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Bartók: Concerto for Orchestra

1943: Después de un año de salud declinante, Béla Bartók es diagnosticado con leucemia. Era el remate al suplicio de dificultades económicas, aislamiento artístico y exilio en New York desde 1940, tras la capitulación de su nativa Hungría al Reich. En esta situación límite nace el Concierto para orquesta. Bartók se aparta de la armonía tradicional derivando desde la polifonía bachiana a la atonalidad de Schoenberg, a menudo mediante el uso de modos antiguos y escalas no convencionales, coloreados por elementos etnomusicológicos, producto de ocho años transcribiendo y grabando miles de canciones en un primitivo fonógrafo Edison. En un equilibrio precario entre caos y orden, entre música popular (que él entendía como un fenómeno natural, como la diversidad de la flora) y música culta, Bartók fluidifica el discurso a través de métricas atípicas, cambiantes y con acentuaciones irregulares, reiteraciones obstinadas, sabias amalgamas de caudales cromáticos y diatónicos, en una integración y coexistencia de materiales dispersos, que comparten el mismo espacio pero no resuelven las tensiones que los separan, reflejo y metáfora de la vida contemporánea.

Suite biográfica, típica de la severidad y austeridad bartókiana (si bien suavizando para el público americano su lealtad jacobina e inconformista a la disonancia), dispuesta en un riguroso y simétrico sistema arquitectónico, cuya velocidad decrece en el centro para recuperar inercia hacia el final, mientras su contenido expresivo avanza lineal en la tradición beethoveniana de victoria a través de la lucha heroica:

I Introduzione: Tras una apertura siniestra (compases 1-75) cuya sombra se proyecta por toda la obra llega un allegro atlético y anguloso en forma sonata. La exposición consta de un primer tema desgarrado y rabioso (cc. 76-148) y un segundo tema melancólico y rústico (cc. 149-230). Un desprendimiento dinámico repentino da paso al desarrollo (cc. 231-395), con una doble fuga en la que la erupción de los metales atisba una sugestión de luz, y a la reexposición (cc. 396-521), en la que los temas invierten su posición y que funciona como una masiva cadenza.

II Presentando le copie: A modo de scherzo en cinco breves secciones donde un burlesco juego de parejas de vientos evoluciona alrededor de un intervalo específico. Tras un suave coral brahmsiano que actúa como trío distorsionado (cc. 123-164), las parejas retornan, lúdicamente cortejadas por otros instrumentos. Un ritmo sincopado de percusión en sinapsis y extremos ejerce como maestro de ceremonias.

III Elegia: Poema triste del mundo interior bartókiano, que alterna música nocturna con oraciones suplicantes, veteado de cantos orquestales fosforescentes. Clave de la arquitectura de la obra, también consta de una articulación especular, con preludio y postludio.

IV Intermezzo interrotto: Otro scherzo con trío que danza con cambios de métrica y se funde con un tema militarístico de la Sinfonía nº 7 Leningrado (parodiado por Shostakovich mismo de una opereta austriaca), por entonces muy popular, que Bartók escuchó por la radio mientras componía el Concierto. El movimiento se completa como si la farsa mordaz en estilo de banda (cc. 77-119) nunca hubiera existido.

V Finale: Comienza con la exposición del tema a (cc. 1-147), una danza en movimiento perpetuo en los violines. Tras unas medidas de transición (cc. 148-187) llega el tema b (cc. 188-255): inquietante en su jolgorio tropical, liberado en su regreso al hogar transilvano. Introducido por un susurro de cuerdas y arpas, el desarrollo (cc. 256-317) presenta una fuga vibrante donde los motivos son tratados como danzas populares. Después de un recuerdo (cc. 317-383), Bartók recapitula (cc. 384-625) todos los episodios, emplazados y reunidos en una triunfante fanfarria gershwiniana.



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Cuando Serge Koussevitzky visitó a Bartók en el hospital donde estaba ingresado para ofrecerle mil dólares (de la época), éste se había autoretirado de la composición (no había vuelto a escribir desde su sexto cuarteto de 1939, aún en Europa), y afrontaba pocos meses de vida por delante. La jugosa comisión de la Boston Symphony Orchestra fue el detonante para una explosión de creatividad en tan solo siete semanas. Aunque la exitosa premiére del 1 de diciembre de 1944 no fue grabada, del cuarto concierto a final de mes procede este documento histórico, incluso para Bartók, que escuchó encantado la retransmisión radiofónica y aprovechó para hacer correcciones en dinámicas y orquestación. La agrupación bostoniana, que Koussevitzky había ido erigiendo desde 1924, muestra un cálido barniz propiciado por el empleo completo del arco y un intenso vibrato: Tras una introducción lenta y poderosa, la emoción contempla el crecimiento evolutivo de las secciones; la Elegia adecuadamente gótica, la interrupción del Intermezzodemasiado discreta. El finale, que, como el resto de la interpretación, muestra alguna descoordinación (¡faltaría más!), resulta abrupto dado que responde a la resolución original, una suspensión sin desenlace contundente, que Bartók dinamizó con diecinueve compases adicionales poco antes de su muerte. De entre las ediciones consultadas (Naxos, BSO, Guild) esta última destaca por sus menores desequilibrios e inconstancias de volumen.



 

Fritz Reiner había sido alumno de Bartók en la Academia de Budapest, y ya en el Nuevo Mundo era su más ferviente defensor, estrenando y programando sus composiciones con frecuencia: De hecho, fue él quien propuso a Koussevitzky la comisión del Concerto. Catorce meses después del estreno Reiner realizó al frente de la Pittsburgh Symphony Orchestra la primera grabación en estudio de la obra (Pearl, 1946), pero para conocer su potencial expresivo hay que esperar hasta 1955. La autoridad infalible con la que comanda la precisión de los ritmos carece de flexibilidad pero posee tensión eléctrica, objetividad analítica, dominio de la arquitectura tonal de la obra, equilibrio entre secciones orquestales, sutiles cambios de ritmos (el temprano accelerando en el allegro), una angustiosa Elegia compartiendo el dolor ante el exilio, y un torbellino final casi insoportable. Toma sonora (RCA) espectacular, distante y profunda, y que solo acusa la edad en cierto monolitismo.



 

Ferenc Fricsay relata en su concepto operático un romanticismo ligero (excepto en la tormentosa Elegia, donde los metales desatan los infiernos), que ralentiza el galante Intermezzo y desinhibe su contoneo en la celebración vital del extrovertido finale. La RIAS-Symphonie-Orchester Berlin, sin tener los mejores instrumentos de viento, hace maravillas con esta difícil y extraña música, donde Este y Oeste coexisten simbióticamente, contrastando ambientes y dinámicas. Claridad de las texturas en grisalla, que un micrófono esférico bastó para conservar en sonido magisterial (DG, 1957).



 

La narración bucólica y sin dramatismos (no los tempi inaceptablemente lentos de Sergiu Celibidache, Münchner Philharmoniker, EMI, 1995) de Karel Ancerl muestra como rasgo reconocible la permanente diferenciación de las familias instrumentales de la Czech Philharmonic Orchestra, en general rudas, demacradas y a veces superadas por los tempi. Insinuación dvorakiana en el tratamiento polifónico, con un énfasis rural en los ritmos, y una tensión que proviene de desmenuzar y contrastar las secuencias. La línea de las violas sugiere un lúgubre canto fúnebre en la Elegia. Ancerl interpreta maravillosamente el sarcasmo sobrio pero musculoso del Intermezzo, haciendo protagonista al amplio vibrato de los vientos. La edición japonesa propone una leve mejora al consabido paisaje apelmazado y de agudos brillantes por el que deambulan Janáček y Smetana (Supraphon, 1963).



 

La distinguida lectura de George Szell (Cleveland Orchestra, Sony, 1965) se autodescarta por su notorio corte (cc. 462-555) y otras mejoras en el finale. Del mismo año es la grabación de Georg Solti con la London Symphony Orchestra, por aquel entonces en plena forma. Agudo, vehemente, visceral, Solti disipa toda ambivalencia del Concierto, acentuando la brutal modernidad de la escritura, singularmente urgente, espontánea y agresiva. En la Elegia la propuesta se radicaliza, y Sibelius sobrevuela el inhumano dinamismo y el gélido esplendor orquestal recogido de manera extraordinaria por Decca: Fíjense en la panorámica dispersión escénica de los metales. La pareja y posterior versión con la Chicago Symphony Orchestra (Decca, 1980) ya recoge el tempocorrecto en Presentando le copie (♪=94, algo que ya intuyó Reiner en sus registros).



 

El Concierto para Orquesta fue objeto de especial interés para Rafael Kubelik y registrado al menos en siete ocasiones con cuatro diferentes orquestas. La grabación recogida en vivo por Orfeo en 1978 con la Symphonieorchester des Bayerischen Rundfunks es más intensa que sus tomas de estudio, aunque la fuerte reverberación hace difícil de apreciar algunos detalles orquestales. Lírico y sensible como Ancerl, pero evitando toda exageración o exceso bernsteiniano (New York Philharmonic Orchestra, Sony, 1959), Kubelik revela los cruces de ritmos como ningún otro, exponiendo la continuidad, el flujo musical siempre elegante y sostenido. Contrastes de color y textura, enfrentado atriles incluso de la misma familia (juguetón el retorno de las parejas), ponen de relieve toda la complejidad de la partitura. El cáustico glissandi de los metales marca la óptica de un Intermezzojazzístico.

 




Decía Pierre Boulez que Bartók fue una figura potencialmente radical que capituló a lo convencional, incapaz de abandonar (y asustar) a la audiencia burguesa. Ya en su primera grabación con la New York Philharmonic (Sony, 1971) habíase acercado de una manera fresca en su violencia inquisitiva. Con la Chicago Symphony Orchestra (DG, 1992) opta por un Bartók menos áspero, con un virtuosismo incendiario por encima del idioma, leído cristalinamente como un tratado de composición para estudiantes. Esta literalidad de la partitura, plena de un detallismo meticuloso equiparable al de Bartók, puede resultar falta de misterio y evocación.



 

Iván Fischer construye un caleidoscopio de lo modal y lo tonal, de estilización melódica e investigación armónica. La Budapest Festival Orchestra navega entre secciones sin atisbo de pausa, con abruptos cambios de ritmo, persuadida de un idioma folcklórico coherente. Fischer acentúa la seriedad del primer movimiento, por ejemplo en el sombrío colorido de de los cc. 467 y ss., y acuarela la pasión de la Elegia (las súplicas abrasadoras en cc. 34 y ss., con su molto rubato sobre los cromatismos). También articula con delicadeza y poesía el oloroso y elegante Calmo (cc. 119 y ss.), confrontado con la severidad de la cita sarcástica en un gesto casi mahleriano de forzada vulgaridad. La grabación (Philips, 1997) disfruta de un despliegue dinámico exuberante (los diferentes niveles de pizzicatison distinguibles), sin que la alegría degenere en ofensa.



 


Zoltán Kocsis nos embarca en un viaje pancultural y supranacional (¿un folcklore imaginario? ¿olvidado?): Su versión es la de mayor embriago magiar, saturada de color, caracterizada en los ritmos, pero poco dada a estallidos dinámicos. Ya las notas de apertura prometen una teatralidad que no defrauda la intriga atmosférica de la introducción; el allegro es austero, contrastado y finalmente triunfante. Sin dejar de sonreír en el contrapunto, las parejas se vigilan amenazantes en su scherzo; el adagio exhala convicción emocional y el Intermezzoerupciona brutal en la interrupción, con los metales luchando desde los atriles; las trompetas asilvestradas coronan la afirmación vital del finale, con su fraseo abandonado. La Hungarian National Philharmonic Orchestra goza de una toma sonora espacial, modélica en definición e impacto: En el Intermezzose requieren diez diferentes entonaciones en los timbales en el curso de unos pocos segundos (cc. 42-50). La grabación destila dicha sutilidad sin esfuerzo (Hungaroton, 2002).



Mahler: 5ª Sinfonía

La Quinta Sinfonía fue compuesta por Gustav Mahler en su casita estival de Maiernigg durante los veranos de 1901 y 1902. Entre ambos estíos ocurrió una circunstancia personal decisiva, aparte de la siempre meditada motivación detrás del esquema compositivo de sus obras: El encuentro, noviazgo y matrimonio con Alma Schindler. Un radical punto de partida que rompe sus lazos con la voz humana para concentrarse en la música puramente orquestal, renunciando a un programa literario (o en todo caso podemos considerar la integral de sus sinfonías como una gigantesca biografía), donde su férreo puño alea los aparentemente más disparatados elementos, ya sean melódicos, rítmicos o armónicos, y donde diálogos, discusiones y altercados se transforman en soliloquios, quejas, monólogos. La primera sinfonía rabiosamente moderna, sin tonalidad específica, y cuyas sucesivas modulaciones transitan desde las tinieblas a la luz. Se integra en un novedoso armazón que comprende cinco movimientos articulados concéntricamente en tres grandes bloques, reconocibles por la afinidad de los materiales temáticos y las atmósferas expresivas.

 

Primera parte:

I. Trauermarsch: Posee una relativa forma sonata, con el material temático en continua transformación pero estructurado simétricamente en cinco partes ABABA: La sección principal (cc. 1-154) parte de una fatídica fanfarria de trompeta (especie de estribillo para vincular los diferentes episodios de la marcha que expresa la desolación contra la cercanía e inevitabilidad de la muerte) que colapsa en un tuttiorquestal ff, desplegado como primer tema donde los instrumentos graves marcan el ritmo pesante, y un segundo tema en las cuerdas, de contrastado y elegíaco carácter; el trío I (cc. 155-232) supone una desgarradora explosión faústica, reexponiendo los dos tópicos fundamentales en un estallido de emoción, desatado en cromatismos febriles apoyados en acordes sincopados de las trompas; el regreso de la sección principal (cc. 233-322) aporta un nuevo dibujo que será el centro del movimiento siguiente; en la vuelta al trío II (cc. 323-376) la suavidad y resignación están lo más alejadas posible de la violencia expresionista del trío anterior y, sin embargo la sustancia temática está compuesta de variantes de los mismos motivos; la coda (cc. 377-415) anuncia el cariz mahleriano fantástico y grotesco que tanta presencia va a manifestar en sus sinfonías siguientes, desintegrándose desconsolada y exhausta.

II. Stürmisch bewegt. Mit grösster Vehemenz:Es el desarrollo dinamico-sinfónico de los temas del primer movimiento, y que, a pesar de mantener la forma sonata, niega cada expectativa e interrumpe cada continuación, y sin embargo de algún modo cada abrupta transición se siente natural, incluso inevitable. La exposición (cc. 1-140) se construye sobre dos secciones contrapuestas: una tempestuosa, con un vehemente tema en las cuerdas, y otra serena, iniciada por corcheas en terceras en los vientos y sostenida tras la transición por un tercer tema presentado por los cellos que es cita literal del primer trío. El súbito y colérico desarrollo (cc. 141-322) comienza también a cargo de los cellos, que posteriormente lo recrean en el ritmo de marcha inicial; la borrascosa recapitulación (cc. 322-519) es interrumpida por un glorioso y visionario coral en los metales que desemboca en la coda (cc. 520-576), recogiendo el motivo evolutivo de los vientos sobre trémolo de las cuerdas y terceras del arpa hasta desaparecer en la desesperanza nihilista del arpegio de graves y timbal.


Segunda parte:

III. Scherzo: Ambivalente deconstrucción de las danzas vienesas en el que predomina un tono rústico y desenfadado en la sección principal (cc. 1-135), un ländler que tiene a la trompa como instrumento obligado (en cuanto al episodio secundario, es un inusual fugato en octavas); el ritmo flexible y graciosamente vacilante sobre pizzicatti de las cuerdas del primer trío (cc. 136-221) ya no caracteriza al paisaje campestre, sino al vals de la ciudad, que se interrumpe con una brusquedad beethoveniana por el retorno del motivo inicial en las trompetas; las ensoñadoras canciones en las trompas del segundo trío (en seis elaboradas secciones, cc. 222-428) nos transportan del mundo de la danza al de la naturaleza; en el desarrollo (cc. 429-489) y recapitulación (cc. 490-763) los elementos rítmicos y melódicos de los tres episodios diferentes evolucionan de forma estrecha, a menudo simultáneamente; en la coda final (cc. 764-819) la refriega se vuelve inextricable.


Tercera parte:

IV. Adagietto: Se ha comparado la Quintacon la novela fluvial proustiana, donde la realidad y la imaginación se funden en un modelo sintáctico y estético en continuo curso y cambio de situaciones psicológicas. Tras un scherzo como desarrollo entre planteamiento y desenlace la sinfonía muestra una imagen especular de los dos primeros movimientos, transformados en sus opuestos: En lugar de ira y conflicto, el adagiettoofrece calma y lirismo sostenido. El testimonio de Willem Mengelberg, anotado en sus propia partitura de la obra, apunta que, tanto Gustav como Alma le indicaron que el adagietto había sido concebido como regalo de compromiso, un vasto canto de amor para cuerdas y arpa, de esperanza trascendental e intimidad espiritual. El conmovedor romanticismo encerrado en él se expresa a través de un introspectivo paisaje de modulaciones, donde cada línea melódica ha sido refinadamente cincelada, al límite de un aparente neoclasicismo. De forma tripartita ABA, la sección central (cc. 39-71) introduce tensión en su modulación a varias claves menor y mayor. El retorno de la melodía principal es más comedido, pero hacia el final se desencadena un clímax con el valor de las notas aumentando y las resoluciones estiradas hacia la extenuación amorosa.

V. Rondo-Finale: La marcha fúnebre de la apertura regresa en un exuberante rondó que quisiera ser triunfal. Vacilante en la introducción (cc. 1-23), su exposición (cc. 24-240) adquiere la apariencia inusual de una improvisación alegre y entretenida: Los diferentes patrones, que parecen lanzados al azar, jugarán un papel esencial en los desarrollos futuros. Fue Beethoven quien inspiró tanto su forma general, quasi sonata, como los entusiastas elementos de fuga, que se suceden enriquecidos con recuerdos del adagietto, se desarrollan (cc. 241-496) y recapitulan (cc. 497-710) hasta la irrupción del coral (c. 711-748), en una apoteosis forzada que simboliza la victoria final de las fuerzas de la vida y confirma la sensación de euforia generada por la inagotable abundancia de temas, por la magia de ese sonido caleidoscópico, donde fragmentos y células melódicas, siempre familiares, pasan y pasan una y otra vez. Aún así, en la coda (cc. 749-791) Mahler asume instintivamente la ambigüedad fundamental, la angustia secreta y la incertidumbre que son la marca de su tiempo y que todavía pesan sobre el nuestro.


127 lossless recordings of Mahler Symphony no. 5 (Magnet link)

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No cabe sino calificar de documento histórico el rollo de pianola que Mahler realizó para la compañía Welte & Söhne el 9 de noviembre de 1905, exponiendo el primer movimiento de su nueva sinfonía. Las limitaciones del sistema, sobre todo dinámicas, deben hacernos extremar la precaución acerca de su técnica pianística, pero lo que se preserva es fascinante: los efectos en los pedales, las deliberadas anticipaciones rítmicas en la mano izquierda, los acordes arpegiados, el destacado contraste entre secciones staccato y legato. En cuanto a su práctica como director, podemos apreciar la elección de tempi(al menos durante aquella tarde), el impulso inercial del discurso que oscurece los detalles, la lírica con la que expone el tema elegíaco (cc. 34 y ss. ), el arrebato de la entrada del trío I (cc. 155 y ss.), y en especial el dúctil tratamiento del rubato, desafiante de notación musical. La grabación patrocinada en 1992 por la Fundación Kaplan acopla el rollo Welte-Mignon a un moderno Steinway a través de unos dedos neumáticos, por lo que el sonido es magnífico (y ucrónico).

 


 


Ya hemos visto como no sólo Willem Mengelberg colaboró cercanamente con Mahler en sus apariciones con el Concertgebouw como director invitado, sino que contó con su amistad personal y estima profesional (“su arte de interpretación revela una profunda afinidad y una penetrante inteligencia de mis obras. A nadie más le confiaría una obra mía con entera confianza”) y nos legó el propósito del adagietto como íntima declaración amorosa. Su devota ofrenda de 1926, elásticamente fluida, liberada de las barras de compás, frasea inmiscuida por el maleable rubato mengelbergiano, los tintados y coordinados portamenti (deslizamiento entre notas) en las cálidas cuerdas, embelesadas por el vibrato. La asunción de que es un lied sin palabras condiciona la elección de un tempo que la voz pueda sustentar (las frases suelen impulsarse después del tercer pulso de compás, justo donde Mahler marca la respiración), y da lugar a la que parece ser la grabación más breve, de apenas 7 minutos (en la partitura que Mahler empleó en la premiérede 1904 se tasó su duración en siete minutos y medio); en el extremo opuesto estarían los 15:13 del concierto ofrecido por Hermann Scherchen en Philadelphia en 1964 (Tahra), en el umbral de la inmovilidad taverneriana, o los 28 segundos que Dimitri Mitropoulos consagró a la última nota (New York Philharmonic, Music & Arts, 1960). Mark Obert-Thorn ha conseguido con su proverbial esmero corregir los desfases de velocidad de la fuente en 78 rpm en la edición Naxos.

 


 


Naturalmente el otro apóstol de Mahler es Bruno Walter, conocido por los miembros de la New York Philharmonic Orchestra como The Pope, y que pontificó la primera grabación completa de la Quinta en 1947. Una obra que Walter conocía particularmente bien, habiendo trabajado cercanamente al compositor durante su prolongada publicación (la última revisión en 1911, tres meses antes de su muerte, se puede considerar como provisionalmente definitiva, dado que Mahler hubiera realizado otras correcciones de haber conducido la obra nuevamente). Concisión sinfonico-clásica (exenta de los expresionismos y/o efectismos de otras lecturas posteriores) a través de la pulcritud un tanto distanciada en el seguimiento de las prescripciones de la partitura (que, recordemos, no sólo dictan el tempo, sino también el carácter). El cuidado fraseo, maravilloso, de línea continua elegante y cantabile, contempla sin embargo escaso rubato dentro de una sección o frase: Así pues, una diferencia sustancial respecto a la senda mengelbergiana o al propio Mahler pianista. La marcha fúnebre adopta un paso militar afilado e inquieto, y cuyas reminiscencias se advierten en las secciones lentas del siguiente movimiento, de moralidad bucólica. Muerde el ritmo urgente por todo el scherzo, su parte final delirante. Adagietto intenso y tranquilo (en talante, no en cadencia, 7:36), con armonías suspendidas de reserva casi dolorosa y un clímax decoroso, el arpa perdido en la resonancia de las cuerdas; aún así no es comparable al registrado una década antes con la Wiener Philharmoniker (Opus Kura, 1938). Finalefrenético marrado por la descoordinación de las cuerdas en los fugato. La última reedición de Sony nos habla de la dificultad de cristalizar la compleja orquestación en sonido monofónico.

 


 

 

 

La Orquesta del Royal Concertgebouw de Amsterdam era todavía en 1951 el conjunto que Mengelberg había disciplinado durante el último medio siglo, y por tanto con relación directa con el compositor. Sabida es la condición improvisada de los conciertos de Rafael Kubelik, donde la permisa estructural es secundaria. Aquí prosigue la senda walteriana en otra aproximación panteísta de tempi ligeros y dinámicos, nunca temeroso del rubato o de la acentuación de los elementos sardónicos, pero tendente a la supresión de lo neurótico. El trío I (c. 155 y ss.) es efectivamente contrastado pero no dramático, dado el rápido ritmo con el que arranca la obra. En el segundo movimiento la tímbrica rústica y folcklórica en los vientos, alejada de las pulidas y satinadas contemporaneidades, despliega un filtro en sepia que Mahler habría comprendido como suyo. Pastoral scherzo, donde la pareja hombre-naturaleza parece presente de manera casi nietzscheana. Adagiettoligero, adecuado a la noción de “canción sin palabras”, con francos enlaces a varios de los lieder compuestos en el mismo periodo. Vigoroso y fresco finalea pesar de los desaciertos de las trompas y el quejumbroso timbre de las maderas. La edición de Tahra en sonido monofónico, lejano y a veces saturado, transmite la ilusión de una recepción radiofónica en una venerable Telefunken a válvulas.

 



 

Rudolph Schwarz ejemplifica el destino de Mahler si éste hubiera vivido unas décadas más, reeducado en un campo de concentración nazi. Quizá por ello favorece el perfil humanista a salvo de histrionismos o dramas psicológicos. Destaquemos desde ya unatoma sonora que permite atender a la magnífica articulación de maderas y metales, pese a que Schwarz desecha muchas de las minuciosas y asertivas instrucciones prescritas por la partitura; siguiendo el modelo walteriano, el tránsito al trío I es moderado; la coda propala un ambiente ominoso, henchido en la percusión de misterio y desesperanza. Adagietto delicuescente cual lied (7:34), de texturas primaverales. La complejidad de trenzado en scherzoy finale es observada con justicia y ejecutada con ecuanimidad. Es notorio que Horenstein ensayó y desempeñó la obra con la London Symphony Orchestra en los meses previos a la grabación, y siendo éste el único documento mahleriano de Schwarz, nunca sabremos hasta qué punto la responsabilidad es suya o compartida. ¿Que el registro tiene más de sesenta años? Espaciosa, clara y detallada, con impacto y definición, la cinta magnética de 35 milímetros (Everest, 1958) avergüenza a los actuales sistemas digitales.

 


 



Vaclav Neumann decía que en la música de Mahler se encuentra todo el dolor que esperaba a Europa”. Esta declaración de principios comporta una interpretación nada sentimental, de expresionismo descarnado y claridad camerística, los tempiraudos y todavía cercanos a los de Walter. Una furiosa Gewandhausorchester Leipzig abre con una implacable y brusca marcha, más castrense que fúnebre, quizá falta de densidad tímbrica y emotívica pero donde las digresiones iconoclastas refulgen obvias: Mahler escribe en la partitura “Los tresillos de este tema [de la trompeta] siempre deben tocarse algo apresuradamente (cuasi acel.), a la manera de fanfarrias militares. El turbulento y diáfano segundo muestra un sentido organizado y coherente de las secciones, y contrasta con el perentorio y juvenil scherzo, de fraseo sencillo. Dicha moderación se asocia mejor al adagietto. Finale gentil, con maderas de sabor eslavo. Espacioso y cálido sonido con los metales un tanto distantes (Berlin Classics, 1966).



 

 


En la sinfonías de Mahler hay muchos momentos sobresalientes, pero solo un clímax real, que uno debe descubrir”. Esta intuición de John Barbirolli le hace centrar (como Neumann, Kubelik o Tennstedt) el discurso narrativo alrededor del adagietto, manufacturándola globalmente inconexa, afable y bellísima (tanto como la de Maazel, Wiener Philharmoniker, Sony, 1982). De contrastes sonoros o de tempi (éstos siempre muy elongados) caballerosamente poco acentuados, limando los choques neuróticos, la partitura se siente acariciante, de manera que va relatando un día perfecto por la campiña inglesa, comenzando con amenazantes nubarrones (los brahmsianos tresillos a partir del trío) sobre el paseo matinal rubateado (más que mortuorio); cierta letargia acompaña la digestión del segundo, tras el cual Barbirolli se relaja con humor elgariano entre té y emparedados en el scherzo, saluda las modulaciones armónicas del amableadagietto, y celebra un final festivo con noria giocosa y globos que se persiguen en los fugatos. El sonido resiste, con presencia y profundidad del poderío orquestal, las cuerdas espesas, los elocuentes vientos de la New Philharmonia todavía klemperianos, los metales incisivos, la percusión restringida por sobrios motivos estéticos (EMI-Esoteric, 1969).

 


 



El conceptualmente calvinista Bernard Haitink hace ronronear los primorosos e inofensivos metales de la Koninklijk Concertgebouworkest en la Conciertos de Navidad de 1986 (Philips). En esta ocasión algo más libre que en sus otros acercamientos a la obra, Haitink expone más que interpreta, con claridad orquestal, cohesión y rigor, limpio y austero, con las indicaciones de la partitura discretamente observadas. De fraseo educado, moderno-expresionista más que romántico tardío, Haitink marcha a métrica fúnebre, casi como en un cortejo. También el segundo movimiento sabe demasiado formal, apartado del “violento y agitado que reclama Mahler. En cuanto al desarrollo vital del resto de la obra, al esquizofrénico scherzo le falta inercia, y al resplandeciente adagietto vigor amoroso. Una Heldenleben donde solo resulta verdaderamente heroico el finale.

 


 

 

 

Si sigues estudiando conmigo los próximos diez años, serás un gran director. Pero si empiezas ahora tu carrera, solo serás como Bernstein”. Y ciertamente que Eliahu Inbal confió en el malvado Celibidache, del que aprendió su planteamiento analítico. Pero también fue capaz de romper las limitaciones del clasicismo sinfónico de un Haitink para situarse en un territorio medio, pero con la ventaja del conocimiento propio y recóndito de la herencia hebraica, y partiendo de esa base conceptual de un Mahler como lucha interior y caótica nos arrastra a un flujo de materia plástica e inacabada (el golem), a una historia desordenada donde se aprietan la vulgaridad de la música callejera, las pretensiones de la orquesta de café y el boato de los valses de palacio. La ligereza mozartiana de la Frankfurt Radio Symphony Orchestra (Denon, 1986) plasma en el primer movimiento una aproximación desolada surcando un oleaje lento y desolador (con los brillantes solos de la trompeta -sin variación dinámica el primero, pero de fraseo muy libre- como únicas ocasiones en que el sol berliozano logra abrirse camino a través del manto de nubes, eximido en parte en un histérico trío) antes de liberar la furia del segundo, de transiciones abruptas e índole ácida. La relajación inusual del scherzo enlaza con un dulce adagietto, que expone de manera convincente la relación con el ciclo Wunderhorn. Neutral finale, con solo un amago de fina ironía. Asombrosa panorámica, con los solistas puestos en perspectiva; no tanto la percusión, pity.

 



 



Mahler puso más indicaciones dinámicas y expresivas que ningún otro compositor en la historia, y aún así profetizó a Bruno Walter que estaba seguro que los directores posteriores a él seguirian introduciendo cambios. Y así hace Leonard Bernstein: “Me siento tan cerca de su música de que a veces siento que la he escrito yo, asi que puedo juguetear un poquito, aquí y acullá”. Las habituales ya saben de mi debilidad por su Mahler contradictorio y cercano, la peregrinación narrativa, el excelso prisma de hallazgos tímbricos, saboreando meandros de incertidumbre, de melodrama exagerado e imprescindible, de histrionismo autoindulgente. Y con esta extrema certeza explora la red sutil de relaciones temáticas que unifica la obra. Contrastado primero, donde la marcha torna meditación extraviada y se crispa dolorida en el trío, usurpando el legado de Mitropoulos (no en los ritmos claustrofóbicos). El combate aniquilador en el segundo se toma unas pausas intermedias teatrales y no solicitadas por la partitura, con cada instrumento abatido menos los desafiantes trombones. Variopinto y ágil scherzo(tenebrosa su primera parte, vals melancólico), pintado a lentos trazos (en su copia personal de la partitura Bernstein escribe “To hell with it—lets get drunk—A ball” ). Delicadísimo y evanescente adagietto (la deconstrucción de los acordes del arpa como una secuencia de notas independientes), pero ya sin el rugido final de los bajos en su lectura para CBS en 1963. Finale jubiloso con los fugatos henchidos de optimismo y el coral perfectamente integrado. La laxitud general permite a los atriles de la Wiener Philharmoniker deslumbrar en cada intervención (por ejemplo, las trompas en el primero, o las cuerdas en el adagietto) y resaltar la atrevida novedad de la orquestación, subrayando detalles con una enorme sensibilidad. Cambios de tempo repentinos (pero Mahler era particularmente aficionado a la marcación plötzlich“súbito”) y rubato omnipresente, dislocando cada compás a sus límites en un espacio-tiempo distorsionado por la masividad de un Lenny en trance: “His conducting has a masturbatory, oppressive and febrile zeal, even for the most tranquil passages. He uses music as an accompaniment to his conducting” (Oscar Levant). Como todo su segundo ciclo mahleriano, la toma sonora procede de conciertos en vivo, de vastísima gama dinámica, tímbrica dorada y robusta (DG, 1987). ¿Grotesco Bernstein? Orgiástico, fantasmagórico, agotador. Un Dorian Gray cuyo retrato está por descubrir.

 


 



Otro director cuyas interpretaciones son decididamente personales, casi peligrosas, sobre todo en vivo, es Klaus Tennstedt. La emocionante reunión de la Orquesta Filarmónica de Londres con su director musical tras superar un cáncer el año anterior determina especialmente la ocasión. Su noción romántica y germanófila se oscurece y dramatiza: El paso tentativo y con leves titubeos de la marcha fúnebre que Tennstedt va planteando resaltan la ferocidad del arranque del trío, mientras la rabia del segundo movimiento se ve templada por secciones de ritmo ligero. La LPO demuestra su virtuosismo en el extrovertido y pictórico scherzo. Adagietto susurrado que apenas avasalla en su tristanesca resolución. Como Rattle o Giulini, Tennstedt difumina la exageración o vulgaridad hebraicas. El público congregado el 13 de diciembre de 1988 en el Royal Festival Hall estalla tras el paroxismo triunfal y angustioso del coral conclusivo. La deliberada acritud de los timbres y la exuberancia de los planos sonoros chocan con la difícil acústica en la toma sonora (EMI).

  





Pierre Boulez llegó a Mahler después de descubrir las obras de Schönberg, Weber, y especialmente Berg. Consecuentemente su Mahler mira sin artificio al futuro, a las cercanas conquistas de dichos compositores. Inexorable alternando el terciopelo y el látigo, con gran impacto en los tuttis orquestales, Boulez moldea plásticamente los cambios de tempo sin necesidad de preparación previa. El equilibrio tímbrico es una de las señas de identidad del Boulez compositor, mediante el control dinámico de cada atril: Los vientos igualados en protagonismo a las satinadas cuerdas y una percusión a la baja, reprimida con puño de hierro. La marcial marcha, sabiamente dubitativa en el tema principal, solo arrecia marginalmente en el trío, buscando la emoción desde la claridad. Similar honestidad se persigue en el segundo movimiento, donde, como Walter, mantiene la línea conectando con fluidez los diferentes episodios. Estructurado scherzo, diríamos poco mahleriano por su sencillez panteísta, y que conserva intacto al oyente al final de la audición. Y ésta es precisamente la pega de un, por otro lado, irreprochable pero poco audaz adagietto. Excelente toma sonora, que hace justicia a las intervenciones de la maravillosa trompeta de la Wiener Philharmoniker (DG, 1996).

  





Con el acceso de Riccardo Chailly a las partituras pertenecientes al Royal Concertgebouw Orchestra, prolijamente anotadas por Mengelberg, podríase pensar en el inicio de una cruzada recuperadora de la tradición interpretativa (si bien “tradición es abandono”, Mahler dixit) del insigne director holandés. Chailly podría haberse erigido en su medium espiritual además de textual, por ejemplo en la colocación del primer trompa (atención a su lírico vibrato) inmediatamente situado detrás del concertino en el espectacular scherzo, dispuesto con acierto como eje central y concertante de la sinfonía. Nada más lejos de la realidad: Chailly se sitúa en esta misma línea (necesaria y) analítica y de neutralidad interpretativa, minimizando el aporte judío, pero en una latitud más templada que Boulez, Karajan o Abbado, por ejemplo en el carácter del adagietto, radiante, cariñoso y no desgarrado, aunque su tempo no siga el mandato historicista, con más técnica que comunicación. Vibrante el rondó final, con sus líneas internas finamente esculpidas, por no hablar de la velocidad suicida en el final del segundo movimiento. La modernidad del colorido poético mahleriano y la exposición de los detalles interiores se plasman en la gestión intensa de los múltiples micrófonos, quizá en demasía como en el arpa omipotente (Decca, 1997).

  





El concepto sinfónico como ente orgánico y progresivo debido a Jascha Horenstein (Berliner Philharmoniker en un concierto goyesco en Edimburgo en 1961, editado por Pristine) resucita en la lectura de Rudolf Barshai (Brilliant, 1999), poseedor de una erudición íntima y cohesionada de la partitura: Primer y segundo movimientos (un tanto restringidos) se fusionan en un propósito fluyente cuyo objetivo es un devastador clímax. Scherzolentísimo, permeado de fluidos ritmos de danza, salpicado del mecanicismo feliz de los vientos. El rápido adagietto (obviando las marcas de respiración pero exponiendo la tensión entre la melodía sincopada y las suspensiones armónicas) resulta sincero en su intrincada combinación con el sustancial rondó, desentimentalizado y de aplastante lógica contrapuntística. Máximo el interés bachiano porque la polifonía sea nítida en todo momento (de nuevo Mahler se confiesa: “No puedo describir como aprendo continuamente de Bach, como un niño, sentado a Sus pies”). Barshai, desde su formación como violista, gusta de enfatizar el registro grave en unas cuerdas de camerística nitidez. Capturado espaciosamente en una sola interpretación en vivo (con algún molesto ruido de audiencia) con reverberación cavernosa y extremismo dinámico (en general py pp suenan demasiado, escúchese el demoledor tam-tam en el segundo movimiento, c. 544). La Junge Deutsche Philharmonie es una entusiasta orquesta estudiantil que consigue aquí un arrebatador resultado.



 



Como es habitual en estas producciones de Telarc hay un instructivo añadido pedagógico, donde, apoyándose en ejemplos propios o ajenos, Benjamin Zander recupera al Mahler vintage con la convicción de un misionero: Se asienta en el muelle fraseo del propio compositor en su interpretación al piano para articular no sólo el ritmo fúnebre de la marcha, sino también la metodista enunciación de la trompeta solista. Asimismo el meticuloso adagietto, con las marcas de respiración cuidadosamente observadas, está fundamentado en la vetusta e inigualable grabación de Mengelberg. Zander lleva con plasticidad bernsteiniana a la Philharmonia Orchestra por el silencioso ímpetu del segundo movimiento; la claridad que aporta el tempo laborioso en el finalele resta algo de conmoción y energía. Entre ambos, el polarizado scherzodelata su importancia crucial en la estructura de la obra, y sus secciones contrapuntísticas revelan la necesaria separación antifonal entre violines. Parte de la paleta mahleriana se pierde en una familia de percusión perfectamente planificada pero poco audible en la toma sonora realizada en 2000.

 




 


Dejaremos sin respuesta las translúcidas provocaciones de Roger Norrington (Radio-Sinfonieorchester Stuttgart, Hänssler, 2006) pero no las de François-Xabier Roth, que tomó la dirección de la Gürzenich-Orchester Köln ciento y un años después de que esta orquesta ofreciera la premiére de la sinfonía en 1904. A pesar de estar compuesta directamente para una gigantesca orquesta, la instrumentación está tamizada por el gusto mahleriano de los sutiles efectos de música de cámara. Y a partir de ahí Roth traza una narrativa simple y disciplinada, de rasgos neoclásicos (la objetividad contemporánea de texturas aéreas y líneas claras), y redescubre su sonoridad, negándose a decorar o embellecer la música, ni a intoxicarla con histrionismos añadidos. El equilibrio tímbrico (enfatizando la polifonía en los planos de bajos) y los fraseos son diferentes a lo acostumbrado, con abundancia de portamenti y glissandi. Roth otorga una exquisita atención a las dinámicas, a veces virulentas, y descarta el vibrato a excepción de las escasas solicitudes de Mahler. Apremiante primero, rebosante de gravitación rítmica, y segundo próximo al mundo pastoril de la Cuarta. Claroscuros en el scherzo y sorpresiva sección final del adagietto, subrayando el Noch langsamer (más lento), como si cada nota dudara en descender y recuperara infelizmente su lugar dentro del acorde perfecto. Finale sin monumentalidad pero de gran transparencia mendelssohniana. La colocación antifonal de cuerdas y metales ya se había empleado por Kubelik o Barenboim, y obviamente es uno de las méritos de la grabación (HM, 2017). Quizá ya sin la mística de las generaciones que conocieron al hombre, las nuevas ya solo ven su música, las sinfonías clásicas del siglo XX.

  


 



Podemos estar de acuerdo con Barbirolli en que cada sinfonía de Mahler tiene un clímax. Yo lo encuentro en el compás 101 del adagietto, donde los contrabajos (llegando desde fortissimo) preceden a la resolución tonal de la melodía que los violines completan en la siguiente medida. El detalle no es baladí, ya que la inmensa mayoría de los directores anticipa el característico morendo del último compás del movimiento a los cuatro últimos (c. 100 y ss.), donde Mahler todavía exige la marcación tempo-emotiva Drängend (urgente). Algunos pocos respetan dicha minucia pero ninguno combina la carnalidad lujuriosa de los sforzati salvajes de Bernstein (1963) y Levine (1977), las tenues dinámicas de Shipway (1996) y Eschenbach (2004), los palpitantes rubati de Bertini (1990) y Barshai (1999), o la disposición antifonal de los violines de Meister (2011). Seguiremos esperando la versión soñada.

Stravinsky: L’Oiseau de feu (The Firebird)

Tras el éxito apabullante de la temporada parisina Diaghilev decidió añadir al repertorio de su compañía un ballet basado en leyendas del folcklore ruso. Aunque se ha dicho que L’Oiseau de feu (1910) es la mejor obra de Rimsky-Korsakov dada la juventud del compositor y la poderosa influencia de su maestro (en la pesada orquestación, en el exotismo romántico, en la escala octatónica), el foco en los ritmos impetuosos, las inusuales escalas y las rompedoras disonancias denuncian un radical nuevo estilo, una evolución clave desde el romanticismo ruso fin-de-siècle al modernismo musical.

El ballet consta de 19 números a partir de los cuales Igor Stravinsky elaboró tres suites orquestales en 1911, 1919 y 1945, ya que él mismo reconocía que “la música completa es demasiado larga e irregular en calidad” (además así renovaba los royalties…). Una orquestación novedosamente colorista, llena de originalidad y fuerza, una dicotomía entre el mundo natural, interpretado en el folcklórico estilo diatónico, y el mundo metafísico descrito con música cromática (con superposición de ritmos y melodías sincopados), y un estilo armónico personal e inimitable, con intervalos revoloteando en perfecto equilibrio y posándose de dominante en dominante (Boulez dixit).

Sin haber un consenso real sobre la composición y nomenclatura de las diferentes suites proponemos aquí una numeración de la Suite de 1919, la más difundida.
1 Introducción: Una célula cromática en los graves (alternando terceras y segundas) procura la fantástica atmósfera de un inquietante jardín. Glissandi, pizzicati y stacattitransmiten el desconocido misterio que aguarda.
2 Preludio, danza y variaciones: La iridiscente y errática articulación rítmica dibuja la trepidante persecución del Pájaro de Fuego por parte del príncipe Iván. Un fuerte acorde de todas las secciones recrea su captura.
3 Pas de deux: El pulso lento deja espacio para la elaborada decoración. La súplica cromática por su liberación es respondida por un sutil acorde en muestra de gratitud.
4 Scherzo. Danza de las princesas: La contestación de motivos bosquejan con diferentes paletas tonales a las muchachas en torno al árbol de las manzanas doradas.
5 Khorovod: Un tipo de danza circular rusa, solemne y con un delicado aroma impresionista se estructura alrededor de dos melodías contrastadas, cada una en su propio tempo.
6 Danza infernal de Kastchey: Un terrorífico rondó dibuja la aparición del malvado hechicero, sostenido por la oposición de dos ritmos, uno de ellos grotescamente sincopado.
7 Berceuse: El Pájaro de Fuego auxilia al héroe adormeciendo a su enemigo en una calma brumosa y ondulante, con armonías que fluctúan por meandros cromáticos.
8 Finale: Himno feliz con la transformación de la hipnótica melodía (y del ritmo 3/2 a 7/4) en un triunfante repique de campanas de boda.



Stravinsky condujo en público por vez primera en 1915, precisamente extractos del Pájaro de Fuego, y luego grabó la obra en varios momentos de su vida. Descartaremos tanto su temprano registro por falta de experiencia directora (la obra es extremadamente exigente en lo técnico), como la postrera: en sus últimos años solia dirigir haciendo frecuentes swingshacia un escocés que mantenía bajo el podium. Sus errores se regrababan y editaban cuando el maestro, ebrio, se marchaba del estudio. La New York Philharmonic (Sony, 1946) afronta incisiva el reto de registrar por primera vez la suite de 1945, con austeridad expresiva y coalesciendo violencia y grotesquería. El estilo de Stravinsky articulaba aristocráticamente una maraña angular de extremidades cual deidad hindú con un fraseo coreográfico, elegante e ininterrumpido, pero no siempre preciso en los ritmos: la Danza apenas se sostiene unida y el finale, que en esta revisión emplea un concepto percusivo neoclásico, suena desangelado.




La lectura del ballet completo (con algunas detalles del original de 1911 derivados de conversaciones con el autor) por Antal Dorati con la London Symphony Orchestra se ha considerado desde su grabación en 1959 como la versión clásica. Veamos el porqué: La disciplina, claridad y precisión del ataque enlaza con las obras más modernas (como Petrushka o Le Sacre du Printemps) en vez de enfatizar sus aspectos impresionistas. No rezuma el erotismo de Stokowski o la sensibilidad poética de Chailly, pero si es inmensamente espontánea y dramática. La vivacidad de los tempi es una licencia de concierto: es un ballet, asi que las necesidades técnicas de los bailarines han de respetarse, al menos sobre el escenario. Eléctrica dirección pugilística, con directos a los metales barbáricos y crochetsde ritmos cruzados, enfatizando el pulso de compás hasta el punto de rigidez toscaniniano. Tres micrófonos entre los atriles logran recrear la perspectiva panorámica, profunda y atmosférica propia de Mercury.




Stravinsky desconfiaba del resto de directores cuando se acercaban a su obra. Cada interpretación ajena era para él una “deformación”: “solo mis grabaciones muestran mi pensamiento libre de distorsiones… y son indispensables suplementos a la partitura”. Es decir, serían extensiones auto-beatificadas del proceso compositivo que establecen sine die la tradición autorizada. Ahora bien, si sus registros difieren en matices interpretativos, ¿cuál expresa el verdadero y exacto? ¿O es que éste es variable? Esta regularidad metronómica, ortegiana diríamos, que Stravinsky concibía (retrospectivamente) como característica fundamental de su música (“El director es poco más que un agente mecánico que dispara una pistola al comienzo de cada sección pero deja que la música hable por sí misma”) no se observa en sus primeras grabaciones, de modo que solo al final de esta progresivamente monolítica aproximación Stravinsky suena a Stravinsky. En ninguna parte del repertorio fue Leopold Stokowski mas exitoso que en la colorida música rusa del Romanticismo. El temprano L’Oiseau de feu encaja perfectamente en esta categoría. Opulento, vitalista, un cuento de hadas rimskidebussyano narrado con un exuberante perfil rítmico. Resaltando los solos hasta el punto de que asemejan un abstracto concierto para orquesta que Stokowski grabó hasta en ocho ocasiones, siempre siguiendo su propia versión mejorada (pequeños cortes y cambios de instrumentación) de la suite de 1919, de las que aquí escogeremos por su apabullante grabación quadrofónica Decca la realizada con la London Symphony Orchestra en 1967.




Sabemos por testigos contemporáneos que el pianismo de Stravinsky durante los ensayos parisinos de 1910 “era particularmente exigente con los ritmos y solía martillearlos con considerable violencia, canturreando ruidosamente y sin preocuparse excesivamente si no golpeaba la nota correcta”. De hecho, las marcaciones de algunos pasajes como allegro feroce o allegro rapace son características de su agresividad rítmica. Pierre Boulez relataba que estudió la obra en su juventud “codiciando tomar posesión de la música y transmutarla en un objeto agresivamente personal”, y así renuncia horrorizado a la faceta romántica y sigue la senda de un cuasi-sinfonismo teórico y objetivo, de ritmos bruscos e inquietantes que van tejiendo los motivos con diafaneidad textural, sonoridades primitivas, disonancias abrasivas, peligros arcanos, síncopas del averno… aquí Boulez es incuestionable: “Cada generación crea su identidad en comparación con sus mayores”. Estupenda toma sonora de la New York Philharmonic Orchestra (CBS, 1975).




Bernard Haitink alambica su magisterio en la exposición orquestal: La atmósfera secreta, el modernismo curvilíneo, el ingenuo misterio propio de Rimsky-Korsakov, los efectos espaciales ya previstos en la partitura y que Haitink sabe conjurar. La lejanía de la toma sonora no está exenta de exquisitez e inmediatez en las texturas, casi tangibles, tanto en los solos como en las agrupaciones de la Berliner Philharmoniker (Decca, 1989). Deleítense con el bellísimo pasaje de cuerdas divididas, en sordina y altas en sus tesituras, cascadeando armónicos naturales en glissandi al final de la introducción.




Sería dificil encontrar un director cuya estética y estilo interpretativo fuera más dispar de Stravinsky que el de Mahler, aunque áquel escuchó a éste dirigir en el lejano San Petersburgo, impresionándole profundamente por “su eliminación aparente de la barra de compás tras el contenido melódico y rítmico de la música”. Riccardo Chailly por tanto, gran mahleriano, debe estar fuera de la tradición auténtica del “fiel ejecutor” en palabras del compositor. Aquí ofrece la Suite arreglada en el estilo neoclásico de 1945, de texturas limadas (Stravinsky eliminó la mitad de las maderas, dos de las tres arpas, el glockenspiel y la celesta, además de suavizar articulación y rítmica) pero abigarradamente iluminadas por una toma sonora sofisticada (Decca, 1995) que cubre de gloria al ardiente Royal Concertgebouw, fraseado cálido y suave, a ritmos oníricos.




Valery Gergiev lleva tres décadas al frente de la Kirov Orchestra (en su denominación soviética, hoy Mariinsky) controlando sus huestes con enigmáticas oscilaciones dactilares. La suya es la aproximación más imaginativa. El excéntrico director ha referido que su objetivo es trasladar la teatralidad de la partitura al escenario, y por tanto su versión sonora se construye con la experiencia balletística en mente. Las transiciones emplean interpolaciones de tempi relajados que van erigiendo vívida la grandeza del edificio completo. Flexibilidad operática, espontaneidad emocional, eslavos barnices en las maderas especiadas y en las oscuras cuerdas graves y percusiones. La Danza infernal finaliza con un arriesgado sprint, presagio del brutal primitivismo que consagraría pocos años después. Turbulento, evocativo, histriónico, mesmérico ballet completo de 1910 sostenido por ritmos vehementes, casi apocalípticos, físicamente guillotinados. Valvulera y espaciosa grabación de minimalismo microfónico (Philips, 1995).





Ningún otro compositor es más importante para Los Angeles que Stravinsky, el exiliado perpetuo, que vivió allí desde 1940 a 1969, más que en cualquier otra ciudad. Su Filarmónica grabó un concierto en 2013 para DG y con Gustavo Dudamel en el rol protagonista del ballet original en un concepto tardo-romántico intenso, desechando su profecía modernista, pródigo en atmósferas, con pasajes lánguidos y sensuales. Apertura tan callada que es más una sensación de presencia que un lienzo sonoro, y masiva celebración final de texturas. A veces su elasticidad en la conducción lo hace dolorosamente lírico (Khorovod), pero también episódico y fragmentado a lo que también contribuye el micro-detallismo (los directores lamentan frecuentemente la excesiva minuciosidad en la notación de la partitura).





Long time ago the BBC3 broadcasted an episode of Building a Library, in which reviewer William Mival provides a personal recommendation from recordings of Stravinsky’s Firebird Suite. Excellent as always.


Stravinsky: L'Oiseau de feu (The Firebird)

Tras el éxito apabullante de la temporada parisina Diaghilev decidió añadir al repertorio de su compañía un ballet basado en leyendas del folcklore ruso. Aunque se ha dicho que L’Oiseau de feu (1910) es la mejor obra de Rimsky-Korsakov dada la juventud del compositor y la poderosa influencia de su maestro (en la pesada orquestación, en el exotismo romántico, en la escala octatónica), el foco en los ritmos impetuosos, las inusuales escalas y las rompedoras disonancias denuncian un radical nuevo estilo, una evolución clave desde el romanticismo ruso fin-de-siècle al modernismo musical.

El ballet consta de 19 números a partir de los cuales Igor Stravinsky elaboró tres suites orquestales en 1911, 1919 y 1945, ya que él mismo reconocía que “la música completa es demasiado larga e irregular en calidad” (además así renovaba los royalties…). Una orquestación novedosamente colorista, llena de originalidad y fuerza, una dicotomía entre el mundo natural, interpretado en el folcklórico estilo diatónico, y el mundo metafísico descrito con música cromática (con superposición de ritmos y melodías sincopados), y un estilo armónico personal e inimitable, con intervalos revoloteando en perfecto equilibrio y posándose de dominante en dominante (Boulez dixit).

Sin haber un consenso real sobre la composición y nomenclatura de las diferentes suites proponemos aquí una numeración de la Suite de 1919, la más difundida.
1 Introducción: Una célula cromática en los graves (alternando terceras y segundas) procura la fantástica atmósfera de un inquietante jardín. Glissandi, pizzicati y stacattitransmiten el desconocido misterio que aguarda.
2 Preludio, danza y variaciones: La iridiscente y errática articulación rítmica dibuja la trepidante persecución del Pájaro de Fuego por parte del príncipe Iván. Un fuerte acorde de todas las secciones recrea su captura.
3 Pas de deux: El pulso lento deja espacio para la elaborada decoración. La súplica cromática por su liberación es respondida por un sutil acorde en muestra de gratitud.
4 Scherzo. Danza de las princesas: La contestación de motivos bosquejan con diferentes paletas tonales a las muchachas en torno al árbol de las manzanas doradas.
5 Khorovod: Un tipo de danza circular rusa, solemne y con un delicado aroma impresionista se estructura alrededor de dos melodías contrastadas, cada una en su propio tempo.
6 Danza infernal de Kastchey: Un terrorífico rondó dibuja la aparición del malvado hechicero, sostenido por la oposición de dos ritmos, uno de ellos grotescamente sincopado.
7 Berceuse: El Pájaro de Fuego auxilia al héroe adormeciendo a su enemigo en una calma brumosa y ondulante, con armonías que fluctúan por meandros cromáticos.
8 Finale: Himno feliz con la transformación de la hipnótica melodía (y del ritmo 3/2 a 7/4) en un triunfante repique de campanas de boda.




Stravinsky condujo en público por vez primera en 1915, precisamente extractos del Pájaro de Fuego, y luego grabó la obra en varios momentos de su vida. Descartaremos tanto su temprano registro por falta de experiencia directora (la obra es extremadamente exigente en lo técnico), como la postrera: en sus últimos años solia dirigir haciendo frecuentes swingshacia un escocés que mantenía bajo el podium. Sus errores se regrababan y editaban cuando el maestro, ebrio, se marchaba del estudio. La New York Philharmonic (Sony, 1946) afronta incisiva el reto de registrar por primera vez la suite de 1945, con austeridad expresiva y coalesciendo violencia y grotesquería. El estilo de Stravinsky articulaba aristocráticamente una maraña angular de extremidades cual deidad hindú con un fraseo coreográfico, elegante e ininterrumpido, pero no siempre preciso en los ritmos: la Danza apenas se sostiene unida y el finale, que en esta revisión emplea un concepto percusivo neoclásico, suena desangelado.





La lectura del ballet completo (con algunas detalles del original de 1911 derivados de conversaciones con el autor) por Antal Dorati con la London Symphony Orchestra se ha considerado desde su grabación en 1959 como la versión clásica. Veamos el porqué: La disciplina, claridad y precisión del ataque enlaza con las obras más modernas (como Petrushka o Le Sacre du Printemps) en vez de enfatizar sus aspectos impresionistas. No rezuma el erotismo de Stokowski o la sensibilidad poética de Chailly, pero si es inmensamente espontánea y dramática. La vivacidad de los tempi es una licencia de concierto: es un ballet, asi que las necesidades técnicas de los bailarines han de respetarse, al menos sobre el escenario. Eléctrica dirección pugilística, con directos a los metales barbáricos y crochetsde ritmos cruzados, enfatizando el pulso de compás hasta el punto de rigidez toscaniniano. Tres micrófonos entre los atriles logran recrear la perspectiva panorámica, profunda y atmosférica propia de Mercury.





Stravinsky desconfiaba del resto de directores cuando se acercaban a su obra. Cada interpretación ajena era para él una “deformación”: “solo mis grabaciones muestran mi pensamiento libre de distorsiones… y son indispensables suplementos a la partitura”. Es decir, serían extensiones auto-beatificadas del proceso compositivo que establecen sine die la tradición autorizada. Ahora bien, si sus registros difieren en matices interpretativos, ¿cuál expresa el verdadero y exacto? ¿O es que éste es variable? Esta regularidad metronómica, ortegiana diríamos, que Stravinsky concibía (retrospectivamente) como característica fundamental de su música (“El director es poco más que un agente mecánico que dispara una pistola al comienzo de cada sección pero deja que la música hable por sí misma”) no se observa en sus primeras grabaciones, de modo que solo al final de esta progresivamente monolítica aproximación Stravinsky suena a Stravinsky. En ninguna parte del repertorio fue Leopold Stokowski mas exitoso que en la colorida música rusa del Romanticismo. El temprano L’Oiseau de feu encaja perfectamente en esta categoría. Opulento, vitalista, un cuento de hadas rimskidebussyano narrado con un exuberante perfil rítmico. Resaltando los solos hasta el punto de que asemejan un abstracto concierto para orquesta que Stokowski grabó hasta en ocho ocasiones, siempre siguiendo su propia versión mejorada (pequeños cortes y cambios de instrumentación) de la suite de 1919, de las que aquí escogeremos por su apabullante grabación quadrofónica Decca la realizada con la London Symphony Orchestra en 1967.





Sabemos por testigos contemporáneos que el pianismo de Stravinsky durante los ensayos parisinos de 1910 “era particularmente exigente con los ritmos y solía martillearlos con considerable violencia, canturreando ruidosamente y sin preocuparse excesivamente si no golpeaba la nota correcta”. De hecho, las marcaciones de algunos pasajes como allegro feroce o allegro rapace son características de su agresividad rítmica. Pierre Boulez relataba que estudió la obra en su juventud “codiciando tomar posesión de la música y transmutarla en un objeto agresivamente personal”, y así renuncia horrorizado a la faceta romántica y sigue la senda de un cuasi-sinfonismo teórico y objetivo, de ritmos bruscos e inquietantes que van tejiendo los motivos con diafaneidad textural, sonoridades primitivas, disonancias abrasivas, peligros arcanos, síncopas del averno… aquí Boulez es incuestionable: “Cada generación crea su identidad en comparación con sus mayores”. Estupenda toma sonora de la New York Philharmonic Orchestra (CBS, 1975).





Bernard Haitink alambica su magisterio en la exposición orquestal: La atmósfera secreta, el modernismo curvilíneo, el ingenuo misterio propio de Rimsky-Korsakov, los efectos espaciales ya previstos en la partitura y que Haitink sabe conjurar. La lejanía de la toma sonora no está exenta de exquisitez e inmediatez en las texturas, casi tangibles, tanto en los solos como en las agrupaciones de la Berliner Philharmoniker (Decca, 1989). Deleítense con el bellísimo pasaje de cuerdas divididas, en sordina y altas en sus tesituras, cascadeando armónicos naturales en glissandi al final de la introducción.





Sería dificil encontrar un director cuya estética y estilo interpretativo fuera más dispar de Stravinsky que el de Mahler, aunque áquel escuchó a éste dirigir en el lejano San Petersburgo, impresionándole profundamente por “su eliminación aparente de la barra de compás tras el contenido melódico y rítmico de la música”. Riccardo Chailly por tanto, gran mahleriano, debe estar fuera de la tradición auténtica del “fiel ejecutor” en palabras del compositor. Aquí ofrece la Suite arreglada en el estilo neoclásico de 1945, de texturas limadas (Stravinsky eliminó la mitad de las maderas, dos de las tres arpas, el glockenspiel y la celesta, además de suavizar articulación y rítmica) pero abigarradamente iluminadas por una toma sonora sofisticada (Decca, 1995) que cubre de gloria al ardiente Royal Concertgebouw, fraseado cálido y suave, a ritmos oníricos.





Valery Gergiev lleva tres décadas al frente de la Kirov Orchestra (en su denominación soviética, hoy Mariinsky) controlando sus huestes con enigmáticas oscilaciones dactilares. La suya es la aproximación más imaginativa. El excéntrico director ha referido que su objetivo es trasladar la teatralidad de la partitura al escenario, y por tanto su versión sonora se construye con la experiencia balletística en mente. Las transiciones emplean interpolaciones de tempi relajados que van erigiendo vívida la grandeza del edificio completo. Flexibilidad operática, espontaneidad emocional, eslavos barnices en las maderas especiadas y en las oscuras cuerdas graves y percusiones. La Danza infernal finaliza con un arriesgado sprint, presagio del brutal primitivismo que consagraría pocos años después. Turbulento, evocativo, histriónico, mesmérico ballet completo de 1910 sostenido por ritmos vehementes, casi apocalípticos, físicamente guillotinados. Valvulera y espaciosa grabación de minimalismo microfónico (Philips, 1995).






Ningún otro compositor es más importante para Los Angeles que Stravinsky, el exiliado perpetuo, que vivió allí desde 1940 a 1969, más que en cualquier otra ciudad. Su Filarmónica grabó un concierto en 2013 para DG y con Gustavo Dudamel en el rol protagonista del ballet original en un concepto tardo-romántico intenso, desechando su profecía modernista, pródigo en atmósferas, con pasajes lánguidos y sensuales. Apertura tan callada que es más una sensación de presencia que un lienzo sonoro, y masiva celebración final de texturas. A veces su elasticidad en la conducción lo hace dolorosamente lírico (Khorovod), pero también episódico y fragmentado a lo que también contribuye el micro-detallismo (los directores lamentan frecuentemente la excesiva minuciosidad en la notación de la partitura).





Long time ago the BBC3 broadcasted an episode of Building a Library, in which reviewer William Mival provides a personal recommendation from recordings of Stravinsky’s Firebird Suite. Excellent as always.


Ravel: Boléro

Maurice Ravel contaba la anécdota de un vecino a quien escuchaba desde su casa reproducir con frecuencia la grabación del Boléro. Extrañado Ravel de que no oyese más que el primer disco de los dos de que constaba, al encontrarle un día le preguntó el porqué de tal hecho, a lo que el melómano le contestó: “No vale la pena escuchar el otro disco, pues es lo mismo”. 

¿Tenía razón el vecino de Ravel? Sobre un inerte ritmo asimétrico de cuatro compases en la caja orquestal un tema simple gira sin cesar, la primera parte A (en Do mayor, asociada a los instrumentos más clásicos) en dos ocasiones, la segunda B (en do menor, asociada a los instrumentos jazzísticos) otras dos. Un da capo eterno, un estudio del crescendo (no gradual sino aterrazado, cuyos estadios sucesivos están ferozmente medidos, con una especie de flema inexorable), sin ningún desarrollo orgánico ni variación, el caleidoscópico color instrumental haciendo soportable su uniformidad, la inmisericorde amplitud dinámica la variedad de la monotonía. El tempo es rígido, la tonalidad inquebrantable. Espíritu obsesivo, fascinación de la inmovilidad, estupor de la pobreza melódica, indolencia del sueño, música de hipnotizador, cabeza de Gorgona que encanta los sonidos. El sortilegio súbito es lo único capaz de interrumpir el movimiento perpetuo: la modulación a mi mayor rompe el hechizo de manera repentina y lo encarrila por la coda liberadora durante ocho compases previos al cataclísmico piu fortissimo (fff) y la drástica cacofonía cromática (el fallo mecánico) que disuelve la orquesta.

Ravel, integrado en su época, sigue la tendencia neoclásica: armonía tonal, claridad formal, tímbrica de brillante colorido, transparencia del dibujo melódico y firmeza del ritmo. Ahora bien, el tratamiento de la orquesta como una máquina, fuente de ruido y velocidad (el montaje escultórico de Balla) le engloba de lleno en la era Constructivista.







Haciendo caso omiso al raveliano dictamen “un experimento orquestal sin música” que “los grandes conciertos jamás tendrán el descaro de incluir en sus programas” Piero Coppola pidió autorización al compositor para realizar la primera grabación mundial del Boléro en 1930. Ravel, que desconfiaba de su temperamento latino, otorgó su consentimiento a condición de su presencia el día 8 de enero en la Sala Pleyel. Según Coppola, el compositor censuró su decisión de acelerar a mitad de obra (en la figura nº 15) tirándole de la chaqueta en plena toma, libertad corregida (en parte, dado que hay un ligero incremento -fluctuante- hasta el final) en un segundo intento. Tempo y articulación son eminentemente danzables, asumiendo su herencia del ballet. La Grand Orchestre Symphonique suena variada: mientras el flautista, siempre afinado, resuelve las marcaciones legato y staccato, clarinete y fagot sufren desajustes rítimicos y entonación incierta. A partir de la f. 8 el pizzicato en la cuerda grave sugiere incrementalmente un martillo percutiendo, que, para la entrada de la segunda caja (f. 16) intensifica la sofocante orquestación (fortissimo y miriadas de semicorcheas en tresillos). En f. 18 la energía inflaccionaria se matiza con la cruda transposición del conjunto a una tercera mayor: finalmente la fricción entre melodía y mecanismo causa ignición y el edificio se colapsa con un efecto glissando en trombones barbáricamente prestado del jazz. La edición de Andante respeta el sonido primitivo y sufre el limitado rango dinámico propio de la grabación eléctrica, pero logra mantener la entonación correcta. Las de Cascavelle y Urania ofrecen menos detalle, aparte de la afinación desviada por la velocidad inadecuada.





Al día siguiente, 10 en punto de la mañana, margen izquierdo del Sena, exterior del salón de baile Bal Bullier. Los primeros rayos de sol sorprenden a los noctámbulos y revelan la sucia y descolorida realidad que la iluminación artificial barnizaba de atractivos dorados. Maurice Ravel aparece, puntual y elegante, preguntándose que hace despierto a una hora tan temprana. En el interior aguarda la Orchestre des Concerts Lamoureux, que lo recibe cordialmente. Albert Wolff, su director habitual, ensaya la obra. Después de cada sección, concienzudo y preciso, Ravel escucha las tomas y apunta infalible los defectos, sacudiendo la cabeza: “Demasiada celesta”, “trompetas escasas”. Los atriles de las trompas se mueven, los obóes dejan más espacio. Al fin, el exacto equilibrio es conseguido y Wolff cede su batuta al compositor. Ya en el podium, a una señal del ingeniero, la muñeca de Ravel comienza una rígida batida de tres cuartos. Un fuerte chasquido del contrabajo al final de la primera parte hace necesaria otra toma, algo que el compositor acepta con buen humor. El nuevo intento sale tan bien que Ravel lanza complacido su batuta sobre la partitura, arruinando la toma. Perfecta por fin, la grabación es audicionada y aprobada por los presentes. A las 12:30 el maestro huye en taxi de sus fans parisienses. Veamos qué ofrece el histórico documento: Ravel oscila entre la volatilidad inestable y la contención moderadora, entre lo casto y lo sensual, siempre con un sentido de resistencia, seguramente producto de su agarrotamiento a la hora de dirigir. En la primera mitad los solistas de viento y metal se separan libremente del acompañamiento rítmico (aplastando alguno de los grupos de semicorcheas del tema principal, o con ligeras anticipaciones agógicas), mientras en la segunda agudizan la gradual pero inexorable asimilación dinámica de lo individual en lo colectivo. La marca vibrato colocada tras la f. 6 se observa con moderación. Tempo severo y estricto, quasi metronómico, que Ravel comienza ligeramente más rápido (negra=66, ateniéndose a su partitura personal) que Coppola (63), aunque hacia la entrada de la celesta (f. 8) esto se ha corregido. Y no lleva la pieza hacia el cataclismo que ha llegado a ser norma. Aunque las orquestas de estas dos grabaciones son diferentes, es muy probable el uso compartido de los solistas para los vientos exóticos: por ejemplo el obóe d’amore (casi inaudible, de cuya sonoridad Ravel quedó muy decepcionado: por ello suele ser tocado por un corno inglés) ostenta en ambas un similar vibrato, rápido y nervioso. La edición de Andante consigue la afinación correcta a 16:17, en contra de otras (Dutton y Urania, donde además falta medio compás).





Quizás los motivos comerciales (poderoso caballero) llevaron al Ravel empresario a criticar el resto de grabaciones de la obra (solo ese año se realizaron nada menos que 25): “Tengo que decirle que el Boléro raras veces lo dirigen como habría que dirigirlo. Mengelberg acelera y ralentiza en exceso” (Concertgebouw Amsterdam, Pearl, 1930). Pero sin duda la palma se la lleva el llamado Toscanini affaire: “Toscanini lo dirige dos veces más deprisa de lo necesario y ensancha el movimiento al final, lo cual no está indicado en parte alguna. No: el Boléro hay que tocarlo en un tempo único de principio a fin, en el estilo lamentoso y monótono de las melodías árabe-españolas. Cuando le hice notar a Toscanini que se tomaba demasiadas libertades, me respondió: «Si no toco a mi manera, carecerá de efecto». Los virtuosos son incorregibles, sumidos en sus ensoñaciones como si los compositores no existieran”. Piero Coppola, testigo directo del enfrentamiento (los gestos desaprobatorios de Ravel en pleno concierto saltaron a los peródicos), decía que su paisano aceleraba “para obtener un efecto de dinamismo ibérico, el cual él creía estaba justificado por la naturaleza de la obra”. Con posterioridad los dos artistas expresaron públicamente su admiración mutua, pero Toscanini jamás grabó la obra en estudio. El único archivo sonoro que documenta el affaire es el tardío concierto del 21 enero de 1939 con la NBC Symphony Orchestra. Han pasado nueve años pero es cierto que a partir de la f. 8 Toscannini acelera el paso (de negra=71 a 78), si bien en todas y cada una de la repeticiones de la melodía B ralentiza idiosincráticamente el ritmo en la secuencia de staccati. El sonido (Fono), proviniente de la transmisión radiofónica, es suficiente para hacernos sufrir las intervenciones de los vientos solistas, trufadas de imperfecciones (atención al trombón).




Entre 1949 y 1963 la RCA trabajó agresivamente el mercado para asegurar a Charles Munch y la Boston Symphony Orchestra como propietarios del nicho impresionista (en cerrada disputa con Szell-Cleveland y Ormandy-Philadelphia), realizando continuas grabaciones (tanto en estudio como en vivo, en mono y en el horrible Dynagroove) y reediciones redundantes en LPs con portadas más o menos inspiradas (The Virtuoso Orchestra, The French Touch). La versión de 1956 contiene los parámetros de un genuino Boléro: El nerviosismo rebosante, sardónico y tórrido, la resuelta nasalidad de la línea del corno inglés. El ostinato también es extraordinario: se advierten las percusivas corcheas en la viola pizzicato, habitualmente sepultadas, y la exagerada percusión entre solos presagia la histeria final. En sus posteriores acercamientos la prudencia y la reflexión se imponen, especialmente aquella inexorable realizada en París en 1968. Característica de Munch era su renuencia a ensayar por anticipado las grabaciones: así permitía a los intérpretes un amplio margen para desarrollar su arte en un toma y daca similar a la improvisación popular (y sin seguir de manera decente las marcas de la partitura). La articulación, escrupulosa y seca, era considerada un atributo del refinamiento francés (y de hecho debía sonar extraña a los oyentes americanos) y beneficia una claridad extrema de la conversación orquestal. La profundidad de la paleta incluye la amplia variedad de efectos pizzicato, los diferentes grados tímbricos que invoca, el cuidado con que elabora las texturas.



Desde 1952 hasta 1963 la esencia de la cultura francesa más distinguida estuvo corporeizada en la Detroit Symphony Orchestra, erigida a réplica de las que Paul Paray había dirigido en Francia. Sorprendente por la tensión amenazante (13:30) y la articulación precisa y luminosa a manera de un puntillismo musical. La fantástica calidad de la grabación, como fue norma en Mercury, merece un comentario aparte: Toma sonora elaborada mediante un único micrófono colgado 5 metros sobre el podium del director y registrada sobre cinta de celuloide de 35mm. Durante su realización, mientras Paray incrementaba paulatinamente el volumen de la orquesta, el ingeniero de sonido disminuía la sensibilidad del micrófono para que tanto la callada apertura como el cataclísmico final se ajustaran al rango dinámico del equipo de grabación. Este proceso se manifiesta en la gradual desaparición del siseo de fondo hasta que es enteramente inaudible. Atención: La contraportada del vinilo aconsejaba su escucha a todo volumen (!) para poder apreciar sus virtudes, que son, entre otras, la panorámica espacial, la detallada situación holográfica, la atmosférica acústica del auditorio, la exquisita resolución tímbrica, prácticamente táctil. Y en los primeros compases, el tráfico de Detroit en 1958.





La Orchestra de la Société des Concerts du Conservatoire era en 1961 un conjunto de primera línea, asociado a la organización de prestigiosos conciertos y no un grupo estudiantil como pudiera invocar su nombre. André Cluytens erige con ella una lectura (EMI) de sugestiva atmósfera onírica, texturas contrastantes, fuego vibrante. Los timbres distintivos en maderas (palpitantes) y metales (nasales) proporcionan una nueva iluminación a la obra. Los vientos desordenados, que buscan a tientas sus solos (especialmente el clarinete), son parcialmente oscurecidos por metales y percusión mientras intentan portar el tema. Estupenda la sección de la celesta y demasiado decente el trombón. El tempo permanece siempre en la marcación sugerida por Ravel (negra=66).
Todavía en 1974 se atisba el sonido específicamente francés de la Orchestre de Paris (fundada con los profesores de la Société des Concerts du Conservatoire). Jean Martinon, que había tocado el violín bajo la dirección de Ravel (“en contraste con el carácter sensual de su música, su temperamento conduciendo era neoclásico, riguroso”), recrea las inexistentes variaciones melódicas con un controlado hedonismo justo bajo la superficie, las texturas moldeadas con un voluptuoso conocimiento carnal que sugiere una dimensión ritual, exótica, antigua. La tensión crece maravillosamente con intoxicado abandono (cada ínfima gradación dinámica se aprecia), y el brutal colapso en los perfumados y delirantes compases finales invoca una danza sacrificial (La consagración de la primavera) y traza una trayectoria única de creación-apoteósis-destrucción. Toma sonora realizada en origen cuadrafónicamente (EMI), que suena excelente (amplia y profunda, con información direccional) en cálido estéreo.





He hardly moved. With the eyes closes and the hands barely chest high, Karajan gave us the beat with a single finger, and even that barely moved. With each new addition, the hands moved fractionally higher. It was a form of hypnoses, I suppose. What we sensed was the power of the music within him, and that was bound to affect us. So with each slight lift of the hands the tension became even greater. By the end of the piece, the hands were above his head. And the power of that final climax was absolutely colossal”. Podría decirse lo mismo de este registro, casi se puede visualizar a Herbert von Karajan en su hipnótico comando hacia la colosal conclusión que el flautista Gareth Morris describe. A pesar de abarcar todo el espectro musical Karajan nunca ocultó su pasión por la música francesa. Hay una cierta masividad industrial en el ritmo soñoliento y estable, aunque los solos tempranos no son pudibundos. En la f. nº 4 Karajan acolcha los pizzicati en unos pretendidos rasgueados flamencos y en la f. nº 12 propulsa abruptamente el timbre de la percusión por la adicción temprana de la segunda caja, ligeramente desincronizada. Show estético sin remordimientos y estrictamente calculado: no hay abandono en los compases finales, sino meditación y consciencia de la perfecta belleza tonal, con un control de tensión casi bruckneriano, incluso en los perfectas síncopas jazzísticas. La refinadísima Berliner Philharmoniker dibuja texturas aterciopeladas y sensuales (sobre todo en los vientos, uniformemente anónimos), pero la percusión es teutónicamente rígida, rezumando militarismo. La grabación (DG, 1965) recupera la abierta y fresca acústica de la Berlin Jesus-Christus Kirche, y otorga en la mezcla una irreal preeminencia a las cuerdas, que en la conclusión casi ahogan a los metales.





Sabido es que a Ravel no le gustó el montaje de la premiére en 1928 para Ida Rubinstein diciendo que el habría preferido un acento mecánico más que sexual: “Mi Boléro debe su concepción a un factoría. Algún día debería interpretarlo con un fondo industrial”. Decía Pierre Boulez que “la genialidad de Ravel es encontrar el color exacto para cada línea melódica”. Seguramente la genialidad de Boulez sea encuadrar el Boléro en aquella perspectiva robótica. La claridad clínica asociada habitualmente a Boulez es precisamente lo que Ravel demandaba: un respeto absoluto a la letra de la partitura, sus notas, tempi, dinámicas… Por tanto Boulez es el intérprete ideal, que habla aquí su lengua nativa: el espíritu analítico, el oído perfecto, desmenuzador, y la propia afinidad temperamental con el compositor. Esta visión maquinista deriva de la imagenería de los escritos de Ravel: “los eslabones de una cadena o una línea de montaje en una factoría”, ”máquina ostinato”, “patrones de código Morse”. Tempo disciplinado, atildado, pero no exactamente metronómico, con una sombra de amenaza ocasional. Justo antes del solo del clarinete en mi bemol, Boulez enfatiza la línea melódica descendente del arpa, un efecto a menudo olvidado. La celesta repica valientemente en el pasaje politonal misterioso (f. 8) cuando junto a trompa y dos piccolos concurre el tema (armonías colisionando) en tres claves diferentes (Do, Mi, Sol). Tanto solistas como conjunto (Berliner Philharmoniker) ejecutan la pieza de manera insuperable. Otra grabación en la mágica atmósfera de la Berlin Jesus-Christus Kirche, con una palpable sensación de perspectiva espacial, la microfonía meticulosamente planificada y manipulada ingenierilmente para reproducir los colores de manera deliciosa.





Ravel requirió para el Boléro una duración de diecisiete minutos, pero hay muy pocos directores capaces de arriesgar un vuelo tan amplio. Sergiu Celibidache nos regala su visión, personalísima, exagerada, insuperable. Imposiblemente lenta (18:11), perturbadoramente obsesiva, como una procesión religiosa circular (y por tanto infinita, cual cinta de Moebius). Por momentos esta aproximación apocalíptica, casi estática, permite a los músicos de la Münchner Philharmoniker relajarse y mostrar su personalidad: por ejemplo, el descarado tono seductor del saxofón. Concordando curiosamente con su archienemigo Karajan el maestro rumano introduce la segunda caja coincidiendo con la entrada del tema en los violines (f. 12). La insistencia alucinatoria del tempo inmutable procura sin embargo la sensación de accelerando constante, una ilusión auditiva, ya que el ritmo permanece estable. Para enfatizar la estructura teorética de la obra (sobre las posibles consideraciones dramáticas) Celibidache mantiene el equilibrio intrínseco entre los planos sonoros, sin desatar el control dinámico hasta el colapso final. En general, las grabaciones han pasado de (intentar) reproducir la perspectiva del director al panorama del público. Aquí (EMI, 1994), éste perturba ligeramente la carnosa toma sonora. El vídeo adjunto (EuroArts, 1994) titila un ritual arcaico dentro de un estilizado Art Nouveau que tiene un no se qué de wagneriano.




La pedagógica lectura de Jos van Immerseel se basa en enfatizar los contrastes tímbricos entre instrumentos. Como en anteriores ocasiones los miembros de Anima Eterna emplean los instrumentos más cercanos a la época y lugar de composición, e incluso llegan a ceder su puesto a especialistas locales (excepcional la sutileza dinámica del oboe d’amor): Dicha ortodoxia historicista revela el color provincial de cada atril, a veces insospechado (la celesta argéntea). Casi inexistente vibrato en cuerdas (de tripa, en pequeño número, sólo 38) o vientos, excepto cuando Ravel lo solicita expresamente. La interferencia entre contrafagot y clarinete grave zumbando bajo el solo de trombón es apasionante, pero suena muy natural (como sus pequeños portamenti), y los últimos compases están inundados de bastos y lascivos glissandi, exponiendo a la luz las infidelidades jazzísticas de Ravel. Para el siempre problemático tempo Immerseel reconoce haber estudiado la interpretación (tan elegante como indolente) del propio autor y no intenta incrementar la tensión acelerando el paso, objetivamente frío, austero y arisco (negra=60). Zig-Zag Territoires (2005) produce un resultado sonoro final de diamantina claridad.




Sobre la relación de Ravel con la cultura vasca hay que señalar que el contacto que mantuvo con esta realidad durante toda su vida (aprendió maternamente el euskera) tuvo una indiscutible presencia en su creación artística y hay quien ve evidente la referencia al txistu y el atabal en los primeros compases del Boléro: se encontraba de vacaciones en San Juan de Luz –donde veraneaba cada año– en el momento de escribir esta obra. De ahí que la transgresora lectura que recrean Katia y Marielle Labèque sobre la propia transcripción para dos pianos del compositor (en Ravel la orquestación es un ejercicio técnico posterior a la composición, por tanto esta transcripción podría asemejarse a la materia primigenia) tenga al menos un sentido alternativo. Gustavo Gimeno (percusionista del Concertgebouw Amsterdam) y Thierri Bescari recrean con sutileza el efecto rítmico de la partitura original, continuamente renovado por los cambios en la inusual panoplia de instrumentos vascos (atabal, txepetxa, ttun ttun, txalaparta, tobera). De esta manera las hermanas Labèque quedan liberadas para, modestamente, centrarse en pintar con libertad agógica melodía y armonía. La diversidad de colores y texturas sigue siendo asombrosa, aunque el crescendo pierda las variaciones tímbricas progresivas, y cuando la percusión llega a ser prominente se añade un fantasioso toque exótico. Experimento cautivante, primitivo, salvaje, telúrico, del pasacalles universal (KML, 2005).

Mahler: 6ª Sinfonía

Compuesta durante los veranos de 1903 y 1904 en su idílico refugio de Maiernigg, la Sexta sinfonía puede ser considerada como el reflejo del alma siempre en duda del compositor: El fatalismo crónico de Mahler le hace presagiar, no los dolores inconmensurables del año 1907, que no pudieron ser previstos, pero sí que la época más equilibrada de su vida –la estabilidad (que no felicidad, como deja entrever el diario de Alma) sentimental, el nacimiento de sus hijas, la cima de su carrera vienesa– no perdurará en el tiempo. Una evocación musical de voluntad, coraje y resistencia que sólo la mortalidad podrá cercenar.


Externamente sigue el esquema sonata formalmente tradicional, aunque el material temático permanece conectado cíclicamente, peligrosamente explosivo, psicótico, girando sin progresión tonal alrededor del La menor y se basa en (y arranca con) una marcha cruel, angular, obsesiva, torturada y desafiante:

I Allegro energico, ma non troppo:
a. Exposición: Tras la breve introducción en la cuerda grave un primer tema sobre timbales arrastrando una tríada de mayor a menor en dos secciones -1ª sección (cc. 6-29) y 2ª sección (cc. 30-55)-; sigue al colapso un interludio mayor-menor que se integra en el tejido sinfónico (cc. 56-59); tema coral, simétrico y brahmsiano, en las maderas sobre bizarras armonías (cc. 60-75); segundo tema schwungvoll casi diatónico, ascendente, líricamente opuesto al primero (cc. 75-89); inserto con motivos del primer tema (cc. 90-97); continuación de la schwungvoll (cc. 97-113); y epílogo (cc. 114-121). Repetición clasicista de la exposición.
b. El desarrollo se articula en cuatro partes contrastadas [1ª parte (cc. 122-181); 2ª parte (cc. 182-200); 3ª parte (cc. 200-254); 4ª parte (cc. 255-289)]. No es muy extenso ni complejo, pero contiene el corazón emocional del movimiento (3ª parte), un sereno oasis impresionista del mundo natural inmaculado. Tras el retorno en mayor de la marcha una alarmante secuencia modulante lleva inexorable a la atormentada… 
c. Recapitulación de los motivos iniciales floreciendo en expresividad: sección principal en la menor (cc. 290-337); interludio mayor-menor (cc. 338-339); coral en disminución (cc. 340-351); transición (cc. 352-355); sección secundaria (cc. 356-369); y epílogo (cc. 369-377).
d. La larga coda comienza dominada por la furiosa marcha pero finaliza con el triunfo del segundo tema remontándose ampulosamente en las trompetas: 1ª sección (cc. 378-432); 2ª sección (cc. 433-447); 3ª sección (cc. 448-486).

II Andante moderato: Las vacilaciones del autor (y por ende de sus estudiosos e intérpretes) sobre el orden de los movimientos centrales no tienen cabida aquí; dejémoslos así ya que Mahler siempre condujo la obra en este orden. Como contraste a la hostilidad del mundo humano, la eterna serenidad de la Naturaleza a partir de un delicado tema en diez compases. Le siguen dos episodios motívicamente conectados, el primero en las cuerdas y el segundo, más dramático, en los vientos, pronto combinados e incluso confundidos, olvidados fantasmas de lejana felicidad y temorosos del futuro. Se estructura A-B-A1-B1-A2: A (cc. 1-54); B 1ª sección (cc. 55-84) y 2ª sección (cc. 84-100); A1 (cc. 101-115); B1 1ª sección (cc. 116-124), 2ª sección (cc. 125-138), 3ª sección (cc. 139-146), y 4ª sección (cc. 147-160); A2 (cc. 161-202).

III Scherzo. Wuchtig: Danza macabra que yuxtapone inocencia y pesadilla, y que va ganando en intensidad mientras los temas evolucionan. Se abre con la siniestra marcha, ahora distorsionada en ritmo triple y acentos sincopados, recuperando los instrumentos estridentes (piccolo, xilófono) con ferocidad maniaca, mientras la sección Trio está ahogada por la desesperación: la percusión cruda y salvaje, y las maderas en ritmos asimétricos que conforman un contrapunto a la antigua. El retorno del scherzo es aún más tenebroso, preparando el trágico finale. El esquema es el siguiente: Scherzo 1ª sección (cc. 1-42), 2ª sección (cc. 43-62) y 3ª sección (cc. 62-98); Trio 1ª sección (cc. 99-114), 2ª sección (cc. 115-130), 3ª sección (cc. 131-145), 4ª sección (cc. 146-172), transición (cc. 173-183) e interludio (cc. 184-200); Scherzo’ 1ª sección (cc. 201-240) y 2ª-3ª sección (cc. 240-274); Trio’ 1ª sección (cc. 275-289), 2ª sección (cc. 290-308), 3ª sección (cc.309-317), 4ª sección (cc. 318-334), 5ª sección (cc. 335-346), transición (cc. 347-355) e interludio (cc. 356-372); Scherzo’’ (cc. 373-413); Coda 1ª sección (cc. 414-420), 2ª sección (cc. 421-433) y 3ª sección (cc. 434-447).

IV Finale (sostenuto – allegro moderato – allegro energico): Un infierno expresionista en perpetua evolución donde la energía desbocada está sujeta a la disciplina formal de una sonata hostil y monumental que reúne una amplia variedad de expresión, desde las falsas promesas a los horrores lúgubres.
a. Exposición: Una caótica endecha embrujada por espectrales temas pasados y venideros. Introducción (cc. 1-15); Música desde la lejanía (cc. 16-48); Coral en metales (49-64); Mayor-menor (cc. 65-66); Música desde la lejanía’ (cc. 67-95); Mayor-menor (cc. 96-97); Transición (cc. 98-113); Sección principal (cc. 114-139); Coral pesante (cc. 139-176); Conclusión de la Sección principal (cc. 176-190); Sección secundaria (cc. 191-228).
b. Desarrollo: Su naturaleza tripartita la marcan los golpes del martillo (cc. 336 y 479), que Mahler prescribió “no deben ser metálicos, sino parecidos al golpe de un hacha que descarga contra un árbol”. Introducción (cc. 229-236); Música desde la lejanía (cc. 237-270); 1ª parte (cc. 271-335); 2ª parte (cc. 336-396); 3ª parte (cc. 397-478); 4ª parte (cc. 479-519).
c. La recapitulación trae el restablecimiento de la marcha, cruelmente lastimada la compañía fatídica de la tríada mayor-menor, y asediada por chirriantes furias que introducen fisuras entre sus frases: Introducción (cc. 520-536); Música desde la lejanía (cc. 537-574); Grazioso (cc. 575-641); Sección principal (cc. 642-670); Motivos en contrapunto (cc. 670-727); Canto del cisne (cc. 728-753); Conclusión (cc. 754-772).
d. La coda es una epitafio fugado con metales heridos arrastrándose sobre metales muertos en un campo de batalla boschiano y una tríada fff (ya sin asomo de mayor, aplastada por el ritmo brutal) que agoniza en la más desolada negrura: Introducción (cc. 773-789) (en su primera versión contenía un tercer golpe de martillo en c. 783); Sección imitativa (cc. 790-815); Conclusión (cc. 816-822).


Perfecta imbricación de estructura, material y orquestación en una escala vasta y compleja, delirantemente masiva y colorida, novelesca en su evolución, donde el ascenso de la voluntad de poder nietscheana choca y es derribado por las insuperables limitaciones de la mortalidad humana.









Resulta asombroso que una de las obras seminales del S. XX tuviera que esperar a 1952 para contemplar su primera grabación. Charles Adler, temprano aprendiz y conocedor del universo mahleriano, comenzó el proceso evagelizador. La pregunta es ¿están estos tempi espaciosos, éstas tímbricas melosas, éste lirismo conceptual (parvo) aprehendidos de las ejecuciones del propio compositor? La aproximación es comedida, directa y objetiva, con imposición rígida de un ritmo al que se adscribe a través de las diferentes secciones, por ejemplo en el lento andante, donde el sonido de los cencerros indica una manada más retozona y cercana de lo habitual (Mahler estipula que deben sonar en la lejanía). Encarnizadamente demoniaco en el scherzo y esquelético el lento vals del trío. La Wiener Symphoniker vibra descoordinada: La carencia de unos ensayos adecuados (tan sólo 11 horas) para una obra de tal complejidad se refleja en la preponderancia de la rala sección de cuerdas (reticente realización de los portamenti), la indiferente entonación de metales y timbales trangresores, y en general un apreciable sentido improvisatorio. La relativa falta de atención a las marcaciones dinámicas (inaudibilidad de numerosas entradas ff) podría ser un defecto de la toma sonora (o más bien de la copia conservada, ante la destrucción de las cintas originales), imprecisa y poco focalizada, de pobre rango dinámico (Conifer, 1952). 






Antes de que el sexagenario Dimitri Mitropoulos fuera desplazado de la New York Philharmonic en favor del fotogénico (y antiguo amante) Leonard Bernstein, ya empleó los entonces nacientes recursos mediáticos retransmitiendo semanalmente conciertos en los que dio continuidad a los esfuerzos mesiánicos de Mengelberg y Walter, fustigando a la ciudadanía neoyorquina con las inaguantables sinfonías del “austriaco entre alemanes y judío en todas partes”. En la emisión de la tarde dominical del 10 de abril de 1955 Mitropoulos exigió según su costumbre la implicación emocional y física de los intérpretes por encima de la posibilidad de errores técnicos; de ahí la apasionada confusión de los atriles (escúchese el entusiasmado resbalón en la primera intervención de la trompeta, c. 22). Su estilo flexible de conducción accede a interpretar con despiadada severidad la incisión marcial y permite tomar aliento sentimental cuando el argumento sinfónico lo requiere, desentrañando la ambivalencia de la partitura pero siempre a salvo de lo episódico: su línea se mantiene ininterrumpida en la variedad temática. Salvando la marcha inicial, los tempi son enérgicos en general y la arritmia es continua incluso dentro de cada compás: en las distorsiones del mordaz y espontáneo scherzo esto es muy efectivo y estimula su complejidad, como en el grotesco grazioso. El documento (editado por la propia NYPO) es muy limitado técnicamente, constreñido y neblinoso pero resuelve la inquietud armónica, las rasposas texturas mahlerianas y los súbitos cambios dinámicos que Mitropoulos proponía con teatral crudeza, sensualidad ascética y expresionismo participativo.






John Barbirolli nos aplasta con la lentitud inexorable de un glaciar. La ecuación reza así: Tempi extremos + acentos magnéticos + fraseo romántico = violencia emocional. El vehemente arranque en la marcha staccato da un enfoque sangrante al allegro (¿allegro?, ¿en qué sentido?), ya derrotado y sin esperanza, donde los cencerros asumen la tímbrica y el rango tonal perfectos. El andante (tomado como adagio) dulcemente amargo, fraseando con cuidadoso rubato, y con las cuerdas haciendo adorables portamenti (cc. 101 y ss.). El scherzo equilibra tímbricamente timbales y cuerdas graves; además la amplitud de latido remacha su sentido horrible y macabro. El finale arranca con el preciso misterio nebuloso y va descendiendo, conturbador, a los infiernos de clímax en clímax. Tremendo el poderosísimo timbal en la conclusión. Grabación sobresaliente, espaciosa (EMI, 1967), que desvela el espesor de las cuerdas de la New Philharmonia Orchestra: escúchese el fabuloso gruñido de los bajos en el allegro (cc. 55). Ardor lírico, pasión, tragedia (incluso las secciones esperanzadoras están amenazadas por negros nubarrones), sentido del contraste, pero por encima de todo la claridad de los planos sonoros, y no por efecto de inspiración improvisada, sino producto de una meditada planificación: Barbirolli estudió durante dos años la partitura en una “all-embracing aesthestic reflection” antes de interpretarla.






Jascha Horenstein ha dejado varios testimonios en vivo de la Sexta: con la Stockholm Philharmonic Orchestra (Unicorn, 1966), lastrada por las imperfecciones técnicas, sobre todo en los metales; con la Bournemouth Symphony Orchestra, mejor interpretada en conjunto y con buen sonido monofónico (BBC Legends, 1969). Sin embargo elegiremos aquí una retransmisión radiofónica inédita con la Finnish Radio Orchestra en 1968. El sonido del documento privado es tan sólo regular; esperemos que en algún momento se publique en mejores condiciones. Opuesta en su camerística, callosa y equilibrada articulación a las densas y fluidas texturas de un Karajan, lo que beneficia enormemente la ubicua experimentación armónica y el contrapunto mahlerianos. Horenstein poseía una inteligencia polifónica: su habilidad es milagrosa para la integración de las diferentes líneas melódicas, ritmos y detalles en el conjunto general a gran escala y su coherencia tonal y métrica. El último director nihilista expone un drama estrictamente organizado a partir del control riguroso del pulso y de los cambios de tempo: Si en el allegro los trombones escupen las corcheas (c. 20), el interludio pastoral es contemplado de manera indiferente e implacable desde las cumbres heladas (cc. 200-254). En el venenoso scherzo desmantela el concepto clasicista del trío; exquisito el portamento en los primeros violines en los cc. 395-396. Andante mecanicista, un respiro transitorio e irrelevante. En el finale los sonidos reptan desde el osario: chocante el momento mágico al que conducen trompas y trombones (cc. 400 y ss.). Interpretación sin prisioneros: Áspera, agónica, horripilante.





Herbert von Karajan dicta su concepto ordenado, de detallismo orquestal suntuoso y excelentemente equilibrado, donde las secciones se entroncan sin costuras unas en otras, reluctantes a observar las frecuentes modificaciones de tempi, inflexibles sin apenas rubato. Allegro exquisito, sin sentido amenazante, ¡pero qué hermosura de celesta en c. 203 y ss!; después de la percusión climática aprieta el paso en la coda, deslizándose hacia la excitación histérica. Scherzo (criticable su poca acidez o sátira) y trio son casi indistinguibles en temperamento (éste fallando en provocar el necesario grazioso). El andante florece en una sola línea resplandeciente de amplitud bruckneriana, sin asomo ni recuerdo de los Kindertotenlieder y con unos cencerros de suavidad milka. El finale (durante la preparación de la obra Karajan contempló la posibilidad de acortarlo!) comienza con un toque cosmético en sus texturas tupidas y opulentas: vibrantemente dramático, el impulso urgente que cabalga cada una de las catástrofes musicales que suponen los golpes de martillo es abrumador, la paleta tímbrica nibelunga -coral en cc. 49 y ss.- Los metales de la Berliner Philharmoniker son tan difíciles de igualar como el refinamiento y sofisticación de la toma sonora (DG, 1975). Un Mahler lírico, corregido de su errabundez, metamorfizado en Strauss a base de pulimento romántico, y distanciado del carácter fronterizo y de la desordenada modernidad de la obra. 






La identificación viene de lejos: el joven y guapísimo pianista solía comentar con seriedad a sus partenaires de teclado “I am Gustav Mahler” mientras encadenaba pitillos y sórdidos duetos en las interminables fiestas del L.A. prebélico. 47 años después el héroe (según el discutible concepto de La Grange) bernsteiniano permanece insolente en el arranque sin tener en cuenta las funestas consecuencias de su lucha con fuerzas superiores (pero no ya enojado y brutal como en su ciclo para la CBS -cuya importancia histórica reina suprema-, influenciado por Mitropoulos). Bernstein se asoma a la partitura como punto de transformación, de proceso creativo. Y así asume los excesos de la partitura en un caos organizado, con la lujuria temática en constante devenir: el apasionado 2º tema, los desasosegados metales en un pasaje coral deterioriado tonalmente (cc. 90-97), el asombroso mundo sumergido en el desarrollo (cc. 200 y ss.), la ebullición que llega al salvaje abandono en el piu mossso (c. 386 y ss.). En todo momento los tempi se improvisan… muy meditados. 
La arritmia del scherzo hace más evidente el efecto caricaturesco, exagerando los numerosos efectos grotescos, las tumultuosas y jadeantes tesituras extremas; las cabriolas en el tortuoso trío (parodiando los pavoneos del autosatisfecho héroe) son irónicamente burlescos y las breves interrupciones de la danza parecen llevar el remedo casi hasta el insulto. Cerca del final (c. 402), con un estallido orquestal, el espectro diabólico se desvanece. 
Hemos asistido a una noche de brujas o Walpurgis, que tendrá su efecto sutil sobre el héroe en el lentísimo andante: aunque de atmósfera reposada y un tanto glacial, prevalece un sentido de entumecimiento y desapego (el característico rubato alargando las dos primeras notas en las luminosas cuerdas), sacudido por la realización existencial del héroe de que ya no puede alcanzar la paz que persigue. 
La primera versión de Bernstein del masivo finale fue recibida como una revelación cuando apareció, aunque ahora parece escasa de unidad estructural, los desesperados stringendi empujando hacia fallidos picos climáticos, como en un alocado frenesí hacia la aniquilación. En esta postrera lectura, más reflexiva, esta visión ha desaparecido. En base a un tempo más pausado (dura casi 5 minutos más), Lenny ilumina una completa cosmogonía de magia y color: la exagerada articulación en la lenta introducción; los fantasmales fragmentos de la marcha que reaparecen despojados de vitalidad como resultado del conflicto. Se atisba una atmósfera de presentimiento, frenando progresivamente el pulso hasta que explota con el motivo del Destino con un pronunciamiento de condena irreversible e inevitable. Las prisas hacia los clímax ya no existen (por ejemplo, la lúgubre parada en el c. 394, o la perspicaz suavidad en la sección de metales en el retorno de la introducción (cc. 520 y ss.) anterior al último y horrible estallido que cierra la sinfonía.
La Wiener Philharmoniker (técnicamente ideal) se recoge en una toma sonora en vivo verdaderamente extraordinaria, en Technicolor de gran impacto, resolviendo la resonancia del Musikverein (DG, 1988).
Hace un siglo las audiencias rehuyeron (o fueron incapaces de) verse a sí mismas reflejadas en estas grotesquerías: ¿ha llegado el momento de esta radikal sonora, de este torrencial sentimentalismo, de la arriesgadísima vulgaridad en la exaltación de detalles particulares, la fantasía en los cencerros, los esquizofrénicos portamenti, los volcánicos acentos, los ritardandi tendentes a la inmovilidad, las dinámicas neurasténicas, el dolor atroz resuelto en cadencia bendita? La inmensa fuerza operática de Bernstein plasmada en una danza telúrica: Y es que decía Nieztsche “Es solamente al bailar cuando sé leer el símbolo de las más altas cosas”.






La vulnerabilidad, timidez y humildad que le hacían reluctante a las apariciones públicas contrastan con la eficacia de Klaus Tennstedt en el podium, donde su fragilidad física provocaba que los músicos le arroparan maternalmente. Lectura anacrónica, efusivamente romántica (en la línea de su admirado Furtwängler), tempestuosa, que va generando desesperación (¿demasiada?) en el oyente. Apreciemos los ataques vigorosos, las dinámicas detonantes, la variedad tímbrica que se combinan para dar lugar a una delirante experiencia apocalíptica (este visceralismo extremo le hace en ocasiones anticipar las marcaciones). El tempo del allegro es brusco, sin respiro romántico sobre el 2º tema, aludiendo a la segunda canción de los Kindertotenlieder; las violas en sordina (cc. 215-217) procuran un efecto nostálgico en la sección pastoral del desarrollo; tras cada colapso, resurge con vitalidad renovada. Prosigue un scherzo cual cruel farsa de la monstruosa marcha, dislocada en un carnaval que recela en los tríos, ralentizando bruscamente el tempo. Andante extremo en su lentitud inexorable, que sostiene y genera una tensión climática inigualada, dando continuidad a la tragedia en las múltiples referencias a los Kindertotenlieder. Finale de intensidad descontrolada: mientras vaga por meandros de felicidad vislumbrada se adentra en una locura (las trompetas llaman a Conrad) inaccesible y acaso prohibida (quizás los martillazos percutidos sobre una gruesa tabla de madera suenan extenuados). La grabación en vivo camufla algunos atriles de la meritoria London Philharmonic Orchestra que despliega unas majestuosas, masivas y densas texturas (EMI, 1991). También la identificación personal de Tennstedt con Mahler era absoluta y su comprensión de la estética e idioma del compositor total: es decir, la música degenerada (judía y popular, foránea en suma) integrada en la cultura germana. Achtung.






Debo reconocer de nuevo mi poca afinidad por las lecturas literales, tecnocráticas, stravinskianas. Las tres últimas que propongo pueden caer dentro de esa denominación: Pierre Boulez descubrió a Mahler en un tardío 1952, a partir de sus estudios de la Segunda Escuela Vienesa, y consecuentemente escoge su premisa hypermoderna en la diáfana polifonía, en la extrema minuciosidad agógica, el control maquinista que neutraliza los rubati, la claridad y precisión en las dinámicas, y concluye en una abstracción auditiva con ausencia del sufrimiento del autor. Ya en el allegro el 2º tema ostenta más brío diamantino que dulzura, y huye avergonzado del pasaje simbolista, aunque hay cierta nostalgia en el tema de las maderas en el grazioso (c. 221 y ss.). El scherzo pierde algo de contraste entre la caracterización de la burlesca marcha sincopada de la apertura y la haydinesca danza; a destacar las jugosas cuerdas en pizzicato por doquier. El andante está bouleznianamente desentimentalizado, jacobino en su economía emocional, pero no carece de atractivo. El desatado finale intenta alcanzar el máximo impacto dramático, bordeando lo grandilocuente y neutralizando los pasajes de atmósfera fantástica y terrorífica; wagneriano e inestable coral de metales en los cc. 49 y ss. La brillante toma sonora muestra una Wiener Philharmoniker en todo su crudo esplendor, quizás la percusión algo desmayada en la textura tímbrica (DG, 1994). Un Mahler despojado de humanidad, concebido como impulsor del modernismo del S. XX (del que Boulez es enfant terrible) más que como invocación del último romántico (como hace Kubelik).






Thomas Sanderling procede de la austera escuela leningradista, pero evita el literalismo de un Zinman o el puntillismo clasicista de un Szell. Las cuerdas de la St. Petersburg Philharmonic Orchestra, sin ninguna tradición mahleriana durante la era soviética, producen un sonido astringente en el andante, manejado (como el resto de la sinfonía) con cierto distanciamiento shostakovichiano. Toma sonora de altos vuelos, brillante y clarificadora de los planos internos y del hacer de la percusión (Real Sound, 1995)






Iván Fischer declara sentir por Mahler una especial responsabilidad debido a que comparte con él su judaísmo asimilado a unas raíces familiares austro-húngaras. El sonido suave, íntimo, nada metálico, erigido desde la línea de los graves, es la piedra angular de la lectura. No encontraremos aquí el contraste arrebatado, sino una lírica claridad, fluída en moderación dramática, donde el impacto llega de la revelación objetiva de la estructura (como ya expuso Inbal en 1986): Un allegro articulado, ligero de texturas y tempi, colorido y conversacional entre las secciones. El veloz andante (un allegretto) se convierte en una danza rebosante de gentil nostalgia, una opción epigonal que prolonga la escuela bruckneriana y que también suaviza conscientemente los aspectos perturbadores en el scherzo. Positivo, afirmativo en la vitalidad en el finale, de feroz conclusión. La Budapest Festival Orchestra recupera ¡por fin! los violines antifonales y el sabor antiguo en sus maderas eslavas. Magnífica grabación, transparente, profunda y detallada (Channel Classics, 2005).






Robert Greenberg (Ph.D., University of California at Berkeley) teaches a extensive audio course entitled “Mahler—His Life and Music”: Over the course of these 8 lectures (45 minutes/lecture) Greenberg bring to life his complex, anxiety-bound visionary, whose continual search for perfection and the answers to life’s mysteries is profoundly reflected in his symphonies and songs. These lectures also include more than a dozen excerpts from Mahler’s symphonies and other works. Includes transcript of the complete course lectures, as well as the full course outlines, bibliographies, and other supplementary materials (The Teaching Company, 2001).






Ich bin der welt abhanden gekommen: A musical biography of Gustav Mahler, using the (questionable) adaptations of his work by Uri Caine. The narration achieves a stylish summation of the composer’s life, and focuses on Mahler’s childhood and influences on his music, followed by his composing practices and family. The visual material consists of a mixture of archive photographs, letters and manuscripts, with modern footage of places associated with Mahler (Winter&Winter, 2005).


Debussy: Prélude à l'après-midi d'un faune

Wagner fue una preciosa puesta de sol tomada erróneamente como un amanecer”. Podemos simpatizar con esta boutade de Claude Debussy, pero es inevitable relacionar el inicio monódico seguido del ambiguo acorde del Preludio de Tristán e Isolda como el antecedente del Prélude à l’après-midi d’un faune.

Basado en un poema del contemporáneo Mallarmé, en su primera ejecución (en el París postwagneriano de 1894) indignó triunfalmente por su revolucionario modernismo decadente en su (anti)forma, (anti)armonía y (anti)color. Sin intentar una traducción literal del texto (que no es narrativo, sino elusivo en su vaguedad embriagadora, voluptuosa y efímera), la música evoca una faceta (entre otras) de su atmósfera mágica: sugiere más que expone y difumina la linealidad del tiempo, la separación entre realidad, memoria y fantasía del poema.

Pero, ¿cómo ilustra Debussy estas sensaciones en música? La pequeña orquesta (de tres flautas, dos oboes, corno inglés, dos clarinetes, dos fagotes, cuatro trompas, dos harpas, cimbales antiguos y cuerdas) paradójicamente ofrece una delicada complejidad textural, con la sinuosa precisión del art noveau. La variedad de color en las cuerdas –sordina (c. 5), sul tasto (c. 11), pizzicato (c. 32) y tremolando (c. 94)-, aunque raramente ausente de la textura, a menudo se mimetiza en la espesura de los vientos, cuyo frecuente doble empleo empaña su horizonte.

La armonía resbala por una sutil mezcla de gradaciones de sombras desde la flauta desnuda que inicia la obra con un lento desmayo, tonalmente ambiguo, ondulante en su sensual cromatismo. Este tema es el núcleo melódico, estructural y pivote tonal – siempre en do#, excepto en dos ocasiones (cc. 79 y 86)— sobre una fugitiva marea orquestal que rezuma inmaterial.

La libertad rítmica se asegura por elaboradas y sutiles alteraciones en la longitud de los compases, así como por los patrones rítmicos que a veces se cruzan delicadamente, flotando intoxicados, a veces confluyen en un deseo confuso. Las impredecibles entradas de los solistas, al margen de métrica estable, hacen que los temas se mezclen, velen su carácter o desaparezcan en fragmentos.

En su forma más simple, un primer análisis en el que la dinámica se convierte en sustituto de la armonía articularía su estructura como ABA’: Una lánguida sección (cc. 1-54) dominada por el tema de la flauta con diferentes armonizaciones y la aparición del oboe con reminiscencias pentatónicas; un área romántica a pesar de la inquietud latente (cc. 55-78), con un lirismo sustentado en la plenitud de su orquestación y un clímax vagamente carnal (c. 70); y una tercera sección con el retorno del perezoso tema ampliado rítmicamente, con episodios contrastantes plus animé que conducen a la reexposición y una breve coda en la que el círculo se evapora acariciante (cc. 79-110).







Walther Straram nunca estuvo en el círculo personal de Debussy, pero desarrolló un conjunto (Orchestre des Concerts Straram) que fue considerado el mejor de toda la Francia de principios de siglo, de cuerdas sedosas y metales oleosos. Y así lo demuestra en este registro (Andante, 1929) de trazo impecable: todas las indicaciones de tempo, equilibrio y matiz son observadas de manera excepcional para la época. En la parte central de la pieza (quizá de acuerdo a las intenciones provocadoras del poema) se da prominencia a las perturbadoras figuras en las maderas, algo que recuperará Boulez. A destacar el asombroso “arabesque” (según la denominación simbolista) de apertura debido a Marcel Moyse, estudiado por todos y cada uno de los flautistas desde entonces. El sonido es sorprendentemente claro, levemente saturado en los tutti, emergiendo por debajo del ruido de superficie de las pizarras a 78 rpm. En 1931 este documento ganó el Prix Candide, el primer galardón otorgado jamás a una grabación sonora.






Désiré-Émile Inghelbrecht es una institución nacional, pero resulta casi un desconocido fuera de las fronteras francófonas. Para aquellos a los que su nombre les resulte extraño recuperemos la exasperación de Toscanini al negarse a la publicación de su grabación del Prélude en 1953: “No es tan buena como la de Inghelbrecht”. Tan apasionado como preciso, reparte sencillez y respeto por la letra y el espíritu del compositor, con el que compartió una estrecha amistad desde 1902. Inghelbrecht se lamenta del “despiadado despotismo fúnebre del metrónomo” y así su pulso respira, flexible. La Orchestre National (ORTF) nos muestra que el extinto sonido seco y brillante de las orquestas francesas antiguas (aparte de los problemas de afinación en los afrutados vientos) se ha perdido hoy en favor del saturado germánico de las modernas, y sitúa el énfasis en el trazo general, en las amplias, embriagadoras y densas frases por encima de la hipertrofia de acentos que podrían deformar el pensamiento creativo. Algo que quizá traiciona el sonido monofónico, en vibrante grabación en directo en el parisino Teatro de los Campos Elíseos, que resulta profundo e inmediato en exceso ahuyentando las dinámicas piano (Erato, LP, 1955).



 
Ernest Ansermet recordaba haber preguntado al propio compositor cuál era el tempo correcto del Prélude, a lo cual Debussy habría concedido: “No lo sé. Elija el que le parezca”. Su elección rememora las grabaciones más tempranas, rápida pero no furiosa, sin exagerar los cambios de tempo, aunque añade apropiadamente un rallentando en el c. 85 asociado al regulador de dinámica. Salvo este particular se muestra escrupuloso a la partitura, evitando cualquier sobreénfasis en los matices para no dañar el conjunto: “Debussy debe ser una línea pura y quieta, porque la expresión está dentro de la línea”. Esta maniática preocupación por la limpieza de la línea la expresaba con una analogía: “Ante usted aparece una preciosa señorita en un lindo vestido. Pero usted no sabe si la ropa interior está limpia. Todo mi esfuerzo se encamina en limpiar su ropa interior”. La estructura se propele cadencialmente y no métricamente, a pesar de la literalidad (objetiva, que no estólida) de la lectura. El panteísmo evasivo que desprende la Orchestre de la Suisse Romande late en unos compases finales delicadamente perfumados. La grabación es en sí misma un monumento a los ingenieros Decca de aquel periodo (1957); la prodigiosa reedición japonesa de 2009 recrea unos graves poderosísimos y un nivel de detallismo textural increíble.





En cierta ocasión en que Pierre Monteux estaba ensayando el Prélude, Debussy se inclinó hacia él y le apremió: “Lo que está escrito forte, tóquelo forte”. Quizá por ello esta interpretación (Decca, 1961) se apoya en la amplitud de la dinámicas. La cuidadosa atención a estos contrastes resulta en una sombreada multiplicidad: ejemplar el subito pianissimo (c. 63), que ningún otro director parece resolver tan bien. Los tempi son ligeramente más lentos que los indicados en la partitura, pero resultan perfectamente adecuados en el clima general de serenidad y relax. Las texturas de la London Symphony Orchestra se exponen con precisión puntillista. Escuchando esta interpretación se comprende porqué Ravel pidió que esta obra fuese tocada en su funeral: “Es la única obra, absolutamente perfecta, jamás escrita”.




La ORTF es el conjunto recurrente asociado a la autenticidad debussyniana: Charles Munch  (Planeta-De Agostini, 1962) parte de una aproximación ampliamente lánguida en la que los detalles se pierden en la bruma. De improvisación inspirada y arrebatada, audaz, intuitivo, fornido, captura los caprichosos cambios con abandono dionisiaco, como por ejemplo, el énfasis en las marcaciones expresivas: sforzandi en los oboes (cc. 83 y 84). En la parte B se enfatiza el lado romántico de la música con la lasciva sección de cuerdas acoplándose a las refulgentes trompas. Los compases 63-65 pueden no ser exactamente pianissimo, pero conducen a un electrizante clímax (c. 70) que es verdaderamente fortissimo y animé. Por todo ello es quizá la versión que mejor traduce el imposible milagro de ininteligibilidad: la mente del poeta en el momento de la composición. Las expresiones musical, literaria y artística no son intercambiables: todas requieren el impreciso pero vital rol de la imaginación del oyente.





Debussy mostró desde niño un aristocrático gusto: Gourmet de refinado paladar, atesoraba una receta secreta para los huevos y chuletas de cordero que preparaba él mismo para las cenas de los viernes, día en el que recibía a sus íntimos. La cremosa imaginación de Herbert von Karajan ligada con el refinamiento de la Berliner Philharmoniker (sus vientos alcanzan una suavidad suprema sin perder la necesaria definición) hubieran sido un perfecto postre. Estudio atmosférico inigualable, de indecente opulencia, vibra en esplendor y fulgor tímbrico en la madura grabación, de sensacional detalle y calidez, los detalles suspendidos en la aterciopelada reverberación (DG, 1964). ”El arte por el arte” que decía Gautier.





Pierre Boulez lleva décadas proclamando que el despertar de la música moderna empieza con el Prélude: “Lo que derrocó no fue tanto el arte del desarrollo como el concepto de forma en sí mismo. Debussy desarrolló desde las premisas wagnerianas un tipo de tonalidad no funcional, es decir, que los acordes tonales podrían cambiar orgánicamente en una sucesión no tonal. Su uso de los timbres es esencialmente nueva, de excepcional delicadeza y asociada en sí misma de manera indisoluble al proceso de invención”. Boulez confirma su teoría con una conducción coherente que busca la vanguardia estética que él mismo protagonizó (Debussy es una influencia destacada –especialmente el joven Debussy— en su propia obra): esencialista, cartesiana, hexagonal, en las antípodas del Faune enigmático, denso y de paisajes brumosos de un Inghelbrecht. Tempo relativamente animado y alerta que propulsa y clarifica la línea estructural, experimentada como música de cámara. La pulcritud divisionista deserotiza la composición: la flauta posee la levedad de una gasa, delicada e intangible. La New Philharmonia Orchestra muestra el característico timbre de las maderas inglesas y la solidez de los metales made in Germany, más adaptados a Bruckner que a Debussy, con los ecos bayreuthianos de la época. El sonido sorprende por su amplitud a pesar de la cercanía en que se intuyen los micrófonos que componen un equilibrio artificial, con detalles enfatizados, alejado del panorama de una sala de conciertos (Sony, 1966).




También han transcurrido decenas de años desde que Leopold Stokowski fue considerado la figura más controvertida de la dirección orquestal. Por un lado asimilaba en el más alto grado la comprensión de los recursos tímbricos de la orquesta con la mecánica de la radiodifusión y la grabación sonoras; por otro fue acusado de charlatán y sensacionalista manipulador de los deseos del compositor en la forma en que recreaba las partituras. Ambas facetas se muestran en este postrero registro en concierto público en 1972 (Decca). El Prélude à l’après-midi d’un faune era un favorito de Stokie (hay listadas diez grabaciones de la obra desde 1924, amén de otras dos, acústicas, sin publicar): Todo magnetismo y elegancia, Stokowski está en su elemento, sensible a cada matiz, fraseando desvergonzadamente sentimental, flameando los violentos colores en la tensión eléctrica, hacia un camino del exceso que bordea el precipicio de la dislocación: Sugestivo tratado de erotismo (como en los lujuriosos almohadillados espressivo), la flexibilidad no sólo se aplica al tempo: crescendo implica accelerando, y diminuendo conlleva rallentando. La London Symphony Orchestra, grabada en Phase 4 Sound, inunda el technicolor de fantasía.




Con Jean Martinon se cierra la gran tradición francesa, histórica o a la antigua. Con él la Orchestre National de l’ORTF suena algo tosca, sugerente de un estado mental indefinido o de un hedonismo soñador, si bien de trazo menos brumoso que en la grabación de Munch (del que fue discípulo). Dicho ambiente onírico puede deberse en parte a la grabación, de inmediata amplitud panorámica, aunque sufriendo de un rango dinámico restringido y brillos metálicos en los tutti (EMI, 1973).





El divino nivel de la Concertgebouw Orchestra Amsterdam es el punto clave de la lectura sinfónica debida a Bernard Haitink: la calidez del instrumento (que aprendió Debussy a través de Mengelberg) impregna esta soleada interpretación: escúchese en este sentido la aportación del corno inglés (cc. 90-91). Supremamente refinados, la naturalidad de los tempi va construyendo sin esfuerzo un intenso y urgente clímax. La absoluta fidelidad a las marcaciones se combina con la apariencia ideal de improvisación y espontaneidad, tan laboriosamente obtenidas. La toma sonora se cuenta entre las mejores de la era analógica: la espaciosa acústica del Concertgebouw recupera con fino detalle la imagen orquestal en perspectiva realística (Decca, 1976).




La integral de la obra debussyana debida a Jun Märkl ha levantado tales opiniones beligerantes que la hacen merecedora de un breve comentario. El tempo deriva por indulgentes meandros que se alternan con urgentes rápidos, en secuencias episódicas que perjudican el natural ritmo de ritmos, deshomogeneizando –en palabras de Debussy, refiriéndose a una interpretación no de su agrado– la pieza. La grabación se inclina por los vientos, que vertebran el armazón orgánico de la pieza sobre el aura espumosa de las cuerdas. Se echa en falta una mayor presencia de los argénteos címbalos antiguos de la Orchestre National de Lyon (Naxos, 2007): la siesta se complace en la ataraxia y se desliza, sin carácter ni drama, en indolencia catatónica.
 




Y para cerrar el círculo, ya tenemos aquí a Debussy con instrumentos de época, es decir, los ya escuchados en la versión de Straram, con sus rústicas maderas de pabellón estrecho y sus cuerdas de tripa: Anima Eterna Brugge dirigida por Jos van Immerseel. Naturalmente la ventaja es la considerable mejora en términos técnicos (ZZT, 2012). Las texturas son menos intensas pero de compensatoria claridad, refrescante y acuarelada palidez. Quizá era esto lo que deseaba Debussy: “Las mejores interpretaciones son generalmente aquellas que la orquesta suena como cristal, tan ligera como unas manos femeninas”.
 





Las virtudes de Sergiu Celibidache han sido elogiadas desde este púlpito en repetidas ocasiones. La lentitud cargada de tensión con que guía a la München Philharmoniker en este DVD paréceme inexorable (Ideale Audience, 1994). Experimenten una vez más el poder del hechicero.

Debussy: Prélude à l’après-midi d’un faune

Wagner fue una preciosa puesta de sol tomada erróneamente como un amanecer”. Podemos simpatizar con esta boutade de Claude Debussy, pero es inevitable relacionar el inicio monódico seguido del ambiguo acorde del Preludio de Tristán e Isolda como el antecedente del Prélude à l’après-midi d’un faune.

Basado en un poema del contemporáneo Mallarmé, en su primera ejecución (en el París postwagneriano de 1894) indignó triunfalmente por su revolucionario modernismo decadente en su (anti)forma, (anti)armonía y (anti)color. Sin intentar una traducción literal del texto (que no es narrativo, sino elusivo en su vaguedad embriagadora, voluptuosa y efímera), la música evoca una faceta (entre otras) de su atmósfera mágica: sugiere más que expone y difumina la linealidad del tiempo, la separación entre realidad, memoria y fantasía del poema.

Pero, ¿cómo ilustra Debussy estas sensaciones en música? La pequeña orquesta (de tres flautas, dos oboes, corno inglés, dos clarinetes, dos fagotes, cuatro trompas, dos harpas, cimbales antiguos y cuerdas) paradójicamente ofrece una delicada complejidad textural, con la sinuosa precisión del art noveau. La variedad de color en las cuerdas –sordina (c. 5), sul tasto (c. 11), pizzicato (c. 32) y tremolando (c. 94)-, aunque raramente ausente de la textura, a menudo se mimetiza en la espesura de los vientos, cuyo frecuente doble empleo empaña su horizonte.

La armonía resbala por una sutil mezcla de gradaciones de sombras desde la flauta desnuda que inicia la obra con un lento desmayo, tonalmente ambiguo, ondulante en su sensual cromatismo. Este tema es el núcleo melódico, estructural y pivote tonal – siempre en do#, excepto en dos ocasiones (cc. 79 y 86)— sobre una fugitiva marea orquestal que rezuma inmaterial.

La libertad rítmica se asegura por elaboradas y sutiles alteraciones en la longitud de los compases, así como por los patrones rítmicos que a veces se cruzan delicadamente, flotando intoxicados, a veces confluyen en un deseo confuso. Las impredecibles entradas de los solistas, al margen de métrica estable, hacen que los temas se mezclen, velen su carácter o desaparezcan en fragmentos.

En su forma más simple, un primer análisis en el que la dinámica se convierte en sustituto de la armonía articularía su estructura como ABA’: Una lánguida sección (cc. 1-54) dominada por el tema de la flauta con diferentes armonizaciones y la aparición del oboe con reminiscencias pentatónicas; un área romántica a pesar de la inquietud latente (cc. 55-78), con un lirismo sustentado en la plenitud de su orquestación y un clímax vagamente carnal (c. 70); y una tercera sección con el retorno del perezoso tema ampliado rítmicamente, con episodios contrastantes plus animé que conducen a la reexposición y una breve coda en la que el círculo se evapora acariciante (cc. 79-110).






Walther Straram nunca estuvo en el círculo personal de Debussy, pero desarrolló un conjunto (Orchestre des Concerts Straram) que fue considerado el mejor de toda la Francia de principios de siglo, de cuerdas sedosas y metales oleosos. Y así lo demuestra en este registro (Andante, 1929) de trazo impecable: todas las indicaciones de tempo, equilibrio y matiz son observadas de manera excepcional para la época. En la parte central de la pieza (quizá de acuerdo a las intenciones provocadoras del poema) se da prominencia a las perturbadoras figuras en las maderas, algo que recuperará Boulez. A destacar el asombroso “arabesque” (según la denominación simbolista) de apertura debido a Marcel Moyse, estudiado por todos y cada uno de los flautistas desde entonces. El sonido es sorprendentemente claro, levemente saturado en los tutti, emergiendo por debajo del ruido de superficie de las pizarras a 78 rpm. En 1931 este documento ganó el Prix Candide, el primer galardón otorgado jamás a una grabación sonora.

Désiré-Émile Inghelbrecht es una institución nacional, pero resulta casi un desconocido fuera de las fronteras francófonas. Para aquellos a los que su nombre les resulte extraño recuperemos la exasperación de Toscanini al negarse a la publicación de su grabación del Prélude en 1953: “No es tan buena como la de Inghelbrecht”. Tan apasionado como preciso, reparte sencillez y respeto por la letra y el espíritu del compositor, con el que compartió una estrecha amistad desde 1902. Inghelbrecht se lamenta del “despiadado despotismo fúnebre del metrónomo” y así su pulso respira, flexible. La Orchestre National (ORTF) nos muestra que el extinto sonido seco y brillante de las orquestas francesas antiguas (aparte de los problemas de afinación en los afrutados vientos) se ha perdido hoy en favor del saturado germánico de las modernas, y sitúa el énfasis en el trazo general, en las amplias, embriagadoras y densas frases por encima de la hipertrofia de acentos que podrían deformar el pensamiento creativo. Algo que quizá traiciona el sonido monofónico, en vibrante grabación en directo en el parisino Teatro de los Campos Elíseos, que resulta profundo e inmediato en exceso ahuyentando las dinámicas piano (Erato, LP, 1955).
 
Ernest Ansermet recordaba haber preguntado al propio compositor cuál era el tempo correcto del Prélude, a lo cual Debussy habría concedido: “No lo sé. Elija el que le parezca”. Su elección rememora las grabaciones más tempranas, rápida pero no furiosa, sin exagerar los cambios de tempo, aunque añade apropiadamente un rallentando en el c. 85 asociado al regulador de dinámica. Salvo este particular se muestra escrupuloso a la partitura, evitando cualquier sobreénfasis en los matices para no dañar el conjunto: “Debussy debe ser una línea pura y quieta, porque la expresión está dentro de la línea”. Esta maniática preocupación por la limpieza de la línea la expresaba con una analogía: “Ante usted aparece una preciosa señorita en un lindo vestido. Pero usted no sabe si la ropa interior está limpia. Todo mi esfuerzo se encamina en limpiar su ropa interior”. La estructura se propele cadencialmente y no métricamente, a pesar de la literalidad (objetiva, que no estólida) de la lectura. El panteísmo evasivo que desprende la Orchestre de la Suisse Romande late en unos compases finales delicadamente perfumados. La grabación es en sí misma un monumento a los ingenieros Decca de aquel periodo (1957); la prodigiosa reedición japonesa de 2009 recrea unos graves poderosísimos y un nivel de detallismo textural increíble.
En cierta ocasión en que Pierre Monteux estaba ensayando el Prélude, Debussy se inclinó hacia él y le apremió: “Lo que está escrito forte, tóquelo forte”. Quizá por ello esta interpretación (Decca, 1961) se apoya en la amplitud de la dinámicas. La cuidadosa atención a estos contrastes resulta en una sombreada multiplicidad: ejemplar el subito pianissimo (c. 63), que ningún otro director parece resolver tan bien. Los tempi son ligeramente más lentos que los indicados en la partitura, pero resultan perfectamente adecuados en el clima general de serenidad y relax. Las texturas de la London Symphony Orchestra se exponen con precisión puntillista. Escuchando esta interpretación se comprende porqué Ravel pidió que esta obra fuese tocada en su funeral: “Es la única obra, absolutamente perfecta, jamás escrita”.

La ORTF es el conjunto recurrente asociado a la autenticidad debussyniana: Charles Munch  (Planeta-De Agostini, 1962) parte de una aproximación ampliamente lánguida en la que los detalles se pierden en la bruma. De improvisación inspirada y arrebatada, audaz, intuitivo, fornido, captura los caprichosos cambios con abandono dionisiaco, como por ejemplo, el énfasis en las marcaciones expresivas: sforzandi en los oboes (cc. 83 y 84). En la parte B se enfatiza el lado romántico de la música con la lasciva sección de cuerdas acoplándose a las refulgentes trompas. Los compases 63-65 pueden no ser exactamente pianissimo, pero conducen a un electrizante clímax (c. 70) que es verdaderamente fortissimo y animé. Por todo ello es quizá la versión que mejor traduce el imposible milagro de ininteligibilidad: la mente del poeta en el momento de la composición. Las expresiones musical, literaria y artística no son intercambiables: todas requieren el impreciso pero vital rol de la imaginación del oyente.

Debussy mostró desde niño un aristocrático gusto: Gourmet de refinado paladar, atesoraba una receta secreta para los huevos y chuletas de cordero que preparaba él mismo para las cenas de los viernes, día en el que recibía a sus íntimos. La cremosa imaginación de Herbert von Karajan ligada con el refinamiento de la Berliner Philharmoniker (sus vientos alcanzan una suavidad suprema sin perder la necesaria definición) hubieran sido un perfecto postre. Estudio atmosférico inigualable, de indecente opulencia, vibra en esplendor y fulgor tímbrico en la madura grabación, de sensacional detalle y calidez, los detalles suspendidos en la aterciopelada reverberación (DG, 1964). ”El arte por el arte” que decía Gautier.

Pierre Boulez lleva décadas proclamando que el despertar de la música moderna empieza con el Prélude: “Lo que derrocó no fue tanto el arte del desarrollo como el concepto de forma en sí mismo. Debussy desarrolló desde las premisas wagnerianas un tipo de tonalidad no funcional, es decir, que los acordes tonales podrían cambiar orgánicamente en una sucesión no tonal. Su uso de los timbres es esencialmente nueva, de excepcional delicadeza y asociada en sí misma de manera indisoluble al proceso de invención”. Boulez confirma su teoría con una conducción coherente que busca la vanguardia estética que él mismo protagonizó (Debussy es una influencia destacada –especialmente el joven Debussy— en su propia obra): esencialista, cartesiana, hexagonal, en las antípodas del Faune enigmático, denso y de paisajes brumosos de un Inghelbrecht. Tempo relativamente animado y alerta que propulsa y clarifica la línea estructural, experimentada como música de cámara. La pulcritud divisionista deserotiza la composición: la flauta posee la levedad de una gasa, delicada e intangible. La New Philharmonia Orchestra muestra el característico timbre de las maderas inglesas y la solidez de los metales made in Germany, más adaptados a Bruckner que a Debussy, con los ecos bayreuthianos de la época. El sonido sorprende por su amplitud a pesar de la cercanía en que se intuyen los micrófonos que componen un equilibrio artificial, con detalles enfatizados, alejado del panorama de una sala de conciertos (Sony, 1966).

También han transcurrido decenas de años desde que Leopold Stokowski fue considerado la figura más controvertida de la dirección orquestal. Por un lado asimilaba en el más alto grado la comprensión de los recursos tímbricos de la orquesta con la mecánica de la radiodifusión y la grabación sonoras; por otro fue acusado de charlatán y sensacionalista manipulador de los deseos del compositor en la forma en que recreaba las partituras. Ambas facetas se muestran en este postrero registro en concierto público en 1972 (Decca). El Prélude à l’après-midi d’un faune era un favorito de Stokie (hay listadas diez grabaciones de la obra desde 1924, amén de otras dos, acústicas, sin publicar): Todo magnetismo y elegancia, Stokowski está en su elemento, sensible a cada matiz, fraseando desvergonzadamente sentimental, flameando los violentos colores en la tensión eléctrica, hacia un camino del exceso que bordea el precipicio de la dislocación: Sugestivo tratado de erotismo (como en los lujuriosos almohadillados espressivo), la flexibilidad no sólo se aplica al tempo: crescendo implica accelerando, y diminuendo conlleva rallentando. La London Symphony Orchestra, grabada en Phase 4 Sound, inunda el technicolor de fantasía.

Con Jean Martinon se cierra la gran tradición francesa, histórica o a la antigua. Con él la Orchestre National de l’ORTF suena algo tosca, sugerente de un estado mental indefinido o de un hedonismo soñador, si bien de trazo menos brumoso que en la grabación de Munch (del que fue discípulo). Dicho ambiente onírico puede deberse en parte a la grabación, de inmediata amplitud panorámica, aunque sufriendo de un rango dinámico restringido y brillos metálicos en los tutti (EMI, 1973).

El divino nivel de la Concertgebouw Orchestra Amsterdam es el punto clave de la lectura sinfónica debida a Bernard Haitink: la calidez del instrumento (que aprendió Debussy a través de Mengelberg) impregna esta soleada interpretación: escúchese en este sentido la aportación del corno inglés (cc. 90-91). Supremamente refinados, la naturalidad de los tempi va construyendo sin esfuerzo un intenso y urgente clímax. La absoluta fidelidad a las marcaciones se combina con la apariencia ideal de improvisación y espontaneidad, tan laboriosamente obtenidas. La toma sonora se cuenta entre las mejores de la era analógica: la espaciosa acústica del Concertgebouw recupera con fino detalle la imagen orquestal en perspectiva realística (Decca, 1976).

La integral de la obra debussyana debida a Jun Märkl ha levantado tales opiniones beligerantes que la hacen merecedora de un breve comentario. El tempo deriva por indulgentes meandros que se alternan con urgentes rápidos, en secuencias episódicas que perjudican el natural ritmo de ritmos, deshomogeneizando –en palabras de Debussy, refiriéndose a una interpretación no de su agrado– la pieza. La grabación se inclina por los vientos, que vertebran el armazón orgánico de la pieza sobre el aura espumosa de las cuerdas. Se echa en falta una mayor presencia de los argénteos címbalos antiguos de la Orchestre National de Lyon (Naxos, 2007): la siesta se complace en la ataraxia y se desliza, sin carácter ni drama, en indolencia catatónica.
 

Y para cerrar el círculo, ya tenemos aquí a Debussy con instrumentos de época, es decir, los ya escuchados en la versión de Straram, con sus rústicas maderas de pabellón estrecho y sus cuerdas de tripa: Anima Eterna Brugge dirigida por Jos van Immerseel. Naturalmente la ventaja es la considerable mejora en términos técnicos (ZZT, 2012). Las texturas son menos intensas pero de compensatoria claridad, refrescante y acuarelada palidez. Quizá era esto lo que deseaba Debussy: “Las mejores interpretaciones son generalmente aquellas que la orquesta suena como cristal, tan ligera como unas manos femeninas”.
 

Las virtudes de Sergiu Celibidache han sido elogiadas desde este púlpito en repetidas ocasiones. La lentitud cargada de tensión con que guía a la München Philharmoniker en este DVD paréceme inexorable (Ideale Audience, 1994). Experimenten una vez más el poder del hechicero.

Handel: Music for the Royal Fireworks

En la primavera de 1749 su gloriosa Majestad George II de Inglaterra dispuso la celebración del final de la Guerra de Sucesión de Austria. Para ello conminó al compositor real a elaborar una música capaz de acompañar el victorioso acontecimiento.
Se vendieron 12.000 entradas (a 2 chelines y 6 peniques) para el triunfal ensayo previo del concierto, lo que provocó un colapso circulatorio durante tres horas en el único puente que en la época cruzaba el Támesis. No obstante, la ceremonia fue aún más desastrosa, ya que la monumental arquitectura efímera que se había erigido en Green Park se incendió con los fuegos artificiales preparados para concluir la propagandística ocasión. Sólo la música se salvó de la lluvia, los rescoldos y el virtuosismo regio.

Por fortuna la partitura autógrafa que George Friederich Handel compuso para el evento nos indica las fuerzas que se dispusieron para superar el pandemonium: 24 oboes, 12 fagotes, 9 trompetas y otras tantas trompas y 3 pares de timbales (además de 4 decenas de cuerdas que Handel incluyó a pesar de la mayestática voluntad que pretendía solo instrumentos marciales), aunque después la obra se reorquestó cabalmente para su publicación y las siguientes representaciones en la corte.

La galante composición, al gusto versallesco, se articula en cinco movimientos:
1. Ouverture: Adagio, Allegro, Lentement, Allegro. Como telón sonoro de fondo a la comitiva real comienza un himno majestuoso que enfrenta simbólicamente las secciones de madera, trompas y trompetas (cc. 1-46). Un animado pasaje con metales sostenidos y cuerdas y oboes rítmicamente ambiguos finaliza en escalas descendentes que conducen a un trinfante tutti (cc. 47-117). Tras la reexposición en otra gama colorística (cc. 117-175), la sección lenta, a cargo de cuerda y madera, relaja la tensión en un suave si menor (cc. 176-186), antes de la recuperación, espléndida, de la clave mayor en el allegro da capo.
2. Bourrée. De instrumentación más simple (dos partes altas y bajo) y carácter amable. En general, aunque depende de la interpretación, maderas y cuerdas exponen el tema veloz y marcado (cc. 1-10), todas las frases comenzando en el cuarto pulso del compás. Tras su repetición a cargo de las maderas, se inicia el contrajuego por parte de las cuerdas (cc. 11-26). Ambas secciones, por separado, efectúan la reexposición de los temas.
3. La Paix: Largo alla siciliana. A ondulante ritmo ternario y nutrida orquestación, ofrece partes virtuosas para las trompas. Los trinos alternados van resolviendo las secciones (cc. 1-8 y cc.9-16, con leves variaciones en el tema).
4. La Réjouissance: Allegro. Explosión antifonal en la fanfarria heroica expuesta por los diferentes grupos instrumentales (metales y percusión y después, trompas y maderas) con exposiciones y respuestas como registros organísticos.
5. Menuets I and II. Probablemente ejecutados en forma de trío, comienzan por una delicada danza en tono menor a cargo de la cuerda, y posteriormente sobre oboes y fagotes. El segundo, más extenso y en clave mayor, despliega gran colorido por parte de percusión y metales, alternándose trompas y trompetas, y concluyendo la obra con toda la dignidad y aparato de la Ouverture.

La lectura de Fritz Lehmann documenta los primeros esfuerzos basados en criterios musicológicos, eliminando los populares embellecimientos románticos y descartando el entonces común piano a favor de un clave bien integrado a la orquesta en la toma sonora, de pasables claridad y definición (Archiv, 1952). Aunque los tempi moderados permiten paladear la música, existe un problema de comprensión de ritmos (la fórmula escrita de negra con puntillo seguida de corchea en la práctica se tocaba como doble puntillo, es decir, la nota breve pasaba a ser una semicorchea) en el adagio de la Ouverture, donde las voces de la orquesta solapan continuamente los detalles rítmicos: por ejemplo, en el compás 4, la última corchea de metales y primeros violines debería coincidir con la semicorchea final de los segundos violines. Destacar la delicadeza en la exposición de la Réjouissance y el preciosismo del primer Menuet, con una destacadísima actuación de las maderas. Lehmann, especialista en Handel, dirige una Berliner Philharmoniker (que esta época estaba entrenada por Celibidache y Furtwängler) en número de 65 profesores, además de un órgano reforzando los tutti.
Espléndida la grabación de la Mercury (1957, con sus habituales tres micrófonos) a cargo de Antal Dorati, en el arreglo que realizó Hamilton Harty de los Royal Fireworks en 1924. La London Symphony -de graves prominentes- aporta un colorido variado en sus texturas (comienza con redoble en crescendo), tempo espumeante en la sección allegro de la Ouverture, e intimista en las secciones restringidas sólo para cuerdas. La percusión en la Bourrée altera la danza en drama, la Paix se transforma en una suerte de (maravilloso) nocturno sinfónico y cierra con unos pomposísimos Menuets en trío, con meloso vibrato en la cuerda.

El joven Charles Mackerras parece tener en su honor la premiére de la espúrea (impactante y magnificiente) versión regia sin cuerdas. Para acometer semejante ataque de lujuria hubo de concitar a medianoche a 64 intérpretes de vientos de las diferentes orquestas londinenses (más 9 percusionistas), cuando todos los conciertos y óperas habían terminado ese día del 13 de abril de 1959, para el exacto cumplimiento del 200 aniversario de la muerte del compositor. Se rumorea que el diablo y la botella hicieron el resto: la amplia grabación (Testament) aún suena llena de espíritu y jolgorio. Un Wind Ensemble extravagante pero equilibrado, de timbre áspero y talante febril, a tempi que hoy resultan plomizos más que expansivos en algunas secciones (aparatosidad en la Ouverture). Se incluye una toma extra de los Menuets salpicada de los inevitables petardeos.



El divo Leopold Stokowski impregna la obra de su particular reorquestación inflacionaria (que parte de un comienzo comedido, sobre todo en la percusión cuartelera). Dicha stokowskificación congrega alrededor de un jurásico clave a la RCA Symphony Orchestra aumentada hasta los 125 miembros, para celebrar en mayor medida un oratorio ceremonial más que una suite sinfónica. Colores aplicados por bloques organísticos, efectos difuminados entre tonalidades, cuerdas fraseando libremente para robustecer una marea sónica donde se puede vislumbrar entre la niebla británica a Britten y a Elgar. Bourrée pálida en las maderas, con rallentandi estirados hasta el infinito y más allá, no sólo al final de cada danza sino también en áreas centrales. La Réjouissance, disfrazada de pastoral, retoza sobre la hierba. En el número final irrumpen efectos sonoros de juveniles chillidos de gozo acompañando a los estallidos nitrosos, cual 1812 tchaikovskiana. La toma sonora al menos es amplia y brillante en sus cinemascópicas antifonales (RCA, 1961).

La plantilla del Bläservereinigung der Archiv Produktion ya estaba en 1962 integrada por reconstrucciones de instrumentos del S. XVIII. August Wenzinger también opta por recrear la pretensión del monarca de eliminar las cuerdas, que hoy sabemos que no llegó a perpetrarse. Potencia sonora, robusto y sólido colorido con el aroma acre de la pólvora, recatado al lado de Mackerras, pero con mayor espíritu rítmico y contraste dinámico. Rescatado en alta definición de un vinilo de gran presencia y perfecto equilibrio.

La riqueza tonal de la London Symphony (de cuerdas aterciopeladas y soñadoras) no puede evitar la sospecha sobre el arreglo de Harty que altera los tempi, simplifica los ritmos, suaviza las dinámicas, brahmsianiza la orquestación, adultera la sintaxis, el orden de los números y además, amenaza su integridad (el Lentement y el Allegro da capo de la Ouverture son extirpados y la Réjouissance desaparece como por ensalmo). Bajos profundos personificados en los pizzicati dan paso a los cambios de tempo en la Ouverture. George Szell muestra su genética zíngara en los frenéticas danzas de la Bourrée. El hiperromántico vibrato en el Menuet en clave menor contrasta con el boato otorgado al otro (Decca, 1962).

Rafael Kubelik se aparta del estilo y escala decimonónicos, si bien los vientos acaban sepultados entre los densos estratos de cuerdas de la Berliner Philharmoniker. Articulación pulposa, falta de claridad textural y  de comprensión de la rítmica barroca, si bien los tempi son vivaces. Espectral el sonido del clave, cual acto de fe (DG, 1963).
Yehudi Menuhin -a los mandos de la veraniega Bath Festival Orchestra en una tornasolada edición a cargo de Neville Boyling- aporta algunas sorpresas como el contraste entre secciones de cuerdas y de maderas, reflejo de la retórica entre corales de metales. Así se transfigura el carácter tripartito del color a otro cuadrangular o en dobles parejas. También hay cambios en la orquestación en la Paix y en el primer Menuet, éste con una personal articulación rítmica. Seriedad (excesiva en la Réjouissance) y nobleza en la interpretación, aunque el flujo rítmico mana un tanto espasmódico en el motivo principal de la Ouverture. Cavernosa la toma sonora, dejando entrever al metálico clave (EMI, 1963).

Raymond Leppard dirige una cálida y densa English Chamber Orchestra al estilo tradicional, alejado de investigaciones historicistas. La principal característica de esta interpretación es la generosidad sin ambajes en las repeticiones: Bourrée y Réjouissance son reiteradas en tres ocasiones con variaciones tonales. El conjunto de Menuets se duplica también, pero las trompas crean una espesa y poco handeliana textura, dado que bajan una octava respecto a la tesitura de la trompeta. Ritmos tenaces, abundantes trinos y arpegiante clave al bajo continuo. Discreta grabación Philips de 1970.

Prescindible registro el de los 29 miembros del Collegium Aureum (DHM, 1971), acatando una literalidad poco jubilosa, fallona en entonación, quizá producto de los tempi decaídos.

Gentil lectura a cargo de Neville Marriner y su Academy of Saint Martin in the Fields en modesta configuración. Tímbricamente dulce y ligero, de ritmos elásticos, ingeniosa y levemente fraseado… y vacío de pompa y circunstancia. Troca los tres colores básicos (trompas, trompetas y vientos más cuerdas) a variados cambios tonales en los tutti, incluyendo la separación de las secciones de cuerdas y maderas. Aquietando las dinámicas suaviza los efectos de eco y procura una delicadeza inaudita hasta la fecha en esta obra. La toma sonora recrea de manera suprema el ambiente espacial del lugar de grabación, Wood Hall (Philips, 1971).

Johannes Somary repite la réplica imaginaria de Mackerras con una aumentada y abigarrada tonalmente English Chamber Orchestra. Ejecución anodina en lo rítmico (por ejemplo, el tristísimo menuet en re menor), con percusión estrictamente militar. El sistema quadrafónico de grabación intentó emular la orquestación y su emplazamiento originales (Vanguard, SACD de cuatro canales, 1973).

Pierre Boulez delinque una descuidada ejecución, en la que lo peor no es la respetable falta de interés en el historicismo musical, sino lo deslabazado de los ritmos, las ocasionales desafinaciones (sobre todo las agresivas trompetas) y los chirridos de las continuas ornamentaciones. La New York Philharmonic tiende a homogeneizar los movimientos, haciéndolos soporíferos. Los Menuets (en trío) no concluyen la obra sino que dan paso a una plúmbea Réjouissance. La estrecha y acerada toma sonora remata el desaguisado, en el que un tintineante clave asoma de vez en cuando (Sony, 1975).

Lejos de las vastas armadas recreacionales de la ceremonia, Christopher Hogwood ofrece un sensible y refinado concierto de diáfana articulación, con variaciones dinámicas sobre notas largas y variada decoración, donde las repeticiones son emplazadas con trazo delicado (primer Menuet), la acentuación más cantable que danzable, con la transparencia y levedad debida a la corrección cortesana. The Academy of Ancient Music compuesta por 47 miembros presenta un sutil equilibrio sonoro: los tres percusionistas dominan con levedad las texturas; sin embargo, cuando no se ajustan a la línea del bajo (lo que ocurre a menudo, dado que sólo tocan dos notas), éste resulta casi inaudible (por ejemplo, en la sucesión de semicorcheas en la sección de apertura, cc. 160-161). Encantadora esbeltez instrumental de la Bourrée. Toma sonora a la altura (L’Oiseau-Lyre, 1980).

Enfatizando la pompa y la acentuación de los ritmos pointeé, Trevor Pinnock conecta con el sofisticado ceremonial anglosajón, amablemente educado en su escala más íntima. Elegante en los dinámidos tempi, comunicando energía y decisión, dicta buen gusto en la variación dinámica de la percusión y en la caracterización diferenciada de cada movimiento. Pero donde este registro sobresale es el Menuet en re, todo un prodigio de canto a tempo, especialmente en las cuerdas. Vigoroso plano del bajo continuo con Pinnock dirigiendo desde el clave un perfectamente equilibrado English Concert, que además de 21 atriles de cuerdas (6.6.4.3.2) y la consabida percusión, comporta 3 elementos de oboes, trompas, trompetas y fagotes, un contrafagot y 4 flautas (para la Paix). La grabación es excelente, transparentando las ricas texturas (Archiv, 1984).

Hans-Martin Linde dirigió en 1983 a una Capella Coloniensis cuya sección de metales no posee la entidad necesaria para acometer la obra. Los tempi, anacrónicos. La constreñida toma sonora tampoco ayuda (Virgin).
Un jubiloso John Eliot Gardiner encauza una lectura virtuosamente sinfónica, de preciosismo sonoro, fluida vitalidad rítmica y discreta ornamentación. La plantilla moderada permite la audición de un extenso abanico de detalles texturales, como el  Lentement de extraordinaria sensibilidad, o la Réjouissance enfatizando las maderas de timbre oscuro. Menuets contrastados, no sólo tímbricamente, sino también en su dinámica. Protagonismo relevante para la percusión, pero alejada de toda estridencia. Primorosos los English Baroque Soloists (Philips, 1983).

Sonoridad castrense de La Grande Ecurie et la Chambre du Roy comandada por Jean-Claude Malgoire. A pesar de los ocasionales embellecimientos añadidos escasea la paleta expresiva, por ejemplo en la Bourrée, llevada a ritmo frenético. Estridencia en los metales, a veces destemplados. Toma sonora espacialmente amplia y detallada pero distante (Sony, 1986).

Después de los Pinnock o Gardiner, Bohdan Warchal y su Capella Istropolitana no aportan nada aparte de una sonoridad avinagrada y unos tempi anadeantes. Lo mejor, una velocísima Réjouissance interpretada por secciones (Naxos, 1988).

La visión comedidamente británica de Robert King, con un King’s Consort dilatado hasta alcanzar 62 instrumentistas de viento, metal y abundante pero suave percusión (a cargo de 8 ejecutantes) desvela una nueva dimensión sonora. Desenvueltas cascadas de semicorcheas e interesantes variaciones dinámicas y rítmicas en la Ouverture (cc. 96 y ss.). Dulzura de las trompas en la Paix. Lástima del sonido mate y poco puntualizado (Hyperion, 1989).

Durante años ensalzado por la prensa británica, el (excelente) registro debido a la Orpheus Chamber Orchestra (6.5.4.3.1 en las cuerdas y vientos por parejas) paréceme hoy excesivamente preciso, articulado y estructurado mecánicamente, por ejemplo en el ritmo tartamudo del allegro en la Ouverture (cc. 47 y ss.). La Bourrée desfila en un suspiro y la Paix afronta un ritmo pointeé excesivamente entrecortado. Pródigo en embellecimientos, muy apropiados en el Menuet en re (DG, 1990).

Maravillosamente extravagantes las inauditas sonoridades extraídas por Andrew Manze al frente de La Stravaganza Koln, con sus dinámicas muy contrastadas. En este concepto camerístico al clave se le otorga parecido valor dinámico que a la percusión. Planteamiento con frescura en el dibujo con puntillo en la Paix. Metales caústicos en la Réjouissance y protagonismo para las cuerdas en los Menuets de salón (Denon, 1992).

Al contingente de cuerdas (5.4.2.3.2) de Le Concert des Nations Jordi Savall le añade una pequeña agrupación de vientos (sin idea de replicar el evento original), otorgando al contrafagot el rol de bajo suplementario. Acentuación y fraseo de definido e irresistible carácter danzable en la Ouverture, donde la imaginativa trompeta enlaza con la sección allegro. Resaltar una Paix con tímbrica y dinámicas exultantes en la cuerda chispeante, en las trompas pendencieras y en las trompetas canallas. El mago catalán sorpende con efectos colorísticos, fantasea con la ornamentación y la variación de dinámicas en las repeticiones, como en el Menuet, perfumadamente francés. La siempre elegante presencia de Pedro Estevan a los timbales se suma al continuo de clave y tiorba. Toma sonora realística en su concepto ambiental (Alia Vox, 1993).

Hervé Niquet y su Le Concert Spirituel optan por el faraónico contingente ceremonial que estrenó la obra: no sólo las 42 (10.10.8.8.6) cuerdas y las 3 percusiones, sino que todos los instrumentos de viento requeridos: 53 maderas (entre oboes, fagotes, flautas y contrafagotes, todos ellos con un poderoso registro grave) y 18 metales (entre trompas y trompetas) se fabricaron ex profeso para la grabación (Glossa, 2002). Una fastuosidad tímbrica que inevitablemente implica borrosidad en las líneas, una enérgica recreación con tempi de ágiles a frenéticos, un glorioso uso de dinámicas extremas e incisivos ataques. Además se respeta el temperamento natural de los metales (sin válvulas ni orificios, todos los efectos tonales se realizan con la boca) que proponen un timbre militar y de controlada tosquedad. El duelo antifonal entre percusiones comienza ya desde la desinhibida cadenza a solo que preludia la Ouverture y en la improvisación anterior al cierre. Una fuerte acentuación al inicio de cada frase en la Bourrée inercia su picante desarrollo. Las crujientes disonancias, el equilibrio y la entonación impuros y erráticos forman parte del encanto de la melée en que se transforma la Paix. Grabación de atmósfera muy reverberante que recrea la rimbombante celebración.

Federico Guglielmo propone una relajada versión de concierto con una combinación homogénea de cuerdas y vientos: tan sólo 27 instrumentistas componen el Ensemble L’Arte dell’Arco que se descifran con facilidad en la cercana y límpida toma sonora (CPO, 2004). Dinámicas variables sobre notas prolongadas, ritmos moderadamente contrastados y ágil articulación. Lírica espontaneidad del continuo a cargo de tiorba y clave.

El pasado de Kevin Mallon como discípulo de Gardiner se desvela en los tempi vivaces pero quizá no especialmente excitantes, en el sonido pulimentado, con suaves ataques en todas las secciones instrumentales, diáfano en sus mimbres. El grupo canadiense Aradia Ensemble conformado por 34 músicos, interpola un tambor militar en las partes triunfales (de devastadora intervención en la Ouverture). La Bourrée incluye múltiples repeticiones en orden inédito: cuerdas, maderas y su mezcla. Es la primera grabación en apreciar la minúscula indicación del manuscrito original añadiendo una flauta travesera de etéreo efecto en la Paix. El Menuet en Re brinda una interesante progresión dinámica. Al modo haydniano, Mallon aplica el hábito de emparejar las notas independientemente del fraseo estipulado. Soberbio en definición el registro, natural y equilibrado (Naxos, 2005).

El conjunto italiano Zefiro Baroque Orchestra sopla las telarañas de sus instrumentos y transmite la algarabía inherente al evento, otorga preeminencia a los vientos sobre los empastadas cuerdas en una lectura sutil, fluida y gustosa, con una original profundidad emocional, mediterráneamente fraseada, alejada de ritmos remachados a golpe de percusión, tempi rápidos y poco pomposos, con libertad en la acentuación, especialmente al final de las frases, donde los ritmos pointeé se desvanecen en dinámicas piano. Alfredo Bernardini interpreta libremente articulación, dinámica y texturas sin atisbo de rutina o fórmulas tradicionales. Buscando el contraste entre las danzas que forman la obra la Ouverture (presentada por un tenso redoble) presenta el equilibrio idóneo entre esplendor y elegancia (jubilosos los enfrentamientos en el allegro), la Réjouissance destila magnificiencia en los metales y sensibilidad en la percusión, y el Menuet en re resalta gracioso y con cierta dosis de coquetería. El bajo continuo aderezado con arpegios al clave resalta en la íntima escala (29 músicos en total). La grabación, registrada al aire libre en un claustro siciliano, suena exuberante e inmediata (DHM, 2006).

Ravel: Concierto en Sol

En 1929, habiendo conseguido reconocimiento popular y desahogo financiero a través una maratoniana gira de conciertos por Norteamérica, Maurice Ravel se propone crear un concierto para piano con el objetivo de sacar el imaginario virtuoso que lleva dentro (las críticas hablan de que era incluso peor pianista que Brahms), y que será el resultado de un perfecto equilibrio entre júbilo exuberante y luminoso, rigor arquitectónico, claridad textural, empuje rítmico, empleo colorístico de la armonía tonal y una sensible, infalible y tornasolada orquestación.

Dividido en 3 movimientos (Allegremente, Adagio assai y Presto) este divertimento musical, delicioso e inútil, arranca con el chasquido de un látigo y trota con vitalidad petrushkiana. El piano concierta desde el primer compás en las límpidas regiones agudas a través de arpegios bitonales. Una parodia de un tema étnico español en perspectiva anamórfica vira hacia la nueva y perecedera fiebre jazzística que azota el mundo, especialmente en la onírica secuencia del desarrollo, plena de humor maquinista. La exaltada cadencia es una brillante exhibición de la mano izquierda, desenvuelve grandes arpegios y martillea el canto con el pulgar por debajo de los tresillos de la mano derecha.

El primitivismo preurbano genera por reacción la inmaculada perfección de la belleza sonora, artificial por naturaleza como el duque Des Esseintes, personaje de la novela favorita de Ravel À rebours, cuya meta era sustituir la realidad por el sueño de la realidad. Asi pues, simbolismo más que impresionismo en el delicado e inacabable aliento que se renueva sin cesar a lo largo de un lied que la orquesta retomará rociada por ráfagas de semicorcheas en una lluvia tibia y tranquila, tan sólo momentáneamente acentuada en un clímax disonante. El superpuesto y contradictorio ritmo de vals inocente, infantil y doliente, que aun en régimen binario crea la impresión del ternario, va angustiando al intérprete para mantenerse en esa progresión lenta, en esa larga frase que fluye… “¿Qué fluye?” nos grita Ravel “¿Cómo que fluye? ¡Pero si esa frase la trabajé compás a compás y estuve a punto de fenecer en el intento!” Y es que este artesanal arabesco, de sentida simplicidad, esconde una enorme dificultad en el modelado de su línea cantabile, en la cuidadada acentuación, en la estabilidad del tempo.

El tercer movimiento es un estrepitoso rondó que nos transporta descaradamente al bullicio de una ciudad de la época, con la sugestión de bocinas enloquecidas. Con un solo tempo compulsivamente preciso va incorporando irracionalmente material diverso como una industrializada tocatta, el simulacro de fanfarrias, etc. 

Entre las memorias maternales de un pasado folcklórico y los sueños de su padre inventor de un futuro mecanizado, Ravel erige una máscara para velar su verdad interna. ¿Ingeniero de precisión o lírico apasionado? ¿A quién habremos de creer?
Pasaremos a toda velocidad por las audaces acrobacias de Leonard Bernstein con la Orchestra Philharmonia (EMI & ArtOne, mucho mejor sonido, 1946); la dinámica y radicalmente jazzística Monique Haas con la Sinfonie-Orchester des Nordwestdeutschen Rundfunks dirigida por Hans Schmidt-Isserstedt (DG, 1948), y el Ravel brumoso y mistérico a base de pedal de Vlado Perlemuter, donde Jascha Horenstein conduce una pobre Concerts Colonne Orchestra, perjudicada por una toma sonora cercana en exceso (Vox, 1955).

La leyenda cuenta que Arturo Benedetti Michelangeli fue descendiente directo de San Francisco de Asís, y ejerció de violinista y organista, médico y soldado, aristócrata y monje franciscano, piloto de carreras, esquiador y técnico de pianos. Perfeccionista fanático, su repertorio estaba limitado por años de trabajo obsesivo. Su existencia fue revelada al gran público cuando se graba este disco allá por el año 1957. Mas allá de su absoluto dominio técnico (donde cada nota y cada acorde tienen el peso exacto, sonando naturales aun tan refinadamente calculados) la traducción es introspectiva y concentrada. Incandescente, devastador en los movimientos rápidos (atención a los diáfanos efectos de tracería, como los delicados glissandi en los trinos), su serenamente enigmática y anhelante concepción del adagio ha elevado al altar esta interpretación. Los personales manierismos tales como la anticuada desincronización de las manos (la izquierda siempre ataca antes), el etéreo retraso en todas y cada una de las notas, la iluminación de las frases claves a través de ligerísimas variaciones dinámicas, conjuran un altorelieve de líneas finamente pulimentadas e inacabables gradaciones de sombra incluso aunque añada o retoque alguna nota (si al final del largo trino); a este respecto hay que recordar que Ravel opinaba que “los intérpretes son esclavos de la partitura”. La incorrupta toma sonora (EMI) recoge la sedosa y glacial sonoridad del piano por encima del tejido orquestal (vibrante dirección de Ettore Gracis al frente de la Philharmonia), además de un leve soplido que adorna la mística atmósfera. Acto de fe trascendente e inescrutable, alejado pues del ambiente de humo de Caporal, licor y jazz que ocupaba las madrugadas del compositor.

Samson François o la elegante arrogancia del dandy, enjoyado de rubato arbitrario y genial, impregnado de perfume condescendiente, deriva por esta caprichosa y delicada superficie que oculta una profunda musicalidad y manipula traviesamente tanto la agógica como los matices dinámicos ravelianos, en busca de una errática y volátil inspiración, apoyado en una técnica de pedal pulcra y colorista. François insistió en la elección de André Cluytens para dirigir a la Orchestre de la Société des Concerts du Conservatoire (EMI, 1959), de tenue e íntima presencia (fallones los metales) en la seca y detallada grabación que a veces denuncia reflejos metálicos en el instrumento solista (quizás un problema de colocación del micrófono más que de pulsación del pianista). En la apertura es uno de los pocos directores que mantienen el tempo de manera consistente.

A base de percutividad moderna sin sentimentalismos y huyendo de lo tenue, Martha Argerich y Claudio Abbado grabaron un aguafuerte explosivo de contrastes, por cuyas finas líneas la música está compelida a trazar su movimiento con ímpetu atlético y mordaz sentido de descubrimiento. El pianismo de la argentina es urgente, insolente, desplegando una capacidad de matización inigualable, una audaz intensidad rítmica y una temperamental paleta de colores, abandonándose con malicia adolescente especialmente en las gamas dinámicas inferiores en el adagio central. Argerich, amenazadora por momentos, en otros se enlaza fascinada en febriles posturas con los miembros del viento berlinés, de perfecta entonación en cada una de sus largas notas sostenidas. En el contagioso movimiento final es deliciosamente vívida. Grabación sensacional, con ideal integración entre piano y orquesta, si bien la masa orquestal permanece distante (DG, 1967).

Más cercano en el tiempo sólo descolla la distancia y reserva que impregna(ba a Ravel) a Krystian Zimerman (DG, 1994) en una lectura de relativa simplicidad y ponderación en los sutiles crescendi, de suma elegancia en el rango de colores y en las gradaciones dinámicas, por ejemplo, en la cadenza del primer movimiento la idea general es tocar pianissimo todo el tiempo. Racionaliza el conflicto armónico y evita como anatema tanto la sentimentalidad como los momentos de deliberada vulgaridad. Por su parte, el niño Pierre Boulez crece escuchando los estrenos de la música de Ravel, y son para él música moderna y viva. El adulto recogería la Cleveland Orchestra de manos de George Szell, director allí un cuarto de siglo, donde su espíritu permanece: la disciplina y eficiencia de los solistas de viento se traducen en una excepcional claridad y transparencia formal, la perfecta articulación incluso en el rápido rondó (de pefil sarcástico según Boulez), evitando el balbuceo confuso de otras grabaciones, aunque después de grandes tutti la amplia reveberación empañe el detalle subsiguiente. Un cóctel de champagne helado que casa perfectamente con la sofisticada escritura raveliana.

Poco diferenciadas el resto de grabaciones, destacando el rigor estilístico de Jean-Philippe Collard con la Orchestre National de France dirigida por Lorin Maazel (EMI, 1979); el manierismo a destiempo de Michelangeli y el indolente rubato de François reunidos felizmente por Hélène Grimaud junto a la Baltimore Symphony Orchestra y David Zinman (Erato, 1997); el protagonismo bernsteniano cual hombre-orquesta en una parada circense de Yundi Li acompañado por Seiji Ozawa y la Berliner Philharmoniker (DG, 2007); y la fiesta sin risas que propone Pierre-Laurent Aimard en la reciente grabación de Boulez (DG, 2010).
En una breve entrevista previa al concierto con la Sinfónica de Londres, Sergiu Celibidache comulga con la meticulosidad sepulcral de Arturo Benedetti Michelangeli en esta producción de la BBC grabada en 1982. Aun con su economía de movimientos, su erotismo mórbido y perversidad decadente, los planos de las manos dejan entrever la extrema y saltarina dificultad técnica de la obra.