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Schubert: Symphony no.7 (8) Unfinished

Los dos movimientos de la Sinfonía Inacabadanº 7 en si menor D. 759 (8ª según la catalogación brahmsiana) fueron compuestos por Franz Schubert en 1822; del scherzosolo se conservan veinte compases orquestados y pocos más esbozados. La tradición nos ha enseñado que el resto es tan inadecuado y remoto, tan inferior en calidad, que no nos debe extrañar que Schubert lo abandonara; es posible que su instinto musical le dijera que el mensaje estaba completo. Sin embargo no es concedible (por respeto y por propio interés) una omisión deliberada dado que la partitura manuscrita fue entregada como presente a la Orquesta de Graz. En el terreno puramente estético la obra es un conjunto íntegro en su concepto cíclico, no más inconclusa que los esclavos miguelangelescos. ¿Inacabada? Más bien la mitad de una sinfonía acabada, o quizá Inencontrada (de momento).

Aunque la influencia beethoveniana es plenamente consciente, la Sinfonía nº 7 abre el periodo Romántico por su forma de definir la tonalidad, perturbadora, discontinua, magistral en el tratamiento armónico como exploración existencial de las posibilidades emocionales y musicales, sin precedente en la literatura sinfónica. Las determinaciones comunes, el parentesco de motivos y los compartidos contrastes dinámicos e instrumentales interseccionan los pentagramas creando una sensación de unidad mayúscula.

Los dos movimientos, en métrica ternaria, se articulan en forma sonata con diversos matices:
I Allegro moderato: La exposición (compases 1-109) formula un primer tema bipolar, numinoso o incluso fantasmal, y un segundo folcklórico y soleado; una desgarradora disonancia abre un desarrollo (cc. 110-218) terrorífico, de ferocidad contrapuntística, basado en el pianissimosiniestro de los graves de apertura y que Schubert omite en la tranquila recapitulación (cc. 218-328), para retomarlo en su versión original en la coda concibiendo un arco cíclico ideal (cc. 328-368).
II Andante con moto: La iconoclasta exposición (cc. 1-142) muestra un primer sujeto melodioso (pero con ecos del allegro) y un segundo obsesivo y sincopado (con modulaciones continuas e inestables); incluye, en vez de desarrollo, un nuevo tema como largo puente hacia la recapitulación (cc. 142-267) y expira extáticamente en una coda (cc. 268-312) que parece extraviarse armónicamente y es reflejo perfecto de la melancólica personalidad schubertiana.





Entre 1934 y 1938 Bruno Schlesinger grabó frenéticamente con la Wiener Philharmoniker cuando aún ésta mostraba su idiosincrático sonido Gemütlichkeit, cómodo, oscuro y avellanado. La vibración del juvenil primer tema es termalizada en el segundo, cálido y amplio. En el solemne andante, monumental y nostálgico, se atemperan los contrastes dinámicos y se relajan los ataques; degústense los largos solos en los vientos, casi como corales, sobre celestiales deambuleos armónicos en el segundo grupo modulante de la exposición (cc. 64 y ss.). La flexibilidad rítmica subraya los puentes transicionales como pequeños lieder diseminados por la sinfonía. Los instrumentos asemejan voces llamando a otras voces, quizá Gemeinschaftsfremde ya reeducándose. La clara toma sonora sufre en las frecuencias altas (EMI, 1936).




Atraviesen sin miedo el portal hacia otro mundo: El olvidado magisterio de Willem Mengelberg, con sus satánicas y ensayadísimas libertades de fraseo y tempo, los decimonónicos portamenti en las cuerdas ya en el primer compás, el extremo colorido con que se trazan los temas, goyesco y enojado el primero. Gentil el acompañamiento sincopado del heroico segundo que rehusa transicionar, y abandonado, se autodestruye en un silencio de compás (c. 62). Le sigue un tutti orquestal sorpresivo y de desinhibida brutalidad. El andante con moto es un drama musical motorizado por las furiosas secciones con percusión. La edición debida al hacer artesanal de Hubert Wendel implementa una fenomenal instantánea del concierto del 27.11.1939 a cargo de la Concertgebouworkest, reto a los intérpretes modernos para decir algo nuevo sobre la vieja música. El rango dinámico es limitado pero no así la tímbrica, muy natural.




Ocho registros filosóficos se conservan de Wilhelm Furtwängler, compartiendo la misma órbita espiritual que su Bruckner, verdadero continuador del legado de la Inacabada, anticipando su misticismo y su grandeza gradualmente expuesta. Del concierto en el cavernoso Admiralspalast del 12.12.1944 solo perdura (en buenas condicones técnicas, SWF) el allegro moderato. Como en todos sus documentos de época de guerra Furtwängler transmuta la música en una reflexión personal de su agonía, esculpiendo con impacto visceral. La flexibilidad atmosférica, dinámica y agógica corresponde al desdibujamiento deliberado de los perfiles, un sfumatovago y sugestivo, y emerge como una narración sonora completa, cada detalle justificado en su relevancia en el conjunto. Las oleadas orquestales de la Berliner Philharmoniker no llegan a romper, con las melodías disolviéndose una en la otra, cada sección caracterizada individualmente en su pulso. Los prominentes trombones poseen connotaciones sobrenaturales (abandonando el triunfalismo beethoveniano y regresando a la gravedad mozartiana) y son heraldos de la tragedia y la inminencia de la derrota. Para el andante con moto propongo la versión de 1950 con la Wiener Philharmoniker, delicado y hasta frágil, perfecto a pesar de ser grabación de estudio, y por ello, en palabras del director, falto de la “experiencia colectiva”.




La llegada en 1954 de Karajan a la dirección permanente de la Berliner Philharmoniker rompió la personalísima relación de la orquesta con Hans Knappertsbusch. Sus recreaciones, contemplativas, teutonibelungasy no precisamente infalibles, son extraordinarias. El allegro moderato, iniciado a un ritmo lentísimo, es una endecha doliente, un canto fúnebre de parsimonioso pesimismo (la Eroica viene a las mientes) y una coda cósmica y abstracta. La tornasolada transición desde la exposición al desarrollo rebosa desolación, realzando las dos naturalezas del compositor. En el andante con moto Kna precede con leves dudas las explosiones marciales y desesperadas ff que se van disolviendo en evocaciones pastorales. Sonido fantástico como es habitual en las ediciones de Audite desde las cintas originales a 30 pulgadas por segundo, registrando puntualmente la mala salud bronquial del invierno berlinés: concierto del 30.01.1950, realizado para la retransmisión RIAS (Radio in the American Sector of Berlin).




Thomas Beecham recubre la obra de ligereza mendelssonhniana y gentileza emocional. Atención a la deliciosa frase del segundo sujeto, en la que reduce sorpresivamente la dinámica en la última blanca, y a la áspera tímbrica de los trombones de la Royal Philharmonic Orchestra. Lentitud saturniana (léase holstiana) en el bellísimo andante con moto, donde cada frase respira con imaginación, sonriendo con sutileza. Becham se abstiene de regir férreamente el ritmo, y esta sencillez, este laissez faire et laissez passer, le monde va de lui même, permite que las piezas encuentren por sí solas su lugar exacto. El sonido monofónico es casi panorámico en su realismo (Sony, 1951).
La Inacabada era una obra especial para Otto Klemperer, que respondía muy bien a su característico subrayado de los vientos, y que registró nada menos que en nueve ocasiones. Elegiremos aquí la claridad y transparencia de la Philharmonia Orchestra (EMI, 1963) y que ostenta no solo el mejor sonido, abundante pero luminoso, sino un dinamismo y una vitalidad perdidos en grabaciones posteriores. La simplicidad prodigiosa de Klemperer restringe deliberadamente a una expresividad discreta la exposición de los temas para extraer posteriormente todo su dramatismo en el desarrollo. Andante con moto resignado, austero, sólido, sin lugar a contemplaciones líricas. Un Schubert único, descarnado, inexorable y lógico, con peso y consecuencia, comprendido como un Beethoven incapaz de desarrollar. A pesar de la concepción unitaria, el resalte de determinados detalles instrumentales es una técnica que Klemperer derivaba directamente de su aprendizaje conductorial con Mahler.



Kleiber hace de esta interpretación, ligera de tacto y de tempi, su catarsis personal, con pesadillas e histerias tchaikovskivianas de principio a fin: Inicio susurrado, segundo tema onírico, tensión explosiva en las aceradas figuraciones con puntillo en el desarrollo del allegro (cc. 184 y ss.), punteado por agresivos acordes y un sforzando urgente y beethoveniano. Dolor, aullidos y suspiros de la mano, fervor, amplias variaciones de latido. Los cualidad de los ataques determinada por las indicaciones dinámicas de la partitura. Escasa de rima pero abundante en (psico)drama. La Wiener Philharmoniker (DG, 1978) se pliega nerviosa y febril a las exigencias onanistas de Carlos (but not at the table, please).




Giuseppe Sinopoli reinventó en 1983 la Inacabada como música funérea, plañidera, llena de duelo y lamentación, y cuya atmósfera agitada amenaza a cada instante con la catástrofe. El libreto ofrece un curioso ensayo psicoanalítico donde Sinopoli escribe que las melodías (sueños de naturaleza efímera) flotan sobre los obsesivos pizzicati (la memoria), estabilizadas en forma sonata pero excluidas de cualquier plan arquitectónico. Estas capas de conciencia entre sueño y despertar se despliegan sonoramente en las variaciones, a veces extremas, de ritmo (como en el segundo tema); en cada detalle expresivo navegando por lentos meandros, como el peculiar ascenso de los violines desde el abismo, ajeno a las marcas dinámicas de la partitura (cc. 122). Un viaje desde la oscuridad atormentada a la esperanza luminosa que propone la coda final, toda ella un maravilloso rallentando. La belleza y equilibrio de texturas (la restricción de metales, el empuje de timbales) de la Philharmonia Orchestra refrenda la genialidad del enfoque (Deutsche Grammophon).




La palabra es suavidad: de los ataques, sin un solo sforzando, de las inigualables transiciones dinámicas, del fraseo preciosista en los primeros compases de los violines, de la cremosidad tímbrica de los metales, de la corriente legato que dicta la estructura en un arco cantabilede principio a fin. El control respiratorio y dinámico de los solistas permite su aparición de la nada: escúchese cómo se resuelve el mágico momento en que el oboe cede el tema al clarinete mutando repentinamente a mayor (recapitulación antes de la coda conclusiva, cc. 225 y ss.). A la manera klemperiana los temas se muestran en principio apocados para permitir un crecimiento wagneriano de la tensión interior del movimiento. Sergiu Celibidache, Münchner Philharmoniker (MPhil, 1985).




Para Roger Norrington “el allegro suena glorioso tocado como un adagio, pero no tiene ningún sentido” (y así afea, sin nombrarlas, lecturas gloriosamente maduras como las de Walter o Bernstein). The London Classical Players (EMI, 1990) emplean un fraseo clasicista, notas cortas al final de las frases, nulo vibrato, atriles de graves sin el menor sentido ominoso. El sentido rítmico observado atlético, imperturbado e imperturbable. La coda final nada onírica o misteriosa, tratada como una transición al… inexistente tercer movimiento. Cuando el champagneestá tan frío congela la sonrisa. Trivial.




La lectura de Frans Brüggen observa más allá de los símbolos escritos y es iluminada por un elegante helenismo en el que la corriente agógica vagabundea por románticas variaciones de tempi, inflexiones etéreas, y teatrales y retóricos titubeos. Otras consideraciones observadas implican la percusión prominente y diferenciada, o la prolongación de las notas antes de afrontar una nueva clave. Las cruciales maderas flotan sobre las numerosas cuerdas de la Orchestra of the Eighteenth Century, construyendo lentamente la tensión en el desarrollo del allegro, una oscuridad gótica que encaja perfectamente con la literatura contemporánea (Frankenstein, Sleepy Hollow). Como es habitual en las grabaciones caseras de Brüggen, la toma sonora en vivo adolece de transparencia y compresión dinámica (Decca, 1995), pero al menos no sufre de intervenciones no deseadas de la audiencia.

Günter Wand maneja con mano experta las transiciones como áreas de metamorfosis entre dos ideas de distinta naturaleza: como el ritardandoanterior al pavoroso descenso a do mayor en los metales al comienzo del desarrollo en el allegro, incrementado la tensión del eventual ascenso desde los abismales bajos y subrayando la nueva fase del drama. O el pausado ralentizamiento del puente desde el c. 38 donde el sujeto en los vientos se desvanece mientras las violas surgen de la niebla. O ya en el andante el retorno del primer tema en la recapitulación (cc. 144 y ss.) como la concesión de una bendición. O, en fin, el comienzo de la coda (cc. 268 y ss.) donde comienza el pizzicato descendente y el pianissimo acorde sostenido en los vientos recuerda un espectro de un pasado angustioso. NDR Sinfonieorchester en concierto recogido en video para TDK en 2001.

Alejado de cualquier intención historicista, Nikolaus Harnoncourt logra una interpretación apoteósica de la Berliner Philharmoniker en todo su esplendor brahmsiano (24.19.15.13), concediendo a los graves mayor peso de lo habitual, con un desarrollo amenazante, coronado por metales poseidos o acaso endemoniados. Ya en la recapitulación el cuasi silencio de fermata (c. 280), estirado al límite, prepara para las emociones de la coda, o mejor, de las ingentes codas, en la segunda los primeros violines morendo mahlerianamente. Fraseo, pulso y ritmo son enroscados por Harnoncourt, descartando la naturalidad y la ambiguedad de la escritura original, y engendrando un Schubert futurista y visionario con arritmias mahlerianas en el allegro moderato y oleajes impresionistas en los momentos más relajados. Grabado en concierto en la propia Philharmonie sin ningún ruido de audiencia (BP, 2004). En la versión que realizó con el Royal Concertgebouw Orchestra (Teldec, 1992) prevalecen los tintes clasicistas, con unos tempi menos prolongados.




Thomas Dausgaard desromantiza el concepto schubertiano haciendo algo tan básico como respetar las marcaciones de tempi de los movimientos; de ese modo el allegro moderato se antoja volcánico y febril por contraste, y el andante con moto se despliega sinuoso. La Swedish Chamber Orchestra (BIS, 2006) no cuenta con pretensiones historicistas más alla del reducido vibrato y la disposición antifonal de las cuerdas, que se antojan un telón de fondo para el festival del delicado juego de maderas y los irreverentes metales, cuya rápida articulación es un desafío virtuoso, y que en algún momento se ve comprometido. En el c. 109 (y en el c. 327) Schubert marca un pedal tónico en si mayor en el segundo fagot y primera trompa bajo el acorde dominante que evoca el fin del desarrollo de la Eroica; en algunas ediciones pretéritas esta disonancia está anulada. Dausgaard no se atreve a tanto pero sí que rebaja púdicamente su crudeza. Si bien el lirismo expresivo del segundo tema (o más bien el lirismo asociado a él tradicionalmente) se reduce a lo anémico, quizá el mayor problema venga de la rigidez rítmica de los compases que puede resultar en conjunto uniforme y mecánica.




Les Musiciens du Louvre Grenoble han sido consagrados por Marc Minkowski con un sonido de carácter inquisitivo sin llegar a ser (o querer ser) confrontacional: protagonistas las severas cuerdas (12.10.7.7) mientras los espectrales vientos las circundan buscando fisuras por las que penetrar. Los timbres del período dan a las maderas un tono más ronco y tenue, y los metales de pabellón estrecho añaden profusión de color. La resplandeciente grabación en vivo en la Vienna Konzerthaus (Naïve, 2012) transparenta la línea contrapuntística en fusas (andante con moto, cc. 103-110, en segundos violines antifonales, violas y oboes) de influencia explícitamente beethoveniana (en concreto, su 2ª Sinfonía). El par de movimientos se conciben como un reflejo especular que subraya el clasicismo de los ritmos petulantes e insolentes.




Se han propuesto diversos intentos de reconstrucción del resto de la sinfonía, algunos llegando a utilizar redes neuronales profundas. Tradicionalmente la más utilizada es debida al compositor Brian Newbould, que completó, armonizó y orquestó el esbozo pianístico del desafiante scherzo, y utilizó como último movimiento el extendido entreacto de Rosamunde, también en si menor, con forma sonata, instrumentación pareja y con relaciones temáticas a los movimientos conservados, que se cree fue reciclado por Schubert con tal fin a principios de 1823 para un encargo remunerado económicamente y que además le abriría (teóricamente) las puertas de los más prestigiosos teatros vieneses (cosa que no ocurrió). 
Pasando rápidamente por la superficialidad interpretativa de Neville Marriner (Academy of St. Martin in the Fields, Phillips, 1983), tampoco Charles Mackerras va más allá de comunicar una precisa presentación de la partitura, moderada en escala, con el detallismo y ligereza textural de los instrumentos originales de la Orchestra of the Age of Enlightenment (Virgin, 1990), especialmente en la sección trio del scherzo, donde los vientos aportan frescura; los cambios abruptos de tempo en el último movimiento son explicados por Mackerras mediante el mantra “mi director favorito es Furtwängler”. Yo no alcanzo a ver por ningún lado la tragedia. Demasiado boxeo y escasa poesía.


De mayor sofisticación es la intervencionista solución de Mario Venzago (Sony, 2016) para dar coherencia a la sinfonía: En primer lugar rescata diverso material incidental de Rosamunde creando dos diferenciados tríos para el scherzo, y en segundo lugar (para el movimiento conclusivo) restaura los requerimientos formales de un rondó finale: para ello introduce la frase ascendente introductoria del entreacto dos veces durante el movimiento, en la exposición y en el desarrollo. Muy rápido (su modelo es la Eroica) el Allegro moderato (con los primeros compases –el primer sujeto en cellos y bajos al unísono, que Venzago también convoca justo antes de la coda en el movimiento final– a la misma velocidad que el resto del movimiento, algo poco común), diferenciándolo del siguiente. El concepto del andante con moto es fluido pero teatral, enfatizando su fragilidad episódica, con los pizzicati verdaderamente pulsantes en nerviosa agitación (contrastando con el anodino scherzo). La sucinta nómina de las empastadas cuerdas de la Kammerorchester Basel (7.6.4.4) nos acerca a la ligereza haydiniana de sus primeras sinfonías sin renunciar a dinámicas enérgicas. Sobresaliente toma sonora, en concierto, con los planos sonoros palpables.





Una nueva reconstrucción se añade a las comentadas. Realizada por Nicola Samale y Benjamin-Gunnar Cohrs, completando con un breve (y escuálido) trío el scherzo y asumiendo el entreacto primero de Rosamunde como movimiento final para la sinfonía. La urdimbre parece añorar un carácter pastoral para la música, reduciendo al mínimo los contrastes entre movimientos: texturas ligeras con inocentes maderas y funestos metales. Stefan Gottfried comanda la primera grabación de este Concentus Musicus Wien post-Harnoncourt, para la cual se han seleccionado 26 miembros estupendamente grabados con gran impacto dinámico (Aparté, 2018).


Beethoven: Symphonie no. 7

Formalmente conservadora (aunque el desarrollo armónico estremece la estructura, racionalizando su inestabilidad), indiscutiblemente abstracta (con sonidos autónomos del sentido narrativo), festiva sin duda, el emblema primordial de la 7ª Sinfonía (1812) de Beethoven es el ritmo, subordinándose cualquier otro factor en esta inmensa maquinaria de ingeniería musical de bloques sonoros interconectados.

1 El Poco sostenuto–Vivace se abre con una mayestática introducción (cc. 1-62) que, a base de ambiguos acordes y corcheas ligadas siembra el germen rítmico, melódico, armónico e instrumental no sólo del allegro vivaceal que preludia, sino también de la sinfonía por entero. La modesta pero efectiva transición se condensa en un tema cuya imprompta telegráfica permea en forma de ostinato al resto del movimiento, desarrollándose y progresando en tonalidad, tratamiento y orquestación en una iconoclasta sonata de palpitante pulso procesionario.

2 Allegretto. De acuerdo a los libros de conversación de Beethoven éste utilizaba en sus diálogos cotidianos la métrica de la poesía clásica tales como hexámetro, pentámetro yámbico, dáctilo o espondeo. Precisamente en estos dos últimos está basado el ritmo del allegretto: una sucesión repetida e imperturbable de una negra, dos corcheas y dos negras, un ritmo ceremonialy obsesivo al que se subyugan las melodías, oscilando incesantesentre mayor y menor. Un simétrico acorde de armonía irresoluta parece el único modo de concluir dejando al oyente en suspense y ensoñación del misterioso canto susurrado, que solo aparece lento por el contraste a sus vecinos.

3 El lúdico Presto–Assai meno presto se propulsa mediante veloces y jocosas secciones, variando sin cesar dinámica y textura. El trio se inserta en dos ocasiones (cc. 153-240 y cc. 413-500) y en dos tonalidades diferentes; todavía centro de la sinfonía, posee un carácter estático por sus extendidas y resonantes notas pedal en la mayor.

4 El Allegro con brio es una saturnalia volcánica en sus elementos desencadenados, la violencia de los timbales napoleónicos, la persecución en bacanal de los instrumentos y la consiguiente rotación de frases entre secciones, la dionisiacacomplejidad de los ritmos: un sujeto martilleante y maniaco acentuado en el pulso natural, acompañado de sforzandien el tercer pulso (en metales y percusión) y cuarto pulso (en maderas) todo ello cohesionado con reminiscencias de temas secundarios de los movimientos previos. Y a pesar de la insistente sincopación y la vertiginosainercia muscular no deja de desprender un hálito (intoxicado) de danza haydiniana.


Superada la obsesión de la urgencia sobre el contenido, la Sinfonía en la representa la coronación de la habilidad técnica, de la disciplina inventiva, del impulso luminoso de la creatividad en sí misma. Con este alborozo de ritmos Beethoven ha aceptado la lucha y la decepción como parte de su vida y ha aprendido a disfrutar el triunfo sobre ellos.






Nota previa: En aras de la claridad los directores reseñados en anteriores entregas no tendrán cabida en esta homilía de carácter cíclico. Naturalmente que sus versiones son tan extraordinarias como las que se citan a continuación.

La ilustre devoción a la bebida de Franz Konwitschny (en la previa de un concierto se le computó la ingesta de 6 botellas de champagne) le valió el sobrenombre de Konwhiskey entre los profesores de la Leipzig Gewandhausorchester (había sido su director musical desde 1949 y su nivel de comunicación con la orquesta rivalizaba aquellas de Szell y Cleveland o Karajan y Berlín); ya en el podium, obviamente relajado y espontáneo, utilizaba una batida expansiva e imprecisa, pero que conseguía un reflejo sonoro categórico, conciso y cartesiano. Dicha orquesta ostenta una sostenida tradición beethoveniana como demuestra que ya en la temporada 1825-1826 la Gewandhaus ejecutó la première del ciclo completo de sus sinfonías. Sus características aristas de obsidiana incluyen masivas aunque flexibles cuerdas, metales abrasivos y unas heterogéneas maderas con un timbre oriental muy definido. Debido a tal colorido individualizado, la textura orquestal nunca torna homogéneamente aburrida.
El tempo klemperiano del primer movimiento no corresponde a la marca vivace de la partitura, pero Konwitschny energiza la excitación al borde del desboque; la estructura se remarca por el escrupuloso (y desacostumbrado en su época) respeto a las repeticiones.En el pasaje que comienza en el c. 142 (cuerdas en pianissimo, con interjecciones alternas de oboe y bajos) el ritmo es retenido con tal desafuero que parece que los bajos nunca conseguirán retomar su pleno impulso.
En el orgánico allegretto destaca su rústica concepción, con las semicorcheas martilleadas sin piedad en las cuerdas mientras las maderas reexponen el tema de apertura marcado piano y dolce (c. 150 y ss.); la sección fugada (estipulada pp, cc. 183-210) raya en lo inquietante.
Ya en el scherzo resalta el bohemio swing de los compases blanca-negra; en el trio la tensión es mantenida por el preciso control rítmico de las corcheas finales en cada compás (y que a menudo se dejan de lado). La nota pedal de la pareja de trompas en su sección central (c. 186 y ss.) semeja un auténtico mugido animal.
Radiante finale, de fraseo rítmico especiado por ataques persistentes en los principales acentos. El efecto se dilata por la repetición de la exposición que genera tempranamente una enorme agitación que se liberará en la apoteosis final.
Ejemplo paradigmático del Beethoven poderoso de la vieja (que no difunta) escuela germánica de Weingartner: grandeza dramática y soberbia crudeza instrumental. La toma sonora omni-dimensional envuelve la pasmosa y colérica amplitud dinámica en un leve manto de soplido de fondo (Edel, 1959).






Las míticas grabaciones de estudio de Carlos Kleiber solo se ven superadas por aquellas otras procedentes de sus escasos conciertos, donde poseído de un vigor prometeico representa el Teatro sinfónico: un espectáculo febril y exaltado, conjugando la insalubre precisión szelliana por la atención rapsódica con la visión arquitectónica (hay que hacer constar la omisión de las repeticiones en las exposiciones de los movimientos extremos).
La Bayerisches Staatsorchester aporta su extraordinaria intensidad, corporativa e individualmente: Magnífica contribución de los timbales, claridad pictórica de las maderas. El incomprensible pero hay que ponerlo en la situación de los violines (todos a la izquierda, snif), lo que disminuye su incandescente impacto.
Ya el arranque se presenta atléticamente cantelliniano, con el idiosincrático acorde de apertura no al unísono, sino desplegándose como una cortina operística. La refulgente transición al vivace 6/8 quizá peca de neutralidad apolínea, contrastando con la persistente acentuación, vibrante y fogosa, que nos conduce sin aliento al pasaje en secuencia del desarrollo, desenfrenadamente tchaikovskiniano en metales y cuerdas (cc. 201-219). Justo después de la fermata en el tutti(c. 300) oboe y cuerdas malogran el alarmante quebranto al do mayor. Demoniacos los accelerandi y rallentandi, por ejemplo en los cc. 319-322; dicho lo cual, el movimiento posee la inercia de una locomotora Big Boy.
Sentido y sensibilidad en el escénico allegretto, de articulación tensa, alerta y expresiva; el pulso a la breve inhibe el perfil lírico, transmutando el carácter sombrío y oscuro del contratema en violas y celli (c. 27 y ss.) a otro elegante y distanciado (y con las notas de adorno minimizadas, gentlemanlike). Desmesurado el crescendo (c. 51 y ss.) desde los delicados pianissimi empleados en el comienzo. Finaliza con un coqueto (y controvertido) pizzicato, emulando a su padre (en otra lectura legendaria sobre la cual se modela ésta, aspecto nada extraño teniendo en cuenta que Carlos utilizaba las partituras anotadas de Erich), que en una temprana investigación sobre el manuscrito descubrió que la marca a lápiz “arco” era una aportación posterior apócrifa.
El scherzo galopa irrefrenable: en los cc. 203-210 (y en cc. 463-470) estridula una figura introducida por las trompas a la que se añaden las maderas con una trayectoria que cada dos compases adquiere sabor de síncopas. Nadie las destaca demasiado, pero su sentido no le pasa por alto a Kleiber, que incluso parece acentuarlo más de lo necesario para que sea advertido como tal; y es importante porque el afán que se genera en estos 7 compases está compensado enseguida por la explosión en fortissimo. El trio se emplea para descansar la montura: poco expresivo, sin matizar como prescribe la partitura la línea del violín.
El tempo del finale difiere del de su padre (lento, ya que clamaba que la melodía es una danza austriaca folcklórica y debería ser tratada como tal). La pérdida de tensión cuando las maderas toman el saltarín segundo sujeto, Carlos la justificaba otorgando mayor relieve a la ininterrumpida línea de los violonchelos en ese momento (c. 363 y ss.) que marcan con insistencia el subrayado rítmico de la secuencia, una de las grandes genialidades de esta sinfonía; paulatinamente las coloridas trompas van ganando posiciones hacia el frente hasta que destellan incontenibles entre el lienzo general en el tornado de la coda, hasta el pleonasmo de la frase final donde se aúnan a la aceleración de los compases finales.
Orfeo ha editado este único concierto del 3 de mayo de 1982 (sin tomas complementarias que oculten los ocasionales ruidos, y de acústica poco resonante ya que el hall está lleno de público) con fantástico sonido, saturado de color, amplio, inmediato y muy detallado.Para aquellos que requieran los violines antifonales la grabación previa para DG (1976) se recomienda sola, eso sí, sacrificando romance por disciplina y velocidad.





La referencia conceptual de Daniel Barenboim es por supuesto la de Furtwängler (al que vio interpretar la obra siendo un niño): es decir, ajustar continuamente el tempoen aras de suscitar el drama y elucidar la estructura, sintiéndose depositario de la gran tradición wagneriana, de gran formato a la antigua, cantabile ma non danzabile. El instrumento cómplice de ese pasado es la Staatskapelle Berliner, una de las pocas orquestas que mantiene su rasgo personal derivado de la raigambre local: de sonido rotundo, avasallador, de barniz oscuro en las maderas, de contundente vibrato en las cuerdas que nunca sacrifica al resto de atriles. Los flexibles tempi decimonónicos, el interrumpido legato sobre las largas frases amenazantes, las transiciones y las pausas fueron ensayados a lo largo de tres años de conciertos previos.
Introducción fantasiosa, con la frase primera del Poco sostenuto muy lenta; dando arreones en las frases pares Barenboim hace crecer el sentido de anticipación, exigiendo la liberación que llega al cabo en el vivace. El final del grupo primario de la recapitulación (a partir del c. 287 hasta la transición c. 301) se desliza en un accelerandi desenfrenado.
Arranca elallegretto tan pausado (56 pulsos en vez de 76) que semeja un solemne, celibidachiano andante, dramática y densa reflexión musical, arisca batalla de claroscuros, interpretando con cuidado maternal cada compás por su relevancia armónica, con una profundidad grave y profunda que sin perder la tensión hace fluir la música. Cuando la voz de violas y chelos (c. 29-50) se escucha tan nítida como el procesional de los segundos violines en tenuto, parece que va a jugar la baza de la claridad frente al tempo de la tradición, pero la ilusión es momentánea: el contracanto desaparece del mapa sonoro con la entrada de los primeros violines (a partir del c. 51), pese a que los Kleiber nos han enseñado que es justo y necesario que dicha voz se siga oyendo. Misteriosa el aura de tragedia, con los pianissimi palpablemente graduados y la sinuosa línea de los celli emergiendo del inferno como en la cuarta cantata bachiana, a sólo un paso del contrapunto de La muerte y la doncella.
A un scherzopoco jaranero, walkirizado, sin nada de ligereza mendelssohniana, le sigue un abrasivo finale que comienza apresuradamente, las cuerdas articulando un tanto confusas (c. 5 y ss.); esta veladura de los dibujos, intencionada o no, permite que el desesperado impulso rítmico de los vientos irrumpa en las texturas.
En suma, Barenboim descarta el aroma dieciochesco y regala una experiencia beethoveniana inigualable en el panorama actual. Lástima la entubada toma sonora, como si estuviéramos sentados en la última fila de la sala de conciertos. Las maderas graves aparecen nubladas y los vitales violines antifonales solo se perciben en contadas ocasiones. La ausencia de dinámicas extremas hace sospechar de una manipulación artificial en busca de una doméstica zona media (Teldec, 1999). La solución alternativa es decantarse por la lectura con la West-Eastern Divan Orchestra (Decca, 2011), de similar concepto interpretativo y superior toma sonora.





Charles Mackerras amalgama la inspiración historicista de base (detalles de articulación, fraseo y dinámicas gracias al reducido tamaño de la Scottish Chamber Orchestra: tímbricas chispeantes -prominentes metales y tormentosa percusión- y diáfanas texturas -discreto uso del vibrato-) con leves y tímidos asentimientos a la tradición interpretativa que subrayan los momentos dramáticos, como el rallentandoen los acordes conclusivos de los movimientos, aunque evitando la pomposidad del pasado.
El dinámico allegroinicial mantiene un pulso ligeramente más lento de lo propuesto por el autor, pero esto propicia un carácter enfático y poderoso de los insistentes acordes que jalonan el progreso del movimiento. Hay que reseñar la frescura del solo de flauta anterior a la entrada del tema principal (c. 68 y ss.) así como la notoria importancia de las cuerdas en la tesitura media en el segundo sujeto de la exposición (cc. 89-108).
La severa presencia de los contrabajos en las tempranas declaraciones del tema (c. 3 y ss.) proporciona una desmesurada urgencia vital (Mackerras presumiendo de sus 80 joviales años: I can’t get no) al crescendoinicial del allegretto. También emocional si la música lo requiere: cuando las maderas roban el aliento en el pasaje marcado dolce en la sección en la mayor (c. 101 y ss.), como suave consolación después del lamento de la procesión funérea, lo hacen con una gentileza mágica negada a otras lecturas más energéticas y rigurosas. Solución intermedia al pizzicatofinal, usando el arco sólo en el último compás. Su ritmo profetiza el entusiasmo cinético del scherzo, donde, en busca de un mayor equilibrio estructural omite la repetición de la segunda parte del trio.
El finalees un modelo de control: intenso, bravo, siempre internamente equilibrado. Colorido abundante por la inclusión de un armónico contrafagot (ya que Beethoven dispuso de uno el día del estreno) en la coda.
Toma sonora cercana y focalizada, sin ruido de la audiencia (la grabación se realizó principalmente en los ensayos del Festival de Edimburgo en 2006), sin excesiva amplitud espacial o dinámica (Hyperion).





El movimiento historicista alcanza su culmen y adquiere un significado autónomo con lecturas como la siguiente: aparte de los timbres afilados y las texturas ásperas (recogidos de manera asombrosa en la grabación), la impronta radical viene en el carácter de Emanuell Krivine y en su atención a la sutil acentuación de cada compás, la flexibilidad del fraseo, la danza de contrastes exageradísimos.
Ya en los abruptos acordes de apertura sentimos la tensión que irá creciendo en el paso fluido. Las cuerdas (de vibrato escaso pero no inexistente) jamás fueron advertidas así en los sujetos de la exposición, al menos con esa rugiente presencia. Cuando Krivine prepara un clímax relaja el tempo (mínimamente) para acentuar el consiguiente crescendocon un toque de accelerando, como en el callado pasaje en la transición anterior a la coda (c. 300 y ss.). El fabuloso gruñido ostinato de los graves en la coda (nunca capturado de manera más elocuente -cc. 401-423-) sugiere los comentarios sobre la locura del compositor que hizo su colega Weber: “Con esta sinfonía, Beethoven declara estar listo para el hospital psiquiátrico. ¿He dicho ya que la toma sonora es sensacional?
La planimetría del párrafo inicial del allegretto nos advierte de su solemnidad ascética, demacrada a pesar del vigoroso tempo, que atesora instantes de sublime poesía como en el pianissimo del c. 43, aunque sin permitir la complacencia en los tramos en clave mayor. Calidez y elocuencia de los segundos violines cuando su unión con los primeros permite la plenitud de las texturas (c. 51). El etéreo fugado (cc. 183-210) se prolonga en unas nostálgicas maderas que doblan y se imponen en los compases siguientes.
Irrepresable prestodentro de su delicadeza. Krivine integra la llamativa sonoridad en la estructura, como en el airoso trio, construido sobre la nota pedal de la mayor, sostenida primero por los violines (c. 153 y ss.) y después en la culminación por unas trompetas que inundan el tejido sonoro (c. 211 y ss.).
Finale embriagador, de furiosa aportación del percusionista y abandono antifonal en la coda de un modo que la partitura parece exigir a grandes voces.
La toma sonora, recogida en concierto, deslumbra con una presencia anonadante, la espacialidad panorámica de los atriles de La Chambre Philharmonique, la minuciosidad del colorido en las maderas (Naïve, 2009). Y lleva al inconfesable convencimiento de que ésta es la manera en que la sinfonía debería sonar. Háganse cuanto antes con este disco maravilloso.






Nota final: Los veinte directores citados en esta serie beethoveniana parecerán pocos a los lectores aventajados. La lista podría ampliarse con otras interpretaciones que irremediable e indefendiblemente han quedado fuera. Para ellos propongo una serie de curiosas parejas de baile (o de cuadrilátero): Mengelberg-Norrington, Scherchen-Giulini, Reiner-Brüggen, Jochum-Abbado, pero el Beethoven perfecto siempre permanecerá un sueño lejano: lo que cuenta es la huida y no donde ir.


Sabido es que la extenuante planificación de los ensayos de Carlos Kleiber permitía luego en el concierto el gesto de aparente y jubilosa improvisación, de dominio hipnótico a base de gestos mínimos y gentiles. Aquí le tenemos conduciendo la Concertgebouw Orchestra de Amsterdam (Unitel DVD Rip, 1983) en lujosa pero externa pulcritud unánime del fraseo, ferviente pero premeditada, abrasadora pero nada espontánea.


Beethoven: Symphonie no. 3 Eroica

Uno de los fenómenos más portentosos en la Historia de la Música fue la primera representación pública de la Eroica el 7 de abril de 1805. Desde entonces sus méritos intrínsecos se han nublado por las capas y capas de especulaciones y leyendas banales que han rodeado la obra: ¿Fue dedicada a Napoleón? ¿Si así fue, la dedicatoria fue sincera o irónica?
Pero, ¿a quién le importa?
Lo realmente fundamental es que, desde el primer compás, innovaciones desintegradoras del orden musical clasicista retan a la audiencia: rasgan el silencio, coléricos, los acordes de tónica, y sin pausa, adusto, dominante, áspero, se eleva el primer sujeto, colisionando en do♯ ya en el séptimo compás, corazón emocional de la obra y del que derivan todos los temas de este primer movimiento. Tres veces este motivo es expuesto, cada vez con una conclusión diferente, y cada vez con una misteriosa y revolucionaria progresión armónica. Audazmente heroico en escala y estatura el desarrollo de este Allegro con brio excede cualquier otro empeño sinfónico realizado hasta la fecha.
El tema de la Marcia funebre es una amplia melodía diatónica en dos secciones (cada parte tocada por las cuerdas primero, y después por los vientos). El movimiento progresa como un gigantesco rondó, el sujeto principal recurrente en alternacia con dos edisodios contrastados: el primero (c. 69) es un brillante trío en do mayor que conduce en dos ocasiones a un clímax triunfante. La aflicción retorna (c. 105) para colapsar en el segundo episodio, una monumental y solemne doble fuga (cc. 114-150) que, tras un tumultoso frenesí, conduce a un reconfortante pasaje para cuerdas tras el que aguardan sin perdón los duelos y quebrantos (cc. 210-246).
El scherzo bulle en ritmos staccato y febriles síncopas (cc. 1-169). El trio, una verdadera escena cinegética, fanfarria para tres trompas (cc. 170-264). Tras la (variada) repetición del scherzo, la coda se ve amenazada por los enigmáticos timbales (cc. 265-452).
Tras la explosiva introducción, el pizzicato y su reflejo en los vientos desvelan el sujeto que articula el gigantesco finale en un conjunto de variaciones, caleidoscópicamente expandidas y armonizadas, y cuyo clímax se propone en un contrastante tempo andante (cc.350-432). El presto final vuela como una flecha, excitante y virtuosístico en extremo.
En suma, una confesión, un autorretrato rebelde, arrogante, genial e iconoclasta que homenajea la individualidad y el concepto heroico como ideal clásico del ser humano.





Para Wilhelm Furtwängler las sinfonías beethovenianas no sólo eran la base de la cultura occidental, sino que además las convirtió en el núcleo de su pensamiento, su convicción e intenciones musicales en general. En consecuencia, las infinitamente cambiantes proposiciones en la articulación de la textura y el ritmo son la consecuencia de su reelaboración personal a partir de un detallado análisis estructural (poético y adivinador) del proceso mental del compositor. Aunque cualquiera de sus recreaciones posee una inmensa nobleza, en este registro en vivo en pleno desgarro del germanismo (Viena, 19 y 20 de Diciembre de 1944) la obra emerge viva, creciente, respirando cada detalle, conduciendo cada contraste a su extremo, en dinámica y en tempi. El cálido fraseo, siempre subordinado a la estructura del conjunto de la obra, se sostiene en la vertical armónica determinante en la dialéctica tensión-distensión.
En el primer movimiento ya prende el fuego prometeico sobre la tea lírica, donde el segundo sujeto (c. 83 y ss.) sopla a ráfagas huracanadas, los ataques sucediéndose al borde del caos amenazante, los crescendi siempre sustentados en la densa línea de los bajos. El clímax de la segunda sección del desarrollo resiste sforzandi alla maniera di Commendatore (cc. 264 y ss.), mientras que a partir del c. 288 el meditado y lírico tema se sumerje en los obóes y se eleva en los violonchelos en mareas independientes.
La devastadora Marcia funebre comienza muy pausadamente alcanzando el tempo base solo a partir del c. 6: Intenso e intuitivo el modo en que Furtwängler gesta con efectivas transiciones cada episodio dramático sucesivo. Veamos varios ejemplos: después de la lentísima transición del c. 69, va acelerando hasta que la fanfarria en la trompeta recupera el latido base en el c. 76; o en la aliviada preparación al retorno a menor (cc. 101-105); o como adopta el tempo prescrito por la partitura en el fugato (cc. 114-150, resaltando con naturalidad la audacia y riqueza de los ritmos, la complejidad de las capas de texturas bachianas, donde el aniquilador lamento de la trompa asume una terribilitá miguelangelesca), yace entonces y compensa conjugando un pulso más rápido para el furioso fortissimo de los metales (c. 160) que conduce a una catástrofe que salpica armonías doloridas; tras la lenta recapitulación en los primeros violines (c. 181), adopta un ritmo más vivo hasta la sección conclusiva (c. 209), donde, desde el staccato en las cuerdas apacigua el tempo: desde el c. 228 en relación insólitamente dupla.
En el scherzo sólo ralentiza en la sección trio, introduciendo la duda y la inquietud, y cierra el movimiento con una falsa alegría, adoptando en las secciones exteriores prácticamente el tempo prescrito por Beethoven.
En el finale el foco retorna al recuerdo de la impulsiva y ciclónica marcia. Tras el lento tema (cc. 12 y ss.), las vigorosas variaciones se engarzan sin costuras: el tempo va acelerando hasta casi alcanzar la marcación beethoveniana entre los cc. 119-256, pausa sobre el tema en do mayor del violín (c. 259 y ss.) y acelera fuertemente desde la entrada de la trompa (c. 316). La lírica octava variación (cc. 350-432), muy poco andante, donde el oboe conjura un excepcional carácter de reposo, contrasta con la incontrolable coda (cc. 433 y ss.), radiante de un desesperado y falso optimismo shostakovichiano.
Mención especial al carácter de las dinámicas tanto pianissimo (que en Furtwängler equivale a decir misterioso) como las marcaciones fortissimo llevadas al límite en los martillentes acordes del primer movimiento, los metales en el segundo o en el andante final.
Su fe en la Música como fuerza moral que impele a los oyentes (“El mensaje que Beethoven transmitió a la humanidad nunca ha sido más urgente que hoy”), expone en esta partitura toda su peligrosidad, su confrontación, su carácter de reto hostil. Una experiencia catártica e inigualada en esta percepción personal e inquebrantable del concepto primigenio beethoveniano.
Un último apunte técnico sobre la curiosa toma sonora: la señal de un micrófono sobre el podium y tres más al fondo de la sala (para la reverberación) se envió vía telefónica desde Viena a los estudios de Radio Berlín donde fue grabada en carrete abierto (MagnetofonKonzert) a unos asombrosos 77 cm por segundo. En las ediciones más antiguas de este concierto (Urania, Melodiya) la afinación se deslizaba casi un semitono debido al incorrecto procesamiento de la cinta original: de ahí la acentuación de atmósfera incandescente. El documento recupera en esta última reedición en SACD por Tahra toda la coherencia y solidez en los graves sin menguar el relieve y el brillo de la Wiener Philharmoniker (lo que penaliza el reciente intento de Orfeo). Para los adictos a Furt propongo asimismo la traducción con la Berliner Philharmoniker (Audite, 1952) otra absoluta cima de la interpretación musical, donde a pesar del enfoque en los aspectos formales las fluctuaciones de tempo son aún más extremas que en la versión de 1944. Incluso el sonido es extraordinario.


Celibidache, en uno de los tres o cuatro piropos que se permitió en toda su vida, recordaba: “El mejor Beethoven siempre fue el de Erich Kleiber”. ¿Por qué? Adicto a los ensayos intensivos (“Hay dos enemigos de una buena interpretación: Uno es la rutina, otro la improvisación”), adelantado a su tiempo en las relaciones de tempo entre elementos de la sinfonía, Kleiber reclamaba una visión más radical del compositor, sin desmayos épicos, ensoñaciones heroicas ni dudas románticas, con viveza, energía y fuerte sentido del pulso, pero dando tiempo a cada frase a expresarse. El rigor técnico y la lógica expositiva aunados a un contagioso sentido de disfrute.
El ímpetu urgente del primer movimiento (verdaderamente allegro con brio, cercano a la marcación metronómica de Beethoven) consigue un equilibrio que sólo Toscanini logra a este paso pleno de brío -apaciguado a partir del c. 330 en el paso en la transición entre tercera y cuarta sección, como respiro entre esfuerzos-, permaneciendo muscularmente emocional en la recapitulación (drama tenso cuando no frenético en las maderas a partir del c. 516). De manera adelantada a la época contiene las trompetas en el crescendo a partir del c. 650.
Angustiosa la marcia, en la que Kleiber pedía a los músicos se imaginaran caminando detrás de un ataúd que contuviera sus más queridas esperanzas. El lírico episodio conclusivo desde el c. 210 sobre las corcheas en tictac adquiere una serenidad schubertiana, con contraste extremo de las dinámicas.
La idea melódica del tema principal en el scherzo no es tan importante como la misteriosa textura homofónica lograda con las negras staccato, en incansable movimiento hormigueante.
La neta separación de secciones de cuerda y viento (escúchese el pulsante vibrato del oboe en el lírico poco andante, cc. 350 y ss.) y el preciso (y aún elástico, para evitar la dureza en los acentos) control rítmico permiten la característica transparencia polifónica de Kleiber, en la que las diferentes líneas musicales son igual y simultáneamente audibles (de hecho, hay tal claridad en las líneas del contrapunto que a veces se escuchan con preferencia). El virtuosismo del Concertgebouw Orchestra de Amsterdam le permite el diabólico ritmo del finale, que termina en una prodigiosa coda con las trompas walkyrizadas. La fantástica acústica del Concergebouw perpetuó la presencia lateral de la toma sonora, de cuerdas ácidas y un poco tímida en los graves (Decca, 1950).

En cierta ocasión Karajan confesó su esperanza de vivir lo suficiente como para conducir la Marcia Funebre tan bien como Klemperer. La diferencia de la lectura de Herr Otto con otras versiones no es tanto de tempi como de firmeza férrea en el mantenimiento del pulso (y articulación y fraseo), que aquí se supedita(n) a la persistencia de la estructura de la obra como una unidad por encima de todo. El otro puntal de esta interpretación se debe al fuerte componente vertical (que no permite el dominio de la línea superior) apoyado en la soberbia contribución de los vientos de la Philharmonia Orchestra (Naxos, 1955).
La espaciosidad de tempo (sin pérdida de mordiente) permite en el primer movimiento acomodar confortablemente los pasajes en los que Klemperer es tentado a rebajar el pulso: enunciación del 2º tema (cc. 83-99), y también al comienzo del desarrollo (cc. 150-160). La recapitulación permite señalar las diferencias con las aproximaciones más furtwänglerianas: el tratamiento literal de la figura acechante en los graves (cc. 402-409) y su respuesta prosaica en el conflicto tónica-dominante en trompa y violines (cc. 412-420).
Noble, solemne, con una severidad didáctica propia del Viejo Testamento (Klemperer fue un hombre profundamente devoto), reservadamente emocional a pesar de su fluido paso, la marcia va desarrollándose de manera orgánica frase a frase, sin necesidad del más ligero ajuste de tempo. En la doble fuga parece reforzar la trompa simple prescrita de manera que la línea melódica restalle algazarando una convulsión digna de un Dies irae (c. 135) y respondida por el lacerante fortissimo del la bemol en chelos y contrabajos en el furioso c. 158.
Pastoral scherzo desde la preciosa apertura de los tresillos staccato en si bemol (cc. 8-9). Klemperer mantiene religiosamente el mismo tempo también a lo largo del trio.
Finale verdaderamente prometeico ejerciendo un control hercúleo sobre las variaciones del que sólo escapa la impertinente trompa (c. 383 y ss.).
Al finalizar la audición el sentido único de las texturas (en términos de tono y detalle pertinente) y la habilidad olímpica para ordenar y proyectar ritmos y fraseo a cualquier escala (es decir, siempre monumental) nos asaltan con la idea de haber itinerado por un imponente periplo vital de densidad única, con mayor fogosidad que en el posterior acercamiento de estudio, circunspectamente ciclópeo, marmóreamente perfecto, pero ausente de espontaneidad. Una lástima que el sonido monofónico (de dinámicas contrastadas, distante y vívidamente registrado a pesar de la seca acústica, con las texturas sólidas y turgentes, la paleta austera, de oscuras texturas) no permita disfrutar del diálogo antifonal de primeros y segundos violines.

Y es John Barbirolli quien concita el milagro, conjugando idealmente la flexibilidad de Furtwängler con la masividad del último Klemperer en una marcia funebre profundamente sentida desde la sección de apertura en do menor; la conmovedora consolación cuando la música pasa a mayor (c. 69) –la sensación de resolución del lamento expresada en los exabruptos- y luego el retorno a la congoja temperamental, la fuga como un río de dolor sigfridiano, el sentido de grandeza cósmica en la sección en fa menor (cc. 130 y ss.). La magnífica grabación (The Barbirolli Society, 1967) -espacialmente panorámica y profunda- captura el punzante colorido de las maderas de la BBC Symphony Orchestra, las cuerdas pp en un verdadero sotto voce, las vitales y dolorosas líneas independientes de los contrabajos al comienzo y en la conclusión del movimiento. Sin duda, como von Bülow, Barbirolli se ponía guantes negros (imaginarios) para interpretar la marcia.
Tras un scherzo en ebullición haydiniana, en el finale, la ligera separación de las notas blancas en los segundos violines que comienzan la 1ª variación (cc. 44 y ss.) otorgan un fuerte y acertado carácter al tema. En la conclusión, el presto ma non tanto revela el poderío necesario a las trompas.
En cuanto al primer movimiento, tras unos breves acordes de apertura, Barbirolli se relaja en un peligroso grado (42 compases al minuto) y la falta de tensión se codea con la letargia. Hay sin embargo momentos donde el tempo pausado procura maravillas (además de dinámicas de escala dramática y texturas de gran ligereza): el crescendo con el que culmina la 2ª sección del desarrollo (hasta el c. 283), o la recapitulación donde los violines en pizzicato brincan alrededor de una versión del tema de apertura en los graves (c. 422 y ss.), o en fin, el gradualmente tenaz ritmo ternario en las trompetas y timbales, emergiendo del conjunto a través de un gran crescendo (cc. 647 y ss.) hacia el gran clímax.

 

Aún recuerdo como serpenteaban por accesos y pasillos las venenosas críticas tras el concierto en el Auditorio Nacional de Madrid. Jordi Savall había capturado la ambición de la obra como pistoletazo musical de la nueva centuria, aún resonantes los chasquidos de las guillotinas. La ligereza de las cuerdas (18.6.5.3) de Le Concert des Nations transparentaba e individualizaba una variedad sabrosa de sorprendentes sonoridades que coloreaban y caracterizaban la obra de manera inaudita, la fiereza de la percusión identificada como instrumento marcial -y adquiriendo un carácter de verdadero personaje dramático-, enfatizando en las texturas unos metales (naturales, sin válvulas) castigadores, melosos y broncos por igual. La controversia llegaba con los tempi, que obvia y escrupulosamente respetaban los marcaciones beethovenianas: Con toda su experiencia teatral Savall abría con dos afilados acordes que preludiaban la adopción de unos 60 compases por minuto pujantes y excitados. Amoldando el pulso con cierta flexibilidad según se fue desarrollando el contrastado tímbricamente allegro con brio asistimos a una pujanza jocosa, sin profundizaciones metafísicas, donde incesantes síncopas en los violines crearon un transfondo sombrío (c. 7 y ss.), donde resaltaron con frescura y espontaneidad las maderas en el pasaje de transición en fa mayor (cc. 45 y ss.), donde el ritmo en hemiolas hacia el fin de la segunda sección del desarrollo provocó la impresión de aceleración en la música (cc. 248-275), o, en fin, donde la nitidez de las repetidas secuencias descendentes en los primeros violines empastó maravillosamente con la densidad de los acordes en vientos (cc. 472-477).
Siguió una marcia militar más que fúnebre, destacando la independiente sonoridad de los contrabajos, la dulzura afrutada en las maderas en la exposición (cc. 8 y ss.), la palpitante desesperación en la diáfana polifonía iniciada por los violines en el c. 114, la suave figuración de tresillos en los violines en la apertura de la sección en mayor (cc. 69 y ss.) permitiendo el canto de las vientos.
De igual modo veloz en scherzo (que nunca cesó de danzar, destacando cristalino el juguetón diálogo entre maderas y cuerdas entre los cc. 127-142) y finale, aunque aquietando debidamente el pulso para el poco andante central (c. 350 y ss.), con un fraseo agresivo y acentuación arrebatada, sin flaquear la contundencia en los acordes, dentro de la sonoridad propia de los instrumentos. La casi contemporánea grabación -cálida y cercana, detallista e impactantemente dinámica- (Audivis, 1994) permite que la maravillosa sorpresa regrese dos décadas después y nos regenere el nivel comprensivo.

Nota final: Debido al concepto unitario de este syllabus y para evitar repeticiones innecesarias los directores arriba reseñados no serán citados en próximas entregas. De igual modo, las notables ausencias que recriminan su lugar serán atendidas en las sinfonías siguientes.
Simon Cellan Jones’s BBC movie “Eroica” dramatizes the first performance of Beethoven’s 3rd Symphony “Bonaparte”, to his patron Prince Lobkowitz and his guests, including hypercritical Count Dietrichstein, on June 9, 1804. The piece provokes political arguments among players and audience as to whether Bonaparte is a tyrant, or, as Beethoven believes, a liberator. The composer is also rejected by his former love, the recently widowed Josephine von Deym, though the visiting elder statesman of composers Haydn pays him a strange compliment. Leaving the gathering, Beethoven confesses to Ries that he is losing his hearing and later he reads that Bonaparte has declared himself the French emperor. As a result he will lose all respect for Napoleon and will change the symphony’s title to “Eroica”. The music is wonderfully raised by John Eliot Gardiner and a reduced version of his period instrument orchestra.

Through one-hour documentarie (Keeping Score, 2006), Michael Tilson Thomas and the San Francisco Symphony explores the motivations and influences behind Eroica: In this work Beethoven began to use broad strokes of sound to tell us how he felt, and what being alive meant to him. The piece caused a sensation and changed the idea of what a symphony could be. Confessional, even confrontational, just the scale of it was huge, unprecedented and daunting for its first listeners.

Brahms: Sinfonía nº 4

Se suele adjetivar esta partitura como crepuscular, otoñal. Pero Brahms sólo tenía 52 años cuando completó la obra. Quizá sentía resignación ante la vida. Anhelo del pasado, seguro.

De todas sus sinfonías, la Cuarta (1885) es la más impregnada con prácticas antiguas: Las terceras y su inversión en secuencia (entre cuerdas y vientos de turbulenta vida interior) como la base que configura toda la pieza; el experimental final, una chacona en variaciones en forma de sarabanda sobre un tema de ocho compases, que abarca una cosmogonía tolkiana de aspiración heroica, pathos, ferocidad y tragedia; y sobre todo la transferencia del vocalismo medieval a las fuerzas instrumentales en forma de conversaciones antifonales, la austeridad de los eclesiásticos modos medievales derivando en tensiones armónicas y dramáticas.

Obcecadamente enclavada en el esquema de cuatro movimientos, su instrumentación rehúsa superar el ya sesentón diseño beethoveniano. Sin embargo, este método pionero de crear una gran forma a partir de un mínimo material temático es el punto de origen del dodecafonismo. Así pues, ¿conservador o revolucionario? “Una tradición verdadera no es el testimonio de un pasado muerto; es una fuerza viva que anima e informa el presente, y que asegura la continuidad de la creación“ (Stravinsky).
El epistolario desvela la ambigüedad de su vida sentimental (humana, demasiado humana); también su música encuentra su conciliación en una doble vertiente: el arrebato y el control, el impulso y la economía, la rabia y la disciplina, el romanticismo y el clasicismo. Quizás es esta misma ambivalencia es la que engendra el amplio espectro de aproximaciones interpretativas encontradas en la discografía.








Los contemporáneos de Brahms confirman que una de las principales características de sus propias interpretaciones era la elasticidad en el fraseo. Esta tradición quedó recogida en la primitiva grabación de Hermann Abendroth al frente de la London Symphony Orchestra (Biddulph, 1927), vigorosa pero técnicamente imprecisa y deslabazada formalmente.

Felix Weingartner llegó a dirigir en presencia y con el beneplácito expreso del compositor. Es un mediador del estilo sobrio, estable, literal, neutral y no intervencionista, de claridad y proporción clásicas, que hace de la abstinencia una virtud. Tempi precisos y livianos, y meridiana acentuación para llegar a la esencia de la partitura. Weingartner ilumina las texturas voluminosas brahmsianas con unas voces medias melifluas e ingrávidas a cargo de la London Symphony Orchestra (Andante, 1938). Los sedientos de emociones llamen a la siguiente puerta.

Resulta fascinante a nuestros oídos el estilo irrepetible de Willem Mengelberg dirigiendo a la Orquesta del Concertgebouw de Amsterdam en 1938, deseoso de resaltar los elementos poéticos de la música, con ingredientes personales como el fraseo extremadamente expresivo, los acentos inusuales, y alguna idiosincrasia dinámica como el forte súbito. El mismo Brahms indicó en el manuscrito cambios de tempo para variaciones específicas, que luego borró al enviarlas al editor. La razón, según se desprende de sus escritos, es que “los músicos llegarían a ellas de manera natural”. Liberales expansiones de tempo como bullientes manatiales de energía y numerosos portamenti (deslizamientos entre notas) añadiendo énfasis en momentos clave. A pesar de la meticulosa preparación (o por ello), cada compás suena fresco, como recién hecho. La gran atención al detalle no obscurece la silueta conjunta de la obra, algo debido sin duda al continuo estudio e interpretación de la obra bachiana por parte de Mengelberg. La claridad de las texturas deriva de su insistencia en el equilibrio de todos los elementos armónicos, por ejemplo, impidiendo que los metales entren en forte y de ese modo atenúen el terciopelo ferroso brahmsiano. Señalar la calidad de la grabación de origen Telefunken (poco atmosférica, debido a la cercanía de los micrófonos), que en la edición de Art One es un ejemplo de restauración por su proyección del sonido, dinámica y fidelidad tímbrica. La opción LYS se descarta por el abominable ruido de la pizarra original.

Imprescindible es el conocimiento del concierto público del 24 de octubre de 1948 a cargo de Wilhelm Furtwängler dirigiendo la Berliner Philharmoniker. Este registro ha sido editado, entre otras, por EMI y Virtuoso (con sonido mate, leves saturaciones y velocidad inestable). Recientemente Audite ha preparado una nueva edición de partir de las cintas originales de la RIAS (la radio en el sector berlinés controlado por USA) de afinación adecuada, mayor riqueza tímbrica, con buena extensión y espacialmente abierta, dentro de los límites impuestos por la antigüedad de la toma. También se ha añadido una leve reverberación que compensa la seca acústica original del Titania-Palast, cine reconvertido en sala de conciertos tras la guerra. Esta invitación al mundo de Furtwängler se abre con unas espirituales terceras donde la mortalidad de la belleza surge de la nada; este suspense austero torna en breves compases en excitado y vigoroso, los consabidos accelerandi en cada crescendo (la técnica tan propia del director enlazando las regulaciones dinámicas con la agógica del tempo) y una coda turbulenta hasta la locura. Toses y diversas expectoraciones toman posiciones agresivas en el comienzo del andante para apaciguarse en un cálido y denso lamento melódico, donde el beethoveniano segundo tema canta legato. El scherzo, que Brahms baliza giocoso, es esculpido en cristal con siniestros útiles líticos. En el finale (marcado allegro energico e passionato) fluye un impulso atormentado e implacable, adentrándose en un conflicto visionario, donde las oníricas trompas acumulan tensiones hasta la devastación. Irresistibles las transiciones: no simples mezcolanzas para ligar dos ideas de diferente naturaleza sino áreas de transformación, a veces a una esfera bastante diferente. Al modo beethoveniano, el acento es enfatizado por la percusión, que predomina sobre la melodía. En suma, una opción radical que ilumina la ardiente variedad orquestal (favoreciendo los bajos y las bellas maderas), la flamígera expresividad de las enérgicas acentuaciones, y que compone una arrebatadora y fulgurante lectura. Recordemos que Lucifer significa el portador de la luz, el portador de la verdad.
Un breve apunte sobre otros testimonios furtwänglerianos: La versión favorita en los foros por el dramatismo trágico de sus tempi suele ser la realizada con la misma orquesta berlinesa en diciembre de 1943. Sin embargo, en las ediciones manejadas (Tahra, Melodiya, Arkadia) el sonido estrecho, y sobre todo, un ruido cíclico de origen desconocido que va percutiendo a lo largo de todo el movimiento final desequilibran la escucha hacia la esquizofrenia. La grabación salzburguesa con la Filarmónica de Viena (Orfeo, 1950) también presenta un pésimo sonido en los fundamentales compases iniciales.

Arturo Toscanini contaba con 30 años cuando Brahms murió. A pesar de que nunca coincidieron personalmente, le consideraba un contemporáneo, merecedor de ocupar un lugar especial en su repertorio. La densidad y transparencia de las cuerdas de la Orquesta Philharmonia, probablemente en el cénit de su gloria, quedó retratada en esta fenomenal toma sonora cosechada en concierto (Testament, 1952): La concepción apolínea en todo su espledor, férrea en el trazo rítmico (con excepciones, escúchense los sorprendentes rallentandi de la coda conclusiva), vertiginosa pero rigurosamente estructurada (al compositor le disgustaba la rigidez metronómica y la falta de flexibilidad en la interpretación de sus obras), nítida de texturas y articulación (la frase favorita de Toscanini en los ensayos era “non mangiare le note piccoli”). Su dirección desprende un nivel de intensidad vibrante, particularmente apropiada en los movimientos externos, pero que bordea la brusquedad y la impaciencia en los sutiles y ambiguos ritmos de los centrales. Los acentos secos y cortantes, la tímbrica furibunda delinean una lectura clínica y nada elegíaca. Las leves toses se perdonan ante la claridad y definición del documento (descubrimos unas variaciones dinámicas hasta ahora desconocidas en el parmesano), que recoge los estallidos de los petardos que unos bromistas soltaron en el finale, como espontáneos efectos percusivos. El Maestro permaneció imperturbable.

Como era costumbre en Otto Klemperer, tiende a uniformizar los tempi haciendo los lentos rápidos y viceversa en aras de su proverbial limpidez de texturas y la inigualada percepción del detalle interno. El sonido de la Philharmonia Orchestra es austero, autoritario, recto, con una densa presencia casi física. Mantiene el equilibrio tímbrico remontando el peso de las maderas sobre los violines antifonales, algo que evidencia magníficamente la toma sonora. Estoicismo en el fraseo y articulación fuertemente dramática (inolvidable aceleración en la coda del primer movimiento). Gentil el lento, con apertura coral en los vientos. En el scherzo se combinan la solemne gravedad de expresión y las peculiares pausas antes de las secciones sforzando-fortissimo. Triunfal el arranque de la soberbiamente edificada passacaglia, que sin embargo, a mediados, sobre la intervención del metal, casi llega a tambalearse ante el parón del tempo. Sin embargo, la impresión general es de un impulso rítmico de una enorme vitalidad. En resumen, personalidad y controversia. Resplandeciente y focalizada grabación (EMI, 1958) que permite el análisis de la marmórea polifonía.

La primera aproximación de Bruno Walter al frente de la BBC Symphony Orchestra (EMI, 1934) fue recogida mediante la curiosa técnica de grabación continua, duplicando varios compases para no interrumpir la marea musical, y dando tiempo a los ingenieros para preparar el siguiente disco. No obstante, esta acérbica lectura no hace sombra a la posterior con la Columbia Symphony Orchestra (Sony, 1959). Su amplia dedicación al lied le hizo un perfecto conocedor de las sutiles fluctuaciones del pulso que permean las canciones brahmsianas, y que el mismo compositor pedía se hicieran “con discrezione”. Por tanto el fraseo es casi pianístico, tierno, efusivo, panteísta, y siempre apoyado en la subyacente estructura armónica. Apasionado pero suculento de matices, también dinámicos. Letárgico el andante y jocoso, tan plebeyo como su autor, el scherzo. La morosidad del tempo en la passacaglia deriva hacia la sentimentalización mientras el tejido orquestal adquiere una transparencia hipersensible. Este perfil encontraba apoyos en la profesión: Klemperer escupía con desdén que “Walter es un romántico” y Toscanini que “se derrite por momentos”. En verdad se puede encontrar cierta afección, pero siempre atemperada por la apreciación de la forma arquitectónica. Excelente sonido, con firmes bajos y rica reverberación.

En 1962 la editora comercial Reader’s Digest contrató a la Royal Philharmonic Orchestra of London para compilar una selección de las obras más trilladas del repertorio. Para ello se arropó con varios directores de renombre: Horenstein, Boult, Krips, etc. A finales de los setenta fue publicada brevemente por la RCA, obteniendo críticas favorablemente tibias. Fue sin embargo, la soberbia edición a cargo de Chesky, discográfica especializada en grabaciones para audiófilos, la que despertó un furioso interés por este registro, que aún hoy se emplea como banco de pruebas de equipos de sonido de altos vuelos. La grabación posee una presencia asombrosa, con un amplísimo panorama, donde la reverberación vaga por el espacio. Todo esto no tendría la menor importancia si no fuera acompañada de una inolvidable interpretación de Fritz Reiner, que el mismo consideraba como la mejor de su discografía. Enérgico y riguroso, ligero de tempi, con un agresivo impulso rítmico, imperturbable en las variaciones del finale, donde la erupción de los metales sepulta las cuerdas. La legendaria precisión de Reiner no está reñida con la calidez que la partitura requiere por doquier, aunque no encontraremos aquí introspección trágica o heroica.

En 1943 Carlo Maria Giulini pasó nueve meses escondido en un tunel junto a una familia judía, mientras en la superficie de Roma carteles con su rostro impelían a las tropas nazis a su captura y muerte. En ese continuo de terror y desesperanza estudió la partitura de la 4º sinfonía de Johannes Brahms. Quizá por este atroz aprendizaje las grabaciones no pueden ser más oscuramente pesimistas. Los leves problemas del scherzo con la New Philharmonia (EMI, 1968) quedan solventados en el registro (sin ensayos y en una sola toma) con la Chicago Symphony Orchestra (EMI, 1969). Una ejecución heredera de la gran tradición, que acierta a combinar la fluidez, el nervio y la expresividad de la escuela latina con el humanismo, la profundidad y el sentido constructivo germánicos. Reverente ante la obra, Giulini revive el drama interiormente con un fraseo afectuoso, firmemente centrado en la calidez granate de las cuerdas medias, conservando el adecuado sabor agridulce mediante un suave toque popular. Su amplia experiencia operística aparece en la respiración teatral del andante. En la passacaglia sabe conferir a cada episodio su propia semblanza e integrarla pacientemente en un todo orgánico y coherente. El metal (entrenado aquel entonces por Solti) es amansado, siempre nítido pero integrado en las sólidas maderas, y sólo en la misma conclusión libera todo su inexorable y lóbrego poderío. Toma sonora detallada, un tanto distante, con leves distorsiones. La postrera y maravillosamente sentida con la Wiener Philharmoniker (DG, 1989) está lastrada por unos tempi épicamente marchitos.

Las brasas toscaninianas se reavivan al escuchar a un exaltado y febril Carlos Kleiber en una de las escasas ocasiones en que se ha sometido a los estudios de grabación. La presencia klemperiana de las maderas abre una garbosa síntesis entre la incisividad del detalle y la disciplina de la lógica compositiva. Agógica y acentuación exquisitas en el tema del movimiento lento, que camina con presunción por la Strasse. El scherzo tiene el sentido festivo, no del cabaret donde Brahms tocaba el piano con 13 años, sino del salón aristocrático, donde la percusión, ceñida y elegantemente vestida para la ocasión, baila con una dinámica estrecha y frígida. Su elegante factura del rubato se cimenta en el análisis intenso y no en la emoción urgente del momento. Esta estudiada espontaneidad, inexorable en la precisión de lo escrito sin resultar rígida, encuentra la reconciliación en el énfasis de la claridad barroca en la passacaglia final, donde Kleiber descorcha el champán (¡Evohé!, ¡Evohé!) y las burbujas inundan el descenso a la clave menor conclusiva, llevando a la Filarmónica de Viena al límite de la embriaguez, incandescente pero siempre manteniendo la belleza del sonido. Desde su aparición (DG, 1980) se ha criticado la dureza del sonido, vidrioso, estridente en las cuerdas afiladas. Las sucesivas ediciones han conseguido templar la transparencia con la calidez.

Intolerablemente romántico, exageradamente perfumado en los solos, Leonard Bernstein pasa de puntillas por las transiciones. Recreación de gran anchura, pulso masivo e implacable expresividad, reveladora del crítico dualismo subyacente en la obra, donde, dentro de la innamovible forma se dan cita trenzas de notas extrovertidas, depravadamente brillantes, venenosamente impetuosas, elocuentemente expresivas, algo desequilibradas, a veces torturadas (cuerdas en el adagio, compás 41), desesperadamente furiosas (apertura de la passacaglia), distorsionadamente lógicas, provocadoramente emocionales, tórridamente walterianas, contagiosas y persuasivas. Lenny solía conducir el scherzo sin utilizar las manos, sólo con movimientos de la cabeza y hombros, haciendo de cada concierto una celebración (personal) desmesurada, un rito (propio) inaceptable. Sean indulgentes y pasen un rato estupendo con la Filarmónica de Viena (DG, 1981). Registro de impactante amplitud dinámica.

Un día Sergiu Celibidache preguntó a Furtwängler: “Maestro, ¿como se ejecuta este pasaje?, ¿cual es el “tempo” correcto?” La respuesta de éste fue radiante: “depende de cómo suene mejor”. A pesar de la potencia (en el sentido geológico) de las cuerdas la tersura textural es tal que se podría realizar un estudio tímbrico orquestal, en un último grado de perfección constructiva que permite apreciar la refinada, profunda y expresiva percepción sonora del rumano, sin dar nunca sensación de morosidad (tempi brucknerianos pero eternamente cambiantes). La interconexión de las líneas musicales es siempre extraordinariamente pura, aunque para ello altere con frecuencia las marcaciones dinámicas. Impecable toma sonora de EMI (con la Filarmónica de Munich, 1985), preferible a la de DG (con la Orquesta de la Radio de Stuttgart, 1974), salpicada de vehementes mugidos que sólo pueden deberse a los subrayados vocales del mago Celi: “A Brahms lo quiero alemán y cantado con amplitud, no silbado y siseado” abroncaba a la orquesta en los ensayos.

Charles Mackerras revive la escala decimonónica de la orquesta de Meiningen con la que se estrenó la sinfonía al colocar los segundos violines a la derecha del director, como los viejos maestros, ofreciendo de este modo una perspectiva sonora y dinámica estimulante. La Scottish Chamber Orchestra utiliza instrumentos modernos excepto en algunos casos concretos (por ejemplo, timbales y metales) que poseen mayor incisividad rítmica. Aunque hay cierta dosis de portamento en las cuerdas y algunas retenciones mengelbergnianas, no hallarán aquí la sugestión melancólica de las antiguas versiones, pero sí aquel principio wagneriano que implica comenzar la melodía con una duda, persistiendo en ella, hasta acelerar lentamente alcanzando el tempo varios compases adelante. Magnífica toma de sonido recogida a la breve, con sólo dos micrófonos y sin mezcla posterior (Telarc, 1997).

Los lectores avisados sabrán que el sonido y el estilo dependen mucho más del ejecutante que del instrumento. Quizá por ello, la (seca) sonoridad conseguida con los instrumentos antiguos de London Classical Players por Roger Norrington tiene un menor atractivo que la de Mackerras, sobre todo en los momentos líricos, quizá por el mínimo uso que hace de las inflexiones de tempo y articulación, vibrato y portamento (EMI, 1994).

Reconciliar el flujo melódico con los temas es un reto permamente para el músico que se acerca a Brahms. Si la opción de Karajan es puro melos, y Norrington elige recalcar la silueta de los motivos con decisión, haciendo cada fin de compás audible, John Eliot Gardiner logra una articulación respirada, sin el continuo legato wagneriano, remarcando la herencia del pasado (su pasión por la música vocal del Renacimiento y Barroco) en la naturaleza quasi fonética de la obra, mientras la variedad tímbrica, dinámica y textural del discurso musical refleja su carácter progresista: “Brahms se sirve del pasado como medio para trasponer el umbral del futuro”. Para Gardiner la música (la personalidad) de Brahms es un equilibrio entre opuestos; por ello alude a la imagen borgiana “fuego y cristal”. La Orchestre Révolutionnaire et Romantique se articula al modo arcaico en grupos corales perfectamente diferenciados, que dialogan antifonalmente entre sí. En cuanto a los instrumentos, destaca el color especial de las trompas naturales, tan apreciadas por el autor, y la transparencia conseguida al equilibrar cuerda y madera. Un encuadre analítico, donde el carácter sentimental de algunas marcas dinámicas y expresivas es ignorado, lejos de los Mengelberg o Walter (aunque la sombra de Furtwängler se apodere de la coda en la desenfrenada aceleración en los últimos 40 compases del primer movimiento). Hay otros abruptos y perversos detalles en el movimiento lento, como la presencia tremolante de los timbales, o la intrínseca cualidad danzable de los ritmos. Al fin y al cabo, a pesar de la escala de las fuerzas, esto es íntima música de cámara. La brusquedad en los tempi en los movimientos externos puede inducir a cierta urgencia y superficialidad. Pletóricamente grabada, aunando detalle y espacialidad, durante un concierto en el Royal Festival Hall (Soli Deo, 2008).
Hay, naturalmente, otras versiones destacables, aunque a veces se eche de menos un soplo de aliento poético y personal:

Igor Markevitch controla la Orchestre Lamoureaux (DG, 1958) con precisión, detalle y brillantez. El peculiar timbre de la orquesta francesa reta a una curiosa experiencia.

Carl Schuricht es otro deudor del legado toscaniniano, que asegura los tempi, ligeros y sencillos, con un modesto rubato para caracterizar cada variación (extremadamente delicada la nº 12, con su fantasmal flauta) sin perder el sentido de la forma. La grabación (Ages, 1962) presenta los habituales problemas en las mezclas (maderas en primer plano, pasando poco después al fondo de la orquesta de la Radio de Baviera).

Wolfgang Sawallisch contiene a la Filarmónica de Viena (Decca, 1963) en la línea rigurosa, objetiva y racional, de sereno equilibrio sonoro, y corta de inspiración.

Que George Szell fue asistente de Toscanini se detecta en el estilo incisivo, de claridad textural y rítmica, y cierta despreocupación por las dinámicas, sin abandonarse al romance y a veces virando hacia lo lúgubre. El mesurado tempo en el finale le permite apuntalar su sentido arquitectónico. Enjuta grabación, parca en dinámica, de The Cleveland Orchestra (Sony, 1967).

Leopold Stokowski New Philharmonia Orchestra (RCA, 1967) Centrado en la singular variedad tímbrica, de la que hace una charlatana hipérbole subjetiva, sin llegar a ser rapsódicamente amorfo.

Algunos críticos demuestran una gran lealtad al registro de Kurt Sanderling con la Staatskapelle Dresden (Eurodisc, 1971): En la vía intermedia entre romántica y clásica (como el mejor Giulini) hace una lectura terrena, concisa y mesurada, de ataques suaves y nítidos, de tempi amplios, y canija de arrebato. Su segundo intento con la Berliner Simphonie Orchester (Capriccio, 1990) presenta mejor sonido.

La de Bernard Haitink con la Royal Concertgebouw Orchestra de Amsterdam (Philips, 1972) es otra interpretación calculada, rítmicamente exacta, atinada al planificar los juegos de tensión y relajación, pero hay músicas (la de Brahms sobre todo) que soportan mal una aproximación exclusivamente lógica.

La grabación en directo de Yevgeni Mravinsky dirigiendo a la Filarmónica de Leningrado (Melodiya, 1973) ofrece un sonido pleno, timbrado y robusto, por lo que es de áun más lamentable que el exceso de rigidez en los ritmos no case bien con el vienés adoptivo que fue Johannes Brahms.

Istvan Kertesz (Decca, 1974) Aproximación seria en la línea de Haitink, pero con una Filarmónica de Viena en su cénit. Excelente grabación.

Aunque Karl Böhm suele ser encasillado dentro de la tradición subjetiva, en esta grabación con la Vienna Philharmonic Orchestra (DG, 1975) se muestra moderado, restringido, ordenado, austero, noble, dando la sensación de una asepsia lírica.

Belleza sin forma, sonido sin significado, poder sin razón y razón sin alma” decía el ilustre crítico británico David Cairns a propósito de las grabaciones de Herbert von Karajan. Hasta en seis ocasiones se acercó a la Cuarta Sinfonía de Brahms. La de 1978 para la Deutsche Grammophon recoge una version muy brillante especialmente en sus movimientos extremos, aunque las texturas poco camerísticas de los intermedios resultan menos convincentes. Karajan logra extraer con eficiencia la característica suntuosidad de la cuerda de la Filarmónica de Berlín, pero con un exceso de aterciopelado legato, con un continuo vibrato lacando una superficie tan suave que oculta la presencia humana.

La impenitente gestualidad rítmica de Georg Solti con la Chicago Symphony Orchestra (Decca, 1978) en una recreacion muscular, de articulación aerodinámica en los tiempos rápidos, que sermonea en los movimientos lentos, con una sección de metales prominente, exaltada y visceral.

Christoph von Dohnányi con la Orquesta de Cleveland (Teldec, 1987) plano, sin arriesgar. Olvidable.

La música de Brahms tiene un contenido emocional que no se puede despreciar y su dualidad, brusca y tierna, exige del director mucho más que una lectura correcta y vacía, por muy espléndida que sea: Riccardo Muti es un anacronismo hecho a sí mismo, un déspota de la vieja escuela: impersonal y distanciado. Philadelphia Orchestra (Philips, 1988).

Dentro del talante cartesiano y cerebral está un director de los de antes, Günter Wand: La construcción, fiel a la letra, es impecable, pero con el pulso tan severamente vienés, que (secretamente) echo en falta la rabia de un Toscanini o la meditación de un Furtwängler. Toma en vivo con la Orquesta Sinfónica de la NDR de Hamburgo (RCA, 1997).

Simon Rattle se confiesa giulinianista en Brahms. Sin embargo parece que es la Filarmónica de Berlín (EMI, 2008) la que toma las riendas y conduce la interpretación como lo ha hecho en las últimas décadas (Claudio Abbado incluido, DG, 1991): perfecta de sonido y amortajada.