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Gluck: Orfeo y Eurídice

Se dice que Orfeo y Eurídice abre el camino como mojón fundamental en la historiografía musical a su evolución dinámica en Mozart e incluso la transformación hacia el drama homogéneo y total wagneriano. Sin embargo se suele olvidar que sus conceptos básicos flotaban ya en el ambiente previo: El libreto que Raniero di Calzabigi escribe sobre el mito preserva el casto clasicismo del original virgiliano y retorna a los ideales de pureza, equilibrio y simplicidad, hacia la proporción armoniosa y la naturalidad emocional rousseauniana, donde el drama predomina sobre la escenografía, apartándose de situaciones convencionales y podando la frondosidad verbal sin significación teatral. La economía de medios con solo tres personajes descarta la estructura rígida e intrincada, las floridas disquisiciones, los pomposos espectáculos barrocos.
La ópera que compuso para dicho libreto Christoph Willibald von Gluck en 1762 parte de la continuidad del discurso musical-dramático donde recitativos acompañados avanzan la trama y realizan la transición entre los números cantados. El novedoso sistema de integración de coros, solistas y danzas en una emulsión clara y de acción minimalista (sin episodios marginales, aparte el festivo final) se suma a la música colorista y elemental armónicamente, con pocos cambios de clave y modulaciones. El canto es esencialmente silábico (los escasos melismas o saltos interválicos amplios potencian el sentido del texto), galante y melódico, depurado del contrapunto excesivo y alejado de “la extravagancia gótica y bárbárica” en palabras de Calzabigi.

1762
No sé cual es el misterio que atesoran estas producciones de finales de los sesenta. Quizá sea la coloración de la Münchener Bach-Orchester, masiva, morosa y romántica. Karl Richter convierte el balloinicial en una verdadera elegía fúnebre, con la resonancia de una pasión bachiana. Serio y venerable, el coro muniqués asociado solfea empastado e impecablemente afinado, germanizado en sabor y refinado en exceso para amedrentar como Furias. Dietrich Fischer-Dieskau impone un suntuoso aire oratorial, magistralmente detallista. Cada sentencia es un poema: escúchense sus inestables recitativos intercalados con intervalos disonantes en Chiamo il mio ben cosí, que trazan el dolor del protagonista en la tradición madrigalística, de legato y colorido impecables técnicamente, pero fuera de rol en la suspirada aria Che farò senza Euridice. Aunque traspuesta su tesitura baritonal (opción injustificable musicalmente), el contraste tímbrico con la serena y pura soprano Gundula Janowitz es bienvenido, pese a que su temperamento flaquee en calidez e vehemencia. La Danza de la Furias de 1774 se cuela ucrónicamente de tapadillo para solaz de los oyentes. La toma sonora propulsa al solista en un intrusivo primer plano (DG, 1967).

Accent edita en 1982 el primer Orfeocon criterios historicistas. La Petite Bande (5.5.4.3) despliega una plasticidad didáctica aún deficiente en expresión y carácter (Sigiswald Kuijken comenzaba a ejercer de director), con un aire más barroco que prerrevolucionario en acentuación y fraseo: Así, el trémolo borrascoso de las cuerdas en Numi! barbari Numi! le da un afrancesado olor a Lully, y en los pasajes de recitativos acompañados hay una laboriosa literalidad de ritmo. Abundante ornamentación, espléndidas dinámicas, tempilentos y a menudo muy lentos, con un semblante de formalidad en las danzas, cual oasis gentiles. El contratenor René Jacobs, perfecto de entonación, mas de timbre gris y bajos débiles (su tesitura orbita del la grave al mi agudo), propone un protagonista angustiado en su cuidadosa e inteligente declamación, trufada de gustosa decoración. En Che puro ciel el descriptivo acompañamiento orquestal de la grácil acuarela de los Campos Elíseos se beneficia de las transparentes texturas, una de las más complejas compuestas por Gluck. Marjanne Kweksilber (tesitura de soprano del re sostenido grave al la agudo) es una intensa y apasionada Euridice, aunque en su diálogo con Orfeo se ciña en frialdad. El reducido coro del Collegium Vocale evoluciona con delicadeza desde la intimidación al candor como Furias. Las pausas entre números tienden a fracturar el drama en unidades musicales.

El interés en continuar por la senda gluckiana veraz se plasma en la dirección picante y enérgica de Hartmut Haenchen, a pesar de que los instrumentos de su diáfana Kammerorchester C.P.E. Bach no sean idóneos: Hay texturas ricas y suaves como en la saturada Che puro ciel, pero en Chiamo il mio ben cosí el recurso barroco al efecto de eco está poco diferenciado. La estrella de esta grabación es el convincente contratenor Jochen Kowalski, elocuente y enardecido, de poderoso registro de pecho en la tesitura grave y media que torna menos agradable en el agudo (muy abierto, sin vibrato), con falta de legato a tempi rápidos, ornamentado con fruición; en la delicada línea declamatoria Deh! placatevi controla la emoción para verterla desesperado en el Che farò senza Euridice, interpretado como allegro (pero con destacados rallentandi) según una fuente contemporánea. Dagmar Schellenberger-Ernst es una soprano agitada, urgente, fresca, pálida de color vocal. El amplio coro Rundfunkchor de Berlín vocaliza candente y sensual, y presume de un poderoso efecto en el ritmo con puntillo como Furias. La toma sonora (Capriccio, 1988) encierra las voces en una zona indistinta y brumosa que oscurece las figuraciones rápidas.

Descarto la camerística visión de Frieder Bernius con Tafelmusik (Sony, 1992) por su aroma arcaizante y demasiado seráfico para recrearme en la vigorosa iconoclastia teatral de John Eliot Gardiner y sus translúcidos English Baroque Soloists (9.7.5.4), ejemplares en las caracterizadas danzas, en la sugestión de penumbra melancólica del río en el acompañamiento en T’assiste Amore!, en el intensivo uso de instrumentos solistas con motivos naturalistas en Che puro ciel. El contratenor Derek-Lee Ragin es ardiente, tenso, casi caprichoso en el drama del recitativo Che disse, feroz en sus súplicas a las Furias, pero sus embellecimientos en Che farò senza Euridice no ocultan las dificultades en la emisión grave, los cambios de color, las deficiencias de pronunciación, su menor volumen respecto a la soprano Sylvia McNair, de liviana y gélida belleza, inocente en su reanimación. Precisión máxima para el Monteverdi Choir en su rol de Furias: Acordes disonantes y fuerte contraste dinámico, reflejo especular de las interpolaciones de Orfeo en el coro de apertura. La estupenda grabación (Philips, 1991) concibe leves movimientos escénicos de los cantantes.

Tres décadas después René Jacobs lleva Orfeo al disco, esta vez como director (HM, 2001), e imprime a la espectacular Freiburger Barockorchester de tal sublime rítmica que rezuma vitalidad en cada escena, con un concepto de acentuación estilísticamente danzable, audaz en las dinámicas. Fantástica la percusión añadida que consigue salvar en parte la debilidad de la overtura, insulsa y sin ninguna relación con la peripecia teatral, así como en el pasaje que precipita el descenso al Hades al final del acto I. Las heladas y funestas disonancias que serpentean a continuación dialogan con la firmeza de la tórrida y corpórea voz de la mezzo Bernarda Fink, que nos persuade con naturalidad de su soledad y su dolor sin lágrimas. La afligida y temperamental Veronica Cangemi es verdaderamente irresistible para Orfeo, aun cuando alguna vez su entonación yerre. El RIAS Kammerchor está en plena forma y adecúa su temperatura a cada acto. El palpable sonido (con efectos especiales) está a la altura del evento.
 

La adaptación cinematográfica (que excluye o abrevia las danzas) debida a Václav Luks y la orquesta Collegium 1704 está idealmente rodada en el teatro barroco del castillo de Český Krumlov a la luz de las velas y con un uso encomiable de las sombras. Si poderosa escénicamente resulta la pareja del contratenor Bejun Mehta y la soprano Eva Liebau, Regula Mühlemann es una Amore insuperable. Los decorados de estilo dieciochesco están destinados a convertirse en un clásico con el paso de los años (ArtHaus, 2013).

1774
En 1774 Gluck inicia una campaña cuidadosamente planeada para conquistar el mundo operático parisino. Donde Orfeo era una obra revolucionaria, Orpheé et Eurydice fue entallada a los prejuicios más conservadores de la audiencia regular: La adaptación incluye un nuevo libreto francés (traducción directa del original), reescritura musical con extensión y cambios en orquestación (el genial uso de la trompeta), ampliación de escala (desde una azione teatralecamerística a una compleja representación en la Académie Royale) y alteración vocal: En París no habitaba la asexuada y semidivina voz castrato, asi que Gluck asignó Orfeo a un tenor ligero (que acaso cantaba en falsete las notas más altas) y por ello perdió el carácter de profunda melancolía que pide el tema. Las escenas en el Hades y en el Elysium son superiores en aliento y abundancia por la adicción de las danzas, arias y melódicas contribuciones corales.
El mismo Gluck marcó muchos pasajes en esta versión parisina para ser tocados con vibrato, enfatizando sus colores armónicos. El efecto se pierde si se hace general, como en la voluntariosa pero apagada dirección de Louis Froment (Hänssler, 1955), sin progresión dramática de la acción teatral, toda serenidad y solemnidad, consecuencia en parte de una secuencia propia de números (y cortes) poco satisfactoria. La Société des Concerts du Conservatoire, registrada en concierto, se muestra imprecisa en los ataques, y su coro garantiza la pronunciación nativa pero resulta confuso en la claustrofóbica toma sonora que también perjudica las cuerdas. Destaquemos como el ardoroso tenor Nicolai Gedda borda sus notas con seguridad (con discretas trasposiciones) y desenvoltura técnica (Laissez-vous toucher), mientras la soprano Janine Micheau impone su presencia de matrona romana en sus dudas, sus reproches, su desconcierto ante la desafecto de Orfeo.

Marginalmente mejor la grabación Philips de un año después, aunque como era de rigor en los 50 hay prominencia de las voces en relación a la Orchestre des Concerts Lamoreaux. Hans Rosbaud dicta una calma lectura con pujante fraseo legato, pulso rítmico rígido y líneas sostenidas, las danzas con gracia funérea. Timbre texturado del Conjunto Vocal Roger Blanchard algo letárgico y pesado. Léopold Simoneau, noble héroe decimonónico de pulida belleza, también recurre a la trasposición de algunos números ante las dificultades casi insalvables de la tesitura de Orfeo, que sube cuatro tonos y se ve ampliada hasta casi las dos octavas, desde el mi grave al re sobreagudo. Suzanne Danco negocia un amplio y sostenido vibrato sobre un distinguido francés idealmente pronunciado.

Dichas lecturas parecen opacas y pesadas al lado de la editada por Naxos en 2002. La ingravidez es el factor diferencial de la propuesta de Ryan Brown, que en las danzas aflora en todo su esplendor. Culpable de ello es la diáfana Opera Lafayette Orchestra (5.4.3.3), mucho menor que el conjunto empleado en la première(14.14.5.12), y que integra instrumentos y articulación historicista al servicio de la vivacidad teatral: Percíbase cómo en la introducción al acto II acentúa el tenebrismo de la textura orquestal con unas dramáticas trompetas naturales. El coro asociado (14 integrantes por los 47 del estreno) está a similar nivel. Excelente asimismo el tenor ligero Jean-Paul Fouchécourt, ágil y elástico, de gran registro superior, esmalte aterciopeladamente monocromático, y que aporta sentido de sorpresa en Quel nouveau ciel y delicados ornamentos en J’ai perdu mon Euridice; junto a él aparece la soprano Catherine Dubose, de timbre avasallador y penetrante, pero dulce y expresiva a voluntad.
 

Mi buen señor, es intolerable. Siempre gritáis cuando dererías cantar, y cuando es cuestión de gritar no lo hacéis. No penséis ni en la música ni en los coros, gritar como si alguien estuviera serrando vuestros huesos”: De esta guisa Gluck instruyó a su cantante en 1774 a interpretar el coro de apertura y sin duda con esta premisa actúa Marc Minkowski, colorido y efectista. La sutileza de las texturas no es óbice para el mayor contingente de Les Musiciens du Louvre (9.7.4.6), ni para el coro asociado de 26 voces, variado de timbre ya sea como etéreos pastorcillos o como implacables y maníacas Furias. Minkowski ofrece su característica explosividad de grandes contrastes de tempi, impulsividad, e interminables danzas a tempo plañidero como la Pantomime des Nymphes et des Bergers. Esta peligrosa volatilidad transita de la ferocidad de los trombones al elegante florecimiento del fraseo en Quel nouveau ciel. Richard Croft es un verdadero haute-contre, brillante de timbre, sensible en la matización verbal de Objet de mon amour!, y cómodo en las extravagantes cadenzas cromáticas en el L’espoir renaît. Mireille Delunsch le acompaña juvenil y enternecedora. Grabación procedente de representaciones públicas, a mi (escaso) entender reveladoras experiencias teatrales en la línea de su Lully o Rameau (DG, 2004).
 

Juan Diego Flórez es el epicentro de esta grabación (envolvente, pero con una plétora de prominentes ruidos), donde conciertos sin representación escénica fueron recogidos por Decca en tres días primaverales de 2008. El soberbio tenor ligero se ve obligado a ascender hasta los cielos de su tesitura (ojo, en un par de números se ha bajado su rol un semitono), con afinación impecable y rossiniana línea legato (L’espoir renaît), tal vez demasiado muscular para el rol. Más persuasiva teatralmente la soprano Ainhoa Garmendia que frasea empática, ferviente, flexible y plena de estilo. Jesús López-Cobos conduce irregularmente al Coro y Orquesta Titular del Palacio Real, sucediéndose números dinámicos con otros donde los ataques en las cuerdas resultan cuasi-románticos, los metales blandos, las danzas torpemente coreografiadas.

1859
A mediados del siglo XIX el Teatro Lírico de París pidió a Héctor Berlioz modernizar la obra para su reposición. Esta solución póstuma de compromiso cambia su estructura (y por tanto contradice e inmortaliza a Gluck) restaurando la línea vocal de Orfeo a su afinación original (para contralto o mezzosoprano), corrigiendo la orquestación y desechando las danzas parisinas. Desde 1859, en francés o retro-traducida al italiano y mezclada con retales del original, permaneció más de un siglo como la ópera más temprana del repertorio.
En su primer acercamiento a la revisión de Berlioz, John Eliot Gardiner (EMI, 1989) observa correcciones leves y recupera algunos números. La Orchestra of the Opéra de Lyon, apoyada por algunos instrumentos antiguos prestados para la ocasión (como los cornetti, ya arcaicos en 1762), inercia con sobriedad la obra de principio a fin con una selecta sonoridad, terrorífica en la representación del Hades. La deslumbrante mezzo Anne Sofie von Otter hace creíble su pena controlada en sintonía con el concepto general de Gardiner (menos dramático que su lectura de 1762), masculina e invulnerable. Barbara Hendricks dispensa un contrapunto puro y delicado (Fortune ennemie). El limpio y estilizado coro Monteverdi, tan perfecto de entonación como siempre.

Nos cuentan las fuentes que Gluck era dirigiendo ”un dragón al cual todos los músicos temían, y frecuentemente les obligaba a repetir las frases veinte o treinta veces”. Donald Runnicles es menos fiero, y equilibra (indeciso, en 1995) prácticas modernas e historicistas de timbre y tempi: La Orchestra of San Francisco Opera sale favorecida en el reparto, pero el coro suena irrealmente amplio y lejano. Femenina, suntuosa y positiva la mezzo Jennifer Larmore, que en la endiablada aria Amour, viens rendre à mon âme atestigua el conocimiento del idioma, pasión y diversidad de emociones, y contrasta adecuadamente con el timbre argénteo de la visceral soprano Dawn Upshaw. Runnicles maneja la armonía y las modulaciones para caracterizar el estado de ánimo de los protagonistas. La toma sonora de Teldec disemina los atriles magníficamente.
Pasticcio: Además de las tres ediciones distintas contempladas (1762, 1774, 1859) hay otras grabaciones variadas, alteradas o mutiladas en diferentes versiones, compendios y mezcolanzas posteriores a Berlioz.
La retransmisión radiofónica desde el Teatro Municipal de Amsterdam (EMI, 1951) documenta el incandescente instrumento de Kathleen Ferrier, una de las pocas verdaderas contraltos, con una maternal y opulenta pastosidad. Alguna aspereza e inestabilidad, el intrusivo vibrato, apenas menguan su distintivo poderío en el retrato mayestático de Orfeo: Decía Gluck que solo es necesaria la más ligera alteración -una nota demasiado corta o demasiado larga, un descuidado incremento en ritmo o volumen, un adorno desplazado- en Che farò senza Euridice para tornarla una farsa. Desgraciadamente el resto parece inadecuado, desde la pobreza técnica de la soprano Greet Koeman a la impaciente lectura de Charles Bruck, la torpe y sosa respuesta orquestal (insólitos portamenti) y coral de la Netherlands Opera, endeble tímbricamente y victoriana de ritmo.
 

Georg Solti hace gala de su proverbial instinto teatral, impetuoso y refulgente, con tempi extremos. Los sobredimensionados (para la obra) Orchestra & Chorus of the Royal Opera House responden con un sólido y acerado sonido, con beethovenianos contrastes dinámicos. Partiendo de un estilismo vocal verista (y formidable), y sin pretensión de integridad textual, Solti intercala liberalmente fragmentos a modo de rompecabezas de todas las versiones (vertidos al italiano) para permitir a Marilyn Horne exhibir su fortaleza variada y conmovedora, virtuosa en las coloraturas de bravura (Addio, addio). El canto de Pilar Lorengar, no siempre entonado, quejumbra mecido en un trémulo vibrato. La cinemática mezcla simula movimientos escenográficos en el estudio (Decca, 1969).

Raymond Leppard (Erato, 1982), como Solti, escoge números para lucimiento de sus solistas “Broadly I chose whatever option was better“, usando el texto parisino (retraducido al italiano) con la instrumentación vienesa, y perdiendo por el camino la concisión y el sentido narrativo del original. Janet Baker está fuera de forma al final de su carrera: Sin potencia en la octava grave suena más como una soprano que como una mezzo, y exhibe momentos inestables y dudosa entonación; sin embargo su labor es ejemplar en la efusiva imaginación, en el ritmo e inflexión de los recitativos, en la milagrosa delicadeza en el lentísimo tempo impuesto en Che puro ciel, o en la desolación tras la nueva muerte de Euridice. La tiple Elisabeth Speiser tiene carácter, pero aburre con su timbre monocolor y pesado vibrato. El Glyndebourne Chorus modula óptimo (para una ópera belcantista) y los diversos retoques a la orquestación logran de la London Philharmonic un sonido robusto, con un fraseo pulido, poco idiomático e intensamente dramático.

Shütz: Musicalische Exequien

Her Heinrich der Jüngere, príncipe y regidor de la ciudad de Gera, hábil en materias de iglesia y estado, culto y devoto luterano del S. XVII, reconoce la muerte como inevitable y su preparación estética (ars moriendi) como parte necesaria de la vida. A los 62 años comienza los detallados y elaborados aprestos de su propio funeral: Sus precisas instrucciones incluyen la selección de los textos litúrgicos que se graban con intrincada y simétrica disposición en el ataúd, que se recitan en el sermón y que han de ser cantados en la misa previa a la procesión final al panteón familiar. Así pues, siguiendo al deceso del 3 de diciembre de 1635, Heinrich Schütz fue requerido para componer dicha música, Musicalische Exequien, el primer requiem alemán.

Educado en la estela del Renacimiento, Schütz conduce con austera disciplina germana su formación italiana (Gabrieli y después Monteverdi) y hace suya la frase de éste: “Oratio Harmoniae Domina Absolutissima”, a tal punto que junto con la búsqueda del carácter expresivo del texto vierte en su música un plan místico. Schütz concibe una estructura formal en tres partes que corresponde con rigor al diseño del sarcófago, comenzando por los escritos grabados sobre la tapa. Los modos de tratar el texto van de la simple declamación a la exégesis musical de la palabra y a la evocación de su sentido dramático e implican una comprensión personal y profundamente subjetiva.

I Concert. En forma de misa breve, cada una de sus dos partes comienza con una entonación a solo del tenor seguida de una sucesión alternada de secciones solo (un pequeño conjunto de seis voces -dos sopranos, alto, dos tenores y bajo, en solos, tríos y dúos-) y coral con acompañamiento de bajo continuo (violone y órgano):
A Tras la Intonatio en canto llano conservada en la reforma luterana alternan los soli y capella equivalentes al Kyrie-Christie-Kyrie latino.
B En este caso la articulación de soli y capella corresponde al Gloria in excelsis de la misa romana. Su estructura formal es tan férrea que en su mismo centro figura el texto “Der Geretchen… sind in Frieden” grabado sobre la zona de unión de las mitades del ataúd, a partir de la cual solo se utiliza la escritura de la zona inferior.

II Motete. Para doble coro antifonal a la veneciana ampliando el número de voces hasta las ocho (SATB, SATB). Su texto alaba el fin de la vida como liberación de la miseria diaria y abre la expectativa de la metafísica divina.

III Canticum Simeonis. Basado en un doble coro cada uno con su propio texto, el primero a 5 partes (SATTB) situado cercano al órgano, representando lo terrenal, y el segundo a 3 partes (SSB), probablemente oculto e incorpóreo cual pareja de serafines en el cielo y -en prosopopéyica personificación del difunto, según los minuciosos preceptos del compositor, siendo el mismo príncipe un bajo entusiasta- el alma del fallecido a su llegada. El efecto, con el ataúd abierto ante el púlpito, hubo de ser persuasivo tanto acerca de la inmediatez y la inevitabilidad de la muerte como de evidencia tangible de la resurrección. El efecto de eco procurado por Schütz con las marcaciones dinámicas fortiter y submisse durante este movimiento evoca según la literatura contemporánea las visiones de la música celestial.

El Heinrich-Schütz-Kreis se conformó para esta grabación (Archiv, 1953) a partir del coro de la Markus-Kirche donde Karl Richter ostentaba el puesto de Kantor, y que después se convertiría en el renombrado Münchener Bach-Chor. Su valor historiográfico tolera (y reside en) la masiva monumentalidad que no obstante permite escuchar viola da gamba, contrabajo y órgano al continuo. La atmóstera plena de devoción se erige desde un ritmo sosegado que, paradójicamente, a menudo destruye la alegre perspectiva de la vida eterna, como en el Soli 1 (cc. 1-7) reflejada en el anapesto breve-breve-largo. Entre los siete solistas de vibrato presente pero no intrusivo, destaca el timbre abisal del bajo negro que lógicamente se ve apurado en las frecuentes peticiones de notas agudas. El sonido resiste monofónico y opaco, distante en perspectiva.




La cualidad diferenciadora de la lectura de Rudolf Mauersberger es el Dresdner Kreuzchor, que agrupa veinticinco voces blancas que hacen resplandecer las Capella con las rítmicas esperanzadas de la resurreción o las interjecciones bisilábicas (Er sprach, Fahr hin). Aun cuando en la época de Schütz todas las líneas eran obviamente cantadas por varones ésta es la única versión en que los solistas sopranos son cantados por niños, que en general adolecen de la precisión rítmica requerida y se ven ayudados por la respiración pausada y penalizados al intentar mantener las notas largas. Característico de la época de grabación es el trémulo vibrato de los adultos solistas, acompañados de viola, violone y órgano al continuo (Berlin Classics, 1966).




Los solistas de la versión dirigida por Hans-Martin Linde (algunos de ellos –James Bowman, Nigel Rogers– en los comienzos de su meteórica carrera) consiguen que ritmo y fraseo de la música se pongan al servicio del significado del texto como su expresión inmediata, destacando el poderoso dúo de bajos en el Soli 6 (cc. 179-201). El Knabenkantorei Basel, imperfecto en equilibrio y afinación, se emplea voluntarioso en canto y pronunciación, con vivaces efectos de respuesta en la Capella 5 (cc. 173-177). El Instrumentalensemble der Schola Cantorum Basiliensis, con numerosas violas, trompas y trompetas refuerzan los corales de Motete y Cántico. La colocación de los solistas en la parte final es convencional, como un segundo coro, y los tempison todavía moderados pero de gran flexibilidad. La grabación, aunque estrecha, ofrece presencia y claridad (EMI, 1979).




El concepto coral bachiano de John Elliot Gardiner, enfático y dramático, aparece hoy algo polvoriento en esta música renacentista. Por supuesto la mayor virtud del registro estriba en el majestuoso Coro Monteverdi y sus treinta almas, británica y pulcramente afinado y empastado según la fórmula oxbridge de homogénea precisión, como en la maravillosamente conjuntada Capella 4(cc. 111-118). Los ritmos que impone Gardiner son estrictos, pero se advierten ornamentaciones no prescritas, como en el etéreo Soli 2 (das Blut Jesu Christi, cc. 22-47), dúo dialogado con dolorosos melismas. No obstante, en general, las intervenciones solistas tienden al sabor del arroz blanco. El continuo está integrado por violonchelo, contrabajo, laúd y órgano a los que se suman en el Canticum Simeonis (cuando Schütz reclama fortiter) corneta y sacabuche, todos ellos integrantes de los English Baroque Soloists. La remota toma sonora decepciona si bien resuelve la lejanía del coro celestial, donde se distigue la diferente concepción de los dos coros, siendo el I lineal y el II cíclico en su estratificación compositiva (Archiv, 1987).




La versión de Philippe Herrewegue y La Chapelle Royale es pionera en el sentido camerístico, menos declamatorio y más centrado en la delicadeza de los lánguidos timbres. De bellísimo concepto terrenal, variado y alejado de lo lúgubre, captura la intensidad emocional en los choques armónicos periódicos y evita el drama de la mortalidad en favor de la interiorizada confianza que Schütz poseía en la naturaleza transitoria de la vida hacia la dicha eterna. Entre los nueve solistas destacan las agilidades y melismas en el dúo de tenores Soli 4 (cc. 91-110). Convincente y conscientemente poco integrado coro de doce voces en la Parte I -donde emplea oposición de texturas para realzar palabras (Not, Tod, cc. 17-18)- y ocho en el resto. La flexibilidad rítmica suaviza el flujo musical acariciadoramente, con rallentandi y fermatas casi en cada sentencia capella, y permite resolver la expansión de la tesitura grave en la Capella 3 (cc. 85 y 91), otorga un mayor peso al cansancio de los bajos rememorando su larga vida en el Soli 6 (cc. 179-201), o es capaz de extraer toda la retórica de una simple frase “ich lasse dich nicht” en el Soli 8 (cc. 261-269). Herrewegue tampoco resiste la tentación de añadir instrumentos: el discreto continuo (cello, violone, tiorba y órgano positivo) se arroga protagonismo para enfatizar el significado del texto, o bien para propulsar el fraseo. La grabación, de sonido atmosféricamente panorámico, mantiene a solistas y coro en el mismo contexto espacial lo que penaliza la mágica sección seráfica (HM, 1987).




Como Gardiner, Harry Christophers ofrece una versión de coral excelente pero ligera y pobremente contrastada. Los tempivivaces pero poco elásticos condicionan el fraseo, la sintaxis y la acentuación de las palabras. Estilísticamente, la libertad declamatoria de los solistas (ojo, templadamente british) se equilibra con un tono más neutro en las secciones capella. Aunque el ripieno en la misa suena demasiado amplio (dieciséis voces -The Sixteen- en lugar de las doce prescritas) el variado continuo denominado The Symphony Of Harmony And Invention sorprende con su alternacia de órgano, cuerda pulsada y conjunto de cornetas y trombones utilizados selectivamente (no se emplean en pasajes submisse). Christophers hace suya la sugerencia de Schütz de emplear no uno, sino tres tríos seráficos en el Canticum Simeonis, pero la distante perspectiva y la exagerada resonancia empobrecen el experimento (Coro, 1998).




Sabemos que Her Heinrich der Jüngere contrataba a sus sirvientes domésticos en base a sus aptitudes musicales por lo que es probable pensar en su participación en los oficios de la capilla principesca. Este parece ser el punto de partida de la visión de Wolfgang Helbich: La intervención conscientemente declamatoria de los siete solistas hace justicia al carácter esencialmente retórico de la composición, a los que se añade un coro (Alsfelder Vokalensemble) poblado, denso y oscuro que en la amplia reverberación de la Catedral de Bremen pierde en transparencia y comprensión del texto lo que gana en cálida emoción, como en el poderoso tratamiento en el pasaje a seis voces “da bist du selig worden” en la frase final (cc. 289-293) de la misa. En el Soli 5 (cc. 119-164) el alto solista conduce al descenso inexorable, la voz de la moral casi homofónica a cargo de sopranos y bajo con valores largos para enfatizar la paz (Frieden) y la muerte (als sürben). Además destacan los dos tenores en una interpretación sensible e inquietante, y los melismas sobre palabras descriptivas como “verklärt” ilustran el idioma figurativo y retórico que es la base del pensamiento musical de Schütz. La dimensión espacial de la conclusión se pierde en la grabación (Naxos, 2001), tratada en la manera tradicional de cori spezzati, acompañados de un elegante continuo formado por violone y órgano.




La teatralidad teológica de Musicalische Exequien supera con creces el puro simbolismo ofreciendo una lección didáctica sobre la mortalidad que perpetuará su elocuencia dramática en las obras corales bachianas. Por ello, cuando Schütz especifica la entrada de capella, Benoit Haller (K617, 2007) añade un conjunto instrumental asperjado por seis violas, dos tiorbas, arpa y órgano. Esto puede diluir el concepto funerario invocado por el autor, pero las ricas interjecciones despliegan un apasionante libreto narrativo que resuelve con nitidez la influencia italiana en Schutz. La Chapelle Rhénane proyecta operáticamente la tensión trágica y colorido sensual venecianos, con su pizca de aroma oriental, y las voces a solo proporcionan máxima inteligibilidad. En la Capella 3 la superposición de rimos ternarios y binarios en Bleinens ist ein kleine (cc. 82-86) proporciona una fuerza singular al texto. Fascinan las sopranos con algo de expresivo vibrato y las dinámicas siempre en movimiento escénico. El contraste entre coros alto y bajo subraya la particular urgencia del séptimo coral “Weil du wom Tod erstanden bist” y “werd ich im Grab nicht bleiben” en los cc. 242-245. Dicho aspecto melodramático concilia peor con la música pausada de carácter votivo como el motete, donde cada exclamación “¡Señor!” se refuerza con una nota larga.




La triunfal, creyente, jubilosa, confiada, orgullosa interpretación de Matteo Messori se ve mediatizada en todos los aspectos por la cercana toma sonora (Brilliant, 2008), de amplitud espacial poco común, y que resalta el estilo declamatorio y sin empastar de la Cappella Augustana. Esto define también la antifonalidad de los solistas, y traiciona cruel sus ligeros (y humanos) desacompasamientos en el Soli 3 (cc. 55-74) con las escalas ascendentes adaptadas a la aspiración celestial, y los melismas descendentes que trasfiguran la muerte corpórea. Destacar las variadas secuencias madrigalescas en el Soli 4Wenn eure Sünde gleich” (cc. 91-110). El énfasis en la horizontalidad de la música se advierte en la diferenciación de tempi en los diferentes versículos del motete. Exaltación dramática máxima en el Cántico de Simeón, donde hay una apreciable diferencia en la profundidad de los diferentes coros, y trombones y cornetas se añaden al ceremonial órgano positivo.




El fantástico conjunto belga Vox Luminis está formado por doce voces (dos por parte), de dinámicas íntimas y texturas equilibradas y simples, y que permite a su director Lionel Meunier acentuar con suavidad la abstracta inventiva melódica y armónica del Musicalische Exequien: la austeridad en el episodio antifonal “Es ist allhier ein Jammertal” (cc. 75-79) contrasta con la brillantez celestial del “Es ist das Heil und selig Licht” (cc. 164-169) atendido solo por voces altas. Flexibilidad en el paso rítmico, perfecta entonación y ligeros embellecimientos. El tempo grave de la misa acompaña a una resonancia gentil y esperanzada del continuo formado por bass de viola y órgano positivo. Y ¡por fin! encontramos al trío seráfico en el cántico conclusivo distante de los micrófonos e incorpóreo como reclama Schütz: Remoto, creando la solemnidad requerida en su oratoria sutil. La acústica eclesiástica ajusta con perfección la toma sonora, ligeramente reverberante, con los solistas adelantados (Ricercar, 2010).




El concepto calvinista, incluso puritano, de Sigiswald Kuijken sienta como un guante a la sobria composición de Schütz: ya en las fuerzas del coro (La Petite Bande, integrada por los mismos solistas) la transparencia de las ocho voces (dos por parte, de incomparable hedonista belleza tímbrica) y un ascético continuo formado por violoney órgano se combinan en lucidez y concentración de recursos para alcanzar gran fuerza expresiva en la interpretación de los affetti. Resaltar la habilidad de los tenores para alcanzar las zonas altas de la tesitura según reclama Schütz, evitando altos o contratenores, o cómo los dos bajos son oprimidos por el peso de una vida llena de esforzado trabajo (cc. 179-188). La afinación (465Hz), medio tono más alta de lo habitual en los registros historicistas, corresponde a la del órgano alemán del S. XVII, y añade ligereza a la interpretación y soluciona algunos problemas de la tesitura vocal. La separación espacial es clara, y apropiada la diferenciación entre favoriti y coro en el Canticum Simeonis. La extraordinaria toma sonora, con presencia y resolución tímbrica, redondea esta producción (Accent, 2014).




Bach: Matthaüs-Passion

¿Qué es la Pasión según San Mateo? Una síntesis arquitectónica, cimentada en la destrucción de límites y órdenes: amalgama por un lado de contraste formal en su belleza y por otro de perfección en su construcción, continuamente laborada Soli Deo Gloria; una simbiosis de expectación dramático-operística y de meditación lírica; una armonía entre religiosidad sufriente en la severidad luterana de los corales y serenidad natural del melodismo de estilo italiano; una confluencia entre los diálogos de las turbas y la narración objetiva del Evangelista; un breviario donde desfilan simbolismo numérico, percepción psicológica e interpretación teológica; un esplendoroso desarrollo instrumental en secciones independientes (derivado del ideal organístico) dentro de la tendencia teatral del oratorio; en suma, un fresco musical y religioso que funde el aparente antinomio de los géneros y las épocas.

Un amplio murmullo es interrumpido por los golpecitos de una batuta, no solamente concitando la atención a los músicos, sino también reclamando silencio a la audiencia: Como cada año desde 1899 el Concertgebouw de Amsterdam acoge el Domingo de Ramos la representación pública de la Matthäus-Passion. La WWII hizo de ésta de 1939 la última. Willem Mengelberg posee una enorme significancia histórica por su estilo, romántico en concepción, monumental en ejecución (la Orquesta al completo, las fuerzas de dos coros combinadas), violentamente dramático e intenso en la distorsión subjetiva de la línea musical, en el fraseo de absolutas licencias agógicas y dinámicas, pleno de intolerables claroscuros, texturas acolchadas, exagerado legato, grotescos vibrati, ritardandi dentro de ritardandi… Los solistas eran ampliamente experimentados en la obra y cumplen con eficiencia, destacando el dulce si bien monocromático Evangelista de Karl Erb, y el Jesus de Willem Ravelli, tenebroso en su última intervención: “Eli, Eli”. Como era habitual en la época, los cortes son numerosos, descuartizando con virulencia la lógica narrativa, en ocasiones en medio de recitativos. La grabación se materializó por medio de un novedoso sistema de cinta de celuloide derivado de la industria cinematográfica que mejoraba tanto la dinámica como el rango de frecuencias. La edición Opus Kura (a partir de vinilos de 1952, clara y brillante, alguna congestión asociada a la dinámica) restaura la perspectiva natural del único micrófono, el opresivo grave y los ruidos generados por la infantería del coro. Sincero, ferviente, estremecedor Mengelberg: El fin de una era.
 
Sucesor del mismo Bach en el cargo de Thomaskantor en Leipzig fue Karl Richter, cuya visión enfatiza el acto devocional (era hijo de un pastor luterano), clarificando la estructura teológica textual, su grandeza y solemnidad a expensas de la ligereza de acentos y la definición del contrapunto. Severidad militar, tempi ponderados y amplio (pero no mahleriano) contingente instrumental, con un fantasioso órgano en el continuo. El característico timbre de los pilluelos del Coro Munich resalta afilado sobre la textura general, prodigiosa en dicción y articulación rítmica. Los solistas están espléndidos, correspondiendo las arias más distinguidas al matizado hacer de Dietrich Fischer–Dieskau, sentido y profundo. El claro registro (DG, 1958), en pionero estéreo que privilegia los solistas, resiste estupendísimo el paso de las décadas. Una versión que dió a conocer la obra a toda una generación.

Después de otra extenuante sesión de grabación, los cantantes decidieron amotinarse y plantear al director que los tempi eran demasiado lentos. ¿Pero, quién se atrevería a decírselo al Doktor? Temblando, lo echaron a suertes y fue Fischer-Dieskau quien sacó la pajita más corta: “– Disculpe, Doctor Klemperer…
      – Ja, Fischer?
    – Dr. Klemperer, anoche tuve un sueño… Dios aparecía y me daba las gracias por cantar la Pasión según San Mateo de Bach. Y entonces Él preguntaba: ¿Pero por qué tan lento?”.
      El director frunció el ceño e indicó al cantante que retornara a su puesto. Tras la toma subsiguiente, más lenta que nunca, que hizo que los cantantes adquirieran un peligroso tono azulado, Klemperer bajó la batuta y miró a Fischer-Dieskau.
      – Fischer!
      – Ja, Herr Doktor?
      – Anoche tuve un sueño. Y Dios llegó y me dió las gracias por representar la Pasión según San Mateo. Y entonces Él preguntó: ¿Y quién diablos es este Fischer?” Como se supo mucho después, algunos solistas regrabaron a escondidas varios recitativos sin el conocimiento de Klemperer. Pero los tempi pueden ser irrelevantes, ya que la narrativa es articulada y enérgica, dentro de la concepción que sitúa al Evangelista aislado espacialmente de los acontecimientos que está desarrollando, reverencial más que dramático. El acento sobre los atriles graves de la Philharmonia Orchestra proporciona un masivo soporte a las líneas y frases en monolítico legato. El hipertrófico coro canta entregadamente doloroso, pero pierde inercia en la observación rigurosa de las fermatas. Suprema la aportación operística de los solistas vocales. Así pues, lectura flagelada, que corona, apoteósica y devastadora, la tradición sinfónica germana. Ni siquiera la última reedición mejora la brumosa toma de sonido (EMI, 1961) que no obstante permite apreciar la calidad de los instrumentistas obligatti y el sentido del vocablo Doom.

Con Philippe Herreweghe (HM, 1984) entramos en el territorio comanche del enfoque historicista. El fraseo de los pequeños contingentes (una Chapelle Royale gloriosamente seductora en sus texturas) es, en consecuencia, moderadamente ligero, como lo son los tempi. Reverencial compensación entre las partes, frescura en el impulso rítmico, tímbrica mimada y no incisiva (escúchense a este respecto las disonancias en los oboes trasciendendo la textura en un coro inicial que sigue el ritmo de siciliana impuesto por el inexorable grave orquestal). El continuo es fuertemente colorista en su registración. En la mejor tradición klemperiana(!) los corales van pausando las frases con silencios breves (que pueden resultar mecánicos), y poseen regularidad dinámica, alejados de lo lúgubre pero rebosantes de sobriedad oscura y, a veces, desesperada. De entre los solistas sobresale René Jacobs por su rabiosa novedad tímbrica y sus ornamentaciones polémicas. Panorámica antifonal excepcional de la grabación, tropical y resonante.

Cuando se presentó la versión, largamente esperada, de John Eliot Gardiner (Archiv, 1988) pareció haberse encontrado el equilibrio ideal para la obra, especialmente en la resolución inmaculada que hace el Monteverdi Choir (mixto, cuatro voces por parte) de los corales. Sin embargo, la sensación térmica a posteriori indica rigidez en los tempi, en las líneas, que si bien se articulan eficazmente en stacatto, resultan bruscas, impersonales, frígidas en esa misma falta de falibilidad en el ataque, de profundidad emocional en la acaramelada sonoridad de The English Baroque Soloist (maravillosa la tímbrica del violín en “Erbarme dich”). Énfasis en el carácter danzable con un teatral y optimista uso de la dinámica. Discrepo con la pronunciación germánica del Evangelista de Anthony Rolfe-Johnson, lejos de lo ortodoxo, y con su enfoque espectacular, más cercano al oratorio haendeliano. Gardiner utiliza solistas femeninas (exquisita Anne Sophie von Otter en “Können Tränen”) argumentando que el uso único de voces masculinas no es posible debido al hoy en día temprano cambio de voz, prematuro respecto a la sensibilidad musical requerida. En la postrera audición destacaría positivamente la ligereza conceptual, el sentido de continuidad, y la sonoridad diferenciada que expone el segundo coro buscando un efecto responsorial, de eco, distante y susurrado.

El que Gustav Leonhardt se negara con firmeza a interpretar la Matthäus-Passion fuera de su tiempo litúrgico alumbra el camino hacia esta opción espiritual, de práctica ceremonial, profundamente reposada, comprometida con las condiciones de que el propio Bach dispuso: es uno de los pocos intérpretes que utiliza exclusivamente cantantes masculinos, con niños para las tesituras altas –que generan una indeleble impresión de inocencia y pureza, acorde a la metafísica bachiana de humanidad infantil, temerosa y frágil–, además de emplear los prescritos dos grupos de solistas. La Petite Bande, similar en tamaño y disposición a los EBS de Gardiner, afronta una muy distinta interpretación, por ejemplo en la menor amplitud dinámica, en la presencia de los vientos, en la (relativa) calma de los tempi, que aseguran la recepción del contenido místico de los coros. Indispensable la austeridad monacal del Evangelista de Christoph Pregardien, suavizando los aspectos teatrales. La magra grabación dibuja con precisión las diferentes líneas corales, remarcando la importancia de los textos (DHM, 1989).

Frans Brüggen elige un sólido grupo de cuerdas (5.4.3.2.1) para cada uno de los conjuntos instrumentales, la Orchestra of the Eighteenth Century siempre al máximo de transparencia textural (incluso se escucha el órgano en el coro inicial). Intimista y alejada de la vía dramática, es una lectura humana que rubatea sin rubor y puede derivar hacia el garreo melódico. Quijotesco entre los académicos, Brüggen aspira a producir un sonido coral de época, pidiendo al grupo (estrictamente profesional) que se apliquen en conseguir un sonido “nada grato, al estilo de un coro búlgaro”. El Evangelista de voz blanca de Nico van der Meel (quizá no un extraordinario cantante, pero sí un narrador excepcional) nos mantiene al borde del asiento con su declamación plena de sensibilidad y misterio. Lástima que no todos sus compañeros vocales están a su altura, y no proporcionen un gran impacto emocional. Como cada disco del holandés fue grabado en vivo durante una gira de conciertos (Philips, 1996), en esta ocasión no todo lo nítido que cabría desear.

En el segundo acercamiento de Philippe Herreweghe (HM, 1999) el concepto gentil, la elección y el tamaño de sus huestes es consistente con el anterior; los tempi, a la breve. El mayor refinamiento técnico del Collegium Vocale Gent permite un sin par equilibrio en el concepto de drama sagrado, entre delicada sensualidad y elevación espiritual, entre un continuo dramático y una sonoridad sosegada, y muestra gran poderío retórico, mayor sentido de continuidad (gracias a las menores pausas), pero pierde espontaneidad y fervor juvenil en el diáfano y pulido contrapunto coral. Fantástico el Evangelista de Ian Boostridge, implicado y sutil en su amplia paleta expresiva. Una extensa dinámica acompaña la cristalina toma sonora.

Si Johann Sebastian Bach hubiera visto la Matthäus-Passion interpretada en la iglesia por mujeres en kimono posiblemente hubiera mordido, estupefacto, su peluca. Pero, dejando aparte bromas y prejuicios, el Bach Collegium Japan y su director (calvinista) Masaaki Suzuki perfilan un reverente acto de oración, servido con profunda religiosidad, convicción litúrgica y claridad ascética. Dividido en dos agrupaciones de 20 instrumentistas y 16 voces –perfectamente focalizadas según sus tesituras– exhala una esencia introvertida, lamentosa, traslúcida, restringida en dinámicas, a través del paciente desarrollo de los eventos, quizá con demasiada palidez y neutralidad (como en la tímbrica del violín solista en “Erbarme dich”). El vulnerable Peter Kooy (Jesus) posee el instrumento adecuado y presta a sus recitativos la angustia necesaria. Grabación reverberante y espacial (BIS, 1999), que realza los solistas en relación a los coros y acentúa el bajo continuo en la cuerda grave.

Nikolaus Harnoncourt fue el primer responsable de grabar la Pasión según San Mateo al modo históricamente informado (y rupturista) allá en 1970. No obstante elegiremos aquí su tercera aproximación (Teldec, 2000), flexible y vigorosa, donde el tratamiento de los acordes disonantes ilumina con la crudeza del sol mediterráneo el horror ante la tortura y la muerte. A los veloces tempi de comienzo de siglo el Concentus Musicus Wien evidencia una tímbrica aspéra (compárese de nuevo el violín en “Erbarme dich”, donde acorta las notas largas respecto a lo escrito), sincopada, angulosa, de algún modo sangrienta. Poderoso y agresivo el coro Arnold Schoenberg, delicado si es menester (2º coro al estilo responsorial), aunque se le podría pedir mayor convicción en las turbas (“Barrabam”). El tratamiento de las fermatas es similar a Herreweghe I, sosteniéndolas durante tres pulsos. El elenco vocal es acaso el más consistente hasta la fecha, sobresaliendo el carnal y viril Jesus debido a Matthias Goerne. La excelente grabación añade al majestuoso ambiente de la Jesuitenkirche el tráfico vienés (perceptible en el registro infragrave).

Diversos musicológos como Joshua Rifkin y Andrew Parrot han defendido convincentemente que la partitura de Bach requiere únicamente ocho voces solistas, cuatro integrando cada coro (y uno extra para el ripieno), en una económica práctica propia de la época. Ahora bien, nos viene a las mientes la duda siguiente: un cantante por parte ¿era el mínimo aceptable o el ideal perseguido? Paul McCreesh (Archiv, 2002) ha hecho suya esta opción madrigalística, donde los minimalistas corales comparten efectivos en una permeabilidad simbiótica, otorgando inmediatez, ductilidad y ligereza de textura pero también una violencia descarnada, en una continuidad orgánica y revelatoria de este nuevo mundo sonoro. Las camerísticas cuerdas de los Gabrieli Players suenan desilvanadas en ocasiones, contrastando con el omnipotente órgano catedralicio que soporta como una gran cruz de madera el peso de la representación. Las arias son tratadas como trío sonatas para voz, acompañamiento obligado y bajo continuo, equilibrando la importancia de las líneas: escúchese como Magdalena Kožená susurra extática y delicadamente “Erbarme dich”. Sin embargo, en conjunto, se ignoran aspectos retóricos del texto, el fraseo barroco queda reprimido, las dinámicas se subrayan débilmente y los tempi, veloces, sobrevuelan esta colección de danzas sombrías, que sin duda marcan un antes y un después en la interpretación de la obra. La amplia reverberación del órgano se recoge de manera ejemplar en la grabación.

Sigisvald Kuijken ya participó como violín solista en la grabación de Leonhardt. Ahora, como concertino, que no como director, impulsa esta lectura, que, como la de aquél, rota en la parca comprensión del texto como eje copernicano. Además de la transparencia de la opción de una voz por parte, el octeto vocal, muy lírico, no sólo es capaz de cantar cual solistas, sino de integrarse en un coral perfectamente ensamblado cuando es preciso, por ejemplo en el número inicial, en la mejor tradición de cantata dialogada. La identificación entre solistas y corales conlleva otros cambios: las voces son percibidas individualmente, y el intercambio de posiciones (narrando, o tomando parte de la multitud que comenta, que condena, que medita) obra el milagro que perseguían los afectos barrocos: suscitar emoción a través de la representación musical como drama personal. Ritmo vital y riguroso, con leves contrastes dinámicos y discretos ornamentos desplegados en los ritornelli. Escaso vibrato tanto en los recitativos secco como en los recitativos acompagnato por un halo de cuerdas visible y tangible a la manera de la pintura del quattrocento. En este aspecto, la depuración de las texturas del bajo continuo (La Petite Bande se reduce a 22 instrumentistas) limita su dramatismo pero pincela un efecto íntimo y contemplativo con un suave aroma francés en la manera de acentuar el fraseo en algunos números danzables. Recogida en cuatro noches consecutivas para evitar el ruido urbano de Leuven, la resonante grabación, en altorrelieve, posee gran brillantez, pero (ay!) el glorioso ripieno roza lo inaudible (Challenge Records, 2008).

El péndulo oscila de nuevo y Decca edita sin rubor una grabación en 2009 con instrumentos modernos (inalterados desde hace más de cien años) y procedimientos un tanto heréticos: la Orquesta de la Gewandhaus a las órdenes de Riccardo Chailly (“Bach no era dogmático en materia de ejecución, pero la descomunal ambición musical que desprende la partitura parece demandar unos recursos instrumentales y vocales mayores que los obtenidos en sus representaciones en Leipzig”), generosa en el número de ejecutantes, se lanza a tempi raudos incluso para los patrones historicistas y suprime el vibrato en las cuerdas (con extrañas excepciones). Otras inconsistencias vienen de los toques neorománticos, el retorno a las voces operísticas, ciertos corales y arias con repentinos ritmos lentos, la introducción de ritardandi, diminuendi, o el pedal sostenido en la conclusión de la parte primera. Los coros, exclusivamente masculinos, funcionan con precisión inhumana. Entre los estupendos solistas destaca el rico y noble instrumento de Thomas Quastohff en sus arias para bajo.

Bach: Concierto nº 1 para clave BWV 1052

En 1729 Bach tomó la dirección del Collegium Musicum, asociación de estudiantes y músicos profesionales fundada por Telemann en 1704, y que daba conciertos semanales a lo largo del año en una coffee-house en Leipzig. Para estos conciertos fue creado el concierto en re menor (un estímulo para su composición puede haber sido el nuevo instrumento introducido en 1733 “un nuevo clave, como aquí nadie ha escuchado nunca”, según el anuncio del Collegium Musicum), adaptado de un original (hoy perdido) para violín del periodo de Cöthen y para el que Bach reutilizó material de sus cantatas BWV 146 y BWV 188. En su forma final, ha ejercido una poderosa influencia en el desarrollo del concierto para piano, sobre todo de Johann Christian, que influyó directamente en Mozart, y éste a su vez en Beethoven, etc.

A menudo el BWV 1052 es numerado entre la obra orquestal de Bach; sin embargo, considerando que la partitura precisa “clave concertato, dos violines, viola y bajo”, sería más apropiado describirlo como música de cámara. El vigor y la fuerza de su ritornello de apertura marcan uno de los más familiares pasajes en toda la producción bachiana: Este primer compás procura la mayoría del material orquestal, y genera un movimiento de gran empuje y lustre a base de contrastar interludios tutti-solo, éstos de altísimo nivel técnico (ya que la mano izquierda no queda relegada a un mero papel de enfatizar la línea del bajo continuo) y lanzados a la exploración armónica y contrapuntística. El adagio comienza con una amplia melodía de 13 compases (que modulará en diversas tonalidades a lo largo del movimiento),

donde las parejas de corcheas repetidas marcan a modo de basso ostinato un solemne patrón hipnótico, un entramado para un rico y ornamentado recitativo en la parte melódica. La energía e intensidad regresa en el potente allegro final, basado en una figura rítmica recurrente libremente construida (casi improvisada) e imbuido de un carácter danzable. El postrer retorno del ritornello es precedido de una corta pero elaborada cadenza, como en el primer movimiento.

Procedente de un concierto público llega esta grabación de 1947 (EMI) a cargo de Eduard von Benium y temo restringida sólo a los aficionados al bouquet histórico: No se hallará aquí la calidez tímbrica característica de la Concertgebouw Orchestra, ya que el ruido del disco matriz es claramente audible y el balance está tan vencido hacia el piano que la orquesta a veces se desvanece. A cambio obtenemos una recreación muy personal, de ataques precisos y dinámicas acusadas: escúchese como el solista Dino Lipatti inventa cristalinos pianissimi.

En 1954 Sviatoslav Richter aún no había sido autorizado a pasar el Telón de Acero, por lo que este registro se grabó en una visita a Praga, donde el excéntrico pianista practicó toda la noche en la Casa de la Opera. Si bien la dinámica orquestal es plana y la calidad de la grabación baja (oscura y empañada) para los niveles actuales, es tal la exuberancia técnica y el férreo control del ritmo (sin dejarse arrastrar por la urgencia que la música parece transmitir) que las sensaciones son mágicas. Gran movimiento central a tempo lentísimo, con el piano en primer plano, de exquisito sentido poético y rebosante de profundidad. El acompañamiento de Vaclav Talich al frente de la O. Ph. Checa (Supraphon) es hábil y diestro, aunque la cuerda no es un modelo de exactitud y no se siguen todas las indicaciones dinámicas de la partitura.

Ralph Kirkpatrick (Archiv, 1958) fue un pionero en la evolución de la interpretación barroca en este último medio siglo: Creativo en el uso de los registros, variado en las dinámicas, toca un Neupert moderno de un poderío expresivo y variedad sonora ausentes de lo que hoy se considera históricamente apropiado. Ritmos estrictos, excepto en el pasaje final del turbulento allegro, donde la dificultad de la larga y florida cadenza le obliga a recoger velas. La orquesta, de sonoridad opulenta, es la (hoy felizmente recuperada por Abbado) Lucerne Festival Strings comandada por Rudolf Baumgartner. Una visión original, diferente, a la vez robusta y delicada que aguanta el paso del tiempo.

Ya en 1969 la crítica de Gramophone diagnosticó un padecimiento de elephantiasis para la grabación de Hans Pischner (Naxos, 1963) ya que la balanza se escora por el desequilibrio entre la sonoridad del clave y la orquesta, la Berlin State dirigida por Kurt Sanderling (fantástica la vigorosa sonoridad de los violonchelos modernos). En el pausado adagio, la amplia melodía inicial y final omite la parte del clave, creando un poderoso efecto dramático. Honesto aunque falto de imaginación y chispa en el allegro final donde el tempo reposado facilita la digitación. A tener en cuenta.

El Bach ligero y equilibrado del Concertus Musicus Wien al mando de Nikolaus Harnoncourt (Teldec, 1968), revelador cuando apareció por la innovadora presencia de instrumentos barrocos, suena hoy decididamente convencional, débil de acentos, plano en las dinámicas, y decepciona el, a veces, famélico timbre de las cuerdas (a pesar de los dos violines por parte). La vitalidad y capacidad de matización se equilibra con el concepto austero y sobrio (sólo un teclado) del clave de Herbert Tachezi, cuya precaria sonoridad parece dudar en los movimientos extremos. Prácticamente se puede aplicar el mismo discurso a la previa interpretación de Gustav Leonhardt al frente del Collegium Aureum (DHM, 1965), cuyo BWV 1052 quedó fuera de la integral de Teldec por problemas contractuales. Sonido limpio y claro, pero con una panorámica limitada. El clásico.

La rotunda y sólida sonoridad de la Munich Bach Orchestra (Archiv, 1973), fue paradigma de precisión y virtuosismo. Si en el allegro inicial hay sensación de apresuramiento (incluso el tempo es inconstante y Karl Richter acaba más rápido de lo que empezó), en el postrero el ritmo es flexible lo que ocasiona cierto emborronamiento del sonido. En el sombrío adagio en sol menor (acentuación blanda, legato de cabo a rabo) añade ornamentación, curiosos registros e imposibles crescendos en un instrumento de época (recordemos que en el clave las cuerdas no son golpeadas por un macillo como en un piano, sino que una uña estira y suelta la cuerda, haciéndola resonar); no obstante hay suficiente claridad para la parte de un clave que, atención, no toca las notas del bajo (en la mano izquierda) en todo este movimiento; incluso ahorra energía en los tutti, donde oficia un segundo clavecinista(!). Pese a su vigor rítmico, su sentido de la continuidad dramática, a su atractivo color orquestal, se nos antoja hoy acaso monolítico y rudo. A la soñadora y onírica toma sonora le falta definición.

Gustav Leonhardt repitió en 1981 para Seon ya a los mandos del Leonhardt Consort. Ya desde el comienzo se advierte la fluidez con la que brota la música, la pasmosa nitidez gracias a una articulación sensacional, el tempo equilibrado, el fraseo siempre dotado de un rubato suave y de exquisita elegancia (si bien un punto atropellado y poco claro), pero a la vez de una capacidad cantable extraordinaria. Echo de menos una gama dinámica más atrevida, y sobre todo, la falta de dramatismo, por ejemplo en la escasa presencia del violonchelo que otorga la amenaza encerrada en la partitura. Curiosa la manera de puntuar sólo la nota inicial en las parejas de corcheas en el adagio. El balance sonoro sólo es aceptable. Quizá demasiado severo en su ritmo inflexible, pero dotado de una natural perfección, Leonhardt representa la autoridad inefable.

La prodigiosa toma sonora permite apreciar los juegos de llamadas y ecos entre las abundantes cuerdas (unos quince instrumentistas) de The English Concert (Archiv, 1981) y las diferentes texturas de los teclados del clave. Trevor Pinnock transmite apasionamiento, espontaneidad, riqueza de recursos, técnica depurada, musicalidad sin desmayo, fiereza, lectura dramática sin par, vital y ágil en sus cortos fraseos. Excelente grabación (sonido ácido, helado en ocasiones), de ejemplar balance.


El ritmo incisivo y frenético de Ton Koopman hace resaltar aún más las pausas del tutti de la Amsterdam Baroque Orchestra (Erato, 1990), de gran alcance dramático y abundante presencia de la cuerda grave. ¡Radical! le espetan los críticos. Bienvenido sea el desorden cuando va acompañado de la fantasía y la brillantez.

Berlin Classics editó en 1990 esta floja versión a cargo del Neues Bachisches Collegium Musicum dirigido por Burkhard Glaetzner. La clavecinista Christine Schornsheim se defiende bien en las dificultades y añade discretamente ornamentaciones, trinos y pequeños rallentandi. El problema viene en la poca afortunada grabación y su escasa diferenciación tímbrica, amén de que el adagio desvela el horrible (nasal) sonido del teclado inferior del clave, que aleja toda la mística del ground.

Bob van Asperen (Virgin, 1991) representa la conjunción y severidad (en exceso?). Es la suya una lectura incisiva, bien articulada y dotada de un rubato muy natural y atractivo. Al mecanismo extraordinario acompaña la claridad, agilidad y elegancia expresiva sobre un clave poderoso (copia de un Taskin de 1764). Aunque las cuerdas del conjunto Melante Amsterdam no son, en ocasiones, todo lo perfectas que uno desearía en términos de afinación, el resultado global es sobresaliente. La excelsa claridad polifónica y ligereza lúcida que permite el uso de una voz por parte se torna cierta rigidez en el movimiento lento. Agresividad, acidez en los ataques, recordando a las legendarias grabaciones de Goebel (qué pena que nunca grabara este concierto). Toma sonora modélicamente equilibrada con una nítida separación de las cuerdas por timbres.

El concepto musculoso y determinado de Pierre Hantai y su Le Concert Français (Astrée-Audivis, 1993) dibuja con absoluta claridad de texturas las complejidades armónicas y contrapuntísticas: las voces (una por parte) observan una escrupulosa atención a la vertical. El control férreo y severo, animoso y rítmico, no excluye en ocasiones un ligero rubato, en coherencia con la interacción vigorosa entre tutti y solo, éste discreto. Posee el rigor de Leonhardt, la fantasía de Koopman, la precisión de von Asperen y por encima de ellos una cualidad vocal, un cantabile: su clave (su toque) se funde con los instrumentos.

A pesar del numeroso acompañamiento orquestal de The Academy of Ancient Music (dirigida en 1995 por Christopher Hogwood, L’Oiseau Lyre), su concepto es lírico y elegante: Ligereza de acentos, extraordinaria viveza, líneas claramente definidas y sentido de la proporción en la relación entre el solista virtuoso (Christophe Rousset, a destacar el rubato en la coda del primer movimiento) y el ripieno cálido y preciso, muy bien en los movimientos extremos, que ilumina detalles y articula clara y efectivamente. Quizá la atención a la componente rítmica en los movimientos rápidos, ocasione un relativo descuido de la horizontalidad. Eléctrica, potente, estupenda versión en una no menos transparente grabación que recoge el soberbio timbre del clave, rico y cercano (y sí, aquí resurgen los añorados cambios de registros de las versiones primitivas y pasadas de moda).

El Concerto Italiano grabó este concierto en 1997 para Opus 111. Es este un Bach diáfano, luminoso, alegre, vivaz, fastuoso, se diría que vivaldiano, cercano (en cuanto al espíritu: tempi, rubato) a los añejos registros de Leppard para Philips. De un refinamiento tal que permite sacar a la luz matices inexplorados (como la anormal acentuación del ground, que exalta el aroma luterano). Sentido teatral, mediterráneo, de punzantes dinámicas a mitad de frase, puede ser exagerado en las cadencias de Rinaldo Alessandrini. Virtuosismo, elegancia, claridad, gracia, fuerza sin énfasis, apoteosis del concierto barroco, más o menos grosso. El excelente sonido permite escuchar el tímido timbre del clave (y también su mecanismo).

Gregor Hollman pertenece a la escuela de Leonhardt, pero con tempi ágiles, ligeros y cambiantes que amenazan con un sentido de urgencia, una agitación. El clave se integra en el conjunto de cámara Musica Alta Ripa (MDG, 1998), cual concierto en vivo, con una tensión más armónica que melódica. De precisa articulación, la expresividad es todo menos austera. Espectacular toma sonora, clara y nítida a pesar de la reverberación.

Correcto, pero sin emoción, exacto, frío suena el Bach de Robert Hill (Naxos, 1998). Los tempi amplios permiten una claridad sin par. Fuerza sombría que casi iguala el dramatismo de Pinnock; La grabación recoge tanto la detallada plenitud de la parte orquestal (la Cologne Chamber, de cuerdas modernas, bajo la dirección de Helmut Müller) como el etéreo timbre del clave.

Al trasladar el concierto desde el violín al clave Bach nunca procedió de forma mecánica, sino que se esforzó por dar al arreglo una identidad propia sometiendo al modelo a un mayor desarrollo y agotando su potencial. Esto a menudo implicaba la adición de nuevas partes de contrapunto, alteración de detalles (debido a las distintas cualidades tonales) y modificaciones estructurales. De hecho, las reestructuraciones y alteraciones son lo suficientemente importantes (en particular el despliegue de la mano izquierda y la invención de la figuración idiomática del clave) para que la obra pueda ser considerada una composición por derecho propio. Por ello, la creativa interpretación de Fabio Biondi y su Europa Galante (Virgin, 1999) ofrece sorpresas en detalles de las cadenzas, y un novedoso continuo con clave, órgano positivo y laúd. El violín, dramático y ornamentado hasta lo rococó en su articulación, ofrece una dulce riqueza tímbrica en su generoso vibrato. Aprovechando las posibilidades dinámicas del instrumento, está mejor en los movimientos rápidos, con sus exabruptos juegos de tempo, ya que en el adagio parece demasiado almibarado y sin contraste tímbrico. La toma sonora se centra en el solista, siendo distante, difusa y poco clara en la definición de las restantes líneas.

Café Zimmermann toma su nombre del lugar donde este concierto se estrenó al público hacia 1735. Dirigidos por Pablo Valetti (Alpha, 2001) este conjunto de cámara (a una parte) hace suyo el concepto de primus inter pares: Tempi ligeros, suaves juegos dinámicos, alejado de cualquier grandilocuencia, técnicamente pulido, fresco cual arroyo, contrasta con el arropado clave de Celine Frisch, que abunda en el uso de ornamentos, cuidadosamente escogidos, especialmente en los enigmáticos cambios armónicos del adagio. Magnífica grabación clara, espaciosa, muy interesante aportación.


En la misma línea de orquesta de cámara que propuso Pinnock si bien con una esquema algo más reducido (4-4-2-2-1) el Concerto Copenhagen (CPO, 2002) dirigido por Lars Ulrik Mortensen platea una visión más severa, germánica; no defrauda, pero tampoco excita. Elegante, el clave se integra en el conjunto: esta pérdida de inmediatez y claridad de detalle se compensa con la impresión de concierto en vivo.

Las cuerdas simples de la renovada Academy of Ancient Music dirigida ya por Andrew Manze (Harmonia Mundi, 2002) permiten una aproximación flexible al juego de dinámicas, al tempo elástico según convenga (marcado con cierta rudeza). Richard Egarr articula un clave de sonoridad íntima (excesiva?) en segundo plano, ya que suena mucho más la tiorba del continuo (profundo y resonante, compensando la falta de cuerpo del extremo grave del clave) y que añade un color diferente y proporciona una sensación delicada y elegante. El tempo del adagio es particularmente sosegado, realzando la fragilidad, suavidad y emoción de la partitura. Toma sonora brillante y cálida.

El conjunto Sonnerie (Gaudeamus, 2006) es estrictamente camerístico tocando una voz por parte, dando un resultado claro y transparente. Con un manejo juguetón de la agógica, con frecuentes cambios de ritmo (viene a las mientes el concepto drama-giocoso), esta reinstrumentación encaja de maravilla con la obra (la misma Monica Huggett opina que fue compuesto tomando como modelo un concierto vivaldiano). Muy bien el continuo del clave, soportando armónicamente al violín en la cadenza (que incluye una coda alternativa de la intérprete, de técnica inatacable, tocando sin vibrato un violín de hacia 1750). El cuidado en resaltar los detalles puede conducir a la exageración. La mayor distinción de los planos sonoros, el discreto rubato, la rotundidad del bajo continuo, su profundidad, concentración y severidad, la hacen preferible a la lúdica versión de Biondi. Excelente sonido, cálido y reverberante.

También un quinteto de cuerda al acompañamiento ostenta la versión de Gli Incogniti (Zigzag Territories, 2007) a la maniera italiana, con una gama de tempi muy ligeros (¿prestísimo o apresurado?), que sin amenazar el perfecto control rítmico, si desdibujan detalles de fraseo y contrapunto. El violín solista de Amandine Beyer es destacado excesivamente (el solo llega a ser el acompañamiento del tutti, intercambiando los papeles). Los ritmos danzables, tan esenciales en este repertorio, son apenas discernibles. Fenomenal el delicado continuo clavecinístico, pero no logra (o no persigue) hace olvidar la fe y la unción de Huggett.

La sonoridad de la Accademia Bizantina (dirigida al clave por Ottavio Dantone, L’Oiseau Lyre, 2008) a una voz por parte es descarnada, escuálida, sobre todo la cuerda grave (más que bajos son enanos). Agresivo en los allegros, en el movimiento lento deja respirar la música con genuino lirismo. Si los ornamentos por parte del primer violín suponen un soplo de aire fresco, puede considerarse desafortunada la elección del clave, de timbre seco y pálido. Decepción, pues, dado que nada tiene que ver su temperamental Vivaldi con la frialdad expuesta en este registro.

Un último comentario sobre las recientes versiones de Hélène Grimaud y David Fray, que no incluyo aquí por carecer a mi juicio de suficiente entidad musical. De unos años a esta parte las compañías discográficas inundan el patio con carátulas de sugerentes fotografías de talentosas(?), jóvenes y guapas estrellas. ¿Corresponde a una escasez real de músicos dotados o sólo es una estrategia de mercadotecnia? Comparénse con las portadas que hace unas décadas adornaban las fundas de los vinilos. Evidentemente Reiner, Klemperer o Toscanini no me hacen subir (tanto) la líbido.

A petición de Jenofonte actualizo la entrada con la inclusión del registro de Stephan Mai con la Akademie Für Alte Musik Berlin (Deutsche Harmonia Mundi, 2006), que en principio no encontró hueco ante la singular competencia, Huggett, Biondi… Tempo entre ligero y apresurado, rubato muy discreto, a veces en el primer movimiento la afinación me resulta extraña (¿quizá por el empleo de scordatura?).