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Mahler: 5ª Sinfonía

La Quinta Sinfonía fue compuesta por Gustav Mahler en su casita estival de Maiernigg durante los veranos de 1901 y 1902. Entre ambos estíos ocurrió una circunstancia personal decisiva, aparte de la siempre meditada motivación detrás del esquema compositivo de sus obras: El encuentro, noviazgo y matrimonio con Alma Schindler. Un radical punto de partida que rompe sus lazos con la voz humana para concentrarse en la música puramente orquestal, renunciando a un programa literario (o en todo caso podemos considerar la integral de sus sinfonías como una gigantesca biografía), donde su férreo puño alea los aparentemente más disparatados elementos, ya sean melódicos, rítmicos o armónicos, y donde diálogos, discusiones y altercados se transforman en soliloquios, quejas, monólogos. La primera sinfonía rabiosamente moderna, sin tonalidad específica, y cuyas sucesivas modulaciones transitan desde las tinieblas a la luz. Se integra en un novedoso armazón que comprende cinco movimientos articulados concéntricamente en tres grandes bloques, reconocibles por la afinidad de los materiales temáticos y las atmósferas expresivas.

 

Primera parte:

I. Trauermarsch: Posee una relativa forma sonata, con el material temático en continua transformación pero estructurado simétricamente en cinco partes ABABA: La sección principal (cc. 1-154) parte de una fatídica fanfarria de trompeta (especie de estribillo para vincular los diferentes episodios de la marcha que expresa la desolación contra la cercanía e inevitabilidad de la muerte) que colapsa en un tuttiorquestal ff, desplegado como primer tema donde los instrumentos graves marcan el ritmo pesante, y un segundo tema en las cuerdas, de contrastado y elegíaco carácter; el trío I (cc. 155-232) supone una desgarradora explosión faústica, reexponiendo los dos tópicos fundamentales en un estallido de emoción, desatado en cromatismos febriles apoyados en acordes sincopados de las trompas; el regreso de la sección principal (cc. 233-322) aporta un nuevo dibujo que será el centro del movimiento siguiente; en la vuelta al trío II (cc. 323-376) la suavidad y resignación están lo más alejadas posible de la violencia expresionista del trío anterior y, sin embargo la sustancia temática está compuesta de variantes de los mismos motivos; la coda (cc. 377-415) anuncia el cariz mahleriano fantástico y grotesco que tanta presencia va a manifestar en sus sinfonías siguientes, desintegrándose desconsolada y exhausta.

II. Stürmisch bewegt. Mit grösster Vehemenz:Es el desarrollo dinamico-sinfónico de los temas del primer movimiento, y que, a pesar de mantener la forma sonata, niega cada expectativa e interrumpe cada continuación, y sin embargo de algún modo cada abrupta transición se siente natural, incluso inevitable. La exposición (cc. 1-140) se construye sobre dos secciones contrapuestas: una tempestuosa, con un vehemente tema en las cuerdas, y otra serena, iniciada por corcheas en terceras en los vientos y sostenida tras la transición por un tercer tema presentado por los cellos que es cita literal del primer trío. El súbito y colérico desarrollo (cc. 141-322) comienza también a cargo de los cellos, que posteriormente lo recrean en el ritmo de marcha inicial; la borrascosa recapitulación (cc. 322-519) es interrumpida por un glorioso y visionario coral en los metales que desemboca en la coda (cc. 520-576), recogiendo el motivo evolutivo de los vientos sobre trémolo de las cuerdas y terceras del arpa hasta desaparecer en la desesperanza nihilista del arpegio de graves y timbal.


Segunda parte:

III. Scherzo: Ambivalente deconstrucción de las danzas vienesas en el que predomina un tono rústico y desenfadado en la sección principal (cc. 1-135), un ländler que tiene a la trompa como instrumento obligado (en cuanto al episodio secundario, es un inusual fugato en octavas); el ritmo flexible y graciosamente vacilante sobre pizzicatti de las cuerdas del primer trío (cc. 136-221) ya no caracteriza al paisaje campestre, sino al vals de la ciudad, que se interrumpe con una brusquedad beethoveniana por el retorno del motivo inicial en las trompetas; las ensoñadoras canciones en las trompas del segundo trío (en seis elaboradas secciones, cc. 222-428) nos transportan del mundo de la danza al de la naturaleza; en el desarrollo (cc. 429-489) y recapitulación (cc. 490-763) los elementos rítmicos y melódicos de los tres episodios diferentes evolucionan de forma estrecha, a menudo simultáneamente; en la coda final (cc. 764-819) la refriega se vuelve inextricable.


Tercera parte:

IV. Adagietto: Se ha comparado la Quintacon la novela fluvial proustiana, donde la realidad y la imaginación se funden en un modelo sintáctico y estético en continuo curso y cambio de situaciones psicológicas. Tras un scherzo como desarrollo entre planteamiento y desenlace la sinfonía muestra una imagen especular de los dos primeros movimientos, transformados en sus opuestos: En lugar de ira y conflicto, el adagiettoofrece calma y lirismo sostenido. El testimonio de Willem Mengelberg, anotado en sus propia partitura de la obra, apunta que, tanto Gustav como Alma le indicaron que el adagietto había sido concebido como regalo de compromiso, un vasto canto de amor para cuerdas y arpa, de esperanza trascendental e intimidad espiritual. El conmovedor romanticismo encerrado en él se expresa a través de un introspectivo paisaje de modulaciones, donde cada línea melódica ha sido refinadamente cincelada, al límite de un aparente neoclasicismo. De forma tripartita ABA, la sección central (cc. 39-71) introduce tensión en su modulación a varias claves menor y mayor. El retorno de la melodía principal es más comedido, pero hacia el final se desencadena un clímax con el valor de las notas aumentando y las resoluciones estiradas hacia la extenuación amorosa.

V. Rondo-Finale: La marcha fúnebre de la apertura regresa en un exuberante rondó que quisiera ser triunfal. Vacilante en la introducción (cc. 1-23), su exposición (cc. 24-240) adquiere la apariencia inusual de una improvisación alegre y entretenida: Los diferentes patrones, que parecen lanzados al azar, jugarán un papel esencial en los desarrollos futuros. Fue Beethoven quien inspiró tanto su forma general, quasi sonata, como los entusiastas elementos de fuga, que se suceden enriquecidos con recuerdos del adagietto, se desarrollan (cc. 241-496) y recapitulan (cc. 497-710) hasta la irrupción del coral (c. 711-748), en una apoteosis forzada que simboliza la victoria final de las fuerzas de la vida y confirma la sensación de euforia generada por la inagotable abundancia de temas, por la magia de ese sonido caleidoscópico, donde fragmentos y células melódicas, siempre familiares, pasan y pasan una y otra vez. Aún así, en la coda (cc. 749-791) Mahler asume instintivamente la ambigüedad fundamental, la angustia secreta y la incertidumbre que son la marca de su tiempo y que todavía pesan sobre el nuestro.


127 lossless recordings of Mahler Symphony no. 5 (Magnet link)

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No cabe sino calificar de documento histórico el rollo de pianola que Mahler realizó para la compañía Welte & Söhne el 9 de noviembre de 1905, exponiendo el primer movimiento de su nueva sinfonía. Las limitaciones del sistema, sobre todo dinámicas, deben hacernos extremar la precaución acerca de su técnica pianística, pero lo que se preserva es fascinante: los efectos en los pedales, las deliberadas anticipaciones rítmicas en la mano izquierda, los acordes arpegiados, el destacado contraste entre secciones staccato y legato. En cuanto a su práctica como director, podemos apreciar la elección de tempi(al menos durante aquella tarde), el impulso inercial del discurso que oscurece los detalles, la lírica con la que expone el tema elegíaco (cc. 34 y ss. ), el arrebato de la entrada del trío I (cc. 155 y ss.), y en especial el dúctil tratamiento del rubato, desafiante de notación musical. La grabación patrocinada en 1992 por la Fundación Kaplan acopla el rollo Welte-Mignon a un moderno Steinway a través de unos dedos neumáticos, por lo que el sonido es magnífico (y ucrónico).

 


 


Ya hemos visto como no sólo Willem Mengelberg colaboró cercanamente con Mahler en sus apariciones con el Concertgebouw como director invitado, sino que contó con su amistad personal y estima profesional (“su arte de interpretación revela una profunda afinidad y una penetrante inteligencia de mis obras. A nadie más le confiaría una obra mía con entera confianza”) y nos legó el propósito del adagietto como íntima declaración amorosa. Su devota ofrenda de 1926, elásticamente fluida, liberada de las barras de compás, frasea inmiscuida por el maleable rubato mengelbergiano, los tintados y coordinados portamenti (deslizamiento entre notas) en las cálidas cuerdas, embelesadas por el vibrato. La asunción de que es un lied sin palabras condiciona la elección de un tempo que la voz pueda sustentar (las frases suelen impulsarse después del tercer pulso de compás, justo donde Mahler marca la respiración), y da lugar a la que parece ser la grabación más breve, de apenas 7 minutos (en la partitura que Mahler empleó en la premiérede 1904 se tasó su duración en siete minutos y medio); en el extremo opuesto estarían los 15:13 del concierto ofrecido por Hermann Scherchen en Philadelphia en 1964 (Tahra), en el umbral de la inmovilidad taverneriana, o los 28 segundos que Dimitri Mitropoulos consagró a la última nota (New York Philharmonic, Music & Arts, 1960). Mark Obert-Thorn ha conseguido con su proverbial esmero corregir los desfases de velocidad de la fuente en 78 rpm en la edición Naxos.

 


 


Naturalmente el otro apóstol de Mahler es Bruno Walter, conocido por los miembros de la New York Philharmonic Orchestra como The Pope, y que pontificó la primera grabación completa de la Quinta en 1947. Una obra que Walter conocía particularmente bien, habiendo trabajado cercanamente al compositor durante su prolongada publicación (la última revisión en 1911, tres meses antes de su muerte, se puede considerar como provisionalmente definitiva, dado que Mahler hubiera realizado otras correcciones de haber conducido la obra nuevamente). Concisión sinfonico-clásica (exenta de los expresionismos y/o efectismos de otras lecturas posteriores) a través de la pulcritud un tanto distanciada en el seguimiento de las prescripciones de la partitura (que, recordemos, no sólo dictan el tempo, sino también el carácter). El cuidado fraseo, maravilloso, de línea continua elegante y cantabile, contempla sin embargo escaso rubato dentro de una sección o frase: Así pues, una diferencia sustancial respecto a la senda mengelbergiana o al propio Mahler pianista. La marcha fúnebre adopta un paso militar afilado e inquieto, y cuyas reminiscencias se advierten en las secciones lentas del siguiente movimiento, de moralidad bucólica. Muerde el ritmo urgente por todo el scherzo, su parte final delirante. Adagietto intenso y tranquilo (en talante, no en cadencia, 7:36), con armonías suspendidas de reserva casi dolorosa y un clímax decoroso, el arpa perdido en la resonancia de las cuerdas; aún así no es comparable al registrado una década antes con la Wiener Philharmoniker (Opus Kura, 1938). Finalefrenético marrado por la descoordinación de las cuerdas en los fugato. La última reedición de Sony nos habla de la dificultad de cristalizar la compleja orquestación en sonido monofónico.

 


 

 

 

La Orquesta del Royal Concertgebouw de Amsterdam era todavía en 1951 el conjunto que Mengelberg había disciplinado durante el último medio siglo, y por tanto con relación directa con el compositor. Sabida es la condición improvisada de los conciertos de Rafael Kubelik, donde la permisa estructural es secundaria. Aquí prosigue la senda walteriana en otra aproximación panteísta de tempi ligeros y dinámicos, nunca temeroso del rubato o de la acentuación de los elementos sardónicos, pero tendente a la supresión de lo neurótico. El trío I (c. 155 y ss.) es efectivamente contrastado pero no dramático, dado el rápido ritmo con el que arranca la obra. En el segundo movimiento la tímbrica rústica y folcklórica en los vientos, alejada de las pulidas y satinadas contemporaneidades, despliega un filtro en sepia que Mahler habría comprendido como suyo. Pastoral scherzo, donde la pareja hombre-naturaleza parece presente de manera casi nietzscheana. Adagiettoligero, adecuado a la noción de “canción sin palabras”, con francos enlaces a varios de los lieder compuestos en el mismo periodo. Vigoroso y fresco finalea pesar de los desaciertos de las trompas y el quejumbroso timbre de las maderas. La edición de Tahra en sonido monofónico, lejano y a veces saturado, transmite la ilusión de una recepción radiofónica en una venerable Telefunken a válvulas.

 



 

Rudolph Schwarz ejemplifica el destino de Mahler si éste hubiera vivido unas décadas más, reeducado en un campo de concentración nazi. Quizá por ello favorece el perfil humanista a salvo de histrionismos o dramas psicológicos. Destaquemos desde ya unatoma sonora que permite atender a la magnífica articulación de maderas y metales, pese a que Schwarz desecha muchas de las minuciosas y asertivas instrucciones prescritas por la partitura; siguiendo el modelo walteriano, el tránsito al trío I es moderado; la coda propala un ambiente ominoso, henchido en la percusión de misterio y desesperanza. Adagietto delicuescente cual lied (7:34), de texturas primaverales. La complejidad de trenzado en scherzoy finale es observada con justicia y ejecutada con ecuanimidad. Es notorio que Horenstein ensayó y desempeñó la obra con la London Symphony Orchestra en los meses previos a la grabación, y siendo éste el único documento mahleriano de Schwarz, nunca sabremos hasta qué punto la responsabilidad es suya o compartida. ¿Que el registro tiene más de sesenta años? Espaciosa, clara y detallada, con impacto y definición, la cinta magnética de 35 milímetros (Everest, 1958) avergüenza a los actuales sistemas digitales.

 


 



Vaclav Neumann decía que en la música de Mahler se encuentra todo el dolor que esperaba a Europa”. Esta declaración de principios comporta una interpretación nada sentimental, de expresionismo descarnado y claridad camerística, los tempiraudos y todavía cercanos a los de Walter. Una furiosa Gewandhausorchester Leipzig abre con una implacable y brusca marcha, más castrense que fúnebre, quizá falta de densidad tímbrica y emotívica pero donde las digresiones iconoclastas refulgen obvias: Mahler escribe en la partitura “Los tresillos de este tema [de la trompeta] siempre deben tocarse algo apresuradamente (cuasi acel.), a la manera de fanfarrias militares. El turbulento y diáfano segundo muestra un sentido organizado y coherente de las secciones, y contrasta con el perentorio y juvenil scherzo, de fraseo sencillo. Dicha moderación se asocia mejor al adagietto. Finale gentil, con maderas de sabor eslavo. Espacioso y cálido sonido con los metales un tanto distantes (Berlin Classics, 1966).



 

 


En la sinfonías de Mahler hay muchos momentos sobresalientes, pero solo un clímax real, que uno debe descubrir”. Esta intuición de John Barbirolli le hace centrar (como Neumann, Kubelik o Tennstedt) el discurso narrativo alrededor del adagietto, manufacturándola globalmente inconexa, afable y bellísima (tanto como la de Maazel, Wiener Philharmoniker, Sony, 1982). De contrastes sonoros o de tempi (éstos siempre muy elongados) caballerosamente poco acentuados, limando los choques neuróticos, la partitura se siente acariciante, de manera que va relatando un día perfecto por la campiña inglesa, comenzando con amenazantes nubarrones (los brahmsianos tresillos a partir del trío) sobre el paseo matinal rubateado (más que mortuorio); cierta letargia acompaña la digestión del segundo, tras el cual Barbirolli se relaja con humor elgariano entre té y emparedados en el scherzo, saluda las modulaciones armónicas del amableadagietto, y celebra un final festivo con noria giocosa y globos que se persiguen en los fugatos. El sonido resiste, con presencia y profundidad del poderío orquestal, las cuerdas espesas, los elocuentes vientos de la New Philharmonia todavía klemperianos, los metales incisivos, la percusión restringida por sobrios motivos estéticos (EMI-Esoteric, 1969).

 


 



El conceptualmente calvinista Bernard Haitink hace ronronear los primorosos e inofensivos metales de la Koninklijk Concertgebouworkest en la Conciertos de Navidad de 1986 (Philips). En esta ocasión algo más libre que en sus otros acercamientos a la obra, Haitink expone más que interpreta, con claridad orquestal, cohesión y rigor, limpio y austero, con las indicaciones de la partitura discretamente observadas. De fraseo educado, moderno-expresionista más que romántico tardío, Haitink marcha a métrica fúnebre, casi como en un cortejo. También el segundo movimiento sabe demasiado formal, apartado del “violento y agitado que reclama Mahler. En cuanto al desarrollo vital del resto de la obra, al esquizofrénico scherzo le falta inercia, y al resplandeciente adagietto vigor amoroso. Una Heldenleben donde solo resulta verdaderamente heroico el finale.

 


 

 

 

Si sigues estudiando conmigo los próximos diez años, serás un gran director. Pero si empiezas ahora tu carrera, solo serás como Bernstein”. Y ciertamente que Eliahu Inbal confió en el malvado Celibidache, del que aprendió su planteamiento analítico. Pero también fue capaz de romper las limitaciones del clasicismo sinfónico de un Haitink para situarse en un territorio medio, pero con la ventaja del conocimiento propio y recóndito de la herencia hebraica, y partiendo de esa base conceptual de un Mahler como lucha interior y caótica nos arrastra a un flujo de materia plástica e inacabada (el golem), a una historia desordenada donde se aprietan la vulgaridad de la música callejera, las pretensiones de la orquesta de café y el boato de los valses de palacio. La ligereza mozartiana de la Frankfurt Radio Symphony Orchestra (Denon, 1986) plasma en el primer movimiento una aproximación desolada surcando un oleaje lento y desolador (con los brillantes solos de la trompeta -sin variación dinámica el primero, pero de fraseo muy libre- como únicas ocasiones en que el sol berliozano logra abrirse camino a través del manto de nubes, eximido en parte en un histérico trío) antes de liberar la furia del segundo, de transiciones abruptas e índole ácida. La relajación inusual del scherzo enlaza con un dulce adagietto, que expone de manera convincente la relación con el ciclo Wunderhorn. Neutral finale, con solo un amago de fina ironía. Asombrosa panorámica, con los solistas puestos en perspectiva; no tanto la percusión, pity.

 



 



Mahler puso más indicaciones dinámicas y expresivas que ningún otro compositor en la historia, y aún así profetizó a Bruno Walter que estaba seguro que los directores posteriores a él seguirian introduciendo cambios. Y así hace Leonard Bernstein: “Me siento tan cerca de su música de que a veces siento que la he escrito yo, asi que puedo juguetear un poquito, aquí y acullá”. Las habituales ya saben de mi debilidad por su Mahler contradictorio y cercano, la peregrinación narrativa, el excelso prisma de hallazgos tímbricos, saboreando meandros de incertidumbre, de melodrama exagerado e imprescindible, de histrionismo autoindulgente. Y con esta extrema certeza explora la red sutil de relaciones temáticas que unifica la obra. Contrastado primero, donde la marcha torna meditación extraviada y se crispa dolorida en el trío, usurpando el legado de Mitropoulos (no en los ritmos claustrofóbicos). El combate aniquilador en el segundo se toma unas pausas intermedias teatrales y no solicitadas por la partitura, con cada instrumento abatido menos los desafiantes trombones. Variopinto y ágil scherzo(tenebrosa su primera parte, vals melancólico), pintado a lentos trazos (en su copia personal de la partitura Bernstein escribe “To hell with it—lets get drunk—A ball” ). Delicadísimo y evanescente adagietto (la deconstrucción de los acordes del arpa como una secuencia de notas independientes), pero ya sin el rugido final de los bajos en su lectura para CBS en 1963. Finale jubiloso con los fugatos henchidos de optimismo y el coral perfectamente integrado. La laxitud general permite a los atriles de la Wiener Philharmoniker deslumbrar en cada intervención (por ejemplo, las trompas en el primero, o las cuerdas en el adagietto) y resaltar la atrevida novedad de la orquestación, subrayando detalles con una enorme sensibilidad. Cambios de tempo repentinos (pero Mahler era particularmente aficionado a la marcación plötzlich“súbito”) y rubato omnipresente, dislocando cada compás a sus límites en un espacio-tiempo distorsionado por la masividad de un Lenny en trance: “His conducting has a masturbatory, oppressive and febrile zeal, even for the most tranquil passages. He uses music as an accompaniment to his conducting” (Oscar Levant). Como todo su segundo ciclo mahleriano, la toma sonora procede de conciertos en vivo, de vastísima gama dinámica, tímbrica dorada y robusta (DG, 1987). ¿Grotesco Bernstein? Orgiástico, fantasmagórico, agotador. Un Dorian Gray cuyo retrato está por descubrir.

 


 



Otro director cuyas interpretaciones son decididamente personales, casi peligrosas, sobre todo en vivo, es Klaus Tennstedt. La emocionante reunión de la Orquesta Filarmónica de Londres con su director musical tras superar un cáncer el año anterior determina especialmente la ocasión. Su noción romántica y germanófila se oscurece y dramatiza: El paso tentativo y con leves titubeos de la marcha fúnebre que Tennstedt va planteando resaltan la ferocidad del arranque del trío, mientras la rabia del segundo movimiento se ve templada por secciones de ritmo ligero. La LPO demuestra su virtuosismo en el extrovertido y pictórico scherzo. Adagietto susurrado que apenas avasalla en su tristanesca resolución. Como Rattle o Giulini, Tennstedt difumina la exageración o vulgaridad hebraicas. El público congregado el 13 de diciembre de 1988 en el Royal Festival Hall estalla tras el paroxismo triunfal y angustioso del coral conclusivo. La deliberada acritud de los timbres y la exuberancia de los planos sonoros chocan con la difícil acústica en la toma sonora (EMI).

  





Pierre Boulez llegó a Mahler después de descubrir las obras de Schönberg, Weber, y especialmente Berg. Consecuentemente su Mahler mira sin artificio al futuro, a las cercanas conquistas de dichos compositores. Inexorable alternando el terciopelo y el látigo, con gran impacto en los tuttis orquestales, Boulez moldea plásticamente los cambios de tempo sin necesidad de preparación previa. El equilibrio tímbrico es una de las señas de identidad del Boulez compositor, mediante el control dinámico de cada atril: Los vientos igualados en protagonismo a las satinadas cuerdas y una percusión a la baja, reprimida con puño de hierro. La marcial marcha, sabiamente dubitativa en el tema principal, solo arrecia marginalmente en el trío, buscando la emoción desde la claridad. Similar honestidad se persigue en el segundo movimiento, donde, como Walter, mantiene la línea conectando con fluidez los diferentes episodios. Estructurado scherzo, diríamos poco mahleriano por su sencillez panteísta, y que conserva intacto al oyente al final de la audición. Y ésta es precisamente la pega de un, por otro lado, irreprochable pero poco audaz adagietto. Excelente toma sonora, que hace justicia a las intervenciones de la maravillosa trompeta de la Wiener Philharmoniker (DG, 1996).

  





Con el acceso de Riccardo Chailly a las partituras pertenecientes al Royal Concertgebouw Orchestra, prolijamente anotadas por Mengelberg, podríase pensar en el inicio de una cruzada recuperadora de la tradición interpretativa (si bien “tradición es abandono”, Mahler dixit) del insigne director holandés. Chailly podría haberse erigido en su medium espiritual además de textual, por ejemplo en la colocación del primer trompa (atención a su lírico vibrato) inmediatamente situado detrás del concertino en el espectacular scherzo, dispuesto con acierto como eje central y concertante de la sinfonía. Nada más lejos de la realidad: Chailly se sitúa en esta misma línea (necesaria y) analítica y de neutralidad interpretativa, minimizando el aporte judío, pero en una latitud más templada que Boulez, Karajan o Abbado, por ejemplo en el carácter del adagietto, radiante, cariñoso y no desgarrado, aunque su tempo no siga el mandato historicista, con más técnica que comunicación. Vibrante el rondó final, con sus líneas internas finamente esculpidas, por no hablar de la velocidad suicida en el final del segundo movimiento. La modernidad del colorido poético mahleriano y la exposición de los detalles interiores se plasman en la gestión intensa de los múltiples micrófonos, quizá en demasía como en el arpa omipotente (Decca, 1997).

  





El concepto sinfónico como ente orgánico y progresivo debido a Jascha Horenstein (Berliner Philharmoniker en un concierto goyesco en Edimburgo en 1961, editado por Pristine) resucita en la lectura de Rudolf Barshai (Brilliant, 1999), poseedor de una erudición íntima y cohesionada de la partitura: Primer y segundo movimientos (un tanto restringidos) se fusionan en un propósito fluyente cuyo objetivo es un devastador clímax. Scherzolentísimo, permeado de fluidos ritmos de danza, salpicado del mecanicismo feliz de los vientos. El rápido adagietto (obviando las marcas de respiración pero exponiendo la tensión entre la melodía sincopada y las suspensiones armónicas) resulta sincero en su intrincada combinación con el sustancial rondó, desentimentalizado y de aplastante lógica contrapuntística. Máximo el interés bachiano porque la polifonía sea nítida en todo momento (de nuevo Mahler se confiesa: “No puedo describir como aprendo continuamente de Bach, como un niño, sentado a Sus pies”). Barshai, desde su formación como violista, gusta de enfatizar el registro grave en unas cuerdas de camerística nitidez. Capturado espaciosamente en una sola interpretación en vivo (con algún molesto ruido de audiencia) con reverberación cavernosa y extremismo dinámico (en general py pp suenan demasiado, escúchese el demoledor tam-tam en el segundo movimiento, c. 544). La Junge Deutsche Philharmonie es una entusiasta orquesta estudiantil que consigue aquí un arrebatador resultado.



 



Como es habitual en estas producciones de Telarc hay un instructivo añadido pedagógico, donde, apoyándose en ejemplos propios o ajenos, Benjamin Zander recupera al Mahler vintage con la convicción de un misionero: Se asienta en el muelle fraseo del propio compositor en su interpretación al piano para articular no sólo el ritmo fúnebre de la marcha, sino también la metodista enunciación de la trompeta solista. Asimismo el meticuloso adagietto, con las marcas de respiración cuidadosamente observadas, está fundamentado en la vetusta e inigualable grabación de Mengelberg. Zander lleva con plasticidad bernsteiniana a la Philharmonia Orchestra por el silencioso ímpetu del segundo movimiento; la claridad que aporta el tempo laborioso en el finalele resta algo de conmoción y energía. Entre ambos, el polarizado scherzodelata su importancia crucial en la estructura de la obra, y sus secciones contrapuntísticas revelan la necesaria separación antifonal entre violines. Parte de la paleta mahleriana se pierde en una familia de percusión perfectamente planificada pero poco audible en la toma sonora realizada en 2000.

 




 


Dejaremos sin respuesta las translúcidas provocaciones de Roger Norrington (Radio-Sinfonieorchester Stuttgart, Hänssler, 2006) pero no las de François-Xabier Roth, que tomó la dirección de la Gürzenich-Orchester Köln ciento y un años después de que esta orquesta ofreciera la premiére de la sinfonía en 1904. A pesar de estar compuesta directamente para una gigantesca orquesta, la instrumentación está tamizada por el gusto mahleriano de los sutiles efectos de música de cámara. Y a partir de ahí Roth traza una narrativa simple y disciplinada, de rasgos neoclásicos (la objetividad contemporánea de texturas aéreas y líneas claras), y redescubre su sonoridad, negándose a decorar o embellecer la música, ni a intoxicarla con histrionismos añadidos. El equilibrio tímbrico (enfatizando la polifonía en los planos de bajos) y los fraseos son diferentes a lo acostumbrado, con abundancia de portamenti y glissandi. Roth otorga una exquisita atención a las dinámicas, a veces virulentas, y descarta el vibrato a excepción de las escasas solicitudes de Mahler. Apremiante primero, rebosante de gravitación rítmica, y segundo próximo al mundo pastoril de la Cuarta. Claroscuros en el scherzo y sorpresiva sección final del adagietto, subrayando el Noch langsamer (más lento), como si cada nota dudara en descender y recuperara infelizmente su lugar dentro del acorde perfecto. Finale sin monumentalidad pero de gran transparencia mendelssohniana. La colocación antifonal de cuerdas y metales ya se había empleado por Kubelik o Barenboim, y obviamente es uno de las méritos de la grabación (HM, 2017). Quizá ya sin la mística de las generaciones que conocieron al hombre, las nuevas ya solo ven su música, las sinfonías clásicas del siglo XX.

  


 



Podemos estar de acuerdo con Barbirolli en que cada sinfonía de Mahler tiene un clímax. Yo lo encuentro en el compás 101 del adagietto, donde los contrabajos (llegando desde fortissimo) preceden a la resolución tonal de la melodía que los violines completan en la siguiente medida. El detalle no es baladí, ya que la inmensa mayoría de los directores anticipa el característico morendo del último compás del movimiento a los cuatro últimos (c. 100 y ss.), donde Mahler todavía exige la marcación tempo-emotiva Drängend (urgente). Algunos pocos respetan dicha minucia pero ninguno combina la carnalidad lujuriosa de los sforzati salvajes de Bernstein (1963) y Levine (1977), las tenues dinámicas de Shipway (1996) y Eschenbach (2004), los palpitantes rubati de Bertini (1990) y Barshai (1999), o la disposición antifonal de los violines de Meister (2011). Seguiremos esperando la versión soñada.

Elgar: Cello concerto

El Cello Concerto de Edward Elgar (1919) abandona laopulencia eduardiana de sus trabajos anteriores a la Gran Guerra hacia un íntimo y austero tratamiento orquestal que enfatiza la soledad del solista sin oscurecerlo a pesar de su gran tamaño. Un poema introvertido y conciso, una elegía para un mundo y una forma de vida perdidos, con libertad para mostrar su melancolía, desilusión y tristeza.
Los cuatro movimientos se subdividen en secciones de ánimo inestable, como una sucesión de intermezzi en los que el cello hace de narrador y protagonista:

I. El Adagio – moderato se abre con una declamación angustiada del solista (compases 1-8), al que la orquesta consuela con un primer sujeto cantado rítmicamente como una nana, en cuyas modulaciones las pasiones se inflaman (cc. 9-46). Tras un breve puente (cc. 47-54) vientos y cello insuflan el pastoral segundo tema, una mirada anhelante a la juventud añorada (cc. 55-74). Luego de una transición (cc. 75-79) el solista retorna a una florecida primera parte como un recitativo acompañado que oscila entre la ternura y la violencia (cc. 80-105), enlazando sin pausa al …

II. Lento – allegro molto: Desde la penumbra, el cello balbucea en busca de un indeciso scherzo, aceptado solo después de varios rechazos, un breve y elegante motivo con una parte orquestal mínima, donde el sujeto principal fantasea, y el cantabile segundo sujeto se oculta bajo las sombras. El juego se repite y se interrumpe, cual vuelo de libélula, involucrando al segundo motivo hasta un punto final alegre y bellamente ponderado, memoria de días más felices. Introducción (cc. 1-15); tema I (cc. 17-39); tema II (cc. 40-47); tema I (cc. 48-77); tema II (cc. 78-85); tema I (86-103); coda (cc. 104-129).

III Tres células que suben lentamente y un marcado descenso de tres notas introducen el único tema del breve Adagio, una amplia melodía iniciada por el solista y apoyada por la orquesta, que ostenta la firma elgariana de los amplios intervalos. Iniciando una repetición completa, la orquesta se involucra activamente. El violonchelo proporciona una breve coda que lleva a una repetición de las frases introductorias, donde Elgar declara una pérdida sin medida en esas notas finales portatoy detenidas sobre la dominante. Introducción (cc. 1-8); tema en si bemol mayor (cc. 8-26); tema en la mayor (cc. 26-44); tema en mi bemol mayor (cc. 44-52); coda (cc. 53-60).

IV. Allegro – moderato – allegro ma non troppo – poco più lento – adagio: La respuesta al adagioes una peligrosa y enérgica marcha en la orquesta, más sinfónica y de un heroismo inseguro. El desconcertado cello retorna al soliloquio desolado (introducción, cc. 1-19), pero la orquesta insiste, por lo que juntos entrelazan bulliciosamente elementos de rondó y sonata, pompa y circunstancia (exposición, cc. 20-83). El desarrollo (cc. 84-196) consta de repeticiones secuenciales en patrón de semicorcheas. Tras la recapitulación (cc. 197-280), la angustia se entromete gradual y wagnerianamente en la coda (cc. 281-352), obligando al violonchelo en un momento de pesadumbre suprema a recordar el desesperado enojo del comienzo, núcleo del concierto donde el mensaje cristaliza antes de la conclusión abrupta, contundente y superficial.



Al comenzar la primera grabación completa en 1928 (los mismos intérpretes habían abordado una drásticamente abreviada en 1919) Elgar alentó a la solista: “Don’t mind about the notes or anything. Give ‘em the spirit”. Y Beatrice Harrison comienza fluida, directa y sin adornos, con un vibrato estrecho y reservado para cuidadosa y paulatinamente ganar amplitud, inflexión dinámica y flexibilidad, impulsando su expresividad en los momentos lentos y en el gran portamento final. En el adagio la solista intenta incrementar el pulso metronómico mientras Elgar pugna por mantener las riendas rítmicas; en el stringendo molto (c. 31 y ss.) se da una extrema aceleración desconocida en las grabaciones posteriores. Irresistible el frenesí con que la solista y la sección de cellos enlazan su línea al unísono en la recapitulación (cc. 197 y ss.), con el trombón en glissando cercano a la caricatura grotesca, un entusiasmo que indica que Elgar no conceptualiza como tragedia la pérdida de coordinación y claridad en los pasajes orquestales. Como era norma en la época, Elgar es impredeciblemente elástico en tempi y fraseo (a veces en desacuerdo con sus propias marcaciones en la partitura), con un uso pronunciado del vibrato y menos obvio del portamento. La entonación de The New Symphony Orchestra (nombre que encubre a la agrupación del Royal Albert Hall) no siempre es perfecta, los atriles de graves van retrasados a veces, y cumple con la característica heterogenidad contemporánea de timbres en los vientos. La restauración de Dutton ha mejorado ostensiblemente las ediciones de EMI o Naxos, ensanchando la amplitud y fortaleciendo los graves.





Aunque sin duda Adrian Boult tenía un concepto más restringidamente británico de la obra, apoya fielmente a Pau Casals en sus meandros retóricos y sentimentales, en las inflexiones rapsódicas y en los acentos dinámicos y rítmicos en casi cada compás, y da innumerables oportunidades para que el concierto sea tocado como música de cámara, con el cello asumiendo el rol de primus inter pares. Una personalísima visión romántica de plasticidad, vigor muscular, ataques variados y entonación ajustada a las demandas armónicas, con secciones profundamente meditativas, que impuso durante décadas una tradición bien alejada del canon elgariano pero que el propio compositor aprobó y disfrutó en concierto en los años 30. La estridente cuerda de la BBC Symphony Orchestra pierde su configuración antifonal en la toma monofónica de 1945 (EMI), que recoge alguno de los célebres gemidos del solista, quien solía bromear con la posibillidad de duplicar el precio de sus discos ya que, además de lo instrumental, ofrecían un bonus vocal.





Quizás sea acertado ignorar todas las adhesiones sobre el trágico destino de Jacqueline Du Pré, responsable de la consolidación de la obra en el repertorio e influencia consciente sobre varias generaciones de violonchelistas. Escogiendo velocidades parsimoniosas y dinámicas atrevidas, comunica su intuición nativa y honesta con su timbre hermoso (a sus veinte años empleaba el Stradivarius de 1712 conocido como Davidov), libremente romántico con anticuados portamenti, hiperactividad plástica, furia adolescente y exasperada: intensidad elocuente y alegría contagiosa en el scherzo; expresiva en el adagio y desafiante en el final. John Barbirolli, que había tocado en la misma London Symphony Orchestra en su premiére, logra una comunión milagrosa con el acompañamiento, de pianissimisusurrados, asimilado a un orfeón que refuerza el tono dramático y solitario del cello. Escuchando el flamante documento jamás podríamos sospechar que su conjunción necesitó de treinta y siete tomas (EMI, 1965).
Más discutibles sus ardorosas grabaciones posteriores: En una, porque la urgencia de la solista se libera inmediatamente y Barbirolli tiene dificultades para encauzar a la orquesta en su impaciente persecución (BBC Symphony Orchestra, Testament, 1967); en la otra, porque la desesperanza carga su nuevo y moderno instrumento, y quizás resulta magnéticamente exagerada, especialmente en su contraste con el cuidadoso Barenboim (Philadelphia Orchestra, CBS, 1970).





No solo la influencia conceptual de Yo-Yo Ma es evidente, también es muy diferente el sonido del mismo Davidov de Du Pré: Ma en vez de atacarlo lo engatusa, lo perfuma con fantasía y lo acuarela con distinción, refinamiento y nobleza. Florido arranque del primer movimiento, al límite de la audibilidad, y misterioso el volátil scherzo que ofrenda una clase magistral en la escrupulosa marcación dinámica, en la entonación y articulación de las coloridas y desvergonzadas semicorcheas. Mientras la música progresa, Ma siente la necesidad de regodearse en una especie de manierismo retórico, concluyendo cada nota de importancia significativa con un roce del arco. André Previn teje un soñador tapiz sonoro con la London Symphony Orchestra, acomodando las frases a la expresión del solista, muy integrado en la toma orquestal (Sony, 1985). Juntos conjugan las transiciones entre secciones de manera muy natural.





Pieter Wispelwey avisa en el libreto del disco acerca del peligro que supone intentar una lectura propia, ajena al canon Du Pré-Barbirolli. Afortunadamente su individualidad, su experiencia en la corriente historicista, y su sonido característico, murmurado y dolorosamente restringido, ofrecen una óptica sincera e inteligente. Primer movimiento riguroso, recuperando los briosos tempi del propio Elgar. La apertura del scherzo, a veces un eslabón débil, asfalta con gran aplomo la senda lógica hacia el allegro molto. Adagio cual meditación concentrada, de intensidad minimalista. Jac van Steen consigue de la Netherlands Radio Philharmonic un acompañamiento muy afable, dúctil e imaginativo, equilibrando pedagógicamente secciones en una estructura homogénea innerente a la obra, con intimidad camerística y transparencia de los vientos. Perspectiva panorámica, puntillista y minuciosa en cada detalle instrumental (Channel, 1998).





Inmaculadas las semicorcheas del scherzo, de finura mendelssohniana, resbalando en el dorado timbre que logra Sol Gabetta; y brillante el estilo dialogado en el desarrollo del último movimiento entre dos voces contrastadas: Una se caracteriza por arcos cortos marcato y breve portamenti; la otra, más carnosa, con frecuente y lozano portamento. Este enfatizado fraseo desemboca en las modulaciones murmuradas de la coda. Grabación empastada y rotunda de un concierto (RCA, 2009) a cargo de una Danish National Symphony Orchestra pastoreada de guisa elegante y bellamente redondeada en las maderas por Mario Venzago.





Jean-Ghihen Queyras concibe una pulida, tierna y sofisticada remembranza: Aporta discreción y primor aristocrático (corcheas con puntillo en c. 31), y emplea el recurso del vibrato, muy jugoso, como elección expresiva y no automática. Primer tema calmado, de perfecta limpieza técnica en entonación, ataque y articulación; adagio de atmósfera nocturnal y schummanesca, con la textura polifónica orquestal densa y oscura, pero sin caer en la angustia mahleriana. El también violonchelista de formación Jiri Bělohlávek conquista una profundidad verosímil de las detalladas reacciones de la BBC Symphony Orchestra, al modo de un coro helénico en la sombra (HM, 2012). Un Elgar contemporáneo, el primer inglés progresista.




Steven Isserlis parametriza su lectura hacia la introspección monacal (sin llegar a la sobriedad suprema de Starker), en torno a la pureza clásica y la delicadeza sensible sobre un fraseo rapsódico, si bien reposadamente brahmsiano. Primer movimiento muy ágil, casi al nivel del propio Elgar. En el adagio rescata la profunda y desolada emoción sin sentimentalidad excesiva de la pionera grabación de Harrison. Los implorantes y devastadores compases que siguen al poco più lentodel finale desprenden una hipnótica fragilidad. Donde la última mirada en la coda de Du Pré era atormentada y la de Queyras desafiante, la de Isserlis es resignada, y subraya la coherencia de la estructura arquitectónica. La siempre colosal, y de alguna forma amenazadora, Philharmonia Orchestra comandada por Paavo Järvi, está perfectamente equilibrada con el timbre radiante y de ricos graves que proporcionan las cuerdas de tripa del instrumento solista (Hyperion, 2014).


Vaughan Williams: Sinfonía nº 5

Aunque la vida de Ralph Vaughan Williams transcurre en el S. XX sus principios estéticos y creativos descansan histórica y geográficamente en la Inglaterra victoriana, cimentados en el folcklore, esencial en sus escritos, conferencias y apariciones radiofónicas, y que en su obra se manifiesta idealizado, incluso imaginado; de hecho la hermosa serenidad de su 5ª Sinfonía parece incongruente con los horrores contemporáneos, ya que la misma noche de su estreno en junio de 1943 Londres fue bombardeada.
Pese a que Vaughan Williams siempre negó un posible carácter programático “It never seems to occur to people that a man might just want to write a piece of music”, emplea como base del desarrollo musical melodías tomadas de su, por aquel entonces, ópera inacabada The Pilgrim’s Progress. Bajo la faz aparentemente calma fluye un mundo modal-polifónico en el que la tonalidad solo se establece claramente en el epílogo conclusivo. Las capas contrastantes diatónica y cromática coexisten en diferentes planos sin interactuar, neutralizando el conflicto.
Entidad sin costuras, con poderoso sentido de unidad y dirección a pesar de sus muy dispares contituyentes, se distancia ya en la nomenclatura de los clásicos cuatro movimientos:
I. Prelude: La inestabilidad armónica hace que la percepción de la estructura sonata se vea comprometida en una aparente noción de ideas disjuntas: Una lenta, neblinosa y oscilante exposición de un primer grupo de temas (compases 1-59) modula hacia un soleado segundo grupo (cc. 60-91) que se combinan a menudo en forma de canon; acelera a allegro un breve desarrollo de motivos varios, tanto melódica como ritmicamente, con las cuerdas constantemente en movimiento bajo el siniestro viento (cc. 92-163); una llamada de la trompa marca la recapitulación del primer grupo (cc. 164-184) y, a continuación y más extendida, del segundo (cc. 185-224); la coda se desvanece en la distancia (cc. 224-237). La orquestación en diferentes planos sonoros conduce el movimiento plácidamente en su mayor parte, con un avieso trasfondo que apenas araña el exterior.
II. Scherzo. Presto misterioso: Un inquieto rondó en cinco partes ABA’CA’’, irregular en ritmo y contrapuesto en carácter, de raveliana ligereza, que partiendo desde una simple figura sincopada se alarga en un anhelante tema cantarín, con cuerdas y vientos en alternacia antifonal, notable por el metal explosivo y el cotorreo de las maderas, cual gárgolas aprensivas y descontentas: A) (cc. 1-172); B) primer trío (cc. 173-292); A’) (cc. 293-346); C) segundo trío (cc. 347-424); A’’ (cc. 425-473) se desvanece en una textura tenue, casi transparente.
III. Romanza. Lento: La primera parte pastorea un ambiente lírico y homofónico A (cc. 1-38) y A’ (cc. 39-93); continúa un agitado pasaje polifónico en las cuerdas con arabescos y cromatismos en las maderas B (cc. 94-147), donde el drama se afirma en oscuridad soterrada; culmina en un apasionado aleluya con el timbal intentando asentar la tonalidad, difuminándose en una mágica coda con las cuerdas agudas sobre la distante llamada de la trompa A’’(cc. 148-202).
IV. Passacaglia. Moderato: Sobre un tema básico de siete compases, generalmente en los graves, se va estructurando un grupo de variaciones que rápidamente evoluciona en favor de secciones imitativas contrapuntísticas encadenadas con fanfarrias (cc. 42-152); le sigue un desarrollo discordante en su impresionismo acuarelado cuya tensión redundante aumenta a través de los cambios de ritmo (cc. 153-215); el epílogo es un rito de purificación armónico que permite una fantasía recapitulatoria sobre temas del primer movimiento (cc. 216-281) y se disuelve en la bienaventuranza de las cuerdas.
Ralph Vaughan Williams lideró con 79 años el concierto de los Proms del 3 de septiembre de 1952. Técnicamente limitado, de palabra gentil y actitud humilde hacia los atriles, dirigía con un mínimo de gesticulación y una sinceridad al límite de la brusquedad. Un fraseo fluido y legato balancea inquietud y reflexión, si bien algunos detalles orquestales pueden quedar agrisados en los atriles de la London Philharmonic. Bien reflejados los colores cambiantes, las áreas sombreadas, la orogenia de las dinámicas. Prelude directo y bonancible, pero con la necesaria maldad en los vientos. Scherzo comparativamente tosco, sin la vigorosa determinación de la passacaglia, particularmente precisa en la articulación del clímax. La edición Somm, cálida y poco ruidosa, palidece en los agudos. El comienzo de la romanza no fue grabado (los acordes iniciales hasta la entrada del corno inglés), por lo que se han prestado esos compases de la premiére que RVW dirigió con esta misma orquesta en 1943 y cuya copia doméstica circula shhh, shhh por los cenáculos upper-classbritánicos. Esperemos que sean condescendientes y sea dada a conocer algún día.
 

De un perfil más sobrio es Adrian Boult, en plenitud de facultades en 1953, que halla drama y espiritualidad en cada compás con la misma orquesta londinense. Corona el clímax del veloz prelude con tempestuosos trémolos en octavas tchaikovskivianas. La toma sonora perjudica la exuberancia tímbrica en el scherzo. Minuciosa romanza, donde destaca un anhelante rallentando al final del tercer enunciado del tema principal, justo antes del pasaje a solo del violín (cc. 172-178). Bien en las difíciles transiciones de la passacaglia, donde el suave timbal consigue que el impacto armónico no quede enmascarado. Su coherencia sinfónica, algo chirriante, fue grabada por Decca en presencia del compositor, con el que compartió cercana asociación, elitista educación e inabarcable cultura durante cuatro décadas. El fuego sagrado se ha extinguido en su posterior versión (EMI, 1969), menos incisiva, confundiendo la reposada superficie con la clave unitaria de la obra.
Se suele preferir la postrera grabación de John Barbirolli con la Philharmonia (EMI, 1962), de combustión espontánea y vitalidad lacerante -en las páginas finales de la obra (los grupos de atriles resolviendo acordes cruciales) hay una deliberada falta de integración del conjunto en favor de la atmósfera apasionada- en detrimento de la pionera versión con su propia orquesta, la recientemente formada Hallé (Dutton, 1944): Reflejo de la rápida lectura del propio compositor del año anterior, es aún más intensa la libertad emocional del prelude, con un clímax frenético y un gran ritenuto antes de la coda. Espectral el mágico correteo en el pasaje cantabile antes del final del scherzo (cc.  426-438). Escuetamente contemplativa la romanza, nadie como él manejó la resolutiva transición al re mayor del epílogo, con sus trascendentes aleluyas, que old Barbyconsideraba dignas de Bach. Sonido monofónico milagroso.
No debe extrañarnos que la óptica aplicada por Andre Previn, pianista jazzístico en los 50 y 60, sea ruidosamente extrovertida (en la acepción shakesperiana) y emocionalmente devastadora. El volumen de las cuerdas de la London Symphony Orchestra en el primer movimiento es mucho mayor del mezzoforte prescrito, con gentil insistencia en los largos trazos que van avanzando hasta el tormentoso desarrollo. El scherzo se ciñe a la marca presto misterioso y su lento pulso resulta velado y enigmático, de elegancia poco común y refinamiento afrancesado. A partir de los susurrados acordes iniciales en las cuerdas se percibe un crecimiento espontáneo de la emotividad en la romanza: destacan el radiante timbre grave en los cc. 150 y ss., y el melancólico himno en la viola (cc. 195 y ss). Metales enfáticos en la passacaglia. Opulenta grabación en la época (RCA, 1971), hoy parece algo débil, con las aportaciones de los solistas artificialmente focalizadas aunque todavía impacte su rotunda percusión.

Vernon Handley enuncia una disertación lúcida y a la vez espiritual y mayestática; la naturalidad de los tempi se ve acompañada de una evolución orgánica y fluida de los momentos de transición y climáticos: ya el preludeestá impregnado de una santidad que se permite intensidades egregias. En el scherzo Handley plantea una ligereza mendelssohniana a la textura, y además minimiza las divergencias de ritmo en pos de la continuidad tranquilizante. El efectivo manejo de las dinámicas y cierta libertad de tempi y rubato le dan dramatismo a la romanza. La passacagliaestá llevada con una concentración triunfal que no suaviza su vigor intelectual. Paisaje sonoro más homogéneo que analítico en la espléndida toma sonora donde la Royal Liverpool Philharmonic Orchestra no tiene nada que envidiar a los más afamados conjuntos londinenses (EMI, 1986).
El despiadado Bryden Thomson es casi la antítesis de Previn y expone con crudeza la ambigüedad tonal de la sinfonía. Dado el criterio inquisitivo, trascendente y funéreo se le perdona hacer caso omiso de las marcas dinámicas al principio de la obra, que va creciendo en ímpetu y claroscuros con el avance de los compases, las cuerdas graves propulsando la sinfonía desde su quieta y segura pujanza, lanzando el canon contrapuntístico (cc. 90 y ss.) hasta romper fff en el c. 147 (y no antes) con una corpulencia inigualada ni siquiera por Boult. Scherzode chocante oscuridad, cercano en carácter al de su sinfonía Londres. Thomson tortura la zona media de la romanza (desde 144 y ss.) y trata con rudeza los temas de la sección 3 en la passacaglia. La reverberación eclesial reconforta las frecuencias altas en las cuerdas de la London Symphony Orchestra en este cinemático registro (Chandos, 1987).
Ejemplar bruckneriano y mahleriano, pero ¿cómo osa Bernard Haitink adentrarse en las más británicas de las aguas? No son tan dispares estos universos: tanto la personal apreciación de tempo y estructura como la transparencia de texturas que premia el detalle orquestal son aspectos tradicionalmente centroeuropeos que se adhieren perfectamente a RVW. Visión sosegada, seria y meditada, sepulcral, paciente y sofisticadamente tocada (superando los 43 minutos), con libertad de tempi y espléndida abundancia de ritenuti y rallentandi. Tras el pivote estructural del prelude (Tutta Forza, cc. 185 y ss.) el gran apaciguamiento subsiguiente quizás no tenga la intensidad del creyente, pero a mis oídos su retorno misterioso y poético a los temas anteriores alcanza una trascendencia parsifaliana. Si el scherzo desprende un perfume raveliano (con intervenciones del metal menos irascibles y más gamberras de lo habitual), la mesurada romanzasonará a algunos distante, incluso fríamente sibeliana (a quien la sinfonía fue “dedicada sin permiso”); sin embargo, Haitink maravilla anticipando (sin la misma orquestación masiva o disonancia extrema) la conexión temática y el sentido angustioso de la traumática apertura de la 6ª Sinfonía (cc. 130-147). La London Philharmonic Orchestra radia belleza en su impar conjunción (EMI, 1994).
Roger Norrington propone una disección objetiva, conscientemente reticente en lo emocional, pero sin la visión arquitectónica a gran escala de un Haitink. Bien empastados los profesores de la London Philharmonic Orchestra, su impecable precisión rítmica deja paso al expresivo rubato cuando Norrington lo juzga necesario, como al final del puntillista scherzo, en el efusivo y flexible pasaje cantabile para cuerdas justo antes de la coda final (cc. 426 y ss.). Sin trascendencia la romanza. Mejor la inercia newtoniana de la passacaglia. La grabación (Decca, 1996) destila una pátina brillante sobre la claridad radiográfica.
El vibrante y fervoroso Richard Hickox dirige la London Symphony Orchestra con un parejo refinamiento a la perspectiva de Previn, pero quizás con un mayor equilibrio textural. La libertad agógica se añade a la evolución tonal del primer movimiento, en el que destacan hacia el fin del segundo grupo de sujetos (cc. 81 y ss.) una tercera descendente en modo frigio y una demoniaca llamada en el fagot, liberada ya de la flemática trompa que arranca la obra. Scherzo compacto, todo misterio y finura, sin fragmentarlo en áreas inconexas de conversación. Matizados contrastes de tempi en la romanza, con el cello a solo (c. 13 y ss.) espléndidamente articulado. Claridad contrapuntual en la passacaglia. El registro de Chandos ofrece un amplio intervalo dinámico y una ejemplar documentación de las frecuencias graves (1997).
Mark Elder conjuga músculo dinámico con la unidad tímbrica de la Hallé Orchestra, registrada en concierto de manera suprema, iluminando las aportaciones de los instrumentos solistas, sin ruidos espúreos (Hallé, 2011). La introspección inicial  contrasta con la fúlgida modulación impulsada por la vibrante percusión (c. 60); las figuraciones de la cuerda en el desarrollo mantienen el tempo estable en modo paisajístico sibeliano. Significativo scherzo a media luz, al límite de lo perverso, con repentinos relámpagos, entrecruzamiento malicioso de maderas y cuerdas, que se forma y se disuelve gradualmente, con una prosperidad natural de los tempi que es la impronta más notable de este registro. Reverenciada romanza, casi una semblanza religiosa. Ansiedad anticipatoria en la passacaglia, previa al esplendor final, perspicaz y etéreo.

 

Sibelius: Valse triste

En 1903 Jean Sibelius compuso la música incidental para el drama Kuolema (Muerte) de su cuñado Arvid Järnefelt, prominente discípulo de Lev Tolstoy. Sibelius tampoco fue inmune en esta etapa temprana al romanticismo nacionalista finlandés, con sus principios de igualdad social, resistencia pasiva al mal y cultivo de una vida simple. La pieza de la escena de apertura fue reorquestada un año más tarde para flauta, clarinete, trompas, timbales y conjunto de cuerda y publicada como Valse triste, op. 44 , y está marcada por una intensa comprensión de las inexploradas posibilidades del color de las cuerdas, mientras se manejan los desatendidos registros bajos de la orquesta (contrabajos y timbales) con gran virtuosismo.

Su esquema musical puede ser articulado en tres partes:
I Introducción (compases 1-40): La sección de cuerdas con sordina realiza una lenta secuencia cromática, engañosamente simple, de acordes tónicos ascendentes y descendentes que van presentando las principales claves de la pieza. En los últimos compases los violonchelos lideran una profecía expresiva.
II El cambio a sol mayor (cc. 41) ilumina con otro semblante un ritmo de vals hasta el tema principal propiamente dicho (c. 73). La sugerencia a pasar a mi menor evolucionando a una melodía más danzable (c. 87) no se completa, y el motivo de apertura retorna para cerrar este segundo apartado (c. 106).
III Tras ocho compases los vientos presentan el vals en sol mayor (c. 115), completándose ahora sí su mutación a mi menor; el subsidiario argumento danzable es introducido poco risoluto (c. 130). El clímax de este nuevo tema regresa a sol menor donde culmina en una presentación presurosa del motivo inicial (c. 170) y donde por vez primera interviene el timbal con el que Sibelius habitual y deliberadamente recrea el forestal susurro pedal. Los últimos ocho compases lento assai cierran de manera lúgubre y efectiva.

A pesar de su pequeño tamaño, el melodismo italiano (o más bien tchaikovskiano) y la tensión germánica (su peregrinaje a Bayreuth en 1894 tuvo un enorme impacto en el lenguaje sibeliano) que produce su evolución tonal recuerdan, en una escala temporal totalmente diferente, sus inmediatas predecesoras posromántico-épicas (1ª y 2ª Sinfonías) y prefiguran la base creativa de alguna de sus posteriores y magnas compañeras.




No puedo resistirme a la eficiencia castrense de la banda de vientos del Ejército del Imperio Británico, The Band of H.M. Coldstream Guards (¡desde 1685!), comandada en sus 44 unidades de tropa por el Teniente-Coronel John Mackenzie-Rogan. Rigurosamente música de vanguardia (HMV, 1910), cumple su estricta entonación sobre un conciso staccato, y, pásmense ustedes, tras la agónica renuncia al cambio armónico (c. 87) su rauda marcha militar repentinamente arrastra los pies cual mastodóntico paso sevillano. Atención, este regimiento tocaba música clásica en las ceremonias reales para multitudes de centenares de miles de britons, entusiasmados de tener un ritmo para cantar y bailar. Se dice que llegaban a bailar con Tannhauser… Decididamente eran otros tiempos.





El propio compositor condujo frecuentemente el Valse Triste durante su carrera como director, a menudo demandada por el público como un bis. Sin embargo jamás grabó ni ésta, ni ninguna otra de sus obras. Sin embargo las fuentes nos dicen que favorecía “acentuaciones salvajes y ritmos explosivos” y que aconsejaba a los directores que, en su música, “había que dejar que los detalles flotasen como carne en salsa”. En 1927, su cuñado Armas Järnefeld cocinó al podium de la Orchester Der Staatsoper Berlin (Parlophone) una receta familiar con rallentandirománticos por doquier, cual suspiros febriles y elásticos, dentro de una cadencia ligerísima. ¡Bon appétit!





Eminencia británica del periodo de entreguerras, Thomas Beecham radicaliza la ambivalencia siempre presente en Sibelius en una personalización neurótica y bipolar en los dos temas del Valse Triste: La London Philharmonic Orchestra esmerila con impacto dinámico y ritmos inteligentemente marcados, y reúne una enigmática mezcla: melancolía junto a efervescencia. Ostentoso y arrogante el muscular rallentando asociado al diminuendo en el c. 151 y ss. El sonido añejo de violines estrechos y bajos escasos no debe menoscabar el valor de este documento dada la dificultad y coraje de grabar la obra de un autor todavía vivo (Warner, 1938).





El otro gran director isleñode la primera mitad del S. XX es John Barbirolli, pionera autoridad fonográfica en la obra sibeliana. Al frente de la Orquesta Hallé de Manchester, cuya titularidad, con enfrentamientos directos y odios salvajes, peleó con Beecham, muestra en detalles acentuados y contrastados una sutil expresividad: Por ejemplo, en los primeros compases arpegia el acorde de violas y segundos violines anticipando el despliegue que poco después Sibelius refleja en la partitura. A pesar de que los timbres orquestales no están idealmente pulidos, la incandescencia dramática va creciendo con audacia, enfatizando los vientos que colorean los temas y concitando fiereza en los cuerdas agudas (EMI, 1966). hostilidad atmosférica.





La comparación de las lecturas de Herbert von Karajan es apasionante. Quizá no haya gran diferencia en la interpretación aunque sí se perciben maduraciones sutiles (de la impactante robustez viril a la postrera dulzura de pulidos contornos). Descartadas las mezclas modernas de puntillismo microfónico, la excelente toma sonora de 1967 (DG) va desplegando suspense a paso lánguido, desde el mayestático pizzicato, palpable y puede que aparatoso, manejando las transiciones con obsesiva sofisticación tonal. Abstracta homogeneidad tímbrica de la Berliner Philharmoniker, sí, pero Karajan dicta que las sedosas y densas cuerdas graves dejen sitio a un furioso clímax expresionista, señalando la obra como música de pleno siglo XX. El mismo Sibelius dictaminó después de escuchar su grabación de 1953 que Karajan “es el único director que comprende la 4ª Sinfonía”.





Si usted desea perseverar en la vía BB e iniciar un entrenamiento de travestismo pruebe la escucha de Leonard Bernstein, donde la personalidad de los tempi o el control de las dinámicas dan lugar a una poesía de los violines finales con un extraordinario poder evocador a aire otoñal y decadencia personificada. La aspereza tonal de la New York Philharmonic Orchestra refleja más un rasgo de carácter que una imperfección de aquella época (Sony, 1969).





La Bournemouth Symphony Orchestra a los mandos de Paavo Berglund hace gala de una transparencia exclusiva e insuperable: Enlazando y casi superponiendo conscientemente las líneas crea un crecimiento orgánico de las células temáticas, y por ende logra hacer más trágico el desfallecimiento en el fallido tránsito a mi menor (c. 87). Los tempifluctúan furtwänglerianamente con la culminación melódica. Naturalmente que esta pretendida espontaneidad es el resultado de una estudiada precisión. Excelente contribución de los timbales dentro de la panorámica grabación (EMI, 1972).





Los compradores del ciclo Sibelius que Neeme Järvi y la Gothenburg Symphony Orchestra realizaron para el sello BIS a mediados de los 80 quedaban perplejos por el sangriento aviso que en sus portadas rezaba WARNING Contrary to established practice this recording retains the staggering dynamics of the ORIGINAL performance. This may damage your loudspeakers, but given first-rate playback equipment you are guaranteed a truly remarkable musical and audio experience. Aparte del obvio interés de marketing la grabación arroja un carácter impulsivo y espontáneo que define al director estonio. Y, en el caso de su segunda lectura, (DG, 1995) una voluptuosidad y delicadeza en el ritmo de vals que potencian su sentido épico.





Herbert Blomstedt traza un limpio, correcto, juicioso reconocimiento de la arquitectura del pentagrama, racionalizando a media voz el discurso, y huye, con su imperturbable tranquilidad, de excesos románticos. La San Francisco Symphony Orchestra (Decca, 1991), persuadida por su lucidez, cree en su distanciada sinceridad y le sigue en su itinerario por la estructura.





La grabación de James Levine con la Berliner Philharmoniker (DG, 1992, en concierto) presume de una amplitud dinámica sobresaliente, empezando con un carnoso e inigualado pianissimo. El muy lento tempo se va acrecentado entre empujones de entusiasmo temperamental y calderones macabramente disueltos en el vacío, sin asomo de fraseo danzable en el vals, pero con una petulante convicción emocional e intrusiva, violenta y perturbadora, reinterpretando (re-componiendo) la obra en un drama visceral, crudo y superficial, y en última instancia basto.





Colin Davis ha demostrado ser un entusiasta de Sibelius, hasta el extremo de haber llevado al disco su ciclo de sinfonías en tres ocasiones. La nerviosa excitación (y quizá más persuasiva) de la lectura previa de Boston (Decca, 1980) ha rolado en la posterior con la London Symphony Orchestra (RCA, 1994) hacia un ambiente sonoro más pausado, incrementando el aspecto tímbrico y subrayando el acompañamiento figurativo. Un Valse triste contenido y distanciado, dominado por la elegancia a la hora de planificar y construir cada fragmento. Como el mismo Davis confiesa, no le importa desobedecer las marcaciones de la partitura en aras de conseguir un efecto concreto. Y añade conscientemente siempre un toque de misterio, con líneas y diseños permaneciendo medio enterrados en las texturas a pesar de (o por) la incomparable claridad en línea y articulación, que desvela con visión microscópica el entrelazado de urdimbre y contrahilo que va tejiendo el lienzo sibeliano, sin por ello caer en el análisis autópsico. Davis mantiene la capital elasticidad de los tempi, sujetando las pausas y permitiendo girar con mesura el vals. Ambiente cálido pero no excesivamente reverberante, con algunos instrumentos esculpidos en vivo en la amable mezcla.





En 1997 Osmo Vänskä grabó en primicia la versión original para el teatro. Aunque las diferencias con la reorquestación definitiva no son escandalosas, permiten seguir el proceso creativo del que partió Sibelius: solo para conjunto de cuerdas, con pequeños cambios melódicos y armónicos como la adicción del strettoantes de los compases finales, donde incluyó los tres acordes a cargo de los violines a solo, cuyo último suspiro reemplaza el abrupto final del original. Vänskä es desafiante, descarado y meticuloso en la lectura de unos pentagramas henchidos de indicaciones de gran precisión, y por tanto de filosofía inversa a Colin Davis. De tímbrica más melancólica y menos inquietante que con la incorporación de vientos, el esquema arquitectónico de la miniatura se arma a partir del espectro dinámico. Posteriormente Vänskä ha vuelto a grabar la obra con la misma Lahti Symphony Orchestra (BIS, 2007) en su versión revisada, con un nivel superior de ejecución técnica y una toma sonora de perspectiva en profundidad asombrosa.






A pesar de las tempranas celebridad y pensión vitalicias, Sibelius pasó toda su vida al borde de la quiebra debido a la pésima mercantilización de sus obras y su perenne adicción al alcohol. Tanto es así que, en 1915 un grupo de admiradores hubo de realizar una colecta para salvar el piano Steinway de los alguaciles que ya estaban llamando a la puerta de Ainola. El instrumento, que asistió a la composición de las obras de Sibelius durante sus últimos 50 años, es ajeno a los enormes especímenes modernos destinados a proyectar tsunamis en salas de concierto, y se mantiene en plena forma, reteniendo su avellanado cuerpo tímbricode confortable opulencia. Folke Gräsbeck encapsula la reducción (transcrita por el propio compositor) en ritmos gentiles, subrayando la robustez de unos tintes oscuros que rezuman nostalgia. La mano izquierda articula cascadeantes figuras colorísticas y vibrantes, sin exageradas dinámicas. La toma sonora, realizada in situ en el salón familiar sibeliano (BIS, 2014), prolonga la sensación doméstica, íntima, introspectiva.


Grieg: Peer Gynt Suites

En 1874 Henrik Ibsen solicita al músico por entonces más notorio del incipìente nacionalismo noruego, un joven de 30 años llamado Edvard Grieg, que componga música incidental para su drama poético Peer Gynt. La producción original requería un desorbitado elenco de actores (una cincuentena) poblando una complicada e interminable escenografía donde la acción se desplaza de Noruega al norte de África. Posteriormente Grieg extrajo y reorquestó ocho movimientos de la larga partitura, organizándolos en dos breves suites, siguiendo una lógica puramente musical e ignorando el contexto de la secuencia original.

La música nace libre de complejas estructuras o postulados intelectuales, dentro de un patrón secuencial repetido, con acaso un escaso desarrollo. Las armonías están influidas por el romanticismo alemán y anticipan el impresionismo francés pero florecen con el aroma de una auténtica inspiración popular en las primitivas escalas y los severos acordes. Sugestiones fugaces y coloristas, poéticas y líricas, de “atractivo morboso” (que decía Turina) y con un “cierto sabor a bacalao” (el propio Grieg).
Suite nº 1
1 La mañana se va iluminando por los vientos y finalmente por la cuerda en un rompiente de gloria antes de desvanecerse serenamente. A (cc. 1-29); B (cc. 30-49); A’ (cc. 50-67); Coda (cc. 68-87).
2 La muerte de Aase: Melodía desnuda y desgarradora confiada a la cuerda, que sigue la forma favorita del compositor de repetir el material en tónica y dominante: A (cc. 1-24); B (cc. 25-45).
3 La danza de Anitra: A tempo de mazurka sostenida por el triángulo y pizzicati, su danza es cantada esencialmente por los primeros violines y modula varias veces antes de retornar a la tonalidad de partida: Preludio (cc. 1-2); A (cc. 3-22); B (cc. 23-38); A’ (cc. 39-68); A (cc. 69-89); Coda (cc. 90-91).
4 En la gruta del rey de la montaña: Una frase de cuatro compases es repetida meramente en la fórmula tónica-dominante, pero la excitación torna irresistible mientras la música acumula velocidad y alcanza su paroxismo en los feroces compases finales: A (cc. 1-25); A’ (cc. 26-49); A’’ (cc. 50-73); Coda (74-88).

Suite nº 2
1 El secuestro de la novia. Lamento de Ingrid: La imploración de Ingrid en el andante es contestada por el despectivo Peer Gynt en el furioso: A (cc. 1-14); B (cc. 15-67); A’ (cc. 68-82).
2 Danza arábiga: En la versión original el coro interviene en los extremos; en la parte menor, en lugar de los primeros violines es una mezzosoprano la que amelcocha la tornasolada canción de Anitra: A (cc. 1-11); B (cc. 11-19); A’ (cc. 20-45); C (cc. 46-97); B (cc. 97-105); A’ (cc. 106-131); Coda (cc. 132-147).
3 Peer Gynt regresa a casa (Noche tormentosa en el mar): Los acentos wagnerianos, los trémolos de los bajos, las lejanas llamadas de las trompas, crean una atmósfera densa a la que contribuyen la sombría tonalidad y la utilización especialmente expresiva del cromatismo: A (cc. 1-36); A’ (cc. 37-78); B (cc. 79-122); B’ (cc. 123-178); Coda (cc. 179-192).
4 La canción de Solveig: En el arreglo orquestal para la suite los primeros violines reemplazan la voz original de soprano sin hacer justicia a la melodía ni a la tierna vocalización con la que acaba cada estrofa: Preludio (cc. 1-7); A (cc. 8-24); B (cc. 25-38); A (cc. 39-55); B (cc. 56-69); Coda (cc. 70-76).








El carismático y controvertido Thomas Beecham ya había grabado a finales de los 30 algunos de los números de Peer Gynt. Excéntrica y emocional, esta grabación realizada cuando la Royal Philharmonic Orchestra estaba en su cima sigue siendo imprescindible (EMI, 1956). Beecham exhibe su amplia carrera teatral en las intervenciones de los vientos solistas en estilo concertante, equilibradas en las texturas con las cálidas cuerdas, todo ello dispuesto sobre una articulación cortante y una vibrante percusión que sigue los deseos de Grieg de que “debe intensificarse el contraste entre los diferentes caracteres” y “el bombo y los platillos deben atronar al máximo”. Destacar la acentuación de las intensas y sincopadas notas pedal en el registro de las violas (cc. 14-18) en el Lamento de Ingrid, y la juiciosa elección de un tempo que no requiere ser cruelmente escalado cuando las voces, ásperas y terroríficas, se unen en En la gruta del rey de la montaña. Con similar intensidad pero con diferentes sabores podemos encontrar otras dos B: Bernstein (New York Philharmonic, Sony, 1967), con sus personalísimos y frecuentes cambios de tempi, y mi favorito Barbirolli (Philharmonia Orchestra, EMI, 1969), líricamente espontáneo, sutil en dinámicas, vibrante y enérgico, delicioso en sus flexible rubati. Vigoroso en sus procedimientos, operático en sus resultados.





Herbert von Karajan fue otro especialista en ópera desde sus comienzos en la profesión, y así conjuga un fraseo cantabile con la opulencia sonora que barniza una impecable exhibición técnica de la Berliner Philharmoniker (DG, 1982). Una pena la uniformidad acarameladora y descontextualizadora que acaba con la caracterización individualizada de las piezas. Grabación digital primitiva, con la tímbica de las cuerdas agudas al límite de lo melodramático, las dinámicas torturadas, el colorido congelado.





El interés principal de la versión de Neeme Järvi fue recoger la integridad de la música incidental. Concepto concertante, arquitectónico, menos escénico que Ruud, menos imaginativo y dinámico que Dreier. Eficiencia a mansalva pero demasiado precavido, prosaico, falto de pasión y expresividad, escúchese como desaprovecha la desolada queja que acompaña la muerte de la madre. Voces excelentes y una espléndida Gothenburg Symphony Orchestra. La toma sonora también es de perfil bajo (DG, 1987).





Esa-Pekka Salonen al frente de la Oslo Philharmonic Orchestra escoge una selección escasamente teatral, cada pieza compartimentalizada del resto, las emociones desactivadas en un detallismo modernista que destaca los cromatismos wagnerianos. Recalcar la prominente percusión acertadamente paródica, con los pizzicati tratados como tal. Acertada contribución coral y desentrañante grabación (Sony, 1987). En similar línea de realismo antirromántico y tímbrica y rítmica robustecidas sin gentilezas se encuentra Ari Rasilainen dirigiendo la Norwegian Radio Orchestra (Finlandia, 1996).





Guillaume Tourniaire firma una lectura convencional, con control rítmico toscaniniano y un elenco vocal soberbio: coros, solistas y actores que dialogan durante y entre los números musicales y permiten encajar los familiares temas en el entramado escénico de la obra. Sin aproximarse a las más de cinco horas de lectura del drama de Ibsen, permite una nueva comprensión de su desarrollo teatral, muy efectiva y exitosa. Basado en las rústicas representaciones en vivo de la Orchestre de la Suisse Romande, con una percusión encomiable y adicción de efectos sonoros  (Aeon, 2000).





Peer Gynt es un aventurero jactancioso e irresponsable, más un Till Eulenspiegel que un Don Juan, degenerando progresivamente en soñador, embaucador, asesino y finalmente un anciano arrinconado por los remordimientos. Durante la evocación del drama Ole Kristian Ruud sabe satirizar grotescamente las fragilidades de la naturaleza humana en los diálogos pintados con un color local, primitivista y pagano, no exento de tono filosófico. Las aterciopeladas cuerdas de la Bergen Philharmonic Orchestra (orquesta de la que fue titular el propio Grieg) no pueden competir con sus fantásticos vientos (BIS, 2003). Fraseo expresivo dentro de unos tempi dilatados, aunque a veces la interpretación cristaliza en una belleza gélida: Tanto La muerte de Aase como El lamento de Ingrid pierden el aroma fúnebre para flotar como ingrávidos andanti. Sin embargo los acertados acentos rítmicos impulsan ferozmente el crescendo de los trolls desde el sigilo al delirio. Excelente toma sonora procedente de conciertos en vivo, descomunal en dinámica, con trombones y timbales táctiles, y voces fuera de escena, perfecta para amantes de las radio-novelas. Si es demasiado noruego ininterrumpido para usted, Ruud grabó dos años más tarde exclusivamente las suites orquestales con el mismo estilo épico y sardónico.





Paavo Järvi se muestra más efervescente que su padre, roza la violencia en ocasiones y reserva un tinte oscuro para los momentos más dramáticos, apasionados como los de Beecham (por ejemplo, los acordes aumentados de sexta a la francesa en La Muerte de Aase). Esquivo humor y sentido rítmico danzable en el destacado pizzicato en la Danza de Anitra, donde Grieg pide delicadeza en su manejo “como un cachorrillo”; también respeta que “fagotes y bombo pp deben sonar realmente a la turca” en la danza arábe. Terrorífico accelerando En la gruta del rey de la montaña a la par de unos corales ominosos. Y en los cc. 7 y 13 de La canción de Solveig el dulce y transparente acorde de flautas y clarinetes suena tan tannhäuseriano en las manos de Järvi… Selección generosa (sin diálogos) que consigue anular su inconexión y propulsar el sentido narrativo de forma abrumadora. Amilagrada, excepcionalmente clara la toma sonora a pesar de la cálida reverberación de la Estonial National Symphony Orchestra (Virgin, 2005).





Solía decir después de sus conciertos: “Jeg spillede dem med al den Kjærlighed og Troldskab, jeg ejede” (He tocado con todo mi Amor y toda mi Magia). En este emparejamiento de vocablos revela Edvard Grieg su estética musical: Color y Contorno, Claridad y Ritmo, Frescura y Fantasía. La lectura de la música incidental completa de Peer Gynt dirigida por Bjarte Engeset (Naxos, 2006) está salpicada de estos conceptos. Y además añade a la Malmö Symphony Orchestra unos efectos impresionistas muy personales: La máquina de viento y el sul ponticello en el Naufragio, los acordes desgarrados en las trompas en el Lamento de Ingrid (cc 6-7), los cencerros para reforzar el deseado cariz paródico. Enlaza las frases musicales mejor que Ruud, y extrae mayor angustia de sus atriles, aunque ambos evitan el corazón de la tragedia en la Muerte de Aase. Evita el colapso auditivo en En la gruta del rey de la montaña, con la melodía siempre audible a través del fragor. Engeset respeta las matizadas anotaciones de la partitura, resaltando teatralmente los metamórficos acordes, convirtiéndolos casi en un elemento melódico.





A finales de los años 20 Duke Ellington formó una banda en el New York Cotton Club con un timbre nuevo que se publicitaba como “the jungle sound”, el cual supuestamente mimetizaba las resonancias animales de África, metaforizando la ciudad como la selva moderna. Algunos de sus componentes nucleares en el desarrollo de este sonido todavía formaban parte del grupo en 1960, como el prodigioso trompetista Bubby Miley cuyos gruñidos y balbuceos son intensificados por el uso de diferentes tipos de sordinas para remedar la voz humana (el mismo Grieg reclama trompas con sordina en la obra). Otras características del estilo jungle son el uso generalizado de las armonías alteradas y el uso frecuente de clave menor, aspectos empleados por Grieg con generosidad. Ellington extrae 5 números de las Suites, proponiendo nuevos panoramas tonales en cada repetición del sencillo material original y alternando su tempo abruptamente. El arreglo está escrito de manera interactiva para su orquesta, incorporando las habilidades instrumentales individuales de cada uno de sus músicos. No obstante este tratamiento, elegante mezcla de respeto (la ortodoxa Mañana) e innovación (ruptura cubista del tema en frases cortas del tutti y solos de los vientos en la experimental Danza de Anitra), tuvo sus detractores: El disco fue reclamado judicialmente por la Fundación Grieg alegando “vandalismo artístico” y retirado de la venta durante casi una década en Noruega. Los musculosos bajos están muy destacados en la mezcla de Sony, pero la claridad se mantiene a su pesar.



Mahler: 6ª Sinfonía

Compuesta durante los veranos de 1903 y 1904 en su idílico refugio de Maiernigg, la Sexta sinfonía puede ser considerada como el reflejo del alma siempre en duda del compositor: El fatalismo crónico de Mahler le hace presagiar, no los dolores inconmensurables del año 1907, que no pudieron ser previstos, pero sí que la época más equilibrada de su vida –la estabilidad (que no felicidad, como deja entrever el diario de Alma) sentimental, el nacimiento de sus hijas, la cima de su carrera vienesa– no perdurará en el tiempo. Una evocación musical de voluntad, coraje y resistencia que sólo la mortalidad podrá cercenar.


Externamente sigue el esquema sonata formalmente tradicional, aunque el material temático permanece conectado cíclicamente, peligrosamente explosivo, psicótico, girando sin progresión tonal alrededor del La menor y se basa en (y arranca con) una marcha cruel, angular, obsesiva, torturada y desafiante:

I Allegro energico, ma non troppo:
a. Exposición: Tras la breve introducción en la cuerda grave un primer tema sobre timbales arrastrando una tríada de mayor a menor en dos secciones -1ª sección (cc. 6-29) y 2ª sección (cc. 30-55)-; sigue al colapso un interludio mayor-menor que se integra en el tejido sinfónico (cc. 56-59); tema coral, simétrico y brahmsiano, en las maderas sobre bizarras armonías (cc. 60-75); segundo tema schwungvoll casi diatónico, ascendente, líricamente opuesto al primero (cc. 75-89); inserto con motivos del primer tema (cc. 90-97); continuación de la schwungvoll (cc. 97-113); y epílogo (cc. 114-121). Repetición clasicista de la exposición.
b. El desarrollo se articula en cuatro partes contrastadas [1ª parte (cc. 122-181); 2ª parte (cc. 182-200); 3ª parte (cc. 200-254); 4ª parte (cc. 255-289)]. No es muy extenso ni complejo, pero contiene el corazón emocional del movimiento (3ª parte), un sereno oasis impresionista del mundo natural inmaculado. Tras el retorno en mayor de la marcha una alarmante secuencia modulante lleva inexorable a la atormentada… 
c. Recapitulación de los motivos iniciales floreciendo en expresividad: sección principal en la menor (cc. 290-337); interludio mayor-menor (cc. 338-339); coral en disminución (cc. 340-351); transición (cc. 352-355); sección secundaria (cc. 356-369); y epílogo (cc. 369-377).
d. La larga coda comienza dominada por la furiosa marcha pero finaliza con el triunfo del segundo tema remontándose ampulosamente en las trompetas: 1ª sección (cc. 378-432); 2ª sección (cc. 433-447); 3ª sección (cc. 448-486).

II Andante moderato: Las vacilaciones del autor (y por ende de sus estudiosos e intérpretes) sobre el orden de los movimientos centrales no tienen cabida aquí; dejémoslos así ya que Mahler siempre condujo la obra en este orden. Como contraste a la hostilidad del mundo humano, la eterna serenidad de la Naturaleza a partir de un delicado tema en diez compases. Le siguen dos episodios motívicamente conectados, el primero en las cuerdas y el segundo, más dramático, en los vientos, pronto combinados e incluso confundidos, olvidados fantasmas de lejana felicidad y temorosos del futuro. Se estructura A-B-A1-B1-A2: A (cc. 1-54); B 1ª sección (cc. 55-84) y 2ª sección (cc. 84-100); A1 (cc. 101-115); B1 1ª sección (cc. 116-124), 2ª sección (cc. 125-138), 3ª sección (cc. 139-146), y 4ª sección (cc. 147-160); A2 (cc. 161-202).

III Scherzo. Wuchtig: Danza macabra que yuxtapone inocencia y pesadilla, y que va ganando en intensidad mientras los temas evolucionan. Se abre con la siniestra marcha, ahora distorsionada en ritmo triple y acentos sincopados, recuperando los instrumentos estridentes (piccolo, xilófono) con ferocidad maniaca, mientras la sección Trio está ahogada por la desesperación: la percusión cruda y salvaje, y las maderas en ritmos asimétricos que conforman un contrapunto a la antigua. El retorno del scherzo es aún más tenebroso, preparando el trágico finale. El esquema es el siguiente: Scherzo 1ª sección (cc. 1-42), 2ª sección (cc. 43-62) y 3ª sección (cc. 62-98); Trio 1ª sección (cc. 99-114), 2ª sección (cc. 115-130), 3ª sección (cc. 131-145), 4ª sección (cc. 146-172), transición (cc. 173-183) e interludio (cc. 184-200); Scherzo’ 1ª sección (cc. 201-240) y 2ª-3ª sección (cc. 240-274); Trio’ 1ª sección (cc. 275-289), 2ª sección (cc. 290-308), 3ª sección (cc.309-317), 4ª sección (cc. 318-334), 5ª sección (cc. 335-346), transición (cc. 347-355) e interludio (cc. 356-372); Scherzo’’ (cc. 373-413); Coda 1ª sección (cc. 414-420), 2ª sección (cc. 421-433) y 3ª sección (cc. 434-447).

IV Finale (sostenuto – allegro moderato – allegro energico): Un infierno expresionista en perpetua evolución donde la energía desbocada está sujeta a la disciplina formal de una sonata hostil y monumental que reúne una amplia variedad de expresión, desde las falsas promesas a los horrores lúgubres.
a. Exposición: Una caótica endecha embrujada por espectrales temas pasados y venideros. Introducción (cc. 1-15); Música desde la lejanía (cc. 16-48); Coral en metales (49-64); Mayor-menor (cc. 65-66); Música desde la lejanía’ (cc. 67-95); Mayor-menor (cc. 96-97); Transición (cc. 98-113); Sección principal (cc. 114-139); Coral pesante (cc. 139-176); Conclusión de la Sección principal (cc. 176-190); Sección secundaria (cc. 191-228).
b. Desarrollo: Su naturaleza tripartita la marcan los golpes del martillo (cc. 336 y 479), que Mahler prescribió “no deben ser metálicos, sino parecidos al golpe de un hacha que descarga contra un árbol”. Introducción (cc. 229-236); Música desde la lejanía (cc. 237-270); 1ª parte (cc. 271-335); 2ª parte (cc. 336-396); 3ª parte (cc. 397-478); 4ª parte (cc. 479-519).
c. La recapitulación trae el restablecimiento de la marcha, cruelmente lastimada la compañía fatídica de la tríada mayor-menor, y asediada por chirriantes furias que introducen fisuras entre sus frases: Introducción (cc. 520-536); Música desde la lejanía (cc. 537-574); Grazioso (cc. 575-641); Sección principal (cc. 642-670); Motivos en contrapunto (cc. 670-727); Canto del cisne (cc. 728-753); Conclusión (cc. 754-772).
d. La coda es una epitafio fugado con metales heridos arrastrándose sobre metales muertos en un campo de batalla boschiano y una tríada fff (ya sin asomo de mayor, aplastada por el ritmo brutal) que agoniza en la más desolada negrura: Introducción (cc. 773-789) (en su primera versión contenía un tercer golpe de martillo en c. 783); Sección imitativa (cc. 790-815); Conclusión (cc. 816-822).


Perfecta imbricación de estructura, material y orquestación en una escala vasta y compleja, delirantemente masiva y colorida, novelesca en su evolución, donde el ascenso de la voluntad de poder nietscheana choca y es derribado por las insuperables limitaciones de la mortalidad humana.









Resulta asombroso que una de las obras seminales del S. XX tuviera que esperar a 1952 para contemplar su primera grabación. Charles Adler, temprano aprendiz y conocedor del universo mahleriano, comenzó el proceso evagelizador. La pregunta es ¿están estos tempi espaciosos, éstas tímbricas melosas, éste lirismo conceptual (parvo) aprehendidos de las ejecuciones del propio compositor? La aproximación es comedida, directa y objetiva, con imposición rígida de un ritmo al que se adscribe a través de las diferentes secciones, por ejemplo en el lento andante, donde el sonido de los cencerros indica una manada más retozona y cercana de lo habitual (Mahler estipula que deben sonar en la lejanía). Encarnizadamente demoniaco en el scherzo y esquelético el lento vals del trío. La Wiener Symphoniker vibra descoordinada: La carencia de unos ensayos adecuados (tan sólo 11 horas) para una obra de tal complejidad se refleja en la preponderancia de la rala sección de cuerdas (reticente realización de los portamenti), la indiferente entonación de metales y timbales trangresores, y en general un apreciable sentido improvisatorio. La relativa falta de atención a las marcaciones dinámicas (inaudibilidad de numerosas entradas ff) podría ser un defecto de la toma sonora (o más bien de la copia conservada, ante la destrucción de las cintas originales), imprecisa y poco focalizada, de pobre rango dinámico (Conifer, 1952). 






Antes de que el sexagenario Dimitri Mitropoulos fuera desplazado de la New York Philharmonic en favor del fotogénico (y antiguo amante) Leonard Bernstein, ya empleó los entonces nacientes recursos mediáticos retransmitiendo semanalmente conciertos en los que dio continuidad a los esfuerzos mesiánicos de Mengelberg y Walter, fustigando a la ciudadanía neoyorquina con las inaguantables sinfonías del “austriaco entre alemanes y judío en todas partes”. En la emisión de la tarde dominical del 10 de abril de 1955 Mitropoulos exigió según su costumbre la implicación emocional y física de los intérpretes por encima de la posibilidad de errores técnicos; de ahí la apasionada confusión de los atriles (escúchese el entusiasmado resbalón en la primera intervención de la trompeta, c. 22). Su estilo flexible de conducción accede a interpretar con despiadada severidad la incisión marcial y permite tomar aliento sentimental cuando el argumento sinfónico lo requiere, desentrañando la ambivalencia de la partitura pero siempre a salvo de lo episódico: su línea se mantiene ininterrumpida en la variedad temática. Salvando la marcha inicial, los tempi son enérgicos en general y la arritmia es continua incluso dentro de cada compás: en las distorsiones del mordaz y espontáneo scherzo esto es muy efectivo y estimula su complejidad, como en el grotesco grazioso. El documento (editado por la propia NYPO) es muy limitado técnicamente, constreñido y neblinoso pero resuelve la inquietud armónica, las rasposas texturas mahlerianas y los súbitos cambios dinámicos que Mitropoulos proponía con teatral crudeza, sensualidad ascética y expresionismo participativo.






John Barbirolli nos aplasta con la lentitud inexorable de un glaciar. La ecuación reza así: Tempi extremos + acentos magnéticos + fraseo romántico = violencia emocional. El vehemente arranque en la marcha staccato da un enfoque sangrante al allegro (¿allegro?, ¿en qué sentido?), ya derrotado y sin esperanza, donde los cencerros asumen la tímbrica y el rango tonal perfectos. El andante (tomado como adagio) dulcemente amargo, fraseando con cuidadoso rubato, y con las cuerdas haciendo adorables portamenti (cc. 101 y ss.). El scherzo equilibra tímbricamente timbales y cuerdas graves; además la amplitud de latido remacha su sentido horrible y macabro. El finale arranca con el preciso misterio nebuloso y va descendiendo, conturbador, a los infiernos de clímax en clímax. Tremendo el poderosísimo timbal en la conclusión. Grabación sobresaliente, espaciosa (EMI, 1967), que desvela el espesor de las cuerdas de la New Philharmonia Orchestra: escúchese el fabuloso gruñido de los bajos en el allegro (cc. 55). Ardor lírico, pasión, tragedia (incluso las secciones esperanzadoras están amenazadas por negros nubarrones), sentido del contraste, pero por encima de todo la claridad de los planos sonoros, y no por efecto de inspiración improvisada, sino producto de una meditada planificación: Barbirolli estudió durante dos años la partitura en una “all-embracing aesthestic reflection” antes de interpretarla.






Jascha Horenstein ha dejado varios testimonios en vivo de la Sexta: con la Stockholm Philharmonic Orchestra (Unicorn, 1966), lastrada por las imperfecciones técnicas, sobre todo en los metales; con la Bournemouth Symphony Orchestra, mejor interpretada en conjunto y con buen sonido monofónico (BBC Legends, 1969). Sin embargo elegiremos aquí una retransmisión radiofónica inédita con la Finnish Radio Orchestra en 1968. El sonido del documento privado es tan sólo regular; esperemos que en algún momento se publique en mejores condiciones. Opuesta en su camerística, callosa y equilibrada articulación a las densas y fluidas texturas de un Karajan, lo que beneficia enormemente la ubicua experimentación armónica y el contrapunto mahlerianos. Horenstein poseía una inteligencia polifónica: su habilidad es milagrosa para la integración de las diferentes líneas melódicas, ritmos y detalles en el conjunto general a gran escala y su coherencia tonal y métrica. El último director nihilista expone un drama estrictamente organizado a partir del control riguroso del pulso y de los cambios de tempo: Si en el allegro los trombones escupen las corcheas (c. 20), el interludio pastoral es contemplado de manera indiferente e implacable desde las cumbres heladas (cc. 200-254). En el venenoso scherzo desmantela el concepto clasicista del trío; exquisito el portamento en los primeros violines en los cc. 395-396. Andante mecanicista, un respiro transitorio e irrelevante. En el finale los sonidos reptan desde el osario: chocante el momento mágico al que conducen trompas y trombones (cc. 400 y ss.). Interpretación sin prisioneros: Áspera, agónica, horripilante.





Herbert von Karajan dicta su concepto ordenado, de detallismo orquestal suntuoso y excelentemente equilibrado, donde las secciones se entroncan sin costuras unas en otras, reluctantes a observar las frecuentes modificaciones de tempi, inflexibles sin apenas rubato. Allegro exquisito, sin sentido amenazante, ¡pero qué hermosura de celesta en c. 203 y ss!; después de la percusión climática aprieta el paso en la coda, deslizándose hacia la excitación histérica. Scherzo (criticable su poca acidez o sátira) y trio son casi indistinguibles en temperamento (éste fallando en provocar el necesario grazioso). El andante florece en una sola línea resplandeciente de amplitud bruckneriana, sin asomo ni recuerdo de los Kindertotenlieder y con unos cencerros de suavidad milka. El finale (durante la preparación de la obra Karajan contempló la posibilidad de acortarlo!) comienza con un toque cosmético en sus texturas tupidas y opulentas: vibrantemente dramático, el impulso urgente que cabalga cada una de las catástrofes musicales que suponen los golpes de martillo es abrumador, la paleta tímbrica nibelunga -coral en cc. 49 y ss.- Los metales de la Berliner Philharmoniker son tan difíciles de igualar como el refinamiento y sofisticación de la toma sonora (DG, 1975). Un Mahler lírico, corregido de su errabundez, metamorfizado en Strauss a base de pulimento romántico, y distanciado del carácter fronterizo y de la desordenada modernidad de la obra. 






La identificación viene de lejos: el joven y guapísimo pianista solía comentar con seriedad a sus partenaires de teclado “I am Gustav Mahler” mientras encadenaba pitillos y sórdidos duetos en las interminables fiestas del L.A. prebélico. 47 años después el héroe (según el discutible concepto de La Grange) bernsteiniano permanece insolente en el arranque sin tener en cuenta las funestas consecuencias de su lucha con fuerzas superiores (pero no ya enojado y brutal como en su ciclo para la CBS -cuya importancia histórica reina suprema-, influenciado por Mitropoulos). Bernstein se asoma a la partitura como punto de transformación, de proceso creativo. Y así asume los excesos de la partitura en un caos organizado, con la lujuria temática en constante devenir: el apasionado 2º tema, los desasosegados metales en un pasaje coral deterioriado tonalmente (cc. 90-97), el asombroso mundo sumergido en el desarrollo (cc. 200 y ss.), la ebullición que llega al salvaje abandono en el piu mossso (c. 386 y ss.). En todo momento los tempi se improvisan… muy meditados. 
La arritmia del scherzo hace más evidente el efecto caricaturesco, exagerando los numerosos efectos grotescos, las tumultuosas y jadeantes tesituras extremas; las cabriolas en el tortuoso trío (parodiando los pavoneos del autosatisfecho héroe) son irónicamente burlescos y las breves interrupciones de la danza parecen llevar el remedo casi hasta el insulto. Cerca del final (c. 402), con un estallido orquestal, el espectro diabólico se desvanece. 
Hemos asistido a una noche de brujas o Walpurgis, que tendrá su efecto sutil sobre el héroe en el lentísimo andante: aunque de atmósfera reposada y un tanto glacial, prevalece un sentido de entumecimiento y desapego (el característico rubato alargando las dos primeras notas en las luminosas cuerdas), sacudido por la realización existencial del héroe de que ya no puede alcanzar la paz que persigue. 
La primera versión de Bernstein del masivo finale fue recibida como una revelación cuando apareció, aunque ahora parece escasa de unidad estructural, los desesperados stringendi empujando hacia fallidos picos climáticos, como en un alocado frenesí hacia la aniquilación. En esta postrera lectura, más reflexiva, esta visión ha desaparecido. En base a un tempo más pausado (dura casi 5 minutos más), Lenny ilumina una completa cosmogonía de magia y color: la exagerada articulación en la lenta introducción; los fantasmales fragmentos de la marcha que reaparecen despojados de vitalidad como resultado del conflicto. Se atisba una atmósfera de presentimiento, frenando progresivamente el pulso hasta que explota con el motivo del Destino con un pronunciamiento de condena irreversible e inevitable. Las prisas hacia los clímax ya no existen (por ejemplo, la lúgubre parada en el c. 394, o la perspicaz suavidad en la sección de metales en el retorno de la introducción (cc. 520 y ss.) anterior al último y horrible estallido que cierra la sinfonía.
La Wiener Philharmoniker (técnicamente ideal) se recoge en una toma sonora en vivo verdaderamente extraordinaria, en Technicolor de gran impacto, resolviendo la resonancia del Musikverein (DG, 1988).
Hace un siglo las audiencias rehuyeron (o fueron incapaces de) verse a sí mismas reflejadas en estas grotesquerías: ¿ha llegado el momento de esta radikal sonora, de este torrencial sentimentalismo, de la arriesgadísima vulgaridad en la exaltación de detalles particulares, la fantasía en los cencerros, los esquizofrénicos portamenti, los volcánicos acentos, los ritardandi tendentes a la inmovilidad, las dinámicas neurasténicas, el dolor atroz resuelto en cadencia bendita? La inmensa fuerza operática de Bernstein plasmada en una danza telúrica: Y es que decía Nieztsche “Es solamente al bailar cuando sé leer el símbolo de las más altas cosas”.






La vulnerabilidad, timidez y humildad que le hacían reluctante a las apariciones públicas contrastan con la eficacia de Klaus Tennstedt en el podium, donde su fragilidad física provocaba que los músicos le arroparan maternalmente. Lectura anacrónica, efusivamente romántica (en la línea de su admirado Furtwängler), tempestuosa, que va generando desesperación (¿demasiada?) en el oyente. Apreciemos los ataques vigorosos, las dinámicas detonantes, la variedad tímbrica que se combinan para dar lugar a una delirante experiencia apocalíptica (este visceralismo extremo le hace en ocasiones anticipar las marcaciones). El tempo del allegro es brusco, sin respiro romántico sobre el 2º tema, aludiendo a la segunda canción de los Kindertotenlieder; las violas en sordina (cc. 215-217) procuran un efecto nostálgico en la sección pastoral del desarrollo; tras cada colapso, resurge con vitalidad renovada. Prosigue un scherzo cual cruel farsa de la monstruosa marcha, dislocada en un carnaval que recela en los tríos, ralentizando bruscamente el tempo. Andante extremo en su lentitud inexorable, que sostiene y genera una tensión climática inigualada, dando continuidad a la tragedia en las múltiples referencias a los Kindertotenlieder. Finale de intensidad descontrolada: mientras vaga por meandros de felicidad vislumbrada se adentra en una locura (las trompetas llaman a Conrad) inaccesible y acaso prohibida (quizás los martillazos percutidos sobre una gruesa tabla de madera suenan extenuados). La grabación en vivo camufla algunos atriles de la meritoria London Philharmonic Orchestra que despliega unas majestuosas, masivas y densas texturas (EMI, 1991). También la identificación personal de Tennstedt con Mahler era absoluta y su comprensión de la estética e idioma del compositor total: es decir, la música degenerada (judía y popular, foránea en suma) integrada en la cultura germana. Achtung.






Debo reconocer de nuevo mi poca afinidad por las lecturas literales, tecnocráticas, stravinskianas. Las tres últimas que propongo pueden caer dentro de esa denominación: Pierre Boulez descubrió a Mahler en un tardío 1952, a partir de sus estudios de la Segunda Escuela Vienesa, y consecuentemente escoge su premisa hypermoderna en la diáfana polifonía, en la extrema minuciosidad agógica, el control maquinista que neutraliza los rubati, la claridad y precisión en las dinámicas, y concluye en una abstracción auditiva con ausencia del sufrimiento del autor. Ya en el allegro el 2º tema ostenta más brío diamantino que dulzura, y huye avergonzado del pasaje simbolista, aunque hay cierta nostalgia en el tema de las maderas en el grazioso (c. 221 y ss.). El scherzo pierde algo de contraste entre la caracterización de la burlesca marcha sincopada de la apertura y la haydinesca danza; a destacar las jugosas cuerdas en pizzicato por doquier. El andante está bouleznianamente desentimentalizado, jacobino en su economía emocional, pero no carece de atractivo. El desatado finale intenta alcanzar el máximo impacto dramático, bordeando lo grandilocuente y neutralizando los pasajes de atmósfera fantástica y terrorífica; wagneriano e inestable coral de metales en los cc. 49 y ss. La brillante toma sonora muestra una Wiener Philharmoniker en todo su crudo esplendor, quizás la percusión algo desmayada en la textura tímbrica (DG, 1994). Un Mahler despojado de humanidad, concebido como impulsor del modernismo del S. XX (del que Boulez es enfant terrible) más que como invocación del último romántico (como hace Kubelik).






Thomas Sanderling procede de la austera escuela leningradista, pero evita el literalismo de un Zinman o el puntillismo clasicista de un Szell. Las cuerdas de la St. Petersburg Philharmonic Orchestra, sin ninguna tradición mahleriana durante la era soviética, producen un sonido astringente en el andante, manejado (como el resto de la sinfonía) con cierto distanciamiento shostakovichiano. Toma sonora de altos vuelos, brillante y clarificadora de los planos internos y del hacer de la percusión (Real Sound, 1995)






Iván Fischer declara sentir por Mahler una especial responsabilidad debido a que comparte con él su judaísmo asimilado a unas raíces familiares austro-húngaras. El sonido suave, íntimo, nada metálico, erigido desde la línea de los graves, es la piedra angular de la lectura. No encontraremos aquí el contraste arrebatado, sino una lírica claridad, fluída en moderación dramática, donde el impacto llega de la revelación objetiva de la estructura (como ya expuso Inbal en 1986): Un allegro articulado, ligero de texturas y tempi, colorido y conversacional entre las secciones. El veloz andante (un allegretto) se convierte en una danza rebosante de gentil nostalgia, una opción epigonal que prolonga la escuela bruckneriana y que también suaviza conscientemente los aspectos perturbadores en el scherzo. Positivo, afirmativo en la vitalidad en el finale, de feroz conclusión. La Budapest Festival Orchestra recupera ¡por fin! los violines antifonales y el sabor antiguo en sus maderas eslavas. Magnífica grabación, transparente, profunda y detallada (Channel Classics, 2005).






Robert Greenberg (Ph.D., University of California at Berkeley) teaches a extensive audio course entitled “Mahler—His Life and Music”: Over the course of these 8 lectures (45 minutes/lecture) Greenberg bring to life his complex, anxiety-bound visionary, whose continual search for perfection and the answers to life’s mysteries is profoundly reflected in his symphonies and songs. These lectures also include more than a dozen excerpts from Mahler’s symphonies and other works. Includes transcript of the complete course lectures, as well as the full course outlines, bibliographies, and other supplementary materials (The Teaching Company, 2001).






Ich bin der welt abhanden gekommen: A musical biography of Gustav Mahler, using the (questionable) adaptations of his work by Uri Caine. The narration achieves a stylish summation of the composer’s life, and focuses on Mahler’s childhood and influences on his music, followed by his composing practices and family. The visual material consists of a mixture of archive photographs, letters and manuscripts, with modern footage of places associated with Mahler (Winter&Winter, 2005).


Beethoven: Symphonie no. 3 Eroica

Uno de los fenómenos más portentosos en la Historia de la Música fue la primera representación pública de la Eroica el 7 de abril de 1805. Desde entonces sus méritos intrínsecos se han nublado por las capas y capas de especulaciones y leyendas banales que han rodeado la obra: ¿Fue dedicada a Napoleón? ¿Si así fue, la dedicatoria fue sincera o irónica?
Pero, ¿a quién le importa?
Lo realmente fundamental es que, desde el primer compás, innovaciones desintegradoras del orden musical clasicista retan a la audiencia: rasgan el silencio, coléricos, los acordes de tónica, y sin pausa, adusto, dominante, áspero, se eleva el primer sujeto, colisionando en do♯ ya en el séptimo compás, corazón emocional de la obra y del que derivan todos los temas de este primer movimiento. Tres veces este motivo es expuesto, cada vez con una conclusión diferente, y cada vez con una misteriosa y revolucionaria progresión armónica. Audazmente heroico en escala y estatura el desarrollo de este Allegro con brio excede cualquier otro empeño sinfónico realizado hasta la fecha.
El tema de la Marcia funebre es una amplia melodía diatónica en dos secciones (cada parte tocada por las cuerdas primero, y después por los vientos). El movimiento progresa como un gigantesco rondó, el sujeto principal recurrente en alternacia con dos edisodios contrastados: el primero (c. 69) es un brillante trío en do mayor que conduce en dos ocasiones a un clímax triunfante. La aflicción retorna (c. 105) para colapsar en el segundo episodio, una monumental y solemne doble fuga (cc. 114-150) que, tras un tumultoso frenesí, conduce a un reconfortante pasaje para cuerdas tras el que aguardan sin perdón los duelos y quebrantos (cc. 210-246).
El scherzo bulle en ritmos staccato y febriles síncopas (cc. 1-169). El trio, una verdadera escena cinegética, fanfarria para tres trompas (cc. 170-264). Tras la (variada) repetición del scherzo, la coda se ve amenazada por los enigmáticos timbales (cc. 265-452).
Tras la explosiva introducción, el pizzicato y su reflejo en los vientos desvelan el sujeto que articula el gigantesco finale en un conjunto de variaciones, caleidoscópicamente expandidas y armonizadas, y cuyo clímax se propone en un contrastante tempo andante (cc.350-432). El presto final vuela como una flecha, excitante y virtuosístico en extremo.
En suma, una confesión, un autorretrato rebelde, arrogante, genial e iconoclasta que homenajea la individualidad y el concepto heroico como ideal clásico del ser humano.





Para Wilhelm Furtwängler las sinfonías beethovenianas no sólo eran la base de la cultura occidental, sino que además las convirtió en el núcleo de su pensamiento, su convicción e intenciones musicales en general. En consecuencia, las infinitamente cambiantes proposiciones en la articulación de la textura y el ritmo son la consecuencia de su reelaboración personal a partir de un detallado análisis estructural (poético y adivinador) del proceso mental del compositor. Aunque cualquiera de sus recreaciones posee una inmensa nobleza, en este registro en vivo en pleno desgarro del germanismo (Viena, 19 y 20 de Diciembre de 1944) la obra emerge viva, creciente, respirando cada detalle, conduciendo cada contraste a su extremo, en dinámica y en tempi. El cálido fraseo, siempre subordinado a la estructura del conjunto de la obra, se sostiene en la vertical armónica determinante en la dialéctica tensión-distensión.
En el primer movimiento ya prende el fuego prometeico sobre la tea lírica, donde el segundo sujeto (c. 83 y ss.) sopla a ráfagas huracanadas, los ataques sucediéndose al borde del caos amenazante, los crescendi siempre sustentados en la densa línea de los bajos. El clímax de la segunda sección del desarrollo resiste sforzandi alla maniera di Commendatore (cc. 264 y ss.), mientras que a partir del c. 288 el meditado y lírico tema se sumerje en los obóes y se eleva en los violonchelos en mareas independientes.
La devastadora Marcia funebre comienza muy pausadamente alcanzando el tempo base solo a partir del c. 6: Intenso e intuitivo el modo en que Furtwängler gesta con efectivas transiciones cada episodio dramático sucesivo. Veamos varios ejemplos: después de la lentísima transición del c. 69, va acelerando hasta que la fanfarria en la trompeta recupera el latido base en el c. 76; o en la aliviada preparación al retorno a menor (cc. 101-105); o como adopta el tempo prescrito por la partitura en el fugato (cc. 114-150, resaltando con naturalidad la audacia y riqueza de los ritmos, la complejidad de las capas de texturas bachianas, donde el aniquilador lamento de la trompa asume una terribilitá miguelangelesca), yace entonces y compensa conjugando un pulso más rápido para el furioso fortissimo de los metales (c. 160) que conduce a una catástrofe que salpica armonías doloridas; tras la lenta recapitulación en los primeros violines (c. 181), adopta un ritmo más vivo hasta la sección conclusiva (c. 209), donde, desde el staccato en las cuerdas apacigua el tempo: desde el c. 228 en relación insólitamente dupla.
En el scherzo sólo ralentiza en la sección trio, introduciendo la duda y la inquietud, y cierra el movimiento con una falsa alegría, adoptando en las secciones exteriores prácticamente el tempo prescrito por Beethoven.
En el finale el foco retorna al recuerdo de la impulsiva y ciclónica marcia. Tras el lento tema (cc. 12 y ss.), las vigorosas variaciones se engarzan sin costuras: el tempo va acelerando hasta casi alcanzar la marcación beethoveniana entre los cc. 119-256, pausa sobre el tema en do mayor del violín (c. 259 y ss.) y acelera fuertemente desde la entrada de la trompa (c. 316). La lírica octava variación (cc. 350-432), muy poco andante, donde el oboe conjura un excepcional carácter de reposo, contrasta con la incontrolable coda (cc. 433 y ss.), radiante de un desesperado y falso optimismo shostakovichiano.
Mención especial al carácter de las dinámicas tanto pianissimo (que en Furtwängler equivale a decir misterioso) como las marcaciones fortissimo llevadas al límite en los martillentes acordes del primer movimiento, los metales en el segundo o en el andante final.
Su fe en la Música como fuerza moral que impele a los oyentes (“El mensaje que Beethoven transmitió a la humanidad nunca ha sido más urgente que hoy”), expone en esta partitura toda su peligrosidad, su confrontación, su carácter de reto hostil. Una experiencia catártica e inigualada en esta percepción personal e inquebrantable del concepto primigenio beethoveniano.
Un último apunte técnico sobre la curiosa toma sonora: la señal de un micrófono sobre el podium y tres más al fondo de la sala (para la reverberación) se envió vía telefónica desde Viena a los estudios de Radio Berlín donde fue grabada en carrete abierto (MagnetofonKonzert) a unos asombrosos 77 cm por segundo. En las ediciones más antiguas de este concierto (Urania, Melodiya) la afinación se deslizaba casi un semitono debido al incorrecto procesamiento de la cinta original: de ahí la acentuación de atmósfera incandescente. El documento recupera en esta última reedición en SACD por Tahra toda la coherencia y solidez en los graves sin menguar el relieve y el brillo de la Wiener Philharmoniker (lo que penaliza el reciente intento de Orfeo). Para los adictos a Furt propongo asimismo la traducción con la Berliner Philharmoniker (Audite, 1952) otra absoluta cima de la interpretación musical, donde a pesar del enfoque en los aspectos formales las fluctuaciones de tempo son aún más extremas que en la versión de 1944. Incluso el sonido es extraordinario.


Celibidache, en uno de los tres o cuatro piropos que se permitió en toda su vida, recordaba: “El mejor Beethoven siempre fue el de Erich Kleiber”. ¿Por qué? Adicto a los ensayos intensivos (“Hay dos enemigos de una buena interpretación: Uno es la rutina, otro la improvisación”), adelantado a su tiempo en las relaciones de tempo entre elementos de la sinfonía, Kleiber reclamaba una visión más radical del compositor, sin desmayos épicos, ensoñaciones heroicas ni dudas románticas, con viveza, energía y fuerte sentido del pulso, pero dando tiempo a cada frase a expresarse. El rigor técnico y la lógica expositiva aunados a un contagioso sentido de disfrute.
El ímpetu urgente del primer movimiento (verdaderamente allegro con brio, cercano a la marcación metronómica de Beethoven) consigue un equilibrio que sólo Toscanini logra a este paso pleno de brío -apaciguado a partir del c. 330 en el paso en la transición entre tercera y cuarta sección, como respiro entre esfuerzos-, permaneciendo muscularmente emocional en la recapitulación (drama tenso cuando no frenético en las maderas a partir del c. 516). De manera adelantada a la época contiene las trompetas en el crescendo a partir del c. 650.
Angustiosa la marcia, en la que Kleiber pedía a los músicos se imaginaran caminando detrás de un ataúd que contuviera sus más queridas esperanzas. El lírico episodio conclusivo desde el c. 210 sobre las corcheas en tictac adquiere una serenidad schubertiana, con contraste extremo de las dinámicas.
La idea melódica del tema principal en el scherzo no es tan importante como la misteriosa textura homofónica lograda con las negras staccato, en incansable movimiento hormigueante.
La neta separación de secciones de cuerda y viento (escúchese el pulsante vibrato del oboe en el lírico poco andante, cc. 350 y ss.) y el preciso (y aún elástico, para evitar la dureza en los acentos) control rítmico permiten la característica transparencia polifónica de Kleiber, en la que las diferentes líneas musicales son igual y simultáneamente audibles (de hecho, hay tal claridad en las líneas del contrapunto que a veces se escuchan con preferencia). El virtuosismo del Concertgebouw Orchestra de Amsterdam le permite el diabólico ritmo del finale, que termina en una prodigiosa coda con las trompas walkyrizadas. La fantástica acústica del Concergebouw perpetuó la presencia lateral de la toma sonora, de cuerdas ácidas y un poco tímida en los graves (Decca, 1950).

En cierta ocasión Karajan confesó su esperanza de vivir lo suficiente como para conducir la Marcia Funebre tan bien como Klemperer. La diferencia de la lectura de Herr Otto con otras versiones no es tanto de tempi como de firmeza férrea en el mantenimiento del pulso (y articulación y fraseo), que aquí se supedita(n) a la persistencia de la estructura de la obra como una unidad por encima de todo. El otro puntal de esta interpretación se debe al fuerte componente vertical (que no permite el dominio de la línea superior) apoyado en la soberbia contribución de los vientos de la Philharmonia Orchestra (Naxos, 1955).
La espaciosidad de tempo (sin pérdida de mordiente) permite en el primer movimiento acomodar confortablemente los pasajes en los que Klemperer es tentado a rebajar el pulso: enunciación del 2º tema (cc. 83-99), y también al comienzo del desarrollo (cc. 150-160). La recapitulación permite señalar las diferencias con las aproximaciones más furtwänglerianas: el tratamiento literal de la figura acechante en los graves (cc. 402-409) y su respuesta prosaica en el conflicto tónica-dominante en trompa y violines (cc. 412-420).
Noble, solemne, con una severidad didáctica propia del Viejo Testamento (Klemperer fue un hombre profundamente devoto), reservadamente emocional a pesar de su fluido paso, la marcia va desarrollándose de manera orgánica frase a frase, sin necesidad del más ligero ajuste de tempo. En la doble fuga parece reforzar la trompa simple prescrita de manera que la línea melódica restalle algazarando una convulsión digna de un Dies irae (c. 135) y respondida por el lacerante fortissimo del la bemol en chelos y contrabajos en el furioso c. 158.
Pastoral scherzo desde la preciosa apertura de los tresillos staccato en si bemol (cc. 8-9). Klemperer mantiene religiosamente el mismo tempo también a lo largo del trio.
Finale verdaderamente prometeico ejerciendo un control hercúleo sobre las variaciones del que sólo escapa la impertinente trompa (c. 383 y ss.).
Al finalizar la audición el sentido único de las texturas (en términos de tono y detalle pertinente) y la habilidad olímpica para ordenar y proyectar ritmos y fraseo a cualquier escala (es decir, siempre monumental) nos asaltan con la idea de haber itinerado por un imponente periplo vital de densidad única, con mayor fogosidad que en el posterior acercamiento de estudio, circunspectamente ciclópeo, marmóreamente perfecto, pero ausente de espontaneidad. Una lástima que el sonido monofónico (de dinámicas contrastadas, distante y vívidamente registrado a pesar de la seca acústica, con las texturas sólidas y turgentes, la paleta austera, de oscuras texturas) no permita disfrutar del diálogo antifonal de primeros y segundos violines.

Y es John Barbirolli quien concita el milagro, conjugando idealmente la flexibilidad de Furtwängler con la masividad del último Klemperer en una marcia funebre profundamente sentida desde la sección de apertura en do menor; la conmovedora consolación cuando la música pasa a mayor (c. 69) –la sensación de resolución del lamento expresada en los exabruptos- y luego el retorno a la congoja temperamental, la fuga como un río de dolor sigfridiano, el sentido de grandeza cósmica en la sección en fa menor (cc. 130 y ss.). La magnífica grabación (The Barbirolli Society, 1967) -espacialmente panorámica y profunda- captura el punzante colorido de las maderas de la BBC Symphony Orchestra, las cuerdas pp en un verdadero sotto voce, las vitales y dolorosas líneas independientes de los contrabajos al comienzo y en la conclusión del movimiento. Sin duda, como von Bülow, Barbirolli se ponía guantes negros (imaginarios) para interpretar la marcia.
Tras un scherzo en ebullición haydiniana, en el finale, la ligera separación de las notas blancas en los segundos violines que comienzan la 1ª variación (cc. 44 y ss.) otorgan un fuerte y acertado carácter al tema. En la conclusión, el presto ma non tanto revela el poderío necesario a las trompas.
En cuanto al primer movimiento, tras unos breves acordes de apertura, Barbirolli se relaja en un peligroso grado (42 compases al minuto) y la falta de tensión se codea con la letargia. Hay sin embargo momentos donde el tempo pausado procura maravillas (además de dinámicas de escala dramática y texturas de gran ligereza): el crescendo con el que culmina la 2ª sección del desarrollo (hasta el c. 283), o la recapitulación donde los violines en pizzicato brincan alrededor de una versión del tema de apertura en los graves (c. 422 y ss.), o en fin, el gradualmente tenaz ritmo ternario en las trompetas y timbales, emergiendo del conjunto a través de un gran crescendo (cc. 647 y ss.) hacia el gran clímax.

 

Aún recuerdo como serpenteaban por accesos y pasillos las venenosas críticas tras el concierto en el Auditorio Nacional de Madrid. Jordi Savall había capturado la ambición de la obra como pistoletazo musical de la nueva centuria, aún resonantes los chasquidos de las guillotinas. La ligereza de las cuerdas (18.6.5.3) de Le Concert des Nations transparentaba e individualizaba una variedad sabrosa de sorprendentes sonoridades que coloreaban y caracterizaban la obra de manera inaudita, la fiereza de la percusión identificada como instrumento marcial -y adquiriendo un carácter de verdadero personaje dramático-, enfatizando en las texturas unos metales (naturales, sin válvulas) castigadores, melosos y broncos por igual. La controversia llegaba con los tempi, que obvia y escrupulosamente respetaban los marcaciones beethovenianas: Con toda su experiencia teatral Savall abría con dos afilados acordes que preludiaban la adopción de unos 60 compases por minuto pujantes y excitados. Amoldando el pulso con cierta flexibilidad según se fue desarrollando el contrastado tímbricamente allegro con brio asistimos a una pujanza jocosa, sin profundizaciones metafísicas, donde incesantes síncopas en los violines crearon un transfondo sombrío (c. 7 y ss.), donde resaltaron con frescura y espontaneidad las maderas en el pasaje de transición en fa mayor (cc. 45 y ss.), donde el ritmo en hemiolas hacia el fin de la segunda sección del desarrollo provocó la impresión de aceleración en la música (cc. 248-275), o, en fin, donde la nitidez de las repetidas secuencias descendentes en los primeros violines empastó maravillosamente con la densidad de los acordes en vientos (cc. 472-477).
Siguió una marcia militar más que fúnebre, destacando la independiente sonoridad de los contrabajos, la dulzura afrutada en las maderas en la exposición (cc. 8 y ss.), la palpitante desesperación en la diáfana polifonía iniciada por los violines en el c. 114, la suave figuración de tresillos en los violines en la apertura de la sección en mayor (cc. 69 y ss.) permitiendo el canto de las vientos.
De igual modo veloz en scherzo (que nunca cesó de danzar, destacando cristalino el juguetón diálogo entre maderas y cuerdas entre los cc. 127-142) y finale, aunque aquietando debidamente el pulso para el poco andante central (c. 350 y ss.), con un fraseo agresivo y acentuación arrebatada, sin flaquear la contundencia en los acordes, dentro de la sonoridad propia de los instrumentos. La casi contemporánea grabación -cálida y cercana, detallista e impactantemente dinámica- (Audivis, 1994) permite que la maravillosa sorpresa regrese dos décadas después y nos regenere el nivel comprensivo.

Nota final: Debido al concepto unitario de este syllabus y para evitar repeticiones innecesarias los directores arriba reseñados no serán citados en próximas entregas. De igual modo, las notables ausencias que recriminan su lugar serán atendidas en las sinfonías siguientes.
Simon Cellan Jones’s BBC movie “Eroica” dramatizes the first performance of Beethoven’s 3rd Symphony “Bonaparte”, to his patron Prince Lobkowitz and his guests, including hypercritical Count Dietrichstein, on June 9, 1804. The piece provokes political arguments among players and audience as to whether Bonaparte is a tyrant, or, as Beethoven believes, a liberator. The composer is also rejected by his former love, the recently widowed Josephine von Deym, though the visiting elder statesman of composers Haydn pays him a strange compliment. Leaving the gathering, Beethoven confesses to Ries that he is losing his hearing and later he reads that Bonaparte has declared himself the French emperor. As a result he will lose all respect for Napoleon and will change the symphony’s title to “Eroica”. The music is wonderfully raised by John Eliot Gardiner and a reduced version of his period instrument orchestra.

Through one-hour documentarie (Keeping Score, 2006), Michael Tilson Thomas and the San Francisco Symphony explores the motivations and influences behind Eroica: In this work Beethoven began to use broad strokes of sound to tell us how he felt, and what being alive meant to him. The piece caused a sensation and changed the idea of what a symphony could be. Confessional, even confrontational, just the scale of it was huge, unprecedented and daunting for its first listeners.

Vaughan Williams: Fantasía sobre un tema de Thomas Tallis

Es esta una tranquila exaltación de la tradición inglesa realizada por un tal Ralph Vaughan Williams (1872-1958) que, al conocimiento del procedimiento antifonal y contrapuntístico de la música eclesiástica a través de dirección de sociedades corales desde que era estudiante en Cambridge, añade el dominio en la yuxtaposición de colores y efectos atmosféricos tras sus estudios con Ravel en 1908.


La estructura de la obra (compuesta en 1910 y clarificada posteriormente en dos ocasiones) recuerda en su libertad rítmica e inestables armonías la fantasía isabelina, con variaciones basadas en una melodía de Thomas Tallis (c.1505-1585) sobre un texto que hace referencia a la resistencia protestante ante los amenazadores avances del catolicismo español “Why fum’th in fight the Gentiles spite, in fury raging stout?”:

  1. Introducción (compases 1-14): La breve serie descendente de acordes en sol mayor, resonando con pureza etérea a través de tres octavas en pianissimo (idéntica propuesta ya había sido planteada por Ives en The unanswered question) es respondida por una insinuación del tema en pizzicato en los bajos y una nota pedal en las cuerdas agudas.
  2. Presentación del tema a 9 voces en la armonización original de Tallis en modo frigio, cuya escala en el piano va de mi a mi por las teclas blancas (cc. 15-31): Tras el paso fugaz de la luz sobre las tinieblas, el tema respira un carácter melancólico con su halo sugerido. Ascendentes arpegios por toda la gama tímbrica conducen a la repetición del tema en los primeros atriles (cc. 32-50), en dinámica forte y carácter appasionato, que desemboca en nuevos acordes en sol menor profundizando en el semblante oscuro.
  3. Primer episodio (cc. 51-77): Repentinamente VW divide la orquesta en dos grupos asimétricos que dialogan por diversos fragmentos del tema, alternan lo abrupto y lo tierno, conversan de lo humano y de lo ultraterreno, discuten nuevas y ricas armonías, anhelando esforzadamente algo nuevo.
  4. Segundo episodio (cc. 78-117): La viola en solitario glosa la melodía, añadiéndose con un sentido improvisatorio un cuarteto de cuerda de textura madrigalesca al que van respondiendo las otras masas orquestales cual coros antifonales en ritmo libre, como en la tradición folk inglesa.
  5. Tercer episodio (cc. 118-188): La orquesta de cámara va explorando el tema con anotaciones del cuarteto. Con la suma del grupo principal se van construyendo paso a paso, de lo terrenal a lo celestial cual sermón anglicano, los cimientos para el clímax, con una libertad polifónica de ritmos sólo comparable a la Primavera stravinskiana.
  6. Transición: La melodía intenta levantarse sólo para disolverse repetidamente en acordes mientras las sombras se alargan (cc. 189-193).
  7. El tema se recupera al violín, triste y contrapunteado rapsódicamente por la viola; el conjunto mayor acompaña, tremolando y con pizzicati, y ya exhausto, se hace jirones en sol (cc. 194-214).
  8. La visión se desvanece en la Coda (cc. 215-230): la búsqueda personal de VW de una verdad espiritual, de una posibilidad de fe sobre sus dudas, de una religión que ha perdido su poder consolador, es simbolizada en la súplica final del violín ahogada por un último y radiante gran acorde en sol mayor.
Vaughan Williams -chelista él mismo y gran conocedor de la paleta tonal- evita la homogeneidad tímbrica de la fantasía tudor con una orquesta de cuerda al completo, otra reducida a un atril por sección -y espacialmente separada de la primera-, y un cuarteto de cuerda. El abigarramiento de usos y efectos tales como acordes arpegiados, ecos, pulidas disonancias como las anticuadas quintas paralelas consecutivas en el bajo, col legno, glissando, martellato, el extremo rango dinámico, las falsas relaciones que mantienen el interés armónico de la pieza, en fin, la libertad tonal propia tanto de la vieja escuela inglesa como de la contemporánea francesa, todo ello en conjunto hace que no se sepa muy bien si lo que se está escuchando es algo muy viejo o muy nuevo, en cualquier caso algo muy alejado de los caminos más transitados del Romanticismo musical. Una música que, de no haber sido por las magníficas grabaciones que a continuación veremos hubiera sido eventualmente marginada por el agresivo modernismo atonal.

Compañero de estudios del compositor, primer intérprete de muchas de sus sinfonías, Adrian Boult se traslada en 1940 a Bristol con la BBC Symphony Orchestra huyendo de la guerra: Quizá por ello se da un sentido delicado, callado, casi secreto en las partes calmas. Espontáneamente impetuoso en la construcción del clímax (es una de las interpretaciones más cortas en duración). Ocasionalmente se advierten rubati rapsódicos y leves portamenti en los violines como era habitual a principios de siglo. Grabado por Walter Legge (EMI) y transferido desde originales de pizarra de 78 rpm., presenta un sonido canoso, algo estridente y congestionado a ratos, con toques de distorsión aquí y allá. Menos vigoroso y rígido es su último acercamiento, más sinfónico que evocativo, con la London Philharmonic Orchestra (EMI, 1975). Equilibrado, sereno y maduro de gravedad clásica, de trazos apolíneos, de intensidad luminosa en el ya anacrónico lenguaje de la Fantasía. Excelente la ritual combinación de violín y viola en el final de la obra. Opulento sonido de difusa neblina.
A pesar de la diferente tradición cultural de Herbert von Karajan (Philharmonia Orchestra, EMI, 1953) la lectura posee su característica elegancia y precisión, con un atractivo colorido orquestal, revelador de múltiples detalles.
El “glorioso” John Barbirolli, como fue bautizado por el compositor, vuelca todo su corazón en este icónico documento con la orquesta Sinfonia of London (EMI, 1962). Ya de arranque sorprende el molto pesante con que traduce el pizzicato inicial, enfatizando las cuerdas medias y susurrando todo el sentido del misterio; de esa manera puede acelerar apasionadamente desde el segundo episodio al clímax, donde dramatiza staccato las notas de la línea melódica como repentinos golpes de mar. Peculiar y afligido el contraste antifonal entre las orquestas, mágica la de cámara en su quieto estar, cual fantasmal órgano en la lejanía. Pulsátil de vida interior, de fervorosa tensión, de plasticidad épica, de abrumado abandono, de tierna nostalgia, de entusiasmo desenfrenado en los tutti, de lirismo generoso en el rubato, de cualidad devocional y hasta apocalíptica. La grabación, realizada a medianoche para evitar el ruido del tráfico en las inmediaciones de la Temple Church de Londres, es suntuosamente atmosférica con una profundidad envidiable que se ajusta perfectamente a la sonoridad catedralicia de la obra
En esta misma tendencia libérrima (sin su espiritualidad ni aura religiosa) aparece Constantin Silvestri en el podium de la Symphony Orchestra Bournemouth (EMI, 1967) grabada en la catedral de Winchester con una imagen estéreo vivamente polarizada a pesar de la largísima reverberación (cinco segundos).

Neville Marriner a las riendas de la orquesta de St. Martin in the Fields (Decca, 1972) despliega tamaño compromiso que conduce al desapego y la indiferencia en el anónimo clímax.

El último especialista británico en la música de su propio país fue Vernon Handley, un director que sólo emergió tras la desaparición de su maestro Boult. Se aferra escrupulosamente a la letra y al espíritu de la partitura con toda la poesía, capacidad melódica y atmósfera deseables, pero también con la aspereza intelectual necesaria. London Philharmonic Orchestra (EMI, 1973).

Tras una apertura titubeante Leonard Bernstein impone a la New York Philharmonic (Sony, 1976) la severidad de un ceremonial oscuro y lúgubre, de feroz colorido malheriano a un tempo descomunalmente amplio que acaba por desgastar el suspense y la excitación física. La reverberante toma de sonido recoge numerosos ruidos escénicos.

Bernard Haitink se percibe estatuario en la revelación de las cualidades formales de la obra. La grabación de la London Philharmonic Orchestra es prodigiosa (EMI, 1987) y permite apreciar esta distanciada analítica.

A pesar del reducido contingente (5.4.2.2.1) empleado por Christopher Warren-Green con la London Chamber Orchestra se logra el deseado contraste con la orquesta de cámara (2.2.2.2.1) y los estupendos solistas. Serenidad beatífica aunada al requerido ardor. Destacar la espacialidad de la grabación, cálida y resonante, realizada en All Saints’ Church de Petersham, de increíble desmenuzamiento tímbrico (Virgin, 1988).
Andre Davis al frente de la BBC Symphony Orchestra (Telarc, 1991) recoge la cualidad líquida del tema como nadie desde Barbirolli. Grabación (St. Augustine’s Church, Kilburn, London) diáfana en la resolución de detalles de las capas termoclinas de cuerdas, especialmente los modulados graves y el resalte de disonancias.

La siguiente lectura fue acertadamente empleada en la banda sonora de la película Master and commander (basada en la maravillosa serie de novelas de Patrick O’Brian) con un sentido panteísta hacia el sublime y siniestro poderío del mar. La New Queens Orchestra se impregna del aroma estilístico y contingente instrumental que habrían sido familiares a una audiencia londinense a primeros de siglo XX: la utilización de las cuerdas de tripa procura un sonido en sepia (fragantes cellos) y una singular transparencia de texturas. No obstante, el tempi alla breve, y un clímax demasiado templado e insípido, sin encanto, hacen derivar hacia la costa a sotavento a Barry Wordsworth (Decca-Classic Fm, 1992).

Y más recientemente Roger Norrington a los mandos de la London Philharmonic Orchestra (Decca, 2000) propuso una visión filosóficamente lúcida pero gélidamente objetiva.

Finally Stephen Johnson offers us his always successful analisys in the excellent BBC Discovering Music program.

Mahler: 9ª Sinfonía

En las adaptaciones para niños se suele obviar que Jim Hawkins mata de un pistoletazo a un pirata. Así, aún cuando parte del público aficionado a la música clásica asocia el mundo sinfónico mahleriano a efébicas poses en el Lido veneciano, su complejidad, modernidad y riqueza de orquestación comportan un verdadero universo en sí mismo: ”¡La sinfonía es el mundo! La sinfonía debe abarcarlo todo”.
La 9ª sinfonía de Gustav Mahler (1860-1911) es una obra que pertenece a la mitología romántica y ha estimulado toda clase de interpretaciones subjetivas. Mucho se ha escrito sobre la reflexión sobre la muerte que supone esta sinfonía, impregnada por la certidumbre de la muerte propia o de la de su adorada hija pequeña, acontecida poco antes. Reúne el sentimiento dividido entre la resignación personal ante el paso del tiempo, la trágica situación de su matrimonio con Alma (Mahler escribe en el manuscrito de la partitura: “¡Oh, perdidos días de juventud!, ¡Oh, disperso amor!”) y la propia consciencia de conclusión del sinfonismo romántico germano: las obras musicales del pasado que él ama, los valores por los cuales ha vivido y creado, incluso la sensibilidad para percibir todo esto, caerán –con él- en el olvido. Y en verdad es imposible comprender plenamente el corpus mahleriano sin referirse a su biografía, ya que vida y obra se encuentran íntimamente ligadas: con la expresión de sus más intimos anhelos (soledad más allá de alegría o dolor, despedida sin amargura, anhelo de permanencia) creará una suerte de novela musical, transformando y deformando los materiales temáticos (los personajes) a medida que se desarrolla el relato, de manera orgánica, en un proceso de construcción y deconstrucción de la memoria, no lejana de la semblanza de vida mental del Ulisses. Dejaremos que sea cada intérprete el que exponga su visión de la más compleja de las obras mahlerianas, ya que las numerosísimas anotaciones –técnicas y expresivas- que Mahler recogió en la partitura –más que acotar- han creado infinitas posibles lecturas.
Formalmente la sinfonía consta de cuatro movimientos asociados de una guisa poco ortodoxa: dos movimientos rápidos (Landler en do mayor y Rondo-Burleske en la menor) encuadrados por dos lentos (Andante comodo en re mayor y Adagio en re bemol mayor), inusualmente en tonalidades diferentes todos ellos. Asimismo están articulados en niveles discontinuos, incluso dentro de cada movimiento, aunque todos ellos recuerdan o anticipan los otros.
El primer movimiento Andante comodo está aparentemente configurado en esquemas tradicionales como la sonata (desarrollo y exposición), rondó (retorno y variaciones) o lied (alternancia); sin embargo técnica y expresivamente la novedad es fulgurante, anticipando estructuras que habrán de desarrollar las generaciones siguientes. Los primeros compases dejan oír cinco pequeños motivos que van a organizar timbres, duraciones e intensidades sobre las ruinas de citas propias de Mahler: “Érase una vez la tonalidad” parecen cantar; y crecen nuevas, convincentes. La alternancia entre la afirmación de una voz lírica y nostálgica y la negativa a su expresión, establece una forma de retorno emparejada a su negación, cada vez más tensa, hasta que el potencialmente ciclo sin fin es roto por un clímax entendido como una catástrofe, cuando la entidad lineal y melódica es abrumada por la disonancia vertical: “con la máxima potencia” demanda Mahler. Sólo entonces las fuerzas orquestales se reducen a un conjunto camerístico para entonar la cadenza que muere con suaves reiteraciones de las primeras notas.
No puede haber contraste más brutal en el paso al segundo movimiento, marcado “en el tiempo cómodo de un landler”, en el que alternan las tranquilas danzas (pero sin la menor noción feliz asociada al término) rústicas con un vals más animado, y con continuas rupturas de intensidad y préstamos de elementos temáticos y rítmicos. Este scherzo, que en anteriores sinfonías fue descrito por Mahler como ”un nostálgico sueño de felicidad pasada”, y que en su parte final posee el aroma del clásico minueto, esta vez es parodiado salvaje, irónica, áspera, macabramente.
El Rondo -significativamente denominado “Burleske”-, está marcado como “muy terco” y contiene un contrapunto (heterodoxo) de una densidad desconocida en Mahler. Implacablemente disonante, demoníaco hasta los límites del estallido instrumental, desarrolla el carácter contrapuntístico bachiano que tanto estimaba Mahler. Música (des)articulada sobre pequeñas células temáticas, con momentos en los que completos cambios de textura y sonoridad (marcados por glissandi ascendentes en violines o harpa) son probados e invariablemente rechazados. En su imposible intento de integrar tales voces disparatadas (el escarnio de todo lo vulgar que subyace en la metrópolis vienesa) culmina en lo que acorde a la forma debería ser el final, titánico en su clímax (pero situado meditadamente en el lugar equivocado)… y entonces llega la paz, absoluta y sobrecogedora.
El Adagio regresa a las profundidades del primer movimiento, convirtiendo en un paréntesis los tiempos centrales: los compases iniciales conectan un solitario lamento al consolador himno (simple, diatónico) de las cuerdas. El oscuro tema del fagot grave aparece desnudo; duda, conquista implacable. A medida que los motivos avanzan, amenazando y atravesando cada posible ambigüedad cromática, profetizan a Berg en el uso simultáneo de los violines en el registro más agudo y de los bajos en el más grave. La última página, Adagissimo, donde la partitura demanda “agonizando”, “dudando”, “extremadamente lento” es un discurso bruckneriano con un cese gradual, un desvanecimiento progresivo de la materia sonora en silencio etéreo, que sin embargo deja una sensación de suspensión más que resolución, consuelo y no desesperanza, como si la anhelada batalla terminara en retirada y no en derrota. Se suceden las citas a Das Lied von der Erde (“eternamente”) pero la referencia más significativa se produce justo antes de que el sonido se esfume, cuando las cuerdas invocan la frase del Kindertotenlieder asociada a la morada de los niños: “El día es hermoso en aquellas alturas”.
Compuesta durante el verano de 1909, la partitura requiere tres flautas (una de ellas piccolo), cuatro oboes (uno de ellos corno inglés), cinco clarinetes, cuatro fagotes (uno de ellos contrafagot), cuatro trompas, tres trompetas, tres trombones, una tuba, timbales, percusión, glockenspiel, campanas graves, arpa y conjunto de cuerda.
Un repaso a la amplia discografía de la obra naturalmente ha de comenzar con su primera grabación, en la Viena de 1938, a pocas semanas de ser invadida por el ejército nacionalsocialista germano (Bruno Walter y buena parte de los profesores que formaban la Filarmónica escaparon o fueron expulsados entonces). Interpretación en la que por encima de todo destella la urgencia de los tempi (pero recordemos que los rollos de piano automático Welte-Mignon grabados por el propio Mahler en 1905 destacan por tempi mucho más rápidos que los empleados hoy día). Así pues, agilidad y fluidez en detrimento de la cualidad emocional. Tampoco es desde luego un modelo de refinamiento tímbrico y a veces da la sensación de que la obra supera la capacidad técnica de la orquesta en este repertorio moderno y cuasi degenerado. Irresistible el desquiciamiento en el Rondó, en el que la sociedad es reducida a jirones. Sin embargo, este incandescente documento histórico (editado por EMI, Naxos, Dutton) de amazacotado sonido y regado con toses del público, es de obligado conocimiento, ya que Walter, alumno y discípulo dilecto del propio Mahler, fue responsable de la primera ejecución de la obra (dedicada a él) en 1912, y puede acercarnos a cómo sonó probablemente en dicho estreno. En su posterior grabación, a los ochenta y cinco años, la comprensión y aceptación de la obra de Mahler revela, por primera vez, su significado completo, en este caso dirigiendo a la Columbia Symphony Orchestra (Sony, 1961): Moldea las frases tendiendo a ralentizarlas en busca de una expresividad onírica, tranquila, nostálgica, profundamente sentida: “el Adagio debe ser como la disolución de una nube en el azul del cielo”. En los movimientos centrales aligera el tempo evidenciando sus raíces en una aseada Viena imperial, a la que parodia académicamente. La grabación, algo constreñida, se acompaña de una entrevista y una interesantísima secuencia de ensayos.
Aunque John Barbirolli tiene una versión live (New York Philharmonic Special Editions, 1962) de trazo más grueso y peor registrada, elegiremos aquí la editada por EMI (1964): Lírica, cálida, resplandeciente en belleza pero anodina y desvirtuada por la falta de intensidad trágica y dramática. En ocasiones parece vacilar confraternizando con la tortura personal del compositor y utiliza las retenciones para potenciar la sensación de anhelo, el rubato para encauzar los clímax al máximo impacto, siempre dentro de un estilo cantabile, gentil y fluido. La Filarmónica de Berlín no presenta aquí la absoluta precisión y virtuosismo que uno espera en esta difícil y compleja obra, salvo en el adagio final, donde es maravillosamente conmovedora. Barbirolli sostenía que este movimiento no se podía tocar de día, así que programó para el empeño una sesión especial con nocturnidad y alevosía, que dejó para la posteridad una toma sonora atmosférica y algo brumosa.

El programa ofrecido por la London Symphony Orchestra en el Royal Albert Hall el 16 de septiembre de 1966 (BBC Legends) era el caballo de batalla para la batuta del notable mahleriano que siempre fue Jasha Horenstein. Feroz y amenazante, impresionante y turbador, éste es un prodigio en el que la orquesta es utilizada como un vastísimo grupo de cámara, rasposo y atormentado, en el que la Muerte se siente como previsible realidad. Óigase cómo en su búsqueda desesperada lacera la zona grave de metales y maderas, para despedazar el clímax en los compases 314-318. O cómo en el scherzo descarna (sin consuelo) las asperezas y gruñidos que otros directores enmascaran, acentuando la ironía y la amargura. ”Mis sinfonías expresan mi vida entera. He vertido en ellas todo lo que he vivido y sufrido”. Pues esta es la cara más oscura del alma mahleriana, de acuerdo a la definición de la sinfonía que hacía Deryck Cooke. Del desastroso tercer movimiento, un caos de afinación y desajustes, mejor hablar poco. Contribuyen a la ficción de concierto los aplausos del público al final de cada movimiento (aparte de toser, moverse, empujarse y arañarse entre sí). Nada que no se pueda arreglar con un editor de audio para una copia personal de uso noctámbulo e íntimo. Versión inolvidable, lástima de sonido sólo regular.
Es significativa la anécdota que recuerda Otto Klemperer de su participación en los ensayos de la séptima sinfonía en Praga, en 1908: “Cada día, después del ensayo, Mahler se llevaba la partitura completa a casa para retocarla, pulirla, mejorarla”. Uno se pregunta qué cambios habría realizado Mahler a las obras que nunca escuchó. Seguro que le habría encantado la grabación de la New Philharmonia Orchestra (EMI, 1967): ácida, siniestra. La austeridad y la claridad en la arquitectura musical es lo primordial (construida con columnas y arquitrabes, aquí no hay lugar para arcos), cada sección plegándose ante el todo. Los tempi son graníticos, constantes, estoicos, desalentadores ante lo inevitable. En los movimientos centrales escoge lecturas amplias, toscas y masivas, explicadas por su sentido del humor pétreo y su convicción personal: “No hay ironía, sarcasmo, resentimiento… Sólo la majestad de la muerte”. Toma sonora sorprendente, realizada con un solo micrófono colocado encima del director, lo que le otorga un horizonte único, de enorme claridad panorámica, que revela la característica situación antifonal de primeros y segundos violines, tan cara a Mahler, amén de registrar el paso de las páginas de la partitura y los enormes zapatazos con los que el maestro daba las entradas. Es reseñable que Klemperer eligiera las tomas por su intensidad interpretativa y no por su (im)perfección técnica. Una de sus mejores grabaciones, un maelstrom emocional, no se puede decir más: “Experimento tantísimas cosas desde hace año y medio que apenas puedo hablar sobre ello. ¿Cómo podría intentar exponer una crisis tan terrible?”.
La sesión de grabación se inicia con unas palabras, cuidadosamente elegidas, de agradecimiento por la velada anterior y comienzan los ensayos de texturas y detalles específicos. La toma –del movimiento completo– es absolutamente perfecta en técnica y expresión. El maestro sonríe afable, y levanta la batuta una vez más: “Da capo”. De nuevo el milagro se produce y los profesores se miran asombrados. El maestro les mira beatíficamente y sugiere un último intento mientras prepara el gesto: “Questa volta per noi”. Naturalmente será esta última toma la que integre la grabación que ganará no menos de ocho premios internacionales al disco del año de 1976: Carlo Maria Giulini dirigiendo a la Chicago Symphony Orchestra (DG). Versión preciosa, suave y romántica, de estilo elegante y delicado, de tempi más lentos que la mayoría de registros, emocionalmente sincera. Aproximación de gran aliento y pulso continuo, evitando los portamenti y los claroscuros acusados de forma estudiada, diríamos antimahleriana. Con gran refinamiento lírico, construye con paciencia y alegría esta música amada. La relativa falta de contraste, violencia y suciedad en los movimientos centrales se ve compensada por la atención especial a las tesituras medias de la cuerda, a las maderas, resaltando aspectos que quedan velados en otras interpretaciones. El Adagio es una canción contemplativa, de profunda resonancia espiritual, un lamento gentil sobre el sufrimiento personal, hipnótico, dócil ante el fin de lo conocido: “¿Mis creencias? Soy un músico. Eso lo dice todo”. El sonido posee toda la claridad y pureza requeridos para acompañar dignamente.

Leonard Bernstein solía referir que “Nuestro siglo es el siglo de la muerte, y Mahler su profeta musical”. De las varias ocasiones que llevó la obra al disco elegiremos la registrada con la Filarmónica de Berlín en concierto público (DG, 1979), la única vez que se puso al frente de la orquesta, por aquel entonces más karajanizada que nunca. Hizo popular la hipótesis de que los compases iniciales son una imitación de la arritmia de su corazón enfermo, noción sentimental debida quizá a la comunión mística con el autor que propugnaba Lenny. Dicha simbiosis (“la interpretación es perfecta cuando me da la impresión de que yo soy el compositor” y Bernstein había perdido a su mujer un año antes) otorga una intensidad dionisiaca, una angustia colorista y grotesca, fantasmagórica, empujando a los instrumentistas a las desafinaciones, con el edifico musical a punto de derrumbarse para sólo en el último momento enderezar las riendas, exagerando las innumerables contradicciones del mundo mahleriano, arriesgando en el rubato volcánico, en los glissandi de terciopelo verdirrojo. Y es que Bernstein solía decir que nunca se puede exagerar lo suficiente a Mahler. El Adagio en el que “Mahler ora por la restauración de la vida, de la tonalidad, de la fe” resulta una página final bellísima en la que las cálidas cuerdas berlinesas evaporan el tempo de manera milagrosa (el reino de lo Bernstein llamaba “silencio musical”). Legendaria es la inexplicable desaparición de la sección de trombones entre los compases 118-122, clímax de la obra, donde precisamente es requerida la máxima potencia a toda la orquesta. Hecha esta salvedad, testimonio indiscutible para el mundo de la fonografía. Toma sonora espaciosa y agresiva.

Aunque Herbert von Karajan había grabado la obra apenas dos años antes (hay malvados que aseguran que quedó tan conmocionado por la versión que Bernstein hizo con su Berliner Philharmoniker, que decidió aprovechar el peculiar entrenamiento para registrar la obra) embarcó en una gira de conciertos que concluyeron con esta velada en la Philharmonie (DG, 1982). Karajan está tan alejado del expresionismo chirriante de un Horenstein como de la emotividad histriónica de un Bernstein, y en una lectura quizás menos ambiciosa, hace suyo el hecho de que Mahler en ningún caso entendió esta obra como su última composición, ya que comenzó a esbozar compulsivamente la 10º sinfonía inmediatamente después de pasar al limpio la partitura de la 9º. Así pues, la realidad biográfica nos muestra un director de orquesta de 49 años, tan hiperactivo como de costumbre, con un centenar de conciertos programados en sus últimas temporadas: “Estoy sediento por la vida y encuentro el hábito de vivir más dulce que nunca”. Por tanto, Karajan entiende que la muerte aquí no es más que el tema recurrente y obsesivo que persiguió a Mahler durante toda su vida, y examina cuidadosamente detalles y texturas, redondeando sus aristas. Tras el comienzo inocente hace crecer una ambigua mezcla de resignación y esperanza para chocar con el terror de la consciencia de la mortalidad que da la madurez; conjura en los movimientos centrales una inevitable pesadilla en aceleración exponencial hacia la autodestrucción; y termina con frialdad con una serena aceptación de la muerte en la coda conclusiva, donde luce con todo esplendor la apolínea belleza de la cuerdas, el refinamiento sonoro y la sofisticación tímbrica, cual mármol exquisitamente pulido a mano por Canova. Pero en este Mahler en cierta manera uniformado con Strauss, de precisión técnica más que humana, tantas cosas se quedan por el camino, la intensidad emocional, la tensión… ¿Es ésta una terapia curativa para la neurosis de Mahler? Grabación de absoluta claridad.

Deliberadamente he dejado sin nombrar las diversas lecturas, que desde un punto de vista imposiblemente objetivo, se han realizado de esta partitura. No sólo es que (lógicamente) su disparidad expresiva sea menor, sino que de algún modo quedan oscurecidas por la última versión comentada. Así, Karel Ancerl con la Ceska Filharmonie (Supraphon, 1966): limpio de texturas, sin claroscuros destacables, pero frío y apresurado en el poso que permanece tras la escucha (más que en los tempi).
Rafael Kubelik se muestra algo más romántico y poético, íntegro y luminoso, de texturas y tempi ligeros, sin acudir al rubato, a las leves variaciones de tempo, para resaltar la expresividad mahleriana. Ausencia de una compulsión interior, belleza bajo control de la estructura sinfónica genuina. Sus dos grabaciones con la Symphonieorchester del Bayerischen Rundfunks (DG, 1967) y (Audite, live, 1975) son muy similares en términos interpretativos, caracterizándose la versión en estudio por un mejor sonido.
Las cualidades tonales de la Orquesta del Royal Concertgebouw de Ámsterdam afloran verdaderamente únicas, con sus maderas acres y desgarradoras, bajo la dirección de Bernard Haitink (Philips, 1969): desmenuzando las intrincadas sonoridades del andante, evocativo y onírico en su coda; asombrosa la manera casi única en que gestiona el lírico episodio del rondó, cual vacua feria de las vanidades, conjugando la integridad estructural del movimiento con su enrevesada belleza poética; la rara concentración en el lento tempo escogido de principio a fin en el adagio. Sobria reflexión sobre la condición humana, destaca el lado más intelectual y menos emocional de la personalidad mahleriana. Coherencia estructural, orden, contención, fluidez, claridad y unidad en la exposición, lúcidamente ultraobjetivo y circunspecto, formalmente restringido, prosaico y terrenal. No busquen aquí la teatralidad ni la gestualidad intimidatoria que presidía las interpretaciones del propio autor (y conviene mentar aquí su afinidad con Nietzsche: “Es solamente al bailar cuando sé leer el símbolo de las más altas cosas”). La acústica del recinto holandés se muestra en todo su esplendor en esta modélica grabación que ofrece un asombroso equilibrio entre las secciones orquestales.
La Orquesta Filarmónica Checa ostenta una gran tradición en estos pentagramas. La capacidad analítica de Vaclav Newman (Supraphon, 1982) rinde un estilo austero, diríamos higiénico, de texturas cristalinas, ralentizando el tempo en ocasiones en el andante, evocando las melodías de la infancia. Landler cortante y repelente, esporádicamente agresivo. Fuertemente irónico en el rondó. Simplicidad natural y equilibrio. (¿Pero Mahler lo requiere?)
Con Giuseppe Sinopoli la Philharmonia Orchestra recuperó el formidable nivel de su pasado leggeriano (DG, 1993). En su exploración personal de la partitura realiza una versión genuina, diferente, deconstruccionista en la compulsiva claridad de texturas, en la fidelidad literal y reverencial al detalle por encima de la estructura sinfónica, iluminando las anomalías armónicas a expensas de la línea horizontal, desordenada si no esquizofrénica, el fraseo amanerado, la manipulación tortuosa y gestual, los metales penetrantes. Reflexivo en el primer movimiento, donde las unidades tímbricas con función tectónica brindan una tornasolada sonoridad camerística (a gran escala). La idiosincrática interacción de tempi hace vagar sin rumbo fijo al landler. El amplio adagio equilibra su visión del andante. Quizá no una primera opción (para eso están Klemperer, Bernstein, y Giulini), pero sí un nuevo y muy interesante horizonte. Toma sonora adecuadamente analítica y cristalina conseguida por medio de una colocación de los micrófonos muy cercana a los atriles.
Gran traductor (y discípulo directo) de la Segunda Escuela Vienesa, el formidable radiólogo que pudo haber sido Pierre Boulez ofrece a los mandos de la Chicago Symphony Orchestra (DG, 1995) una versión transparente de texturas, maniática en la claridad y el cuidado por el detalle, escrupulosa en las gradaciones dinámicas…, pero con muy poco sentido cantabile, epidérmica, frívola, sosa, culpable de indiferencia y gelidez en un movimiento final llevado a tempo urgente, walteriano. ¿Dónde están el dolor y el sufrimiento, la dulzura que el autor volcó en estas páginas? En fin, una desilusión después de su formidable 6ª (su tiempo aún no ha llegado). La toma sonora es gloriosa.

Conocido es el desprecio supino de Sergiu Celibidache por el sinfonismo mahleriano: “Saca a pastar a su oveja por la mañana, pero al final del día no tiene idea de cómo traerla de vuelta“. Ahora bien, su particular concepción de la fenomenología musical y su dilatada guía para con la Münchner Philharmoniker legó a ésta unas características únicas: el singular control de las dinámicas orquestales, el refinamiento tímbrico, la capacidad de sostener tempi inverosímiles. Y por esta senda discurrió James Levine en un concierto público de 1999 y que ha sido editado por Oehms Classics. Densa la sección de cuerdas muniquesa, magnífico el uso de metales y timbales en los catárticos clímax. Pero es en el Adagio final donde el director propone una elongación del tiempo que es casi una singularidad einsteniana (compárense estos 32 minutos con los 18 dedicados por Bruno Walter para el mismo movimiento). Porque, si no se imaginan nuevos horizontes, ¿para qué grabar más discos? En cuanto al pedigree de la orquesta, recordemos que el propio Mahler estrenó varias de sus sinfonías a los mandos de dicha formación.
La amplia experiencia de Claudio Abbado en la música del siglo XX conjunta a la Berliner Philharmoniker (DG, 1999) aseguran una excepcional respuesta orquestal que se ve lastrada de inmediato por una artificiosa y experimental combinación en la mesa de mezclas, haciendo variar continuamente la percepción espacial y atmosférica de la Philharmonie. La apertura y cierre de los micrófonos ligados a los diversos grupos instrumentales colapsan lo que debió ser una espectuacular actuación en directo. Analítica en busca de lo esencial pero naturalmente texturada, cuidadosamente equilibrada con aires improvisatorios, hace un uso muy restringido de los contrastes, sin enfangarse en los lodos sentimentales y pegajosos (adorables) de un Bernstein. A estas alturas, amigo lector, debería saber que éste no es el disco que yo me llevaría a una isla desierta. Vayamos terminando.
Nunca ha sonado tan femenino y suave el ritmo sincopado de tres notas en los bajos de la orquesta con la que nace la sinfonía como en la versión de Riccardo Chailly (Decca, 2004). En esta construcción abstracta del lenguaje, que conduce a los instrumentos a hablar, germina un intenso amor panteísta, una pasión fruto de conflictos, donde los tempi sosegados tienen algo de abandono maternal y procuran una sin par clarificación de detalles y matices, sin nunca permitir la amenaza a la integridad general de la estructura. En las pesadillas centrales las maderas nos persiguen bellas e insolentes, imbatibles, con escrupulosa atención a dinámicas y fraseos. En su última representación con el director italiano, es fantástica la prestación del Concertgebouw de Amsterdam, donde Mahler encontró al fin una orquesta y un público para sus obras. Verdaderamente excepcional el proceso técnico, con una uterina toma sonora, cálida y confortable, casi tangible en su opulencia tímbrica, donde los detalles siempre suenan naturales (increíbles las campanas).
Todos tenemos nuestras grabaciones favoritas, dependiendo de cómo creemos que la música debería sonar, o qué emociones esperamos encontrar al escuchar un disco. De aquí el desánimo que me inunda cuando compruebo que la nueva grabación de la Berliner Philharmoniker, esta vez con Simon Rattle en el podium (EMI, 2007) sigue por los mismos derroteros que en el último decenio: la extraordinaria toma de sonido, capaz de reproducir cada textura por compleja que ésta sea, saca a la luz sonoridades nuevas, delicadas y educadas. Pero la superlativa prestación orquestal no es capaz por sí sola de relegar al olvido el chirrido expresionista, la ferocidad de las dinámicas en los clímax, la turbulenta tensión emocional, la violencia, la catástrofe, el horror que destilan los grandes directores del pasado, y que relegan al oyente a la extenuación. Los tempi mantienen su cualidad elástica, si bien menos acusada que en su anterior grabación para la EMI (1993). Y la avalancha continúa: en los últimos meses han aparecido dos nuevos documentos que nos informan de la actualidad de la sinfonía más importante del siglo XX. Lástima que tanto Alan Gilbert con la Royal Stockholm Philharmonic Orchestra (BIS, 2008) o Jonathan Nott con la Orquesta Sinfónica de Bamberg (Tudor, 2008) no planteen nuevos caminos en esta poliédrica, multifacetada obra, crucial en la historia de la música.