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Bartók: Concerto for Orchestra
1943: Después de un año de salud declinante, Béla Bartók es diagnosticado con leucemia. Era el remate al suplicio de dificultades económicas, aislamiento artístico y exilio en New York desde 1940, tras la capitulación de su nativa Hungría al Reich. En esta situación límite nace el Concierto para orquesta. Bartók se aparta de la armonía tradicional derivando desde la polifonía bachiana a la atonalidad de Schoenberg, a menudo mediante el uso de modos antiguos y escalas no convencionales, coloreados por elementos etnomusicológicos, producto de ocho años transcribiendo y grabando miles de canciones en un primitivo fonógrafo Edison. En un equilibrio precario entre caos y orden, entre música popular (que él entendía como un fenómeno natural, como la diversidad de la flora) y música culta, Bartók fluidifica el discurso a través de métricas atípicas, cambiantes y con acentuaciones irregulares, reiteraciones obstinadas, sabias amalgamas de caudales cromáticos y diatónicos, en una integración y coexistencia de materiales dispersos, que comparten el mismo espacio pero no resuelven las tensiones que los separan, reflejo y metáfora de la vida contemporánea.
Suite biográfica, típica de la severidad y austeridad bartókiana (si bien suavizando para el público americano su lealtad jacobina e inconformista a la disonancia), dispuesta en un riguroso y simétrico sistema arquitectónico, cuya velocidad decrece en el centro para recuperar inercia hacia el final, mientras su contenido expresivo avanza lineal en la tradición beethoveniana de victoria a través de la lucha heroica:
I Introduzione: Tras una apertura siniestra (compases 1-75) cuya sombra se proyecta por toda la obra llega un allegro atlético y anguloso en forma sonata. La exposición consta de un primer tema desgarrado y rabioso (cc. 76-148) y un segundo tema melancólico y rústico (cc. 149-230). Un desprendimiento dinámico repentino da paso al desarrollo (cc. 231-395), con una doble fuga en la que la erupción de los metales atisba una sugestión de luz, y a la reexposición (cc. 396-521), en la que los temas invierten su posición y que funciona como una masiva cadenza.
II Presentando le copie: A modo de scherzo en cinco breves secciones donde un burlesco juego de parejas de vientos evoluciona alrededor de un intervalo específico. Tras un suave coral brahmsiano que actúa como trío distorsionado (cc. 123-164), las parejas retornan, lúdicamente cortejadas por otros instrumentos. Un ritmo sincopado de percusión en sinapsis y extremos ejerce como maestro de ceremonias.
III Elegia: Poema triste del mundo interior bartókiano, que alterna música nocturna con oraciones suplicantes, veteado de cantos orquestales fosforescentes. Clave de la arquitectura de la obra, también consta de una articulación especular, con preludio y postludio.
IV Intermezzo interrotto: Otro scherzo con trío que danza con cambios de métrica y se funde con un tema militarístico de la Sinfonía nº 7 Leningrado (parodiado por Shostakovich mismo de una opereta austriaca), por entonces muy popular, que Bartók escuchó por la radio mientras componía el Concierto. El movimiento se completa como si la farsa mordaz en estilo de banda (cc. 77-119) nunca hubiera existido.
V Finale: Comienza con la exposición del tema a (cc. 1-147), una danza en movimiento perpetuo en los violines. Tras unas medidas de transición (cc. 148-187) llega el tema b (cc. 188-255): inquietante en su jolgorio tropical, liberado en su regreso al hogar transilvano. Introducido por un susurro de cuerdas y arpas, el desarrollo (cc. 256-317) presenta una fuga vibrante donde los motivos son tratados como danzas populares. Después de un recuerdo (cc. 317-383), Bartók recapitula (cc. 384-625) todos los episodios, emplazados y reunidos en una triunfante fanfarria gershwiniana.
89 lossless recordings of Bartók Concerto for Orchestra (Magnet link)
Cuando Serge Koussevitzky visitó a Bartók en el hospital donde estaba ingresado para ofrecerle mil dólares (de la época), éste se había autoretirado de la composición (no había vuelto a escribir desde su sexto cuarteto de 1939, aún en Europa), y afrontaba pocos meses de vida por delante. La jugosa comisión de la Boston Symphony Orchestra fue el detonante para una explosión de creatividad en tan solo siete semanas. Aunque la exitosa premiére del 1 de diciembre de 1944 no fue grabada, del cuarto concierto a final de mes procede este documento histórico, incluso para Bartók, que escuchó encantado la retransmisión radiofónica y aprovechó para hacer correcciones en dinámicas y orquestación. La agrupación bostoniana, que Koussevitzky había ido erigiendo desde 1924, muestra un cálido barniz propiciado por el empleo completo del arco y un intenso vibrato: Tras una introducción lenta y poderosa, la emoción contempla el crecimiento evolutivo de las secciones; la Elegia adecuadamente gótica, la interrupción del Intermezzodemasiado discreta. El finale, que, como el resto de la interpretación, muestra alguna descoordinación (¡faltaría más!), resulta abrupto dado que responde a la resolución original, una suspensión sin desenlace contundente, que Bartók dinamizó con diecinueve compases adicionales poco antes de su muerte. De entre las ediciones consultadas (Naxos, BSO, Guild) esta última destaca por sus menores desequilibrios e inconstancias de volumen.
Fritz Reiner había sido alumno de Bartók en la Academia de Budapest, y ya en el Nuevo Mundo era su más ferviente defensor, estrenando y programando sus composiciones con frecuencia: De hecho, fue él quien propuso a Koussevitzky la comisión del Concerto. Catorce meses después del estreno Reiner realizó al frente de la Pittsburgh Symphony Orchestra la primera grabación en estudio de la obra (Pearl, 1946), pero para conocer su potencial expresivo hay que esperar hasta 1955. La autoridad infalible con la que comanda la precisión de los ritmos carece de flexibilidad pero posee tensión eléctrica, objetividad analítica, dominio de la arquitectura tonal de la obra, equilibrio entre secciones orquestales, sutiles cambios de ritmos (el temprano accelerando en el allegro), una angustiosa Elegia compartiendo el dolor ante el exilio, y un torbellino final casi insoportable. Toma sonora (RCA) espectacular, distante y profunda, y que solo acusa la edad en cierto monolitismo.
Ferenc Fricsay relata en su concepto operático un romanticismo ligero (excepto en la tormentosa Elegia, donde los metales desatan los infiernos), que ralentiza el galante Intermezzo y desinhibe su contoneo en la celebración vital del extrovertido finale. La RIAS-Symphonie-Orchester Berlin, sin tener los mejores instrumentos de viento, hace maravillas con esta difícil y extraña música, donde Este y Oeste coexisten simbióticamente, contrastando ambientes y dinámicas. Claridad de las texturas en grisalla, que un micrófono esférico bastó para conservar en sonido magisterial (DG, 1957).
La narración bucólica y sin dramatismos (no los tempi inaceptablemente lentos de Sergiu Celibidache, Münchner Philharmoniker, EMI, 1995) de Karel Ancerl muestra como rasgo reconocible la permanente diferenciación de las familias instrumentales de la Czech Philharmonic Orchestra, en general rudas, demacradas y a veces superadas por los tempi. Insinuación dvorakiana en el tratamiento polifónico, con un énfasis rural en los ritmos, y una tensión que proviene de desmenuzar y contrastar las secuencias. La línea de las violas sugiere un lúgubre canto fúnebre en la Elegia. Ancerl interpreta maravillosamente el sarcasmo sobrio pero musculoso del Intermezzo, haciendo protagonista al amplio vibrato de los vientos. La edición japonesa propone una leve mejora al consabido paisaje apelmazado y de agudos brillantes por el que deambulan Janáček y Smetana (Supraphon, 1963).
La distinguida lectura de George Szell (Cleveland Orchestra, Sony, 1965) se autodescarta por su notorio corte (cc. 462-555) y otras mejoras en el finale. Del mismo año es la grabación de Georg Solti con la London Symphony Orchestra, por aquel entonces en plena forma. Agudo, vehemente, visceral, Solti disipa toda ambivalencia del Concierto, acentuando la brutal modernidad de la escritura, singularmente urgente, espontánea y agresiva. En la Elegia la propuesta se radicaliza, y Sibelius sobrevuela el inhumano dinamismo y el gélido esplendor orquestal recogido de manera extraordinaria por Decca: Fíjense en la panorámica dispersión escénica de los metales. La pareja y posterior versión con la Chicago Symphony Orchestra (Decca, 1980) ya recoge el tempocorrecto en Presentando le copie (♪=94, algo que ya intuyó Reiner en sus registros).
El Concierto para Orquesta fue objeto de especial interés para Rafael Kubelik y registrado al menos en siete ocasiones con cuatro diferentes orquestas. La grabación recogida en vivo por Orfeo en 1978 con la Symphonieorchester des Bayerischen Rundfunks es más intensa que sus tomas de estudio, aunque la fuerte reverberación hace difícil de apreciar algunos detalles orquestales. Lírico y sensible como Ancerl, pero evitando toda exageración o exceso bernsteiniano (New York Philharmonic Orchestra, Sony, 1959), Kubelik revela los cruces de ritmos como ningún otro, exponiendo la continuidad, el flujo musical siempre elegante y sostenido. Contrastes de color y textura, enfrentado atriles incluso de la misma familia (juguetón el retorno de las parejas), ponen de relieve toda la complejidad de la partitura. El cáustico glissandi de los metales marca la óptica de un Intermezzojazzístico.
Decía Pierre Boulez que Bartók fue una figura potencialmente radical que capituló a lo convencional, incapaz de abandonar (y asustar) a la audiencia burguesa. Ya en su primera grabación con la New York Philharmonic (Sony, 1971) habíase acercado de una manera fresca en su violencia inquisitiva. Con la Chicago Symphony Orchestra (DG, 1992) opta por un Bartók menos áspero, con un virtuosismo incendiario por encima del idioma, leído cristalinamente como un tratado de composición para estudiantes. Esta literalidad de la partitura, plena de un detallismo meticuloso equiparable al de Bartók, puede resultar falta de misterio y evocación.
Iván Fischer construye un caleidoscopio de lo modal y lo tonal, de estilización melódica e investigación armónica. La Budapest Festival Orchestra navega entre secciones sin atisbo de pausa, con abruptos cambios de ritmo, persuadida de un idioma folcklórico coherente. Fischer acentúa la seriedad del primer movimiento, por ejemplo en el sombrío colorido de de los cc. 467 y ss., y acuarela la pasión de la Elegia (las súplicas abrasadoras en cc. 34 y ss., con su molto rubato sobre los cromatismos). También articula con delicadeza y poesía el oloroso y elegante Calmo (cc. 119 y ss.), confrontado con la severidad de la cita sarcástica en un gesto casi mahleriano de forzada vulgaridad. La grabación (Philips, 1997) disfruta de un despliegue dinámico exuberante (los diferentes niveles de pizzicatison distinguibles), sin que la alegría degenere en ofensa.
Zoltán Kocsis nos embarca en un viaje pancultural y supranacional (¿un folcklore imaginario? ¿olvidado?): Su versión es la de mayor embriago magiar, saturada de color, caracterizada en los ritmos, pero poco dada a estallidos dinámicos. Ya las notas de apertura prometen una teatralidad que no defrauda la intriga atmosférica de la introducción; el allegro es austero, contrastado y finalmente triunfante. Sin dejar de sonreír en el contrapunto, las parejas se vigilan amenazantes en su scherzo; el adagio exhala convicción emocional y el Intermezzoerupciona brutal en la interrupción, con los metales luchando desde los atriles; las trompetas asilvestradas coronan la afirmación vital del finale, con su fraseo abandonado. La Hungarian National Philharmonic Orchestra goza de una toma sonora espacial, modélica en definición e impacto: En el Intermezzose requieren diez diferentes entonaciones en los timbales en el curso de unos pocos segundos (cc. 42-50). La grabación destila dicha sutilidad sin esfuerzo (Hungaroton, 2002).
Mozart: Requiem
A quien Mozart consideraba un zoquete como estudiante, pero que era capaz de imitar asombrosamente su escritura, y además era el favorito (entre otros amantes de balneario) actual de Constanze. Ésta le aportó algunos bocetos encontrados en casa, que sentaron las bases para la ingeniosa composición cíclica del resto de la obra, que Süssmayr sembró, imperfecta e irrefutablemente testimonial, de herejías armónicas, errores gramaticales varios y una maligna orquestación, pero que felizmente permitió su interpretación como opus durante centurias.
(donde se ve a Beniamino Gigli cantando, y que hubo de ser sustituido en la grabación –al día siguiente, sin público– por problemas contractuales) y que es casi tan interesante como la transferencia de Naxos, ciclópea y cantada parcialmente en italiano, donde destacan los ritardandi conclusivos que deambulan sin fin, difusos y lejanos.
La fórmula Süssmayr permaneció bendecida e inmaculada hasta 1971 cuando Franz Beyer hizo un primer intento por corregir sutilmente sus armonías fatales y su torpe orquestación. La tesis de Beyer se basa en que las secciones de autoridad dudosa deben proceder de bocetos auténticos (y ahora perdidos), ya que las continuas referencias cruzadas, tanto temáticas como armónicas, escapan de la capacidad süssmayriana. Así pues, la mayoría de los cambios (en tempi, dinámicas y articulación) suponen una abstracción litúrgica para simular la transparencia mozartiana, pero conteniéndose deliberadamente de componer música nueva.
Tras analizar estilística y técnicamente el resto de la producción de Süsmayer, Richard Maunder concluyó en 1983 que aquél realmente escribió las partes del Requiem no bosquejadas por Mozart, además de copiar la partitura completa para evitar sospechas en cuanto a su autoría (a petición de Constanze) e incluso falsificó neciamente la firma de Mozart, ¡fechándola en 1792! De este modo Maunder omite drásticamente Sanctus, Osanna y Benedictus, recapitula el Lacrimosa tras el compás 8º (donde finaliza el manuscrito original), revisa algunas transiciones del Agnus Dei, reorquesta oscureciendo el color al modo de la última producción operística, y añade un Amen fugado basado en el fragmento de 16 compases descubierto en 1964 (que no es más que una inversión del tema de apertura) y que modula quizá en demasía para el siglo XVIII.
La edición debida a H.C. Robbins Landon difiere levemente de la tradicional: Reorquesta la Sequenz (básicamente restringe la participación de trompetas y timbales –y más obviamente, los excluye en Rex Tremendae–, reservándolos para los puntales estructurales) combinando parte de la labor de Freystädtler y Eybler en lugar del trabajo de Süssmayr: “la excelsa calidad del Agnus Dei contrasta con la mediocridad de la propia música de Süssmayr”, aunque emplea sus familiares arreglos para el resto de la obra –desde el Lacrimosa al final– apoyándose en su contemporaneidad por encima de la intrusión más o menos talentosa de los especialistas modernos.
Grabada en la Catedral de San Esteban de Viena en el servicio conmemorativo del 200 aniversario de la muerte de Mozart –incluyendo el contexto litúrgico en alemán y latín que recrea el evento, pero interrumpe sustancialmente la música– la dirección de Georg Solti es energética, poderosa, autoritaria. En todo su esplendor numérico, la Filarmónica de Viena y el Coro de la Opera se emplean con claridad y fervor aunque parezcan algo irregulares en las agilidades en algunos números. Estupendo el homogéneo cuarteto solista, especialmente el mayestático René Pape en la introducción del Tuba mirum. Sin lugar para el consuelo en un Confutatis condenatorio sin excepciones. La reverberante toma sonora explicita el gusto personal de Solti de acercar los instrumentos de tesitura grave hacia el frente (Decca, 1991).
Duncan Druce también denuncia la falta de gracia e imaginación de Süssmayr y presenta una reconstrucción jacobina del Requiem, a menudo alejada de la obra por todos amada. Sin embargo el resultado es sugestivo: realiza una especiada acentuación de trompetas y timbales en el Dies Irae y los elimina completamente del Confutatis, reemplazándolos por unas hipnóticas maderas; reescribe las cuerdas en Domine Jesu; rehace completamente el Benedictus (reteniendo sólo el tema de apertura), alterando la orquestación y dinamizando fantasiosamente la armonía de Süssmayr. Conserva los compases 9º y 10º del Lacrimosa debidos a Eybler, pero recompone la sección en dos mitades (cambiando sustancialmente toda la sección de vientos) unidas por un interludio instrumental, y enlaza su final al Amen fugado –diferente a los Maunder o Levin– extendiendo éste en longitud y poderío dramático.
Para aquellos que hayan quedado desorientados por la radicalidad de Maunder o Druce, Robert Levin conserva la estructura tradicional (en general) pero pule las tosquedades del ínclito Süssmayr y rectifica las obvias discrepancias tonales; reorquesta al mínimo, por ejemplo en el Recordare, o en profundidad, como en el Lacrimosa, enlazando su final con el Amen fugado (sin modulaciones) y realizando una climática conclusión de la Sequenz. Basándose en el modelo de la Gran Misa (K. 427) cristalina la instrumentación y reescribe secciones enteras (la fuga del Sanctus se reproporciona y el Benedictus se reestructura conéctándolo por una nueva transición al retorno del Sanctus en su clave original). También triplica la longitud de la fuga del Osanna. Su revitalización del liderazgo vocal parece encajar con la concepción mozartina de la obra.
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Dvorak: Sinfonía nº 9 "From the New World"
Ahora bien, ¿cuánto de la Sinfonía sonaba como lo que era la música americana antes de que la música americana empezase a sonar como la Sinfonía? That’s the question.
Dvorak estaba acostumbrado a trabajar al aire libre como los pintores de su tiempo, apoyado en su flocklore natal: “Todos los grandes músicos han tomado prestado de las canciones populares. Yo mismo he ido a las más simples, medio olvidadas melodías de los campesinos bohemios… desarrollándolas con todos los recursos de los ritmos modernos, contrapunto y colores orquestales”. Sin embargo, recordemos que los primeros esbozos de la sinfonía datan de tan sólo tres meses desde su llegada a Nueva York, y que por entonces su conocimiento de las plantaciones del sur se limita a los espirituales que le cantan sus alumnos del conservatorio; en cuanto al alma indígena, su único contacto consiste en la asistencia a las representaciones que un tal Buffalo Bill hace del Salvaje Oeste en el Madison Square Garden.
Dado que construcción y técnica son pura ortodoxia postbeethoveniana y que la reminiscencia temática cíclica (con un tema principal retornando dramáticamente en cada uno de los siguientes movimientos) enfatiza el tratamiento sinfónico como un todo, suele repetirse que, al menos, Dvorak compuso esta obra en el espíritu folklórico local adoptando elementos melódicos como los modos pentatónicos o menores naturales, ritmos en ostinato y sincopados, acompañamiento pedal, etc. ¡Pero es que todos ellos son elementos compartidos con la música bohemia! Además toda la orquestación se realizó en una comunidad completamente integrada por inmigrantes checos, alejada de cualquier contacto con la cultura nativa o de habla inglesa, donde Dvorak pasó sus vacaciones estivales, incorporándose de tal forma a la colonia que llegó a asumir los deberes de organista y director del coro del pueblo.
Y termino: En el interés y afinidad del chico rural que era Dvorak con los espirituales y canciones de plantación creo ver un indicio de su intensa nostalgia, su melancolía y su anhelo, exteriorizados en esta magna obra como saludos envíados a su tierra patria desde el Nuevo Mundo, añadiendo dichas palabras justo antes de enviar la partitura para su estreno: “La llamé así porque era mi primer trabajo en América”.
Dvorak: Sinfonía nº 9 "From the New World"
Ahora bien, ¿cuánto de la Sinfonía sonaba como lo que era la música americana antes de que la música americana empezase a sonar como la Sinfonía? That’s the question.
Dvorak estaba acostumbrado a trabajar al aire libre como los pintores de su tiempo, apoyado en su flocklore natal: “Todos los grandes músicos han tomado prestado de las canciones populares. Yo mismo he ido a las más simples, medio olvidadas melodías de los campesinos bohemios… desarrollándolas con todos los recursos de los ritmos modernos, contrapunto y colores orquestales”. Sin embargo, recordemos que los primeros esbozos de la sinfonía datan de tan sólo tres meses desde su llegada a Nueva York, y que por entonces su conocimiento de las plantaciones del sur se limita a los espirituales que le cantan sus alumnos del conservatorio; en cuanto al alma indígena, su único contacto consiste en la asistencia a las representaciones que un tal Buffalo Bill hace del Salvaje Oeste en el Madison Square Garden.
Dado que construcción y técnica son pura ortodoxia postbeethoveniana y que la reminiscencia temática cíclica (con un tema principal retornando dramáticamente en cada uno de los siguientes movimientos) enfatiza el tratamiento sinfónico como un todo, suele repetirse que, al menos, Dvorak compuso esta obra en el espíritu folklórico local adoptando elementos melódicos como los modos pentatónicos o menores naturales, ritmos en ostinato y sincopados, acompañamiento pedal, etc. ¡Pero es que todos ellos son elementos compartidos con la música bohemia! Además toda la orquestación se realizó en una comunidad completamente integrada por inmigrantes checos, alejada de cualquier contacto con la cultura nativa o de habla inglesa, donde Dvorak pasó sus vacaciones estivales, incorporándose de tal forma a la colonia que llegó a asumir los deberes de organista y director del coro del pueblo.
Y termino: En el interés y afinidad del chico rural que era Dvorak con los espirituales y canciones de plantación creo ver un indicio de su intensa nostalgia, su melancolía y su anhelo, exteriorizados en esta magna obra como saludos envíados a su tierra patria desde el Nuevo Mundo, añadiendo dichas palabras justo antes de enviar la partitura para su estreno: “La llamé así porque era mi primer trabajo en América”.