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Mozart: Eine kleine Nachtmusik

Las serenatas en la época de Mozart consistían en una secuencia de movimientos cortos y melodiosos diseñados para proporcionar entretenimiento en alguna celebración, aunque en el caso de Eine Kleine Nachtmusik (que no es un título, sino una descripción de su función) se desconoce la ocasión, si la hubo. Lo que sabemos es que la composición se terminó el 10 de agosto de 1787 en Viena, en un momento en que Mozart estaba inmerso en Don Giovanni. Según el autógrafo la obra estaba destinada a un quinteto de cuerdas (violins, viola, violoncello e basso, estos dos últimos al unísono, con una octava de diferencia), pero su increíble popularidad ha conseguido un lugar en el repertorio generalista, donde la orquesta se amplía a discreción.

Eine Kleine Nachtmusik ejemplifica las principales características de la música clasicista: la claridad tanto en la forma como en las texturas predominantemente homofónicas, y un equilibrio excelso entre sus elementos contrastantes. Silueteada como una gran sinfonía pero de proporciones miniaturescas (salvo por las repeticiones), está dispuesta en cuatro movimientos (en origen eran cinco pero un segundo minueto se ha perdido) que comparten tanto la sencillez del material temático y armónico como la riqueza caleidoscópica de asociaciones de timbres y pequeñas sorpresas melódico-rítmicas.

I Allegro: Enérgica sonata en cuya exposición (cc. 1-55) los temas están construídos por una variedad de motivos breves pero coherentes en un sentido tonal de tensión creciente; al breve pero revirado desarrollo (cc. 56-75) le sigue una completa recapitulación (cc. 76-131) enlazada con la fanfárrica coda (cc. 132-137).

II Romanze: El andante tripartito en forma rondó se inicia cantando en A (cc. 1-37); el intermedio B (cc. 38-50) consta de un tormentoso diálogo en menor entre violín y bajo sobre una base armónica en semicorcheas regulares del segundo violín y la viola. A’ es una repetición literal sin el tema secundario; la coda concluye con ternura en ocho compases.

III Menuetto: Al allegrettoprudente y augusto, principalmente sobre negras en métrica triple staccata (cc. 1-18), con fuertes ritmos cruzados, le sigue un breve trío en su dominante (cc. 19-27): un legato de corcheas que esbozan en legato un breve arco melódico del primer violín, cromático en la personal vía mozartiana. Tras un pequeño puente (cc. 28-32) la conclusión repite el tema del trío (cc. 32-40).

IV Allegro: Expone en varias fases el jovial tema vienés base del libérrimo rondó (cc. 1-56); tras el cambio de tonalidad el desarrollo (cc. 57-84) establece un motivo con un acompañamiento sincopado, modulando incesante e inesperadamente. Pasada la coherente recapitulación (cc. 85-130), chispea la coda (cc. 131-165).

 

 143 lossles recordings of Mozart Eine kleine Nachtmusik

 

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El Collegium Aureum liderado por Franzjoseph Maier se configura en esta grabación de 1975 como un pequeño grupo (3.3.2.2. más un contrabajo) de textura sobria, abierta y contrapeada, con velocidades mesuradas. El inquisitivo historicismo (aquí todavía experimental) nos ha mostrado las virtudes de una ejecución donde las notas levitan más que sostenerse, permitiendo el emerger de los gestos retóricos (como el protagonismo de la viola en c. 6 de la romanza), si bien la emoción podría haberse cultivado algo más. Abundan las dinámicas no prescritas pero aplastantemente lógicas. La toma sonora de Deutsche Harmonia Mundi todavía pasma con su profundidad espacial.






Con toda la frescura, transparencia y levedad que condimenta el empleo de un solo instrumento por parte, The Salomon Quartet pinta con rasgos severos las líneas, escasas de vibrato y fraseadas ásperamente, con entonación variable. El moderador del proyecto Christopher Hogwood propone un correcto (y nada más) minueto de uno de los pupilos de Mozart como sustituto del original perdido entre allegro y romanza. Desconciertan el titubeo rítmico que señala el epílogo de la exposición en el allegro (c. 51), y la diferente manera de interpretar el trino en el intermedio menor de la romanza. Sonido escénico, con gran apertura, compensación tonal y densidad esqueletal (L’Oiseau-Lyre, 1983).






Intencionadamente me he centrado en las interpretaciones historicistas, posiblemente más cercanas en intención a lo planeado por el autor. Por supuesto los grandes mitos están ahí y conservan cierto atractivo a pesar de las décadas. Destaquemos algunos: Willem Mengelberg, Concertgebouw Amsterdam (Pearl, 1940) genial en el arte de las transiciones;  Bruno Walter con la Columbia Symphony Orchestra (Sony, 1958), que ignora las marcaciones dinámicas pero que destila primorosas imitaciones en la romanza; Karl Böhm alberga la impenetrable solidez de diseño de un Panzer, enfatizando la textura como una totalidad (Wiener Philharmoniker, DG, 1976). Con unos tempimás livianos Charles Mackerras ofrece una interpretación sin sorpresas, incisiva pero no extrema, ideal para los nostálgicos de la gran tradición. A escala, satinada y elegante, la Prague Chamber Orchestra reverbera cálidamente (Telarc, 1984).






The Drottningholm Baroque Ensemble hace honor a su nombre y barroquiza su lectura: cinco aceradas cuerdas empleando recursos dinámicos como la messa di voce, y ornamentales como los embellecimientos en las repeticiones de la línea del primer violín. Elasticidad rítmica en el impactante allegro y resplandor rústico en el minueto, donde timbre y densidad constantes salpican la ligereza de las modulaciones. Las cadencias son deliciosamente fundidas a negro (BIS, 1991).






La primera grabación en estudio de The English Concert con su nuevo director Andrew Manze (HM, 2003) se caracteriza por las maleables modificaciones de tempo y por la fuerte (y necesaria) amplitud dinámica. Los ritmos son pulcros, el estilo ágil, la articulación liviana, con ataques cortantes e impetuosos. La matización de frases denota gran cuidado y preparación, pero nunca se desvía hacia el manierismo: así se expresa el ostinato en oleaje dinámico del intermedio menor de la romanza, con verdadera inquietud Sturm und Drang; el minueto animado y dúctil; el final deslumbrantemente rápido, con divertidas retenciones. La configuración antifonal del respetable contingente (6.5.3.2, más dos contrabajos) se ve premiada por la cercana toma sonora.






Me parece inevitable mencionar de nuevo la imaginación de Jordi Savall: otorga colorido en las texturas, que son ejemplarmente expuestas en su zona intermedia; frasea con sutileza y naturalidad sin desdeñar un generoso rubato, en una licencia interpretativa que lleva a leves imprecisiones; transfiere los signos de urgencia en la caligrafía del manuscrito a la rauda romanza, silencia el trío al requerido sotto voce y empuja el ritmo en los retornos del tema-rondó en el finale. La afable y sólida tímbrica de Le Concert des Nations (5.4.4.3, más dos contrabajos) resuena por el amplio espacio, registrado algo distante por Alia Vox en 2005.






El concepto de Patrick Cohën-Akenine se basa en atribuir a la obra su presumible propósito original de fondo musical a una distinguida reunión social. Llama la atención cierta actitud pomposa, pálidamente conservadora en gusto, donde los tempi se exponen más lentos, el pulso más relajado, la ejecución austera y sin prisas, mitigando el protagonismo melódico. Les Folies Francaises proponen un instrumento por parte, con timbres tenues, incluso tristes, que se toman libertades dinámicas y rítmicas asociadas al trazo temático. Grabación casi táctil, con las frecuencias graves prominentes (Alpha, 2005), capaz de asombrar en los novedosos efectos de los acordes al final de la romanza (cc. 63-64).




Schubert: Symphony no.7 (8) Unfinished

Los dos movimientos de la Sinfonía Inacabadanº 7 en si menor D. 759 (8ª según la catalogación brahmsiana) fueron compuestos por Franz Schubert en 1822; del scherzosolo se conservan veinte compases orquestados y pocos más esbozados. La tradición nos ha enseñado que el resto es tan inadecuado y remoto, tan inferior en calidad, que no nos debe extrañar que Schubert lo abandonara; es posible que su instinto musical le dijera que el mensaje estaba completo. Sin embargo no es concedible (por respeto y por propio interés) una omisión deliberada dado que la partitura manuscrita fue entregada como presente a la Orquesta de Graz. En el terreno puramente estético la obra es un conjunto íntegro en su concepto cíclico, no más inconclusa que los esclavos miguelangelescos. ¿Inacabada? Más bien la mitad de una sinfonía acabada, o quizá Inencontrada (de momento).

Aunque la influencia beethoveniana es plenamente consciente, la Sinfonía nº 7 abre el periodo Romántico por su forma de definir la tonalidad, perturbadora, discontinua, magistral en el tratamiento armónico como exploración existencial de las posibilidades emocionales y musicales, sin precedente en la literatura sinfónica. Las determinaciones comunes, el parentesco de motivos y los compartidos contrastes dinámicos e instrumentales interseccionan los pentagramas creando una sensación de unidad mayúscula.

Los dos movimientos, en métrica ternaria, se articulan en forma sonata con diversos matices:
I Allegro moderato: La exposición (compases 1-109) formula un primer tema bipolar, numinoso o incluso fantasmal, y un segundo folcklórico y soleado; una desgarradora disonancia abre un desarrollo (cc. 110-218) terrorífico, de ferocidad contrapuntística, basado en el pianissimosiniestro de los graves de apertura y que Schubert omite en la tranquila recapitulación (cc. 218-328), para retomarlo en su versión original en la coda concibiendo un arco cíclico ideal (cc. 328-368).
II Andante con moto: La iconoclasta exposición (cc. 1-142) muestra un primer sujeto melodioso (pero con ecos del allegro) y un segundo obsesivo y sincopado (con modulaciones continuas e inestables); incluye, en vez de desarrollo, un nuevo tema como largo puente hacia la recapitulación (cc. 142-267) y expira extáticamente en una coda (cc. 268-312) que parece extraviarse armónicamente y es reflejo perfecto de la melancólica personalidad schubertiana.





Entre 1934 y 1938 Bruno Schlesinger grabó frenéticamente con la Wiener Philharmoniker cuando aún ésta mostraba su idiosincrático sonido Gemütlichkeit, cómodo, oscuro y avellanado. La vibración del juvenil primer tema es termalizada en el segundo, cálido y amplio. En el solemne andante, monumental y nostálgico, se atemperan los contrastes dinámicos y se relajan los ataques; degústense los largos solos en los vientos, casi como corales, sobre celestiales deambuleos armónicos en el segundo grupo modulante de la exposición (cc. 64 y ss.). La flexibilidad rítmica subraya los puentes transicionales como pequeños lieder diseminados por la sinfonía. Los instrumentos asemejan voces llamando a otras voces, quizá Gemeinschaftsfremde ya reeducándose. La clara toma sonora sufre en las frecuencias altas (EMI, 1936).




Atraviesen sin miedo el portal hacia otro mundo: El olvidado magisterio de Willem Mengelberg, con sus satánicas y ensayadísimas libertades de fraseo y tempo, los decimonónicos portamenti en las cuerdas ya en el primer compás, el extremo colorido con que se trazan los temas, goyesco y enojado el primero. Gentil el acompañamiento sincopado del heroico segundo que rehusa transicionar, y abandonado, se autodestruye en un silencio de compás (c. 62). Le sigue un tutti orquestal sorpresivo y de desinhibida brutalidad. El andante con moto es un drama musical motorizado por las furiosas secciones con percusión. La edición debida al hacer artesanal de Hubert Wendel implementa una fenomenal instantánea del concierto del 27.11.1939 a cargo de la Concertgebouworkest, reto a los intérpretes modernos para decir algo nuevo sobre la vieja música. El rango dinámico es limitado pero no así la tímbrica, muy natural.




Ocho registros filosóficos se conservan de Wilhelm Furtwängler, compartiendo la misma órbita espiritual que su Bruckner, verdadero continuador del legado de la Inacabada, anticipando su misticismo y su grandeza gradualmente expuesta. Del concierto en el cavernoso Admiralspalast del 12.12.1944 solo perdura (en buenas condicones técnicas, SWF) el allegro moderato. Como en todos sus documentos de época de guerra Furtwängler transmuta la música en una reflexión personal de su agonía, esculpiendo con impacto visceral. La flexibilidad atmosférica, dinámica y agógica corresponde al desdibujamiento deliberado de los perfiles, un sfumatovago y sugestivo, y emerge como una narración sonora completa, cada detalle justificado en su relevancia en el conjunto. Las oleadas orquestales de la Berliner Philharmoniker no llegan a romper, con las melodías disolviéndose una en la otra, cada sección caracterizada individualmente en su pulso. Los prominentes trombones poseen connotaciones sobrenaturales (abandonando el triunfalismo beethoveniano y regresando a la gravedad mozartiana) y son heraldos de la tragedia y la inminencia de la derrota. Para el andante con moto propongo la versión de 1950 con la Wiener Philharmoniker, delicado y hasta frágil, perfecto a pesar de ser grabación de estudio, y por ello, en palabras del director, falto de la “experiencia colectiva”.




La llegada en 1954 de Karajan a la dirección permanente de la Berliner Philharmoniker rompió la personalísima relación de la orquesta con Hans Knappertsbusch. Sus recreaciones, contemplativas, teutonibelungasy no precisamente infalibles, son extraordinarias. El allegro moderato, iniciado a un ritmo lentísimo, es una endecha doliente, un canto fúnebre de parsimonioso pesimismo (la Eroica viene a las mientes) y una coda cósmica y abstracta. La tornasolada transición desde la exposición al desarrollo rebosa desolación, realzando las dos naturalezas del compositor. En el andante con moto Kna precede con leves dudas las explosiones marciales y desesperadas ff que se van disolviendo en evocaciones pastorales. Sonido fantástico como es habitual en las ediciones de Audite desde las cintas originales a 30 pulgadas por segundo, registrando puntualmente la mala salud bronquial del invierno berlinés: concierto del 30.01.1950, realizado para la retransmisión RIAS (Radio in the American Sector of Berlin).




Thomas Beecham recubre la obra de ligereza mendelssonhniana y gentileza emocional. Atención a la deliciosa frase del segundo sujeto, en la que reduce sorpresivamente la dinámica en la última blanca, y a la áspera tímbrica de los trombones de la Royal Philharmonic Orchestra. Lentitud saturniana (léase holstiana) en el bellísimo andante con moto, donde cada frase respira con imaginación, sonriendo con sutileza. Becham se abstiene de regir férreamente el ritmo, y esta sencillez, este laissez faire et laissez passer, le monde va de lui même, permite que las piezas encuentren por sí solas su lugar exacto. El sonido monofónico es casi panorámico en su realismo (Sony, 1951).
La Inacabada era una obra especial para Otto Klemperer, que respondía muy bien a su característico subrayado de los vientos, y que registró nada menos que en nueve ocasiones. Elegiremos aquí la claridad y transparencia de la Philharmonia Orchestra (EMI, 1963) y que ostenta no solo el mejor sonido, abundante pero luminoso, sino un dinamismo y una vitalidad perdidos en grabaciones posteriores. La simplicidad prodigiosa de Klemperer restringe deliberadamente a una expresividad discreta la exposición de los temas para extraer posteriormente todo su dramatismo en el desarrollo. Andante con moto resignado, austero, sólido, sin lugar a contemplaciones líricas. Un Schubert único, descarnado, inexorable y lógico, con peso y consecuencia, comprendido como un Beethoven incapaz de desarrollar. A pesar de la concepción unitaria, el resalte de determinados detalles instrumentales es una técnica que Klemperer derivaba directamente de su aprendizaje conductorial con Mahler.



Kleiber hace de esta interpretación, ligera de tacto y de tempi, su catarsis personal, con pesadillas e histerias tchaikovskivianas de principio a fin: Inicio susurrado, segundo tema onírico, tensión explosiva en las aceradas figuraciones con puntillo en el desarrollo del allegro (cc. 184 y ss.), punteado por agresivos acordes y un sforzando urgente y beethoveniano. Dolor, aullidos y suspiros de la mano, fervor, amplias variaciones de latido. Los cualidad de los ataques determinada por las indicaciones dinámicas de la partitura. Escasa de rima pero abundante en (psico)drama. La Wiener Philharmoniker (DG, 1978) se pliega nerviosa y febril a las exigencias onanistas de Carlos (but not at the table, please).




Giuseppe Sinopoli reinventó en 1983 la Inacabada como música funérea, plañidera, llena de duelo y lamentación, y cuya atmósfera agitada amenaza a cada instante con la catástrofe. El libreto ofrece un curioso ensayo psicoanalítico donde Sinopoli escribe que las melodías (sueños de naturaleza efímera) flotan sobre los obsesivos pizzicati (la memoria), estabilizadas en forma sonata pero excluidas de cualquier plan arquitectónico. Estas capas de conciencia entre sueño y despertar se despliegan sonoramente en las variaciones, a veces extremas, de ritmo (como en el segundo tema); en cada detalle expresivo navegando por lentos meandros, como el peculiar ascenso de los violines desde el abismo, ajeno a las marcas dinámicas de la partitura (cc. 122). Un viaje desde la oscuridad atormentada a la esperanza luminosa que propone la coda final, toda ella un maravilloso rallentando. La belleza y equilibrio de texturas (la restricción de metales, el empuje de timbales) de la Philharmonia Orchestra refrenda la genialidad del enfoque (Deutsche Grammophon).




La palabra es suavidad: de los ataques, sin un solo sforzando, de las inigualables transiciones dinámicas, del fraseo preciosista en los primeros compases de los violines, de la cremosidad tímbrica de los metales, de la corriente legato que dicta la estructura en un arco cantabilede principio a fin. El control respiratorio y dinámico de los solistas permite su aparición de la nada: escúchese cómo se resuelve el mágico momento en que el oboe cede el tema al clarinete mutando repentinamente a mayor (recapitulación antes de la coda conclusiva, cc. 225 y ss.). A la manera klemperiana los temas se muestran en principio apocados para permitir un crecimiento wagneriano de la tensión interior del movimiento. Sergiu Celibidache, Münchner Philharmoniker (MPhil, 1985).




Para Roger Norrington “el allegro suena glorioso tocado como un adagio, pero no tiene ningún sentido” (y así afea, sin nombrarlas, lecturas gloriosamente maduras como las de Walter o Bernstein). The London Classical Players (EMI, 1990) emplean un fraseo clasicista, notas cortas al final de las frases, nulo vibrato, atriles de graves sin el menor sentido ominoso. El sentido rítmico observado atlético, imperturbado e imperturbable. La coda final nada onírica o misteriosa, tratada como una transición al… inexistente tercer movimiento. Cuando el champagneestá tan frío congela la sonrisa. Trivial.




La lectura de Frans Brüggen observa más allá de los símbolos escritos y es iluminada por un elegante helenismo en el que la corriente agógica vagabundea por románticas variaciones de tempi, inflexiones etéreas, y teatrales y retóricos titubeos. Otras consideraciones observadas implican la percusión prominente y diferenciada, o la prolongación de las notas antes de afrontar una nueva clave. Las cruciales maderas flotan sobre las numerosas cuerdas de la Orchestra of the Eighteenth Century, construyendo lentamente la tensión en el desarrollo del allegro, una oscuridad gótica que encaja perfectamente con la literatura contemporánea (Frankenstein, Sleepy Hollow). Como es habitual en las grabaciones caseras de Brüggen, la toma sonora en vivo adolece de transparencia y compresión dinámica (Decca, 1995), pero al menos no sufre de intervenciones no deseadas de la audiencia.

Günter Wand maneja con mano experta las transiciones como áreas de metamorfosis entre dos ideas de distinta naturaleza: como el ritardandoanterior al pavoroso descenso a do mayor en los metales al comienzo del desarrollo en el allegro, incrementado la tensión del eventual ascenso desde los abismales bajos y subrayando la nueva fase del drama. O el pausado ralentizamiento del puente desde el c. 38 donde el sujeto en los vientos se desvanece mientras las violas surgen de la niebla. O ya en el andante el retorno del primer tema en la recapitulación (cc. 144 y ss.) como la concesión de una bendición. O, en fin, el comienzo de la coda (cc. 268 y ss.) donde comienza el pizzicato descendente y el pianissimo acorde sostenido en los vientos recuerda un espectro de un pasado angustioso. NDR Sinfonieorchester en concierto recogido en video para TDK en 2001.

Alejado de cualquier intención historicista, Nikolaus Harnoncourt logra una interpretación apoteósica de la Berliner Philharmoniker en todo su esplendor brahmsiano (24.19.15.13), concediendo a los graves mayor peso de lo habitual, con un desarrollo amenazante, coronado por metales poseidos o acaso endemoniados. Ya en la recapitulación el cuasi silencio de fermata (c. 280), estirado al límite, prepara para las emociones de la coda, o mejor, de las ingentes codas, en la segunda los primeros violines morendo mahlerianamente. Fraseo, pulso y ritmo son enroscados por Harnoncourt, descartando la naturalidad y la ambiguedad de la escritura original, y engendrando un Schubert futurista y visionario con arritmias mahlerianas en el allegro moderato y oleajes impresionistas en los momentos más relajados. Grabado en concierto en la propia Philharmonie sin ningún ruido de audiencia (BP, 2004). En la versión que realizó con el Royal Concertgebouw Orchestra (Teldec, 1992) prevalecen los tintes clasicistas, con unos tempi menos prolongados.




Thomas Dausgaard desromantiza el concepto schubertiano haciendo algo tan básico como respetar las marcaciones de tempi de los movimientos; de ese modo el allegro moderato se antoja volcánico y febril por contraste, y el andante con moto se despliega sinuoso. La Swedish Chamber Orchestra (BIS, 2006) no cuenta con pretensiones historicistas más alla del reducido vibrato y la disposición antifonal de las cuerdas, que se antojan un telón de fondo para el festival del delicado juego de maderas y los irreverentes metales, cuya rápida articulación es un desafío virtuoso, y que en algún momento se ve comprometido. En el c. 109 (y en el c. 327) Schubert marca un pedal tónico en si mayor en el segundo fagot y primera trompa bajo el acorde dominante que evoca el fin del desarrollo de la Eroica; en algunas ediciones pretéritas esta disonancia está anulada. Dausgaard no se atreve a tanto pero sí que rebaja púdicamente su crudeza. Si bien el lirismo expresivo del segundo tema (o más bien el lirismo asociado a él tradicionalmente) se reduce a lo anémico, quizá el mayor problema venga de la rigidez rítmica de los compases que puede resultar en conjunto uniforme y mecánica.




Les Musiciens du Louvre Grenoble han sido consagrados por Marc Minkowski con un sonido de carácter inquisitivo sin llegar a ser (o querer ser) confrontacional: protagonistas las severas cuerdas (12.10.7.7) mientras los espectrales vientos las circundan buscando fisuras por las que penetrar. Los timbres del período dan a las maderas un tono más ronco y tenue, y los metales de pabellón estrecho añaden profusión de color. La resplandeciente grabación en vivo en la Vienna Konzerthaus (Naïve, 2012) transparenta la línea contrapuntística en fusas (andante con moto, cc. 103-110, en segundos violines antifonales, violas y oboes) de influencia explícitamente beethoveniana (en concreto, su 2ª Sinfonía). El par de movimientos se conciben como un reflejo especular que subraya el clasicismo de los ritmos petulantes e insolentes.




Se han propuesto diversos intentos de reconstrucción del resto de la sinfonía, algunos llegando a utilizar redes neuronales profundas. Tradicionalmente la más utilizada es debida al compositor Brian Newbould, que completó, armonizó y orquestó el esbozo pianístico del desafiante scherzo, y utilizó como último movimiento el extendido entreacto de Rosamunde, también en si menor, con forma sonata, instrumentación pareja y con relaciones temáticas a los movimientos conservados, que se cree fue reciclado por Schubert con tal fin a principios de 1823 para un encargo remunerado económicamente y que además le abriría (teóricamente) las puertas de los más prestigiosos teatros vieneses (cosa que no ocurrió). 
Pasando rápidamente por la superficialidad interpretativa de Neville Marriner (Academy of St. Martin in the Fields, Phillips, 1983), tampoco Charles Mackerras va más allá de comunicar una precisa presentación de la partitura, moderada en escala, con el detallismo y ligereza textural de los instrumentos originales de la Orchestra of the Age of Enlightenment (Virgin, 1990), especialmente en la sección trio del scherzo, donde los vientos aportan frescura; los cambios abruptos de tempo en el último movimiento son explicados por Mackerras mediante el mantra “mi director favorito es Furtwängler”. Yo no alcanzo a ver por ningún lado la tragedia. Demasiado boxeo y escasa poesía.


De mayor sofisticación es la intervencionista solución de Mario Venzago (Sony, 2016) para dar coherencia a la sinfonía: En primer lugar rescata diverso material incidental de Rosamunde creando dos diferenciados tríos para el scherzo, y en segundo lugar (para el movimiento conclusivo) restaura los requerimientos formales de un rondó finale: para ello introduce la frase ascendente introductoria del entreacto dos veces durante el movimiento, en la exposición y en el desarrollo. Muy rápido (su modelo es la Eroica) el Allegro moderato (con los primeros compases –el primer sujeto en cellos y bajos al unísono, que Venzago también convoca justo antes de la coda en el movimiento final– a la misma velocidad que el resto del movimiento, algo poco común), diferenciándolo del siguiente. El concepto del andante con moto es fluido pero teatral, enfatizando su fragilidad episódica, con los pizzicati verdaderamente pulsantes en nerviosa agitación (contrastando con el anodino scherzo). La sucinta nómina de las empastadas cuerdas de la Kammerorchester Basel (7.6.4.4) nos acerca a la ligereza haydiniana de sus primeras sinfonías sin renunciar a dinámicas enérgicas. Sobresaliente toma sonora, en concierto, con los planos sonoros palpables.





Una nueva reconstrucción se añade a las comentadas. Realizada por Nicola Samale y Benjamin-Gunnar Cohrs, completando con un breve (y escuálido) trío el scherzo y asumiendo el entreacto primero de Rosamunde como movimiento final para la sinfonía. La urdimbre parece añorar un carácter pastoral para la música, reduciendo al mínimo los contrastes entre movimientos: texturas ligeras con inocentes maderas y funestos metales. Stefan Gottfried comanda la primera grabación de este Concentus Musicus Wien post-Harnoncourt, para la cual se han seleccionado 26 miembros estupendamente grabados con gran impacto dinámico (Aparté, 2018).


Handel: Messiah

El Mesías no existe; o, al menos, un único Mesías. Desde su composición en 1741 Handel reformó, traspuso, revisó, enmendó y reemplazó unos números por otros prácticamente en cada representación (su gestión era para él tan importante como la composición), en su mayoría cambios dictados por las características vocales de los solistas disponibles. Y es que, además de músico, Handel era un hombre de negocios, promotor y empresario, que se hizo enormemente rico invirtiendo en bolsa.

Tras el éxito inicial en Dublín, la obra topó con la indiferencia del público londinense e incluso la rotunda hostilidad de la jerarquía anglicana que consideró sacrílega la representación de textos bíblicos en un teatro “a Playhouse… venue for light and vain, prophane and dissolute pieces”, no como “an Act of Religion, but for Diversion and Amusement only”. Sólo a partir de 1750 se estableció como tradición obligatoria de la temporada musical, luego como banda sonora de un imperio, para llegar al icono cultural y monumento nacional que es hoy en día.

Tras El Mesías Handel no regresó a la ya declinante ópera, que le había ocupado más de 30 años de paganismo y sin la cual el oratorio es inconcebible. Compuesto en solo tres semanas sobre un libreto de Charles Jennens, con la historia presentada por los solistas y el coro (verdadero protagonista de la obra), sin prácticamente formato narrativo, más pomposa que ferviente, y con un extenso catálogo de estilos, desde el fugado al coloso armónico, aplicando técnicas teatrales seculares dentro de las convenciones de una historia sagrada sin escenificación. Los aparentemente comunes cuatro solistas en las claves de soprano, alto, tenor y bajo, no fueron contemplados por Handel ni en la década precedente ni en la posterior.

El color orquestal es comparativamente restringido, ya que de entre todas sus obras mayores es la única que en su partitura original omite partes para vientos. Para las posteriores representaciones londinenses simplemente dobla las cuerdas con oboes y fagotes; por consiguiente es aún más sobrecogedor el aporte de trompetas y timbales en los coros finales.

Cual ópera italiana contemporánea, El Mesías distingue entre el optimismo lírico de la Parte I (Natividad), la aflicción desesperada de la II (vida de Cristo), culminando en el glorioso triunfo de la III (Pasión y Resurrección).

Hay una fascinante carta al editor de The Musical Times en febrero de 1927 que reprocha la “inmensa velocidad” que Thomas Beecham había imprimido a una representación mesiánica, “ausente la sublime majestuosidad… en un ininteligible desplome”. A finales de ese mismo año Beecham registró esta primitiva grabación con su característica elasticidad rítmica (BBC Chorus & Symphony Orchestra, Membran). La carta acaba planteándose: “¿Qué ocurrirá si otros emulan a Sir Thomas o incluso avanzan en esta dirección?”. Antes de verlo, curioseemos por sus otras dos grabaciones, tan resueltamente diferentes en concepto e interpretación.

La rescatada por Allegro de 1947 rebasa lo teatral para adentrarse sin miedo en el musical hollywoodiano, con coros de diversos tamaños para los diferentes números (Royal Philharmonic Orchestra).
La de 1959 para RCA se basa en la gargantuesca orquestación de Eugene Goossens, incluyendo percusión, cañoneo de metales y arpa. The Royal Philharmonic Orchestra and Chorus (80 voces) deliran por atronadoras dinámicas, rítmicas vagas y afinaciones confusas, turbulentas cacofonías, sinfonías carnavalescas y… poesía excelsa. Como si de un Verdi blasfemo se tratara, los solistas cumplen con la extravaganza bizarra y perfectamente medieval en el equívoco sentido orffiano: perlada Jennifer Vyvyan (s), férrea Monica Sinclair (ca), descarado (e inmejorable) Jon Vickers (t), y colosal profeta de Giorgio Tozzi (b). Quizá el showman que era Handel hubiera quedado encantado con la experiencia. Imprescindible.






Hermann Scherchen fue un experimentalista que ofreció un gran número de premières de obras del S. XX y que nunca cesó de preguntarse por el estilo correcto con que la música pretérita había de ser interpretada. A tal fin realizó con la London Philharmonic Orchestra (Archipel, 1953) una pionera y radical grabación utilizando un autógrafo de Handel. Para sus contemporáneos los tempi sonaban extremos, la instrumentación, de cámara, y la noción, austeramente secular. Por ello es aún más asombroso su segundo registro de 1959: Nunca sabremos que pasó por la cabeza de Her Tijerillas para que algunos de los números doblaran su minutaje; por ejemplo el aria If God Be For Us pasa de 4:48 a 9:59 (y sigue maravillando en su lugubriosidad perversa). Pierrette Alarie (s), Nan Merriman (ca), Léopold Simoneau (t), y Richard Standen (b) navegan entre el legato de las cuerdas expresionistas de la Wiener Staatsoper y la solemnidad teutónica, semper ampulosa, semper musical, junto a un bajo continuo estoico y en todo momento nítido. Una sobriedad… me atreveré a decirlo… leonhardtiana. Lástima que el Wiener Akademie Kammerchor no esté a la altura, como expone soberbiamente la toma sonora (Westminster).






La importancia evangélica de la que dota Malcolm Sargent al mensaje hace irrelevante la (no) adecuación del estilo, masivamente victoriano, sin intentar participar de las convenciones dieciochescas, sin trinos, cadenzas o appoggiaturas añadidas, ni ritmos con puntillo; solo las notas y nada más que las notas escritas, lo que le da un poderío sentimental sin parangón. La Royal Liverpool Philharmonic Orchestra, espaciosa de tempi, fluye por la orquestación a gran escala del propio Sargent “unhesitatingly adopting any good ideas from earlier, experienced editors” (como por ejemplo un tal Wolfgang Amadeus), que incluye unos coloridos clarinetes. Para los coros emplea un centenar de personas de la industrial Huddersfield Choral Society porque, según él, ningún otro coro de Europa lo cantaba con suficiente fuerza –Harnoncourt lo recordaba risueño: “Las mujeres eran como tanques, cuando abrían la boca, la sala temblaba”–, que funcionan mejor en los números masivos que en los de agilidad. Excelente el bel canto: Elsie Morison (s), Margaret Thomas (ca), Richard Lewis (t), John Milligan (b), sensiblemente acompañados por Sargent. El órgano es utilizado profusamente como continuo para intentar restablecer el equilibrio. La toma sonora sorprende por su amplia espacialidad (EMI, 1959).






Hay un placer adúltero en olvidar por una noche los mandatos historicistas y retozar en las sábanas espesas de la Philharmonia Orchestra. Los contrastes dinámico–dramáticos, numerosos y hasta extremos (For unto us a Child is born) del ardor coral bordean la lascivia. El incesante vibrato no hace sino prolongar el goce. La gran liederista que era Elisabeth Schwarzkopf (s) profundiza en la expresión dramática del texto; en O thou that tellest good tidings la suave Grace Hoffman (ca) reemplaza sus notas largas con escalas descendentes de corcheas, contrastando con el granítico y selecto bajo continuo; Nicolai Gedda (t) arriba a un nivel épico, Jerome Hines (b) se corona napoleónico, y el gran Otto Klemperer se emplea con carácter en busca de la catarsis metafísica. El fin de una época (Warner, 1964).






Si en 1784 la reunión de 500 ejecutantes fundó la experiencia mesiánica de “mejor cuanto más grande” hasta magnificarse en 1869 con una representación con 10000 voces y 500 instrumentistas, en 1966 Colin Davis progresó hacia la interpretación musicológica (atención, la crítica contemporánea de Gramophone avisaba de que a ciertos oyentes podía resultarles “faintly sacrilegious”): Frescura y vitalidad estallando las costuras de la London Symphony Orchestra en un formato reducido a 31 cuerdas, igualando el número de voces del ágil coro, con tempi progresivamente alla breve e inicio de la ornamentación vocal. Eso sí, aún rítmicamente inflexible. Para mantener su tesis de que “el Mesías es un producto del mundo de la ópera italiana”, Davis procura abundantes efectos dramáticos como decoraciones y anacronistas dinámicas (la repetición de la obertura francesa en sordina), espesa las secciones de cuerdas produciendo artificiales diferenciaciones de ripieno (Pifa) y regresa al problemático ritmo con puntillo a la francesa (esto es, alargar la nota con puntillo en detrimento de la duración de la nota siguiente), más vivo y expresivo, pero menos emocionalmente adherido, y que nadie desde Beecham había empleado. Asimismo todos los solistas van reduciendo la carnosa estética anterior: radiante Heather Harper (s), tormentosa Helen Watts (ca), cuidadoso en sus gradaciones de tono John Wakefield (t), y sibilino John Shirley-Quirk (b).






En grabación paralela a la de Davis para Philips, Charles Mackerras aplica floreados ornamentos (gracias en la denominación dieciochesca), trinos, mordentes, appoggiaturas, grupetos por doquier, y no solo los prescritos en la edición ad hoc de Basil Lam, sino que además se incentivó a los solistas a que improvisaran sobre la marcha; obviamente las improvisaciones del tutti son más difíciles de defender –y atufan a reescritura, aunque no tanto como en la excéntrica lectura de Bonynge–. La English Chamber Orchestra (8.7.4.4) se suplementa con doce maderas en los grandes coros que suenan algo menos claros por los forzudos Ambrosian Singers (10.10.8.10). Cautivadora Elizabeth Harwood (s), triunfante la calidez de Janet Baker (ca), delicado Paul Esswood (contratenor) que contrasta con el metal baritonal de Robert Tear (t), e impresionante el empuje profundo del chainsmoker Raimund Herincx (b). Aún permanecen el espesor de las secciones de cuerdas y ritardandi románticos en los últimos compases de algunos números. Peculiar continuo, incluidos clave y órgano, a veces a la vez (EMI, 1966).






A los críticos de 1976 les costó asimilar la “falta de nobleza y grandeza” y los rápidos tempi que proponía Neville Marriner en el registro de la representación londinense de 1743 preparada por el clavecinista de la Academy of St. Martin in the Fields, un tal Chris Hogwood. Cual concerto grosso con voces, con grupos instrumentales aligerados y articulación más viva, pero con las cuerdas amuebladas con untuoso vibrato. Los solistas cuentan con la simplicidad embelesadora de Elly Ameling (s), una plácida Anna Reynolds (ca), un soleado Philip Langridge (t), y un correcto a secas Gwynne Howell (b). La toma sonora de Decca antepone la orquesta a los coros, algo apagados en presencia pero no en convicción, salpicados con piruetas del órgano.






Christopher Hogwood alineó en 1979 por vez primera todos los criterios musicológicos: un coro handeliana y rigurosamente masculino, un conjunto de instrumentos originales con el tamaño y la técnica adecuados, y una edición pertinente a las intenciones del autor. The Academy of Ancient Music comprende unas cuerdas (8.7.6.3, muchas de ellas historia viva del instrumento) cuyas características tonales empastan felizmente con el pequeño Christ Church Cathedral Choir Oxford (16.5.5.5), brillante en su impactante línea superior (con su diferenciada reverberación eclesial) en números como For unto us a Child is born o en el esplendoroso Hallelujah. Hogwood había preparado la edición para el registro de Marriner, pero al no poseer sus derechos eligió la versión posterior que Handel modificó para el castrato Gaetano Gudagni: se esperaba contar con James Bowman para la grabación pero la faringitis crónica que padecía el contratenor obligó el cambio a la versión de 1754 que requiere de cinco solistas, incluyendo una segunda soprano: serena Judith Nelson (s), angelical Emma Kirkby (s), implorante Carolyn Watkinson (ca), acertadamente madrigalista Paul Elliott (t), y glorioso David Thomas (b). La estricta claridad se ve inmersa en un flujo muy natural, si bien hay más de instrucción didáctica que de experiencia emocional. Con la reciente remasterización suena mejor que nunca, fresca e inmediata (L’Oiseau-Lyre). Puede que cuarenta años después la radicalidad inicial haya dado paso a una sensación de cierta tibieza métrica, pero su impacto supuso un verdadero espaldarazo económico a este movimiento y cambió el rumbo de la fonografía.






No conozco ninguna grabación más desafortunada de Nikolaus Harnoncourt que su Mesías de 1982 (Concentus Musicus Wien, Teldec). El conde Graf de la Fontaine und d’Harnoncourt-Unverzagt exalta la sorpresa espasmódico-rítmica y se despreocupa del color, queriendo persuadirnos de que lo cotidiano en el Londres de 1740 eran los Tristam Shandys y no las Pamelas o Clarissas.






El Monteverdi Choir es el coro de cámara (11.7.7.7) por antonomasia, impecable, vigoroso, rítmicamente superlativo, cada línea vocal diáfanamente diferenciada; con esta herramienta John Eliot Gardiner subraya con precisión el claroscuro pictórico, dejando como secundarios los aspectos rítmico y textual. Poco dogmático, Gardiner emplea efectos teatrales como el staccato francés muy marcado en la Sinfonia, la Pifa en tempo de musette, la articulación vocal en los English Baroque Soloists (6.5.4.2), los crescendi anacrónicos, y libera expresivamente a los solistas: La emocionada Margaret Marshall (s) contrasta con la neutral Catherine Robbin (ca); ejemplarmente purcelliano Charles Brett (ct), soberbio en su pequeño volumen Anthony Rolfe Johnson (t), y fantástico el wagneriano Robert Hale (b). Gardiner nos descubre la marcación dinámica de la partitura para comenzar gentilmente con la cuerda el Amen o el Hallelujah y contemplar sus maravillas celestiales. La presencia del órgano es frecuente al continuo, en ciertos momentos camerístico, como en If God Be For Us, donde se camela una sonata da chiesa (Philips, 1982).






Handel tuvo, inevitablemente, la formación de un organista catedralicio tedesco. Y ése es el punto de partida del registro de Ton Koopman con The Amsterdam Baroque Orchestra editado a partir de conciertos en vivo (Erato, 1983). La transparencia minimalista de las texturas (3.3.1.1) y la necesaria comprensión del texto arrojan la quietud y precisión de una cámara oscura. El coro de 18 voces (un joven grupo quasi-amateur llamado The Sixteen) equipara su rigor camerístico al de un continuo al que se otorga un rol protagonista (esos arpegios característicos de la escuela holandesa), igualando su peso al del resto instrumental. Los solistas respetan el reposo ceremonial –pastoral Marianne Kweksilber (s), narrativo James Bowman (ca), gentil Paul Elliot (t), maravilloso el bajo Gregory Reinhart– ornamentando incisiva y ricamente, en ofrecimiento al padre espiritual Gustav Leonhardt.






Trevor Pinnock siempre se mostró como un pilar conservador dentro de la nueva ola de historicistas británicos, con tempi pausados y articulación lírica como brexit suave al peligroso continente de los instrumentos originales. Tal como Handel, hace danzar desde el clave a un English Concert (6.6.4.4) que chisporrotea y crepita, y unifica ritmo y color de manera muy tradicional y piadosa en muchos aspectos, incluso pomposa en la Sinfonia. El coro mixto asociado es todavía amplio (10.7.7.8) y Pinnock lo empasta en una textura global. El volumen de los solistas corrobora la supremacía comunicadora frente a la estilística: expresiva Arleen Augér (s), deslumbrante Anne Sofie von Otter (ca), perfeccionista y reservado Michael Chance (ct), elástico Howard Crook (t), empleando el vibrato como decoración, y John Tomlinson (b), un Wotan reencarnado, sepulcral en sus lóbregos vagabundeos cromáticos. Y como si fuera Sargent redivivo, Pinnock ordena un marcial embate de percusión y trompetas en Hallelujah y Amen (Archiv, 1988).






William Christie (Harmonia Mundi, 1993) aromatiza la partitura con fragancias francesas en la tímbrica homogénea de Les Arts Florissants (7.6.4.4) y su conjunto vocal asociado (distribuido en un extraño 10.5.4.6). La condición coral es faureniana, de un dramatismo relajado, por no decir velado, dentro de una narrativa continua, cada número siendo parte de un crecimiento orgánico hacia el siguiente, mientras los misterios se van desvelando espontáneamente. Mejor el exquisito cuarteto –deliciosas las sopranos Barbara Schlick y Sandrine Piau, suntuoso Andreas Scholl (ct), Mark Padmore elocuente en el uso de los silencios (t)– cerrado por un débil pero animoso Nathan Berg (b).






Paul McCreesh se aparta de sus habituales y masivos proyectos reconstructivos y plantea una óptica de contemporaneidad caracterizando el texto como un góspel, como si fuese un musical finisecular del West End. Aunque el resultado es inestable, esquizofrénico en los tempi, con su teatralidad inclinada peligrosamente hacia exageraciones enfáticas, resaltan aciertos plenos como la sensible contribución del tenor Charles Daniels o la desafiante y fogosa soprano Susan Gritton, pero parece discutible la conjunción de los otros solistas –Dorothea Roschman, de inextinguible vibrato (s), la embriagadora Bernarda Fink (ca), el extenso Neal Davies (b)– con sus conjuntos especializados: los trepidantes Gabrieli Players (8.6.4.3, más los estupendos ocho vientos que doblan) y el Gabrieli Consort (8.6.5.5) siempre dúctil y virtuoso, tonalmente desequilibrado hacia los agudos. La pifa, en su formato más breve, pierde su contenido emocional y se transforma en una mera introducción al recitativo siguiente (Archiv, 1996).






La pulida, delicada e hialina lectura de Masaaki Suzuki, basada en la representación londinense de 1753, consagra una reverencial espiritualidad (quizás no pretendida por el autor), transmitiendo con rigor el mensaje evangélico. El Bach Collegium Japan compila con tranquilidad sus 21 voces y el fagot añadido barniza de intensidad bachiana al continuo. Los solistas japoneses parecen rezar sus textos –aniñada Midori Suzuki (s), Yoshikazu Mera (ct) formidable en su registro grave, ornamentando siempre con respeto al texto, perfecto en If God Be For Us–, mientras los ingleses contrastan por su enfoque dramático: enigmático John Elwes (t), y estentóreo David Thomas (b). La amplia y cálida resonancia redondea este devocional discurso (BIS, 1996), con la misma docilidad de pulso de las Pasiones.






Marc Minkowski reconoce en las notas al disco que jamás había dirigido el Mesías anteriormente a este proyecto (Archiv, 1997), grabado como banda sonora para una película. Quizá la ruptura de los límites de velocidad sea una imposición del productor para acomodarse al metraje, ya que no parece haber justificación histórica para que Les Musiciens (7.7.4.6) et Choeur du Louvre (11.8.8.10) troten frenéticos, por ejemplo, sobre la marcación andante en O thou that tellest good tidings. La larga e ilustre concurrencia de solistas (Dawson, Heaston, Kozená, Hellekant, Asawa, Ainsley, Smythe y Bannatyne-Scott), entendible para darse relevos, galopa con júbilo atlético.






Edward Higginbottom recrea con gozo las interpretaciones londinenses de 1751, cuya característica diferenciadora es el uso de niños –Henry Jenkinson (s), Otta Jones (s) y Robert Brooks (s)– tanto en los coros como en las arias para soprano. La discreta ornamentación y la apagada proyección de palabras y emociones de los solistas adultos –magistral Iestyn Davies (ct) en If God Be For Us, heroico Toby Spence (t), avispado Eamonn Dougan (b)– son rectificados con mayores dosis de acentuación en los robustos y divinos timbres del Choir of New College Oxford (15.6.5.7). The Academy of Ancient Music (6.4.2.3) es llevada con elegancia a ritmos pacientes y dinámicas blandas (Naxos, 2006).






René Jacobs (HM, 2006) arriesga todo tipo de arbitrariedades en tempi y ornamentación buscando escenificar una virtual ópera evangélica. La tensión cinemática, la expresión gestual, el manierismo perturbador, la invención de pausas y efectos diminuendi-crescendi, el fraseo microscopista, desconciertan el significado doctrinal. Los solistas –arrolladora Kerstin Avemo (s), refinada Patricia Bardon (ca), virtuoso y florido Lawrence Zazzo (ct), autoritario Kobie van Rensburg (t), e impetuoso Neal Davies (b)– y el Choir of Clare College Cambridge (33 voces mixtas) pelean entre el contenido textual del libreto y la articulación staccata y las dinámicas dictadas por Jacobs. Asimismo, el uso efectista del arpa, laúd y otros retos iconoclastas se desvían del dogma religioso. A pesar de todo el protagonismo lo roba el fabuloso Freiburger Barockorchester coloreando cuerdas (6.5.3.3) y vientos. Las fuentes contemporáneas nos hablan del Mesías como un “entertainment”, y, en efecto, como buen cine de aventuras, Jacobs nos divierte y enseña (pero agota).






John Butt y el Dunedin Consort (estricto coro de 13 almas) y Players (4.3.2.2) confieren una diligencia inaudita a la representación original dublinesa de 1742, adaptada a las fuerzas locales (y donde se solicitó a las damas no asistir con miriñaque para maximizar el espacio público). A la manera catedralicia, los siete solistas forman el núcleo del coro, mucho más fervoroso, recóndito y flexible de lo habitual, focalizado en la comprensión del texto, con sorprendente e iluminadora claridad armónica. El adiós al histrionismo vocal da como resultado un sonido moderno, casi contemporáneo. La inocente nómina de solistas puede decepcionar por su tenuidad: tensa y limitada Susan Hamilton (s), folckórica Annie Gill (ca), reservada Clare Wilkinson (ca), esforzado pero endeble Nicholas Mulroy (t), comprometido y rocoso Matthew Brook (b). La cercana toma sonora permite apreciar el rol de Butt como clavecinista de manera acusada (Linn, 2006).






A Harry Christophers no le falta experiencia: Centenares de representaciones del Mesías en décadas como choirmaster y cuatro grabaciones (y media, ya que prestó el coro a Koopman) hasta la fecha. La realizada para Coro en 2007 propone sólidos solistas, las féminas más ornamentadas: chispeante en su coloratura Carolyn Sampson (s), omnipresente de vibrato Catherine Wyn-Rogers (ca), comunicativo Mark Padmore (t), y espontáneo Christopher Purves (b). El Sixteen Choir (mixto, organizado en 6.4.4.5) aglutina entonación pétrea, dicción irreprochable, perfecta conjunción y potencia homofónica cuando es requerida. The Sixteen Orchestra (7.6.2.2) se arropa con una prominente contribución de los oboes. Pero, alas, Christophers despliega poca imaginación (salvo la tiorba que ilumina el continuo), escasa hondura dramática y sus dinámicas tienden a la planitud.






Frieder Bernius dedica una aproximación suntuosa y opulenta a pesar de los instrumentos originales de la Barockorchester Stuttgart, con tempi gentiles, moderada en dinámicas y solistas de controlado vibrato: persuasiva Carolyn Sampson (s), lánguido Daniel Taylor (ct), luminoso Benjamin Hulett (t), y baritonal pero no escaso de graves Peter Harvey (b). La edición a cargo de Ton Koopman contiene todas las alternativas que se conservan y deja pues a cargo del director su elección; sin sorpresas en este caso. No así en la articulación a la antigua en la Sinfonia. La pronunciación coral (30 almas mixtas del Kammerchor Stuttgart) aunque difuminada en su urdimbre tímbrica multicolor, proyecta sus ornamentaciones integradas debidamente en el significado del texto (Carus, 2008).






Stephen Layton presenta la versión de 1750 tal como fue interpretada en el concierto de 2008 en St. John Smith Square, término de una secuencia de representaciones navideñas allí a lo largo de quince años. Destaca su sentido casi cinematográfico, liberal en dinámicas, variado en tempi y ornamentación, pero en última instancia íntimo, donde el dramatismo se alcanza por el buen uso del blanco y negro en un pequeño cine-club y no por los extenuantes efectos 4D de una agitada proyección-inmersión: Escúchense en este sentido las arias donde, a modo de cantata bachiana, se deja a solo la línea de los violines. La Britten Sinfonia (6.5.2.2) no es un conjunto historicista, pero sí muy versátil, capaz de adaptar su muelle sonido clásico al barroco con una sutileza que comparte con el coro intitulado Polyphony (9.7.8.7), de dicción cristalina y agilidad felina. El cuarteto solista es admirable: serena Julia Doyle (s), conmovedor y prístino técnicamente Iestyn Davies (ct), distinguido Allan Clayton (t), y temperamental aunque escaso de graves Andrew Foster-Williams (b). Amén como letanía, calmadamente introducido por secciones a capella. La toma sonora de Hyperion suena igualmente fresca y dinámica en su refectorial acústica.






Hervé Niquet ha llegado a proponer experimentos proustianos colocando difusores de fragancias entre el público en sus interpretaciones escénicas del Mesías; así pues, en esta grabación dinamita con insolencia la tradición reverencial más arraigada de las últimas décadas y regresa imparable al campo de batalla operático, ya que “aún sin disfraces ni decorado es una ópera sagrada”. Con unos efectivos menores a los que dispuso Handel (15 violines por solo 10 de Le Concert Spirituel: 5.5.3.3) recrea la versión de 1754 con los cinco solistas prescritos: pirotécnica Sandrine Piau (s), dulce Katherine Watson (s), exquisita en destreza pero laxa Anthea Pichanick (ca), seductor Rupert Charlesworth (t), Andreas Wolf (b) de voz desenvuelta, y propone como sexto personaje al coro (mayor que el de Handel: 27 por 19: 9.6.6.6). La Pifa es secularizada en apenas once compases, mostrando rústicos pastores en vez de idílicos ángeles. El estilo danzarín de dirección de Niquet se extiende a su raudo criterio musical, con diferenciación entre solo y ripieno, y a la variación de dinámica en frases repetidas, lo que quizá no debilita pero sí transforma el mensaje evangélico. Coro texturizado, rico tímbricamente, alejado del empaste único de tipología inglesa, con ataques suaves que le dan un aire monástico. Niquet abandona el purismo y antepone la pasión a la pericia: El abandono, la agitación y la urgencia del coro en He trusted in God se pausan en un sereno y triunfante Hallelujah con efectos de eco. El resonante y espacioso registro de Alpha (2016) nubla la pronunciación del coro.



Beethoven: Symphonie no. 7

Formalmente conservadora (aunque el desarrollo armónico estremece la estructura, racionalizando su inestabilidad), indiscutiblemente abstracta (con sonidos autónomos del sentido narrativo), festiva sin duda, el emblema primordial de la 7ª Sinfonía (1812) de Beethoven es el ritmo, subordinándose cualquier otro factor en esta inmensa maquinaria de ingeniería musical de bloques sonoros interconectados.

1 El Poco sostenuto–Vivace se abre con una mayestática introducción (cc. 1-62) que, a base de ambiguos acordes y corcheas ligadas siembra el germen rítmico, melódico, armónico e instrumental no sólo del allegro vivaceal que preludia, sino también de la sinfonía por entero. La modesta pero efectiva transición se condensa en un tema cuya imprompta telegráfica permea en forma de ostinato al resto del movimiento, desarrollándose y progresando en tonalidad, tratamiento y orquestación en una iconoclasta sonata de palpitante pulso procesionario.

2 Allegretto. De acuerdo a los libros de conversación de Beethoven éste utilizaba en sus diálogos cotidianos la métrica de la poesía clásica tales como hexámetro, pentámetro yámbico, dáctilo o espondeo. Precisamente en estos dos últimos está basado el ritmo del allegretto: una sucesión repetida e imperturbable de una negra, dos corcheas y dos negras, un ritmo ceremonialy obsesivo al que se subyugan las melodías, oscilando incesantesentre mayor y menor. Un simétrico acorde de armonía irresoluta parece el único modo de concluir dejando al oyente en suspense y ensoñación del misterioso canto susurrado, que solo aparece lento por el contraste a sus vecinos.

3 El lúdico Presto–Assai meno presto se propulsa mediante veloces y jocosas secciones, variando sin cesar dinámica y textura. El trio se inserta en dos ocasiones (cc. 153-240 y cc. 413-500) y en dos tonalidades diferentes; todavía centro de la sinfonía, posee un carácter estático por sus extendidas y resonantes notas pedal en la mayor.

4 El Allegro con brio es una saturnalia volcánica en sus elementos desencadenados, la violencia de los timbales napoleónicos, la persecución en bacanal de los instrumentos y la consiguiente rotación de frases entre secciones, la dionisiacacomplejidad de los ritmos: un sujeto martilleante y maniaco acentuado en el pulso natural, acompañado de sforzandien el tercer pulso (en metales y percusión) y cuarto pulso (en maderas) todo ello cohesionado con reminiscencias de temas secundarios de los movimientos previos. Y a pesar de la insistente sincopación y la vertiginosainercia muscular no deja de desprender un hálito (intoxicado) de danza haydiniana.


Superada la obsesión de la urgencia sobre el contenido, la Sinfonía en la representa la coronación de la habilidad técnica, de la disciplina inventiva, del impulso luminoso de la creatividad en sí misma. Con este alborozo de ritmos Beethoven ha aceptado la lucha y la decepción como parte de su vida y ha aprendido a disfrutar el triunfo sobre ellos.






Nota previa: En aras de la claridad los directores reseñados en anteriores entregas no tendrán cabida en esta homilía de carácter cíclico. Naturalmente que sus versiones son tan extraordinarias como las que se citan a continuación.

La ilustre devoción a la bebida de Franz Konwitschny (en la previa de un concierto se le computó la ingesta de 6 botellas de champagne) le valió el sobrenombre de Konwhiskey entre los profesores de la Leipzig Gewandhausorchester (había sido su director musical desde 1949 y su nivel de comunicación con la orquesta rivalizaba aquellas de Szell y Cleveland o Karajan y Berlín); ya en el podium, obviamente relajado y espontáneo, utilizaba una batida expansiva e imprecisa, pero que conseguía un reflejo sonoro categórico, conciso y cartesiano. Dicha orquesta ostenta una sostenida tradición beethoveniana como demuestra que ya en la temporada 1825-1826 la Gewandhaus ejecutó la première del ciclo completo de sus sinfonías. Sus características aristas de obsidiana incluyen masivas aunque flexibles cuerdas, metales abrasivos y unas heterogéneas maderas con un timbre oriental muy definido. Debido a tal colorido individualizado, la textura orquestal nunca torna homogéneamente aburrida.
El tempo klemperiano del primer movimiento no corresponde a la marca vivace de la partitura, pero Konwitschny energiza la excitación al borde del desboque; la estructura se remarca por el escrupuloso (y desacostumbrado en su época) respeto a las repeticiones.En el pasaje que comienza en el c. 142 (cuerdas en pianissimo, con interjecciones alternas de oboe y bajos) el ritmo es retenido con tal desafuero que parece que los bajos nunca conseguirán retomar su pleno impulso.
En el orgánico allegretto destaca su rústica concepción, con las semicorcheas martilleadas sin piedad en las cuerdas mientras las maderas reexponen el tema de apertura marcado piano y dolce (c. 150 y ss.); la sección fugada (estipulada pp, cc. 183-210) raya en lo inquietante.
Ya en el scherzo resalta el bohemio swing de los compases blanca-negra; en el trio la tensión es mantenida por el preciso control rítmico de las corcheas finales en cada compás (y que a menudo se dejan de lado). La nota pedal de la pareja de trompas en su sección central (c. 186 y ss.) semeja un auténtico mugido animal.
Radiante finale, de fraseo rítmico especiado por ataques persistentes en los principales acentos. El efecto se dilata por la repetición de la exposición que genera tempranamente una enorme agitación que se liberará en la apoteosis final.
Ejemplo paradigmático del Beethoven poderoso de la vieja (que no difunta) escuela germánica de Weingartner: grandeza dramática y soberbia crudeza instrumental. La toma sonora omni-dimensional envuelve la pasmosa y colérica amplitud dinámica en un leve manto de soplido de fondo (Edel, 1959).






Las míticas grabaciones de estudio de Carlos Kleiber solo se ven superadas por aquellas otras procedentes de sus escasos conciertos, donde poseído de un vigor prometeico representa el Teatro sinfónico: un espectáculo febril y exaltado, conjugando la insalubre precisión szelliana por la atención rapsódica con la visión arquitectónica (hay que hacer constar la omisión de las repeticiones en las exposiciones de los movimientos extremos).
La Bayerisches Staatsorchester aporta su extraordinaria intensidad, corporativa e individualmente: Magnífica contribución de los timbales, claridad pictórica de las maderas. El incomprensible pero hay que ponerlo en la situación de los violines (todos a la izquierda, snif), lo que disminuye su incandescente impacto.
Ya el arranque se presenta atléticamente cantelliniano, con el idiosincrático acorde de apertura no al unísono, sino desplegándose como una cortina operística. La refulgente transición al vivace 6/8 quizá peca de neutralidad apolínea, contrastando con la persistente acentuación, vibrante y fogosa, que nos conduce sin aliento al pasaje en secuencia del desarrollo, desenfrenadamente tchaikovskiniano en metales y cuerdas (cc. 201-219). Justo después de la fermata en el tutti(c. 300) oboe y cuerdas malogran el alarmante quebranto al do mayor. Demoniacos los accelerandi y rallentandi, por ejemplo en los cc. 319-322; dicho lo cual, el movimiento posee la inercia de una locomotora Big Boy.
Sentido y sensibilidad en el escénico allegretto, de articulación tensa, alerta y expresiva; el pulso a la breve inhibe el perfil lírico, transmutando el carácter sombrío y oscuro del contratema en violas y celli (c. 27 y ss.) a otro elegante y distanciado (y con las notas de adorno minimizadas, gentlemanlike). Desmesurado el crescendo (c. 51 y ss.) desde los delicados pianissimi empleados en el comienzo. Finaliza con un coqueto (y controvertido) pizzicato, emulando a su padre (en otra lectura legendaria sobre la cual se modela ésta, aspecto nada extraño teniendo en cuenta que Carlos utilizaba las partituras anotadas de Erich), que en una temprana investigación sobre el manuscrito descubrió que la marca a lápiz “arco” era una aportación posterior apócrifa.
El scherzo galopa irrefrenable: en los cc. 203-210 (y en cc. 463-470) estridula una figura introducida por las trompas a la que se añaden las maderas con una trayectoria que cada dos compases adquiere sabor de síncopas. Nadie las destaca demasiado, pero su sentido no le pasa por alto a Kleiber, que incluso parece acentuarlo más de lo necesario para que sea advertido como tal; y es importante porque el afán que se genera en estos 7 compases está compensado enseguida por la explosión en fortissimo. El trio se emplea para descansar la montura: poco expresivo, sin matizar como prescribe la partitura la línea del violín.
El tempo del finale difiere del de su padre (lento, ya que clamaba que la melodía es una danza austriaca folcklórica y debería ser tratada como tal). La pérdida de tensión cuando las maderas toman el saltarín segundo sujeto, Carlos la justificaba otorgando mayor relieve a la ininterrumpida línea de los violonchelos en ese momento (c. 363 y ss.) que marcan con insistencia el subrayado rítmico de la secuencia, una de las grandes genialidades de esta sinfonía; paulatinamente las coloridas trompas van ganando posiciones hacia el frente hasta que destellan incontenibles entre el lienzo general en el tornado de la coda, hasta el pleonasmo de la frase final donde se aúnan a la aceleración de los compases finales.
Orfeo ha editado este único concierto del 3 de mayo de 1982 (sin tomas complementarias que oculten los ocasionales ruidos, y de acústica poco resonante ya que el hall está lleno de público) con fantástico sonido, saturado de color, amplio, inmediato y muy detallado.Para aquellos que requieran los violines antifonales la grabación previa para DG (1976) se recomienda sola, eso sí, sacrificando romance por disciplina y velocidad.





La referencia conceptual de Daniel Barenboim es por supuesto la de Furtwängler (al que vio interpretar la obra siendo un niño): es decir, ajustar continuamente el tempoen aras de suscitar el drama y elucidar la estructura, sintiéndose depositario de la gran tradición wagneriana, de gran formato a la antigua, cantabile ma non danzabile. El instrumento cómplice de ese pasado es la Staatskapelle Berliner, una de las pocas orquestas que mantiene su rasgo personal derivado de la raigambre local: de sonido rotundo, avasallador, de barniz oscuro en las maderas, de contundente vibrato en las cuerdas que nunca sacrifica al resto de atriles. Los flexibles tempi decimonónicos, el interrumpido legato sobre las largas frases amenazantes, las transiciones y las pausas fueron ensayados a lo largo de tres años de conciertos previos.
Introducción fantasiosa, con la frase primera del Poco sostenuto muy lenta; dando arreones en las frases pares Barenboim hace crecer el sentido de anticipación, exigiendo la liberación que llega al cabo en el vivace. El final del grupo primario de la recapitulación (a partir del c. 287 hasta la transición c. 301) se desliza en un accelerandi desenfrenado.
Arranca elallegretto tan pausado (56 pulsos en vez de 76) que semeja un solemne, celibidachiano andante, dramática y densa reflexión musical, arisca batalla de claroscuros, interpretando con cuidado maternal cada compás por su relevancia armónica, con una profundidad grave y profunda que sin perder la tensión hace fluir la música. Cuando la voz de violas y chelos (c. 29-50) se escucha tan nítida como el procesional de los segundos violines en tenuto, parece que va a jugar la baza de la claridad frente al tempo de la tradición, pero la ilusión es momentánea: el contracanto desaparece del mapa sonoro con la entrada de los primeros violines (a partir del c. 51), pese a que los Kleiber nos han enseñado que es justo y necesario que dicha voz se siga oyendo. Misteriosa el aura de tragedia, con los pianissimi palpablemente graduados y la sinuosa línea de los celli emergiendo del inferno como en la cuarta cantata bachiana, a sólo un paso del contrapunto de La muerte y la doncella.
A un scherzopoco jaranero, walkirizado, sin nada de ligereza mendelssohniana, le sigue un abrasivo finale que comienza apresuradamente, las cuerdas articulando un tanto confusas (c. 5 y ss.); esta veladura de los dibujos, intencionada o no, permite que el desesperado impulso rítmico de los vientos irrumpa en las texturas.
En suma, Barenboim descarta el aroma dieciochesco y regala una experiencia beethoveniana inigualable en el panorama actual. Lástima la entubada toma sonora, como si estuviéramos sentados en la última fila de la sala de conciertos. Las maderas graves aparecen nubladas y los vitales violines antifonales solo se perciben en contadas ocasiones. La ausencia de dinámicas extremas hace sospechar de una manipulación artificial en busca de una doméstica zona media (Teldec, 1999). La solución alternativa es decantarse por la lectura con la West-Eastern Divan Orchestra (Decca, 2011), de similar concepto interpretativo y superior toma sonora.





Charles Mackerras amalgama la inspiración historicista de base (detalles de articulación, fraseo y dinámicas gracias al reducido tamaño de la Scottish Chamber Orchestra: tímbricas chispeantes -prominentes metales y tormentosa percusión- y diáfanas texturas -discreto uso del vibrato-) con leves y tímidos asentimientos a la tradición interpretativa que subrayan los momentos dramáticos, como el rallentandoen los acordes conclusivos de los movimientos, aunque evitando la pomposidad del pasado.
El dinámico allegroinicial mantiene un pulso ligeramente más lento de lo propuesto por el autor, pero esto propicia un carácter enfático y poderoso de los insistentes acordes que jalonan el progreso del movimiento. Hay que reseñar la frescura del solo de flauta anterior a la entrada del tema principal (c. 68 y ss.) así como la notoria importancia de las cuerdas en la tesitura media en el segundo sujeto de la exposición (cc. 89-108).
La severa presencia de los contrabajos en las tempranas declaraciones del tema (c. 3 y ss.) proporciona una desmesurada urgencia vital (Mackerras presumiendo de sus 80 joviales años: I can’t get no) al crescendoinicial del allegretto. También emocional si la música lo requiere: cuando las maderas roban el aliento en el pasaje marcado dolce en la sección en la mayor (c. 101 y ss.), como suave consolación después del lamento de la procesión funérea, lo hacen con una gentileza mágica negada a otras lecturas más energéticas y rigurosas. Solución intermedia al pizzicatofinal, usando el arco sólo en el último compás. Su ritmo profetiza el entusiasmo cinético del scherzo, donde, en busca de un mayor equilibrio estructural omite la repetición de la segunda parte del trio.
El finalees un modelo de control: intenso, bravo, siempre internamente equilibrado. Colorido abundante por la inclusión de un armónico contrafagot (ya que Beethoven dispuso de uno el día del estreno) en la coda.
Toma sonora cercana y focalizada, sin ruido de la audiencia (la grabación se realizó principalmente en los ensayos del Festival de Edimburgo en 2006), sin excesiva amplitud espacial o dinámica (Hyperion).





El movimiento historicista alcanza su culmen y adquiere un significado autónomo con lecturas como la siguiente: aparte de los timbres afilados y las texturas ásperas (recogidos de manera asombrosa en la grabación), la impronta radical viene en el carácter de Emanuell Krivine y en su atención a la sutil acentuación de cada compás, la flexibilidad del fraseo, la danza de contrastes exageradísimos.
Ya en los abruptos acordes de apertura sentimos la tensión que irá creciendo en el paso fluido. Las cuerdas (de vibrato escaso pero no inexistente) jamás fueron advertidas así en los sujetos de la exposición, al menos con esa rugiente presencia. Cuando Krivine prepara un clímax relaja el tempo (mínimamente) para acentuar el consiguiente crescendocon un toque de accelerando, como en el callado pasaje en la transición anterior a la coda (c. 300 y ss.). El fabuloso gruñido ostinato de los graves en la coda (nunca capturado de manera más elocuente -cc. 401-423-) sugiere los comentarios sobre la locura del compositor que hizo su colega Weber: “Con esta sinfonía, Beethoven declara estar listo para el hospital psiquiátrico. ¿He dicho ya que la toma sonora es sensacional?
La planimetría del párrafo inicial del allegretto nos advierte de su solemnidad ascética, demacrada a pesar del vigoroso tempo, que atesora instantes de sublime poesía como en el pianissimo del c. 43, aunque sin permitir la complacencia en los tramos en clave mayor. Calidez y elocuencia de los segundos violines cuando su unión con los primeros permite la plenitud de las texturas (c. 51). El etéreo fugado (cc. 183-210) se prolonga en unas nostálgicas maderas que doblan y se imponen en los compases siguientes.
Irrepresable prestodentro de su delicadeza. Krivine integra la llamativa sonoridad en la estructura, como en el airoso trio, construido sobre la nota pedal de la mayor, sostenida primero por los violines (c. 153 y ss.) y después en la culminación por unas trompetas que inundan el tejido sonoro (c. 211 y ss.).
Finale embriagador, de furiosa aportación del percusionista y abandono antifonal en la coda de un modo que la partitura parece exigir a grandes voces.
La toma sonora, recogida en concierto, deslumbra con una presencia anonadante, la espacialidad panorámica de los atriles de La Chambre Philharmonique, la minuciosidad del colorido en las maderas (Naïve, 2009). Y lleva al inconfesable convencimiento de que ésta es la manera en que la sinfonía debería sonar. Háganse cuanto antes con este disco maravilloso.






Nota final: Los veinte directores citados en esta serie beethoveniana parecerán pocos a los lectores aventajados. La lista podría ampliarse con otras interpretaciones que irremediable e indefendiblemente han quedado fuera. Para ellos propongo una serie de curiosas parejas de baile (o de cuadrilátero): Mengelberg-Norrington, Scherchen-Giulini, Reiner-Brüggen, Jochum-Abbado, pero el Beethoven perfecto siempre permanecerá un sueño lejano: lo que cuenta es la huida y no donde ir.


Sabido es que la extenuante planificación de los ensayos de Carlos Kleiber permitía luego en el concierto el gesto de aparente y jubilosa improvisación, de dominio hipnótico a base de gestos mínimos y gentiles. Aquí le tenemos conduciendo la Concertgebouw Orchestra de Amsterdam (Unitel DVD Rip, 1983) en lujosa pero externa pulcritud unánime del fraseo, ferviente pero premeditada, abrasadora pero nada espontánea.


Handel: Music for the Royal Fireworks

En la primavera de 1749 su gloriosa Majestad George II de Inglaterra dispuso la celebración del final de la Guerra de Sucesión de Austria. Para ello conminó al compositor real a elaborar una música capaz de acompañar el victorioso acontecimiento.
Se vendieron 12.000 entradas (a 2 chelines y 6 peniques) para el triunfal ensayo previo del concierto, lo que provocó un colapso circulatorio durante tres horas en el único puente que en la época cruzaba el Támesis. No obstante, la ceremonia fue aún más desastrosa, ya que la monumental arquitectura efímera que se había erigido en Green Park se incendió con los fuegos artificiales preparados para concluir la propagandística ocasión. Sólo la música se salvó de la lluvia, los rescoldos y el virtuosismo regio.

Por fortuna la partitura autógrafa que George Friederich Handel compuso para el evento nos indica las fuerzas que se dispusieron para superar el pandemonium: 24 oboes, 12 fagotes, 9 trompetas y otras tantas trompas y 3 pares de timbales (además de 4 decenas de cuerdas que Handel incluyó a pesar de la mayestática voluntad que pretendía solo instrumentos marciales), aunque después la obra se reorquestó cabalmente para su publicación y las siguientes representaciones en la corte.

La galante composición, al gusto versallesco, se articula en cinco movimientos:
1. Ouverture: Adagio, Allegro, Lentement, Allegro. Como telón sonoro de fondo a la comitiva real comienza un himno majestuoso que enfrenta simbólicamente las secciones de madera, trompas y trompetas (cc. 1-46). Un animado pasaje con metales sostenidos y cuerdas y oboes rítmicamente ambiguos finaliza en escalas descendentes que conducen a un trinfante tutti (cc. 47-117). Tras la reexposición en otra gama colorística (cc. 117-175), la sección lenta, a cargo de cuerda y madera, relaja la tensión en un suave si menor (cc. 176-186), antes de la recuperación, espléndida, de la clave mayor en el allegro da capo.
2. Bourrée. De instrumentación más simple (dos partes altas y bajo) y carácter amable. En general, aunque depende de la interpretación, maderas y cuerdas exponen el tema veloz y marcado (cc. 1-10), todas las frases comenzando en el cuarto pulso del compás. Tras su repetición a cargo de las maderas, se inicia el contrajuego por parte de las cuerdas (cc. 11-26). Ambas secciones, por separado, efectúan la reexposición de los temas.
3. La Paix: Largo alla siciliana. A ondulante ritmo ternario y nutrida orquestación, ofrece partes virtuosas para las trompas. Los trinos alternados van resolviendo las secciones (cc. 1-8 y cc.9-16, con leves variaciones en el tema).
4. La Réjouissance: Allegro. Explosión antifonal en la fanfarria heroica expuesta por los diferentes grupos instrumentales (metales y percusión y después, trompas y maderas) con exposiciones y respuestas como registros organísticos.
5. Menuets I and II. Probablemente ejecutados en forma de trío, comienzan por una delicada danza en tono menor a cargo de la cuerda, y posteriormente sobre oboes y fagotes. El segundo, más extenso y en clave mayor, despliega gran colorido por parte de percusión y metales, alternándose trompas y trompetas, y concluyendo la obra con toda la dignidad y aparato de la Ouverture.

La lectura de Fritz Lehmann documenta los primeros esfuerzos basados en criterios musicológicos, eliminando los populares embellecimientos románticos y descartando el entonces común piano a favor de un clave bien integrado a la orquesta en la toma sonora, de pasables claridad y definición (Archiv, 1952). Aunque los tempi moderados permiten paladear la música, existe un problema de comprensión de ritmos (la fórmula escrita de negra con puntillo seguida de corchea en la práctica se tocaba como doble puntillo, es decir, la nota breve pasaba a ser una semicorchea) en el adagio de la Ouverture, donde las voces de la orquesta solapan continuamente los detalles rítmicos: por ejemplo, en el compás 4, la última corchea de metales y primeros violines debería coincidir con la semicorchea final de los segundos violines. Destacar la delicadeza en la exposición de la Réjouissance y el preciosismo del primer Menuet, con una destacadísima actuación de las maderas. Lehmann, especialista en Handel, dirige una Berliner Philharmoniker (que esta época estaba entrenada por Celibidache y Furtwängler) en número de 65 profesores, además de un órgano reforzando los tutti.
Espléndida la grabación de la Mercury (1957, con sus habituales tres micrófonos) a cargo de Antal Dorati, en el arreglo que realizó Hamilton Harty de los Royal Fireworks en 1924. La London Symphony -de graves prominentes- aporta un colorido variado en sus texturas (comienza con redoble en crescendo), tempo espumeante en la sección allegro de la Ouverture, e intimista en las secciones restringidas sólo para cuerdas. La percusión en la Bourrée altera la danza en drama, la Paix se transforma en una suerte de (maravilloso) nocturno sinfónico y cierra con unos pomposísimos Menuets en trío, con meloso vibrato en la cuerda.

El joven Charles Mackerras parece tener en su honor la premiére de la espúrea (impactante y magnificiente) versión regia sin cuerdas. Para acometer semejante ataque de lujuria hubo de concitar a medianoche a 64 intérpretes de vientos de las diferentes orquestas londinenses (más 9 percusionistas), cuando todos los conciertos y óperas habían terminado ese día del 13 de abril de 1959, para el exacto cumplimiento del 200 aniversario de la muerte del compositor. Se rumorea que el diablo y la botella hicieron el resto: la amplia grabación (Testament) aún suena llena de espíritu y jolgorio. Un Wind Ensemble extravagante pero equilibrado, de timbre áspero y talante febril, a tempi que hoy resultan plomizos más que expansivos en algunas secciones (aparatosidad en la Ouverture). Se incluye una toma extra de los Menuets salpicada de los inevitables petardeos.



El divo Leopold Stokowski impregna la obra de su particular reorquestación inflacionaria (que parte de un comienzo comedido, sobre todo en la percusión cuartelera). Dicha stokowskificación congrega alrededor de un jurásico clave a la RCA Symphony Orchestra aumentada hasta los 125 miembros, para celebrar en mayor medida un oratorio ceremonial más que una suite sinfónica. Colores aplicados por bloques organísticos, efectos difuminados entre tonalidades, cuerdas fraseando libremente para robustecer una marea sónica donde se puede vislumbrar entre la niebla británica a Britten y a Elgar. Bourrée pálida en las maderas, con rallentandi estirados hasta el infinito y más allá, no sólo al final de cada danza sino también en áreas centrales. La Réjouissance, disfrazada de pastoral, retoza sobre la hierba. En el número final irrumpen efectos sonoros de juveniles chillidos de gozo acompañando a los estallidos nitrosos, cual 1812 tchaikovskiana. La toma sonora al menos es amplia y brillante en sus cinemascópicas antifonales (RCA, 1961).

La plantilla del Bläservereinigung der Archiv Produktion ya estaba en 1962 integrada por reconstrucciones de instrumentos del S. XVIII. August Wenzinger también opta por recrear la pretensión del monarca de eliminar las cuerdas, que hoy sabemos que no llegó a perpetrarse. Potencia sonora, robusto y sólido colorido con el aroma acre de la pólvora, recatado al lado de Mackerras, pero con mayor espíritu rítmico y contraste dinámico. Rescatado en alta definición de un vinilo de gran presencia y perfecto equilibrio.

La riqueza tonal de la London Symphony (de cuerdas aterciopeladas y soñadoras) no puede evitar la sospecha sobre el arreglo de Harty que altera los tempi, simplifica los ritmos, suaviza las dinámicas, brahmsianiza la orquestación, adultera la sintaxis, el orden de los números y además, amenaza su integridad (el Lentement y el Allegro da capo de la Ouverture son extirpados y la Réjouissance desaparece como por ensalmo). Bajos profundos personificados en los pizzicati dan paso a los cambios de tempo en la Ouverture. George Szell muestra su genética zíngara en los frenéticas danzas de la Bourrée. El hiperromántico vibrato en el Menuet en clave menor contrasta con el boato otorgado al otro (Decca, 1962).

Rafael Kubelik se aparta del estilo y escala decimonónicos, si bien los vientos acaban sepultados entre los densos estratos de cuerdas de la Berliner Philharmoniker. Articulación pulposa, falta de claridad textural y  de comprensión de la rítmica barroca, si bien los tempi son vivaces. Espectral el sonido del clave, cual acto de fe (DG, 1963).
Yehudi Menuhin -a los mandos de la veraniega Bath Festival Orchestra en una tornasolada edición a cargo de Neville Boyling- aporta algunas sorpresas como el contraste entre secciones de cuerdas y de maderas, reflejo de la retórica entre corales de metales. Así se transfigura el carácter tripartito del color a otro cuadrangular o en dobles parejas. También hay cambios en la orquestación en la Paix y en el primer Menuet, éste con una personal articulación rítmica. Seriedad (excesiva en la Réjouissance) y nobleza en la interpretación, aunque el flujo rítmico mana un tanto espasmódico en el motivo principal de la Ouverture. Cavernosa la toma sonora, dejando entrever al metálico clave (EMI, 1963).

Raymond Leppard dirige una cálida y densa English Chamber Orchestra al estilo tradicional, alejado de investigaciones historicistas. La principal característica de esta interpretación es la generosidad sin ambajes en las repeticiones: Bourrée y Réjouissance son reiteradas en tres ocasiones con variaciones tonales. El conjunto de Menuets se duplica también, pero las trompas crean una espesa y poco handeliana textura, dado que bajan una octava respecto a la tesitura de la trompeta. Ritmos tenaces, abundantes trinos y arpegiante clave al bajo continuo. Discreta grabación Philips de 1970.

Prescindible registro el de los 29 miembros del Collegium Aureum (DHM, 1971), acatando una literalidad poco jubilosa, fallona en entonación, quizá producto de los tempi decaídos.

Gentil lectura a cargo de Neville Marriner y su Academy of Saint Martin in the Fields en modesta configuración. Tímbricamente dulce y ligero, de ritmos elásticos, ingeniosa y levemente fraseado… y vacío de pompa y circunstancia. Troca los tres colores básicos (trompas, trompetas y vientos más cuerdas) a variados cambios tonales en los tutti, incluyendo la separación de las secciones de cuerdas y maderas. Aquietando las dinámicas suaviza los efectos de eco y procura una delicadeza inaudita hasta la fecha en esta obra. La toma sonora recrea de manera suprema el ambiente espacial del lugar de grabación, Wood Hall (Philips, 1971).

Johannes Somary repite la réplica imaginaria de Mackerras con una aumentada y abigarrada tonalmente English Chamber Orchestra. Ejecución anodina en lo rítmico (por ejemplo, el tristísimo menuet en re menor), con percusión estrictamente militar. El sistema quadrafónico de grabación intentó emular la orquestación y su emplazamiento originales (Vanguard, SACD de cuatro canales, 1973).

Pierre Boulez delinque una descuidada ejecución, en la que lo peor no es la respetable falta de interés en el historicismo musical, sino lo deslabazado de los ritmos, las ocasionales desafinaciones (sobre todo las agresivas trompetas) y los chirridos de las continuas ornamentaciones. La New York Philharmonic tiende a homogeneizar los movimientos, haciéndolos soporíferos. Los Menuets (en trío) no concluyen la obra sino que dan paso a una plúmbea Réjouissance. La estrecha y acerada toma sonora remata el desaguisado, en el que un tintineante clave asoma de vez en cuando (Sony, 1975).

Lejos de las vastas armadas recreacionales de la ceremonia, Christopher Hogwood ofrece un sensible y refinado concierto de diáfana articulación, con variaciones dinámicas sobre notas largas y variada decoración, donde las repeticiones son emplazadas con trazo delicado (primer Menuet), la acentuación más cantable que danzable, con la transparencia y levedad debida a la corrección cortesana. The Academy of Ancient Music compuesta por 47 miembros presenta un sutil equilibrio sonoro: los tres percusionistas dominan con levedad las texturas; sin embargo, cuando no se ajustan a la línea del bajo (lo que ocurre a menudo, dado que sólo tocan dos notas), éste resulta casi inaudible (por ejemplo, en la sucesión de semicorcheas en la sección de apertura, cc. 160-161). Encantadora esbeltez instrumental de la Bourrée. Toma sonora a la altura (L’Oiseau-Lyre, 1980).

Enfatizando la pompa y la acentuación de los ritmos pointeé, Trevor Pinnock conecta con el sofisticado ceremonial anglosajón, amablemente educado en su escala más íntima. Elegante en los dinámidos tempi, comunicando energía y decisión, dicta buen gusto en la variación dinámica de la percusión y en la caracterización diferenciada de cada movimiento. Pero donde este registro sobresale es el Menuet en re, todo un prodigio de canto a tempo, especialmente en las cuerdas. Vigoroso plano del bajo continuo con Pinnock dirigiendo desde el clave un perfectamente equilibrado English Concert, que además de 21 atriles de cuerdas (6.6.4.3.2) y la consabida percusión, comporta 3 elementos de oboes, trompas, trompetas y fagotes, un contrafagot y 4 flautas (para la Paix). La grabación es excelente, transparentando las ricas texturas (Archiv, 1984).

Hans-Martin Linde dirigió en 1983 a una Capella Coloniensis cuya sección de metales no posee la entidad necesaria para acometer la obra. Los tempi, anacrónicos. La constreñida toma sonora tampoco ayuda (Virgin).
Un jubiloso John Eliot Gardiner encauza una lectura virtuosamente sinfónica, de preciosismo sonoro, fluida vitalidad rítmica y discreta ornamentación. La plantilla moderada permite la audición de un extenso abanico de detalles texturales, como el  Lentement de extraordinaria sensibilidad, o la Réjouissance enfatizando las maderas de timbre oscuro. Menuets contrastados, no sólo tímbricamente, sino también en su dinámica. Protagonismo relevante para la percusión, pero alejada de toda estridencia. Primorosos los English Baroque Soloists (Philips, 1983).

Sonoridad castrense de La Grande Ecurie et la Chambre du Roy comandada por Jean-Claude Malgoire. A pesar de los ocasionales embellecimientos añadidos escasea la paleta expresiva, por ejemplo en la Bourrée, llevada a ritmo frenético. Estridencia en los metales, a veces destemplados. Toma sonora espacialmente amplia y detallada pero distante (Sony, 1986).

Después de los Pinnock o Gardiner, Bohdan Warchal y su Capella Istropolitana no aportan nada aparte de una sonoridad avinagrada y unos tempi anadeantes. Lo mejor, una velocísima Réjouissance interpretada por secciones (Naxos, 1988).

La visión comedidamente británica de Robert King, con un King’s Consort dilatado hasta alcanzar 62 instrumentistas de viento, metal y abundante pero suave percusión (a cargo de 8 ejecutantes) desvela una nueva dimensión sonora. Desenvueltas cascadas de semicorcheas e interesantes variaciones dinámicas y rítmicas en la Ouverture (cc. 96 y ss.). Dulzura de las trompas en la Paix. Lástima del sonido mate y poco puntualizado (Hyperion, 1989).

Durante años ensalzado por la prensa británica, el (excelente) registro debido a la Orpheus Chamber Orchestra (6.5.4.3.1 en las cuerdas y vientos por parejas) paréceme hoy excesivamente preciso, articulado y estructurado mecánicamente, por ejemplo en el ritmo tartamudo del allegro en la Ouverture (cc. 47 y ss.). La Bourrée desfila en un suspiro y la Paix afronta un ritmo pointeé excesivamente entrecortado. Pródigo en embellecimientos, muy apropiados en el Menuet en re (DG, 1990).

Maravillosamente extravagantes las inauditas sonoridades extraídas por Andrew Manze al frente de La Stravaganza Koln, con sus dinámicas muy contrastadas. En este concepto camerístico al clave se le otorga parecido valor dinámico que a la percusión. Planteamiento con frescura en el dibujo con puntillo en la Paix. Metales caústicos en la Réjouissance y protagonismo para las cuerdas en los Menuets de salón (Denon, 1992).

Al contingente de cuerdas (5.4.2.3.2) de Le Concert des Nations Jordi Savall le añade una pequeña agrupación de vientos (sin idea de replicar el evento original), otorgando al contrafagot el rol de bajo suplementario. Acentuación y fraseo de definido e irresistible carácter danzable en la Ouverture, donde la imaginativa trompeta enlaza con la sección allegro. Resaltar una Paix con tímbrica y dinámicas exultantes en la cuerda chispeante, en las trompas pendencieras y en las trompetas canallas. El mago catalán sorpende con efectos colorísticos, fantasea con la ornamentación y la variación de dinámicas en las repeticiones, como en el Menuet, perfumadamente francés. La siempre elegante presencia de Pedro Estevan a los timbales se suma al continuo de clave y tiorba. Toma sonora realística en su concepto ambiental (Alia Vox, 1993).

Hervé Niquet y su Le Concert Spirituel optan por el faraónico contingente ceremonial que estrenó la obra: no sólo las 42 (10.10.8.8.6) cuerdas y las 3 percusiones, sino que todos los instrumentos de viento requeridos: 53 maderas (entre oboes, fagotes, flautas y contrafagotes, todos ellos con un poderoso registro grave) y 18 metales (entre trompas y trompetas) se fabricaron ex profeso para la grabación (Glossa, 2002). Una fastuosidad tímbrica que inevitablemente implica borrosidad en las líneas, una enérgica recreación con tempi de ágiles a frenéticos, un glorioso uso de dinámicas extremas e incisivos ataques. Además se respeta el temperamento natural de los metales (sin válvulas ni orificios, todos los efectos tonales se realizan con la boca) que proponen un timbre militar y de controlada tosquedad. El duelo antifonal entre percusiones comienza ya desde la desinhibida cadenza a solo que preludia la Ouverture y en la improvisación anterior al cierre. Una fuerte acentuación al inicio de cada frase en la Bourrée inercia su picante desarrollo. Las crujientes disonancias, el equilibrio y la entonación impuros y erráticos forman parte del encanto de la melée en que se transforma la Paix. Grabación de atmósfera muy reverberante que recrea la rimbombante celebración.

Federico Guglielmo propone una relajada versión de concierto con una combinación homogénea de cuerdas y vientos: tan sólo 27 instrumentistas componen el Ensemble L’Arte dell’Arco que se descifran con facilidad en la cercana y límpida toma sonora (CPO, 2004). Dinámicas variables sobre notas prolongadas, ritmos moderadamente contrastados y ágil articulación. Lírica espontaneidad del continuo a cargo de tiorba y clave.

El pasado de Kevin Mallon como discípulo de Gardiner se desvela en los tempi vivaces pero quizá no especialmente excitantes, en el sonido pulimentado, con suaves ataques en todas las secciones instrumentales, diáfano en sus mimbres. El grupo canadiense Aradia Ensemble conformado por 34 músicos, interpola un tambor militar en las partes triunfales (de devastadora intervención en la Ouverture). La Bourrée incluye múltiples repeticiones en orden inédito: cuerdas, maderas y su mezcla. Es la primera grabación en apreciar la minúscula indicación del manuscrito original añadiendo una flauta travesera de etéreo efecto en la Paix. El Menuet en Re brinda una interesante progresión dinámica. Al modo haydniano, Mallon aplica el hábito de emparejar las notas independientemente del fraseo estipulado. Soberbio en definición el registro, natural y equilibrado (Naxos, 2005).

El conjunto italiano Zefiro Baroque Orchestra sopla las telarañas de sus instrumentos y transmite la algarabía inherente al evento, otorga preeminencia a los vientos sobre los empastadas cuerdas en una lectura sutil, fluida y gustosa, con una original profundidad emocional, mediterráneamente fraseada, alejada de ritmos remachados a golpe de percusión, tempi rápidos y poco pomposos, con libertad en la acentuación, especialmente al final de las frases, donde los ritmos pointeé se desvanecen en dinámicas piano. Alfredo Bernardini interpreta libremente articulación, dinámica y texturas sin atisbo de rutina o fórmulas tradicionales. Buscando el contraste entre las danzas que forman la obra la Ouverture (presentada por un tenso redoble) presenta el equilibrio idóneo entre esplendor y elegancia (jubilosos los enfrentamientos en el allegro), la Réjouissance destila magnificiencia en los metales y sensibilidad en la percusión, y el Menuet en re resalta gracioso y con cierta dosis de coquetería. El bajo continuo aderezado con arpegios al clave resalta en la íntima escala (29 músicos en total). La grabación, registrada al aire libre en un claustro siciliano, suena exuberante e inmediata (DHM, 2006).

Mozart: Requiem

Amadeus nos ha dejado en la retina una maravillosa escena en la que un moribundo exhala dictando a su ejecutor las notas de una misa de difuntos por su propia alma.
La realidad es más prosaica. Mozart muere dejando sobre la mesa un racimo de manuscritos. Para no perder éste último encargo (y los restantes 25 ducados) Constanze decide completar en secreto la obra y acude al pupilo más estimado por Mozart, Franz Jacob Freystädler, que hizo una primera orquestación del Kyrie para su interpretación en el funeral, cinco días tras el deceso. Posteriormente pasó la partitura a Joseph Eybler, otro apreciado amigo de Wolfgang, pero éste abandonó el trabajo dos meses después tras instrumentar algunos movimientos. Maximilian Stadler fue el siguiente, y de él se conserva la orquestación del Offertorium. Otros no quisieron medir sus talentos con los de Mozart. Al fin la partitura llegó a manos de Franz Xaver Süssmayr.
Edición Süssmayr
A quien Mozart consideraba un zoquete como estudiante, pero que era capaz de imitar asombrosamente su escritura, y además era el favorito (entre otros amantes de balneario) actual de Constanze. Ésta le aportó algunos bocetos encontrados en casa, que sentaron las bases para la ingeniosa composición cíclica del resto de la obra, que Süssmayr sembró, imperfecta e irrefutablemente testimonial, de herejías armónicas, errores gramaticales varios y una maligna orquestación, pero que felizmente permitió su interpretación como opus durante centurias.

El 150 aniversario de la muerte de Mozart tuvo su más descomunal celebración en la resonante acústica de la Basílica de Santa María de los Angeles y los Mártires en Roma. Sobre su presbiterio se agolparon 300 cantantes y 160 instrumentistas a las órdenes de Victor de Sabata. Existe un breve documento gráfico del evento, catalogado como Giornale di Guerra nº 204

 (donde se ve a Beniamino Gigli cantando, y que hubo de ser sustituido en la grabación –al día siguiente, sin público– por problemas contractuales) y que es casi tan interesante como la transferencia de Naxos, ciclópea y cantada parcialmente en italiano, donde destacan los ritardandi conclusivos que deambulan sin fin, difusos y lejanos.

Del mismo año (1941) es la tristemente mutilada grabación de Bruno Kittel dirigiendo a la Berliner Philharmoniker (DG): La autoridad nazi purgó cualquier referencia judía en los textos latinos, acogiéndose a que “la Misa más profunda y emocionante no puede languidecer en la oscuridad porque un puñado de pasajes no se adapten a nuestra era”. La masa coral se imbuye de grandeza sinfónica, en un super-ente único, idealmente wagneriano, desprovisto de tristeza.

De estas interpretaciones históricas destaca por su atmósfera ascética y ligera la de Ferenc Fricsay (DG, 1951): devocional pero de líneas incandescentes, con una elocuente articulación adelantada a su tiempo, a pesar de la amplia orquesta (RIAS-Symphonie Berlin) y la acústica reverberante.

Aún más libre que en la versión de estudio del mismo año con la New York Philharmonic (Sony), Bruno Walter hizo un acontecimiento especial de su último concierto en el Festival de Salzsburgo (en el que había participado más de 30 años). Para comprender el porqué del ceremonial que distingue esta lectura hay que recordar que Walter tenía 21 años cuando Brahms murió. Por tanto, su conducción coral retiene la religiosidad victoriana de la juventud. Los detalles son efusivamente moldeados en un poético y fluído lirismo, aún en perjuicio de la estructura o del mantenimiento de los tempi, con dramáticas pausas y azucaramiento en el tratamiento de los temas (las negras en el arranque del Tuba mirum se hacen en un stacatto ciertamente algo amanerado). El mimo en el fraseo, equilibrio y dinámicas se apoya en tempi de amplio aliento. No obstante, enfatizando las síncopas es tan dramático en el Dies Irae como cualquier chaval historicista. Y empleándolas en aterciopelado legato (es la Filarmónica de Viena) abraza sencillo y elegante el Recordare. Rutilantes las voces de Cesare Siepi y Lisa della Casa descansando de sus roles en el Don Giovanni del mismo Festival bajo el yugo de Mitropoulos. La toma sonora (Orfeo, 1956), en decente monofónico, respeta la inteligibilidad del coro. El apocalíptico órgano retumba por doquier.

Cálidamente deliciosa la cuerda de la Wiener Philharmoniker en el lato y solemne fraseo que soporta el armazón de los movimientos (maderas, metales y timbales discretamente a cubierto); el bruckneriano coro de la Wiener Statsoper oblitera los pasajes contrapuntísticos, carece de contraste dinámico y ofrece una sonoridad cromada en el predominio de tesitura soprano (aplicable a las varias versiones de Karajan o Giulini); radiantes solistas a la grand opera. Sobre todos ellos, la rigurosidad severa de Karl Böhm: Monumentalidad lujuriosa, espiritualmente profunda, con tempi lentos sin ser glaciales, de solidez mesmérica, serenidad devocional y sobriedad fervorosa, como en el Tuba mirum, de estatuaria inevitabilidad (il Commendatore más que Sarastro). Densa y mórbida redondez del timbre de los metales que erupcionan en sombría amenaza en el Dies Irae, de texturas almibaradas, casi brahmsianas. Fantástica grabación, de generosa panorámica lateral, dando cobijo al extático soporte del órgano que finaliza los movimientos centrales de manera suntuosa y reverencial (DG, 1971).

Las exiguas y ásperas cuerdas (4.4.2.2.1) de The Amsterdam Baroque Orchestra provocan una prominente presencia de metales y timbales cuando son requeridos. Dinámicas en terraza, casi barroquizantes (Ton Koopman, Erato, 1989).

La aproximación de Peter Neumann viene marcada por la masculina presencia de Michael Chance en el rol de contralto, que algunos podrán considerar extraña en esta música pero que otorga un plus de transparencia eclesial a la polifonía (Kölner Kammerchor, Collegium Cartusianum, EMI, 1990).

De John Elliot Gardiner escogeremos la representación conmemorativa en el Palau de la Música Catalana de 1991, que incorpora el cambio (para mejor) en los solistas masculinos respecto a la grabación anterior para Philips en 1986. El equilibrio entre cuerdas y maderas en los English Baroque Soloists permite apreciar el detalle vertical y las diáfanas texturas, y el mixto (recordemos que la partitura predica una cualidad sonora de voces infantiles) Monteverdi Choir aporta sus proverbiales ligereza y claridad de dicción. Esta sofocante precisión puede derivar en sequedad algo mecánica y falta de empuje dramático para una obra de tal intensidad potencial, por ejemplo en el Lacrimosa. El sonido, extraído de la edición en DVD (Philips, 1991), es tan sólo discreto para estas fechas.

Jordi Savall acaudilla un Réquiem (La Capella Reial de Catalunya, Le Concert des Nations, Astree, 1991) de atmósfera marcial, formación en ángulo (4.4.2.2.2), marchando prestissimo, al ritmo de la detonante percusión militar sobre acentos terrosos y dinámicas escalonadas. Spartans! What is your profession?

Sergiu Celibidache se sitúa al margen de todo y todos y recrea una abrumadora y opresiva endecha apoyado en las regiones graves de coro y orquesta (Müncher Philharmoniker, Philharmonischer Chor München, EMI, 1995).

Cuando Philippe Herreweghe estudiaba psiquiatría su trabajo de dirección coral fue advertido por Gustav Leonhardt, que le invitó a participar en el colosal proyecto de grabación de las Cantatas de J.S. Bach. El concepto severo y austero del holandés, apuntalado en que la articulación y retórica musicales vienen determinados por el significado del texto, es clave para entender el oscuro y sombrío acercamiento de Herreweghe: Los sólidos atriles (8.8.5.4.3) de la Orchestre des Champs Elysees siguen esta filosofía (ya que a menudo doblan las voces) y la conjunción de La Chapelle Royale y el Collegium Vocale (a pesar de sus 31 almas mixtas) asegura afinación impecable, limpieza de planos y transparencia polifónica. El fraseo es vehemente y gentil, con fuerte sustentación rítmica y tempi reconfortantes. Destaca el ciclónico Confutatis, de sobresalientes metales y timbales, donde se difumina el contraste de tempo de los diferentes grupos (terrenal y angelical). Soberbios solistas. Definición inusualmente buena de la grabación, recogida durante unos conciertos públicos en 1996 por Harmonia Mundi.

Textura oleosa de la sección de cuerdas de la Müncher Philharmoniker, legati a la antigua usanza teutónica, cadencias expresivas con ritardandi y calderones, anacrónico Christian Thielemann (DG, 2006).

Ya desde el primer compás Teodor Currentzis fuerza un extenuante pulso vital que inhala con las maderas y exhala con la sincopada respuesta de las cuerdas hasta que la entrada de las voces relaja el espasmo jadeante. El conjunto MusicAeterna galopa con crudeza tumultuosa y acentuación abrasiva, como en el Dies Irae, donde conjuga temerarios trémolos en las cuerdas y estrépito en los flameantes metales, en los timbales apocalípticos. Manotazos en los bajos para enfatizar (Domine Jesu) escoltan a las cautivadoras tinieblas cromáticas en la conclusión del Confutatis. Al término del descarnado Lacrimosa un batir de campanillas litúrgicas realiza la transición a la breve exposición del Amen fugado pergueñado por Mozart y descubierto en 1964 (como veremos, en otras ediciones se completa esta fuga). El licencioso coro New Siberian Singers provoca con teatrales contrastes dinámicos, ocasionalmente las tesituras altas en repentino sotto voce. Delicado cuarteto de solistas y óptima grabación realizada sin prisas, a lo largo de una semana (Alpha, 2010). La mayoría de la crítica especializada opina que este registro carece de mérito musical. Quizá, pero, al menos durante un tiempo, tiene juventud (la salud, la inconsciencia, la voluptuosidad, la crueldad, la falta de intelectualidad y la alegría), que siempre es un elemento de seducción.

Edición Beyer
La fórmula Süssmayr permaneció bendecida e inmaculada hasta 1971 cuando Franz Beyer hizo un primer intento por corregir sutilmente sus armonías fatales y su torpe orquestación. La tesis de Beyer se basa en que las secciones de autoridad dudosa deben proceder de bocetos auténticos (y ahora perdidos), ya que las continuas referencias cruzadas, tanto temáticas como armónicas, escapan de la capacidad süssmayriana. Así pues, la mayoría de los cambios (en tempi, dinámicas y articulación) suponen una abstracción litúrgica para simular la transparencia mozartiana, pero conteniéndose deliberadamente de componer música nueva.
Tempi sosegados unidos a una suprema claridad tímbrica iluminan la lecura debida a Sigiswald Kuijken dirigiendo Le Petite Bande (Accent, 1986). Ya en el Introitus resalta el movimiento pendular (espacial en la panorámica auditiva) entre cuerdas y vientos, cual reloj cósmico indicando un tic-tac inexorable. Las diferentes tesituras del Nederlands Kamerkoor se van entremezclando diáfanamente, permitiendo seguir el texto (incluso en el torrencial Kyrie), los matices en las líneas instrumentales. Sensación de celebración íntima en los sutiles juegos dinámicos, alejados de todo dramatismo, haciendo persuasiva la finalización de la Sequenz con el perentorio Amen en dos acordes. Producto de una grabación en un único concierto (sin aparentes post-ediciones en estudio) se advierten leves desajustes (expectoraciones en el Lacrimosa, staccati atenazados, de algún modo manufacturados).

Durante la ceremonia religiosa póstuma como homenaje a su mujer, Leonard Bernstein (DG, 1988) se inviste como medium y convoca a su alrededor los espectros de sus encarnaciones previas: Tchaikovsky, Mahler. Ya en el angustioso arranque el corno di bassetto va embalsamando las frases entre barras canópicas. Visionario, concita libertades extremas con los tempi, que va tejiendo con paciencia de parca, romantizando la obra, remontándose con total convicción a modos decimonónicos: Melodrama triunfal en Tuba mirum aunque al bajo le falte resuello; trágico, sufriente, deliberadamente funéreo Lacrimosa, con diferente figuración en el violín respecto a la tradicional. En detrimento de la pureza estructural, prioriza la orquesta sobre el coro, de trazo grueso (Chor und Symphonie Orchester des Bayerischen Rundfunks). Este espeluznante testimonio podría ser tomado como la edición Bernstein, que ya demasiado tarde se propuso completar: “Según envejezco, voy tomando más riesgos”.

Muy diferente es la determinación de Nikolaus Harnoncourt: Una lóbrega lectura cinemática con abruptos crescendi que rápidamente se desvanecen, cual ráfagas de viento tormentoso, buscando el efecto dramático por encima de cualquier otra consideración (la belleza de la música, por ejemplo), y que concede una personalidad contrastada entre escenas: Un Kyrie de baquiana liturgia y acentuación inesperada; un desesperado Dies Irae concebido en contundente evolución dinámica y apabullante presencia de los metales; un Rex Tremendae de aire cortesano; un terrorífico ostinato en el Confutatis; un Lacrimosa roto en sollozos. Variedad de tempi, lánguidos en comparación con su primera grabación de 1981, excepto en un Hostias atropelladamente veloz. Recogida durante diversas representaciones en la Musikvereinssaall de Viena (Deutsche Harmonia Mundi, 2003), la toma sonora se mantiene entre las secciones, permitiendo oír la preparación de los instrumentistas y la captación de aliento de los cantantes (por cierto, con vibrato continuo). Sin embago, toda esta naturalidad queda enmarañada en los pasajes forte, donde el paisaje sonoro se colapsa, las hasta entonces etéreas texturas del Concertus Musicus Wien se corrompen, y los elegantes ataques del coro Arnold Schoenberg se desequilibran hacia las féminas. Un archivo adjunto (requiem.exe) permite seguir la música mientras van pasando las páginas del Requiem en el (fascinante, pero muy difícil de leer) manuscrito mozartiano.

Edición Maunder
Tras analizar estilística y técnicamente el resto de la producción de Süsmayer, Richard Maunder concluyó en 1983 que aquél realmente escribió las partes del Requiem no bosquejadas por Mozart, además de copiar la partitura completa para evitar sospechas en cuanto a su autoría (a petición de Constanze) e incluso falsificó neciamente la firma de Mozart, ¡fechándola en 1792! De este modo Maunder omite drásticamente Sanctus, Osanna y Benedictus, recapitula el Lacrimosa tras el compás 8º (donde finaliza el manuscrito original), revisa algunas transiciones del Agnus Dei, reorquesta oscureciendo el color al modo de la última producción operística, y añade un Amen fugado basado en el fragmento de 16 compases descubierto en 1964 (que no es más que una inversión del tema de apertura) y que modula quizá en demasía para el siglo XVIII.
La única grabación disponible basada en esta draconiana edición es la de Christopher Hogwood. Dado que Mozart no podía tener un contingente específico en mente al desconocer el fin último del encargo, Hogwood basa las cuerdas (6.6.4.3.2) de The Academy of Ancient Music en una representación del Mesías handeliano que el mismo Mozart dirigió en 1789. Además se decanta por un delicado coro da chiesa con voces exclusivamente masculinas, con niños para las líneas superiores, que hace danzar cristalinamente la polifonía y contrasta perfectamente con los timbres tenebrosos de la orquesta (demoníaco el Confutatis). Quizá el mayor reparo sea su fría sensibilidad, por ejemplo en la rápida articulación staccato en Rex Tremendae y que difumina el temor que describe el texto. El cuarteto solista está espléndido, si bien la orante y angelical voz de Emma Kirkby (con muy poco vibrato) desentona del apasionado operístico perfil del resto (que lo emplea con generosidad). En conjunto, una sonoridad pionera, reveladora, frágil e íntima en el efecto dramático, con leve dinámica y acentuación, y escasa presencia de metales y timbales, retirados casi por entero del acompañamiento en el Kyrie. Toma sonora ejemplarmente clara localizada en Westminster Cathedral (L’Oiseau Lyre, 1983).

Edición Robbins Landon
La edición debida a H.C. Robbins Landon difiere levemente de la tradicional: Reorquesta la Sequenz (básicamente restringe la participación de trompetas y timbales –y más obviamente, los excluye en Rex Tremendae–, reservándolos para los puntales estructurales) combinando parte de la labor de Freystädtler y Eybler en lugar del trabajo de Süssmayr: “la excelsa calidad del Agnus Dei contrasta con la mediocridad de la propia música de Süssmayr”, aunque emplea sus familiares arreglos para el resto de la obra –desde el Lacrimosa al final– apoyándose en su contemporaneidad por encima de la intrusión más o menos talentosa de los especialistas modernos.

Grabada en la Catedral de San Esteban de Viena en el servicio conmemorativo del 200 aniversario de la muerte de Mozart –incluyendo el contexto litúrgico en alemán y latín que recrea el evento, pero interrumpe sustancialmente la música– la dirección de Georg Solti es energética, poderosa, autoritaria. En todo su esplendor numérico, la Filarmónica de Viena y el Coro de la Opera se emplean con claridad y fervor aunque parezcan algo irregulares en las agilidades en algunos números. Estupendo el homogéneo cuarteto solista, especialmente el mayestático René Pape en la introducción del Tuba mirum. Sin lugar para el consuelo en un Confutatis condenatorio sin excepciones. La reverberante toma sonora explicita el gusto personal de Solti de acercar los instrumentos de tesitura grave hacia el frente (Decca, 1991).

La grabación privilegia en su cercanía los timbales, coloreando sombríamente la nerviosa, incisiva y pulsátil interpretación de Bruno Weil (Sony, 2000). La brevedad de los atriles de Tafelmusik dota las frases de una clara articulación, con tempi ágiles, barroquizantes. Excelente e implicado el coro infantil de Tölzer, rotundo en el escalofriante Rex tremendae. El bajo Harry van der Kamp entona con dudas en la apertura del Tuba mirum, que, eso sí, realiza de un solo fiato.

Edición Druce
Duncan Druce también denuncia la falta de gracia e imaginación de Süssmayr y presenta una reconstrucción jacobina del Requiem, a menudo alejada de la obra por todos amada. Sin embargo el resultado es sugestivo: realiza una especiada acentuación de trompetas y timbales en el Dies Irae y los elimina completamente del Confutatis, reemplazándolos por unas hipnóticas maderas; reescribe las cuerdas en Domine Jesu; rehace completamente el Benedictus (reteniendo sólo el tema de apertura), alterando la orquestación y dinamizando fantasiosamente la armonía de Süssmayr. Conserva los compases 9º y 10º del Lacrimosa debidos a Eybler, pero recompone la sección en dos mitades (cambiando sustancialmente toda la sección de vientos) unidas por un interludio instrumental, y enlaza su final al Amen fugado –diferente a los Maunder o Levin– extendiendo éste en longitud y poderío dramático.

Contenido en el lado sentimental, más allá de su afiligranado fraseo y un toscaniniano control del tempo (ligero y danzable), encontramos a Roger Norrington (EMI, 1992). No obstante emplear un contingente mayor que Hogwood (y sopranos en el coro), su agilidad instrumental permite desvelar íntimos detalles que quedan sepultados en la dinámica de una gran orquesta, como las expresivas tonalidades de los vientos. Ya por entonces Norrington estaba a la búsqueda del “tono puro” eliminando completamente el vibrato (atención, algo que está implantando en sus lecturas de los últimos románticos como Elgar o Mahler). Interesantes sus idiosincrasias en el muscular final del Kyrie o en el dinámico oleaje del Dies Irae. El bajo Alastair Milnes sobresale de un plantel solista sólo digno.

Edición Levin
Para aquellos que hayan quedado desorientados por la radicalidad de Maunder o Druce, Robert Levin conserva la estructura tradicional (en general) pero pule las tosquedades del ínclito Süssmayr y rectifica las obvias discrepancias tonales; reorquesta al mínimo, por ejemplo en el Recordare, o en profundidad, como en el Lacrimosa, enlazando su final con el Amen fugado (sin modulaciones) y realizando una climática conclusión de la Sequenz. Basándose en el modelo de la Gran Misa (K. 427) cristalina la instrumentación y reescribe secciones enteras (la fuga del Sanctus se reproporciona y el Benedictus se reestructura conéctándolo por una nueva transición al retorno del Sanctus en su clave original). También triplica la longitud de la fuga del Osanna. Su revitalización del liderazgo vocal parece encajar con la concepción mozartina de la obra.
El número de nuevas grabaciones adscritas a la edición Levin –Martin Pearlman (Telarc, 1994); Claudio Abbado (DG, 1999); Helmuth Rilling (Hanssler Classics, 2000); Bernard Labadie (Dorian, 2001)– parece indicar una tendencia hacia su progresiva impantación. Entre ellas descuella superlativamente la lectura de Charles Mackerras a los mandos de la Scottish Chamber Orchestra (Linn, 2002). De leve, tranquilo, franco sentido dramático conferido por la contrastante articulación, por los firmes ritmos que soportan la arquitectura, por la claridad textural que permite su escasa treintena de miembros. Los diferentes tesituras del coro alcanzan un perfecto equilibrio tímbrico, alejado del metal agudo de las versiones tradicionales. Algo que también se puede aplicar al cuarteto solista, de quilla a perilla en el mismo concepto balanceado y ágil, resaltando la expresividad del canto argénteo de Susan Gritton. Toma sonora detalladísima: la perspectiva es moderadamente cercana, pero la reverberación procura una sensación especial muy conseguida.

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Mozart: Sinfonía nº 38 "Praga"

Como nos cuenta Morike en su espúreo pero encantador relato, en los primeros días de 1787 Mozart partió rumbo a Praga en lo más parecido posible a una tournée de placer (sus obligaciones eran pocas: una interpretación de Las bodas de Fígaro y un par de recitales de piano). Entre los sombreros de Constanza viajaba un manuscrito recién acabado con una sinfonía en Re (K. 504), que quedaría para siempre relacionada con el nombre de la ciudad. El 19 de enero Mozart dirigió su estreno ante una orquesta de una veintena de instrumentistas, al parecer con un gran éxito. Años más tarde, en 1808, su amigo Niemetschek recordaba “la sinfonía permanece como favorita en Praga, y sin duda ha sido interpretada cientos de veces”.
Indudablemente la obra es una de las cimas del autor, a pesar de que sólo integra tres movimientos en lugar de los cuatro tradicionales, quizá una alusión a la simbología masónica (Massin dixit). La ausencia del clásico minueto se compensa por la introducción lenta que abre la composición, influencia de los progresos sinfónicos de su querido Haydn (y que tanto peso habría de tener en Beethoven). De tono profundo, casi amenazante, tonalmente impredecible, a veces severamente disonante, en el compás 16 sobrecoge al pasar a clave menor (con un estallido de percusión y trompetas): en sus modulaciones se huele el rastro del K. 466 y se adivina la sombra cromática del dissoluto. Entonces el grave presentimiento cede el paso a un allegro, tirante y sincopado (a contratiempo), descentrado armónicamente. Hasta seis motivos (reflejos de Fígaro, intuiciones de La flauta mágica) son desarrollados y fugados contrapuntualmente. En esta densa polifonía (de la que significativa e inusualmente Mozart realizó múltiples bocetos de posibles combinaciones temáticas) se suceden estrategias retóricas irresistiblemente enérgicas, que cierran el movimiento sinfónico mozartiano de mayor originalidad, síntesis de tradiciones barrocas y estilo clasicista.
La forma sonata también es seguida en el segundo movimiento, marcado andante y de sinuoso ritmo ternario, en otro ejemplo de la sofisticación de la sinfonía: contrasta un lírico y espiritual primer tema con un segundo turbulento, basado en tensos acordes de las maderas. Por fin, extrañas sombras cromáticas desestabilizan la armonía y se agazapan tras imitaciones contrapuntísticas. La recapitulación revisa todos los materiales empleados en el movimiento alternando tonalidades hacia un final apacible, cuya atmósfera camerística afianzada por la rica paleta armónica servirá de inspiración a Schubert.
La obra concluye con un presto, originalmente escrito para ejecutar la sinfonía “París” (K.297) con un nuevo final, que se inicia con una jovial atmósfera de carácter bufo (regresa la semblaza melódica a Fígaro) en la que los vientos irán desgarrándose en una violenta tormenta. A modo de rondó utiliza diálogos cromáticos, síncopas y transformaciones contrapuntísticas en un oscuro carácter coral, apenas embozado en una capa de luz.
Para completar la dicha Mozart abandonó Praga con unos gulden en la casaca y el encargo de una ópera para el otoño siguiente. De ella nos ocuparemos próximamente.

La tradición mahleriana
En 1929 Berlín era sin duda alguna la capital del orbe musical: aparte de la Philharmoniker dirigida por Furtwangler, tenía tres óperas funcionando a la vez, siete dias a la semana, durante diez meses al año, cuyos directores eran Erich Kleiber, Bruno Walter y Otto Klemperer. La biografía de estos tres se entrecruza de manera fundamental con la de Gustav Mahler.
Berlín 1929: Walter, Toscanini (de visita), Kleiber, Klemperer y Furtwängler

La juventud del primero vino marcada por la impresión causada por un concierto de Mahler que marcó su decisión de dedicarse a la dirección de orquesta. El rigor, instinto y genio de Eric Kleiber conseguió en su grabación con la Filarmónica de Viena –donde la dureza de la cuerdas domina la delicadeza de las maderas– (History, 1929) una concisión suprema, ágil y vivaz, a pesar de partir de unos presupuestos artísticos alejados de cuestiones de estilo y prácticas musicales propios de la época del compositor.
Bruno Walter aprendió su Mozart con Gustav Mahler cuando éste lo estableció en la Ópera de Viena como kapellmeister en 1901. Walter registró en estudio la sinfonía en tres ocasiones: con la Filarmónica de Nueva York (Sony, 1956), Sinfónica de Columbia (Sony, 1959) y Filarmónica de Viena (Pearl, 1936). Con ésta programó de nuevo la obra en un concierto de 1955 en la Musikverein recogido por Radio Austria y editado posteriormente por Deutsche Grammophon en 1992 con motivo del 150 aniversario de esta orquesta. El concepto es similar en todas las grabaciones pero este registro posee el mejor equilibrio entre factura sonora e instrumental: lleva a su máxima expresión la fluctuación del tempo dentro de cada movimiento, en total flexibillidad rítmica sin caer en el peligro de la fragmentación, relajándolo en los pasajes más oscuros, para tratar de transmitir cuidadosamente su carácter melancólico (allegro) o atormentado (presto). El otro factor clave es el cálido fraseo, aligerando los tiempos fuertes en cada compás y suscitando una sutileza cantabile de matices, una pura delicia en su combinación de vitalidad rítmica y humana efusividad. Partiendo de un sonido pleno de gran orquesta con numeroso (y desequilibrante) contingente de cuerda, Walter desarrolla un vigoroso poder comunicativo, de alta tensión, a la vez que dirige de forma bellísima, lírica y aterciopelada (ese sentido de divertimento en el andante de jocosa sensibilidad), resaltando todos los elementos melódicos. Ejemplar claridad en el detalle y en la textura, aunando riqueza expresiva con lógica constructiva, guardián de una tradición casi desvanecida.

La gran severidad y ausencia de inflexiones personales constituye la visión mozartiana (madura, sedienta de libertad espiritual) del último representante de la tradición romántica mahleriana: Klemperer grabó primeramente con la Orquesta de la Berlin RIAS (la radio del sector americano) (EMI, 1950) y con la Philharmonia (Testament, 1956), documentos ambos de tempi notablemente urgentes y fibrosa articulación pero cuya endeblez técnica nos hace preferir la milagrosa claridad de texturas que Walter Legge llamaba (y registraba magníficamente equilibradas) radiografías sonoras. La cohesión y la soberbia calidad de la Philharmonia Orchestra (EMI, 1962) permiten la unanimidad sonora de un grupo de cámara, de transparencia en la superposición de los planos sonoros, grandeza arquitectónica, monumental sentido constructivo, de olímpica y serena objetividad, meticulosa atención al detalle del valor de las notas, fraseo, ritmo, entonación, belleza y dinámica del tono. Klemperer siempre mantuvo el hábito mahleriano de situar antifonalmente primeros y segundos violines, lo que permite bosquejar insospechados diálogos. Elegante sentido dramático en la introducción, amplitud dinámica en el uso de los timbales, luminosidad de las maderas y presencia de la línea grave, firmeza y orden en los movimientos rápidos, y austeridad de expresión en el andante.

Entre estas versiones llegaron otras: Un Mozart eslavo y principesco propone Vaclav Talich al frente de la Orquesta Filarmónica Checa (Supraphon, 1954). El mismo año, un superficial y agitado Igor Markevitch con la Berliner Philharmoniker (DG) está sujeto a la tiranía del oleaje y el viento. Por último, claridad, delicadeza y elegancia en la tímbrica camerística extraída por Erich Leinsdorf de la Royal Philharmonic Orchestra (DG, 1955).
La gran virtud de Karl Böhm es la situarse balanceado entre la tendencia objetivista de un Klemperer y la subjetivista de un Walter. Basado en la claridad expositiva y perfecta ejecución instrumental de la Berliner Philharmoniker (DG, 1959), la solidez constructiva, severa y solemne, la escasa variación de los acentos, la concepción plana de la articulación, la uniformidad y exceso de retórica, la morosidad en los tempi moderados por no decir pesantes, dan como resultado la reducción de los tonos oscuros y la flacidez del dramatismo inherente en la composición. En suma, un perfil apolíneo y almidonado de Mozart.
Otras cuatro grabaciones se realizaron en los años 60: Mientras el errante Carl Schuricht es todo lirismo y cantabilidad delante de la Orquesta de la Ópera de Paris (Scribendum, 1963), un nonagenario Pablo Casals consigue con la Orquesta del Festival de Marlboro (Sony, 1968) una lectura vibrante y desigual, con parte del público aquejado de rinitis primaveral. Por su parte, la ágil e incisiva Staatskapelle Dresden dirigida por Otmar Suitner (Edel, 1968) contrasta con la monodinámica interpretación de Karl Münchinger con la para mí desconocida Klassische Philharmonie Stuttgart (Vienna Classics, 1969).
Josef Krips fue el paladín del modo interpretativo vienés por excelencia, un arte sereno, reposado, ligero y sonriente, con sentido del equilibrio… y un punto falto de incisividad dramática. Texturas transparentes (ocasionalmente los vientos se difuminan en el gran contingente de cuerdas) pero carnosas, claras las voces y los contrapuntos, acentos ecuánimes y controlados, tempi tranquilos pero poco contrastados (es decir, lento en los movimientos extremos y rápido en el central), las dinámicas calibradas en un moderado intervalo, cálido y perfecto legato, naturalidad, aparente sencillez comunicativa, vivacidad, transparencia, sublime expresividad. También fogueado en su juventud como director operístico, exalta multitud de detalles sutiles, inauditos en otras versiones. Espléndida grabación, de perspectiva cercana y natural, recogiendo la riqueza tímbrica de la Royal Concertgebouw Orchestra de Amsterdam (Philips, 1972).

Como es norma en Herbert von Karajan su enfoque pasa por el concepto del sonido: denso, aterciopelado, preciso en las articulaciones, de redondez tímbrica y de extraordinaria gama dinámica (quizá exagerada), fraseo flexible y un tanto romántico, pero amanerado, sin pulso dramático, apresuradamente envejecido. Una antiséptica Orquesta Filarmónica de Berlín (DG, 1977) resulta descompensada entre cuerdas y vientos.
Lástima que el artesano concienzudo y meticuloso que es Neville Marriner adolezca de un pizca de audacia en su impersonal y genérica interpretación al podio de The Academy of St. Martin in the Fields (Philips, 1980).
Mozart contiene la plenitud de la vida, del dolor más profundo a la alegría más pura”: Por esta necesidad de (re)conocer –y traducir en sonidos– los contrastes, la ambivalencia, la ambigüedad y los abismos que descansan en sus estructuras internas, Nicolaus Harnoncourt sometió a la disciplinada y versátil Orquesta del Concertgebouw de Amsterdam (Teldec, 1982) a un tipo de pautas interpretativas completamente ajenas a su rutina habitual en el repertorio sinfónico: cambio de posición de la mano, del arco, distinto tipo de vibrato, diferente digitación, introducción de instrumentos de viento natural y de timbales pequeños que permiten diferenciar su sonoridad de la de las trompetas cuando ambos tocan al unísono. Pero la revolución viene del lado del tratamiento: aristado, abrupto, inquietante; tan radical y ruda es la acentuación, los ataques tan agresivos que viene a las mientes el término viril, pero encuentro más atinado ese vocablo tan anglosajón: “macho”. Así, como suena. Extremismo dinámico en el contundente conjunto madera-metal-timbales, vehemencia más que dramática, diríamos operística, en el carácter marcial del implacable allegro seguido de la tregua tensa e intensa del andante, para preparar el furioso presto (mucho más conseguido en estos dos últimos movimientos; el inicial carece de cantabilidad y lirismo). La toma de sonido es distante pero resalta una descarada contribución de los metales.

Una de las principales bazas del registro debido a Leonard Bernstein es sin duda la sensacional Filarmónica de Viena captada neblinosamente en directo (DG, 1985). A pesar de su excesivo tamaño, los planos sonoros son diseccionados con fluidez y viveza por el fogoso entusiasmo de la batuta, evocando su familiaridad con Walter. El magentismo animal que alumbraba Bernstein va construyendo sentimiento a sentimiento esa voluptuosidad romántica que tan bien casa con estas (todas las) obras de Mozart. El presto, prestísimo, como cantaba (el otro) Fígaro. Inapropiado? Tanto como templar un helado. Delicioso!

Por el contrario, el impenitente Peter Maag, imbuído de perfume mozartiano, se ve lastrado por las impurezas instrumentales de la Orchestra di Padova e del Veneto (Arts, 1996).
Las últimas interpretaciónes a reseñar continúan la vía Harnoncourt en la que las orquestas modernas aplican el tratamiento instrumental y metodológico de los postulados historicistas: Claudio Abbado con su recién formada Orchestra Mozart se muestra eficaz y aseado en este detallado y predecible registro en vivo (Archiv, 2006).
Ya en su anterior aproximación a la partitura Charles Mackerras mostró su aprendizaje moderadamente HIP, con un sorprendente clavicémbalo al continuo con la Orquesta de Cámara de Praga (Telarc, 1986). La reciente grabación con la Scottish Chamber Orchestra (Linn, 2007) ha conseguido entusiastas críticas entre la prensa especializada. ¿Clasicismo o fantasía? Bueno, depende… si comparamos su viveza de tempi o sus contrastes dinámicos con los de René Jacobs áquellos quedan muy atenuados y uniformados; eso sí, entre los aciertos se cuentan el mayor dramatismo conseguido con la relajación de los tempi, el uso penetrante de los metales al natural nada más arrancar el allegro o los vientos en el 2º tema que remarcan perfectamente el elemento trágico. La cercanía de los micrófonos a los atriles (con recuperada separación antifonal de los violines) permite un sonido íntimo y claro cercano a la ilusión de un concierto en una pequeña sala privada.
La recuperación dieciochesca
La primera grabación íntegra del corpus sinfónico con instrumentos y prácticas interpretativas de “la época” (es decir, de la época de comienzos de los años ochenta del siglo XX; hoy, el movimiento historicista -para algunos musicología forense- ha progresado) fue la de Cristopher Hogwood al frente de The Academy of Ancient Music (L’Oiseau Lyre, 1983). En ella se recupera coherentemente la tan querida por Mozart reducidísima orquesta (y por tanto muy moderna) y su espacialización en arco, la compensación entre timbres débiles y fuertes, el variado fraseo, las entonaciones y los acordes requeridos por el contexto rítmico y dinámico, la ausencia de vibrato, así como la realización de todas las repeticiones. Si bien consigue la percepción de la líneas instrumentales (con gran simplicidad expresiva), no obstante, comparado con los logros posteriores se revela poco imaginativo, con un exceso de decorativismo acuarelado. Cruda toma de sonido.
Con los pies en la tierra y sentido común a raudales, como tuve ocasión de comprobar en una memorable charla con Frans Brüggen, este holandés de conversación tranquila y mirada franca ha sido definido como el romántico dentro del movimiento historicista. Cada uno de los discos debidos a su Orchestra of the Eighteenth Century es un acontecimiento en sí mismo. Primero, por la especial producción y grabación –siempre en vivo–, realizadas exclusivamente por la propia orquesta tras una exhaustiva gira de conciertos y luego ofrecidas a la compañía discográfica (Philips) como un producto cerrado. De este modo su catálogo es necesariamente breve, con un par de discos al año a lo sumo. Pero, ¡qué discos! En el año 1988 se editó esta etimológicamente encantadora lectura, que destaca por su holgado contingente de cuerdas, 31 (recordemos que Mozart estrenó la obra con seis violines) –perfecto técnicamente y a la vez de una calidez de antaño– y la muy audible contribución de maderas y percusión. La consecuente proporción simétrica y textural entre instrumentos se pone al servicio de una articulación ágil y chispeante, una incisiva claridad de planos, ligera y transparente a cualquier velocidad pero no exenta de lirismo y elegancia, donde levísimas variaciones en el tempo alimentan unas ligeras gradaciones dinámicas creando un sugerente carácter improvisatorio. A destacar en el allegro el color oscuro de las maderas que acentúa un carácter a ratos tenebrista, aspecto mozartiano que a Brüggen le encanta enfatizar, siendo reflexivo en el andante, y urgente en la propulsión broncínea de unos temas a otros en el presto. Refinada toma sonora que sólo cabe atesorar.

Como los maestros de ayer, John Eliot Gardiner tiene sus raíces profesionales en la dirección coral; por ello paréceme que su lectura destaca por el subrayado de las citas operísticas. Así, baliza la sinfonía como pariente cercana del drama (poco) giocoso, con riqueza tímbrica cercana a Beethoven (fuerte presencia de vientos y percusión), emocionante pero sin énfasis, de escasa y austera vocación lírica pero con decidido aliento dramático. Brillante captura sonora de los English Baroque Soloists (Philips, 1988) que traiciona con perfidia ligeros desajustes en el delicado final del andante.
Discreto y seguro pero no excitante se muestra Trevor Pinnock al frente de The English Concert (Archiv, 1993): La grabación es tan depurada e impoluta como la interpretación, de tempi nerviosos, articulación precisa con gran vivacidad de acentos, y un magro número de atriles de cuerdas (25). Una curiosidad: hace veinte años el número de instrumentistas de nivel era muy reducido, por lo que sus nombres aparecen repetidos en todas las formaciones británicas.
La aproximación teatral, cual ópera en miniatura (la anterior realización discográfica de Rene Jacobs fue Don Giovanni), asoma ya en los primeros compases, con dinámicas forte-piano muy contrastadas que suelen ir acompañadas de rallentandi y accelerandi que le otorgan gran variedad de caracteres y un impulso vital cíclico tensión-distensión. La lírica y el sentido cantabile que encontramos en otras versiones es aquí literalmente asaltada por una articulación aserrada, impredecible, con acentos repentinos sforzato, plena de intensidad y fiereza con fuertes acordes y ruda presencia del timbal, profundidad ambigua y danzable en el andante, terminando con un presto que no permite coger aliento. El pasmoso y sutil continuo al pianoforte llega a apreciarse debido al reducido contingente (23) de cuerdas de la Freiburger Barockorchester (HM, 2007) que permite una reveladora claridad de líneas y detalles, donde las complejas texturas aquieren una limpieza cristalina. Toma de sonido triunfante.
Nota final: No ha lugar la controversia de las repeticiones, ya que en varios casos el concepto teórico del director se adaptó a las necesidades prácticas de la técnica de reproducción, ajustándose al minutaje limitado de los discos de 78 rpm, y después al de los LP de 33 rpm.

Mozart: Sinfonía nº 38 "Praga"

Como nos cuenta Morike en su espúreo pero encantador relato, en los primeros días de 1787 Mozart partió rumbo a Praga en lo más parecido posible a una tournée de placer (sus obligaciones eran pocas: una interpretación de Las bodas de Fígaro y un par de recitales de piano). Entre los sombreros de Constanza viajaba un manuscrito recién acabado con una sinfonía en Re (K. 504), que quedaría para siempre relacionada con el nombre de la ciudad. El 19 de enero Mozart dirigió su estreno ante una orquesta de una veintena de instrumentistas, al parecer con un gran éxito. Años más tarde, en 1808, su amigo Niemetschek recordaba “la sinfonía permanece como favorita en Praga, y sin duda ha sido interpretada cientos de veces”.

Indudablemente la obra es una de las cimas del autor, a pesar de que sólo integra tres movimientos en lugar de los cuatro tradicionales, quizá una alusión a la simbología masónica (Massin dixit). La ausencia del clásico minueto se compensa por la introducción lenta que abre la composición, influencia de los progresos sinfónicos de su querido Haydn (y que tanto peso habría de tener en Beethoven). De tono profundo, casi amenazante, tonalmente impredecible, a veces severamente disonante, en el compás 16 sobrecoge al pasar a clave menor (con un estallido de percusión y trompetas): en sus modulaciones se huele el rastro del K. 466 y se adivina la sombra cromática del dissoluto. Entonces el grave presentimiento cede el paso a un allegro, tirante y sincopado (a contratiempo), descentrado armónicamente. Hasta seis motivos (reflejos de Fígaro, intuiciones de La flauta mágica) son desarrollados y fugados contrapuntualmente. En esta densa polifonía (de la que significativa e inusualmente Mozart realizó múltiples bocetos de posibles combinaciones temáticas) se suceden estrategias retóricas irresistiblemente enérgicas, que cierran el movimiento sinfónico mozartiano de mayor originalidad, síntesis de tradiciones barrocas y estilo clasicista.

La forma sonata también es seguida en el segundo movimiento, marcado andante y de sinuoso ritmo ternario, en otro ejemplo de la sofisticación de la sinfonía: contrasta un lírico y espiritual primer tema con un segundo turbulento, basado en tensos acordes de las maderas. Por fin, extrañas sombras cromáticas desestabilizan la armonía y se agazapan tras imitaciones contrapuntísticas. La recapitulación revisa todos los materiales empleados en el movimiento alternando tonalidades hacia un final apacible, cuya atmósfera camerística afianzada por la rica paleta armónica servirá de inspiración a Schubert.

La obra concluye con un presto, originalmente escrito para ejecutar la sinfonía “París” (K.297) con un nuevo final, que se inicia con una jovial atmósfera de carácter bufo (regresa la semblaza melódica a Fígaro) en la que los vientos irán desgarrándose en una violenta tormenta. A modo de rondó utiliza diálogos cromáticos, síncopas y transformaciones contrapuntísticas en un oscuro carácter coral, apenas embozado en una capa de luz.

Para completar la dicha Mozart abandonó Praga con unos gulden en la casaca y el encargo de una ópera para el otoño siguiente. De ella nos ocuparemos próximamente.

La tradición mahleriana
En 1929 Berlín era sin duda alguna la capital del orbe musical: aparte de la Philharmoniker dirigida por Furtwangler, tenía tres óperas funcionando a la vez, siete dias a la semana, durante diez meses al año, cuyos directores eran Erich Kleiber, Bruno Walter y Otto Klemperer. La biografía de estos tres se entrecruza de manera fundamental con la de Gustav Mahler.

Berlín 1929: Walter, Toscanini (de visita), Kleiber, Klemperer y Furtwängler



La juventud del primero vino marcada por la impresión causada por un concierto de Mahler que marcó su decisión de dedicarse a la dirección de orquesta. El rigor, instinto y genio de Eric Kleiber conseguió en su grabación con la Filarmónica de Viena –donde la dureza de la cuerdas domina la delicadeza de las maderas– (History, 1929) una concisión suprema, ágil y vivaz, a pesar de partir de unos presupuestos artísticos alejados de cuestiones de estilo y prácticas musicales propios de la época del compositor.

Bruno Walter aprendió su Mozart con Gustav Mahler cuando éste lo estableció en la Ópera de Viena como kapellmeister en 1901. Walter registró en estudio la sinfonía en tres ocasiones: con la Filarmónica de Nueva York (Sony, 1956), Sinfónica de Columbia (Sony, 1959) y Filarmónica de Viena (Pearl, 1936). Con ésta programó de nuevo la obra en un concierto de 1955 en la Musikverein recogido por Radio Austria y editado posteriormente por Deutsche Grammophon en 1992 con motivo del 150 aniversario de esta orquesta. El concepto es similar en todas las grabaciones pero este registro posee el mejor equilibrio entre factura sonora e instrumental: lleva a su máxima expresión la fluctuación del tempo dentro de cada movimiento, en total flexibillidad rítmica sin caer en el peligro de la fragmentación, relajándolo en los pasajes más oscuros, para tratar de transmitir cuidadosamente su carácter melancólico (allegro) o atormentado (presto). El otro factor clave es el cálido fraseo, aligerando los tiempos fuertes en cada compás y suscitando una sutileza cantabile de matices, una pura delicia en su combinación de vitalidad rítmica y humana efusividad. Partiendo de un sonido pleno de gran orquesta con numeroso (y desequilibrante) contingente de cuerda, Walter desarrolla un vigoroso poder comunicativo, de alta tensión, a la vez que dirige de forma bellísima, lírica y aterciopelada (ese sentido de divertimento en el andante de jocosa sensibilidad), resaltando todos los elementos melódicos. Ejemplar claridad en el detalle y en la textura, aunando riqueza expresiva con lógica constructiva, guardián de una tradición casi desvanecida.






La gran severidad y ausencia de inflexiones personales constituye la visión mozartiana (madura, sedienta de libertad espiritual) del último representante de la tradición romántica mahleriana: Klemperer grabó primeramente con la Orquesta de la Berlin RIAS (la radio del sector americano) (EMI, 1950) y con la Philharmonia (Testament, 1956), documentos ambos de tempi notablemente urgentes y fibrosa articulación pero cuya endeblez técnica nos hace preferir la milagrosa claridad de texturas que Walter Legge llamaba (y registraba magníficamente equilibradas) radiografías sonoras. La cohesión y la soberbia calidad de la Philharmonia Orchestra (EMI, 1962) permiten la unanimidad sonora de un grupo de cámara, de transparencia en la superposición de los planos sonoros, grandeza arquitectónica, monumental sentido constructivo, de olímpica y serena objetividad, meticulosa atención al detalle del valor de las notas, fraseo, ritmo, entonación, belleza y dinámica del tono. Klemperer siempre mantuvo el hábito mahleriano de situar antifonalmente primeros y segundos violines, lo que permite bosquejar insospechados diálogos. Elegante sentido dramático en la introducción, amplitud dinámica en el uso de los timbales, luminosidad de las maderas y presencia de la línea grave, firmeza y orden en los movimientos rápidos, y austeridad de expresión en el andante.





Entre estas versiones llegaron otras: Un Mozart eslavo y principesco propone Vaclav Talich al frente de la Orquesta Filarmónica Checa (Supraphon, 1954). El mismo año, un superficial y agitado Igor Markevitch con la Berliner Philharmoniker (DG) está sujeto a la tiranía del oleaje y el viento. Por último, claridad, delicadeza y elegancia en la tímbrica camerística extraída por Erich Leinsdorf de la Royal Philharmonic Orchestra (DG, 1955).

La gran virtud de Karl Böhm es la situarse balanceado entre la tendencia objetivista de un Klemperer y la subjetivista de un Walter. Basado en la claridad expositiva y perfecta ejecución instrumental de la Berliner Philharmoniker (DG, 1959), la solidez constructiva, severa y solemne, la escasa variación de los acentos, la concepción plana de la articulación, la uniformidad y exceso de retórica, la morosidad en los tempi moderados por no decir pesantes, dan como resultado la reducción de los tonos oscuros y la flacidez del dramatismo inherente en la composición. En suma, un perfil apolíneo y almidonado de Mozart.

Otras cuatro grabaciones se realizaron en los años 60: Mientras el errante Carl Schuricht es todo lirismo y cantabilidad delante de la Orquesta de la Ópera de Paris (Scribendum, 1963), un nonagenario Pablo Casals consigue con la Orquesta del Festival de Marlboro (Sony, 1968) una lectura vibrante y desigual, con parte del público aquejado de rinitis primaveral. Por su parte, la ágil e incisiva Staatskapelle Dresden dirigida por Otmar Suitner (Edel, 1968) contrasta con la monodinámica interpretación de Karl Münchinger con la para mí desconocida Klassische Philharmonie Stuttgart (Vienna Classics, 1969).

Josef Krips fue el paladín del modo interpretativo vienés por excelencia, un arte sereno, reposado, ligero y sonriente, con sentido del equilibrio… y un punto falto de incisividad dramática. Texturas transparentes (ocasionalmente los vientos se difuminan en el gran contingente de cuerdas) pero carnosas, claras las voces y los contrapuntos, acentos ecuánimes y controlados, tempi tranquilos pero poco contrastados (es decir, lento en los movimientos extremos y rápido en el central), las dinámicas calibradas en un moderado intervalo, cálido y perfecto legato, naturalidad, aparente sencillez comunicativa, vivacidad, transparencia, sublime expresividad. También fogueado en su juventud como director operístico, exalta multitud de detalles sutiles, inauditos en otras versiones. Espléndida grabación, de perspectiva cercana y natural, recogiendo la riqueza tímbrica de la Royal Concertgebouw Orchestra de Amsterdam (Philips, 1972).







Como es norma en Herbert von Karajan su enfoque pasa por el concepto del sonido: denso, aterciopelado, preciso en las articulaciones, de redondez tímbrica y de extraordinaria gama dinámica (quizá exagerada), fraseo flexible y un tanto romántico, pero amanerado, sin pulso dramático, apresuradamente envejecido. Una antiséptica Orquesta Filarmónica de Berlín (DG, 1977) resulta descompensada entre cuerdas y vientos.

Lástima que el artesano concienzudo y meticuloso que es Neville Marriner adolezca de un pizca de audacia en su impersonal y genérica interpretación al podio de The Academy of St. Martin in the Fields (Philips, 1980).

Mozart contiene la plenitud de la vida, del dolor más profundo a la alegría más pura”: Por esta necesidad de (re)conocer –y traducir en sonidos– los contrastes, la ambivalencia, la ambigüedad y los abismos que descansan en sus estructuras internas, Nicolaus Harnoncourt sometió a la disciplinada y versátil Orquesta del Concertgebouw de Amsterdam (Teldec, 1982) a un tipo de pautas interpretativas completamente ajenas a su rutina habitual en el repertorio sinfónico: cambio de posición de la mano, del arco, distinto tipo de vibrato, diferente digitación, introducción de instrumentos de viento natural y de timbales pequeños que permiten diferenciar su sonoridad de la de las trompetas cuando ambos tocan al unísono. Pero la revolución viene del lado del tratamiento: aristado, abrupto, inquietante; tan radical y ruda es la acentuación, los ataques tan agresivos que viene a las mientes el término viril, pero encuentro más atinado ese vocablo tan anglosajón: “macho”. Así, como suena. Extremismo dinámico en el contundente conjunto madera-metal-timbales, vehemencia más que dramática, diríamos operística, en el carácter marcial del implacable allegro seguido de la tregua tensa e intensa del andante, para preparar el furioso presto (mucho más conseguido en estos dos últimos movimientos; el inicial carece de cantabilidad y lirismo). La toma de sonido es distante pero resalta una descarada contribución de los metales.







Una de las principales bazas del registro debido a Leonard Bernstein es sin duda la sensacional Filarmónica de Viena captada neblinosamente en directo (DG, 1985). A pesar de su excesivo tamaño, los planos sonoros son diseccionados con fluidez y viveza por el fogoso entusiasmo de la batuta, evocando su familiaridad con Walter. El magentismo animal que alumbraba Bernstein va construyendo sentimiento a sentimiento esa voluptuosidad romántica que tan bien casa con estas (todas las) obras de Mozart. El presto, prestísimo, como cantaba (el otro) Fígaro. Inapropiado? Tanto como templar un helado. Delicioso!

Por el contrario, el impenitente Peter Maag, imbuído de perfume mozartiano, se ve lastrado por las impurezas instrumentales de la Orchestra di Padova e del Veneto (Arts, 1996).

Las últimas interpretaciónes a reseñar continúan la vía Harnoncourt en la que las orquestas modernas aplican el tratamiento instrumental y metodológico de los postulados historicistas: Claudio Abbado con su recién formada Orchestra Mozart se muestra eficaz y aseado en este detallado y predecible registro en vivo (Archiv, 2006).

Ya en su anterior aproximación a la partitura Charles Mackerras mostró su aprendizaje moderadamente HIP, con un sorprendente clavicémbalo al continuo con la Orquesta de Cámara de Praga (Telarc, 1986). La reciente grabación con la Scottish Chamber Orchestra (Linn, 2007) ha conseguido entusiastas críticas entre la prensa especializada. ¿Clasicismo o fantasía? Bueno, depende… si comparamos su viveza de tempi o sus contrastes dinámicos con los de René Jacobs áquellos quedan muy atenuados y uniformados; eso sí, entre los aciertos se cuentan el mayor dramatismo conseguido con la relajación de los tempi, el uso penetrante de los metales al natural nada más arrancar el allegro o los vientos en el 2º tema que remarcan perfectamente el elemento trágico. La cercanía de los micrófonos a los atriles (con recuperada separación antifonal de los violines) permite un sonido íntimo y claro cercano a la ilusión de un concierto en una pequeña sala privada.






La recuperación dieciochesca
La primera grabación íntegra del corpus sinfónico con instrumentos y prácticas interpretativas de “la época” (es decir, de la época de comienzos de los años ochenta del siglo XX; hoy, el movimiento historicista -para algunos musicología forense- ha progresado) fue la de Cristopher Hogwood al frente de The Academy of Ancient Music (L\’Oiseau Lyre, 1983). En ella se recupera coherentemente la tan querida por Mozart reducidísima orquesta (y por tanto muy moderna) y su espacialización en arco, la compensación entre timbres débiles y fuertes, el variado fraseo, las entonaciones y los acordes requeridos por el contexto rítmico y dinámico, la ausencia de vibrato, así como la realización de todas las repeticiones. Si bien consigue la percepción de la líneas instrumentales (con gran simplicidad expresiva), no obstante, comparado con los logros posteriores se revela poco imaginativo, con un exceso de decorativismo acuarelado. Cruda toma de sonido.

Con los pies en la tierra y sentido común a raudales, como tuve ocasión de comprobar en una memorable charla con Frans Brüggen, este holandés de conversación tranquila y mirada franca ha sido definido como el romántico dentro del movimiento historicista. Cada uno de los discos debidos a su Orchestra of the Eighteenth Century es un acontecimiento en sí mismo. Primero, por la especial producción y grabación –siempre en vivo–, realizadas exclusivamente por la propia orquesta tras una exhaustiva gira de conciertos y luego ofrecidas a la compañía discográfica (Philips) como un producto cerrado. De este modo su catálogo es necesariamente breve, con un par de discos al año a lo sumo. Pero, ¡qué discos! En el año 1988 se editó esta etimológicamente encantadora lectura, que destaca por su holgado contingente de cuerdas, 31 (recordemos que Mozart estrenó la obra con seis violines) –perfecto técnicamente y a la vez de una calidez de antaño– y la muy audible contribución de maderas y percusión. La consecuente proporción simétrica y textural entre instrumentos se pone al servicio de una articulación ágil y chispeante, una incisiva claridad de planos, ligera y transparente a cualquier velocidad pero no exenta de lirismo y elegancia, donde levísimas variaciones en el tempo alimentan unas ligeras gradaciones dinámicas creando un sugerente carácter improvisatorio. A destacar en el allegro el color oscuro de las maderas que acentúa un carácter a ratos tenebrista, aspecto mozartiano que a Brüggen le encanta enfatizar, siendo reflexivo en el andante, y urgente en la propulsión broncínea de unos temas a otros en el presto. Refinada toma sonora que sólo cabe atesorar.






Como los maestros de ayer, John Eliot Gardiner tiene sus raíces profesionales en la dirección coral; por ello paréceme que su lectura destaca por el subrayado de las citas operísticas. Así, baliza la sinfonía como pariente cercana del drama (poco) giocoso, con riqueza tímbrica cercana a Beethoven (fuerte presencia de vientos y percusión), emocionante pero sin énfasis, de escasa y austera vocación lírica pero con decidido aliento dramático. Brillante captura sonora de los English Baroque Soloists (Philips, 1988) que traicionan con perfidia ligeros desajustes en el delicado final del andante.

Discreto y seguro pero no excitante se muestra Trevor Pinnock al frente de The English Concert (Archiv, 1993): La grabación es tan depurada e impoluta como la interpretación, de tempi nerviosos, articulación precisa con gran vivacidad de acentos, y un magro número de atriles de cuerdas (25). Una curiosidad: hace veinte años el número de instrumentistas de nivel era muy reducido, por lo que sus nombres aparecen repetidos en todas las formaciones británicas.

La aproximación teatral, cual ópera en miniatura (la anterior realización discográfica de René Jacobs fue Don Giovanni), asoma ya en los primeros compases, con dinámicas forte-piano muy contrastadas que suelen ir acompañadas de rallentandi y accelerandi que le otorgan gran variedad de caracteres y un impulso vital cíclico tensión-distensión. La lírica y el sentido cantabile que encontramos en otras versiones es aquí literalmente asaltada por una articulación aserrada, impredecible, con acentos repentinos sforzato, plena de intensidad y fiereza con fuertes acordes y ruda presencia del timbal, profundidad ambigua y danzable en el andante, terminando con un presto que no permite coger aliento. El pasmoso y sutil continuo al pianoforte llega a apreciarse debido al reducido contingente (23) de cuerdas de la Freiburger Barockorchester (HM, 2007) que permite una reveladora claridad de líneas y detalles, donde las complejas texturas aquieren una limpieza cristalina. Toma de sonido triunfante.





Nota final: No ha lugar la controversia de las repeticiones, ya que en varios casos el concepto teórico del director se adaptó a las necesidades prácticas de la técnica de reproducción, ajustándose al minutaje limitado de los discos de 78 rpm, y después al de los LP de 33 rpm.