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Mahler: Sinfonía nº 4

“¿Qué se puede decir sinceramente de esta sinfonía? ¿Qué puede decirse de cualidades musicales donde no se detecta ninguna, y por qué hay que entrar en detalles sobre la escenografía orquestal, cuando no hay nada detrás? Incluso con la intención más sincera parece imposible encontrar nada excepto una serie de efectos orquestales inconexos, bastante ingeniosos en cuanto a conocimiento de los instrumentos, pero totalmente superficiales, y que no tienen nada que ofrecer al espíritu ávido de música”. Musical America, January 1911.

La sinfonía nº 4 de Gustav Mahler (1900) es un cuento de hadas onírico e irreal, de imponderabilidad aérea y exaltación dichosa. Las alegres meditaciones de Mahler sobre el descanso postmortem se sustentan en una impropia sencillez de medios orquestales, transparencia textural y simplicidad armónica, coherentes con la visión celeste a través de un alma infantil. La intencionalidad mahleriana da a cada atril el rol de un solista, descomponiendo la línea melódica en fragmentos definidos por diferentes colores instrumentales, como una especie de prisma acústico. Pero en su tradicional estructura formal pululan sombras poco inocentes y se arrastran horrores:

I Deliberado: En el inestable mosaico de motivos de la exposición (compases 1-101), el clasicismo familiar de la sonata sufre por la irrupción literaria de frecuentes cambios de tempo, alteraciones, suspensiones y complicadas relaciones métricas; la deslumbrante complejidad del evolutivo y lógico (o más bien teleológico) desarrollo (cc. 102-238) explora nuevas y distantes claves y abre un espacio radicalmente inédito, en el que los temas se disuelven en motivos autónomos o se transforman hasta quedar irreconocibles; la recapitulación (cc. 239-339), en cierto modo fallida, conduce a una coda histéricamente triunfalista.

II Moderado: Scherzo quimérico y espeluznante, armado en cinco episodios: A (cc. 1-68), trío B (cc. 69-109), A1 (cc. 109-200), trío B1 (cc. 200-280), A2 (cc. 280-341); y coda (cc. 341-364). Mahler especificó la scordatura del violín solista (afinado un tono más alto, angular y cromático) “para que el violín suene chirriante y áspero, como si la Muerte golpeara“. Invocación de la cultura errante y juglar, una llamada a la muerte descrita como disonante, aterradora, pero también seductora…

III El contraste entre dos complejos temáticos hostiles determina la disposición, el carácter y el curso del Poco adagio (ruhevoll, apacible). Presenta una estructura de rondó con variaciones en cinco partes: A (cc. 1-61), B (cc. 62-106), A1 (cc. 107-178), B1 (cc. 179-221), A2 (cc. 222-314) con una rutilante coda (cc. 315-353) que nos regala un estallido armónico e instrumental, rendición postrera y simbólica elevación a un plano superior.

IV Das himmlische Leben (La vida celestial): Inicialmente destinado a formar parte del monumental edificio de la 3ª Sinfonía, este lied se articula en cuatro versos separados por secciones instrumentales que retornan las figuras de apertura para dar a la obra una sensación cíclica. Atmósfera mágica, donde el universo cotidiano y el universo espiritual se complementan en un sentimiento cándido de recompensa (fuera del marco hebraico), el sustrato de promesa para el hambriento de las canciones del Knaben Wunderhorn, de panes y peces, de corderos y espárragos gigantes…



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Ya vimos en la sinfonía nº 5 como el sistema Welte-Mignon (capaz de registrar los matices íntimos del intérprete: rítmica, dinámica, fraseo, ataque y pedal) ofrece un supremo documento histórico. La edición Preiser redondea el invento acoplando el sistema neumático al piano poseído por el propio Mahler en su vivienda vienesa, un grand Blünther de 1902 con siete octavas suaves y melosas. Mahler siempre tocaba directamente desde la partitura orquestal, en un arriesgado equilibrio sobre las patas delanteras de la silla. Los acordes arpegiados, los ritmos sinuosos, el fraseo sensible y nervioso, el rubato soñador… encajan con la personalidad y carácter sombrío del compositor: ”Mi música no es más que ruido de la naturaleza”.





En el Principio era Mengelberg. Durante las visitas que Mahler realizó a Amsterdam entre 1903 y 1909 Willem Mengelberg (indudablemente el más dotado de sus discípulos) anotó detalles interpretativos y metronómicos (que la partitura no lleva) durante los ensayos del compositor, o, al menos, su interpretación personal de los mismos y que no siempre coinciden con lo registrado en este concierto público de 1939. ¿Autenticidad? Más bien una ensoñación ultrarromántica, exagerada en su intervencionismo extremo, impredecible, peligrosamente viva. Desde el comienzo los cambios de color, de clima (misticismo, melancolía, amenaza), conectan con las rupturas schumannianas. El scherzo gira a 152 corcheas por minuto, con un carrusel de liberales portamenti y breves staccati de violín que rememoran una pesadilla de plagas. Mengelberg sumerge el ruhewoll de inmediato en una suerte de éxtasis de tristeza, con un momento extra de asombro cuando añade un quinto tiempo al segundo compás del tema de apertura, en el que los violonchelos espressivo aparecen con interminables notas. Jo Vincent muestra en el lied un timbre un tanto agrio y un carácter matronal. La publicación de Pristine Audio es muy convincente, con una agradable ecuanimidad instrumental de la Concertgebouw Orchestra y evitando filtrar en demasía el sonido como en las ediciones anteriores (Philips, Decca, Altair, Documents, History, Q Disc).





Debido al resultado de la Guerra la antorcha pasó a Bruno Walter, que desde el conservadurismo esencial y la orientación espiritual impregnó la música de su naturaleza amable, pastoral y panteísta, luminososa y sensual, muy diferente de la manera errática, intensa y a veces insensible del compositor. Aparte de su grabación comercial de 1945 se han recogido al menos otras diez procedentes de conciertos. Escogeremos como muestra la de 1953 con la New York Philharmonic Orchestra en la que Walter contó con su soprano predilecta, Irmgard Seefried, cuyo perfil liederístico es formidable, si bien lejos de la inocencia beatífica solicitada. Walter ignora marcaciones dinámicas y rítmicas en la pesadumbre otoñal del primer movimiento, descubriendo solo a medias el lado tenebroso de la historia, como un cuento de los hermanos Grimm purificado por los tonos pasteles de Disney. Algunas asperezas en los metales caracterizan un scherzo menos estricto y controlado de lo habitual en Walter, pero hay poco contraste con las secciones trío. ¿Es la (magistral) coda del ruhevoll un ejemplo temprano de la tonalidad progresiva mahleriana? No, ya que la tensión armónica se resuelve en la apertura del lied. Walter lo entiende a la perfección minimizando la pausa entre los dos movimientos. Claro sonido (Tahra), congestionado en las dinámicas elevadas y con un público aquejado de bronquiolitis.





Paul Kletzki es consecuente desde el principio, fluido y relajado, y con solo un leve aliento dramático (optimistas, incluso jocosas las maderas de la impecable Philharmonia Orchestra), con muchos de los portamenti requeridos ejecutados sui generis como un legato extendido, y descaradamente extrovertido y algo ruidoso en el pasaje en do mayor (“niños golpeando ollas y tal vez rompiéndolas en pedazos”, Adorno dixit, cc. 209-220) previo al clímax, producido sobre una disonancia inesperadamente rasposa. Resaltar la arquitectura estilizada y transparente del scherzo, sin descarnamiento. El ritmo lento del bajo en el ruhevoll, en contraste con el tono solemne de la melodía, le confiere un aire de himno, un estado de contención pacífico y estático, como en los contemporáneos paisajes de Klimt. Emmy Loose posee la tímbrica adecuada, una técnica casi ideal, la dicción clara; todo ello especiado con ternura y con un acompañamiento ilusionista en las cuerdas. La grabación es extraordinaria para la fecha (EMI, 1957), con la intrincada partitura en vívido relieve.





El minimalismo microfónico de la RCA en 1958 resulta en una perspectiva realista y apropiada a la superlativa prestación técnica de la Chicago Symphony Orchestra en manos de Fritz Reiner. El consolador y poco lírico adagio (grabado en una sola toma) es un perfecto ejemplo de su desinterés en la estética mahlerania: El rechazo de Reiner a muchas de las marcas (fraseo, color, acento, dinámica) y sus prioritarios y legendarios orden, precisión y reserva escatiman los portamenti, y aferran la rigidez de los tempi. De escuela interpretativa sinfónico-vienesa, el bedächtig es muscular y falto de reposo, y el scherzo carece de humor sardónico. El lied se inicia en un paso somnoliento y Lisa della Casa muestra problemas de pronunciación germánica y su pronunciado vibrato se desliga de la ingenuidad. Naturalmente que el detallismo opresivo y la fidelidad tímbrica engendran explosiones armónicas straussianas. Pero cuando las notas terminan no queda ningún resplandor.





El enfoque de Otto Klemperer es prácticamente el polo opuesto al de Walter: Cada uno, al parecer, basa su interpretación en aspectos opuestos del complejo carácter de su mentor. Objetivo, vehemente y agitado, con los gélidos colores primarios de un Mondrian. Su sentido de la cohesión estructural es particularmente evidente, pero desprecia los rasgos psicológicos de la obra. Comienza a un tempo calmo y germánico (rubati y portamenti son poco utilizados) hasta que violentamente se nos sumerje en las inauditas orquestación y armonía. Scherzo solemne y circunspecto (el exceso y la exageración están ya en la música). El impaciente adagio camufla su mordiente en un sorpresivo andante (escuchemos cómo incrementa el tempo entre los cc. 222-282) que nos lleva de la mano a… una mocosa perfumada y maquillada (no todas los niñas son ángeles): Elizabeth Schwarzkopf, elegante y sofisticada, analiza y colorea cada una de la palabras en la antítesis de las instrucciones del compositor (pero Klemperer rememoraba que Mahler le dijo una vez: “”Si algo no te parece bien, cámbialo. No sólo tienes el derecho, sino el deber de hacerlo”). La lateralidad y profundidad de la toma sonora (Warner, 1961) evidencia el refinamiento de una orquesta cálida y compensada, con las maderas de la Philharmonia observadas en una óptica resultona que ha caído en desuso posteriormente, aunque la adecuada división antifonal de las cuerdas enriquece el contrapunto. 





George Szell es un maestro del equilibrio (tan esencial en este tipo de Mahler) de las voces principales e interiores, pulido de perfección mecanicista e iluminador escrupuloso de la arquitectura. Sin embargo, el amor (y el humor) infantil no aparece por ninguna parte, la disciplina toscaniana lo impide, suavizando sus grotesquerías y rugosidades. Meticuloso en las dinámicas (aunque no todas), minucioso en la delineación de detalles (esos acordes creados por la serpentantes cuerdas en el scherzo). Con neutralidad inflexible, el pulso constante del bedächtig cincela la unidad en la diversidad, con cambios de tempi fuertemente subrayados y rubato unánime (tanto, que es casi sobrenatural). Ländler genuinamente mozartiano, con las secciones trío rústicas y joviales. El andante, íntimo y grave, rocía pasmosos glissandi en dolcissimo. El lied, a fuego lento, también participa de este enfoque narrativo: Judith Raskin llena de voz madura las tres primeras estrofas, pero los últimos versos, a una dinámica inferior, transmiten una gracia extraordinaria, cándida y divina. Glacial la belleza de las cuerdas de la Cleveland Orchestra, cuidadosamente preparada y empastada (Sony, 1965). 





Jascha Horenstein presenta un Mahler serio y didáctico, escasamente intervencionista, combinando orden, intensidad emocional y claridad instrumental. Lanza una sombra ominosa y obstinadamente presente sobre la superficie del movimiento inicial que pocos directores concitan. Crudo y evocativo el lentísimo scherzo, donde Horenstein inmiscuye chirriantes caricaturas que interrumpen al violín abrasivo, con los tríos nostálgicos de una inocencia perdida. El tejido de cuerdas divididas en el ruhevoll excluye la individualidad más acerba y carnavalesca de las maderas del movimiento anterior, y crea una textura expansiva de tipo coral vinculada a una religiosidad vocal (Mahler describió el pasaje como “el desvanecimiento del final es etéreo, como de iglesia, de ambiente católico“). El lied arropa con exiguo confort, siendo Margaret Price una discutible elección, casi de oratorio (de los de antes), con sólo un leve reflejo plateado. La cercanía de los micrófonos (EMI, 1970) repercute en el desequilibrio tímbrico orquestal de la London Philharmonic (la sobreexposición de los clarinetes y timbales).





La primera aproximación de Claudio Abbado a la obra (DG, 1977) es más urgente y abrupta que sus posteriores versiones: El bedächtig se inicia suave y confitado para después abandonar el típico aroma comodo mahleriano, con erráticas bogadas rítmicas y dinámicas. El violín del scherzo (vertical y deliberadamente desalineado con su acompañamiento) asoma y cede el paso caballeroso ante los vientos sedosos de la Wiener Philharmoniker. En el ruhevoll Abbado hace caso omiso de las indicaciones de la partitura y fuerza unos tempi mosoros, brucknerianos; atención al desgarrador portamento de las trompas (c. 75) que muda “de la divina alegria a la profunda tristeza” en palabras de Mahler. La solista, fuera de lo común, es la mezzo Frederica von Stade, sin problemas de tesitura pero de emisión entrecortada en los staccati. La grabación es fatigosa en su brillante metalicidad, algo que también lastra la fría y nítida traducción de James Levine (RCA, 1974).





En los ensayos y luego en los conciertos, la figura torpe e improbablemente alta de Klaus Tennstedt se balanceaba de lado a lado de forma desgarbada, con poca o ninguna técnica de dirección discernible. Lo que perdió en bienestar físico con los años lo compensó con drama y angustia en su rítmica poco marcada, contorsionando el flujo lineal de cada frase, como en los frecuentes luftpausen y prolongados ritardandi. Los tempi funcionan a pesar de ser atrevidamente extremos, pero los cambios bruscos de ritmo alteran el andamiaje. Una interpretación gloriosamente lírica y romántica, con las secciones de vientos con relevancia y singularidad propia -pero no en la línea liviana, sonriente, hasta traviesa de un Kubelik (DG, 1968)-. Tennstedt hace las fantasmagóricas flautas y campanas de trineo totalmente independientes del ritardando de clarinetes y primeros violines (algo requerido en el compás 3, pero que muy pocos directores conceden), lo que enfatiza la colisión rítmica hasta la entrada del tema. Tras el clímax del bedächtig (cc. 221-224), ahíto de júbilo y alegría, se va imponiendo un apremiante impulso sobre las marcaciones (ignoradas), presagiando la tumultuosidad de la Quinta. En el mordaz scherzo la estruendosa trompeta (c. 200 y ss.) da paso a un retorno del trío donde la suma flexibilidad se desliza hacia la desarticulación. Ruhevoll amedrentado por las trompas, con retenciones conmovedoras al final de las frases, y las secciones astringentes mitigadas. La meditación pastoral de Lucia Popp desestima el regocijo candoroso y canta straussianamente oscura (a pesar del significado d) el texto. La toma sonora de la London Philharmonic Orchestra (EMI, 1982) es sucia, plana, vacua.





Solo cabe calificar de milagrosa la lectura de Lorin Maazel. Con el embrujo de un encantador de serpientes hace sonar a la Wiener Philharmoniker melancólica y tranquila, los ataques suavizados, las texturas mórbidas, con dilaciones en el remate de las sentencias, la belleza por encima de todo (aunque en esta línea se puede ir más lejos, véase Karajan). Comienza con un ceñido cumplimiento de la petición bedächtig (prudente), para destacar después las fulgurantes cuerdas en el segundo tema, donde los cellos cantan sobre las violas de manera tan brahmsiana. En el scherzo las dinámicas son aplicadas de manera repentina pero con suntuosa bondad. La severidad de las cuerdas agudas, con portamenti sin reparos, se turba por la efusión de dolor en mitad del movimiento (muy) lento (cc. 189 y ss.), reconociendo la derrota. Maazel lleva al extremo la marcación sehr behaglich (muy acogedor) en el finale con sabor de repostería, dulce y cremosa: Cuando la música se desliza hacia mi mayor, arpas y bajos doblando discretamente (“muy tierno y misterioso hasta el final”), relaja aún más el ritmo y los excepcionalmente quedos violines y clarinetes introducen sus temas casi en un trance perpetuo sobre el que la línea angelical y vulnerable de Kathleen Battle deslumbra con su límpida pronunciación y timbre argénteo. Grabación abierta en su panorámica pero poco impactante (Sony, 1983). 





Cuenta Eliahu Inbal que se colaba por una ventana para poder ver los ensayos de Bernstein en Tel Aviv y tomarle así como modelo; ciertamente enfatiza los rasgos hebreos, la ligereza, la ironía, el humor; pero por otro lado minimiza los acentos dinámicos-dramáticos, “los misterios y horrores” de que hablaba Mahler en sus cartas, quedando en un templado clasicismo apolíneo. Bedächtig fragmentado en secciones poco coordinadas rítmicamente. Excelente el transparente scherzo, con la superficie distorsionada por las ondas de los portamenti. Emborronado adagio, jadeante y poco sereno. Helen Donath adolece de rudeza tímbrica y afinación inestable. La Frankfurt Radio Symphony Orchestra (a la que Inbal sacó de su provincialidad con este exitoso ciclo Mahler de grabaciones) está recogida de manera simple y franca en la toma sonora en concierto (Denon, 1985); de hecho la compañía nipona recurrió a Inbal porque su concepción de la música de Mahler como esencialmente frágil y delicada (incluso en medio de la tempestad y la lucha) ”apelaba a nuestros sentimientos sobre la música de cámara” y se adaptaba a sus técnicas de registro. Quizás no sea una escala más pequeña, sino una mirada menos angustiosa, con el hombre como parte de la naturaleza (en el sentido nietzscheano -y seguramente mahleriano-).





Quizás el mayor legado discográfico de Leonard Bernstein haya sido integrar su sentimentalidad profunda, excesiva y neurótica en un componente esencial del (un) syllabus interpretativo. En su Mahler la sincronicidad de temperamentos roza lo confesional. En el desarrollo del plácido movimiento inicial las abruptas interrupciones a mitad de tema, los cambios de clave y las trasposiciones son asumidos con la normalidad con que aceptamos una pesadilla incongruente. Por eso la fanfarria de trompeta (cc. 224 y ss.), que en este contexto infantil de triángulo, glockenspiel y campanas de trineo parece emanar de la guardería y no de la milicia, tiene una función hoffmanniana de llamada al despertar que va disipando los sueños. El inquietante y operático scherzo (con constantes cambios de marcha y dinámica para acentuar las posibilidades dramáticas de la ambigüedad) frena en meandros en los tríos, aunque la enfermiza determinación del violín solista logra encauzar el curso. Gran narrador de historias, Bernstein sorprende con un adagio vivaz, de fervor amoroso y meditativo (atención a la la repentina caída del tempo en el solo de oboe, cc. 175 y ss.). En el finale (según Bernstein un anhelo de recompensa cristiana) emplea un niño soprano para resaltar la delicada orfebrería orquestal que le rodea. Helmut Wittek desprecia saludablemente los matices de tono y ritmo, y se concentra en dar un relato extrovertido con la ayuda de una buena dicción. La cercanía de los micrófonos proporciona gran pegada (la felicidad de las maderas), pero yerra la veracidad de la Concertgebouw Orchestra (DG, 1987). Ah, finalmente (que diría Puccini) para aquellos que contemplen las dificultades juveniles con la extensa tesitura requerida hay otras alternativas: Emanuel Cemcic aporta no sólo una voz diáfana y confiada sino un fraseo excepcional y una lectura sensible del texto en el testimonio de Anton Nanut con la Ljubljana Symphony Orchestra (Stradivari, 1987); Daniel Hellman resuena menos matizado en el arreglo camerístico de la obra realizado por Howard Griffiths y la Northern Sinfonia (Novalis, 1999).





Michael Tilson Thomas disfruta de una bucólica alusión de la naturaleza, amenazada acá y allá por oscuros pozos de magia que deforman el fraseo, remarcan las pausas, contrastan los tempi, y arrugan la pátina pulida de la San Francisco Symphony Orchestra, aquí con las cuerdas divididas idóneamente. Bedächtig terso y aristocrático (escúchese el beethoveniano homenaje en los compases finales de la exposición), sosegado y tan schubertiano como en Boulez (DG, 1998), pero sin su aureola inalcanzable e inhumana. El violín del scherzo, siempre en pianissimo, es tan civilizado que se podría bailar en el Neujahrskonzert. Con el segundo tema del adagio el tempo cae a una celibidachiana etereidad, un paseo por las nubes reminiscente de Parsifal (cc. 51-61). Laura Claycomb imposta el lied con un timbre atractivo, pero demasiado carnoso y adulto. Sensacional grabación moldeada a partir de una serie de conciertos (SFS, 2003) con perspectiva realista y profunda que no escrutiniza los instrumentos.





Bernard Haitink siempre se ha decantado por la efectividad técnica por encima de la imaginación, haciendo de la sobriedad una patente propia, buscando la iluminación intelectual más que la catarsis emocional y llegando a quejarse públicamente de los oyentes que se acercan a Mahler “por razones equivocadas“(¿?). En ésta su octava grabación de la obra, Haitink persiste en un Mahler mesurado y metódico, newtoniano. La termalización del pulso dibuja un primer movimiento reservado, casi temeroso de que la expresividad desborde los atriles, la estructura olímpica, las dinámicas atenuadas. En el scherzo el violín solista procede clemente, relegando la pesadilla, corta de maldad. Adagio exquisito e imperturbable salvo en las variaciones previas al (magnífico) clímax. Por momentos la inteligibilidad de Christine Schäfer queda un tanto comprometida al estar su metal oscuro integrado en la orquesta. El registro (RCO Live, 2006), derivado de un único concierto, riega con generosidad (y algo de confusión) la glamurosa tímbrica de la Concertgebouw Orchestra.





Para Iván Fischer el drama (que no deja de ser eso, la terrible niñez de Mahler) se desarrolla con lozanía y simplicidad, con inflexiones agógicas cuidadosas, peculiares e inestables en una búsqueda obsesiva del más allá de las notas. Es curioso que, a pesar de la crudeza en la exposición de las tensiones, el final del desarrollo no se rasge por la fanfarria de trompeta sino por las campanas de trineo, hasta entonces escondidas entre los vientos (cc. 230 y ss.). Quejumbroso el violín solista, casi sin vibrato, y sin enfatizar su presencia en el scherzo. Ruhevoll tectónico en lo tímbrico y estoico en lo anímico con un arranque soleado del tema tchaikovskyano (cc. 107 y ss.). El Stravinsky más atávico irrumpe en los interludios instrumentales la concienzuda pronunciación de Miah Persson: Su halo liviano pero no tímido adopta idealmente la petición del autor: “Para ser cantado con expresión infantil y alegre; ¡Totalmente sin parodia!“. Las cuerdas de la Budapest Festival Orchestra pierden empaste y presencia al posar divididas pero ganan en transparencia en la muy dinámica toma sonora (Channel, 2008).





Les Siècles es una reducida formación de instrumentos contemporáneos a la obra, con disposición antifonal de sus violines, mínimo vibrato, asombrosa claridad textural, tímbrica fresca y heterogénea, individualizada en el viento y menos agresiva en metales y percusión, articulación y fraseo retóricos y declamatorios, y donde resalta más la expresividad del portamento. François-Xavier Roth parte de un concepto objetivo y preciso, pero el elemento fantástico está presente desde el principio (nunca han sonado tan próximos a Peer Gynt los cc. 302 y ss.), con gran ligereza en el paso (pero Mahler requiere “sin prisa”), caprichosas dinámicas y potencia sonora (escúchese la implacable urdimbre de cuerdas alrededor de los solos de trompa hacia el final del movimiento). La scordatura del violín solista en el risueño scherzo recalca su colorido discordante, metálico entre las cuerdas de tripa, pero es reticente en su intimidación; los tríos desgranan los intercambios melódicos entre instrumentos (los vientos deliberadamente poco caústicos) en un fascinante juego de luces y sombras. Las digresiones variacionales dentro del adagio tienen un aire auténtico de improvisación. La intervención del violín solo (cc. 98 y ss.) es muy especial, cada uno de sus portamenti un lamento doliente. La angelical conclusión muestra delicadeza y fragilidad, no la habitual luz cegadora desde el umbral al mundo ultraterreno. La seráfica Sabine Devieilhe, ágil en las dinámicas y maravillosamente cristalina, roza lo sacro, tildando perturbadoras las transiciones instrumentales. La opulencia de la toma sonora ilumina el tramado, un festival tornasolado y una mezcla fuera del alcance de la sala de concierto, destinada a una (atenta y gozosa) escucha doméstica (HM, 2021).



To conclude, I would like to rescue Deryck Cooke’s priceless dissertation for the BBC in 1961, in which he surveys the recordings of the Fourth Symphony that existed at that time. Linking his presentation with the then fashionable movement of historically informed performance, he gives greater attention to the recordings of those conductors who had a relationship with the composer: Mengelberg, Walter and Klemperer, trying to extract from them some light on what would become the historicist Mahler.

But the mahlerian tradition does not exist! He rehearsed and conducted his works with continual changes in orchestral arrangement, even at the textual level (what matters is the transient feeling, the spirit of the moment) without the need to crystallise it interpretatively. He could easily have done it differently, on another day (as long as there were no noises):


– “What is that? What is that?” 

– “That’s a car, Mr. Mahler” 

– “Well, whatever it is, we have to stop it!”

– “It can’t be stopped. This is New York”

– “Rehearsal’s over!”

Rimsky Korsakov: Scheherazade

Fue el propio Rimsky-Korsakov quién intituló los cuatro movimientos de Scheherezade (1888): Si bien había esperado que transmitieran simplemente un sentido vago y general de la atmósfera del mundo oriental, en cambio y de manera bastante comprensible, fueron tomados como un programa narrativo. Basados de manera episódica en Las mil y una noches, sin componente formal ni trama o relato, progresan cual suite variacional, basada no en la técnica tradicional de desarrollo temático sino en la repetición dispar de motivos breves, instrumentados compleja y estratégicamente, y con un trasfondo armónico iridiscente.

I El mar y el barco de Simbad: El movimiento alterna pasajes culminantes con episodios crepusculares tranquilos. Dos temas memorables se derraman e imbrican por doquier: uno, majestuoso y temible en cuerdas bajas y metales pesados, y otro, sinuosamente seductor al violín sobre arpegios de arpa, asociado por el autor a la propia Scheherezade.

II La historia del príncipe Kalendar: En forma ternaria en cuanto al despliegue de argumentos, pero por lo demás un caleidoscopio de variaciones en virtud del acompañamiento, cada vez más coloridas, con un uso atmosférico de efectos y texturas.

III El joven príncipe y la joven princesa: Articulado también en ABA, las variaciones surgen por los cambios en la tímbrica. Un sonoro rubato dirigido por trompetas restablece el tempo para un cierre rapsódico donde predominan los instrumentos solistas.

IV Festival en Bagdad. El mar. El barco se estrella contra un acantilado coronado por un guerrero de bronce: El retorno idéntico de las melodías dan coherencia a la suite en una suerte de rondó-variaciones, con danzas crepitantes y tutti maníacos, solo para que la escena corte cinematográficamente al barco sacudido por la tormenta, que se estremece y quiebra en la percusión centelleante.

 

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Contemplemos que Rimsky-Korsakov fue un contemporáneo para Leopold Stokowski (tenía 26 años cuando áquel murió). De este supremo fetichista y manipulador se conservan cinco registros de estudio: Tras la muscularidad agresiva de 1927 (Pristine), la grabación de 1934 (con la misma Philadelphia Orchestra, Andante) cimbrea con erotismo, las cuerdas acentuadas con lujo curvilíneo, los bajos sólidos y lascivos, el fraseo asimétrico, con entradas rápidas que se ralentizan durante las respuestas. En 1951 una refinada Philharmonia Orchestra (Testament) amerita unanimidad en las corpóreas cuerdas, pero los extremas variaciones dinámicas entre frases alternas distorsionan en los pasajes más intensos. Todavía asombra la inmensa panorámica del registro de 1964 (Cala), administrando la London Symphony Orchestra irreal, antinatural y microscópicamente para extraer el máximo efecto. Típicos del concepto romántico-teatral, Stokowski desliza como resortes narrativos sensuales portamenti, suntuosas licencias rítmicas y algunos de sus propios adornos en arpa, xilófono y címbalos que amplían la sensación de exotismo en la partitura. Desvergonzada, alucinógena, indispensable. En 1975 el sonido de la Royal Philharmonic Orchestra (RCA) se ha redondeado y los ataques son menos cortantes.

 


 



Es cuanto menos chocante que haya tan pocas orquestas rusas en la avalancha discográfica schererezadiana. El sonido de la USSR State Academic Bolshoi Theatre Orchestra en 1950 ciertamente difiere del de las orquestas occidentales: cuerdas y maderas delgadas, metales más ásperos. Todo esto le da a la obra un sabor extra y una nitidez que a menudo falta en las interpretaciones habituales. La dilatada experiencia operística puede explicar el criterio característico de Nikolay Golovanov: Vigoroso y de tono vehemente, con un sentido de la sonoridad poderoso, casi sobrecargado, y una flexibilidad extrema en cuestiones de tempo, fraseo y dinámica que logra momentos memorables a pesar del trazo grueso. Golovanov varía constantemente las texturas, los acentos apremiantes, las oleadas dramáticas, atruena en las amplitudes y deslumbra en el tratamiento de las exuberantes melodías. La toma, muy cercana y publicada por Boheme, se ve comprometida por la saturación.

 





Si la versión anterior era imprescindible salvo para los monofóbicos, se puede encontrar un detallismo semejante y con mucho mejor sonido en la lectura de Zdenek Chalabala (Supraphon, 1953). La belleza tímbrica de la Czech Philharmonic Orchestra reclama su escucha atenta. Elocuente y coherente, con ocasionales portamenti en el violín solista, y una percusión inusualmente rústica.

  





Thomas Beecham capta la esencia balletística de la música, su fuerte sentido rítmico, y otorga precisión en el acento y flexibilidad en los espacios entre frases, nunca estáticos. Desde los implacables y amenazantes acordes iniciales (mediante el simple recurso de hacer que los metales se contrapongan a las cuerdas) hace continuamente pequeños ajustes of tempo y de duraciones de notas. La Royal Philharmonic Orchestra se emplea con suavidad carismática, el fraseo comparte efervescencia y elegancia, orondo de color y poesía (los fraseos marinos que rielan en su languidez), permitiendo a los solistas una completa libertad métrica, por ejemplo el idiosincrático fagot (la crítica de la época afirmaba que “you can smell the camel dung”). Toma sonora amorosa y poco abierta, con los solistas enteramente audibles pero no focalizados, que muestra algunas rugosidades y restricciones tímbricas (EMI, 1957).

 


 



Incluso en la época de los directores tiranos, no cabe duda de que Fritz Reiner estuvo considerado como el más sádico y siniestro del negocio. En continuo desfile y siempre al borde del despido, los músicos de la Chicago Symphony Orchestra fueron capaces de cementar una serie de enormes grabaciones. Aunque la legendaria disciplina de Reiner (heredada de Strauss y Nikisch) inevitablemente impone un enfoque geométrico, no significa metronómicamente rígido, si lúcido y preciso, dramáticamente efectivo: El lento tercer movimiento bordea lo fúnebre y el final (meritoriamente grabado en una sola toma) estalla tumultuoso en acrobacias metálicas. La legendaria grabación ofrece una dimensionalidad honesta que captura el balance adecuado entre sonido directo y reflejado (RCA, 1960).

 





Otro emigrante que surgió del frío fue Kiril Kondrashin, que dirigió a la Royal Concertgebouw Orchestra brevemente pero en su mejor época. Su concepto refinado genera alternativamente tensión y relajación propinando una inercia singular al oleaje; todo el pasaje andantinodel vivaz tercer movimiento donde las intervenciones de los vientos desprenden imaginación es único. La grabación plena y cálida, proporcionada entre secciones, con extensas dinámicas (Philips, 1979), está ponderada entre movimientos para unificar la suite como un todo.

 


 



Sergiu Celibidache cristaliza piadoso la marejada y detiene el flujo de la música, solidificando una paleta tímbrica inigualable. Aunque Rimsky-Korsakov criticaba a Debussy por su modernismo las líneas marinas en las cuerdas graves son paladeadas por Celibidache como retazos impresionistas. Los ritmos que danzan por toda la obra son comprendidos y explicados a los simples mortales. La Münchner Philharmoniker disuelve los sonidos orientales, ravelizando las armonías. Convincente e irresistible, ninguna otra visión goza de tal perversa transparencia, especialmente la demoledora percusión (EMI, 1984).

  





El siguiente disco ha provocado una oleada de opiniones opuestas debido a que en determinados equipos de reproducción causa distorsión. Quizá las primeras unidades estuvieran intactas, pero las copias que he valorado muestran una onda sonora en la que el rango dinámico se ha recortado en su amplitud alta, una restricción habitual en la producción pop pero evitada por motivos obvios en el de la música clásica (salvo casos ilustres como el de Levine y sus Planetas). Valery Gergiev desdeña el énfasis casi místico del patrimonio ruso (Svetlanov) y comanda una interpretación enfática a base de impulsos en los episodios individuales que conducen inevitablemente a una impresión errática. La panorámica de la Kirov Orchestra está deslucida por una reverberación extrema de la que surgen los detalles instrumentales a voluntad del ingeniero de sonido (Philips, 2001).

 





Y para cerrar el círculo Sascha Goetzel (como Stokowski) realiza discretos cambios en la orquestación para introducir auténticos instrumentos orientales (darbuka, def, bendir y kudüm con entonación temperada) en los movimientos y en los breves interludios. Incluso el arpa que sostiene al violín solista que va enmarcando los cuadros se desecha en favor de un qanun. Goetzel defendió en una entrevista para la BBC realizada durante la grabación que este registro recupera un lenguaje musical más cercano al sonido original que el compositor tenía en mente (atención al embriagador Bonus Track). Todo ello no se admite más que con un salto de fe, pero el experimento sonoro es encomiable: extremo en su subjetividad, intenso en su flexibilidad. Los elementos rítmicos y melismáticos de la música turca siguen impregnando el sonido de la Borusan Istanbul Philharmonic Orchestra (con un 95 por ciento de músicos nativos), recogida en perspectiva por Onyx en 2014.




Bartók: Concerto for Orchestra

1943: Después de un año de salud declinante, Béla Bartók es diagnosticado con leucemia. Era el remate al suplicio de dificultades económicas, aislamiento artístico y exilio en New York desde 1940, tras la capitulación de su nativa Hungría al Reich. En esta situación límite nace el Concierto para orquesta. Bartók se aparta de la armonía tradicional derivando desde la polifonía bachiana a la atonalidad de Schoenberg, a menudo mediante el uso de modos antiguos y escalas no convencionales, coloreados por elementos etnomusicológicos, producto de ocho años transcribiendo y grabando miles de canciones en un primitivo fonógrafo Edison. En un equilibrio precario entre caos y orden, entre música popular (que él entendía como un fenómeno natural, como la diversidad de la flora) y música culta, Bartók fluidifica el discurso a través de métricas atípicas, cambiantes y con acentuaciones irregulares, reiteraciones obstinadas, sabias amalgamas de caudales cromáticos y diatónicos, en una integración y coexistencia de materiales dispersos, que comparten el mismo espacio pero no resuelven las tensiones que los separan, reflejo y metáfora de la vida contemporánea.

Suite biográfica, típica de la severidad y austeridad bartókiana (si bien suavizando para el público americano su lealtad jacobina e inconformista a la disonancia), dispuesta en un riguroso y simétrico sistema arquitectónico, cuya velocidad decrece en el centro para recuperar inercia hacia el final, mientras su contenido expresivo avanza lineal en la tradición beethoveniana de victoria a través de la lucha heroica:

I Introduzione: Tras una apertura siniestra (compases 1-75) cuya sombra se proyecta por toda la obra llega un allegro atlético y anguloso en forma sonata. La exposición consta de un primer tema desgarrado y rabioso (cc. 76-148) y un segundo tema melancólico y rústico (cc. 149-230). Un desprendimiento dinámico repentino da paso al desarrollo (cc. 231-395), con una doble fuga en la que la erupción de los metales atisba una sugestión de luz, y a la reexposición (cc. 396-521), en la que los temas invierten su posición y que funciona como una masiva cadenza.

II Presentando le copie: A modo de scherzo en cinco breves secciones donde un burlesco juego de parejas de vientos evoluciona alrededor de un intervalo específico. Tras un suave coral brahmsiano que actúa como trío distorsionado (cc. 123-164), las parejas retornan, lúdicamente cortejadas por otros instrumentos. Un ritmo sincopado de percusión en sinapsis y extremos ejerce como maestro de ceremonias.

III Elegia: Poema triste del mundo interior bartókiano, que alterna música nocturna con oraciones suplicantes, veteado de cantos orquestales fosforescentes. Clave de la arquitectura de la obra, también consta de una articulación especular, con preludio y postludio.

IV Intermezzo interrotto: Otro scherzo con trío que danza con cambios de métrica y se funde con un tema militarístico de la Sinfonía nº 7 Leningrado (parodiado por Shostakovich mismo de una opereta austriaca), por entonces muy popular, que Bartók escuchó por la radio mientras componía el Concierto. El movimiento se completa como si la farsa mordaz en estilo de banda (cc. 77-119) nunca hubiera existido.

V Finale: Comienza con la exposición del tema a (cc. 1-147), una danza en movimiento perpetuo en los violines. Tras unas medidas de transición (cc. 148-187) llega el tema b (cc. 188-255): inquietante en su jolgorio tropical, liberado en su regreso al hogar transilvano. Introducido por un susurro de cuerdas y arpas, el desarrollo (cc. 256-317) presenta una fuga vibrante donde los motivos son tratados como danzas populares. Después de un recuerdo (cc. 317-383), Bartók recapitula (cc. 384-625) todos los episodios, emplazados y reunidos en una triunfante fanfarria gershwiniana.



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Cuando Serge Koussevitzky visitó a Bartók en el hospital donde estaba ingresado para ofrecerle mil dólares (de la época), éste se había autoretirado de la composición (no había vuelto a escribir desde su sexto cuarteto de 1939, aún en Europa), y afrontaba pocos meses de vida por delante. La jugosa comisión de la Boston Symphony Orchestra fue el detonante para una explosión de creatividad en tan solo siete semanas. Aunque la exitosa premiére del 1 de diciembre de 1944 no fue grabada, del cuarto concierto a final de mes procede este documento histórico, incluso para Bartók, que escuchó encantado la retransmisión radiofónica y aprovechó para hacer correcciones en dinámicas y orquestación. La agrupación bostoniana, que Koussevitzky había ido erigiendo desde 1924, muestra un cálido barniz propiciado por el empleo completo del arco y un intenso vibrato: Tras una introducción lenta y poderosa, la emoción contempla el crecimiento evolutivo de las secciones; la Elegia adecuadamente gótica, la interrupción del Intermezzodemasiado discreta. El finale, que, como el resto de la interpretación, muestra alguna descoordinación (¡faltaría más!), resulta abrupto dado que responde a la resolución original, una suspensión sin desenlace contundente, que Bartók dinamizó con diecinueve compases adicionales poco antes de su muerte. De entre las ediciones consultadas (Naxos, BSO, Guild) esta última destaca por sus menores desequilibrios e inconstancias de volumen.



 

Fritz Reiner había sido alumno de Bartók en la Academia de Budapest, y ya en el Nuevo Mundo era su más ferviente defensor, estrenando y programando sus composiciones con frecuencia: De hecho, fue él quien propuso a Koussevitzky la comisión del Concerto. Catorce meses después del estreno Reiner realizó al frente de la Pittsburgh Symphony Orchestra la primera grabación en estudio de la obra (Pearl, 1946), pero para conocer su potencial expresivo hay que esperar hasta 1955. La autoridad infalible con la que comanda la precisión de los ritmos carece de flexibilidad pero posee tensión eléctrica, objetividad analítica, dominio de la arquitectura tonal de la obra, equilibrio entre secciones orquestales, sutiles cambios de ritmos (el temprano accelerando en el allegro), una angustiosa Elegia compartiendo el dolor ante el exilio, y un torbellino final casi insoportable. Toma sonora (RCA) espectacular, distante y profunda, y que solo acusa la edad en cierto monolitismo.



 

Ferenc Fricsay relata en su concepto operático un romanticismo ligero (excepto en la tormentosa Elegia, donde los metales desatan los infiernos), que ralentiza el galante Intermezzo y desinhibe su contoneo en la celebración vital del extrovertido finale. La RIAS-Symphonie-Orchester Berlin, sin tener los mejores instrumentos de viento, hace maravillas con esta difícil y extraña música, donde Este y Oeste coexisten simbióticamente, contrastando ambientes y dinámicas. Claridad de las texturas en grisalla, que un micrófono esférico bastó para conservar en sonido magisterial (DG, 1957).



 

La narración bucólica y sin dramatismos (no los tempi inaceptablemente lentos de Sergiu Celibidache, Münchner Philharmoniker, EMI, 1995) de Karel Ancerl muestra como rasgo reconocible la permanente diferenciación de las familias instrumentales de la Czech Philharmonic Orchestra, en general rudas, demacradas y a veces superadas por los tempi. Insinuación dvorakiana en el tratamiento polifónico, con un énfasis rural en los ritmos, y una tensión que proviene de desmenuzar y contrastar las secuencias. La línea de las violas sugiere un lúgubre canto fúnebre en la Elegia. Ancerl interpreta maravillosamente el sarcasmo sobrio pero musculoso del Intermezzo, haciendo protagonista al amplio vibrato de los vientos. La edición japonesa propone una leve mejora al consabido paisaje apelmazado y de agudos brillantes por el que deambulan Janáček y Smetana (Supraphon, 1963).



 

La distinguida lectura de George Szell (Cleveland Orchestra, Sony, 1965) se autodescarta por su notorio corte (cc. 462-555) y otras mejoras en el finale. Del mismo año es la grabación de Georg Solti con la London Symphony Orchestra, por aquel entonces en plena forma. Agudo, vehemente, visceral, Solti disipa toda ambivalencia del Concierto, acentuando la brutal modernidad de la escritura, singularmente urgente, espontánea y agresiva. En la Elegia la propuesta se radicaliza, y Sibelius sobrevuela el inhumano dinamismo y el gélido esplendor orquestal recogido de manera extraordinaria por Decca: Fíjense en la panorámica dispersión escénica de los metales. La pareja y posterior versión con la Chicago Symphony Orchestra (Decca, 1980) ya recoge el tempocorrecto en Presentando le copie (♪=94, algo que ya intuyó Reiner en sus registros).



 

El Concierto para Orquesta fue objeto de especial interés para Rafael Kubelik y registrado al menos en siete ocasiones con cuatro diferentes orquestas. La grabación recogida en vivo por Orfeo en 1978 con la Symphonieorchester des Bayerischen Rundfunks es más intensa que sus tomas de estudio, aunque la fuerte reverberación hace difícil de apreciar algunos detalles orquestales. Lírico y sensible como Ancerl, pero evitando toda exageración o exceso bernsteiniano (New York Philharmonic Orchestra, Sony, 1959), Kubelik revela los cruces de ritmos como ningún otro, exponiendo la continuidad, el flujo musical siempre elegante y sostenido. Contrastes de color y textura, enfrentado atriles incluso de la misma familia (juguetón el retorno de las parejas), ponen de relieve toda la complejidad de la partitura. El cáustico glissandi de los metales marca la óptica de un Intermezzojazzístico.

 




Decía Pierre Boulez que Bartók fue una figura potencialmente radical que capituló a lo convencional, incapaz de abandonar (y asustar) a la audiencia burguesa. Ya en su primera grabación con la New York Philharmonic (Sony, 1971) habíase acercado de una manera fresca en su violencia inquisitiva. Con la Chicago Symphony Orchestra (DG, 1992) opta por un Bartók menos áspero, con un virtuosismo incendiario por encima del idioma, leído cristalinamente como un tratado de composición para estudiantes. Esta literalidad de la partitura, plena de un detallismo meticuloso equiparable al de Bartók, puede resultar falta de misterio y evocación.



 

Iván Fischer construye un caleidoscopio de lo modal y lo tonal, de estilización melódica e investigación armónica. La Budapest Festival Orchestra navega entre secciones sin atisbo de pausa, con abruptos cambios de ritmo, persuadida de un idioma folcklórico coherente. Fischer acentúa la seriedad del primer movimiento, por ejemplo en el sombrío colorido de de los cc. 467 y ss., y acuarela la pasión de la Elegia (las súplicas abrasadoras en cc. 34 y ss., con su molto rubato sobre los cromatismos). También articula con delicadeza y poesía el oloroso y elegante Calmo (cc. 119 y ss.), confrontado con la severidad de la cita sarcástica en un gesto casi mahleriano de forzada vulgaridad. La grabación (Philips, 1997) disfruta de un despliegue dinámico exuberante (los diferentes niveles de pizzicatison distinguibles), sin que la alegría degenere en ofensa.



 


Zoltán Kocsis nos embarca en un viaje pancultural y supranacional (¿un folcklore imaginario? ¿olvidado?): Su versión es la de mayor embriago magiar, saturada de color, caracterizada en los ritmos, pero poco dada a estallidos dinámicos. Ya las notas de apertura prometen una teatralidad que no defrauda la intriga atmosférica de la introducción; el allegro es austero, contrastado y finalmente triunfante. Sin dejar de sonreír en el contrapunto, las parejas se vigilan amenazantes en su scherzo; el adagio exhala convicción emocional y el Intermezzoerupciona brutal en la interrupción, con los metales luchando desde los atriles; las trompetas asilvestradas coronan la afirmación vital del finale, con su fraseo abandonado. La Hungarian National Philharmonic Orchestra goza de una toma sonora espacial, modélica en definición e impacto: En el Intermezzose requieren diez diferentes entonaciones en los timbales en el curso de unos pocos segundos (cc. 42-50). La grabación destila dicha sutilidad sin esfuerzo (Hungaroton, 2002).



Rachmaninov: La isla de los muertos

Sergei Rachmaninov confesó de modo revelador que “la música de un compositor debería expresar el país de su nacimiento, sus aventuras amorosas, su religión, los libros que le han influido, los cuadros que ama”. La isla de los muertos es un poema sinfónico de 1909 basado en el cuadro epónimo de Arnold Böcklin, donde la figura cadavérica de Caronte transporta en su barca un cuerpo a través del río Aqueronte hacia un islote con ominosos cipreses y sombríos tallados en roca. Culmen del postromanticismo ruso, está estructurado en forma de simple arco, con una orquestación virtuosa con triples vientos, extensión lógica de su exploración de matices tonales y variedad textural al piano. 

El inusual compás de 5/8 (o más bien por su pulso, un oleaje irregular 2+3 y 3+2) riela hipnóticamente el suave chapoteo del agua mientras el remero avanza hacia la isla desolada. Un lóbrego segundo tema presentado por la solitaria trompa se entreteje y refuerza el carácter abatido; embebida está la silueta del cantollano medieval Dies irae, emblema de mortalidad que obsesionó a Rachmaninov y que asoma por toda la obra como material mutacional. Diversos motivos y cambios orquestales en múltiples voces van fluyendo en una marcha fúnebre que avanza imparable en un prolongado crescendo de paulatina urgencia, sugiriendo de modo admirable el progreso determinado e inexorable del remero. El perfil imponente de la isla es revelado en la figura 11 y 5 compases, justo antes del esfuerzo final de Caronte que conduce a un devastador clímax.
La llegada a la orilla está marcada por el cambio a ¾ en el ritmo (tranquillo, f.13 y 4 cc.) y por las texturas neblinosas que separan la vida terrenal del reino de los muertos. Entonces aparece la anhelante memoria de la vida: dicha, temor, pasión, duda, lamento, catarsis, y en última instancia, resignación y aceptación de la muerte. La orquesta explora distintas variaciones del tema que alcanza su límite con una serie de furiosos acordes aumentados con violentos platillos tchaikovskivianos, hasta llegar a un momento de paz (largo, f. 22 y 11 cc.) tras el cual el Dies iraeregresa en un canon de prolación como un trance exhausto, temblando misteriosamente el trémolo de cuerdas. A partir de la f. 23 el leitmotiv del remero va y viene como transición, entrando casi imperceptiblemente en las cuerdas.
El ritmo 5/8 retorna definitivamente (f. 23 y 15 cc.) cuando Caronte abandona el alma en la isla y retoma su funesto empuje, regresando por retazos ya escuchados mientras el motivo inicial se sume en el silencio.  






Rachmaninov inició su carrera como director en 1897, sin aprendizaje formal, reflejo de su austera y meticulosa formación pianística, pero no fue hasta 1929, ya en su exilio americano, cuando documentó su lectura de La isla de los muertos: Recently, we were recorded in a concert hall, where we played exactly as though we were giving a public performance. The Philadelphia Orchestra, their efficiency is almost incredible, produce the finest results with the minimum of preliminary work. After no more than two rehearsals the orchestra were ready for the microphone, and the entire work was completed in less than four hours”. Preciso y demandante, exteriormente plácido, se comunicaba con parcos gestos con la orquesta, previamente preparada por Eugene Ormandy (al que Rachmaninov no apreciaba como músico). Admirador del Mahler director por su extrema atención al detalle, su agudo oído podía detectar la menor imperfección en la armonía, la entonación o el equilibrio instrumental. Rachmaninov prioriza la arquitectura a gran escala sobre los detalles de fraseo, tempo y dinámica no marcados en la partitura (como el diminuendo en la f. 22) pero que son claramente fundamentales en su diseño conceptual, como la sección central muy diferenciada según su propio deseo “ha de ser más rápida, más inquieta y más emotiva”, de un gran contraste dramático. Los temas líricos son interpretados con gran libertad métrica (perfectamente controlada, sin perder la línea narrativa) dentro de un fundamento de reserva. De acuerdo a la revisión contemporánea que hizo Rachmaninov a la partitura, la grabación conlleva notables cortes (62 compases de los 478 totales), que fueron institucionalizados por la Philadelphia Orchestra en las décadas siguientes pero ignorados por las editoriales musicales. Preferible la ruidosa edición RCA (Vista Vera yDutton filtran demasiado el sonido), aunque las dinámicas aporten ocasionales saturaciones.





La cavernosa grabación debida a Dimitri Mitropoulos con la Minneapolis Symphony Orchestra (Sony, 1945) potencia el carácter ineluctable, oscuro y terrorífico de la obra. Los poderes galvánicos del griego presentan el elemento mágico y fantasmal desde el agorero comienzo, entre naturaleza muerta y pintura viva, que exprime la inercia rítmica del metro quíntuple, dibujando una línea acuosa sobre la que flotan las sucesivas apariciones del Dies iraeen los vientos con un efecto acumulativo amenazador. Obsérvese cómo en la f. 5 y cc. 10 Mitropoulos remarca las oscilantes figuras en los violines verbalizando el desequilibrio del bote. Vibrato pujante y muscular en las maderas y sutiles gradaciones agógicas, a impulsos, aromatizadas con peligro, de  exaltación turbulenta y mesmerizante.






Serge Koussevitzky fue amigo del compositor desde su adolescencia, tocó el contrabajo bajo su batuta en Rusia, le dirigió como concertista de piano, y posteriormente fue compañero de exilio en el continente americano. Director durante un cuarto de siglo de la Boston Symphony Orchestra, donde en su relación tiránica y magnética se dirigía a los músicos llamándoles “hijos míos”, Koussevitzky era capaz de iluminar las texturas por medio de resaltar detalles que otro podría considerar nimios, quizás alejándose de la partitura (tempia tirones, expresivos portamenti en las cuerdas, libertades agógicas, rallentandi antes de los clímax) en busca de una desaforada intensidad emocional. El empuje dinámico dentro de cada compás dicta la obsesiva respiración de las cuerdas. La febril retransmisión radiofónica, a pesar de la depravada grabación y la estridencia de timbres, soslaya la grandilocuencia y da cuenta de la unanimidad instrumental (History, 1945).





La gente dice que odio a los músicos“, comentó Fritz Reiner una vez. “Eso no es cierto. Solo odio a los malos músicos“. Durante su década en Chicago el infame tratamiento de Reiner a sus profesores solo compitió con su fanática dedicación, una técnica insuperable y una personalidad intimidante que transformó una orquesta cuyas habilidades apenas se conocían fuera del Medio Oeste en un conjunto perfeccionista de clase mundial, gracias en gran medida a las muchas grabaciones de referencia que hicieron juntos. La Chicago Symphony Orchestra equilibra en isostasia sus secciones y exhibe la armonía opresiva y umbría, como en la tripleta de acordes sforzato que rematan con brutalidad inigualable en la f. 22, de siniestro impacto. La atención a los detalles es toscaniniana (el sostenimiento de los crescendi, la retención de los climax), pero nunca en detrimento de la integridad arquitectónica: Escúchese cómo la precisión rítmica se enfatiza en el momento más callado de la sección central. La cinta magnética de 35 mm (RCA, 1957) recoge las volcánicas tímbricas de los vientos a costa de una menor presencia de cuerdas y percusión.





Entre tanto director exiliado refulge la interpretación de Vladimir Ashkenazy en 1983. La Royal Concertgebouw, en plenitud por aquel entonces, aúna una tímbrica pulimentada a una inercia rítmica rara vez expuesta por un conjunto no ruso. Fantasía suntuosa y colorista, de texturas pulposas y opulentas, evoca la muerte como liberación de acuerdo a la filosofía simbolista que fundamenta la pintura de Böcklin. Parte del secreto es la manera en que Ashkenazy subraya los frecuentes cambios cromáticos en la segunda parte, contrastando de manera acusada los parajes conminatorios con aquellos de serena tranquilidad. Grabación radiante en el fulgor de los metales, cálida en la estentórea percusión, y espaciosa en el siempre problemático por reverberante Concertgebouw de Amsterdam (Decca).





La Philadelphia Orchestra (¿fue Rachmaninov quién creo el sonido Philadelphia, o fue Philadelphia quién creo el sonido Rachmaninov?) da una ejecución excelsa, de timbres lujuriosos y texturas aéreas que resuenan con las voces internas, pero la temperatura emocional es baja y la belleza refulge pálida y estéril como la superficie lunar (ese arpa argéntea). Sin tomar riesgos, el estático y pusilánime Charles Dutoit elude la articulación rachmaninoviana, no se inclina ante el rubato, y la escasa dinámica evita el drama y espejea sensualidad. Toma sonora distante y lánguida (Decca, 1991).





Evgeni Svetlanov nos ha legado una grabación de concierto (BBC Legends, 1999) en el Royal Festival Hall de Londres donde impuso a la BBC Symphony Orchestra (y a la perpleja audiencia) la convicción de su arriesgado concepto personal, que puede resultar controvertido en su duración, casi 25 minutos, pero no falto de cohesión arquitectónica (gótica-romántica a la Friedrich). En un ambiente de pesadilla desde el primer y hostil impulso de remos, nos unimos al descenso condenatorio al Hades, donde la tensión épica bordea el terror al levantarse la niebla y contemplar la isla, lúgubre de texturas, quizás no sutiles, sí muy efectivas. El clímax es inusualmente sostenido, con metales restallantes y cuerdas abrasadoras. La sección central, de mahleriana e implorante inocencia, retiene el ritmo justo al contrario de lo exigido por Rachmaninov: el efecto es inenarrablemente trágico. El pilar conclusivo acerroja el sentido de continuidad progresiva y fatalista del tempo.






Vasily Petrenko ha rejuvenecido y potenciado brillantemente la Royal LiverpoolPhilharmonic dentro de esta oleada rusófila (rublófila) que ha invadido el territorio británico en todos los ámbitos. A petición de Petrenko, todos los atriles aplican un menor vibrato de lo habitual, en beneficio de un estudio tímbrico que acentúa los graves para exaltar lo despiadado y macabro en los soportes monumentales de la obra (como la percusión que remacha el ritmo remero en su último esfuerzo). Las secciones son diferenciadas rapsódicamente, recalcando el drama transitorio a expensas de la unidad estructural, y el rubato se aplica compás a compás, caracterizando cada uno de los impulsos 5/8 de la barca. Abominables los motivos cromáticos descendentes a cargo de los vientos que salpican la edificación de los clímax. La zona central es agónica, plena de anhelante nostalgia, pánico y desesperación. Descomunal toma sonora, con perspectiva y profundidad, que añade una capa de misterio a la cinemática orquestación (Avie, 2008).


Rachmaninov: Concierto para piano nº 2

El Concierto Nº 2 para piano y orquesta op. 18 de Sergei Rachmaninov nació orgullosamente tardío (1901), posromántico y decadente, monumento sin par a la suntuosidad de la nostalgia, basado en el fatalismo y el pesimismo inherentes al autor, e impregando de apasionado color ruso. Perfectamente equilibrado en forma y fondo, aúna solidez arquitectónica y riqueza melódica ligada a su flexibilidad: todas las modulaciones son suaves y graduales, sin repentinos cambios a distantes tonalidades. Rachmaninov pensaba que la misión de la música era dar expresión tonal a los sentimientos, y así, languidez, olvido y belleza solemne se dan cita en la rica y cálida orquestación, predominando cuerdas y maderas, y permitiendo a los metales brillar sólo en los clímax.
Su estructura es una personalísima mezcla de la clásica concepción en tres movimientos y el poema sinfónico romántico de desarrollo continuo:

I Moderato: Aunque la obra proviene de un periodo de dudas personales, los acordes de apertura anclados al fa grave, que se expanden cromática y dinámicamente desde un pp a un poderoso ff, nos lanzan a un trágico paisaje de lacrimosos arpegios que acompañan al magullado tema en las cuerdas y clarinetes. Una anhelante sección de transición nos transporta al modo mayor con una llamarada de las trompas. Habiendo sido sumergido en las densas texturas orquestales, el piano regresa a la superficie, introduciendo un antagónico y rapsódico segundo tema. Florecientes melodías son acompañadas por borneantes arpegios en la tesitura grave, dando una sensación de libertad emocional. Las densas armonías cromáticas intensifican este humor antes de que varios solos en las maderas y las trompas dialoguen amorosamente con el piano. Sigue un dinámico desarrollo en cinco secciones aparentemente ileso del torbellino emocional anterior, conduciendo a la recapitulación de los temas y a una belicosa coda que cierra el movimiento.

II Adagio sostenuto: Escrito en forma de lied ABA, es un etéreo nocturno de elegancia sinuosa que parte de cuatro compases introductorios que modulan suavemente desde el do menor que cierra el moderato a la lejana clave de mi mayor. Una serie de arpegios al piano envuelven el canto que hace la flauta del quejumbroso y soñador tema antes de cederlo al clarinete, rodeado por un halo de cuerdas, y posteriormente al piano y otros solistas dialogantes. Cambios armónicos profundizan en una serie de violentas variaciones que ondulan libremente entre la orquesta y el piano, previas a una cadenza virtuosística que retorna hasta la serenidad inicial, esta vez en los violines.

III Allegro scherzando: Formalmente un rondó, comienza con una imprudente giga que nos devuelve a la tonalidad de do menor del inicio. La exposición del sencillo primer tema (alternando semitonos y una célula rítmica de una negra y dos corcheas) cede paso a una martilleante rapsodia de transición, con brillantes pasajes del solista y marciales metales y percusión. El rápido tempo amaina en el segundo tema: meditativo, melancólico, de aire oriental en sus acordes, desplegado por violas y oboe. El piano responde con dolorosas suspensiones armónicas y secuencias melódicas que se imponen. La arrebatada orquesta y las pirotecnias del piano conducen al restablecimiento escalonado de los temas, rampantes en su amorosa gloria, antes de la coda procure un cierre centelleante.

 

De supremo interés histórico–musical es la grabación que realizó el propio compositor en 1929. Extraordinario técnicamente, mezclando sobre la marcha gracia y gravedad, Rachmaninov procura una alternativa clara y enérgica a algunas lúgubres, letárgicas o sentimentales lecturas modernas. La modesta reticencia a exaltar el virtuosismo, la elegancia de su fraseo patricio, aristocráticamente ayuno de lirismo, conviven con un inexorable y demoníaco impulso rítmico e intensos detalles personales tales como el tañir de los fa graves (que plasma no con las blancas prescritas, sino con negras con puntillo seguidas de corcheas) que enlazan los acordes iniciales cual péndulo gigante; o el sentido uso del rubato en el segundo tema del moderato, haciéndolo respirar con encanto y misterio (ue. 4, cc. 9 y ss. –Rachmaninov articuló la partitura en unidades de ensayo–); o la ausencia de las sobreenfatizadas corcheas sincopadas que tan a menudo se escuchan; o el trino sobre doble nota en el clímax del adagio reducido a la mínima brevedad (ue. 25, c. 2); o la increíble aceleración previa al fugato (ue. 33, cc. 7 y ss.) en la mitad del trepidante finale. Leopold Stokowski procura a los mandos de la Philadelphia Orchestra un opulento y colorido acompañamiento que parece ruborizarse de su propia riqueza, y propone una interpretación emocionalmente austera, coordinada y coherente (a pesar de las fuertes diferencias interpretativas que surgieron en los ensayos entre director y autor), con una inercia compulsiva forjada en los rápidos tempi (hay quien sugiere que más que siguiendo las pautas metronómicas de la partitura, apresurándose para empotrar el concierto en sólo cuatro pizarras a 78 rpm). Stokowski remacha el acompañamiento orquestal, desfavorecido en la grabación, algo inclinado a la imprecisión y al desmayado portamento. La planitud orquestal y los ruidos de fondo acentúan el sentido de nostalgia gentil y la remembranza del tiempo pasado inherente a la música. De las ediciones consultadas (Naxos, RCA, Vista Vera y Dutton), la primera es incuestionablemente la más clara y equilibrada, dentro de los parámetros de sonido histórico. Y es que como observaba el propio Rachmaninov en 1931: “recent astonishing improvements in the gramophones themselves that has given us piano reproduction of a fidelity, a variety and depth of tone that could hardly be bettered”. Amén.

Menos severo y más apasionado fue su amigo y compatriota en el exilio Benno Moiseiwitsch: Imaginativo y supremo colorista, pone el énfasis en la belleza tímbrica de su legato aterciopelado, con el equilibrio entre manos cuidadosamente organizado, antes leggiero que di forza, escuchando y emulando el fraseo grave y profundo de la orquesta con la flexibilidad de su articulación y su cualidad narrativa. Ya en los dramáticos acordes iniciales evoca timbres diferenciados (arpegiando quizá debido al pequeño tamaño de sus manos; las gigantescas de Rachmaninov le permitían tocar cómodamente decimoterceras). Los veloces tresillos de octavas staccato en la mano derecha en la sección tercera del desarrollo (ue. 8, cc. 25 y ss.) poseen todo el lujo demodé del Orient Express, tal como el breve embellecimiento en la conclusión de la coda. El perlado sonido y la sensibilidad al cambio armónico de Moiseiwitsch se adaptan a la sutilidad del adagio, a tempo ligero y deliberadamente bajo en azúcar, con las figuras arpegiadas cálidas y dúctiles. Con táctica seductora, el solista abre suavemente el finale, aunque las discrepancias de ritmo con la orquesta en el fugato rechinan aunque “repitieron la toma seis veces, con todo el mundo fumando, con los bajistas dedicados a sus pipas y complacidos con sus sombreros hongos” como rememora un testigo de la grabación (APR, 1937). Walter Goehr dirige la London Philharmonic Orchestra que exhibe una evidente falta de refinamiento e incluso de afinación, con los jugosos bajos recogidos de manera admirable. Si incluso Rachmaninov pensaba que Moiseiwitsch tocaba este concierto mejor que él mismo, ¿quiénes somos nosotros para discutirlo?

En su aromática espontaneidad, el tocar candente de Walter Gieseking arriesga (y genera) algunas notas falsas, emborronamientos y añadidos como la breve cadenza que conduce al clímax en el finale extendida a un glissando en la tesitura aguda del teclado (ue. 39, c. 37). Pero si este documento impacta de manera visceral se debe al magnético acompañamiento logrado por Willem Mengelberg (y su laboreada Concertgebouworkest), adecuando dinámicas, fraseos y tempi a su épica liberalidad. Aplica sombreados colores en los momentos más tranquilos, como el segundo tema del primer movimiento (u.e. 4, c. 9), es volcánico en la secciones 4 y 5 del desarrollo (u.e. 9, cc. 1 y 9), y hace brillar la pátina del metal en la recapitulación del segundo tema (u.e. 13, c. 1). Delicado el acompañamiento en el adagio y vibrante el finale, sabiamente frenado en las líricas entradas del segundo tema. La árida grabación procede de un concierto en vivo (Andante, 1940), con los característicos golpes de batuta del director entre movimientos para evitar que el público se disperse, con apreciable ruido de superficie, escasa dinámica, y un piano que proyecta su sombra sobre la orquesta oculta tras la neblina del páramo holandés.

Cyril Smith ofrece otra interpretación de alto voltaje, impredecible en su discurrir: tras un veloz moderato (aunque cálidamente cantabile en las secciones quietas), el manejo de la agógica resulta espléndido al comienzo del adagio, para acelerar brutalmente llegando al exabrupto del scherzando; después se abre paso una cariñosa y cantarina consolación, no un simple da capo, en la recapitulación. En el último movimiento articula la tensión por medio del vigoroso ataque y las rápidas secciones puente. Susurros y gentilezas en el aterrazado fraseo llenan los momentos líricos del segundo tema (ue. 31, cc. 1 y ss). Conmovedor el impulsivo abrazo final entre piano y orquesta, la Liverpool Philharmonic conducida por Malcolm Sargent, que acompaña suavemente, amplia y redonda (a pesar de los estridentes metales en la recapitulación del finale). Milagrosa restauración sonora (que sólo traicionan pequeñas saturaciones en los clímax) con claridad y profundidad espacial, y magníficos detalles tales como los pizzicati y los pasajes de cuerdas graves en el comienzo del finale (History, 1947).

El icónico Sviatoslav Richter destella con esplendor bizantino en su avasalladora expresividad y en su convincente imposición de los tempi, desbordantes de imaginación: hipnótico en su mantenimiento de algunas secciones (mucho más lentas que las del propio compositor –el soberano control en los compases de apertura, con los fa grave tañidos con asombroso poderío; la fantasía agresiva e intrincada del desarrollo; el sostenido y gentil legato en el adagio; las dos transiciones meno mosso en el finale son extraordinariamente calmadas–), siendo en otras (el tremendo scherzando al comienzo y el fugato del brillante finale) muy rápido, aunque preservando siempre las líneas maestras. La escultural articulación permite la audición de –la delicada decoración de– cada nota, la idiosincrática panoplia de colores, la personal interpretación de las marcas de dinámica. Un pianismo que enfatiza la verticalidad de la música y su sólida estructura armónica (y de ese modo también la progresión aterrazada de los motivos): su arquitectura global integra los románticos temas en el tapiz del concierto, proponiendo una visión mística e intensa de la obra, pero nunca sentimental o excitante, cual canto llano de la Iglesia Ortodoxa: por ejemplo, en el movimiento final, en el citado pasaje puente entre el lírico tema segundo y la recapitulación de la marcha (u.e. 32, c. 1), o en la devota afirmación de fe que supone la progresión escalonada del tema principal del adagio. La rusticidad de la Warsaw Philharmonic Orchestra clama en el finale, donde Stanislaw Wislocki no consigue que la marea orquestal siga la exuberancia del piano. Suculenta toma sonora con apropiado equilibrio solista–orquesta (DG, 1959). I-rre-sis-ti-ble.

Los dos documentos siguientes, flamantes en sus nuevas ediciones en SACD, son los rivales clásicos de la edad dorada de la discografía norteamericana, más convencionalmente románticos que Richter, pero sin su fortaleza mitológica: Discípulo de Horowitz durante diez años, Byron Janis recoge su mezcla de poesía colorística y virtuosismo arrollador: Inesperados acordes expansivos, flexibilidad rítmica, expresivas dudas y retenciones que hacen sonar la música con frescura, claridad de digitación, alerta a la marcaciones dinámicas (quizá subrayando en demasía los crescendi y diminuendi). Antal Dorati plantea una visión levemente distanciada, intelectual, seca y ligera en la Minneapolis Symphony Orchestra, cuyos rápidos tempi cercan al solista de manera maníaca y amparan la precisión compenetrada en el tête–à–tête en el finale. La grabación original (1960) se realizó con la técnica patentada de Mercury “the living presence”, consistente en tres únicos micrófonos, por lo que la edición en SACD restaura el canal central (difuminado en la versión CD) y ofrece una imagen orquestal holográfica, coherentemente amplia y espaciosa, con vientos aireados, cuerdas sedosas y platillos que no distorsionan. La tímbrica esmaltada y el equilibrio entre piano y orquesta gambetean naturales.


La victoria de Van Cliburn en el Concurso Tchaikovsky celebrado en Moscú en pleno apogeo de la guerra fría (1958, con Shostakovich, Richter y Gilels en el jurado) gestó sensación internacional: El héroe tejano, de extraordinaria nitidez en la pulsación, es mucho más reflexivo y reservado que su rival de la Mercury. Mas la lectura es sobre todo recomendable por el magisterio de la batuta: No osaremos tildar a Fritz Reiner de sensiblero, pero en esta grabación con la aterciopelada Chicago Symphony Orchestra se muestra mucho más asociativo que en la versión con Rubinstein, y sus característicos precisión y vigor rítmicos fluyen con brillantez, rigor y equilibrio orquestal. Sorprendentemente, en el adagio Reiner permite a cuerdas y clarinetes tocar fuera de tempo, si bien el retórico fraseo del solista ayuda a este cierto abandono romántico: Cliburn acusa cierta languidez en los episodios más reposados de los movimientos externos (melancólico crescendo que conduce al desarrollo, u.e 6, cc. 27-28 del moderato), pero desenvuelve plácidamente las melodías de una manera vocal, enfatizando las líneas internas (como en el comienzo del finale). La imagen “the living stereo” (RCA, 1962) tiende continuamente a enfocar el instrumento que porta la melodía en cada momento, pero ofrece buena profundidad de planos orquestales (con alguna distorsión en las cuerdas a la derecha) con un sólido piano (algo metálico el agudo y débil en el registro grave) colocado al centro y cuya cercanía hace inaudibles fragmentos del acompañamiento (incluso marcados mf).


Earl Wild era poseedor de una técnica que pugna despreocupadamente con la del compositor (y así despliega tintineantes los fa grave del comienzo como el propio Rachmaninov), aunque acusa cierta falta de sinceridad en los temas líricos y despreocupación por las dinámicas piano. En el primer movimiento su ligereza de pulsación (los tempi a pesar de su rapidez nunca parecen excesivos) no logra dar suficiente peso dramático a los acordes en la sección recapitulatoria anterior a la virtuosa conclusión, de habilísima articulación. Sin embargo en el adagio fluye expresivo sin sucumbir a la tentación de dilatarse empalagosamente en la melodía (aunque la excesiva relajación del clarinete se acerca peligrosamente). En el finale el ímpetu rítmico resplandece sin perder la claridad de digitación, ofreciendo el apropiado poderío a la repetición del tema de apertura (u.e. 32, cc. 21 y ss.), y un fugato chispeante. Las cálidas cuerdas de la Royal Philharmonic Orchestra (cuatro años después la muerte de su guía espiritual Thomas Beecham era todavía un fabuloso instrumento) suponen un pilar del registro, con la enfermiza atención al detalle del incisivo Jascha Horenstein (fraseo de la melodía en el cello en la u.e. 2, o los compases modulantes al inicio del adagio), un director habitualmente asociado al mundo sinfónico tardo-germano, y que sin embargo interpretó en varias ocasiones el concierto con Rachmaninov como solista, y que aquí se contiene emocionalmente, sin complicidad a pesar del grandioso legato, prosaico incluso en los castos rubati. La extraordinaria edición de Chandos mejora el ya espléndido sonido de origen (1965), cálido y dinámico, equilibrándolo con la idónea presencia en graves.

La siguiente propuesta descansa sobre la London Symphony Orchestra dirigida por Andre Previn, dócil ante las serenas demandas de un Vladimir Ashkenazy que se decanta por la delicadeza antes que por la autoridad, suavizando y ralentizando una lectura templada por el lirismo y la meditación: la gentileza de las marcaciones dinámicas se sigue de manera inusual, la iluminación de detalles se hace casi impertinente en su precisión (por ejemplo en el un poco piú mosso que señala la primera transición, ue. 3, c. 9), aunque rubato y vuelo de la línea melódica siempre suenen naturales. En la sugerente apertura los acordes arpegiados contrastan con el fa grave repetido como siniestros aldabonazos en el sombrío tempo elegido, pero el posterior abuso del pedal (u.e. 2, cc. 9 y ss.) emborrona la línea. Destacar la espontaneidad obtenida en el primer movimiento, con abundante manejo de la agógica, la manera mágica en que persiste en los compases anteriores a la segunda transición, así como las satinadas tonalidades de la segunda sección del desarrollo (u.e. 8, cc. 1 y ss.). El adagio no desvela la interioridad del intérprete pero nos da otro ejemplo del manejo del tempo: la aceleración en la sección primera del desarrollo (u.e. 19, cc. 9-16) enfatiza el carácter onírico del pasaje. En la breve cadenza suenan magistrales los arpegios desvaneciéndose hacia los trinos, así como los dramáticos acordes en la mano derecha en la coda y el extremo cuidado en la articulación de los arpegios conclusivos. Simplicidad en el segundo tema del finale, llevado muy tranquilo y soñador. Los clímax son más efectivos por la manera en que el pianista pausa la ejecución, aunque desde la recapitulación del tema de cierre y en toda la coda quizá falte algo de impulso nervioso. La LSO (igualmente idiomática, pero mucho más refinada que la Moscow Philharmonic de la anterior versión de Ashkenazy) anega la grabación en los pasajes forte, aunque goza de excelente claridad en sus texturas (staccati en maderas en el finale, por ejemplo). La estupenda tímbrica del piano redondea el registro (Decca, 1971).

Una imaginativa alternativa es ofrecida por Tomás Vásáry, acaramelado en su fantasía pero siempre con naturalidad, sin amaneramientos excesivos en su articulación cristalina. La London Symphony Orchestra entrega otro vibrante y colorido acompañamiento, con el inspirado y extremadamente expresivo Yuri Ahronovitch al podium, delirante y lánguido, estirando poéticamente tempi y frases (por ejemplo el ritardando en la recapitulación del primer tema en el moderato, u.e. 10, cc. 21-24) de manera que las posteriores entradas del piano parezcan relativa y bellamente simples. Reposado adagio donde la pulsación mozartiana se envuelve en opulento celofán orquestal, con los vientos sentimentales. Notables amplitud y profundidad, correcto equilibrio orquestal, y algo quebradizo el timbre del piano (DG, 1975).

Mikhail Rudy contrasta la exuberancia emocional de la música con la tranquila parquedad de su interpretación, donde se insinúa sutilmente más que se muestra de forma abierta. Elegante y refinado, sensible y suntuoso, con una inacabable gama de gradaciones y tonalidades tímbricas que tiene su mejor exponente en la inusual apertura: en lugar del habitual crescendo sonoro, el pianista modula cuidadosamente las voces internas (como si se tañesen varias campanas) a través de la progresión de acordes, creando tensión armónica a la vez que vaporosamente varía la paleta cromática. La legendaria St. Petersburg Philharmonic Orchestra se erige como la coprotagonista, restringidamente austera en el concepto y la sonoridad que propone Mariss Jansons, donde las transiciones son enlazadas orgánicamente. Grabación de gran presencia y brillantez analítica, donde todas las líneas orquestales son diáfanamente audibles (EMI, 1990).

Krystian Zimerman hace de cada disco un acontecimiento ante su necesidad de largos periodos de estudio (este concierto ya estaba incluido en su contrato desde 1976) y un escrupuloso análisis previo de la partitura, donde cada frase ha alcanzado su propósito y su significado, y cada detalle ha sido considerado e integrado en el concepto. En el libreto habla de su examen del manuscrito del concierto en el que, al parecer, ha encontrado marcas de lápiz con exhortaciones expresivas: así, la imponente lentitud en la apertura contrasta con el rápido detallismo en la presentación del primer tema, ligero y schubertiano en su pulsación. El muy lento adagio se despereza con intimidad melancólica y control dinámico, arriesgando la parálisis y la falta de cohesión en su manera intervencionista e introspectiva de frasear en las secciones lentas. Aparente abandono en el finale (cuyo vivaz tempo enmascara algunos perfiles) con respirados cambios de fraseo, articulación y textura para diferenciar los temas. Desafortunadamente el solista impone su presencia (cálida y transparente) en la grabación a expensas de la orquesta (una Boston Symphony orientada con sensibilidad por Seiji Ozawa), distante y borrosa, contraviniendo el sentido del concierto (DG, 2000).

Stephen Hough aduce una vigorizante lectura que rescata los aspectos superficiales del registro del compositor (tempi fluidos y ardientes, improvisado rubati por doquier, laxas dudas y efectistas pausas, etc.), no sólo en el lenguaje pianístico sino en el estilo historicista de la interpretación orquestal (gentiles deslizamientos en la sección de cuerdas, aire improvisatorio en solistas de viento, etc). La ligereza de tempi (y las otras marcas de expresión y dinámica) que prescribe la ejecución estricta de la partitura lima el dramatismo poético (alguien dirá que imposibilitan la necesaria respiración entre frases) pero resalta la estructura de la obra. Ya los impávidos acordes iniciales (al campanilleante uso de Rachmaninov) y el tema de apertura siguen religiosamente el tempo del resto del movimiento en vez de recrearse líricamente en la variación rítmica (y posiblemente fragmentar así el discurso). Dicha audaz flexibilidad (persistencia en el comienzo de las frases, suspenses armónicos, textura pianística, líneas internas) es coherente con el entramado general pero puede ser percibida como errática, sin tensión ni profundidad. Resaltar el timbre marcial de los metales en la transición previa a la recapitulación (u.e. 10, cc. 1-8). Deslumbrantes efectos coloristas y burbujeante entrelazado de motivos en el adagio. Las mórbidas cuerdas de la Dallas Symphony Orchestra regidas por Andrew Litton escoltan con esmero al solista y acentúan la orientación sinfónica de la obra como en el fraseo del tema oriental en el movimiento conclusivo. Suave grabación procedente de conciertos en vivo con perspectiva un poco distante, amplia dinámica y tamaño realístico del sonido del piano (Hyperion, 2004).

No existe ninguna duda hacia la meticulosidad y las inatacables facultades técnicas del poster boy (el libreto no tiene desperdicio) Lang Lang: Anunciando su fórmula protagonista desde los lentísimos e irregulares acordes iniciales, el fraseo deriva fluctuante, haciendo caso omiso a su papel de mero acompañamiento en muchas fases del concierto, y a menudo el discurso suena episódico y distendido en sus serpenteantes meandros, sin una visión estructurada o con sentido de continuidad. El intervalo dinámico es amplísimo, pero exagerado en su nomadismo: en el adagio a ratos la delicadez roza lo somnoliento, y por otro lado, al sobrepasar cierta velocidad a la que el martillo golpea la cuerda no se consigue una mayor sonoridad sino un degradamiento del timbre. El acompañamiento que Valery Gergiev logra de la Orchestra of the Mariinsky Theatre posee un detallismo asombroso, destacando en el adagio el respirado fraseo en los compases de apertura o la dulzura de las cuerdas en la recuperación del tema principal; por su parte, el fugato se acomete con la necesaria y absoluta seguridad rítmica por todas las partes. Grabación hostil al sentido concertante de la obra, escorada en favor del piano (el ripieno queda huérfano y suena desvalido en la recapitulación del moderato), con una toma sonora tan cercana que permite escuchar las quejas del instrumento (uñas en canal izquierdo en las codas de los movimientos extremos) ante las acometidas torturadoras de este moderno, sobreactuado, pero entretenido Fu Manchú (DG, en busca del ingente mercado asiático, 2004).

Brahms: Sinfonía nº 4

Se suele adjetivar esta partitura como crepuscular, otoñal. Pero Brahms sólo tenía 52 años cuando completó la obra. Quizá sentía resignación ante la vida. Anhelo del pasado, seguro.

De todas sus sinfonías, la Cuarta (1885) es la más impregnada con prácticas antiguas: Las terceras y su inversión en secuencia (entre cuerdas y vientos de turbulenta vida interior) como la base que configura toda la pieza; el experimental final, una chacona en variaciones en forma de sarabanda sobre un tema de ocho compases, que abarca una cosmogonía tolkiana de aspiración heroica, pathos, ferocidad y tragedia; y sobre todo la transferencia del vocalismo medieval a las fuerzas instrumentales en forma de conversaciones antifonales, la austeridad de los eclesiásticos modos medievales derivando en tensiones armónicas y dramáticas.

Obcecadamente enclavada en el esquema de cuatro movimientos, su instrumentación rehúsa superar el ya sesentón diseño beethoveniano. Sin embargo, este método pionero de crear una gran forma a partir de un mínimo material temático es el punto de origen del dodecafonismo. Así pues, ¿conservador o revolucionario? “Una tradición verdadera no es el testimonio de un pasado muerto; es una fuerza viva que anima e informa el presente, y que asegura la continuidad de la creación“ (Stravinsky).
El epistolario desvela la ambigüedad de su vida sentimental (humana, demasiado humana); también su música encuentra su conciliación en una doble vertiente: el arrebato y el control, el impulso y la economía, la rabia y la disciplina, el romanticismo y el clasicismo. Quizás es esta misma ambivalencia es la que engendra el amplio espectro de aproximaciones interpretativas encontradas en la discografía.








Los contemporáneos de Brahms confirman que una de las principales características de sus propias interpretaciones era la elasticidad en el fraseo. Esta tradición quedó recogida en la primitiva grabación de Hermann Abendroth al frente de la London Symphony Orchestra (Biddulph, 1927), vigorosa pero técnicamente imprecisa y deslabazada formalmente.

Felix Weingartner llegó a dirigir en presencia y con el beneplácito expreso del compositor. Es un mediador del estilo sobrio, estable, literal, neutral y no intervencionista, de claridad y proporción clásicas, que hace de la abstinencia una virtud. Tempi precisos y livianos, y meridiana acentuación para llegar a la esencia de la partitura. Weingartner ilumina las texturas voluminosas brahmsianas con unas voces medias melifluas e ingrávidas a cargo de la London Symphony Orchestra (Andante, 1938). Los sedientos de emociones llamen a la siguiente puerta.

Resulta fascinante a nuestros oídos el estilo irrepetible de Willem Mengelberg dirigiendo a la Orquesta del Concertgebouw de Amsterdam en 1938, deseoso de resaltar los elementos poéticos de la música, con ingredientes personales como el fraseo extremadamente expresivo, los acentos inusuales, y alguna idiosincrasia dinámica como el forte súbito. El mismo Brahms indicó en el manuscrito cambios de tempo para variaciones específicas, que luego borró al enviarlas al editor. La razón, según se desprende de sus escritos, es que “los músicos llegarían a ellas de manera natural”. Liberales expansiones de tempo como bullientes manatiales de energía y numerosos portamenti (deslizamientos entre notas) añadiendo énfasis en momentos clave. A pesar de la meticulosa preparación (o por ello), cada compás suena fresco, como recién hecho. La gran atención al detalle no obscurece la silueta conjunta de la obra, algo debido sin duda al continuo estudio e interpretación de la obra bachiana por parte de Mengelberg. La claridad de las texturas deriva de su insistencia en el equilibrio de todos los elementos armónicos, por ejemplo, impidiendo que los metales entren en forte y de ese modo atenúen el terciopelo ferroso brahmsiano. Señalar la calidad de la grabación de origen Telefunken (poco atmosférica, debido a la cercanía de los micrófonos), que en la edición de Art One es un ejemplo de restauración por su proyección del sonido, dinámica y fidelidad tímbrica. La opción LYS se descarta por el abominable ruido de la pizarra original.

Imprescindible es el conocimiento del concierto público del 24 de octubre de 1948 a cargo de Wilhelm Furtwängler dirigiendo la Berliner Philharmoniker. Este registro ha sido editado, entre otras, por EMI y Virtuoso (con sonido mate, leves saturaciones y velocidad inestable). Recientemente Audite ha preparado una nueva edición de partir de las cintas originales de la RIAS (la radio en el sector berlinés controlado por USA) de afinación adecuada, mayor riqueza tímbrica, con buena extensión y espacialmente abierta, dentro de los límites impuestos por la antigüedad de la toma. También se ha añadido una leve reverberación que compensa la seca acústica original del Titania-Palast, cine reconvertido en sala de conciertos tras la guerra. Esta invitación al mundo de Furtwängler se abre con unas espirituales terceras donde la mortalidad de la belleza surge de la nada; este suspense austero torna en breves compases en excitado y vigoroso, los consabidos accelerandi en cada crescendo (la técnica tan propia del director enlazando las regulaciones dinámicas con la agógica del tempo) y una coda turbulenta hasta la locura. Toses y diversas expectoraciones toman posiciones agresivas en el comienzo del andante para apaciguarse en un cálido y denso lamento melódico, donde el beethoveniano segundo tema canta legato. El scherzo, que Brahms baliza giocoso, es esculpido en cristal con siniestros útiles líticos. En el finale (marcado allegro energico e passionato) fluye un impulso atormentado e implacable, adentrándose en un conflicto visionario, donde las oníricas trompas acumulan tensiones hasta la devastación. Irresistibles las transiciones: no simples mezcolanzas para ligar dos ideas de diferente naturaleza sino áreas de transformación, a veces a una esfera bastante diferente. Al modo beethoveniano, el acento es enfatizado por la percusión, que predomina sobre la melodía. En suma, una opción radical que ilumina la ardiente variedad orquestal (favoreciendo los bajos y las bellas maderas), la flamígera expresividad de las enérgicas acentuaciones, y que compone una arrebatadora y fulgurante lectura. Recordemos que Lucifer significa el portador de la luz, el portador de la verdad.
Un breve apunte sobre otros testimonios furtwänglerianos: La versión favorita en los foros por el dramatismo trágico de sus tempi suele ser la realizada con la misma orquesta berlinesa en diciembre de 1943. Sin embargo, en las ediciones manejadas (Tahra, Melodiya, Arkadia) el sonido estrecho, y sobre todo, un ruido cíclico de origen desconocido que va percutiendo a lo largo de todo el movimiento final desequilibran la escucha hacia la esquizofrenia. La grabación salzburguesa con la Filarmónica de Viena (Orfeo, 1950) también presenta un pésimo sonido en los fundamentales compases iniciales.

Arturo Toscanini contaba con 30 años cuando Brahms murió. A pesar de que nunca coincidieron personalmente, le consideraba un contemporáneo, merecedor de ocupar un lugar especial en su repertorio. La densidad y transparencia de las cuerdas de la Orquesta Philharmonia, probablemente en el cénit de su gloria, quedó retratada en esta fenomenal toma sonora cosechada en concierto (Testament, 1952): La concepción apolínea en todo su espledor, férrea en el trazo rítmico (con excepciones, escúchense los sorprendentes rallentandi de la coda conclusiva), vertiginosa pero rigurosamente estructurada (al compositor le disgustaba la rigidez metronómica y la falta de flexibilidad en la interpretación de sus obras), nítida de texturas y articulación (la frase favorita de Toscanini en los ensayos era “non mangiare le note piccoli”). Su dirección desprende un nivel de intensidad vibrante, particularmente apropiada en los movimientos externos, pero que bordea la brusquedad y la impaciencia en los sutiles y ambiguos ritmos de los centrales. Los acentos secos y cortantes, la tímbrica furibunda delinean una lectura clínica y nada elegíaca. Las leves toses se perdonan ante la claridad y definición del documento (descubrimos unas variaciones dinámicas hasta ahora desconocidas en el parmesano), que recoge los estallidos de los petardos que unos bromistas soltaron en el finale, como espontáneos efectos percusivos. El Maestro permaneció imperturbable.

Como era costumbre en Otto Klemperer, tiende a uniformizar los tempi haciendo los lentos rápidos y viceversa en aras de su proverbial limpidez de texturas y la inigualada percepción del detalle interno. El sonido de la Philharmonia Orchestra es austero, autoritario, recto, con una densa presencia casi física. Mantiene el equilibrio tímbrico remontando el peso de las maderas sobre los violines antifonales, algo que evidencia magníficamente la toma sonora. Estoicismo en el fraseo y articulación fuertemente dramática (inolvidable aceleración en la coda del primer movimiento). Gentil el lento, con apertura coral en los vientos. En el scherzo se combinan la solemne gravedad de expresión y las peculiares pausas antes de las secciones sforzando-fortissimo. Triunfal el arranque de la soberbiamente edificada passacaglia, que sin embargo, a mediados, sobre la intervención del metal, casi llega a tambalearse ante el parón del tempo. Sin embargo, la impresión general es de un impulso rítmico de una enorme vitalidad. En resumen, personalidad y controversia. Resplandeciente y focalizada grabación (EMI, 1958) que permite el análisis de la marmórea polifonía.

La primera aproximación de Bruno Walter al frente de la BBC Symphony Orchestra (EMI, 1934) fue recogida mediante la curiosa técnica de grabación continua, duplicando varios compases para no interrumpir la marea musical, y dando tiempo a los ingenieros para preparar el siguiente disco. No obstante, esta acérbica lectura no hace sombra a la posterior con la Columbia Symphony Orchestra (Sony, 1959). Su amplia dedicación al lied le hizo un perfecto conocedor de las sutiles fluctuaciones del pulso que permean las canciones brahmsianas, y que el mismo compositor pedía se hicieran “con discrezione”. Por tanto el fraseo es casi pianístico, tierno, efusivo, panteísta, y siempre apoyado en la subyacente estructura armónica. Apasionado pero suculento de matices, también dinámicos. Letárgico el andante y jocoso, tan plebeyo como su autor, el scherzo. La morosidad del tempo en la passacaglia deriva hacia la sentimentalización mientras el tejido orquestal adquiere una transparencia hipersensible. Este perfil encontraba apoyos en la profesión: Klemperer escupía con desdén que “Walter es un romántico” y Toscanini que “se derrite por momentos”. En verdad se puede encontrar cierta afección, pero siempre atemperada por la apreciación de la forma arquitectónica. Excelente sonido, con firmes bajos y rica reverberación.

En 1962 la editora comercial Reader’s Digest contrató a la Royal Philharmonic Orchestra of London para compilar una selección de las obras más trilladas del repertorio. Para ello se arropó con varios directores de renombre: Horenstein, Boult, Krips, etc. A finales de los setenta fue publicada brevemente por la RCA, obteniendo críticas favorablemente tibias. Fue sin embargo, la soberbia edición a cargo de Chesky, discográfica especializada en grabaciones para audiófilos, la que despertó un furioso interés por este registro, que aún hoy se emplea como banco de pruebas de equipos de sonido de altos vuelos. La grabación posee una presencia asombrosa, con un amplísimo panorama, donde la reverberación vaga por el espacio. Todo esto no tendría la menor importancia si no fuera acompañada de una inolvidable interpretación de Fritz Reiner, que el mismo consideraba como la mejor de su discografía. Enérgico y riguroso, ligero de tempi, con un agresivo impulso rítmico, imperturbable en las variaciones del finale, donde la erupción de los metales sepulta las cuerdas. La legendaria precisión de Reiner no está reñida con la calidez que la partitura requiere por doquier, aunque no encontraremos aquí introspección trágica o heroica.

En 1943 Carlo Maria Giulini pasó nueve meses escondido en un tunel junto a una familia judía, mientras en la superficie de Roma carteles con su rostro impelían a las tropas nazis a su captura y muerte. En ese continuo de terror y desesperanza estudió la partitura de la 4º sinfonía de Johannes Brahms. Quizá por este atroz aprendizaje las grabaciones no pueden ser más oscuramente pesimistas. Los leves problemas del scherzo con la New Philharmonia (EMI, 1968) quedan solventados en el registro (sin ensayos y en una sola toma) con la Chicago Symphony Orchestra (EMI, 1969). Una ejecución heredera de la gran tradición, que acierta a combinar la fluidez, el nervio y la expresividad de la escuela latina con el humanismo, la profundidad y el sentido constructivo germánicos. Reverente ante la obra, Giulini revive el drama interiormente con un fraseo afectuoso, firmemente centrado en la calidez granate de las cuerdas medias, conservando el adecuado sabor agridulce mediante un suave toque popular. Su amplia experiencia operística aparece en la respiración teatral del andante. En la passacaglia sabe conferir a cada episodio su propia semblanza e integrarla pacientemente en un todo orgánico y coherente. El metal (entrenado aquel entonces por Solti) es amansado, siempre nítido pero integrado en las sólidas maderas, y sólo en la misma conclusión libera todo su inexorable y lóbrego poderío. Toma sonora detallada, un tanto distante, con leves distorsiones. La postrera y maravillosamente sentida con la Wiener Philharmoniker (DG, 1989) está lastrada por unos tempi épicamente marchitos.

Las brasas toscaninianas se reavivan al escuchar a un exaltado y febril Carlos Kleiber en una de las escasas ocasiones en que se ha sometido a los estudios de grabación. La presencia klemperiana de las maderas abre una garbosa síntesis entre la incisividad del detalle y la disciplina de la lógica compositiva. Agógica y acentuación exquisitas en el tema del movimiento lento, que camina con presunción por la Strasse. El scherzo tiene el sentido festivo, no del cabaret donde Brahms tocaba el piano con 13 años, sino del salón aristocrático, donde la percusión, ceñida y elegantemente vestida para la ocasión, baila con una dinámica estrecha y frígida. Su elegante factura del rubato se cimenta en el análisis intenso y no en la emoción urgente del momento. Esta estudiada espontaneidad, inexorable en la precisión de lo escrito sin resultar rígida, encuentra la reconciliación en el énfasis de la claridad barroca en la passacaglia final, donde Kleiber descorcha el champán (¡Evohé!, ¡Evohé!) y las burbujas inundan el descenso a la clave menor conclusiva, llevando a la Filarmónica de Viena al límite de la embriaguez, incandescente pero siempre manteniendo la belleza del sonido. Desde su aparición (DG, 1980) se ha criticado la dureza del sonido, vidrioso, estridente en las cuerdas afiladas. Las sucesivas ediciones han conseguido templar la transparencia con la calidez.

Intolerablemente romántico, exageradamente perfumado en los solos, Leonard Bernstein pasa de puntillas por las transiciones. Recreación de gran anchura, pulso masivo e implacable expresividad, reveladora del crítico dualismo subyacente en la obra, donde, dentro de la innamovible forma se dan cita trenzas de notas extrovertidas, depravadamente brillantes, venenosamente impetuosas, elocuentemente expresivas, algo desequilibradas, a veces torturadas (cuerdas en el adagio, compás 41), desesperadamente furiosas (apertura de la passacaglia), distorsionadamente lógicas, provocadoramente emocionales, tórridamente walterianas, contagiosas y persuasivas. Lenny solía conducir el scherzo sin utilizar las manos, sólo con movimientos de la cabeza y hombros, haciendo de cada concierto una celebración (personal) desmesurada, un rito (propio) inaceptable. Sean indulgentes y pasen un rato estupendo con la Filarmónica de Viena (DG, 1981). Registro de impactante amplitud dinámica.

Un día Sergiu Celibidache preguntó a Furtwängler: “Maestro, ¿como se ejecuta este pasaje?, ¿cual es el “tempo” correcto?” La respuesta de éste fue radiante: “depende de cómo suene mejor”. A pesar de la potencia (en el sentido geológico) de las cuerdas la tersura textural es tal que se podría realizar un estudio tímbrico orquestal, en un último grado de perfección constructiva que permite apreciar la refinada, profunda y expresiva percepción sonora del rumano, sin dar nunca sensación de morosidad (tempi brucknerianos pero eternamente cambiantes). La interconexión de las líneas musicales es siempre extraordinariamente pura, aunque para ello altere con frecuencia las marcaciones dinámicas. Impecable toma sonora de EMI (con la Filarmónica de Munich, 1985), preferible a la de DG (con la Orquesta de la Radio de Stuttgart, 1974), salpicada de vehementes mugidos que sólo pueden deberse a los subrayados vocales del mago Celi: “A Brahms lo quiero alemán y cantado con amplitud, no silbado y siseado” abroncaba a la orquesta en los ensayos.

Charles Mackerras revive la escala decimonónica de la orquesta de Meiningen con la que se estrenó la sinfonía al colocar los segundos violines a la derecha del director, como los viejos maestros, ofreciendo de este modo una perspectiva sonora y dinámica estimulante. La Scottish Chamber Orchestra utiliza instrumentos modernos excepto en algunos casos concretos (por ejemplo, timbales y metales) que poseen mayor incisividad rítmica. Aunque hay cierta dosis de portamento en las cuerdas y algunas retenciones mengelbergnianas, no hallarán aquí la sugestión melancólica de las antiguas versiones, pero sí aquel principio wagneriano que implica comenzar la melodía con una duda, persistiendo en ella, hasta acelerar lentamente alcanzando el tempo varios compases adelante. Magnífica toma de sonido recogida a la breve, con sólo dos micrófonos y sin mezcla posterior (Telarc, 1997).

Los lectores avisados sabrán que el sonido y el estilo dependen mucho más del ejecutante que del instrumento. Quizá por ello, la (seca) sonoridad conseguida con los instrumentos antiguos de London Classical Players por Roger Norrington tiene un menor atractivo que la de Mackerras, sobre todo en los momentos líricos, quizá por el mínimo uso que hace de las inflexiones de tempo y articulación, vibrato y portamento (EMI, 1994).

Reconciliar el flujo melódico con los temas es un reto permamente para el músico que se acerca a Brahms. Si la opción de Karajan es puro melos, y Norrington elige recalcar la silueta de los motivos con decisión, haciendo cada fin de compás audible, John Eliot Gardiner logra una articulación respirada, sin el continuo legato wagneriano, remarcando la herencia del pasado (su pasión por la música vocal del Renacimiento y Barroco) en la naturaleza quasi fonética de la obra, mientras la variedad tímbrica, dinámica y textural del discurso musical refleja su carácter progresista: “Brahms se sirve del pasado como medio para trasponer el umbral del futuro”. Para Gardiner la música (la personalidad) de Brahms es un equilibrio entre opuestos; por ello alude a la imagen borgiana “fuego y cristal”. La Orchestre Révolutionnaire et Romantique se articula al modo arcaico en grupos corales perfectamente diferenciados, que dialogan antifonalmente entre sí. En cuanto a los instrumentos, destaca el color especial de las trompas naturales, tan apreciadas por el autor, y la transparencia conseguida al equilibrar cuerda y madera. Un encuadre analítico, donde el carácter sentimental de algunas marcas dinámicas y expresivas es ignorado, lejos de los Mengelberg o Walter (aunque la sombra de Furtwängler se apodere de la coda en la desenfrenada aceleración en los últimos 40 compases del primer movimiento). Hay otros abruptos y perversos detalles en el movimiento lento, como la presencia tremolante de los timbales, o la intrínseca cualidad danzable de los ritmos. Al fin y al cabo, a pesar de la escala de las fuerzas, esto es íntima música de cámara. La brusquedad en los tempi en los movimientos externos puede inducir a cierta urgencia y superficialidad. Pletóricamente grabada, aunando detalle y espacialidad, durante un concierto en el Royal Festival Hall (Soli Deo, 2008).
Hay, naturalmente, otras versiones destacables, aunque a veces se eche de menos un soplo de aliento poético y personal:

Igor Markevitch controla la Orchestre Lamoureaux (DG, 1958) con precisión, detalle y brillantez. El peculiar timbre de la orquesta francesa reta a una curiosa experiencia.

Carl Schuricht es otro deudor del legado toscaniniano, que asegura los tempi, ligeros y sencillos, con un modesto rubato para caracterizar cada variación (extremadamente delicada la nº 12, con su fantasmal flauta) sin perder el sentido de la forma. La grabación (Ages, 1962) presenta los habituales problemas en las mezclas (maderas en primer plano, pasando poco después al fondo de la orquesta de la Radio de Baviera).

Wolfgang Sawallisch contiene a la Filarmónica de Viena (Decca, 1963) en la línea rigurosa, objetiva y racional, de sereno equilibrio sonoro, y corta de inspiración.

Que George Szell fue asistente de Toscanini se detecta en el estilo incisivo, de claridad textural y rítmica, y cierta despreocupación por las dinámicas, sin abandonarse al romance y a veces virando hacia lo lúgubre. El mesurado tempo en el finale le permite apuntalar su sentido arquitectónico. Enjuta grabación, parca en dinámica, de The Cleveland Orchestra (Sony, 1967).

Leopold Stokowski New Philharmonia Orchestra (RCA, 1967) Centrado en la singular variedad tímbrica, de la que hace una charlatana hipérbole subjetiva, sin llegar a ser rapsódicamente amorfo.

Algunos críticos demuestran una gran lealtad al registro de Kurt Sanderling con la Staatskapelle Dresden (Eurodisc, 1971): En la vía intermedia entre romántica y clásica (como el mejor Giulini) hace una lectura terrena, concisa y mesurada, de ataques suaves y nítidos, de tempi amplios, y canija de arrebato. Su segundo intento con la Berliner Simphonie Orchester (Capriccio, 1990) presenta mejor sonido.

La de Bernard Haitink con la Royal Concertgebouw Orchestra de Amsterdam (Philips, 1972) es otra interpretación calculada, rítmicamente exacta, atinada al planificar los juegos de tensión y relajación, pero hay músicas (la de Brahms sobre todo) que soportan mal una aproximación exclusivamente lógica.

La grabación en directo de Yevgeni Mravinsky dirigiendo a la Filarmónica de Leningrado (Melodiya, 1973) ofrece un sonido pleno, timbrado y robusto, por lo que es de áun más lamentable que el exceso de rigidez en los ritmos no case bien con el vienés adoptivo que fue Johannes Brahms.

Istvan Kertesz (Decca, 1974) Aproximación seria en la línea de Haitink, pero con una Filarmónica de Viena en su cénit. Excelente grabación.

Aunque Karl Böhm suele ser encasillado dentro de la tradición subjetiva, en esta grabación con la Vienna Philharmonic Orchestra (DG, 1975) se muestra moderado, restringido, ordenado, austero, noble, dando la sensación de una asepsia lírica.

Belleza sin forma, sonido sin significado, poder sin razón y razón sin alma” decía el ilustre crítico británico David Cairns a propósito de las grabaciones de Herbert von Karajan. Hasta en seis ocasiones se acercó a la Cuarta Sinfonía de Brahms. La de 1978 para la Deutsche Grammophon recoge una version muy brillante especialmente en sus movimientos extremos, aunque las texturas poco camerísticas de los intermedios resultan menos convincentes. Karajan logra extraer con eficiencia la característica suntuosidad de la cuerda de la Filarmónica de Berlín, pero con un exceso de aterciopelado legato, con un continuo vibrato lacando una superficie tan suave que oculta la presencia humana.

La impenitente gestualidad rítmica de Georg Solti con la Chicago Symphony Orchestra (Decca, 1978) en una recreacion muscular, de articulación aerodinámica en los tiempos rápidos, que sermonea en los movimientos lentos, con una sección de metales prominente, exaltada y visceral.

Christoph von Dohnányi con la Orquesta de Cleveland (Teldec, 1987) plano, sin arriesgar. Olvidable.

La música de Brahms tiene un contenido emocional que no se puede despreciar y su dualidad, brusca y tierna, exige del director mucho más que una lectura correcta y vacía, por muy espléndida que sea: Riccardo Muti es un anacronismo hecho a sí mismo, un déspota de la vieja escuela: impersonal y distanciado. Philadelphia Orchestra (Philips, 1988).

Dentro del talante cartesiano y cerebral está un director de los de antes, Günter Wand: La construcción, fiel a la letra, es impecable, pero con el pulso tan severamente vienés, que (secretamente) echo en falta la rabia de un Toscanini o la meditación de un Furtwängler. Toma en vivo con la Orquesta Sinfónica de la NDR de Hamburgo (RCA, 1997).

Simon Rattle se confiesa giulinianista en Brahms. Sin embargo parece que es la Filarmónica de Berlín (EMI, 2008) la que toma las riendas y conduce la interpretación como lo ha hecho en las últimas décadas (Claudio Abbado incluido, DG, 1991): perfecta de sonido y amortajada.

Mussorgsky-Ravel: Pictures at an exhibition

Al igual que la de otros compositores rusos de su época, Mussorgsky recibió una formación musical muy incompleta y fue funcionario y oficial del ejército la mayor parte de su vida. Esta ausencia de restricciones académicas le empujó hacia la vívida inmediatez, la riqueza de fantasía y la aguda delineación de la gran variedad de imágenes que ofrece “Cuadros de una Exhibición”, que contiene en sus impresiones de pinturas de Hartmann una instantaneidad casi desconcertante. En 1913, Ravel y Stravinsky fueron encargados por el empresario Diaghilev para completar la ópera “Khovanschina”, que Mussorgsky había dejado inconclusa. El director de orquesta Serge Koussevitzky consideró el trabajo de Ravel totalmente apropiado y le pidió la orquestación de los Cuadros, cuya primera interpretación se hizo en la Ópera de París el 19 de octubre de 1922. La técnica de la orquestación de Ravel fue el resultado de un arduo estudio, entrevistas con los profesores, el experimento, el tiempo dedicado a los ensayos: “Las presuntas incorrecciones de Mussorgsky son puro golpes de genio, muy diferentes de los errores de un escritor que carece de sentido lingüístico o de un compositor que carece de sentido armónico”. Los recursos aparentemente ilimitados de la orquesta moderna nunca dejaron de intrigarle, y sus resultados representan una extensión natural de las capacidades de cada instrumento. Nadie parece haber tenido un oído más fino para el equilibrio de las partes instrumentales o poseer más inventiva para las combinaciones raras y sutiles de tono y color. Pero quizá lo que es más notable es su completa identificación con el espíritu y el significado del original de Mussorgsky (recordemos que habían transcurrido casi 50 años), resultando una composición nueva y distinta, de pleno siglo XX.
Los efectivos orquestales requeridos por la partitura son, además de la sección de cuerda, 2 flautas, piccolo, 3 oboes, corno inglés, 2 clarinetes, clarinete bajo, 2 fagotes, contrafagot, saxofón alto, 4 trompas, 3 trompetas, 3 trombones, tuba, 2 arpas, timbales, bombo, platillos, celesta, caja clara, xilófono, campanas, gong chino, triángulo, carraca, y látigo.

Debo agradecer la amable colaboración del compañero Leiter en su fenomenal análisis pormenorizado de los números que componen la suite:
– Promenade: El tema inicial (alternado en compás de 5/4 y 6/4) es expuesto por la trompeta solista y contestado por una fanfarria de metales. Sobre este motivo esencialmente ruso se incorporan las cuerdas y la madera complementando y desarrollando el tema, que pasa por un 3/2 con fuertes reminiscencias corales. Este tema va a ser cíclico a lo largo de toda la obra y podría describir el deambular del autor por la galería donde se muestran los cuadros.
– Gnomos: En 3/4 y tempo vivo. Representa a un enano cojuelo moviéndose de manera grotesca. Un rápido motivo en las cuerdas, contestado de forma escalonada y descendente por maderas, con gran protagonismo de la celesta, da paso a un segundo tema en 4/4, pesante y amenazador, expuesto por las maderas y al que se contrapone el primer tema con violentas pausas. Una melodía áspera es dibujada por las trompetas y la madera sobre un fondo cromático descendente de violas y violoncelos, para inmediatamente pasar a trombones y tuba, ahora con el cromatismo de violines. A continuación, sobre notas en trino de fagot y clarinete bajo, el primer motivo escalonado de contestación (preciosas disonancias en los metales) culmina en una rápida escala ascendente que estalla en un seco acorde de Sol.
– Promenade: Ahora es la trompa quien expone el motivo, con el diálogo de la madera, para que primeros y segundos violines (en octavas) dibujen un motivo ascendente en ritardando.
– El viejo castillo representa un paisaje italiano nocturno. En 6/8, expresivo, sobre un ritmo persistente de la cuerda grave centralizado en la nota Sol, el saxo declama una bella melodía a la manera del canto de un trovador. Tras una respuesta de la cuerda con sordina, de magistral evocación poética, el tema pasa por la flauta y se desarrolla con arriesgadas armonías. Finalmente, el saxo retoma el motivo cantabile con una inesperada escolta aguda de los contrabajos, desligados de los violoncelos, para finalizar con una nota sostenida tras un acorde en pizzicato.
– Promenade: De nuevo la trompeta expone el tema, más pesante y en Si mayor, armonizado por la cuerda grave en un asomo de contrapunto.
– Tullerías: El cuadro describe a unos niños que están jugando en el famoso parque parisino. Una caprichosa melodía es dibujada por el oboe y subrayada por la flauta. Al serpenteo de los trazos se le une el clarinete, que da paso a otro motivo expuesto por los violines y bellamente adornado por la madera que retoma posteriormente el protagonismo.
– Bydlo: El cuadro representa a una enorme carreta polaca tirada por un par de bueyes. El tema, angustiosamente pesante y en 2/4, es presentado por la tuba solista bajo un ritmo martilleante de maderas y cuerdas graves. Tras unos inquietantes dibujos en la cuerda, la orquesta toma el tema principal en un poderoso crescendo acompasado por los timbales y la caja clara. Nuevamente la tuba recoge el tema para ir cerrándose en pianissimo con un original subrayado de trompa con sordina.
– Promenade: El tema del paseo es ahora expuesto por flautas, clarinetes y oboes, en un clima que adquiere tensión con los oscuros acordes de los metales y el paso a modo menor del tema en la cuerda.
– Ballet de los polluelos en sus cascarones: En 2/4 y Si bemol mayor, el tema se desarrolla como una encantadora miniatura llena de colorido orquestal. Se sucede un trío con trinos disonantes en los violines que es complementado por el oboe y luego por la flauta para retomar después el tema danzarín.
– Samuel Goldenberg y Schmuyle: El cuadro representa un diálogo entre un judío rico y otro pobre: violines sobre la cuerda de Sol y maderas exponen al unísono un amenazador tema en si bemol menor que es replicado por un motivo en tresillos presentado por la trompeta con sordina en su registro agudo y que es escoltado por las notas largas y con menor intensidad sonora de las maderas. Tras una doble escala ascendente-descendente, la trompeta, a la que se le suma una segunda en octava, martillea un incesante ritmo sobre el que se acopla, de forma magistral, el cargante tema del judío rico en las cuerdas. Tras un pasaje de inquietante calma, el número termina con un unísono orquestal.
– El mercado de Limoges: El cuadro escenifica unas mujeres discutiendo en un mercado. En 4/4 y Mi bemol mayor, este número es un antológico ejercicio de virtuosismo orquestal, con una sucesión temática a cargo de violines, maderas y metales que pelean, bromean e interactúan entre sí, y a las que se le une la percusión en medio de todo el festivo jolgorio. Tras unos rapidísimos diálogos entre todas las secciones, una escalofriante persecución acelerada en trémolos a lo largo de toda la orquesta culmina con el primer acorde del siguiente número.
– Catacombae sepulchrum romanum: El dibujo representa al propio Hartmann examinando a la luz de una linterna las catacumbas de París. En 3/4, un largo acorde de trombones y tuba da paso a una oscura coral de metales que se desarrolla por medio de notas ligadas y con abiertas disonancias armónicas. Unos contrastes de dinámica sonora dejan un hueco por el que asoma una misteriosa trompeta que pronto es absorbida por el resto de la sección de vientos. El número termina de nuevo con abruptas disonancias.
– Cum mortuis in lingua mortua: (Hablando a los muertos en la lengua de los muertos). Es una licencia de Mussorgsky, una reflexión sobre el número anterior. Trémolos agudos y en pianissimo de los primeros violines con sordina establecen un misterioso fondo sobre el que primeramente oboes y luego fagotes perfilan un tema melódicamente relacionado con el de la Promenade. La atmósfera es del todo trascendente, desembocando en un paso a modo mayor, suave y relajado, que es mágicamente arropado por las notas ascendentes del arpa. El número concluye en pianissimo sobre una aguda nota de Fa prolongada en trémolos por los primeros violines.
– La cabaña sobre patas de gallina: El dibujo de Hartmann representaba un reloj en forma de la bruja de la leyenda rusa de Baba-Yaga. Mussorgsky añadió la caza de la bruja en la partitura. Dos secos golpes orquestales, ritmados por timbales y bombo, dan paso en la cuerda grave a un motivo rítmico sobre el que se instala el primer tema, expuesto por las trompetas en acordes picados de tríadas y contestado brillantemente por trompas y percusión. Tras un desarrollo orquestal, se pasa a una misteriosa atmósfera en la que se dibuja un segundo motivo a cargo de fagot y luego de tuba sobre un fondo de semicorcheas en las maderas. Luego de un acorde en pianissimo (con toque sutil de gong), la orquesta vuelve a los secos acordes de la introducción y a la reexposición del primer tema que culmina en una carrera desenfrenada hacia …
– La gran puerta de Kiev: El cuadro representa un proyecto arquitectónico consistente en una puerta monumental rematada con una cúpula. Comienza con una coral de maderas bajas y metales, en 4/4 y Mi bemol mayor, lejanamente relacionada con la Promenade. Tras la nueva exposición, solemne y gloriosa, sumadas la cuerda y la percusión, surge un suave tema expuesto por clarinetes y fagotes que culmina con otra explosión coral de la orquesta, parapetada por las escalas descendentes y ascendentes de primeros y segundos violines. Presentación del segundo tema en clarinetes y fagotes que desemboca en una preciosa atmósfera, ambientada por los toques de campanas, que prepara el camino a la gloriosa recapitulación. El tema ahora es el de la Promenade, que tras un golpe orquestal sobre el que se dibujan unas escalas descendentes en la cuerdas, explota majestuosamente en los últimos compases de la obra, con gran protagonismo de la percusión.
Naturalmente hay que comenzar con los registros debidos al propio Serge Koussevitzky al frente de su Sinfónica de Boston (Naxos, 1930). Amalgama el carácter individualizado de las piezas en un compendio convincente de fuerte (¿exagerada?) personalidad, y extraordinariamente ligero de tempi (menos de 30 minutos). Ritmos elásticos, desmañados y descuidados los metales. Sonido correspondiente a la época: estrecho de frecuencias, congestionado en los clímax. Genuino documento histórico pues, pero esta obra demanda ingeniería moderna. La versión radiofónica retransmitida en 1943 está lamentablemente tullida, ya que omite cuatro episodios completos.

La gran rivalidad de la edad de oro de la fonografía fue la de la RCA Living Stereo versus la Mercury Living Presence. Tan alto fue el nivel conseguido por estas mágicas producciones que los registros de hoy en día palidecen en el encuentro penol a penol. A las pruebas me remito: La riqueza tímbrica de los metales de la Sinfónica de Chicago bajo la dirección de Fritz Reiner (RCA, 1957) es ya evidente en los apolíneos Gnomos, de líneas aceradas, mientras que Bydlo amenaza siniestro y desgarrador en sus manos. Claridad de texturas en Judíos, equilibrio, precisión rítmica, tensión, brillantez, meticuloso esmero en el detalle. La calidad de la grabación es legendaria con detalles realistas como el impacto del timbal, la respiración del profesor a cargo de la tuba, o el crujir de las páginas de la partitura (!). Al mismo nivel de excelencia está la toma sonora de una presencia y profundidad casi físicas (esas cuerdas expresionistas en Gnomos) en el registro de Antal Dorati (Mercury, 1959) con la Sinfónica de Minneápolis.

Es preferible la primera grabación de Herbert von Karajan con la Filarmónica de Berlín (DG, 1966) a la previa (Philharmonia Orchestra, EMI, 1956) o la postrera (también con la BPO, DG, 1987). Si cornos de pesadilla pululan por Gnomos, la deliberada diferencia expresiva de oboes y flautas puntúa unas Tullerías de atentas dinámicas. Cavernoso en el último paseo y desafiante en el vibrato descontrolado que otorga a la trompeta en Schmuyle una singular violencia monstruosa. Claridad en la línea, refinada atención al detalle, desbocada sensualidad sonora en tonos y texturas. Espléndido sonido al que ni siquiera traiciona un (casi) inaudible soplido de fondo.

Carlo Maria Giulini (DG, 1976) es el más elegante en la batalla entre grupos instrumentales de la Sinfónica de Chicago, en las inflexiones, rubatos, el sentido tonal. Tempi más amplios de la habitual (y variables como en Tullerías, donde el juego agógico es sencillamente perfecto), Ballet juguetón en las maderas, majestuoso en la Gran Puerta, que tiene perfume a incienso, a himno sacro. La percusión es inusualmente clara y prominente. Preferible a sus otras grabaciones: BBC (1961), de peor sonido, confuso ambientalmente; y Sony (1991) donde ahonda en la lentitud de los tempi.

Nerviosa la versión de Georg Solti al frente de la Sinfónica de Chicago (Decca, 1980). Acertadamente rasposo y desgarrado en el Viejo Castillo. A la acusada diferenciación tímbrica en Ballet la siguen unas sarcásticas Catacumbas. Grande, que no grandiosa la Gran Puerta. Toma sonora con más brillantez que atmósfera.

La Filarmónica de Nueva York ha vuelto a demostrar sus poderes con Giuseppe Sinopoli (DG, 1989): Maderas ácidas en Gnomos, donde aparecen detalles inéditos en arpa y metales, distinguibles gracias al tempo amplio. Desolado el paisaje alrededor del Viejo Castillo y maravillosa aportación de la tuba en Bydlo. La planitud de la dinámica en Judíos parece desaprovechar la rudeza del diálogo de las masas orquestales; y éste es, en resumen, la última sensación del registro, la reluctancia a explotar la magia (oscura) de la partitura, a dejarla derivar en una deliciosa mezcla de detalles instrumentales. Toma sonora diáfana pero un tanto lejana.

Naturalmente que Sergiu Celibidache (EMI, 1993) habría dicho que este documento ni siquiera es un reflejo de lo producido en realidad (y, por supuesto, habría vetado su publicación) pero este alquimista, el mago de los timbres, agita su caleidoscopio y produce una enorme variedad de colores, un permanente juego de luces y sombras donde los detalles otorgan transparencia y dimensión al todo, una naturalidad articulatoria, un prodigioso control de planos y tensiones (Catacumbas de aroma wagneriano), unos choques cromáticos magistralmente puestos en evidencia (nunca fue tan patética la figura de Schmuyle). Bajo su dirección la Filarmónica de Munich fue capaz de progresiones dinámicas de infinitesimales estadios (qué manera de resbalar las cuerdas en Cum mortis). Aplausos y mínimas toses recogidos en una grabación de gran presencia y claridad donde el tiempo queda abolido y fluye la música.

Las interpretaciones de Cuadros se cuentan por decenas. Aquí intentaré resumir algunas otras que he utilizado: El espontáneo y quizá algo atropellado Rafael Kubelik (Mercury, 1951); Arturo Toscanini (Green Line, 1953) situado al pairo de las indicaciones dinámicas de la partitura (siempre en mezzoforte); Ernest Ansermet (Decca, 1959) trae al frente los instrumentos de percusión, arpas y celesta, logrando ambientes amenazantes; Thomas Schippers (Sony, 1965) alarga los silencios para dejar que los ecos se extingan, consiguiendo un extra de tensión. Angustiosa la petición de la trompeta en Judíos; Serge Baudo (1969) realiza escasa diferenciación de tempo (de color) con respecto a lo marcado en partitura; Evgeny Svetlanov (1974) áspero, cortante, quizá demasiado neutro en la línea de Mravinsky. Destaca el carácter danzable que sabe extraer del Viejo Castillo, cómo desplaza Bydlo a empujones por el barro, y cómo la conversación entre los Judíos deriva en una agria polémica punteada por una percusión no prescrita por Ravel; Edo de Waart (Philips, 1974) elige tempi demasiado cautelosos; epidérmico Leonard Slatkin (Mobile Fidelity, 1975); endeble escenografía sonora la de Lorin Maazel (Telarc, 1979); Riccardo Muti (EMI, 1979) encuentra nuevas sonoridades con el rascado feroz de las cuerdas graves y el destacamiento del clarinete bajo en la sección 9 en Gnomos. Sin embargo, un decepcionante Bydlo está visto desde casa, al amor de la chimenea del señor; a Charles Dutoit (Decca, 1987) le falta violencia expresionista en acentos y dinámicas; André Previn (Philips, 1986) se muestra apagado, sin el oropel necesario para la partitura; Claudio Abbado (DG, 1993) despliega un impresionante análisis (un punto aséptico) de disección orquestal. Toma sonora en vivo de asombrosa e inacabable dinámica; en los Gnomos de Casadesus (1994) ¡ay! no se escuchan las cuerdas arrastrándose “arco sul tasto”, uno de los momentos mágicos de la orquestación; sosísimo el intento de Simon Rattle (EMI, 2007) falto de lucha dinámica, de espíritu.


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