McNulty, y en aras del reto tímbrico que propone Beethoven, emplea un convencional (y maravilloso) Steinway Model D que dispone físicamente en el centro de la orquesta. Su técnica es fastuosa: No sólo traduce las dinámicas y acentos originales, por ejemplo, tocando leggiero y staccato para sugerir la frescura y sutileza de acción del fortepiano; además exhibe capacidad para sombrear cada nota a partir de la precisión del ataque, la articulación mordiente y percusiva, el dinamismo en la espontaneidad quasi-improvisatoria. El adagio –tocado como andante, puede que el más breve de la discografía (6:19)– resalta algo prosaico. Andrew Parrott, dejando un lado también sus familiares instrumentos originales, hace sonar la Norrköping Symphony Orchestra con incisivo carácter historicista, en una lectura que hermosea altanera la toma sonora (BIS, 2009).




En aras de la claridad del opúsculo, voy terminando. Resulta lamentable haber dejado fuera de esta pequeña selección a tantas y tantas magníficas interpretaciones. Citaré algunas otras, que, como siempre, están a vuestra entera disposición:

Walter Gieseking, muy, muy veloz y superficial, pero deliciosamente entretenido, Arthur Rother, Orchestra Berlin Reichssenders (Music&Arts, 1944). De fondo, durante la cadenza, (anotada expresamente, dado que los problemas auditivos de Beethoven impedían su propia interpretación) el bombardeo aliado sobre Berlín.

Vladimir Horowitz hace gala del frenesí esperado por su audiencia, con leves desvaríos marca de la casa en la mano izquierda, decorativamente rococó en el adagio, con desvanecimientos de tempi varios, Fritz Reiner, RCA Victor Symphony Orchestra (Naxos, 1952).

Wilhelm Backhaus, de actitud literal y poco variada, severo y reservado con preferente atención a la estructura lógica y no a los detalles, Clemens Kraus, Wiener Philharmoniker (Decca, 1953).

Emil Gilels, amplio y restringido, falto de sentimiento, Leopold Ludwig, Philharmonia Orchestra (EMI, 1957).

Maurizio Pollini espejea diamantino, y Karl Böhm procura un acompañamiento cálido y musculoso, espeso, quizá pesante de la Filarmónica de Viena (DG, 1979).

Murray Perahia, acaramelado, pero pequeño en dinámica energética; fantástico acompañamiento de Bernard Haitink, pulimentado con betún hasta resplandecer, Royal Concertgebouw Orchestra (Sony, 1986).

Steven Lubin, pensativo y delicado, presta poca atención a los grupos de semicorcheas débil-fuerte (acompañando a la recapitulación de los vientos) que parecen grupos ordinarios de cuatro, con lo que el efecto previsto por Beethoven se pierde. Christopher Hogwood dirige The Academy of Ancient Music (12.12.8.6.6) (L’Oiseau Lyre, 1987). Aquí el fiel de la mesa de mezclas se inclina hacia el solista (un Graf de 1824) para evitar su sepultura. Pero hay que entender que las limitaciones del instrumento producen efectos en la vía que Beethoven compuso. La argumentación de que Beethoven escribió para los instrumentos del futuro puede acercarnos peligrosamente a cuestiones del tipo: ¿qué hubiera pintado Leonardo con una caja de óleos? ¿y con un spray graffitero?

Kristian Zimerman, cristalino y refinado expresivamente, de belleza tonal siempre controlada, elegante articulación y mínimo rubato, rigurosamente férreo antes que imaginativo en la ornamentación. Leonard Bernstein culmina el regreso del judío errante a Viena, donde la Filarmónica, cálida y suave, pero también vibrante de emoción, lo recibe triunfal (DG, 1989). Monumental su disfrute (y el nuestro).

Mauricio Pollini, objetiva intelectualidad, aunque peca de generoso con el pedal lo que emborrona el fraseo, Claudio Abbado, Berliner Philharmonker (DG, 1993).

Jos van Immerseel, Bruno Weil, rigidez metronómica incluso en el animado larguetto, Tafelmusik (7.6.4.3.2) desvela su textura tenue, casi mozartiana (Sony, 1997).

El vienés apátrida, Alfred Brendel, analítico y sintético, inmaculadamente perfecto, pone en práctica en su cuarto acercamiento al Emperador, la poética introspectiva, es decir, a partir de un conocimiento intelectual de la partitura hacer asomar el humor mozartiano y hasta haydniano, por medio de sus intuiciones (veleidades para otros) que han resisitido el paso del tiempo. Simon Rattle (“lo que Brendel te pide cuando hace música contigo ha pasado de ser declaradamente imposible a convertirse simplemente en endemoniadamente difícil”) maneja con similar desparpajo la elegancia de la Wiener Philharmoniker. Estéril toma sonora (Philips, 1998) que ofrece un tornasolado equilibrio piano-orquesta.

Hélène Grimaud, enérgica y vaporosa, Vladimir Jurowski conduciendo la Dresden Staatskapelle hace respirar el adagio. Mezcla artificiosa de micrófonos (DG, 2006).

François-Frédèric Guy, sensibilidad y detallismo, Philippe Jordan con la Orchestre Philharmonique de Radio France propone dinámicas aterrazadas. Grabación palpable y balance realista (Naive, 2007).

Mikhail Pletnev, arbitrario y desequilibrado, Christian Gansch, Russian National Orchestra (DG, 2009).

Artur Pizarro, correcto pero prosaico, Charles Mackerras, Scottish Chamber Orchestra (Linn, 2009).

Evgeni Subdin, falto de contrastes, Osmo Vanska, Orquesta de Minnesota (BIS, 2010).

Christian Zacharias, lectura clasicista, sin tormenta romántica, Kurt Masur, Dresden Staatskapelle (EMI, 2010).

For further analysis, Stephen Johnson explores this piano concerto in BBC broadcast Discovering Music.

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Wagner: Prelude & Liebestod de Tristan und Isolde

Richard Wagner completó Tristán e Isolda en 1859, pero no fue hasta seis años después cuando recibió su primera representación. Así pues, en el interín el autor concibió, de manera pragmática y alimenticia, un extracto de concierto conocido como Preludio y Liebestod, apertura y conclusión de la ópera, y que representa una síntesis de su contenido dramático y musical.

Obra radical, especialmente en su tratamiento de la armonía cromática -que tanto irritó, confundió y causó incomprensión en sus primeras audiciones: “He leido el preludio una y otra vez, lo he escuchado con la concentración más absoluta, y debo admitir que no tengo la más remota idea de su significado” (Berlioz)-, cambió irreversiblemente el curso de la historia musical. Su mismo inicio es una fabulosa progresión en dos procesos: Primero, el rehuse a alcanzar la cadencia y así establecer una clave que suponga un respiro, una consumación esencial; segundo, la impredecible y tan querida por Wagner ambiguedad armónica.

La línea inicial de cuatro notas en los cellos está destinada a representar la noción del lamento, a la que se une el acorde del deseo tristanesco, en la que dos oboes atacan la frase pero sólo uno la acaba. La armonía viene dada por la presencia del corno inglés y el fagot, con un toque adicional de color en la superposición del clarinete, que ilustra el extremo cuidado del detalle instrumental como medio para el pensamiento dramático de Wagner, que vacila, dolorosamente cromático, en la atracción sexual. La orquesta progresa en intensidad, vibrante de promesas, para romper en el más conmovedor rechazo a cadenciar…

El segundo grupo temático se inicia con una amplia y poética melodía adscrita a las maderas, cálida y palpitante, que cambia de armonía en cada pizzicatto. Nada de esto conduce a la estabilidad, nunca alcanzamos la firme conclusión de la exposición clásica en el establecimiento de una nueva clave. Wagner está expresando la psicología del amor como una obsesión que no alcanzará consumación terrenal. El fin de la sección marca un lugar de descanso temporal, que lenta y repetidamente insiste en su rumbo ambiguo. La gran paradoja es que esta armonía inestable comienza a ser comprendida como una alternativa a la cadencia tradicional.

Desorientación, frustración, a partir de ahora el desarrollo será aún de mayor complejidad armónica y emocional, las texturas más densas y ansiosas, el contrapunto creciente bajo la superficie, cada línea vibrando con nueva intensidad en busca de liberación de sus propias inflexiones melódicas. Con la aparición de los metales emerge un nuevo impulso, oscureciendo la textura de la remembranza de los compases iniciales. Las enfebrecidas cuerdas al frente y la sombría armonía al fondo son dos mundos de emociones en colisión, una descomunal disputa sinfónica, ya ominosamente evidente sin resolución convencional. Tras el inmutable y extremo anhelo de los metales de si mayor la orquesta retorna patéticamente a una sugestión de la menor: la ambiguedad del acorde seminal permanece y la cadencia es definitivamente rechazada. El clímax ha sido meramente una ilusión y el trayecto erótico y espiritual nos devuelve al punto de partida.

Para la representación en concierto Wagner añadió la escena final de la ópera, simplemente suprimiendo la línea vocal de Isolda. Aquí estamos en un escenario armónico transfigurado, de mayor calma, en el que la orquesta posee un carácter dramático propio, cual coro griego. El tema, que es brevemente susurrado en secuencia por las maderas punteado por suaves acordes en los trombones, pronto se ve embozado en una espectral textura de tremolandi en las cuerdas. La melodía refleja los temas del lamento y el deseo del Preludio, pero integrados mágicamente en un paisaje armónico radiante; la agonía ha sido trascendida y la alegría ve la luz. La combinación de vientos, cuerdas y elaborados arpegios en las arpas genera una espiritualidad ingrávida.

El tema se desliza por una serie de variaciones en una intrincada espiral, donde cada fin de frase es interrumpido por el siguiente, en cortos patrones de progresiva urgencia que se van elevando en la luminosa sonoridad orquestal, metales y maderas graves alternándose en el soporte armónico y desplegando colorido y vitalidad, en oleadas embriagadoras, reiterando las células musicales pero sin llegar a escuchar la última nota, aumentando la altura tonal en un monumental crescendo……. La sensación se desvanece y la melodía se hunde en la región grave.  Sólo entonces, sobre el telón, la tensión es resuelta en un triunfante acorde de si mayor, permitiendo el descanso y la cadencia (tras cuatro horas de música en la ópera completa). Personas que han participado del rito en la colina sagrada me han confesado que buena parte del público rompe a llorar en puro arrobamiento.
Cuando el ejército soviético entró en Berlín confiscó en calidad de botín de guerra las primitivas cintas magnetofónicas que atesoraban los conciertos dirigidos por Wilhelm Furtwängler durante la contienda. No fue hasta 1991 que esas cintas originales, grabadas a unos asombrosos 77 cm/s, fueron devueltas a Alemania. De ellas se inicia el trabajo de restauración de Tahra: partiendo de un sonido seco pero fresco, ligeramente estridente, capturado por un solo micrófono omnidireccional colgado sobre el podium que recogió la resonancia de la sala (junto a las inevitables expectoraciones del público), en una ejemplar mutua interacción del acto de creación-recepción: Entre el 8 y el 11 de noviembre de 1942 la Philharmonie acogió un masivo acto de fe de utopía cultural que finalizaba con el Preludio y Liebestod de Tristán e Isolda. El Wagner de Furtwängler es único por su intensidad hipnótica, su sentido único del misterio conseguido fundiendo texturas, dibujando largas y fluidas líneas sin segmentar por pulsos o líneas de compás, a la vez profundamente trágico y apasionadamente erótico, de tan torturada incandescencia física como fervor espiritual, urgencia visionaria, intensidad alucinada, poso cultural. Si el filósofo preparaba los ensayos, el poeta conducía el concierto: la violenta tensión es intolerable por momentos, impredecible en las libertades musicales cuando la estructura de la obra lo requiere (“la partitura sólo es una guía imperfecta a las verdaderas intenciones del compositor”). Por su parte, la orquesta lo sigue hechizada: las continuas amenazas del Partido de disolver la Philharmoniker y entregar a sus miembros al ejército, hacían que éstos tocaran cada concierto como si fuera el último. El devastador timbal en el clímax parece reproducir la exacta coetánea aniquilación del 6º Ejército Alemán en Stalingrado.

Resulta curioso que, a lo largo de las carreras de los dos más grandes maestros de la primera mitad del siglo XX, éstos reflejaran el mismo fundamental respeto (a regañadientes) que Tchaikovsky y Wagner, malinterprentado similarmente sus respectivas posturas interpretativas. El Maestro programó un concierto monográfico Wagner en el cénit de la guerra (28 de noviembre de 1943), mostrando su determinación de que el Partido Nacionalsocialista no se apropiara de los clásicos alemanes. Comienza comedido, seco, cortante, pero su abrasadora concepción latina crece con inercia inexorable hacia el clímax, plena de dinamismo y poder galvánico (no en el tempo, sino en la tensión interna), sin que la sonoridad limpia y magra, de articulación diáfana y precisión rítmica, oculten la ternura y la pasión parmesanas. El nivel de la disciplinada NBC Symphony Orchestra no era comparable a Berlín o Viena y sus metales tienden al sonido grueso e irregular. Milagrosa restauración realizada por Pristine Audio a partir de unos acetatos de inusual calidad, que recrea un natural y estable ambiente, de profundidad y lustre palpables, sin asomo de interferencias de radio ni ruidos de superficie. Y es que, como dijo Gustav Mahler a Bruno Walter tras escuchar a Toscanini una representación de Tristán en Nueva York en 1909: “Dirige de un modo completamente diferente al nuestro pero, a su manera, magnífico”.

Pocos directores han estado tan implicados en su profesión como Otto Klemperer con Wagner: comenzó su carrera en la Opera de Praga en 1907, en un teatro con una magna tradición (Mahler, Nikisch); con 29 años ya había dirigido todas sus óperas. En Berlín, su original tratamiento del repertorio convencional y la continua inclusión de música contemporánea elevó una violenta polémica: tras una producción de Tannhauser con Hitler entre el público, su contrato fue sumariamente cancelado y hubo de huir a Suiza. Wieland Wagner, el nietísimo: “me mostró, por primera vez, como podía sonar Tristán”: un Tristán profundo, íntegro, de sonoridad pétrea, férreamente objetivo, de construcción no ya sinfónica, sino directamente catedralicia en la exaltación estructuralista por encima de cualquier otra consideración, por su coherente claridad de texturas, su proverbial diferenciación entre las diversas familias orquestales (resaltando sabiamente la colorista y exquisita instrumentación), en las severas gravedad y solidez, en la extrema parquedad en el uso de medios expresivos. El tempo es pausado, con todo el poderío lírico alcanzado quizá en detrimento del impulso, pero sin sensación de lentitud. La Orchestra Philharmonia suena gloriosa en una espaciosa toma de sonido (EMI, 1960) que propone unas prominentes secciones de maderas, unas feroces cuerdas, unos llameantes metales.

En 1962 Hans Knapperstbusch era una antigualla, el último welsungo. Decca lo había dejado por imposible: su wagneriana comprensión del proceso musical basada en la inspiración del momento hizo imposible su coexistencia con los modernos métodos de grabación que requerían la misma precisión e intensidad toma tras toma; su negativa a los ensayos “Ustedes se saben la obra, yo también, así pues, nos veremos en el concierto”, sus peculiares sesiones de grabación (de un tirón, sin repeticiones, ni reescuchas en el control) se escenifican en la conocida anécdota: Cuando Kna y Kirsten Flagstad grabaron en Viena un par de fragmentos de La Walkyria el maestro se extrañó cuando anunciaron que disponía de tres horas para registrar unos quince minutos de música: “¿Tres horas? ¿Qué vamos a hacer con todo el tiempo sobrante?” a lo que el productor respondió que ya harían algo y que, además, la soprano podría sentirse tal vez cansada. “¿Cansada? ¿La soprano? ¡Pero si parece un acorazado!” Estos postulados románticos (de alto riesgo) lo relegaron a compañías discográficas de menor relieve, como Westminster, que pasó por Munich para grabar a la Filarmónica, de la Knappertsbusch que había sido director desde 1922. Si Furtwangler creó la lectura metafísica de Tristán, Knappertsbusch es más impulsivo e improvisatorio, su instinto basado en la fe absoluta en la obra, cual servidor-celebrante sacerdotal al frente de una comunidad de creyentes, con un concepto del concierto como reunión de músicos haciendo música a primera vista. A cambio logra una tensión singular basada en la seguridad que imponía su aristocrática autoridad natural, siempre atenta a la forja narrativa (el leitmotiv, microestructura del relato dramático va formando la macroestructura con toda su carga de inestabilidad temporal dentro de un fluido constante, articulado, flexible, y respirado con elástica tranquilidad), a la calidez y presencia de los instrumentos de viento que otorgan su tonalidad densa y oscura, al equilibrado y transparente discurso sonoro. Profundos pizzicatti como latidos, metales llevados al límite, robustez de los timbales, arpas encantadas.

Tras la muerte de Knappertsbusch se extingue irremediablemente una tradición artesana basada en la espontaneidad que arrancaba del propio Wagner: en su libro sobre conducción de orquestas habla sobre la necesaria flexibilidad del melos capaz de expresar el contenido inherente dentro de cada célula musical, pero sin llegar nunca a seccionar el caudal armónico. Y después ¿qué tenemos?

Tenemos a George Szell al frente de una fiera Cleveland Orchestra (Sony, 1962): refulgente, de implacable perfección mecánica (otra evidencia de resultados a largo plazo), sin una pizca de sentimentalidad, vigorosa y clara; de agudos acerados. La mezcla de múltiples micrófonos resalta el detalle pero enjuaga el ambiente atmósferico.

¿Usted tendría interés en ver la partitura que empleaba Mahler cuando dirigía Tristán?”, Bueno, menuda pregunta, le dije que claro que sí, que enseguida, y yo pensaba que me iba a encontrar ahí los secretos interpretativos de Mahler sobre Wagner: ¡pues nada de eso, lo único que había eran los cambios dinámicos! Pero ahí estaba el secreto, luego me di cuenta: en todos los crescendos. Se lo explico: como usted sabe, todos los compositores anteriores a Mahler anotaron la dinámica verticalmente, o sea, se anota el crescendo para todos los instrumentos a la vez; pero es evidente que si todos los instrumentos inician el crescendo al mismo tiempo, y están los trombones, y los timbales, pues las violas y la segunda flauta, por ejemplo, no van a tener la menor oportunidad de ser oídas. Claro, forma parte del savoir faire de cada director el saber dosificar la dinámica según los cambios armónicos y los cambios de importancia melódica de los instrumentos. Pero Mahler lo que hace es eso, borra las letras del crescendo de metales o percusión, y los pone más tarde, y si el crescendo es de 8 compases, sólo empieza para estos instrumentos en los dos o tres últimos, y los agrega antes, proceso a la inversa, en el diminuendo, y eso a través de toda la partitura“. Tenemos al voluntarioso aprendiz de brujo Daniel Barenboim, incansable veraneante en Bayreuth, que intenta aplicar esta antigua y perdida(?) fórmula alquímica de las dinámicas wagnerianas. Orquesta de París (DG, 1982).

Tenemos el pulido sinfonismo de Sergiu Celibidache, en esta ocasión de cristalino resplandor selenita y timbre gélido. Las malas lenguas siembran que utilizaba la música de Wagner para probar sus propias teorías sobre la fenomenología del sonido. La Filarmónica de Munich lleva con dignidad el dilatado tempo; lástima de toses, muy numerosas (EMI, 1983).

Tenemos la nueva identidad tímbrica que procuró Herbert von Karajan a la Berliner Philharmoniker: su refinado pincel obtenía un suntuoso sfumato orquestal, aunque el tono narrativo no sea cautivador. La temprana grabación digital (DG, 1984) es excelente, focalizada en los vientos, de colosal dinámica.

Y por último, tenemos a Christian Thielemann (antaño joven asistente de Karajan, Barenboim) al que nuestro añorado Angel Fernando Mayo saludaba como el restaurador de la gran tradición alemana de la dirección de orquesta. Claridad y escaso dramatismo, con idiosincráticos toques en la delineación de ciertos detalles orquestales, así como en la gradación dinámica, hecha de un solo trazo. Lejana en exceso la Philadelphia Orchestra (DG, 1997).

Wagner: Prelude & Liebestod de Tristan und Isolde

Richard Wagner completó Tristán e Isolda en 1859, pero no fue hasta seis años después cuando recibió su primera representación. Así pues, en el interín el autor concibió, de manera pragmática y alimenticia, un extracto de concierto conocido como Preludio y Liebestod, apertura y conclusión de la ópera, y que representa una síntesis de su contenido dramático y musical.

Obra radical, especialmente en su tratamiento de la armonía cromática -que tanto irritó, confundió y causó incomprensión en sus primeras audiciones: “He leido el preludio una y otra vez, lo he escuchado con la concentración más absoluta, y debo admitir que no tengo la más remota idea de su significado” (Berlioz)-, cambió irreversiblemente el curso de la historia musical. Su mismo inicio es una fabulosa progresión en dos procesos: Primero, el rehuse a alcanzar la cadencia y así establecer una clave que suponga un respiro, una consumación esencial; segundo, la impredecible y tan querida por Wagner ambiguedad armónica.

La línea inicial de cuatro notas en los cellos está destinada a representar la noción del lamento, a la que se une el acorde del deseo tristanesco, en la que dos oboes atacan la frase pero sólo uno la acaba. La armonía viene dada por la presencia del corno inglés y el fagot, con un toque adicional de color en la superposición del clarinete, que ilustra el extremo cuidado del detalle instrumental como medio para el pensamiento dramático de Wagner, que vacila, dolorosamente cromático, en la atracción sexual. La orquesta progresa en intensidad, vibrante de promesas, para romper en el más conmovedor rechazo a cadenciar…

El segundo grupo temático se inicia con una amplia y poética melodía adscrita a las maderas, cálida y palpitante, que cambia de armonía en cada pizzicatto. Nada de esto conduce a la estabilidad, nunca alcanzamos la firme conclusión de la exposición clásica en el establecimiento de una nueva clave. Wagner está expresando la psicología del amor como una obsesión que no alcanzará consumación terrenal. El fin de la sección marca un lugar de descanso temporal, que lenta y repetidamente insiste en su rumbo ambiguo. La gran paradoja es que esta armonía inestable comienza a ser comprendida como una alternativa a la cadencia tradicional.

Desorientación, frustración, a partir de ahora el desarrollo será aún de mayor complejidad armónica y emocional, las texturas más densas y ansiosas, el contrapunto creciente bajo la superficie, cada línea vibrando con nueva intensidad en busca de liberación de sus propias inflexiones melódicas. Con la aparición de los metales emerge un nuevo impulso, oscureciendo la textura de la remembranza de los compases iniciales. Las enfebrecidas cuerdas al frente y la sombría armonía al fondo son dos mundos de emociones en colisión, una descomunal disputa sinfónica, ya ominosamente evidente sin resolución convencional. Tras el inmutable y extremo anhelo de los metales de si mayor la orquesta retorna patéticamente a una sugestión de la menor: la ambiguedad del acorde seminal permanece y la cadencia es definitivamente rechazada. El clímax ha sido meramente una ilusión y el trayecto erótico y espiritual nos devuelve al punto de partida.

Para la representación en concierto Wagner añadió la escena final de la ópera, simplemente suprimiendo la línea vocal de Isolda. Aquí estamos en un escenario armónico transfigurado, de mayor calma, en el que la orquesta posee un carácter dramático propio, cual coro griego. El tema, que es brevemente susurrado en secuencia por las maderas punteado por suaves acordes en los trombones, pronto se ve embozado en una espectral textura de tremolandi en las cuerdas. La melodía refleja los temas del lamento y el deseo del Preludio, pero integrados mágicamente en un paisaje armónico radiante; la agonía ha sido trascendida y la alegría ve la luz. La combinación de vientos, cuerdas y elaborados arpegios en las arpas genera una espiritualidad ingrávida.

El tema se desliza por una serie de variaciones en una intrincada espiral, donde cada fin de frase es interrumpido por el siguiente, en cortos patrones de progresiva urgencia que se van elevando en la luminosa sonoridad orquestal, metales y maderas graves alternándose en el soporte armónico y desplegando colorido y vitalidad, en oleadas embriagadoras, reiterando las células musicales pero sin llegar a escuchar la última nota, aumentando la altura tonal en un monumental crescendo……. La sensación se desvanece y la melodía se hunde en la región grave.  Sólo entonces, sobre el telón, la tensión es resuelta en un triunfante acorde de si mayor, permitiendo el descanso y la cadencia (tras cuatro horas de música en la ópera completa). Personas que han participado del rito en la colina sagrada me han confesado que buena parte del público rompe a llorar en puro arrobamiento.

Cuando el ejército soviético entró en Berlín confiscó en calidad de botín de guerra las primitivas cintas magnetofónicas que atesoraban los conciertos dirigidos por Wilhelm Furtwängler durante la contienda. No fue hasta 1991 que esas cintas originales, grabadas a unos asombrosos 77 cm/s, fueron devueltas a Alemania. De ellas se inicia el trabajo de restauración de Tahra: partiendo de un sonido seco pero fresco, ligeramente estridente, capturado por un solo micrófono omnidireccional colgado sobre el podium que recogió la resonancia de la sala (junto a las inevitables expectoraciones del público), en una ejemplar mutua interacción del acto de creación-recepción: Entre el 8 y el 11 de noviembre de 1942 la Philharmonie acogió un masivo acto de fe de utopía cultural que finalizaba con el Preludio y Liebestod de Tristán e Isolda. El Wagner de Furtwängler es único por su intensidad hipnótica, su sentido único del misterio conseguido fundiendo texturas, dibujando largas y fluidas líneas sin segmentar por pulsos o líneas de compás, a la vez profundamente trágico y apasionadamente erótico, de tan torturada incandescencia física como fervor espiritual, urgencia visionaria, intensidad alucinada, poso cultural. Si el filósofo preparaba los ensayos, el poeta conducía el concierto: la violenta tensión es intolerable por momentos, impredecible en las libertades musicales cuando la estructura de la obra lo requiere (“la partitura sólo es una guía imperfecta a las verdaderas intenciones del compositor”). Por su parte, la orquesta lo sigue hechizada: las continuas amenazas del Partido de disolver la Philharmoniker y entregar a sus miembros al ejército, hacían que éstos tocaran cada concierto como si fuera el último. El devastador timbal en el clímax parece reproducir la exacta coetánea aniquilación del 6º Ejército Alemán en Stalingrado.








Resulta curioso que, a lo largo de las carreras de los dos más grandes maestros de la primera mitad del siglo XX, éstos reflejaran el mismo fundamental respeto (a regañadientes) que Tchaikovsky y Wagner, malinterprentado similarmente sus respectivas posturas interpretativas. El Maestro programó un concierto monográfico Wagner en el cénit de la guerra (28 de noviembre de 1943), mostrando su determinación de que el Partido Nacionalsocialista no se apropiara de los clásicos alemanes. Comienza comedido, seco, cortante, pero su abrasadora concepción latina crece con inercia inexorable hacia el clímax, plena de dinamismo y poder galvánico (no en el tempo, sino en la tensión interna), sin que la sonoridad limpia y magra, de articulación diáfana y precisión rítmica, oculten la ternura y la pasión parmesanas. El nivel de la disciplinada NBC Symphony Orchestra no era comparable a Berlín o Viena y sus metales tienden al sonido grueso e irregular. Milagrosa restauración realizada por Pristine Audio a partir de unos acetatos de inusual calidad, que recrea un natural y estable ambiente, de profundidad y lustre palpables, sin asomo de interferencias de radio ni ruidos de superficie. Y es que, como dijo Gustav Mahler a Bruno Walter tras escuchar a Toscanini una representación de Tristán en Nueva York en 1909: “Dirige de un modo completamente diferente al nuestro pero, a su manera, magnífico”.







Pocos directores han estado tan implicados en su profesión como Otto Klemperer con Wagner: comenzó su carrera en la Opera de Praga en 1907, en un teatro con una magna tradición (Mahler, Nikisch); con 29 años ya había dirigido todas sus óperas. En Berlín, su original tratamiento del repertorio convencional y la continua inclusión de música contemporánea elevó una violenta polémica: tras una producción de Tannhauser con Hitler entre el público, su contrato fue sumariamente cancelado y hubo de huir a Suiza. Wieland Wagner, el nietísimo: “me mostró, por primera vez, como podía sonar Tristán”: un Tristán profundo, íntegro, de sonoridad pétrea, férreamente objetivo, de construcción no ya sinfónica, sino directamente catedralicia en la exaltación estructuralista por encima de cualquier otra consideración, por su coherente claridad de texturas, su proverbial diferenciación entre las diversas familias orquestales (resaltando sabiamente la colorista y exquisita instrumentación), en las severas gravedad y solidez, en la extrema parquedad en el uso de medios expresivos. El tempo es pausado, con todo el poderío lírico alcanzado quizá en detrimento del impulso, pero sin sensación de lentitud. La Orchestra Philharmonia suena gloriosa en una espaciosa toma de sonido (EMI, 1960) que propone unas prominentes secciones de maderas, unas feroces cuerdas, unos llameantes metales.







En 1962 Hans Knapperstbusch era una antigualla, el último welsungo. Decca lo había dejado por imposible: su wagneriana comprensión del proceso musical basada en la inspiración del momento hizo imposible su coexistencia con los modernos métodos de grabación que requerían la misma precisión e intensidad toma tras toma; su negativa a los ensayos “Ustedes se saben la obra, yo también, así pues, nos veremos en el concierto”, sus peculiares sesiones de grabación (de un tirón, sin repeticiones, ni reescuchas en el control) se escenifican en la conocida anécdota: Cuando Kna y Kirsten Flagstad grabaron en Viena un par de fragmentos de La Walkyria el maestro se extrañó cuando anunciaron que disponía de tres horas para registrar unos quince minutos de música: \”¿Tres horas? ¿Qué vamos a hacer con todo el tiempo sobrante?\” a lo que el productor respondió que ya harían algo y que, además, la soprano podría sentirse tal vez cansada. \”¿Cansada? ¿La soprano? ¡Pero si parece un acorazado!\” Estos postulados románticos (de alto riesgo) lo relegaron a compañías discográficas de menor relieve, como Westminster, que pasó por Munich para grabar a la Filarmónica, de la Knappertsbusch que había sido director desde 1922. Si Furtwangler creó la lectura metafísica de Tristán, Knappertsbusch es más impulsivo e improvisatorio, su instinto basado en la fe absoluta en la obra, cual servidor-celebrante sacerdotal al frente de una comunidad de creyentes, con un concepto del concierto como reunión de músicos haciendo música a primera vista. A cambio logra una tensión singular basada en la seguridad que imponía su aristocrática autoridad natural, siempre atenta a la forja narrativa (el leitmotiv, microestructura del relato dramático va formando la macroestructura con toda su carga de inestabilidad temporal dentro de un fluido constante, articulado, flexible, y respirado con elástica tranquilidad), a la calidez y presencia de los instrumentos de viento que otorgan su tonalidad densa y oscura, al equilibrado y transparente discurso sonoro. Profundos pizzicatti como latidos, metales llevados al límite, robustez de los timbales, arpas encantadas.







Tras la muerte de Knappertsbusch se extingue irremediablemente una tradición artesana basada en la espontaneidad que arrancaba del propio Wagner: en su libro sobre conducción de orquestas habla sobre la necesaria flexibilidad del melos capaz de expresar el contenido inherente dentro de cada célula musical, pero sin llegar nunca a seccionar el caudal armónico. Y después ¿qué tenemos?

Tenemos a George Szell al frente de una fiera Cleveland Orchestra (Sony, 1962): refulgente, de implacable perfección mecánica (otra evidencia de resultados a largo plazo), sin una pizca de sentimentalidad, vigorosa y clara; de agudos acerados. La mezcla de múltiples micrófonos resalta el detalle pero enjuaga el ambiente atmósferico.







\”¿Usted tendría interés en ver la partitura que empleaba Mahler cuando dirigía Tristán?\”, Bueno, menuda pregunta, le dije que claro que sí, que enseguida, y yo pensaba que me iba a encontrar ahí los secretos interpretativos de Mahler sobre Wagner: ¡pues nada de eso, lo único que había eran los cambios dinámicos! Pero ahí estaba el secreto, luego me di cuenta: en todos los crescendos. Se lo explico: como usted sabe, todos los compositores anteriores a Mahler anotaron la dinámica verticalmente, o sea, se anota el crescendo para todos los instrumentos a la vez; pero es evidente que si todos los instrumentos inician el crescendo al mismo tiempo, y están los trombones, y los timbales, pues las violas y la segunda flauta, por ejemplo, no van a tener la menor oportunidad de ser oídas. Claro, forma parte del savoir faire de cada director el saber dosificar la dinámica según los cambios armónicos y los cambios de importancia melódica de los instrumentos. Pero Mahler lo que hace es eso, borra las letras del crescendo de metales o percusión, y los pone más tarde, y si el crescendo es de 8 compases, sólo empieza para estos instrumentos en los dos o tres últimos, y los agrega antes, proceso a la inversa, en el diminuendo, y eso a través de toda la partitura“. Tenemos al voluntarioso aprendiz de brujo Daniel Barenboim, incansable veraneante en Bayreuth, que intenta aplicar esta antigua y perdida(?) fórmula alquímica de las dinámicas wagnerianas. Orquesta de París (DG, 1982).







Tenemos el pulido sinfonismo de Sergiu Celibidache, en esta ocasión de cristalino resplandor selenita y timbre gélido. Las malas lenguas siembran que utilizaba la música de Wagner para probar sus propias teorías sobre la fenomenología del sonido. La Filarmónica de Munich lleva con dignidad el dilatado tempo; lástima de toses, muy numerosas (EMI, 1983).







Tenemos la nueva identidad tímbrica que procuró Herbert von Karajan a la Berliner Philharmoniker: su refinado pincel obtenía un suntuoso sfumato orquestal, aunque el tono narrativo no sea cautivador. La temprana grabación digital (DG, 1984) es excelente, focalizada en los vientos, de colosal dinámica.







Y por último, tenemos a Christian Thielemann (antaño joven asistente de Karajan, Barenboim) al que nuestro añorado Angel Fernando Mayo saludaba como el restaurador de la gran tradición alemana de la dirección de orquesta. Claridad y escaso dramatismo, con idiosincráticos toques en la delineación de ciertos detalles orquestales, así como en la gradación dinámica, hecha de un solo trazo. Lejana en exceso la Philadelphia Orchestra (DG, 1997).

Mozart: Concierto nº 20 para pianoforte K. 466

El concierto nº 20, K. 466, realizado en pocos días hacia el 10 de febrero de 1785, solicita en su partitura pianoforte, flauta, 2 oboes, 2 fagotes, 2 cornos, 2 trompas, timbales y conjunto de cuerdas: esta amplia orquestación, la persistente tonalidad en re menor, su sabor trágico y oscuro, el cromatismo ominoso, las expresiones tempestuosas contrastan con pasajes de gran delicadeza y patetismo. Magistral por la interrelación entre sus diferentes elementos y la soberbia unidad global, sus dificultades técnicas, especialmente para la sección de maderas, son inmensas. En sus manos, balancea cuidadosamente características de grandeza (secciones del tutti orquestal), brillantez (virtuosismo del solista) e sentido íntimo (diálogo solo-orquesta), trascendiendo la rigidez heredada de Bach y abriendo una nueva perspectiva en la evolución estética del compositor: Los instrumentos dialogan, los ritmos varían, los temas andan en continua transformación. Cada idea musical feliz contiene tristeza y todas las tristes conllevan un soplo de esperanza.
El primer movimiento (que abre con misteriosas síncopas y grupos de cuatro notas rápidas ascendentes por parte de violonchelos y contrabajos, todo lo cual transmite un sentimiento premonitorio y de energía en desasosiego) combina el viejo ritornello (tutti/solo) con una estructura cercana a la de la sonata, desarrollando e intercambiando los temas, armonías y ritmos. El primer tutti orquestal (genuino Sturm und Drang) ofrece el material que es subsecuentemente utilizado en la primera sección solo, por lo que llega a ser una característica principal del desarrollo. Resulta evidente la relación con el Don Giovanni (tonalidad, angustiosa temática, sombríos colores, progresiones cromáticas en terceras paralelas, periodos asimétricos, aceleraciones). Exhausta, la orquesta finaliza tiernamente.
El milagro de intimidad expresiva que supone el segundo movimiento es una romanza compuesta por 5 secciones presididas por una tranquila melodía que en la mano derecha del teclado están acompañados por palpitantes corcheas repetidas en las cuerdas; ve rota su calma en la sección cuarta (una suerte de trío schumanniano) por la irrupción de tonalidad en sol menor, que produce un violento contraste, ruptura dramática.
El tempestuoso ataque del rondó parte de una fórmula arpegiada al piano seguido de la furiosa réplica de la orquesta al completo. La orquesta y el piano alternan secciones a partir de un tema en fa mayor, de rítmica femenina, irónico y malicioso, que prepara para una coda extrañamente triunfante, después de la cual la obra desvela su sorpresa final pasando al re mayor en una melodía banal.
La impresionante, autoritaria, huracanada escala orquestal de la Berliner Philharmoniker a las órdenes de Wilhelm Furtwängler contrasta con la intimidad, convicción, intensidad del staccato implacable, pero también escasez de inventiva de Yvonne Lefebure (atención, canturrea a lo Gould). Grabación en concierto (EMI, 15 de mayo de 1954) con una inusual proporción de problemas respiratorios entre el público.
La dualidad entre luz y oscuridad que propone este concierto es propulsada por Sviatoslav Richter a una escala cósmica especular: intensa pero contenida, variada de tonos, deslumbrante en la transmutación de colores, implacable, arrolladora potencia en la pulsación (que murmura cuando es necesario para permitirnos oír los vientos). Esmalta las cadencias con las que Beethoven enriqueció este concierto (perdidas las originales, quizá ni siquiera escritas, ya que Mozart fue el más grande improvisador de su época). Stanislaw Wislocki (DG, 1959) comprende el inusual acercamiento del ucraniano y acompaña, voluntariosa, la tosca orquesta (especialmente la madera, poco presentable) de Varsovia. Tempi moderados, pero con paso inquieto y desasosegado. La calidad del sonido es frágil en el piano y brillante en la orquesta, con diferenciación de timbres y planos.

Clara Haskil grabó en numerosas ocasiones este concierto en compañía de nombres ilustres como Klemperer, Fricsay, Schuricht, Paumgartner o Swoboda (con sonido variable, entre lo malo y lo infame). Con ánimo de no saturar a mis queridos radioescuchas solo anotaré aquí la vigorosa versión registrada con Igor Markevitch conduciendo la Lamoureux Concert Orchestra (Philips, 1960), que refleja plenamente al Mozart maduro: sin amargura o angustia melodramática, sino con el más suave toque de tristeza y duda bajo la alegría y la celebración. Pureza estilística y sobriedad, pulcritud, elegancia, combinación de ligereza de toque y sentido profundo, fluidez en movimiento lento, firmeza férrea en ritmo y estructura. Decente sonido con timbres bien diferenciados y localizados, si bien las cuerdas muestran poco cuerpo y brillantez.

Arthur Rubinstein se propone una ucronía: ¿Cómo hubiera interpretado Listz a Mozart? Hipnótico y fascinante, inquieto y tormentoso (fraseo y rubato en plan montaña rusa), belleza tonal y ornamentación fuera de estilo (esos trinos). La orquesta sinfónica de la RCA dirigida por Alfred Wallenstein (RCA, 1961) intenta atenuar con eficiente sonoridad camerística, diferenciándose los grupos instrumentales (por encima de todos las masivas cuerdas). Clara y bien equilibrada grabación, con un mínimo soplido de fondo, y con alguna distorsión y ruidos de los músicos!

Rudolf Serkin se muestra firme y sólido, ascético en su expresividad, fresco en la articulación, abundante en el uso del pedal y escaso en el rango dinámico, chispeante y cálido en los ataques incisivos al final del concierto, sonoridad de respiración del intérprete. El intercambio camerístico con la Columbia Symphony Orchestra (Sony, 1961) es arrastrado por George Szell a una marcada acentuación rítmica y empuje heroico, lógica, dramática sin excesos, de intenso vibrato de las cuerdas en los melosos pasajes líricos (violas mágicas poco antes de la sección central del andante) tempo penosamentearrastrado en primer movimiento (a otro le parece intervención dramática). Toma sonora añeja, brillante y clara, pero las maderas son perfectamente inaudibles (como en casi todas las grabaciones de esta obra; esto es debido (entre otras causas) a la composición intrínseca de la orquesta moderna. Más adelante expondremos esta cuestión).
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Daniel Barenboim modeló desde el teclado el perfecto balance sonoro de la English Chamber Orchestra (EMI, 1967). El fraseo tiene la curva adecuada, la tensión se acomoda con naturalidad, fiero y volátil en el arranque, con explosivos arpegios en el final, desesperada en la coda, atlético el staccato en la mano izquierda: todo ello se funde en una interpretación magistralmente fácil, un encanto de belleza sensual, gracia y lirismo. Las retenciones de ritmo, los desmayos en el sonido, las densas texturas… escuchados hoy en día pueden resultar anacrónicamente románticos (beethovennianos). La grabación, cálida y detallada, se une al cúmulo de delicias. El posterior (1988) registro para Teldec con la Filarmónica de Berlín es menos impulsivo y no desplaza a éste.

Bajo la personal y enérgica dirección de Benjamin Britten la English Chamber Orchestra se torna iluminadora, mágica, fortalecida, retumbante en las cuerdas graves. Clifford Curzon es particularmente elocuente en las hormonales cadencias y en la romanza, donde añade ornamentos de cosecha propia. Elegante, inocente y trágico. La toma sonora realizada por Decca en 1970 recoge con amplitud y claridad la belleza cantora del instrumento solista.

A pesar del luminoso e inspirador acompañante (Neville Marriner al frente de la Academy of St. Martin in the Fields, Philips, 1974), Alfred Brendel ofrece un escrutinio forense de la partitura: depuración intelectual, inevitabilidad, severidad emocional; por supuesto que todas las notas (cadencias propias) están inmaculadamente articuladas, con deliciosos sonido cantabile en los pasajes líricos, pero la corriente subterránea que hay bajo ellas no aflora nunca (escasa variedad dinámica, apertura recatada). La orquesta navega entre la frescura y la corrección, entre la fuerza y la transparencia, entre la no afectación y la ironía, entre el retraimiento y la intimidad, entre la libertad y las pautas establecidas, entre la pasión y la gracia, entre el abandono y el estilo. Buen balance de la grabación, transparente y fría como la interpretación.

La milagrosa Filarmónica de Viena fue comandada por Claudio Abbado en 1975 (DG) con un sentido natural del tempo de la música, constante en el primer movimiento, veleidoso en el último. Friedrich Gulda aparece recatado, incluso introspectivo; quizá se echa en falta algo más de la impetuosidad que reserva para la descarada e insultantemente juvenil cadencia de Beethoven. La toma sonora es clara, si bien desplazada hacia los bajos.

Murray Perahia realizó en 1978 para la CBS (hoy Sony) una excelente toma sonora al frente de la English Chamber Orchestra. Innegables su conocimiento del estilo mozartiano (interpretación de las cadenzas), la luminosidad y espontaneidad poéticas, la combinación de instinto, intelecto y sensibilidad, la contención clásica (en el movimiento lento contrasta la limpidez de las secciones periféricas y la inquietud de la sección en sol menor); sin embargo, al final la sensación es de blandura e inocuidad, de que la tragedia desemboca en sentimentalismo acaramelado, de ligereza en demasía para una música tan dramática y apasionada (algo que sí supo inculcar Barenboim a la propia ECO).
 

La Philharmonia Orchestra (gruesa en las texturas y monótona a más no poder) se deja conducir, dócil, por las riendas de Vladimir Ashkenazy (Decca, 1986). Desnudez, brillo, concreción, descripción, superficialidad, materia sonora aséptica, sin abismo psicológicos, sin historia… Sin grandes contrastes dinámicos, la aproximación es tradicionalmente romántica (fraseos amplios, abundante legato, moderación en los tempi). Su valor más importante aparece en la grabación, que restablece un sonido aterciopelado y rico en armónicos (con reverberación artificial lejana y con micrófonos muy cercanos a las cuerdas).

La mórbida Mitsuko Uchida fluye fresca, los detalles son observados escrupulosamente, pero el rango de expresión (la entrega emocional) es mas melancólico que dramático para una obra tan demoníaca (según la concepción decimonónica). Excelente control de la dinámica (precioso el pianissimo). Por ello el movimiento lento se adapta de manera exquisita a su tranquila elocuencia. La English Chamber Orchestra (soberbia, al podium el fulgurante Jeffrey Tate, Philips, 1986) absorbe el piano como un integrante más, casi como un continuo. La toma sonora es algo distante.

En general, la orquesta destinada a la práctica historicista tiene un sonido distintivo de los conjuntos modernos, con cuerdas menos brillantes (el uso de la tripa y la afinación más baja) y un recuperado equilibrio sonoro con la sección de las maderas. Aún más decisivo es el uso del fortepiano con su sonoridad delicada, la textura inconfundible de modestos graves, la rápida caída sonora (que requiere una articulación específica). Naturalmente que no puede realizar la línea legato como en un instrumento moderno: pero es que Mozart no ha escrito ningún gran legato, sino pequeños grupos de notas ligadas, y ligándolas todas se pierde la inflexión, el parlando, los susurros y los desmayos… En conjunto, todo ello produce una relación diferente con la orquesta. El efervescente John Eliot Gardiner comenta en el libreto su interesante concepto del K.466 como “una gran obra sinfónica con piano al continuo” y la grabación que realizó la DG Archiv en 1986 restaura de modo perfecto el equilibrio de la frágil sonoridad del fortepiano: su colocación física entre primeros y segundos violines permite la integración dentro de la magra alineación (6/6/4/4/2) de los English Baroque Soloists. Las texturas aparecen más claras, ganando sobre todo las maderas en significación (suenan más oscuras reforzando el sentido dramático). Me parece insuperado el feroz arranque del concierto atacando los instrumentos al límite. Malcolm Bilson toca una réplica del fortepiano de Mozart (como solo y como continuo a lo largo del concierto) permitiendo aflorar un legato danzarín, la diversidad de color en las inmensas escalas; sus cadenzas son discretas con cierto carácter improvisatorio. Entregado a la reflexión en el movimiento lento, ornamenta de manera libre (efecto mágico en el compás 40 en la romanza). En resumen, una fresca (y nostálgica) perspectiva plena de gracia y energía. De imprescindible conocimiento.

Jos van Immerseel (Channel Classics, 1992) emplea también una copia del Walter de Mozart pero su sonoridad es mucho más tosca, vigorosa e inmediata. La orquesta Anima Eterna es también más acida en su timbre y su aproximación más directa y robusta, aunque de menor colorido y dinámica, contenida en su concepción, lo que también puede ser interpretado (pérfidamente) como falta de imaginación.

Aún en orquestas con instrumentos modernos los principios historicistas (conocidos en el mundo anglosajón con las siglas HIP Historically Informed Permorfance) han sido ampliamente aceptados hoy día. Así, la Lausanne Chamber Orchestra (MDG, 2008) alberga un tamaño moderado, sin asomo de ese vibrato amplio y continuo aplicado a todas las notas, además los deliciosos diálogos de la madera (quejumbrosas al comienzo) son claramente audibles. Christian Zacharias dialoga desde el piano con ella: quizá demasiado comedido en la conclusión del primer movimiento, transfiriere su tensión a la sección central de la romanza; y cierra el rondó final contrastado y muscular. Económica utilización del pedal, limpieza de digitación, discreto rubato, fraseo gracioso y tono cantarín no exento de la exigida delicadeza, ágil y seguro en el ataque, dejando lugar a arrebatos de expresión, pero evitando manierismos beethovenianos. Arroja nuevas luces en la línea de la mano izquierda, que si en la primera cadencia huele a fantasía chopiniana, en la del rondó profetiza el maléfico acorde en re menor del Don Giovanni, buscando ese algo más, en esta peculiar vía interpretativa poco ortodoxa. La grabación es una atracción en sí misma, impresionante en claridad y profundidad, integrando a un solista perfectamente equilibrado.

Un amigo anónimo me ha mandado un enlace fantástico, como casi todo lo que hace la BBC. Discovering Music explores an in-depth look at the 20 piano concerto: