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Bach: Conciertos de Brandenburgo

Los Concerts avec plusiers instruments
fueron dedicados (y bellamente caligrafiados en un florido francés) por J.S. Bach
en 1721 al Margrave de Brandenburgo como una disimulada solicitud de empleo en su
corte. Los conciertos, desobedientes ante una fórmula reglada, nunca fueron
concebidos como un conjunto, ni siquiera para ser interpretados de manera
continua: Bach las seleccionó de su catálogo de obras escritas desde 1708 para
demostrar su dominio de todo tipo de formas concertantes, inusuales e
impredecibles, cada una con su personalidad y atmósfera paisajística,
requiriendo una configuración pirotécnica de instrumentos solistas, y que a
veces varía según los movimientos, recordando sus heterodoxos registros organísticos.

Si bien en el muestrario principesco
restallan tanto la pompa de la guerra y el privilegio magnánimo de la caza como
murmullan la benevolencia rectora y la afección pastoril, la prioridad de Bach al
recomponer los Brandenburgo fue hacia los intérpretes más que hacia los
oyentes. Repasémoslos en un orden aproximado de antigüedad:


146 lossless recordings of Bach Brandenburg Concerti (Magnet link)

 

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El concerto Nº 6 (BWV 1051) posee
los vínculos estructurales y temáticos más estrechos con los modelos italianos:
Una experimental, adusta y magra instrumentación (no muy lejos de un coro
masculino, siete músicos en total) de cuerdas graves (y obviamente continuo,
como en el resto de conciertos), entre ellas las ya arcaicas violas da gamba.
El allegro arranca con un canon sincopado bordado por una nota pulsante
repetida. El adagio ma non tanto (un lamento de dúos canónicos) se
dispone para dos violas da braccio y violonchelo, mientras las gambas
guardan silencio. El movimiento final en forma de giga combina elementos ritornello,
da capo y rondó.

La
afirmación de que la discografía de los Brandenburgo comienza con la
versión de Reinhardt Goebel (Archiv, 1986) puede parecer y es (
la materia prima de la creatividad
es la ignorancia
) insolente. La tradición
interpretativa, recogida en más de un siglo de grabaciones, refleja
innumerables cambios de gusto y de práctica. Afortunadamente hace tiempo que
dejamos atrás la época en que afelpadas orquestas al completo intentaban tocarlos,
salpicadas de problemas de equilibrio y textura, con inapropiados fraseo y
acentuación: Cual Casa Usher, el edificio desaparece en aguas cenagosas. Incluso
las primeras lecturas con planteamientos historicistas, como las de Harnoncourt
o Leonhardt, hoy suenan caducas en la búsqueda de un resultado final (o una
emoción) que enlace con las intenciones del compositor. Goebel es el Mengelberg
bachiano, exagerado, desproporcionado, un activista intelectual y deliberado (
radikal sonora) contra
el arraigo tradicionalista, ya sea como moderno Prometeo o como doctor
Frankenstein. En una improvisación en continuo stretto, extrema la
rudeza, ritmo y presión de los arcos de una Musica Antiqua Köln arrebatada y
frenética, astringente de furia dinámica y salvajismo inhumano, cincelando
una esquizofrenia punzante, violenta, y en todo
momento coherente. Momentos efervescentes a destacar serían las corcheas belicistas y decididamente
ilegales del finale del 3º, o la magia en los acordes desincronizados y
la cadenza del 5º, con el clave dominando la textura, suspendida más allá del
tiempo. Su posterior traducción con los Berliner Barock Solisten (Sony, 2016), con
instrumentos modernos y afinación alta, es una autoinmolación regicida.




 


El concerto Nº 3 (BWV 1048) divide
por tesitura las cuerdas en tres grupos (de violines, violas y cellos),
siendo los tutti interpretados por cada sector al unísono, lo que da
lugar a una armonía a tres voces; en los soli las secciones se separan,
siendo el principal elemento de contraste la diferencia tímbrica. Bach cementa únicamente
dos acordes con la indicación adagio en el movimiento central; puede ser
aceptado en su perfección tal cual, o como indicación improvisatoria por parte
de uno o varios solistas. El final arremolina un perpetuum mobile de
semicorcheas en el estilo de una giga, tejiendo un incisivo contrapunto.

Jordi Savall ilumina la escena con velas
en un cultivado concepto, íntimo, educado y sin atrevimientos destacados, poco
jubiloso e introvertido, de tempi sosegados, escuetas dinámicas y fraseo
muy flexible. La articulación prudente y caballerosa del allegro en el
3º permite contemplar la minicadenza por todas las cuerdas en varias
tonalidades, sin costuras, siempre con tersura aterciopelada, sombría y noble (c.
109 y ss.). En el presto del 4º cada línea de la fuga fluye de forma
clara e inalterada, rebosante de compromiso y concentración, con la vista
puesta en la estructura en arco. Excepcionales 2º y 6º, navegados en rubato y sorprendentemente
gobernados por Savall, moderado y juicioso, desde el basso di viola. La
afinación y la conjunción de Le Concert des Nations pueden sufrir en detrimento
de la espontaneidad, pero sus miembros se escuchan unos a otros, reflejando y
haciéndose eco, respondiendo a sutiles cambios de presencia o agógicos. Empastado
y cálido sonido, velado en sepia (Alia Vox, 1991).



 


El hetereogéneo concerto Nº 1 (BWV 1046)
presenta cuerdas (entre ellas un violino piccolo, afinado una
tercera menor más alto), tres oboes, fagot y dos trompas de caza (inéditas en
la música cortesana, que chocan rítmica y armónicamente, haciendo su presencia
evidente) divididos en tres secciones que se contraponen llamativamente a lo
largo de la obra: Al tradicional esquema rápido-lento (donde el cambio de
tonalidad y el ambiente tranquilo obligan a omitir las trompas) -rápido se
añade una elegante selección de danzas, creando un híbrido entre el concierto y
la suite.

La lectura de Diego Fasolis rebosa de
detalles híbridos que la individualizan, empezando por el generoso ripieno de
cinco violines: Ya en el allegro inicial los vertiginosos ritmos
cruzados (cc. 2-3) montan una algarabía digna de un concierto al aire libre; a
medida que el tema pasa de una voz a otra en el
adagio los roles melódicos
o de acompañamiento se van difuminando hasta una disolución casi weberniana. Su
brusca conclusión, bordeando la
tosquedad, propulsa un rápido allegro en el que Fasolis
simula crescendi añadiendo más
y más instrumentos. En el minueto la presencia subversiva
de las obstinadas trompas crece en cada repetición; en el segundo trío, llevado
a un ritmo constante, los oboes se entretienen con estimulantes semicorcheas en
las repeticiones. I Barocchisti desbordan contrastes dinámicos inesperados e impactantes
y sobresaltan con entusiasmo temerario, irreverente pero no provocador. La toma
sonora (Arts, 2004) es irregular, a veces densa de texturas, a veces mareante
en su dispersión origámica, pero concede colores saturados y graves sólidos.



 


La instrumentación asimétrica (y, en
primera instancia improbable) del jazzístico concerto Nº 2 (BWV 1047) apunta
a una composición posterior: Un ripieno relativamente simple opuesto a
un amplio pero reservado concertino de trompeta, flauta, oboe y violín, que en
el allegro inicial fluye con riqueza episódica, asombrosa y compleja,
con continuos deslumbramientos armónicos y claroscuros dinámicos. La trompeta (tocada
en su registro superior de clarino) descansa junto a las cuerdas en el
meditativo adagio central para solventar la feroz exigencia técnica del allegro
assai
conclusivo, donde Bach superpone una fuga festiva al diseño ritornello.

Rinaldo Alessandrini vuelca al Concerto
Italiano en la variedad tonal, la conversación sin aristas, la intimidad de los
andantes, la cadencia elástica de la danza, la gestualidad retórica, casi
madrigalesca. El concierto nº 1 sale especialmente bien parado al contrastar un
primer movimiento galopante (y de
métrica
ligeramente alocada), enfatizada su raigambre rústica,
soleada y vivaz con un movimiento lento vocal, inesperadamente exuberante y de
bella inflexión, mientras que en la tanda de danza, entre minuetos parlanchines
y despreocupados, la polonesa recibe un tratamiento inusitadamente tierno. Confusión
muy organizada en el 2º: El trompetista templa la fuerza de sus vertiginosas
notas agudas para no ahogar a sus compañeros, que lanzan frases melódicas hacia
delante y hacia atrás con una sincronización soberbia, manteniendo un abigarrado
y animado regocijo (cc. 77-81), decorado con fruición y concluido abruptamente,
sin ningún ajuste de tempo o dinámica. Las violas cobran a menudo
protagonismo, recordando que a Bach le encantaba desempeñar este instrumento, como
en el 4º, en el que Alessandrini encuentra un pulso justo y comedido para el allegro.
Gran prestación al clave en el galante 5º.
La resonante acústica del Palazzo Farnese entrega diafaneidad de texturas,
inmediatez y poca profundidad (Naïve, 2005).



 


En el concerto Nº 4 (BWV 1049) un violín
y dos flautas se sitúan como concertino en tesitura alta, muy contrastados
respecto al transparente ripieno de las cuerdas. Al alegre ambiente campestre
del movimiento inicial le sigue un solemne andante de ritmo afrancesado,
único lento que hace uso del conjunto al completo, en diálogo reminiscente
corelliano (el claroscuro es enfatizado por las dinámicas ya que ripieno y
concertino comparten temática). Presto final fugado a cinco voces, un ensayo
sobre suspensiones y disonancias, con arrojados pasajes para el violín.

Uno de los principales aciertos de
Richard Egarr como mediador-líder entre los miembros de The Academy of Ancient
Music es la afinación a la moda francesa (la
=392Hz), es decir, un tono completo más bajo que la actual. La experiencia sonora resulta novedosa inmediatamente y permite un mejor equilibrio entre solistas.
El otro pilar esencial es la concepción global de los concerti
como danzas reposadas, a ritmos (que suenan) ligeramente anticuados (y
encantadores), de modales suaves y masivos ritardandi, colmados de
detalles como
los glissandi de
las trompas en el adagio del 1º, el señorial tempo del minueto (que
permite asumir correctamente las proporciones para las secciones en 3/8 y 2/4),
las pausas (levemente irritantes) antes de las cadencias en el movimiento
inicial del 2º, la línea grave del continuo doblada una
octava abajo en el violone, muy apreciable en el lento del 4º, o por fin, las significativas
fluctuaciones de tempo en el 5º.
Sabido es que Bach
variaba la textura de sus realizaciones de bajo continuo en función del
contexto: Egarr
añade discretamente
alternadas tiorba y guitarra, que, aunque poco plausibles musicológicamente,
aportan un exótico aroma. La colocación estratégica de los grupos sonoros
caracteriza esta grabación (HM, 2008), cuya acústica eclesial proporciona una
reverberación que arropa la utilización de una parte por línea. La ya lejana
grabación de Hogwood (L’Oiseau Lyre, 1984) con el mismo
conjunto (nominalmente) sigue siendo la única que presenta los conciertos en
sus primitivas versiones, antes de que Bach los revisara para el Margrave.



 


Un instrumento domina hasta tal punto el elástico
Nº 5 (BWV 1050) que puede considerarse como el primer concierto conocido
para clavicémbalo, siendo los otros solistas el violín y la moderna (por
entonces) flauta travesera. El continuo crecimiento y desarrollo del intrincado
allegro inicial se va disolviendo minimalísticamente en una sofisticada y
extendida cadenza del clave, cerrada con un ritornello homofónico y
vivaldiano. El affettuoso central está destinado en exclusiva a los
solistas, como una civilizada sonata en trío, pero en una textura a cuatro,
resultado de tratar las partes derecha e izquierda del teclado de forma
independiente. El concertino ofrece una exposición fugada para el rítmico finale,
combinando el ritornello con el aria da capo.

Los primeros Brandenburgo
de la Akademie für Alte Musik Berlin nacieron allá en 1997 como reto directo a
la ya legendaria versión de MAK. Una generación más tarde, y argumentando un
mayor conocimiento de
la ornamentación historicista (apoyada
en juegos agógicos gustosos y distinguidos en vez de decoraciones formales), regresan
con tempi nerviosos y cambiantes, orgánicos y flexibles, fluyendo en una
vibrante diversión. En este 5º concierto, llegados al c. 20 comienza un
fantástico proceso modulante donde la armonía va cambiando poco a poco
siguiendo las figuraciones del violonchelo. El diálogo claramente definido
entre el conjunto y los solistas se diluye a medida que las voces rehúyen sus
papeles con un emocionante desacato, por ejemplo en la inflexión del tono que
hace el traverso en los trinos cromáticos (cc. 95 y ss.) antes de
la libre y elaborada fantasía, un despliegue desmelenado
de virtuosismo abrumador de sesenta y cinco compases, gesto sin precedentes y
audazmente innovador, recreado aquí en un estilo improvisatorio, casi
caprichoso.
Otros lugares a visitar
podrían ser la deliciosa rebeldía de las trompas agrestes y los contrastados
ritmos y caracterización de las danzas que cierran el 1º; la vitalidad rítmica
en el 2º; o la maravillosa urdimbre textural en la recapitulación del tema de
la fuga (cc. 207 y ss.) en el 4º. Toma sonora (HM, 2021) resonante dentro de la
naturalidad, con las intervenciones de la cuerda grave esporádicas y ligeras.


Mahler: Sinfonía nº 4

“¿Qué se puede decir sinceramente de esta sinfonía? ¿Qué puede decirse de cualidades musicales donde no se detecta ninguna, y por qué hay que entrar en detalles sobre la escenografía orquestal, cuando no hay nada detrás? Incluso con la intención más sincera parece imposible encontrar nada excepto una serie de efectos orquestales inconexos, bastante ingeniosos en cuanto a conocimiento de los instrumentos, pero totalmente superficiales, y que no tienen nada que ofrecer al espíritu ávido de música”. Musical America, January 1911.

La sinfonía nº 4 de Gustav Mahler (1900) es un cuento de hadas onírico e irreal, de imponderabilidad aérea y exaltación dichosa. Las alegres meditaciones de Mahler sobre el descanso postmortem se sustentan en una impropia sencillez de medios orquestales, transparencia textural y simplicidad armónica, coherentes con la visión celeste a través de un alma infantil. La intencionalidad mahleriana da a cada atril el rol de un solista, descomponiendo la línea melódica en fragmentos definidos por diferentes colores instrumentales, como una especie de prisma acústico. Pero en su tradicional estructura formal pululan sombras poco inocentes y se arrastran horrores:

I Deliberado: En el inestable mosaico de motivos de la exposición (compases 1-101), el clasicismo familiar de la sonata sufre por la irrupción literaria de frecuentes cambios de tempo, alteraciones, suspensiones y complicadas relaciones métricas; la deslumbrante complejidad del evolutivo y lógico (o más bien teleológico) desarrollo (cc. 102-238) explora nuevas y distantes claves y abre un espacio radicalmente inédito, en el que los temas se disuelven en motivos autónomos o se transforman hasta quedar irreconocibles; la recapitulación (cc. 239-339), en cierto modo fallida, conduce a una coda histéricamente triunfalista.

II Moderado: Scherzo quimérico y espeluznante, armado en cinco episodios: A (cc. 1-68), trío B (cc. 69-109), A1 (cc. 109-200), trío B1 (cc. 200-280), A2 (cc. 280-341); y coda (cc. 341-364). Mahler especificó la scordatura del violín solista (afinado un tono más alto, angular y cromático) “para que el violín suene chirriante y áspero, como si la Muerte golpeara“. Invocación de la cultura errante y juglar, una llamada a la muerte descrita como disonante, aterradora, pero también seductora…

III El contraste entre dos complejos temáticos hostiles determina la disposición, el carácter y el curso del Poco adagio (ruhevoll, apacible). Presenta una estructura de rondó con variaciones en cinco partes: A (cc. 1-61), B (cc. 62-106), A1 (cc. 107-178), B1 (cc. 179-221), A2 (cc. 222-314) con una rutilante coda (cc. 315-353) que nos regala un estallido armónico e instrumental, rendición postrera y simbólica elevación a un plano superior.

IV Das himmlische Leben (La vida celestial): Inicialmente destinado a formar parte del monumental edificio de la 3ª Sinfonía, este lied se articula en cuatro versos separados por secciones instrumentales que retornan las figuras de apertura para dar a la obra una sensación cíclica. Atmósfera mágica, donde el universo cotidiano y el universo espiritual se complementan en un sentimiento cándido de recompensa (fuera del marco hebraico), el sustrato de promesa para el hambriento de las canciones del Knaben Wunderhorn, de panes y peces, de corderos y espárragos gigantes…



198 lossless recordings of Mahler Symphony no. 4 (Magnet link)


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Ya vimos en la sinfonía nº 5 como el sistema Welte-Mignon (capaz de registrar los matices íntimos del intérprete: rítmica, dinámica, fraseo, ataque y pedal) ofrece un supremo documento histórico. La edición Preiser redondea el invento acoplando el sistema neumático al piano poseído por el propio Mahler en su vivienda vienesa, un grand Blünther de 1902 con siete octavas suaves y melosas. Mahler siempre tocaba directamente desde la partitura orquestal, en un arriesgado equilibrio sobre las patas delanteras de la silla. Los acordes arpegiados, los ritmos sinuosos, el fraseo sensible y nervioso, el rubato soñador… encajan con la personalidad y carácter sombrío del compositor: ”Mi música no es más que ruido de la naturaleza”.





En el Principio era Mengelberg. Durante las visitas que Mahler realizó a Amsterdam entre 1903 y 1909 Willem Mengelberg (indudablemente el más dotado de sus discípulos) anotó detalles interpretativos y metronómicos (que la partitura no lleva) durante los ensayos del compositor, o, al menos, su interpretación personal de los mismos y que no siempre coinciden con lo registrado en este concierto público de 1939. ¿Autenticidad? Más bien una ensoñación ultrarromántica, exagerada en su intervencionismo extremo, impredecible, peligrosamente viva. Desde el comienzo los cambios de color, de clima (misticismo, melancolía, amenaza), conectan con las rupturas schumannianas. El scherzo gira a 152 corcheas por minuto, con un carrusel de liberales portamenti y breves staccati de violín que rememoran una pesadilla de plagas. Mengelberg sumerge el ruhewoll de inmediato en una suerte de éxtasis de tristeza, con un momento extra de asombro cuando añade un quinto tiempo al segundo compás del tema de apertura, en el que los violonchelos espressivo aparecen con interminables notas. Jo Vincent muestra en el lied un timbre un tanto agrio y un carácter matronal. La publicación de Pristine Audio es muy convincente, con una agradable ecuanimidad instrumental de la Concertgebouw Orchestra y evitando filtrar en demasía el sonido como en las ediciones anteriores (Philips, Decca, Altair, Documents, History, Q Disc).





Debido al resultado de la Guerra la antorcha pasó a Bruno Walter, que desde el conservadurismo esencial y la orientación espiritual impregnó la música de su naturaleza amable, pastoral y panteísta, luminososa y sensual, muy diferente de la manera errática, intensa y a veces insensible del compositor. Aparte de su grabación comercial de 1945 se han recogido al menos otras diez procedentes de conciertos. Escogeremos como muestra la de 1953 con la New York Philharmonic Orchestra en la que Walter contó con su soprano predilecta, Irmgard Seefried, cuyo perfil liederístico es formidable, si bien lejos de la inocencia beatífica solicitada. Walter ignora marcaciones dinámicas y rítmicas en la pesadumbre otoñal del primer movimiento, descubriendo solo a medias el lado tenebroso de la historia, como un cuento de los hermanos Grimm purificado por los tonos pasteles de Disney. Algunas asperezas en los metales caracterizan un scherzo menos estricto y controlado de lo habitual en Walter, pero hay poco contraste con las secciones trío. ¿Es la (magistral) coda del ruhevoll un ejemplo temprano de la tonalidad progresiva mahleriana? No, ya que la tensión armónica se resuelve en la apertura del lied. Walter lo entiende a la perfección minimizando la pausa entre los dos movimientos. Claro sonido (Tahra), congestionado en las dinámicas elevadas y con un público aquejado de bronquiolitis.





Paul Kletzki es consecuente desde el principio, fluido y relajado, y con solo un leve aliento dramático (optimistas, incluso jocosas las maderas de la impecable Philharmonia Orchestra), con muchos de los portamenti requeridos ejecutados sui generis como un legato extendido, y descaradamente extrovertido y algo ruidoso en el pasaje en do mayor (“niños golpeando ollas y tal vez rompiéndolas en pedazos”, Adorno dixit, cc. 209-220) previo al clímax, producido sobre una disonancia inesperadamente rasposa. Resaltar la arquitectura estilizada y transparente del scherzo, sin descarnamiento. El ritmo lento del bajo en el ruhevoll, en contraste con el tono solemne de la melodía, le confiere un aire de himno, un estado de contención pacífico y estático, como en los contemporáneos paisajes de Klimt. Emmy Loose posee la tímbrica adecuada, una técnica casi ideal, la dicción clara; todo ello especiado con ternura y con un acompañamiento ilusionista en las cuerdas. La grabación es extraordinaria para la fecha (EMI, 1957), con la intrincada partitura en vívido relieve.





El minimalismo microfónico de la RCA en 1958 resulta en una perspectiva realista y apropiada a la superlativa prestación técnica de la Chicago Symphony Orchestra en manos de Fritz Reiner. El consolador y poco lírico adagio (grabado en una sola toma) es un perfecto ejemplo de su desinterés en la estética mahlerania: El rechazo de Reiner a muchas de las marcas (fraseo, color, acento, dinámica) y sus prioritarios y legendarios orden, precisión y reserva escatiman los portamenti, y aferran la rigidez de los tempi. De escuela interpretativa sinfónico-vienesa, el bedächtig es muscular y falto de reposo, y el scherzo carece de humor sardónico. El lied se inicia en un paso somnoliento y Lisa della Casa muestra problemas de pronunciación germánica y su pronunciado vibrato se desliga de la ingenuidad. Naturalmente que el detallismo opresivo y la fidelidad tímbrica engendran explosiones armónicas straussianas. Pero cuando las notas terminan no queda ningún resplandor.





El enfoque de Otto Klemperer es prácticamente el polo opuesto al de Walter: Cada uno, al parecer, basa su interpretación en aspectos opuestos del complejo carácter de su mentor. Objetivo, vehemente y agitado, con los gélidos colores primarios de un Mondrian. Su sentido de la cohesión estructural es particularmente evidente, pero desprecia los rasgos psicológicos de la obra. Comienza a un tempo calmo y germánico (rubati y portamenti son poco utilizados) hasta que violentamente se nos sumerje en las inauditas orquestación y armonía. Scherzo solemne y circunspecto (el exceso y la exageración están ya en la música). El impaciente adagio camufla su mordiente en un sorpresivo andante (escuchemos cómo incrementa el tempo entre los cc. 222-282) que nos lleva de la mano a… una mocosa perfumada y maquillada (no todas los niñas son ángeles): Elizabeth Schwarzkopf, elegante y sofisticada, analiza y colorea cada una de la palabras en la antítesis de las instrucciones del compositor (pero Klemperer rememoraba que Mahler le dijo una vez: “”Si algo no te parece bien, cámbialo. No sólo tienes el derecho, sino el deber de hacerlo”). La lateralidad y profundidad de la toma sonora (Warner, 1961) evidencia el refinamiento de una orquesta cálida y compensada, con las maderas de la Philharmonia observadas en una óptica resultona que ha caído en desuso posteriormente, aunque la adecuada división antifonal de las cuerdas enriquece el contrapunto. 





George Szell es un maestro del equilibrio (tan esencial en este tipo de Mahler) de las voces principales e interiores, pulido de perfección mecanicista e iluminador escrupuloso de la arquitectura. Sin embargo, el amor (y el humor) infantil no aparece por ninguna parte, la disciplina toscaniana lo impide, suavizando sus grotesquerías y rugosidades. Meticuloso en las dinámicas (aunque no todas), minucioso en la delineación de detalles (esos acordes creados por la serpentantes cuerdas en el scherzo). Con neutralidad inflexible, el pulso constante del bedächtig cincela la unidad en la diversidad, con cambios de tempi fuertemente subrayados y rubato unánime (tanto, que es casi sobrenatural). Ländler genuinamente mozartiano, con las secciones trío rústicas y joviales. El andante, íntimo y grave, rocía pasmosos glissandi en dolcissimo. El lied, a fuego lento, también participa de este enfoque narrativo: Judith Raskin llena de voz madura las tres primeras estrofas, pero los últimos versos, a una dinámica inferior, transmiten una gracia extraordinaria, cándida y divina. Glacial la belleza de las cuerdas de la Cleveland Orchestra, cuidadosamente preparada y empastada (Sony, 1965). 





Jascha Horenstein presenta un Mahler serio y didáctico, escasamente intervencionista, combinando orden, intensidad emocional y claridad instrumental. Lanza una sombra ominosa y obstinadamente presente sobre la superficie del movimiento inicial que pocos directores concitan. Crudo y evocativo el lentísimo scherzo, donde Horenstein inmiscuye chirriantes caricaturas que interrumpen al violín abrasivo, con los tríos nostálgicos de una inocencia perdida. El tejido de cuerdas divididas en el ruhevoll excluye la individualidad más acerba y carnavalesca de las maderas del movimiento anterior, y crea una textura expansiva de tipo coral vinculada a una religiosidad vocal (Mahler describió el pasaje como “el desvanecimiento del final es etéreo, como de iglesia, de ambiente católico“). El lied arropa con exiguo confort, siendo Margaret Price una discutible elección, casi de oratorio (de los de antes), con sólo un leve reflejo plateado. La cercanía de los micrófonos (EMI, 1970) repercute en el desequilibrio tímbrico orquestal de la London Philharmonic (la sobreexposición de los clarinetes y timbales).





La primera aproximación de Claudio Abbado a la obra (DG, 1977) es más urgente y abrupta que sus posteriores versiones: El bedächtig se inicia suave y confitado para después abandonar el típico aroma comodo mahleriano, con erráticas bogadas rítmicas y dinámicas. El violín del scherzo (vertical y deliberadamente desalineado con su acompañamiento) asoma y cede el paso caballeroso ante los vientos sedosos de la Wiener Philharmoniker. En el ruhevoll Abbado hace caso omiso de las indicaciones de la partitura y fuerza unos tempi mosoros, brucknerianos; atención al desgarrador portamento de las trompas (c. 75) que muda “de la divina alegria a la profunda tristeza” en palabras de Mahler. La solista, fuera de lo común, es la mezzo Frederica von Stade, sin problemas de tesitura pero de emisión entrecortada en los staccati. La grabación es fatigosa en su brillante metalicidad, algo que también lastra la fría y nítida traducción de James Levine (RCA, 1974).





En los ensayos y luego en los conciertos, la figura torpe e improbablemente alta de Klaus Tennstedt se balanceaba de lado a lado de forma desgarbada, con poca o ninguna técnica de dirección discernible. Lo que perdió en bienestar físico con los años lo compensó con drama y angustia en su rítmica poco marcada, contorsionando el flujo lineal de cada frase, como en los frecuentes luftpausen y prolongados ritardandi. Los tempi funcionan a pesar de ser atrevidamente extremos, pero los cambios bruscos de ritmo alteran el andamiaje. Una interpretación gloriosamente lírica y romántica, con las secciones de vientos con relevancia y singularidad propia -pero no en la línea liviana, sonriente, hasta traviesa de un Kubelik (DG, 1968)-. Tennstedt hace las fantasmagóricas flautas y campanas de trineo totalmente independientes del ritardando de clarinetes y primeros violines (algo requerido en el compás 3, pero que muy pocos directores conceden), lo que enfatiza la colisión rítmica hasta la entrada del tema. Tras el clímax del bedächtig (cc. 221-224), ahíto de júbilo y alegría, se va imponiendo un apremiante impulso sobre las marcaciones (ignoradas), presagiando la tumultuosidad de la Quinta. En el mordaz scherzo la estruendosa trompeta (c. 200 y ss.) da paso a un retorno del trío donde la suma flexibilidad se desliza hacia la desarticulación. Ruhevoll amedrentado por las trompas, con retenciones conmovedoras al final de las frases, y las secciones astringentes mitigadas. La meditación pastoral de Lucia Popp desestima el regocijo candoroso y canta straussianamente oscura (a pesar del significado d) el texto. La toma sonora de la London Philharmonic Orchestra (EMI, 1982) es sucia, plana, vacua.





Solo cabe calificar de milagrosa la lectura de Lorin Maazel. Con el embrujo de un encantador de serpientes hace sonar a la Wiener Philharmoniker melancólica y tranquila, los ataques suavizados, las texturas mórbidas, con dilaciones en el remate de las sentencias, la belleza por encima de todo (aunque en esta línea se puede ir más lejos, véase Karajan). Comienza con un ceñido cumplimiento de la petición bedächtig (prudente), para destacar después las fulgurantes cuerdas en el segundo tema, donde los cellos cantan sobre las violas de manera tan brahmsiana. En el scherzo las dinámicas son aplicadas de manera repentina pero con suntuosa bondad. La severidad de las cuerdas agudas, con portamenti sin reparos, se turba por la efusión de dolor en mitad del movimiento (muy) lento (cc. 189 y ss.), reconociendo la derrota. Maazel lleva al extremo la marcación sehr behaglich (muy acogedor) en el finale con sabor de repostería, dulce y cremosa: Cuando la música se desliza hacia mi mayor, arpas y bajos doblando discretamente (“muy tierno y misterioso hasta el final”), relaja aún más el ritmo y los excepcionalmente quedos violines y clarinetes introducen sus temas casi en un trance perpetuo sobre el que la línea angelical y vulnerable de Kathleen Battle deslumbra con su límpida pronunciación y timbre argénteo. Grabación abierta en su panorámica pero poco impactante (Sony, 1983). 





Cuenta Eliahu Inbal que se colaba por una ventana para poder ver los ensayos de Bernstein en Tel Aviv y tomarle así como modelo; ciertamente enfatiza los rasgos hebreos, la ligereza, la ironía, el humor; pero por otro lado minimiza los acentos dinámicos-dramáticos, “los misterios y horrores” de que hablaba Mahler en sus cartas, quedando en un templado clasicismo apolíneo. Bedächtig fragmentado en secciones poco coordinadas rítmicamente. Excelente el transparente scherzo, con la superficie distorsionada por las ondas de los portamenti. Emborronado adagio, jadeante y poco sereno. Helen Donath adolece de rudeza tímbrica y afinación inestable. La Frankfurt Radio Symphony Orchestra (a la que Inbal sacó de su provincialidad con este exitoso ciclo Mahler de grabaciones) está recogida de manera simple y franca en la toma sonora en concierto (Denon, 1985); de hecho la compañía nipona recurrió a Inbal porque su concepción de la música de Mahler como esencialmente frágil y delicada (incluso en medio de la tempestad y la lucha) ”apelaba a nuestros sentimientos sobre la música de cámara” y se adaptaba a sus técnicas de registro. Quizás no sea una escala más pequeña, sino una mirada menos angustiosa, con el hombre como parte de la naturaleza (en el sentido nietzscheano -y seguramente mahleriano-).





Quizás el mayor legado discográfico de Leonard Bernstein haya sido integrar su sentimentalidad profunda, excesiva y neurótica en un componente esencial del (un) syllabus interpretativo. En su Mahler la sincronicidad de temperamentos roza lo confesional. En el desarrollo del plácido movimiento inicial las abruptas interrupciones a mitad de tema, los cambios de clave y las trasposiciones son asumidos con la normalidad con que aceptamos una pesadilla incongruente. Por eso la fanfarria de trompeta (cc. 224 y ss.), que en este contexto infantil de triángulo, glockenspiel y campanas de trineo parece emanar de la guardería y no de la milicia, tiene una función hoffmanniana de llamada al despertar que va disipando los sueños. El inquietante y operático scherzo (con constantes cambios de marcha y dinámica para acentuar las posibilidades dramáticas de la ambigüedad) frena en meandros en los tríos, aunque la enfermiza determinación del violín solista logra encauzar el curso. Gran narrador de historias, Bernstein sorprende con un adagio vivaz, de fervor amoroso y meditativo (atención a la la repentina caída del tempo en el solo de oboe, cc. 175 y ss.). En el finale (según Bernstein un anhelo de recompensa cristiana) emplea un niño soprano para resaltar la delicada orfebrería orquestal que le rodea. Helmut Wittek desprecia saludablemente los matices de tono y ritmo, y se concentra en dar un relato extrovertido con la ayuda de una buena dicción. La cercanía de los micrófonos proporciona gran pegada (la felicidad de las maderas), pero yerra la veracidad de la Concertgebouw Orchestra (DG, 1987). Ah, finalmente (que diría Puccini) para aquellos que contemplen las dificultades juveniles con la extensa tesitura requerida hay otras alternativas: Emanuel Cemcic aporta no sólo una voz diáfana y confiada sino un fraseo excepcional y una lectura sensible del texto en el testimonio de Anton Nanut con la Ljubljana Symphony Orchestra (Stradivari, 1987); Daniel Hellman resuena menos matizado en el arreglo camerístico de la obra realizado por Howard Griffiths y la Northern Sinfonia (Novalis, 1999).





Michael Tilson Thomas disfruta de una bucólica alusión de la naturaleza, amenazada acá y allá por oscuros pozos de magia que deforman el fraseo, remarcan las pausas, contrastan los tempi, y arrugan la pátina pulida de la San Francisco Symphony Orchestra, aquí con las cuerdas divididas idóneamente. Bedächtig terso y aristocrático (escúchese el beethoveniano homenaje en los compases finales de la exposición), sosegado y tan schubertiano como en Boulez (DG, 1998), pero sin su aureola inalcanzable e inhumana. El violín del scherzo, siempre en pianissimo, es tan civilizado que se podría bailar en el Neujahrskonzert. Con el segundo tema del adagio el tempo cae a una celibidachiana etereidad, un paseo por las nubes reminiscente de Parsifal (cc. 51-61). Laura Claycomb imposta el lied con un timbre atractivo, pero demasiado carnoso y adulto. Sensacional grabación moldeada a partir de una serie de conciertos (SFS, 2003) con perspectiva realista y profunda que no escrutiniza los instrumentos.





Bernard Haitink siempre se ha decantado por la efectividad técnica por encima de la imaginación, haciendo de la sobriedad una patente propia, buscando la iluminación intelectual más que la catarsis emocional y llegando a quejarse públicamente de los oyentes que se acercan a Mahler “por razones equivocadas“(¿?). En ésta su octava grabación de la obra, Haitink persiste en un Mahler mesurado y metódico, newtoniano. La termalización del pulso dibuja un primer movimiento reservado, casi temeroso de que la expresividad desborde los atriles, la estructura olímpica, las dinámicas atenuadas. En el scherzo el violín solista procede clemente, relegando la pesadilla, corta de maldad. Adagio exquisito e imperturbable salvo en las variaciones previas al (magnífico) clímax. Por momentos la inteligibilidad de Christine Schäfer queda un tanto comprometida al estar su metal oscuro integrado en la orquesta. El registro (RCO Live, 2006), derivado de un único concierto, riega con generosidad (y algo de confusión) la glamurosa tímbrica de la Concertgebouw Orchestra.





Para Iván Fischer el drama (que no deja de ser eso, la terrible niñez de Mahler) se desarrolla con lozanía y simplicidad, con inflexiones agógicas cuidadosas, peculiares e inestables en una búsqueda obsesiva del más allá de las notas. Es curioso que, a pesar de la crudeza en la exposición de las tensiones, el final del desarrollo no se rasge por la fanfarria de trompeta sino por las campanas de trineo, hasta entonces escondidas entre los vientos (cc. 230 y ss.). Quejumbroso el violín solista, casi sin vibrato, y sin enfatizar su presencia en el scherzo. Ruhevoll tectónico en lo tímbrico y estoico en lo anímico con un arranque soleado del tema tchaikovskyano (cc. 107 y ss.). El Stravinsky más atávico irrumpe en los interludios instrumentales la concienzuda pronunciación de Miah Persson: Su halo liviano pero no tímido adopta idealmente la petición del autor: “Para ser cantado con expresión infantil y alegre; ¡Totalmente sin parodia!“. Las cuerdas de la Budapest Festival Orchestra pierden empaste y presencia al posar divididas pero ganan en transparencia en la muy dinámica toma sonora (Channel, 2008).





Les Siècles es una reducida formación de instrumentos contemporáneos a la obra, con disposición antifonal de sus violines, mínimo vibrato, asombrosa claridad textural, tímbrica fresca y heterogénea, individualizada en el viento y menos agresiva en metales y percusión, articulación y fraseo retóricos y declamatorios, y donde resalta más la expresividad del portamento. François-Xavier Roth parte de un concepto objetivo y preciso, pero el elemento fantástico está presente desde el principio (nunca han sonado tan próximos a Peer Gynt los cc. 302 y ss.), con gran ligereza en el paso (pero Mahler requiere “sin prisa”), caprichosas dinámicas y potencia sonora (escúchese la implacable urdimbre de cuerdas alrededor de los solos de trompa hacia el final del movimiento). La scordatura del violín solista en el risueño scherzo recalca su colorido discordante, metálico entre las cuerdas de tripa, pero es reticente en su intimidación; los tríos desgranan los intercambios melódicos entre instrumentos (los vientos deliberadamente poco caústicos) en un fascinante juego de luces y sombras. Las digresiones variacionales dentro del adagio tienen un aire auténtico de improvisación. La intervención del violín solo (cc. 98 y ss.) es muy especial, cada uno de sus portamenti un lamento doliente. La angelical conclusión muestra delicadeza y fragilidad, no la habitual luz cegadora desde el umbral al mundo ultraterreno. La seráfica Sabine Devieilhe, ágil en las dinámicas y maravillosamente cristalina, roza lo sacro, tildando perturbadoras las transiciones instrumentales. La opulencia de la toma sonora ilumina el tramado, un festival tornasolado y una mezcla fuera del alcance de la sala de concierto, destinada a una (atenta y gozosa) escucha doméstica (HM, 2021).



To conclude, I would like to rescue Deryck Cooke’s priceless dissertation for the BBC in 1961, in which he surveys the recordings of the Fourth Symphony that existed at that time. Linking his presentation with the then fashionable movement of historically informed performance, he gives greater attention to the recordings of those conductors who had a relationship with the composer: Mengelberg, Walter and Klemperer, trying to extract from them some light on what would become the historicist Mahler.

But the mahlerian tradition does not exist! He rehearsed and conducted his works with continual changes in orchestral arrangement, even at the textual level (what matters is the transient feeling, the spirit of the moment) without the need to crystallise it interpretatively. He could easily have done it differently, on another day (as long as there were no noises):


– “What is that? What is that?” 

– “That’s a car, Mr. Mahler” 

– “Well, whatever it is, we have to stop it!”

– “It can’t be stopped. This is New York”

– “Rehearsal’s over!”

Mozart: Quinteto para Clarinete , Kv. 581

Durante
casi cien años los clarinetistas han grabado reconstrucciones especulativas del
Quinteto KV 581. La empresa es
encomiable: Por un lado la desaparición de los instrumentos pertenecientes a
Anton Stadler, hermano en la masonería y amigo íntimo de Mozart (y de quien
aprendió el inexplorado potencial técnico y expresivo del clarinete) ha llevado
a navegar a tientas hasta la aparición en 1992 de un grabado del bassetto original: Con una campana
globular en un ángulo de 90 grados con respecto al cuerpo principal, produce un
sonido más oscuro y ligeramente más velado y cuyo rango se extiende cuatro
semitonos hasta el do bajo.

Por
otro lado la pérdida del autógrafo de Mozart (y dado que las primeras ediciones
del Quinteto son ya transcripciones)
hace que los músicos tomen sus propias decisiones en articulación y dinámica.
Además para el intérprete del bassetto
es tentador utilizar las notas adicionales disponibles, generalmente mediante
arpegiación extendida y ocasionalmente en figuras melódicas.

El
Quinteto es una pequeña ópera de cámara:
A través de una variedad de escenas, los personajes hablan, se lamentan y
bailan con estados de ánimo y alianzas siempre cambiantes mientras rememoran la
misma historia desde un ángulo diferente cada vez.

I Allegro: En forma sonata, alinea exposición (compases
1-79) de hasta cinco células temáticas; desarrollo (cc. 80-117), donde todos los
instrumentos destacan como solistas concertantes; reexposición (cc. 118-169),
que se prodiga en reelaboraciones exquisitas; y coda (cc. 169-197).

II Larghetto: Un canto nocturno de gran sutileza armónica apoyado en arcos en sordina. Dos
compases puentean las secciones del lied:
A (cc. 1-27); B (cc. 30-48); A (cc. 51-77) y breve coda (cc. 80-85).

III Menuetto: Un minueto bucólico y popular con dos
tríos: Uno sombrío, reservado a las cuerdas y con fuertes disonancias; y de
segundo, un ländler donde la rusticidad
del clarinete le acerca a sus orígenes alpinos.

IV Allegretto con variazioni: Un tópico simple con seis glosas de
longitud muy regular. En la Variación I (cc. 17-32) las cuerdas se reparten el
tema, contrapunteado desde el clarinete; las Variaciones II (cc. 33-48) y III
(cc. 49-64) son un juego pareado de preguntas, protagonizados por el curioso violín
y la melancólica viola; el modo mayor de la Variación IV (cc. 65-86) ríe en virtuosas
semicorcheas; tras cuatro compases de dramática pausa, la Variación V (cc. 87-100)
retrasa la resolución en un lírico y tierno adagio;
una breve transición lleva a la Variación VI (cc. 106-141), una alegre coda que
devuelve los personajes al escenario para un último saludo.

 

 179 lossless recordings of Mozart Clarinet Quintet KV 581 (Magnet link)

 

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¿A quien se le
ocurriría tocar una partitura para violín con un instrumento de tres cuerdas, arreglando
o tocando en la octava todos los pasajes escritos en la cuerda sol?
Hoy en día es casi impensable interpretar
la obra con un instrumento standard en
si bemol, muy alejado de la acústica original, y de difíciles empaste y
equilibrio dinámico con las cuerdas (pero si se busca esa remembranza estética
se pueden rastrear ejemplos en la entrada dedicada al Quinteto op. 115 de Brahms).

Hans Deinzer abrió
en 1976 la recreación de instrumentos auténticos,
o mejor dicho, parcialmente adecuados
(e
strictamente hablando, el
público debería llevar peluca y no haber trabajado ni un solo día de su vida
): A
pesar de emplear una primera reconstrucción de un
bassetto
austríaco de 1790, la impresión es de cierta pesadez en los tempi, de a
rticulación lenta y cautelosa, y el conservador
seguimiento de la edición tradicional no refleja los graves que pudo tener el manuscrito
de Mozart. A favor puede citarse el magnífico equilibrio entre los miembros del
Collegium Aureum en la toma sonora (DHM).

 


 

 

 

Alan Hacker estudió
una amplia gama de fuentes (algunas de ellas espúreas) hasta descubrir la
tesitura extendida del clarinete de Stadler. A partir de ahí se implicó en la construcción
de un híbrido esencialmente moderno en su afinación y mecánica pero con la adicción
de una pieza de 17 centímetros previa a la campana donde se instalaron cuatro
nuevas llaves.
Una pena que la imaginativa ornamentación
resulte enmascarada por la
monótona dicción, sobre todo en el bruckneriano larghetto.
El
Salomon String Quartet queda sepultado en la infame toma sonora, lejana
y apelmazada para la fecha (Musical Heritage, 1984).

 


 

 

 

Anthony Pay y
Charles Neidich optaron por un clarinete
di bassetto acampanado,
largo y recto, pero regresando a la afinación adecuada. Estas lecturas suenan
anticuadas, ligeramente clínicas,
serena
y
cordialmente moldeadas
con contornos esponjosos,
discretamente contrastadas y ornamentadas, con todavía algo de apreciable y efusivo vibrato.
Los solistas de The Academy of Ancient Music Chamber Ensemble (L’Oiseau
Lyre, 1987) y L’Archibudelli (Sony, 1992) son legendarios, aunque su tímbrica es
ácida y el registro grave de las cuerdas poco presente.

 


 

 

 

El Quatuor
Mosaïques restaura una
música
civilizada, de marcado carácter coloquial y racional.
Visiones de un
clasicismo maduro y dolce que templa las disonancias y aplica un carnoso
y vaporoso vibrato.
El larguetto
es un verdadero duetto vocal donde soprano y contralto intercambian
elocuentes
gentilezas (
en 1789 Mozart
estaba trabajando en Così fan tutte
). Si el primer trio posee una desolación
schubertiana, en el segundo el violonchelo intenta intenta poner los pies en la
tierra con su nota pedal y repetidos pizzicatti, pero al final se ve
obligado a intervenir espectacularmente con un solo rapsódico (cc. 104-108)
para sofocar las dudas y el mal comportamiento de sus compañeros, especialmente
las dobles cuerdas del primer violín
. La grabación, jerarquizada en
importancias, deja traslucir el traqueteo de las llaves del clarinete de
Wolfgang Meyer, copia de un basset austríaco de colorido y
expresividad tímbrica diferenciados según la tesitura, con un opulento registro
grave muy amaderado (Audivis, 1992).

 


 

 

 

Naturalmente el Kuijken Quartet
aporta una
incisiva
articulación
a sus cuerdas
historicistas, de fuerte carácter y
ortodoxia sin adornos, sin que la prioridad sea el esmalte
impoluto, sino la franqueza camerística entre los asistentes, reunidos para el
entretenimiento común, amable y educado, las voces integradas en un mismo
discurso.
Destaquemos el ritardando afectuoso en los cc.
107-108 del segundo trío y la cualidad hipnótica del extatismo ultraterreno y nymanesco
del
clarinetto d’amore de Lorenzo Coppola en la
sublime variación III.
La
cercana toma sonora
(Challenge, 2003) permite recrear las refinadas
sutilidades de ataque y dinámicas, amén de accionamientos de llaves y arcos.

 


 

 

 

Suavidad (como en
el caso de Stadler según nos cuentan las fuentes) y discreción (tan valorada
por el siempre práctico Leopold) son las características esenciales de la
versión de Eric Hoeprich, moderadas
las veces que entra en valores graves, con muy pocos adornos e inflexiones
alteradas.
Hoeprich toca su
propia reconstrucción
, clara en los agudos, robusta en la

tesitura central
y de graves cálidos y resinosos. Como curiosidad, Hoeprich
descubrió que es posible obtener un si
grave cerrando un orificio de ventilación con la rodilla. Hay un pasaje en el
quinteto donde esa nota pudo haber sido empleada, y se da aquí como una ossia en el primer movimiento (c. 147). El bassetto entrelaza
seductoramente con el London Haydn Quartet, dando lugar a unas texturas
inquietantemente bellas al principio del larghetto. La entonación del
grupo es impecable, con acordes magníficamente afinados y disonancias punzantes,
ataques y articulación excepcionalmente limpios, con inteligente y parco
vibrato, acentuación, fraseo y rítmica variados y flexibles, con innumerables
detalles de sombreado y contrastes dinámicos erosionados. La grabación captura
la respiración de los músicos y los ocasionales artefactos técnicos (Glossa,
2006).

 


 

 

 

La visión de Jane Booth es muy
tranquila y pausada,
resaltando las ricas e
inusuales modulaciones del desarrollo inicial (cc. 80 y ss.)
. El Eybler
Quartet
hace gala de unos instrumentos apropiados y
perfectamente integrados, cuya polifonía se hace presente en una
envolvente grabación (Analekta, 2010) en la que las cuerdas se despliegan en abanico, con el segundo violín
opuesto al primero. Su contribución se adapta amortiguando el comienzo y final
de sus frases, y es conmovedora en el primer trío donde conjura la melancolía
subyacente a la careta mozartiana.
Los intérpretes no temen detenerse en momentos
escogidos, como el final de la reexposición del allegro (c. 166), los puentes previos a la vuelta de la sección A
del larghetto (cc. 49-50) o la variación adagio (c. 84), produciendo efectos encantadores como resultado. Las
decoraciones y adornos son espontáneos y nunca exagerados, especialmente
eficaces en el segundo trío (incluso con portamenti bufos), que preparan
el escenario para el tema y las variaciones que siguen.
Sonido heterogéneamente natural e inmersivo, muy transparente, de vibrantes
texturas y con la tímbrica de las cuerdas cálidamente rasposa en la sección
imitativa al final del desarrollo (cc. 98-114).

 


 

 

 

El nombre de The Revolutionary Drawing
Room proviene de la sala que en la
época
georgiana era el escenario
privado en
las casas de los músicos y sus mecenas. El cuarteto, con un c
ultivo
exquisito de las dinámicas,

toca sin atisbo de
vibrato, excepto en las ocasionales notas largas ligadas, donde el violín I
adorna con una sombra.
Las
frases respingonas del segundo trío desfilan con una sonrisa patética y
forzada. Escúchese cómo la viola inyecta ominosas apoyaturas en la tercera
variación en clave menor, o cómo el clarinete y el violín intercambian los
últimos recuerdos nostálgicos en la quinta variación (fast and furious),
antes de concluir con respetuosa cortesía que las nubes pasarán. En la
variación final, Mozart permite que el clarinete bajo muestre sus cualidades
tonales más idiosincrásicas (incluyendo el oscuro registro chalumeau).
Colin
Lawson adopta un diseño vienés de petaca cuadrangular sobre la que se monta la
campana, y comienza su floreo de apertura en do (impreso) y no en sol
como se suele escuchar, pero las notas coinciden ahora con las de la segunda
floritura, una octava más alta. Decorando ampliamente con elegancia y carácter,
sus fantasías de difusa tersura ahumada jamás restan belleza a la línea
melódica (Clarinet Classics, 2012).

 


 

 

 

Aunque el propio Romain Guyot opina que “esta música suena mejor en instrumentos históricos”,
su aproximación es fantástica si disfrutamos de
la partitura no como un producto acabado, sino como un ser
viviente que puede avanzar en cualquier dirección
. La picardía alocada
disfruta de los extremos de la tesitura, ornamentando con fruición chisporroteante
en las repeticiones; los descubrimientos adolescentes, exaltados y exultantes, brotan
cantarínes y papagénicos, con dinámicas embrujadas y pianissimi radiantes; la imaginación
informal, incluso impía, salpica las réplicas ingeniosas, trufadas de suspense,
anticipación y entusiasmo. Los demoniacos tempi
no comulgan con las habituales asociaciones otoñales de la obra, pero es que
Mozart no planeaba morir con 36 años. La sombra del
Sturm und Drang sobrevuela el acentuado allegro inicial: Tras la llegada a la
dominante el cambio al modo menor y una dinámica más tranquila, las síncopas en
las cuerdas conducen a un enfrentamiento entre el clarinete y el resto del
conjunto, un estallido de semicorcheas y un trino conclusivo en tres
instrumentos (c. 64), que da lugar a la cadencia firme. El efecto es arrastrar
al oyente en una ola de actividad cada vez más agitada y dongiovannesca.
El segundo trío caricaturiza progresivamente el swing exagerando su paso
hasta el punto que amenaza con descarrilar:
Lamentamos que Mozart se haya dejado ir a la
deriva, en pos de la modernidad a toda costa
” escribió un crítico
contemporáneo.
El quinteto de instrumentos (modernos, pero tocados
con sensibilidad historicista) pertenece a la
Chamber Orchestra of Europe, y empastan
sin perder la personalidad de sus miembros, destacando el elemento rítmico de
la obra (Mirare, 2012).

 


 

Schumann: Piano Concerto

El Concierto de piano de Robert Schumann fue derivado y ampliado de una Fantasía con acompañamiento orquestal (1841) y definido por el propio autor como “algo a medio camino entre la sinfonía, el concierto y la sonata”. La imposibilidad de encontrar editor le incitó cuatro años después a sumar dos movimientos adicionales, siguiendo los múltiples comentarios que Clara anotaba al margen.

Las cualidades que perduran en la obra son las mismas que fueron criticadas cuando se compuso: El diálogo sin conflicto entre piano y orquesta interpares, y la carencia de artificios exhibicionistas. La obra conjuga los dos factores psicológicos y emocionales que reflejan la personalidad compleja y atribulada del autor: “Florestán” es el impulso extrovertido y audaz, mientras que “Eusebius” es la reflexión introvertida y soñadora.

I Allegro affettuoso: Sonata articulada libremente en torno al tema inicial. Tras tres compases de introducción (una cascada de acordes) comienza la elegiaca exposición (cc. 4-155); el turbulento desarrollo es más un juego de intercambios similar al de las variaciones (cc. 156-258); tras la recapitulación (cc. 259-398), la cadenza es del propio Schumann, probablemente para evitar excesos pirotécnicos por parte del solista (cc. 398-457), resuelta en una coda febril (cc. 458-544).
II Andantino grazioso: Intermedio lírico y camerístico de estructura liederística: A (cc. 1-28); B (cc. 29-68); A (cc. 68-102); los últimos compases sirven de transición al …
III Allegro vivace: Rondó en el que las ambigüedades métricas y rítmicas abundan y colorean el espíritu danzante, y que puede organizarse en exposición (cc. 1-250); desarrollo (cc. 251-388); recapitulación (cc. 389-662); y coda (cc. 663-871), un optimismo desenfrenado que finalmente se hincha hasta el triunfo resplandeciente del tutti orquestal. 
 





Alfred Cortot representa la decimonónica (y ya perdida), arriesgada, cautivadora y poética imaginación, aparentemente improvisada: su arrojado rubato, su pulso libérrimo, la desincronización de las manos, los acordes arpegiados, la reescritura de la parte pianística con varios casos de atronadores refuerzos de graves o repentinas elevaciones de una línea de agudos. Las imprecisiones y emborronamientos en las octavas no incapacitan una arquitectura con un delicado sentido de la proporción y dominio de la gradación tonal. La marcación allegro affettuoso nos guía hacia donde se dirige la interpretación, siendo el comienzo del desarrollo en andante espressivo (cc. 156 y ss.) de una lentitud mágica. Su tratamiento del intermezzo es tierno y caprichoso, todo el movimiento lleno de una encantadora timidez y reserva. Un inesperado y pesado rallentando (para evitar la inmediata repetición literal del tema, cc. 4-8) anuncia la llegada de un finale todo lo brillante que se pueda desear. Landon Ronald logra de la London Symphony Orchestra una conjunción elocuente y a veces imprecisa, sobre todo en los metales. La restauración (Dutton, 1934) sorprende por su presencia aunque el rango dinámico es restringido.




Nacido en 1862, Emil von Sauer tocó con Mahler y Strauss, y fue considerado el legítimo heredero de Listz: La crítica decía de él ya en 1908 “representa una escuela de pianistas que casi ha desaparecido”. Su tímbrica es cristalina, el rubato espacioso, la pulsación pulida con arisocrática elegancia, de una manera completamente totalmente natural, disfrutando del romanticismo sin regodearse en él, con la abandonada libertad de sus setenta y ocho años. Los diálogos con el clarinete y oboe en el segundo tema animato (cc. 67-108) son verdaderamente música de cámara, con el experimentado Sauer adaptándose a la flexibilidad requerida. El genial Willem Mengelberg (nacido en 1871) desecha en ocasiones la articulación provista por Schumann combinando la licencia reflexiva con el rigor, el matiz rítmico y la calculada espontaneidad. La Concertgebouw Orchestra riega profusamente portamenti en la sección media del andantino. El sonido proviene de un concierto grabado en la Amsterdam ocupada (King, 1940). 




Dinu Lipatti ofrece una personalísima mezcla de ardiente sentimiento y meticuloso pianismo que resalta la interioridad de la música, la sensación de comunicación profundamente personal: Escúchese por ejemplo cómo transforma la anhelante versión menor del primer tema en la profunda tranquilidad de la clave mayor (cc. 59-66). Su línea dominante y perfectamente cincelada (en ocasiones fuera de lo marcado en dinámica o tempo) destaca en el toma y daca con la orquesta: Solista y director no compartían el mismo concepto de Schumann. La agitada huella de Herbert von Karajan es palpable en un allegro poco affetuoso, o en el virtuosista finale, modelo de ferocidad que yerra el anhelo romántico. La monumental grabación de 1948 ha conocido repetidas ediciones (EMI, Philips, Apr, Opus Kura, Dutton, Warner, Profil) siendo esta última la que mejor resalta las cualidades tonales de las maderas de la Philharmonia Orchestra, aunque, en ocasiones, el áspero y crudo timbre del piano anege la orquesta y viceversa. La posterior versión en vivo con Ansermet y la Suisse Romande (Decca, 1950) es menos vigorosa (Lippatti tocó el concierto gravemente enfermo y murió poco más tarde).




Si aceptamos la división que hace Schumann de su propia personalidad artística, ésta es en gran medida una interpretación de Eusebius. Sviatoslav Richter renuncia al enfrentamiento, ausente en el sombrío y contenido colorido emocional, desgrana sutilezas rítmicas y refracta nuevos significados a las acuarelas armónicas. Su temible percusión lidera magnética la ejecución: En el inicio de la cadencia Richter para un instante con quietud embelesada, cuidando la diferenciación dinámica entre las manos, para después martillear demoníacamente los acordes, haciendo realidad el oximorón “ponderación romántica”. Con Witold Rowicki, cuyos sentido rítmico y modelado dinámico son tan admirables como cuestionable es la schubertiana rudeza tímbrica de la Warsaw National Philharmonic Orchestra, hay una sensación permanente de que los detalles se suman: la tímida primera enunciación, el convincente tratamiento ritenuto del puente hacia el segundo sujeto (cc. 59-66). La toma sonora (DG, 1958) es mejorable en claridad textural, aunque la última edición ha suavizado la metalicidad del piano.




El ménage à trois Michelangeli-Barenboim-Celibidache ha dado algunos de los más bellos registros en lujuria y obscenidad: M-C (Weitblick, 1967), M-B (DG, 1984), B-C (EMI, 1991), M-C (Memories, 1992). La compenetración simbiótica de un lenguaje perfectamente controlado y mensurado, el tiempo suspendido en evocaciones contemplativas, la elegancia formal, exquisita en sus matices, la cadencia templada con libertad, la sutileza de las luces y de las sombras… todo ello se comunica a través de un estético y deliberado estilo hiperdetallado (atención al exótico ritardando para concluir el pasaje central del andantino, un retrato melancólico y cándido).




La visión a gran escala de Radu Lupu convierte el Concierto en una cuestión de vida o muerte, con enormes rangos panorámicos y dinámicos. Lupu es un protagonista un tanto errático (por ejemplo, su interpretación del primer compás es heredera de Cortot), de un lirismo anárquico y fundente, serpenteando por los retazos de textura y breves formas rítmicas que dan continuidad a la corriente principal del argumento musical. En el movimiento lento, Lupu lanza pasajes de una belleza expansiva, ya sean como retos o como cartas de amor, y se ve recompensado por las magníficas y expresivas respuestas orquestales. Y si el primer movimiento era un canto solemne, el finale es una afirmación triunfal donde el pianista se toma la molestia de subrayar los importantes ritmos cruzados de la mano izquierda. Los solistas de la London Symphony Orchestra brillan con luz propia, con tímbrica generosa de calidez plácida y muelle, con André Previn tamizando y simplificando los contornos, perfectamente equilibrado en (para) un esplendor brahmsiano (Decca, 1973).




Mis grabaciones son el resultado de años de trabajo y escucha, siempre teniendo a mano la grabadora: Mi lección de piano”. El fraseo de Ivan Moravec, pura poesía, enfatiza, colorea e inflexiona las líneas melódicas sin quebrarlas rítmicamente. El allegro affettuoso propulsa su idilio por medio de continuos cambios de tempi (el andante espressivo es tratado como un seductor diálogo de viento, violines y piano). Languidece con fascinante dulzura en el inigualable andantino, donde encuentra inmediatamente la nota justa de íntima sencillez y suave ternura, las frases tartamudeantes y gradualmente lentas, las dudas y suspiros con las que se desmorona el tiempo, la sugerencia de una relación amorosa entre el piano y la orquesta. En el finale ese amor desarrolla una consistencia física. Los amaderados vientos de la Czech Philharmonic Orchestra, con Václav Neumann en el pódium, terminan de redondear la grabación en vivo, con el piano dominando la toma sonora (Supraphon, 1976). 




Entre registros oficiales y corsarios, Marta Argerich ha grabado la obra al menos en treinta y seis ocasiones (!), la primera de ellas con tan sólo once años de edad. Siempre técnicamente diamantina, según avanza el tiempo su estilo (navegando por el reino de lo fantástico, lo nervioso y lo vibrante, de gran presencia rítmica) parece desmelenarse más y más asemejando la evolución de un incendio, creciendo según rola el viento. Podría elegirse la de Celibidache (Altus, 1974), aún disciplinada; con Rostropovich (DG, 1978), más temperamental; la de Harnoncourt (Teldec, 1994), con un finale arrollador; o desatada finalmente, con Chailly (Decca, 2006). 




Obra muy sensible al timbre con el que se colorea, el instrumento elegido por Andreas Staier es un fortepiano vienés de hacia 1850, cuyo sonido redondeado decae rápidamente, de tesitura baja rica y oscura y cristalinos agudos (en el piano actual toda tonalidad suena en esencia igual que cualquier otra) que destaca sobre la orquesta más que presidirla. Staier ocasional y deliciosamente arpegia los acordes, y gestiona el rubato a través de las dinámicas. Siguiendo las sugerencias interpretativas de Clara Schumann la cadenza se toca “con mucha calma, pensativa y pacíficamente, con humildad y amor” y el tempo del andantino es ágil. Históricamente informada, la impactante Orchestre des Champs-Élysées muestra violines antifonales y prominentes metales y timbales, y Philippe Herreweghe maravilla equilibrando los planos sonoros sin que unos oculten los otros (HM, 1995). Las secuencias modulantes en el finale desprenden un aroma revolucionario. En este enfoque eroico-beethoveniano se pierde misterio pero se gana en variabilidad, aparato dramático y carácter de los personajes que desfilan por la partitura.




Christian Zacharias plantea una proposición coherente que ha obtenido respuestas divergentes (existe una grabación por Bilson y Gardiner de 1990 que nunca ha sido publicada quizás para evitar críticas similares). En su paseo alpino, Zacharias se detiene y reposa para contemplar el paisaje: La matización de cada frase da un trazo inquieto e intranquilo; titubeo y duda que no deben ser confundidos con fragilidad. Florestán pasa a un segundo plano, vestido de elegancia pálida. La estructura mantiene una base rítmica estable que unifica los tres movimientos, erosionando el relieve del andantino central, que deja de ser el lento descanso, casi desmayado, de otras ópticas de romanticismo exacerbado, con una disparidad hiperbólica adiestrada por la tradición y sin que la partitura exprese realmente nada al respecto. Desgraciadamente la fresca articulación pianística, cuidadosa en sus dinámicas y escasa en el pedal, excede a la Lausanne Chamber Orchestra, plana y poco contrastada, sin que metales o percusión aparezcan. Quizás sea un defecto de la mezcla sonora, muy cercana al piano (MDG, 2000).




En un principio Franz Liszt se negó a interpretar la pieza porque no la consideraba suficientemente virtuosística. Discreta y gentil, incluso reflexiva y meditabunda, es la cómplice interpretación de Angela Hewitt, tejiendo con sus dedos una urdimbre ligada que acompaña a la orquesta, ocultando en drama lo que se revela en dócil y expectante sosiego. El andantino recoge un acertado planteamiento cantabile. Finale de tempo estable como un vals, liviano pero no indolente, alejado del habitual galope, pero ajustado a la marcación metronómica. Hewitt manifiesta la influencia bachiana con una digitación nítida, cristalizando el contrapunto, con una increíble independencia de las manos, sin grandilocuencia ni ostentación. Hannu Lintu lleva a la Deutsches Symphonie-Orchester Berlin por una senda camerística, imbuida de clasicismo. De manera consecuente la toma sonora (Hyperion, 2011) no empasta el timbre del piano con la orquesta, sino que lo segrega, incorpóreo como un fantasma hoffmanniano.




Alexander Melnikov emplea un enfoque muy directo y rústico. Sin ser un especialista del historicismo, su mordiente fortepiano Erard de 1837 contempla registros muy diferenciados que se emparejan divinamente con la sonoridad orquestal, especialmente sus metales y maderas (clarinete y luego oboe en la exposición del tema en mayor, cc. 67 y ss.). Con un primer movimiento lanzado y un segundo despreocupado y somero, el moderado tempo con el que se pauta el doliente y terrenal finale deslumbra con una claridad tímbrica que muestra lo atinado de la orquestación en equilibrio y transparencia textural, con unas últimas páginas que se despliegan con discreción, sin atisbo de la tan común precipitación. Pablo Heras-Casado airea las voces secundarias pero no logra rescatar de la lividez los atriles de la Freiburger Barockorchester (HM, 2014).


Shostakovich: Sinfonía nº 5

La Sinfonía nº 5 de Dmitri Shostakovich permanece envuelta en el eterno debate de si es una loa al culto estalinista o es un himno paródico. Si creemos a Testimonio, el libro de Solomon Volkov (que puede ser falso, pero seguramente refleja con precisión los puntos de vista del compositor), Shostakovich temió una condena reeducativa siberiana tras la incriminatoria reseña en Pravda (pornofonía). La “respuesta de un artista soviético a unas críticas justas” fue componer una sinfonía triunfal en el intento de volver a entrar en la escena musical con la aprobación del aparato; la obediente sumisión supuso la rehabilitación ante el Kremlim, y para Shostakovich una nueva vía creativa: la ambigüedad como forma artística, el subterfugio como vía de supervivencia.

Quizás la posición política actual (de mártir) del Shostakovich de los años 30 (la inversión de blanco y negro) sea tan errónea como el expurgo de los tonos grisáceos: El miedo, aunado a su lucha interior entre su devoto nacionalismo y sus críticas a la burocracia del Partido. Testigo del clima de terror permanente, disidente en silencio y en potencia que no se atrevió a hablar o huir.

De estructura formal y tonal neoclásicas, pero de naturaleza abstracta (similar a su música de cámara), asume la herencia mahleriana y recurre a los cuatro movimientos académicos y por tanto alejados de la estética oficialista y vanguardista.

 

157 lossless recordings of Shostakovich Symphony no. 5 (Magnet link) 

 

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Yevgeny Mravinsky solía decir que
mientras los cuartetos de Shostakovich revelan sus sentimientos personales más
intimos, sus sinfonías son los diarios de la época soviética. El estreno de la Quinta, acontecido el año anterior por
el propio Mravinsky, fue un gran éxito, si bien al autor al principio le había
asustado el método de trabajo del director: “Me parecía que profundizaba demasiado en los detalles, que hacía
demasiado caso a lo particular, y parecía que esto podía estropear el plan
global, el concepto general. Mravinski me sometió a un verdadero interrogatorio
en cuanto a cada compás, a cada una de mis ideas, exigiendo que aclarara
cualquier duda que tuviera
”. En busca de la autenticidad es obligatoria la escucha del documento de 1938 (Artone);
con mejor sonido se dispone de una larga decena de grabaciones, todas con la Leningrad
Philharmonic Orchestra y todas con la visión épica y mitológica de un verdadero
creyente en el Partido. Como expresó la
retórica panegírica en Sovestkaya Muzika: Una
obra de tal profundidad filosófica y fuerza emocional sólo podía crearse aquí,
en la URSS
”.






Un universo paralelo fue inaugurado por el genial y
visionario Leopold Stokowski tan solo un año después: La comprensión del
significado oculto en el pentagrama. La Philadelphia Orchestra (Dutton,
1939) cimenta una lectura fascinante, rauda, muscular, ferviente, con algún
acaramelamiento incorregible como el diminuendo
asociado al morendo. Los metales
erupcionan con autoritarismo arrollador en el moderato; el allegretto se
contonea irónico tras la apariencia de un
danzante refugio de felicidad infantil; la trágica intensidad de las exuberantes
cuerdas (fraseando independientemente, imbuidas de portamenti) empujan un largo
beethoveniano; un espíritu incendiario ilumina las páginas del finale. El
muy posterior concierto con la misma orquesta (Pristine Audio, 1960) es
notablemente similar y suena de maravilla.




 


En un victorioso tour
por la Unión Soviética en 1959 Leonard Bernstein interpretó la Sinfonía nº 5 con la New York
Philharmonic Orchestra en presencia del propio Shostakóvich, declarado
admirador del americano. Esta grabación (Sony) capta la emoción de aquel
encuentro. Más contrastado de tempi
que Stokowski, con máxima expresividad (en detrimento de la integridad
narrativa) y excelente contribución solista, como en el jocoso scherzo o en el agónico largo (sin alcanzar el histrionismo del remake de 1979). La estudiada apertura
(que puede seguirse en la propia partitura anotada por Bernstein adjunta)
indica un análisis concienzudo previo, con numerosos descubrimientos personales,
cuyo máximo exponente es el pulsante finale
(“singular” lo definió Pravda) donde se dobla la velocidad
prevista en la partitura (
con el expreso deleite –que no es lo mismo
que la aprobación– del compositor
),
descarrilando de optimismo heroico en
una batalla electrizante. La edad de la toma (realizada en una
mañana, prácticamente sin parches) se acusa en la sequedad tímbrica aunque
ostenta buena profundidad espacial.






Karel Ancerl sí conoce de primera mano la realidad (la
contradicción) del bloque oriental. A pesar de los característicos desajustes de
las maderas de la Czech Philharmonic Orchestra Ancerl mantiene el flujo musical
continuo realzando los cambios de tempi
que pide la partitura y desplegando con imaginación bartokiana otros que no. La
fachada permanece incólume pero por detrás los volúmenes y disposición de los
aposentos varían como por ensalmo: la modernidad atemporal. El scherzo esquiva el cariz paródico y
brinda homenaje a los músicos callejeros y bohemios, con los instrumentistas
individualizados con criterio camerístico. Largo muy contenido y
reverencial. La desasosegante coda, a fuego lento hacia el cataclismo, recuerda
otros (estos) tiempos de guerra fría y telón de acero. El amplio fraseo de las
cuerdas se beneficia de la holgada reverberación (Supraphon, 1961).




 


Tras el rehúse (sugerido por el Politburó) por parte
de Mravinsky de la première de la Sinfonía nº 13 Shostakovich encontró un
fiel intérprete en Kirill Kondrashin hasta su fuga y
asilo
político en Amsterdam, donde confirmó Testimonio
como genuino. Otro registro (otro mensaje) que se puede considerar
referencial ya que no solo aconteció con la aquiescencia del compositor sino que
además le confiere una autenticidad que refleja la naturaleza de la obra como
resumen expresivo –y largamente reprimido– de la primera época soviética. Aunque
la Moscow Philharmonic Orchestra
adolece
de cierta tosquedad técnica
Kondrashin
es
impecable en la cuidada atención a las dinámicas y el detallado juego de las
voces instrumentales. Permanece la precisión pero con menor acritud (el scherzo suena como un ländler ruso) y el énfasis dramático va
endureciéndose hasta un finale
enfebrecido (y perceptiblemente vacuo,
concesión al régimen, con las arrojadas huestes
bolcheviques tomando El Palacio de Invierno
) y con una percusión poco
distinguida. La toma sonora es apropiadamente rugosa y cortante
(Melodiya, 1964).




 


Al año siguiente André Previn escribió a
Shostakovich preguntándole a que velocidad debía tocarse el finale de la sinfonía. La respuesta
Tóquelo como quiera ¡Va a dar lo mismo!
demuestra el poco aprecio que el
compositor tenía a “los esperpénticos
zambombazos finales, pestilentemente triunfalistas
(en
palabras de J.L. Pérez de Arteaga).
El versátil y sutil Previn acertó por completo, detallando la inmensa
gama de expresión, de tempi, de
dinámica, que la partitura permite y exige. Así logra de la London Symphony
Orchestra una atmósfera de oscura melancolía en el plástico moderato, un caballerosamente grosero scherzo, y controlada sensibilidad,
refinamiento y sobriedad en el moroso largo.
Quizás el vivaz tempo con el que asalta el inocente, conciliador y feliz finale no permite después mayor urgencia
o peligro. La grabación, dominada por las cuerdas, transparenta la naturalidad
de esta ejecución pre-Testimonio (Sony,
1965).

 





“[Testimonio
ha] revelado, por vez primera, la
tragedia de la máscara de lealtad al régimen que mi padre tuvo que llevar toda
su vida
”. Maxim Shostakovich, hijo del compositor, asimismo huyó de la madre
patria en 1981 y también dotó de veracidad las memorias recopiladas por Volkov
(como Ashkenazy -“
¡Cómo no
iba Shostakovich a odiar al sistema soviético, si todos lo odiábamos!
”-, Rostropovich o Barshai, todos ellos autoexiliados;
posteriormente se han añadido
Rozhdestvenski, Temirkanov, Sanderling). Existen varios registros de Maxim
pero el de la USSR Symphony Orchestra (RCA, 1970) es el que áun desprende aroma
local. Franqueza y rectitud desvelan el andamiaje académico de la obra, helando
la expresividad de la obra con su lógica ascética, aunque hay algunas
transiciones magistrales. Analítico, sin ornamentos, cercano en los amplios tempi a las marcaciones de la partitura,
con la diafaneidad textural que le permite la apagada toma sonora.




 


Bernard Haitink parte del dominio
del sustrato mahleriano (al que Shostakovich veneraba evangélicamente)
para colorear una panorámica clasicista (¿brahmsiana?
¿bruckneriana?) y desconectada de la crónica histórica, negándose a exagerar o
recurrir al melodrama, en una pura construcción formal unida a la
cualidad hipnótica y calidez tímbrica de la
Concertgebouw Orchestra
. La planificación estructural da continuidad al
flujo musical, sin variaciones de tempo (que Haitink considera) innecesarias
(el finale acelera gradualmente hasta
un allegro pleno, solemne y grandioso),
y limando algunas asperezas por el camino. La toma sonora otorga a las maderas
la adecuada perspectiva y es
plúrima
de
amplitud
dinámica
(Decca, 1981).




 


Kurt Sanderling fue un soviético honorario: Huyendo
de los nazis pasó de 1941 a 1960 asistiendo a Mravinsky y se convirtió en amigo
personal de Shostakovich. Desde un sentido
constructivo sibeliano
, hay más severidad teutónica y estoicismo pesimista
que exhibición desoladora del terror stalinista.
El
lento inicio del moderato se adecúa (inusitadamente) a la marcación
metronómica (♪=
76). Allegretto prosaico y algo rudo, seguido
de un riguroso largo, que sin
embellecimientos añadidos, resulta devastador. Khachaturian cuestionó una vez
el agresivo tempo de apertura de
Sanderling en el finale, a lo que el
compositor replicó: “No, no, que lo
toque así
“; sin embargo el pulso inmovilista enfría el entusiasmo de las páginas conclusivas. Tenebrista
y sórdido, tan depresivo como irascible, torturado e inconsolable siempre. La toma
rememora mate la idiosincrasia de la sección de metales de la Berliner
Sinfonie-Orchester (Berlin Classics, 1982).




 


La originalidad de Gennadi Rozhdestvensky castiga
truculenta, como en ningún otro registro, los elementos perturbadores: Las
intervenciones solistas gruñen como denuncias anónimas, los metales golpean las
puertas de madrugada, las maderas gritan intimidantes. El pulso apremiante
coacciona al piano en el moderato, drástico, visceral, teñido de amargura.
Rozhdestvensky machaca el allegretto
en un pesado ternario, bailando un ballet histriónico, punzante,
sarcástico, con botas del Ejército Rojo. La opresión sale a la luz en el fortissimo
en la fig. 90 del largo, cuando la melodía de despedida se transfiere a
los violonchelos, los clarinetes refuerzan el trémolo litúrgico y los
contrabajos emiten violentos ladridos de dolor. En el finale la USSR Ministry of Culture Symphony Orchestra brutaliza una
tímbrica decapante y
corrosiva, con un sonido mejorable para la fecha (Melodiya, 1984), de resonancia
cavernosa.




 


Rudolf Barshai también está firmemente
enraizado con la composición shostakovichiana ya que fue alumno, intérprete (viola
fundador del cuarteto Borodin) y amigo suyo. Su lectura cae en el perfil de la literalidad
estajanovista, prefiriendo el ímpetu rítmico y su consiguiente desarrollo
linear, sin caer en la distorsión expresiva ni en el intervencionismo bersteiniano. La WDR Sinfonieorchester
muestra el mordiente que la música requiere para este tipo de recreación eslavófila.
La grabación azota con presencia e impacto (Brilliant, 1996).






Mariss Jansons parte desde la órbita oficialista (fue discípulo
de Mravinsky) añadiendo elementos post-soviéticos provocadores: Detalles
chocantes pero innegablemente efectivos, como el temprano accelerando al comienzo del cuarto movimiento donde también los
timbales suenan con fuerza desde el principio -el redoble está marcado para
subir de p a ff-, o las amenazantes trompas en el scherzo. Jansons adapta las instrucciones ritmicas de la partitura
para extraer sus intenciones subyacentes, y encuentra gestos sardónicos y
discrepancia vociferante en los metales finales. La excelencia técnica de la
Wiener Philharmoniker permite tempi
trepidantes y timbres nerviosos cuando son requeridos. La débil grabación exige
músculo a los triodos pero recompensa con extremas dinámicas (EMI, 1997).




 


Hemos visto que versiones de colegas y
amigos del compositor difieren enormemente. Pupilo, vecino, hermano,
Mstislav Rostropovich abandera
la escuela disidente,
en un despliegue interpretativo excéntrico
en tempi, articulación y fraseo para
transmitir un mensaje determinada y claramente subversivo: Escúchese la angustia
que plantean las cuerdas casi sin vibrato en el inicio. En el caricaturesco scherzo se postula inconfundible,
contrastando con un etéreo trío. Sin embargo en el largo fracasa en recrear
una pieza de requiem que colapse en serenidad celestial. Rostropovich decreta que el finale
es un “triunfo para idiotas” y conduce
los minutos finales de una manera parsimoniosa y tenue, sin acelerar nunca, suavizando
inquietante los contornos.
La estupenda prestación de la London Symphony Orchestra se recoge con
nula reverberación (LSO, 2004)
.




 


Una opinión generalizada entre las
críticas musicales es que
los registros modernos están mejor
interpretados técnicamente, pero peor dirigidos.
La interpretación de Andris Nelsons desmiente
este mantra y se recomienda sola: No sólo por el enorme detallismo de la
grabación, la tímbrica recogida con naturalidad y posicionamiento, sino también
por la intensidad que el director letón comunica a los atriles de la Boston
Symphony Orchestra (DG, 2015) los ritmos maniacos, las dinámicas inesperadas, la
atención a los silencios. Tras el
siniestro entusiasmo
del piano en el desarrollo del moderato, el
scherzo ensalza la apropiada lucha de
encanto y brusquedad
. La transparente división de las cuerdas en
grupos (las violas y los violonchelos se dividen en dos, y los violines en tres)
conduce a una particular magia expresiva en el movimiento lento, que
se eleva con gentileza callada hacia la epifanía. El finale
es un cortometraje tchaikovskiano de escenas multicolor desde la diabólica
marcha inicial hasta
una coda que va agonizando lentamente
hacia una celebración forzada.






Extras:

Shostakovich – His Life and Music (Course Great
Masters in 8 lectures, 45 minutes/lecture): Ph.D., University of California at
Berkeley Professor Robert Greenberg provides careful, gripping accounts of the
political circumstances amid which Shostakovich composed his masterworks—meaning
above all his 15 symphonies and 15 string quartets.

An Informer’s Duty theatricalises
in a BBC Radio 3 full cast production Leningrad in 1937: Shostakovich
is under official attack as Stalin’s terror decimates his world. He cannot
compose Soviet anthems, his fourth symphony is too dangerous to perform – and
yet, as the Soviet Union’s premier composer, he must respond to the times.

In BBC CD Radio Review broadcast Geoffrey Norris compares
recordings of Shostakovich’s Symphony No. 5, and makes a recommendation.

Through one-hour documentarie Keeping
Score
, Michael Tilson Thomas and the San Francisco Symphony explores the
motivations behind composer’s score and pertinent musical technique as well as
the personal and historical stories behind them, as well as examines the
aftershock and the lasting influences of that moment in music history.

Tony Palmer’s 1987 film Testimony
is based loosely on Shostakovich’s own memoirs as related to and edited by
Solomon Volkov. DVD rip 1080p.

Mozart: Symphony no. 25

Tras sus múltiples periplos por Italia, exitosos pero infructuosos económicamente, la empresa Mozart & Sons™ marchó a Viena en busca de un patrón para el joven Wolfgang. Allí el adolescente quedó tan impresionado con la corriente rabiosamente contemporánea Sturm und Drang que a la vuelta a Salzsburgo en 1773 compuso su propia “tempestad y pasión”, su única sinfonía hasta la fecha en clave menor. Manteniendo la estructura formal clásica, la elegante inventiva de cuerdas, oboes, fagotes y trompas (en dos parejas afinadas en su propia tonalidad) permite una fecunda gama de colores. Los desarrollos temáticos que recorren toda la partitura se conectan entre sí en un juego constante, complejo y unitario de melodías, ritmos y armonía.


61 lossless recordings of Mozart Symphony no 25 (Magnet link)

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Aquellos lectores acostumbrados a la transcripción para orquesta sinfónica (germánica) se pueden sentir defraudados o/e iracundos debido a mi estrechez (cartesiana y camerística) de miras. Los sospechosos habituales (Klemperer & Co.) complementarán (de manera ¿admirable? ¿sediciosa?) la discografía escogida.


La integral sinfónica mozartiana debida a Christopher Hogwood (L’Oiseau Lyre, 1979) significó una locomotora para el negocio discográfico historicista, ya que apuntaba al corazón del repertorio establecido. Desde luego que dejar atrás la tradición (se abandonan la línea melódica dictada por los primeros violines y la textura monolítica) no será del gusto de todos, pero la escucha destella retadora. The Academy of Ancient Music, dispuesta antifonalmente (9.8.4.3) con Hogwood dirigiendo desde el clave, es técnicamente poco refinada, su expresividad discutible, conservadora en los ritmos. La ausencia de vibrato (del que Leopold Mozart adviertía sobre su generalización, pero reconociendo su efecto expresivo y ornamental) sirve para desnudar la textura.






La Sinfonía nº 25 fue juzgada muy severamente por Leopold, quien escribió en una carta de 1778: “Lo que no honra es mejor no ser conocido. Por eso no he entregado tus sinfonías a nadie, sabiendo a partir de ahora que tú mismo, por más que estés satisfecho con ellas cuando las escribiste, con el paso de los años, cuando hayas madurado y adquirido discernimiento, te alegrarás de que nadie las haya visto”. Ton Koopman tiene mejor opinión, y tras un neurótico (y casi beethoveniano) primer movimiento donde ya las prominentes maderas desacatan el tribunal de las cuerdas (de fatalismo hermanniano), destaca muy expresivo el patrón de appoggiatura del tema principal en el tranquilo andante, continúa con un fraseo aristado en el minueto (y trío, éste diferenciadamente rápido), permitiendo en el trepidante último movimiento matices y sombreados, con los acentos cuidadosamente colocados. La Amsterdam Baroque Orchestra (Warner, 1988) delinea una delicada y precisa articulación, enérgica y ágil, de dinámicas variadas, con las maderas amenazando y consolidando el bajo continuo.

 


 



La primorosa puesta en escena de Jane Glover resalta los tormentosos arpegios (los llamados “cohetes de Mannheim”) y las cuerdas sincopadas que dejan el testigo a un melifluo oboe coaccionado por el latido inquieto del bajo; subraya el intercambio dialéctico entre las apoggiaturas de añoranza y tristeza que van de un lado a otro entre los violines silenciados y los fagotes obligados en sus armonías y anhelantes pulsiones rítmicas en el andante; y hace descansar el plácido minuet sobre el soporte armónico de las trompas. La London Mozart Players (ASV, 1990) abarca el escenario sonoro, los atriles están convincentemente equilibrados sin recurrir a resaltados artificiales, y los graves tienen una agradable plenitud que a menudo falta en las grabaciones de pequeños conjuntos. La reverberanción nubla tanto solidez como transparencia.



 


 

También de tempimuy relajados es la lectura de Trevor Pinnock comandando a The English Concert (6.6.4.3). La acentuación correcta y elocuente, de ritmos contagiosos, es menos ardiente en los movimientos exteriores, pero deja más espacio a la gracia lírica, por ejemplo en los largos arcos de los oboes. Interpretación sin artificios, casi tradicionalista, que combina una articulación ligera con el cuidado de la línea de canto (las frases siempre respiran) y los detalles internos. No hay (lo que en 1993 se entendía como) rarezas ni exageraciones. El andante crea un ambiente de serenata nocturna, susurrando cálidos suspiros: Cada grupo instrumental, en lugar de pasarse la melodía, interrumpe antes de que el otro termine. El trío tiene una intimidad camerística, con los intérpretes escuchando atentamente y respondiendo unos a otros. Hay pasajes en los que se incorpora un discreto continuo al clave. Una moda aterciopelada y resonante que ha digerido tres décadas desde su grabación (Archiv, 1993) de una manera admirable.



 

 


No así el legado discográfico de Nikolaus Harnoncourt, que está quedando parcialmente obsoleto y avejentado. El Concentus Musicus Wien (DHM, 1999) despierta molesto en un allegro rebelde, donde el fraseo se reinventa desde los gruñidos. El mal humor del andanteretrata un claroscuro pictórico, el minuet se impulsa adusto y rústico (violento el cambio respecto al trío, mucho más lento), y el finale estalla desafiante y acalorado. Abundan los familiares harnoncourtismos abrasivos –las envenenadas distensiones de tempo, las pausas añadidas, los timbres punzantes, incluso estridentes– emulados en mayor o menor medida por los practicantes de la época. Un secreto sottovoce: La versión de 1983 con el Concertgebouw de Amsterdam es verdaderamente sensacional.



 


 

Jaap Ter Linden participó en 1988 (parece que poco permeable) en la grabación de Koopman. Dirigiendo la Mozart Akademie Amsterdam (recogida con sonido mate por Brilliant en 2002) domestica aquella expresividad, barroquizándola sin la distinción atribuída al clasicismo mozartiano posterior. Apunto la afinación agria, la interpretación descuidada, los contrastes insuficientes de la gama dinámica y los tempi demasiado estables. Lo mejor es el minueto fatalista y oscuro, con unísonos severos, toques de cromatismo y súbitos ataques, contrastando con un dulce trío que silencia las cuerdas, como una flor tardía del estilo galante.



 

 


Jérémie Rhorer presenta a Mozart apasionadamente, pero no ya como un hijo del rococó. Con potencia y riesgo controlados, las detonaciones de las trompas aportan un temperamento furioso, aglutinando el sonido orquestal. En el allegrosobresalen los titubeos en el gracioso imitativo entre los violines I y los chelos. En el meditativo movimiento lento realza con gran efecto la diferencia entre los violines con sordina y las cuerdas graves sin ella. El gran contraste dinámico en el tema del minuet le deja un tanto desvalido, desprovisto de necesidad interior. Le Cercle de l’Harmonie (5.5.4.3) documenta la arquitectura de la música sin apenas ecos (Virgin, 2008).






El declive de la improvisación como elemento central en la vida de los conciertos y la división definitiva de los músicos en intérpretes y compositores ha fomentado las interpretaciones, así como las ediciones, basadas en lecturas literales del texto del compositor. Esto fomenta un enfoque pietista de una música cuya sustancia real es teatral y no decorativa, ya que Mozart era ante todo un dramaturgo. Las afiladas cuerdas de la Orkester Nord (5.4.2.2) no son las más unánimes, pero Martin Wahlberg las hace dialogar en una especie de efectista ópera cómica. Punto clave es la suave ornamentación de los vientos (otorga al oboe en el allegro inicial un carácter burlesco), y el empleo de cuatro fagotes da solidez al grave, reforzado por los contrabajos. Maravillosas las apariciones espectrales de un pianoforte que se manifiesta desde el Hades en las repeticiones. Con tal frescura e impulso resulta natural que el trío repose a mitad de velocidad. Las disonancias alentadas por las satánicas trompas manchan el loden salzsburgués con la grácil imperfección de sus colores (Aparté, 2021).




In this episode from great series Building a Library, reviewer Chris de Souza analyzes a colourful bunch of Mozart Symphony no 25 in g minor for the instruction of the BBC listeners.




Ockeghem: Requiem

El de Johannes Ockeghem es el más temprano ejemplo conservado de la Missa pro defunctis (circa 1461). A pesar de su diversidad estética, desde la austeridad a la complejidad, es quizás el trabajo más expresivo dentro del libérrimo corpus de Ockeghem, faro de la escuela franco-flamenca. Los cinco movimientos conservados (como parece inconcebible que una liturgia hubiera concluido con el Offertorium, ¿la composición quedó incompleta?, o ¿nos ha llegado fragmentada?) reflejan la estructura del requiém francés anterior a la codificación del Concilio de Trento. Quizás un pastiche de varias obras propias o ajenas, o tal vez una exploración de los estilos presenciados y cantados por Ockeghem durante su vida, desde los más geométricos hasta los más floridos. A diferencia de otros compositores del siglo XV, muestra relativamente poco interés en los intercambios imitativos o en la declamación de palabras, prefiriendo en cambio el desarrollo continuo de la melodía pura, emotiva en su fina austeridad, y una gama siempre cambiante de textura, armonía y sonoridad.


14 lossless recordings of Ockeghem Requiem (Magnet link)

 

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Ciertamente en las grabaciones de música anterior a, digamos 1600, el problema capital es la ausencia de tradición práctica vocal o instrumental. Por tanto es natural que un coro inglés moderno interprete (y haga sonar) a Ockeghem como… un coro inglés moderno. Cuestión de solipsismo. La nómina de Pro Cantione Antiqua en 1973 era masculinamente galáctica, con nueve voces dobladas y empastadas discreta y adecuadamente a la octava por el cuarteto de vientos Hamburger Bläserkreis für Alte Musik. La dirección de Bruno Turner logra un resultado transparente y fervorosamente expresivo, de vibrato contenido, y adorables rallentandicadenciales. Limpia y extendida toma sonora, que satura solo en las más densas texturas (Archiv).



 


Paul Hillier puso las bases del estilo inglés contenido (y culturalmente clasista): La resistencia literata y puntillosa a la improvisación (vista como peligrosa fuente de fantasía y artificio) revierte en una precisión milimétrica, con énfasis en el sonido coral a capella (la “herejía a capella” como fue llamada en su época), de aérea resonancia de cabeza, una uniforme tendencia general expresiva de perfil bajo, homogéneo y sin vibrato; la pronunciación latina es minuciosa, con el habitual sonido sibilante ch cantado como sh. El Hilliard Ensemble (Virgin, 1984) agrupa dos voces masculinas por línea silueteando hacia el celestial perfil agudo, solemne y etéreo. La posterior versión de Hillier con el Ars Nova Copenhagen (Dacapo, 2006), lacada con impolutez, adopta una tesitura más baja y emplea solistas en algunas secciones, pero no aporta mayor incisividad rítmica, imaginación, color o empuje.

 




Algunas de las más antiguas interpretaciones (Hay Hunter en 1957, Miroslav Venhoda en 1965, René Clemencic en 1975) combinan voces e instrumentos (una conjunción descartada hace décadas por la investigación académica), pero este enfoque policromático debe lidiar con ajustes de entonación, cohesión del conjunto instrumental, y empaste de timbres con el coro. Difícilmente se sostiene la ejecución perpetrada por Maurice Bourbon y el Ensemble Metamorphoses de Paris ya en 1990 (Arion), que incluye voces desparejadas y dobladas aleatoriamente por cornetas y sacabuches, en una interpretación completamente alejada de la sintaxis litúrgica.

 




Tenemos tan poca evidencia del sonido de la música medieval que cualquier interpretación es casi una visión personal. La de Marcel Pérès nos recuerda que el canto no era música (per sé, en el sentido moderno) sino oraciones de los religiosos dentro de su actividad cotidiana (con el propósito de hacer las palabras audibles, memorizables, poderosas). En la entrada dedicada a Machaut ya vimos como Pérès indaga en tradiciones orales no-occidentales con el fin de desarrollar estilos alternativos. El Ensemble Organum es un excelente cónclave masculino con emisión tan irregular como expresiva: Cual vendaval refrescante, su pétrea resonancia de pecho lo diferencia claramente de los coros ingleses, construyendo el sonido desde la profundidad del grave. La individualidad de las siete voces permite la amplitud de combinaciones cromáticas (escúchense las mágicas intervenciones de los tenores en la sección Fuerunt en el Tractus). Imponentes las lúgubres interpolaciones de canto llano por parte de Pérès y que supusieron otra innovación y referencia posterior en el tratamiento litúrgico de la obra. Algo inhabitual en la discografía, se diferencian las dinámicas, como en el pianissimo en la frase final del Tractus. Las espontáneas y lujuriosas inflexiones microtonales que sirven de ornamentos no serán del gusto de los anglo-puristas de Oxbridge (que de hecho califican a Pérès de “cabrero corso”), pero el concepto en general me parece deslumbrantemente hipnótico. La acústica reverberante del refectorio de la abadía de Fontevraud (HM, 1992) nos hace soñar con la pátina del tiempo recobrado: Pérès llega al extremo de no utilizar luces eléctricas en su casa, solo velas, para tratar de comprender la mentalidad medieval!

 



Si contamos con una certeza sobre la ejecución en los tiempos de Ockeghem es que sus obras no fueron cantadas por mujeres. Ahora bien, eso no es razón para excluirlas hoy en día, y esta de Edward Wickham dirigiendo a The Clercks (Gaudeamus, 1996) es la primera versión que no lo hace. La afinación sube un tono entero respecto a la partitura lo que le otorga una brillantez especial… y deformada del carácter mortuorio de la música: Escúchese a este respecto la insolencia con que se plantea la pregunta “Ubi est Deus tuus(“¿Dónde está tu Dios?“). La mezcla de sopranos y contratenores obstaculiza la sensación de alternancia entre texturas reducidas y complejas. Con un parecido coro mixto, pero más cálido y sutil, con un carácter más introvertido, se encuentra la lectura de Meinolf Brüser dirigiendo a la Josquin Capella (MDG, 2004). Otras diferencias se dan en la gravedad y solemnidad de las introducciones en canto llano; el final a tempo calmo del último kyrie; la humildad a la pregunta “Ubi est Deus tuus“; las palabras “fuerunt mihi lacrimae meae” musicadas en una manera explícitamente descriptiva, con cortas frases en el tenor sugiriendo los sollozos.

 



El contraste entre secciones del Requiem de Ockeghem es tal que hace pensar que la composición se realizó en varias épocas, e incluso el libreto del siguiente disco sostiene que los primeros movimientos podrían ser fruto de su predecesor, Guillaume Dufay. Stratton Bull y la Cappella Pratensis (Challenge, 2011) enfatizan las curiosas disonancias que salpican la obra (como por ejemplo las quintas consecutivas en el Introitus, c. 5) y que en otras grabaciones pasan completamente desapercibidas. Un académico empaste anónimo y un legato monástico tan disciplinado como los de Hillier, si bien no se alcanza (o no se busca) la unanimidad del sonido en las dos voces por línea; también la rítmica se mantiene bajo un estricto control, sosteniendo una lectura serena, sólida y sobria en líneas límpias y claras.

 





Antonie Guerber, con el referente precursor de Pérès en la trasposición baja que contrasta las voces y en los embellecimientos microtonales en las cadencias, lleva aún más lejos el concepto de servicio votivo como reunión y lectura del texto sagrado, con una relación muy sensible y sutil entre significado del texto y su forma musical. Esto se hace notar por ejemplo en la configuración de “Virga tua sunt et tuus baculus ipsa me Consolata” del Graduale; aquí se escucha, después de un largo dúo de dos voces altas, la potencia sonora de las cuatro voces sólo para las dos últimas palabras. Más emotiva, incrementando la expresión afectiva sobre los términos, es la cima contrapuntística sobre la pregunta “Ubi est Deus tuus?”. La toma sonora radiografía las texturas, ajustando la sonoridad a los tempi laxos, que afectan tanto al sobresaliente canto llano como a la polifonía de Diabolus in Musica (Bayard, 2017).


Tchaikovsky: Symphony no. 6 Pathétique

La elección del título “Pathétique” (que en francés contiene una connotación de “prohibido”) sitúa la obra en la tradición de las relaciones complicadas de la grand opera, léase interraciales (Butterfly, Lakmé, L’Africaine), resultando en el suicidio de uno o ambos amantes. En los días previos a su première (1893) Tchaikovsky dejó entrever que la sinfonía tenía un programa secreto y sinceramente autobiográfico, sustituyendo el estigma racial por el sexual: El amor difícil se castiga.

A pesar de que la música danzable aparece por doquier el pesimismo parece protestar y casi revocar el paroxismo alegre del final sinfónico de Beethoven. La estructura de la obra es asimétrica en su forma y expresividad, brutal en su aspecto trágico, forjada en temas que se suceden episódicamente en vez de mutar a la manera clásica: I Adagio. Allegro ma non troppo, una sonata truncada, polarizada y agitada entre corrientes dulces y amargas; II Allegro con grazia, un elegante vals, sí, pero de ritmo imprevisible, que frustra su triunfo y claudica, haciendo tropezar su paso de baile; III Allegro molto vivace, una marcha que recupera la imaginería militar barroca y la combina con irregularidad métrica; IV Adagio lamentoso, una fantasía cuya carga de fatalidad, precursora de los finales mahlerianos, finaliza en las sombrías armonías de las que surgió.

En la Rusia zarista la homosexualidad distaba de ser una maldición (tan solo un vicio innombrable), pero el hecho de todavía el suicidio de Tchaikovsky no sea hoy en día universalmente aceptado (como salida apropiada al problema incurable) nos habla de las limitaciones de nuestra época.

 

 

 

 

 

Algunos directores parecen sentir que suficiente emoción es ya inherente a esta música y que solo es necesario tocar las notas. Ya sé que en las críticas serias se suele indicar que hay otra clase de lecturas, fascinantes pero no válidas para una escucha repetida. Habiendo disfrutado de puntos de vista tan imaginativos me permito, amablemente, discrepar. Los clásicos establecidos ya se comentaron en la entrada dedicada a la Cuarta Sinfonía: el impulsivo Koussevitzky, el bruckneriano Furtwängler, el caramelo voluptuoso de Karajan, la fría nobleza de Markevich, la suavidad de Jansons, et al. Para no repetirme en exceso, escogeré aquí para terapia solo unas pocas interpretaciones excelsas, forajidas o recién llegadas. Comencemos:

La personalidad sentimentaloide de Leopold Stokowski se impone en este concepto balletístico y melodramático en lugar de sinfónico. La flexibilidad métrica mancilla el flujo musical con leves y momentáneas interrupciones, la sensualidad del fraseo libre en las cuerdas pinta un horizonte nuboso y sin fisuras, subrayando claramente la línea del bajo. La NBC Symphony Orchestra transpira glamour cinematográfico, relevada de seguir las minuciosas marcaciones de la partitura, pero atenta a los impulsos y desmayos del director, y a los breves y frecuentes portamenti, tan mengelbergianos. Destaquemos las travesuras rítmicas en los movimientos centrales, que junto al colorido orquestal desvirtúan la estructura. Buena definición de los atriles solistas, sin desmerecer solidez y profundidad al conjunto, atmosférico con la reverberación añadida (Pristine, 1944).

 

Una fórmula de interpretación extinta y absolutamente personal es la del artesano teatral Nikolai Golovanov que remoldea en sus manos la obra a base de acentuar las indicaciones (no solo de ritmo, también las técnicas y expresivas) que acechan por doquier, de manera que la música nos mira novedosa a cada instante, visceral e imaginativa. Aunque la articulación vague libérrima, el rubato parezca errar desinhibido, los glissandi emerjan resueltos y los tempino reposen, la arquitectura nunca se sacrifica al efecto emocional (sobrepasando incluso la negra desesperanza de un Fricsay). Escúchese como ejemplo la angustiosa introducción, pero sobre todo no se pierdan la cita del requiem ortodoxo ruso (cc. 201-205) a cargo de unos metales cuyo temblor remeda asombrosamente el estilo selvático de Duke Ellington en los años 20. Increíble. Su vals puede no ser el más grazioso, pero tampoco es leningrado-militarista. ¿Y qué me dicen del c. 104, tan tristanesco? La grabación de la UDSSR Radio Symphony Orchestra (Gehhard, 1948) presume de gran presencia a pesar de los graves borrosos, con unos vientos de acerada intensidad.

 

 

 

La vida se vuelve más azarosa y más divertida cuanto menos queda, y hay que aprovechar las oportunidades que hay para probarlo todo”: La incoherencia lógica (la contaminación literaria) de Leonard Bernstein lleva a la duración más larga (objetivamente), lo que no quiere decir la más lenta (subjetivamente ese honor es para Celibidache), y que además pliega la obra en una simetría perfecta. Una tensión sufriente permea el recorrido de este calvario en el que Lenny comparte el peso de la cruz: la caricia brutalmente rechazada (c. 161) del barbárico primer movimiento, la soledad valiente del vals, la alegre marcha que aúlla nihilismo, nada prepara para el emocionalmente agotador adagio lamentoso, con su conciencia ardiente de que sin la pasión amorosa no vale la pena vivir. “Tchaikovsky te lleva al borde mismo de la tumba. Es lo más cerca que puedes estar sin caer” se confiesa Bernstein. Toma sonora amplia y opaca resultado de registros en vivo de la New York Philharmonic (DG, 1986).



Siempre es interesante la manera perversa en que Giuseppe Sinopoli manipula la música para que se adapte a su personalidad. Ya en el primer movimiento el volumen de las cuerdas está regulado cuidadosamente, casi camerístico y exento de lúgubres pátinas, para dar cabida a los solos y a las líneas secundarias de maderas y metales. Las fluctuaciones son presionantes y a la vez gentiles, aunque el golpe de percusión en el c. 297 hubiera servido de martillazo mahleriano. Sinopoli es muy moderado y danzable en los movimientos centrales (que parecen interesarle poco, como a mí); sin embargo sí se preocupa de enfatizar el coral mortuorio del finale que desvela que Tchaikovsky ha escrito su propio requiem. La Philharmonia Orchestra (DG, 1989) está documentada con cuerpo, rica en opulentas curvas, pero poco focalizada.

 




Mikhail Pletnev destila como director idéntica gama dinámica y cromática (descomunales) y similar ligereza de articulación a las que desarrolla como pianista; todo ello se ajusta perfectamente a la sensibilidad y determinación tchaikosvkianas. La acucia dramática del movimiento inicial se establece en los marcadísimos aguafuertes en los tempi: Tras una lenta y misteriosa apertura, en la intensidad frenética del fugato unas cuerdas graves abonan el terreno a unos metales que nunca han gruñido más explosivamente apocalípticos (c. 295). El vals cuida con primor sus voces intermedias. El trío, tomado a una velocidad inferior, subraya sus leves disonancias. La marcha es una exhibición pirotécnica asombrosa. La colocación antifonal de los violines permite observar claramente el extraño efecto del adagio lamentoso en el que la melodía del primer tema, en vez de tocarse horizontalmente utiliza un procedimiento cruzado en el que las notas impares del tema son tocadas por los primeros violines y las pares por los segundos. La toma sonora (Virgin, 1991) asigna un sonido cristalino a la recién formada Russian National Orchestra (el primer conjunto privado ruso desde 1917), de gran potencia tímbrica y cuya referencia (sin rastro del vibrato en los metales) es una Leningrad Philharmonic Orchestra convertida en expresión de la acusatoria y condenatoria voluntad personal de Mravinsky.

 


 

 

 

No entiendo las (despiadadas) críticas hacia el convincente tratamiento historicista de Thomas Dausgaard, ya que el mismo Tchaikovsky recomendaba a los directores interpretar su música como si fuera Mozart. Podrá no gustar el sonido magro de la Swedish Chamber Orchestra, pero encuentro enteramente apropiada la disposición antifonal de unas cuerdas casi sin vibrato, la urgencia del rubato, la fluidez entre secciones, la comunicación expresiva. La extraordinaria grabación permite escuchar detalles inéditos a cada instante, como la prominencia de los cremosos metales o el mesmérico efecto de los contrabajos palpitantes en la coda final (BIS, 2011).

 


 

 

 

Cada nuevo registro de Teodor Currentzis es un terremoto que revela abismos desconocidos. La textura del centenar de músicos de MusicAeterna es de una transparencia absoluta, conseguida a base de interminables ensayos. El primer movimiento rebosa intensidad stravinskyana (la articulación rítmica es una obsesión de Currentzis), mezclando agitación y delicadeza, con un desarrollo agresivo hacia la explosión del c. 161, de un histerismo extremo y devastador, donde el dolor del compositor nos llega inmaculado seguido de un singular tremolando de las cuerdas, culmen del romanticismo musical. Tras el empuje maniaco de las fanfarrias en el vals desfila una siniestra e incandescente marcha militar (con un inesperado aroma de modernidad, recordándonos que las sinfonías de Shostakovich fueron germinadas aquí), apoyada en un subyacente pedal oscuro. Los cortantes ataques en el adagio lamentoso dan un sentido de urgencia que no se corresponde con los tempi, bastante convencionales, sino con la actitud: atención a los sforzatti desesperados en la coda. Toma sonora mezclada por el propio Currentzis específicamente para escucharla con auriculares: Enfatizada de manera stokowskiana, irreal y sinuosa, con graves densos y táctiles, atronadoras pausas y silencios, y dinámicas implacablemente exageradas (Sony, 2015). 

 


 

 

Beethoven: Piano Sonata nº 14, opus 27 nº 2, Moonlight

Pudo haber sido otra la elegida, pero sirva ésta (la nº 14, opus 27 nº 2, apócrifamente titulada Mondschein o Claro de luna) como muestra del genial corpus beethoveniano. Compuesta en 1801 enlaza sus tres movimientos en una secuencia direccional y vanguardista, soldando los movimientos sucesivos en una continuidad unificada que comparte marcadas similitudes temáticas y texturales. Como el Cuarteto nº 14 op.131 comienza con un movimiento lento y espera hasta el finalepara desencadenar la acción sonata.

I Adagio sostenuto: Lamento fúnebre cuya doble indicación “sempre pp y delicatissimamente senza sordino” dicta la sombría resonancia de los acordes graves sobre los centenares de tresillos que giran obstinados y modulan inmóviles. Podemos (si queremos) vislumbrar una canción sin palabras con una primera estrofa (compases 1-23); un área central (cc. 23-41); una segunda estrofa (cc. 42-60); y una coda (cc. 60-69) que attaca subito al breve…

II Allegretto: Un interludio, “una flor entre dos abismos” (Liszt dixit), que conecta la casi estática apertura con la agitación final: Un delicado minueto A (cc. 1-16); B (cc. 16-24); A’ (cc. 24-36), seguido de un anhelante trío C (cc. 37-44); D (cc. 44-60).

III Presto agitato: Los gestos y texturas radicales, el feroz estilo de hallazgo y fantasía, la sensación de libérrima improvisación no deben hacernos olvidar su arquitectura de convencional forma sonata: exposición (cc. 1-64); desarrollo (cc. 65-101); recapitulación (cc. 102-156); coda y elaborada cadenza (cc. 157-200), un torrente de semicorcheas arpegiadas que cierra su irremisible carácter trágico.

 

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Debemos comenzar por el linaje: Ignaz Friedman (alumno de Lechetizsky, a su vez pupilo de Czerny, y éste, discípulo de Beethoven) quizás no represente el pianismo de sus ilustres profesores, pero sí el estilo individualista y virtuosista lisztiano donde tenían cabida todo tipo de efectos diseñados para complacer a la audiencia decimonónica, con mayor grado de flexibilidad del tempo del que ahora es común y enriquecimiento de la textura y la puntuación por razones o caprichos de sonoridad. La caracterización de los detalles expresivos (arpegios, adicción de octavas graves, descarte de repeticiones) puede llegar a modificar el texto sagrado. La audacia rítmica es selectiva en las diferentes voces de modo que la melodía no siempre está coordinada con su acompañamiento, por ejemplo en los cc. 15-19 y cc. 51-55 del adagio sostenuto. El allegretto está fuertemente especiado con una oposición de staccato and legato, el trío más lento. El presto agitato resulta inestable (y en última instancia algo descontrolado), cabalgando entre síncopas y turbulencia. Algunos acordes relampagueantes son decapitados brutalmente en pos de la elocuencia. La grabación eléctrica (Pearl, 1926) es suficientemente nítida.





 

Artur Schnabel es el pionero: Además de ser el primer pianista en grabar (1933) la integral de las sonatas beethovenianas, es conocido por su búsqueda de la intención del compositor mediante el estudio exhaustivo de las partituras y la literatura contemporánea. Por ello sus registros suenan tan modernos y son todavía referencia para cualquier intérprete del presente. Capaz de conciliar una lentitud tranquila y concentrada con un pulso que respira y una vida interior agitada, Schnabel sostenía que “es un error imaginar que todas las notas deben tocarse con la misma intensidad o incluso ser netamente audibles. Para clarificar la música, a menudo es necesario oscurecer ciertas notas”. La elasticidad dramática de los ritmos, la naturalidad de las variaciones dinámicas y la claridad estructural residen en la (su) comprensión intelectual y emocional de la sonata. Acata el alla breve del adagio sostenuto (algo que muy pocos pianistas han respetado y que lo vincula directamente con los compases que evocan la muerte del Comendador en el Don Giovannide Mozart) y alza cierta neblina por el uso del pedal (que Glenn Gould, malévolamente, decía que Schnabel aplicaba “con gran sentimiento y para cubrir ciertas imperfecciones técnicas”). Explosivo presto agitato, con aceleraciones incandescentes. La edición de Pristine eclipsa las de History, Pearl, EMI o Warner, sin estática o zumbidos, y sin afectar a las cualidades tonales.




 

La calidez tonal de Claudio Arrau no tiene parangón. Sus acordes desprenden una perfección absoluta. Otra cuestión es el emparejamiento de la obra con su personalidad musical, la nobleza altiva, la autoconciencia, la cautela mayestática. Si el adagio sostenuto desliza muy lento, todo expresión, con un ostinato rítmico que nunca transita mecánico y la melodía brilla cantarina, el presto gira con una inercia diabólica, un extraño proceder en Arrau que consideraba que “la velocidad es opuesta a la pasión”. La grabación monofónica (Warner, 1950) es asaz limpia y nos libra de los suspiros que bañan su postrer registro de 1962 en Decca.






La sensibilidad musical de Wilhelm Backhaus se forjó a finales del siglo XIX. Por ello se explican la cierta tosquedad (o despreocupación) técnica, la elegante seriedad, las moderadas (y no siempre precisas) dinámicas. Ignorando la marca alla breve, el adagio sostenuto marcha lóbrego y contemplativo pero sin un ápice de sentimentalidad (la semicorchea de la melodía es llevada a su mínima expresión), inmerso en su mundo interior e indiferente al oyente, desenfocando admirablemente con el pedal, su flexibilidad derivando en un curso casi errático (atención al ritardando que cierra el área central, cc. 39-41). El allegretto es preciso y contenido en su facundia scherzante. La esporádica desincronización entre las manos en sus acordes inicia lo que propulsará el vengativo presto agitato a un viaje tormentoso y lapidario. Desagradables brillos metálicos se aferran a las notas más altas aún en la portentosa edición de Pristine (1952).





Personalísimo es el concepto romántico de Solomon (Profil, 1952). Adagio sostenutocalmado, en estado de continua meditabundez, inquietud y melancolía, sostenido el espectral tempo en la amplia armadura, acompañada de una refinada articulación. Es quizás el único pianista que toca con sobriedad cisterciense la anacrusa de la melodía. El allegretto danza gravemente con una severidad que lo convierte en un macizo de ortigas (en términos lisztianos) y el presto agitato erupciona con inexorable impiedad, y, a pesar de su destreza digital, varias de esas rápidas subidas de la mano izquierda están emborronadas. Las variaciones de tempoentre sujetos son mayúsculas.

 


 

 

 

Yves Nat es el equivalente en la escuela francesa a la caballerosidad germánica demodé de Backhaus: es apasionado e intenso, moderadamente reprimido (nunca de forma perjudicial) por el rigor intelectual. Venerado por Marcel Proust, que lo elogió en estos términos “… su forma de tocar es la de un pianista tan grande que uno ya no sabe si es realmente un pianista; porque se vuelve tan transparente, tan lleno de lo que interpreta, que desaparece para convertirse en una ventana a la obra maestra“. La apertura es oscura y morbosa, serena sin lentitud, donde dulces rallentandiapuntalan el armazón. Abandono irreverente en el soleado allegretto. La conclusión es fogosa y punzante, se disuelve en un lirismo neoclásico y encantado y resalta bien los caracteres de los temas a través de diferentes tempi. Grabación acústicamente familiar, con un sólido extremo grave y una limpidez más que aceptable (EMI, 1955).




 

Se puede considerar a Wilhelm Kempff como el heredero poético de Schnabel y opuesto a Arrau. A escala íntima, es clásico incluso en esta fantasía. Espontáneo y honesto, presenta las líneas con la máxima claridad, los contrastes dinámicos bruscos y estrechos, los acordes texturizados como en un órgano, las marcaciones minuciosamente observadas, el rubato refrenado. La tranquila simplicidad favorece la interminable línea de canto del adagio sostenuto pero descuida el misterio y la profundidad de la armonía. El pedal es escaso, sin tentaciones románticas. En el allegretto contrasta los tempi, evitando la pesadez. Ya en el finale la mano izquierda queda absorta en un ritmo danzarín y festivoy culmina con obediencia luterana en lugar de explosionar. Creativo en los furtwänglerianos patrones de esfuerzo y descanso, nunca predecibles y siempre diferenciados. En la edición original de DG (1956) el piano suena brillante pero un poco quebradizo y escaso de graves;Pristine Audio incorpora presencia dinámica y una cálida reverberación.





 

Vladimir Horowitz reconcilia el entramado clásicista (simetría y equilibrio) sin dejar de recalcar la cuota de la marea creciente del romanticismo. El andante sostenuto predica su aparente desinterés en Beethoven (bajándolo del olimpo de los compositores y sentándolo en la banqueta como un colega virtuoso), pero la diferenciación de los registros del piano muestra la pronunciada interacción melodía/acompañamiento y enfatiza la importancia del color. Su infalible mano izquierda acaricia entre descomunales dinámicas (el crescendo del c. 48 es lo suficientemente dramático como para permitir que el piano del c. 49 sea un piano subito ¿Exagerado? Tanto como precioso). Acierta dándole una pátina melancólica al allegretto. Domina, resonante, atronadora, una avalancha enmarañada en el presto agitato, frenética y barroquizada. Registrada en su domicilio newyorkino, la grabación recoge un instrumento con un peso de acción muy ligero, especialmente preparado para su posición: las muñecas giradas hacia fuera y a menudo por debajo del teclado, los dedos planos, los meñiques curvados (RCA, 1956).

 




Peter Serkin ofrece una lectura toscaniniana de Beethoven, poco (o nada) sentimental, por momentos antiséptica, pero con una narrativa rigurosa del edificio de la sonata, un sentido absolutamente estricto del tempo, la articulación diáfana y un peso muy ligero en los dedos. Los tresillos se motorizan en el lento recitado del adagio sostenuto. La ostentosa separación entre melodía y acompañamiento también da un gran resultado en el camerístico sonido del allegretto, con las octavas impecablemente alineadas. La grabación recoge el canturreo del pianista y cultiva espontáneamente espejismos acústicos aleatorios (Sony, 1962).





 

La extrema sensibilidad define el pianismo de Ivan Moravec. La rítmica del evocativo y resignado movimiento inicial se adapta al andamiaje, compensada con un allegretto desenfadado en el que Moravec encuentra tal ligereza de textura que nunca suena demasiado lento (resulta increíble que un instrumento de percusión rezume tanta suavidad y gentileza), y un final intrépidamente impulsivo, de airados acentos con poderío sostenido y sin estrépito.Finura tímbrica inigualable, volupuosidad tonal, ingravidez. La grabación (1964) editada por Supraphon detalla exquisitamente los amaderados timbres del Baldwin y su rica resonancia. La postrera versión de 1987 abusa del pedal enfangando las armonías.




 

Cuando Beethoven afirmaba que Mozart “tenía una forma de tocar elegante pero entrecortada, sin legato” quería decir que realmente era un clavecinista, no un pianista. Puede que Glenn Gould entre en esa categoría. Lo que hace con la Moonlightes de una perversidad fascinante. Aprovecha los amplios márgenes interpretivos y la libre morfología para intuir, más que obrar, una lectura transgresora y blasfema, aislada de la perspectiva histórica. Su adagio sostenuto es quizás el más ascético e impasible de la discografía, en gélido staccato mecanizado, sin asomo de pedal, desbrozando sus inflexiones y desmigando la evocación romántica; la línea del bajo coalesce en melodía. Licencias rítmicas en el torturado allegreto. En el presto agitato el sonido y la furia salen de Yoknapatawpha y se instalan en los suburbios de Toronto. La toma sonora recoge el lied tarareado por Gould y los desconcertantes crujidos de su famosa banqueta infantil (Sony, 1967).




Friedrich Gulda se centra en la velocidad y la agilidad, interesado en iluminar la estructura con su fenomenal técnica, falto de expresividad lírica frente a tantos otros. No destaca en sutilezas refinadas, pero articula y frasea espléndido, las texturas tan claras que a veces su piano se acerca (remotamente) a la sonoridad de un fortepiano. La dinámica es amplia, ignorando en ocasiones los límites amables del instrumento (quizás las malas compañías jazzísticas han contaminado su pulsación). La actitud (el riesgo y la pulsión), la independencia rítmica entre las manos, y el tratamiento suelto del rubato proporcionan un toque picante. El sonido del piano es impactante y seco, distorsionado en los pasajes sísmicos (Decca, 1967).





 

Radu Lupu entra en trance para regalarnos su persuasiva visión privada, de estilismo poco convencional, con un magnífico rango dinámico (esporádicamente el requerido por el compositor), toques aterciopelados que rezan significados, y una flexión celibidachiana del pulso básico. La historia comienza en un adagio sostenutode sensualidad impresionista, y entre suspiros y desvanecimientos erige un edificio con un sorpresivo clímax dinámico. A la moda rusa, desplaza el bajo una octava en los puntales estructurales (cc. 23 y 42) para crear un entorno submarino. Lupu se recompone el vestido y atempera la atmósfera en el allegretto. Sinfónico e impactante presto agitato, orquestado en oleadas que crecen desde los graves y viajan de forma arrolladora, con gran amplitud y tensión emocional. Schubert asoma al fondo del estudio (Decca, 1972).





 

Alfred Brendel parte de la creencia de que interponer la propia personalidad entre las notas y los oyentes es injusto e imprudente: Es un seguidor de la directriz de Stravinsky “no me interpretes, sólo toca las notas como están escritas“. Así, hilvana la corrección vienesa, la rígida implacabilidad, la austera construcción arquitectónica netamente estructurada, la claridad textural. En el adagio sostenuto actúa sobre el pedal una fracción de segundo después de los acordes, dando la ilusión de que las armonías se superponen. La expresión es reservada pero atina al impulsar una clave dinámica para rematar el arco de la sección central. Banal allegretto, donde la pulsación en staccato cristaliza en un fraseo meticuloso. Brendel restaura el orden bursátil en un finalede ritmo relajado, donde los sobresaltos no son bien recibidos, y los f y ffson indistingibles. Toma cercana y poco atrayente (Philips, 1972), pero que al menos descarta los habituales gemidos del pianista.

 


 

 

 

Anton Kuerti es el Fischer-Dieskau del piano: El ritmo parsimonioso en general le permite pintar con luces y sombras a voluntad, otorgando matices a cada nota y a cada frase, trazando gráciles variaciones dinámicas, coloreando tonalmente y aplicando rubato. Si bien las pausas inspiran con tensión, la curva estructural se desdibuja. Kuerti llamaba vándalos a aquellos que hiperromantizan el adagio sostenuto. Él lo ilustra con la mayor de las moderaciones, sin subrayar el ritmo staccato del tema, con la mano izquierda articulando con igual trascendencia en la vocalización (la conversación) de la música. La ternura prosigue en el lánguido allegretto. El presto agitato es apacible en dinámicas y observa un irreconciliable ritmo lento al comienzo del segundo tema a pesar de que no hay marcación en la partitura a ese respecto. La toma sonora, en concierto, da una imagen realista del entorno, sin desdeñar los matices y detalles del metálico piano (Analekta, 1974).




 

La publicación del ciclo de sonatas beethoveniano de Annie Fischer para el sello Hungaroton (1977) quedó supeditado a su propia muerte, ya que la esterilidad emocional que la provocaba el estudio de grabación chocaba con la intensidad de su comunicación con el público. Dependiente de la inspiración del momento, nunca tocaba una pieza de la misma manera dos veces (algo que compartía con el propio Beethoven como concertista). Su auto exigencia es extrema en busca de la precisión expresiva: el etéreo legato en el adagio sostenuto, la variedad tímbrica en las repeticiones del allegretto, con livianos cambios de dinámica y color. Fischer se lanza con arrojo a un tumultuoso finale, que percute con energía incendiaria. La toma sonora recoge el castigo a un piano oscuro, duro y cortante, con abruptos cambios de tempo y dinámica.




 

El ortodoxo Emil Gilels, siempre cuidadoso en la transmisión técnica de la partitura, prefiere lo apolíneo sobre lo dionisíaco. El adagio sostenuto transita olímpico y por supuesto obvia las instrucciones de pedal. En el allegretto domina un ritmo modesto y sincero, como una oración. Gilels comanda el presto agitato con tensión dramática, sí, pero con la ataráxica impasibilidad del capitán en el castillo de popa. Aunque los grandes contrastes dinámicos son su sello personal algunas veces la violencia percusiva empuja el registro agudo al desgarro (DG, 1980).




 

La característica esencial de la lectura de Paul Badura-Skoda es la personalidad umbría, con un notable registro grave, del instrumento construído en Viena hacia 1790 por Anton Walter, y que mantiene los forros originales de piel en los martillos. La apertura es rápida, viva, limpia y sin manierismos; fluida y rítmicamente ágil. Badura-Skoda anuncia su individualidad con algunas notas y frases de acento único y muestra una discreta gama de dinámicas (comparado con un piano moderno; pero ¿cuál? ¿el de Gould?, ¿el de Gilels?). La estupenda grabación expone el ruidoso mecanismo (Astreé, 1988).




 

Mikhail Pletnev materializa una interpretación excéntrica. En realidad toma al pie de la letra las instrucciones de Beethoven de tocar el adagio sostenuto sin apagadores, pero el efecto en un aparato moderno resulta primero chocante y luego onírico, fantasmagórico: Los acordes sostenidos patrocinan un marchamo fúnebre que necesariamente implica un tempo muy lento para tratar que la neblina no mezcle y superponga todas las armonías moduladas a lo largo de la pieza. Su triunfal fortaleza técnica le permite incluso arpegiar algunos acordes en el frenético finale. La muy cercana grabación retiene sin embargo la amplitud del espacio (Virgin, 1988).




 

Richard Goode no tiene la actitud del virtuoso (sí su técnica) ya que se forjó profesionalmente durante décadas como músico de cámara y liederista. Quizás por ello no busca una visión protagonista o revolucionaria: Su humilde franqueza hacia el texto (o hacia su fidelidad espiritual) recorta las emociones, las ordena, aparta algunas con cuidado; ello se compensa con una iluminación excepcional del detalle y la coreografía de la obra. A la bondad en los moderados contrastes dinámicos y en la coloración se añade un inmaculado y cremoso legato en el adagio sostenuto; las manos absolutamente independientes. El segundo tema del finale se eleva chopinesco. La grabación (Elektra Nonesuch, 1989) es excelente y rica en graves.




 

Melvyn Tan parece empeñado en que el fortepiano de época sea desesperadamente inadecuado para expresar la dialéctica beethoveniana. Sus dementes ataques (propiamente dicho, Careful with that axe, Melvyn), entre requiebros y retenciones, vagan por una grabación confusa (Virgin, 1993) en la que los gozos y las sombras del instrumento combaten en un túnel por una onza de chocolate.





 

András Schiff se decanta por un enfoque académico (en cuanto al texto) pero no historicista (en cuanto al instrumento). Para ser coherente con el seguimiento de la partitura al pie de la letra mantiene el pedal pisado (parcialmente) durante todo el adagio sostenuto, vaporoso sin llegar a pastoso, y sin crear disonancias molestas, excepto en el rápido bajo en los cc. 48-49 y cc. 56-58. Sigue escrupulosamente la indicación alla breve con dos pulsos por compás, y divorcia polifónicamente la melodía de la figuración de los tresillos (que transmutan bachianos privados de una pulsación rítmica chispeante), sin que haya interacción alguna. Schiff se esmera en distinguir las articulaciones ligadas de las separadas en el allegretto. Como Kuerti diferencia con claridad los tempi de los sujetos tormentosoy lúgubre en el presto agitato, que se salpica con silencios impredecibles y peligrosos (aunque esto es sin duda una ilusión bien planeada). La toma sonora procedente de concierto mantiene la resonancia natural (ECM, 2005).




 

Ronald Brautigam emplea un fortepiano Walter (copia) estrictamente contemporáneo (1802). Pero el instrumento no quita que el intérprete se decante por un enfoque romántico: El adagio sostenuto está cuidadosamente engarzado con numerosos y pequeños ajustes rítmicos y acentos inesperados. Además del apagador de rodilla (cuyo efecto de desenfoque se limita a la duración del compás debido al tempo relativamente lento) Brautigam incorpora un registro que interpone una fina tela entre los martillos y las cuerdas, abrazando el color con una niebla aterciopelada. El compulsivo círculo melodico-armónico resulta tan sofocante y desorientador como un grabado de Escher. Los contrastes dinámicos locales proporcionan carácter al allegretto. En la primera página del finale se emplean tres tipos de sonoridad: non legato sin pedal, legato sin pedal y subito forte con pedal. El empleo incesante del pedal, común en muchas grabaciones, elimina esas distinciones. No aquí, donde el ritmo surge espontáneo de la claridad sin par, impetuoso y rugiente, sin aspavientos, tan solo empleando las tensiones que surgen de la partitura, sin que la contundente expresión en los sf corra el riesgo de ser excesiva. La amplia separación de las manos demanda una coherente heterogeneidad de los registros, notoriamente capturados por BIS en 2005.




 

Steven Osborne nos embarca en una travesía poética por las dinámicas progresando desde la meditación a la actividad corpórea. El adagio sostenuto radia hipnotismo y acaricia con su gama de pianissimi, elevándose solo para remarcar el área central del lied. El allegretto trota juguetón y el presto agitato galopa por diferentes grados sf hasta impactar con toda la fuerza sin atender a los feísmos metálicos que subyugan las cuerdas golpeadas (Hyperion, 2008).




 

Murray Perahia sugiere en su nueva edición de la sonata que Beethoven pudo haber tenido la intención de que sus arpegios emularan el arpa eólica, instrumento enormemente popular durante la vida del compositor. La idea suena interesante (y prestada, ya que recoge el testigo de Carl Czerny), pero ¿se transfiere esta intuición a la música? El timbre es cristalino y perfectamente graduado, el uso del pedal convencional (como la mayoría de los pianistas sigue la interpretación de Czerny y cambia el pedal con cada nueva armonía), el rubato amordazado con la rigidez de un preludio bachiano. Ni siquiera la resonante grabación (DG, 2017) resulta innovadora.




 

Igor Levit ubica milagrosas gradaciones dinámicas (sin cataclísmicos contrastes románticos) sobre tempi de ligereza schnabeliana. Su toque revolotea cambiante pero no improvisado. El adecuado uso del pedal en el oscilante y amenazante adagio sostenuto produce unos graves líquidos y dislocados para no tapar la melodía. A destacar la intensidad que logra, no ya en el cromatismo de los compases 51-54, sino en la tensión puramente diatónica del segundo tiempo del c. 55. Los sólidos pero tranquilos ritmos del allegreto nos recuerdan que Haydn fue profesor de piano de Beethoven. El efecto acumulativo se resuelve en un presto agitato portentoso, donde cada frase posee un vector direccional que apunta hacia la desesperanza. Toma sonora detallada a pesar de la superflua reverberación escénica (Sony, 2018).




 

La flexibilidad lírica caracteriza la ejecución de Jos van Immerseel (Alpha, 2019). En el adagio sostenuto enfatiza la primera corchea de la anacrusa desequilibrando su impulso; su reticencia a tocar en tempo durante mucho tiempo no es aparente: inesperadamente rola, pausa, retiene. Cincela el stacatto en el allegretto. El paso pausado y el refinamiento del presto agitato no parecen propios de la imagen (que tenemos) de Beethoven, pero nos proporcionan tiempo (nada menos que 9:08) no solo para recrearnos y abrumarnos en la abigarrada sonoridad del instrumento, réplica de un Walter circa1800, sino también para apreciar la cohesión motívica de la sonata. La dinámica es relativamente tranquila y aterrazada, lo que contribuye a la atmósfera de tensión subyacente que finalmente se libera en los últimos compases. Las fluctuaciones de tempo cuidadosamente graduadas contrastan con los cambios de ritmo mucho más bruscos y exagerados en la grabación previa (Accord, 1983) en un piano Graf de 1824 donde podría recordar a Friedman, y su libertad de expresión desfigura la estructura de la sonata (el propio Immerseel ha reconocido posteriormente que este registro “suena como una distorsión de la realidad”).




 

Daniel Barenboim ha grabado la sonata hasta en seis ocasiones en otras tantas décadas, siempre con solemne reverencia y apoyado en el extremismo equilibrista de un Furtwängler. Elegiremos aquí la última (DG, 2020) por el instrumento, concebido por el propio Barenboim a partir del bicentenario piano de Listz: El encordado en paralelo, el rediseño de la tapa armónica y la recolocación de los martillos reemplazan la homogeneidad del ubícuo Steinway model D por unos registros diferenciados según su tesitura, pero de resonancia escasa. Barenboim lleva el adagio sostenuto al límite, como prolegómeno de una tragedia, con el desmesurado rubato y los reguladores dinámicos personalizados casi rompiendo la línea musical, el teclado (pareciendo) incapaz de producir un legato suave y cantarín. Deliberado allegretto, con la necesidad de lograr una revelación (el subrayado, las pausas) en cada frase. En el presto agitato la agilidad y la fluidez se resienten, la dinámica reclama mayores cumbres y valles. En resumen, para encontrar la esponteidad del gran pianista argentino regresen a las ediciones de antaño (Profil, 1958 y EMI, 1967).





 

No sabe nada, no aprende nada y no escribirá nada bueno” decía Salieri de su alumno Beethoven. Nikolai Lugansky pone a prueba la pedagogía del italiano y disecciona la obra no como ente sonata, sino como páginas desconectadas entre sí (incluso en sus partes constituyentes) y solamente relacionadas por su melífluo timbre. Adagio sostenuto poderoso y masivo, despegando desde el mezzo-piano y elevándose por momentos al forte, pero pobre en fantasía agógica. El encorsetado allegretto precede a un presto agitato de fluctuaciones apesadumbradas (HM, 2021).




Rimsky Korsakov: Scheherazade

Fue el propio Rimsky-Korsakov quién intituló los cuatro movimientos de Scheherezade (1888): Si bien había esperado que transmitieran simplemente un sentido vago y general de la atmósfera del mundo oriental, en cambio y de manera bastante comprensible, fueron tomados como un programa narrativo. Basados de manera episódica en Las mil y una noches, sin componente formal ni trama o relato, progresan cual suite variacional, basada no en la técnica tradicional de desarrollo temático sino en la repetición dispar de motivos breves, instrumentados compleja y estratégicamente, y con un trasfondo armónico iridiscente.

I El mar y el barco de Simbad: El movimiento alterna pasajes culminantes con episodios crepusculares tranquilos. Dos temas memorables se derraman e imbrican por doquier: uno, majestuoso y temible en cuerdas bajas y metales pesados, y otro, sinuosamente seductor al violín sobre arpegios de arpa, asociado por el autor a la propia Scheherezade.

II La historia del príncipe Kalendar: En forma ternaria en cuanto al despliegue de argumentos, pero por lo demás un caleidoscopio de variaciones en virtud del acompañamiento, cada vez más coloridas, con un uso atmosférico de efectos y texturas.

III El joven príncipe y la joven princesa: Articulado también en ABA, las variaciones surgen por los cambios en la tímbrica. Un sonoro rubato dirigido por trompetas restablece el tempo para un cierre rapsódico donde predominan los instrumentos solistas.

IV Festival en Bagdad. El mar. El barco se estrella contra un acantilado coronado por un guerrero de bronce: El retorno idéntico de las melodías dan coherencia a la suite en una suerte de rondó-variaciones, con danzas crepitantes y tutti maníacos, solo para que la escena corte cinematográficamente al barco sacudido por la tormenta, que se estremece y quiebra en la percusión centelleante.

 

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Contemplemos que Rimsky-Korsakov fue un contemporáneo para Leopold Stokowski (tenía 26 años cuando áquel murió). De este supremo fetichista y manipulador se conservan cinco registros de estudio: Tras la muscularidad agresiva de 1927 (Pristine), la grabación de 1934 (con la misma Philadelphia Orchestra, Andante) cimbrea con erotismo, las cuerdas acentuadas con lujo curvilíneo, los bajos sólidos y lascivos, el fraseo asimétrico, con entradas rápidas que se ralentizan durante las respuestas. En 1951 una refinada Philharmonia Orchestra (Testament) amerita unanimidad en las corpóreas cuerdas, pero los extremas variaciones dinámicas entre frases alternas distorsionan en los pasajes más intensos. Todavía asombra la inmensa panorámica del registro de 1964 (Cala), administrando la London Symphony Orchestra irreal, antinatural y microscópicamente para extraer el máximo efecto. Típicos del concepto romántico-teatral, Stokowski desliza como resortes narrativos sensuales portamenti, suntuosas licencias rítmicas y algunos de sus propios adornos en arpa, xilófono y címbalos que amplían la sensación de exotismo en la partitura. Desvergonzada, alucinógena, indispensable. En 1975 el sonido de la Royal Philharmonic Orchestra (RCA) se ha redondeado y los ataques son menos cortantes.

 


 



Es cuanto menos chocante que haya tan pocas orquestas rusas en la avalancha discográfica schererezadiana. El sonido de la USSR State Academic Bolshoi Theatre Orchestra en 1950 ciertamente difiere del de las orquestas occidentales: cuerdas y maderas delgadas, metales más ásperos. Todo esto le da a la obra un sabor extra y una nitidez que a menudo falta en las interpretaciones habituales. La dilatada experiencia operística puede explicar el criterio característico de Nikolay Golovanov: Vigoroso y de tono vehemente, con un sentido de la sonoridad poderoso, casi sobrecargado, y una flexibilidad extrema en cuestiones de tempo, fraseo y dinámica que logra momentos memorables a pesar del trazo grueso. Golovanov varía constantemente las texturas, los acentos apremiantes, las oleadas dramáticas, atruena en las amplitudes y deslumbra en el tratamiento de las exuberantes melodías. La toma, muy cercana y publicada por Boheme, se ve comprometida por la saturación.

 





Si la versión anterior era imprescindible salvo para los monofóbicos, se puede encontrar un detallismo semejante y con mucho mejor sonido en la lectura de Zdenek Chalabala (Supraphon, 1953). La belleza tímbrica de la Czech Philharmonic Orchestra reclama su escucha atenta. Elocuente y coherente, con ocasionales portamenti en el violín solista, y una percusión inusualmente rústica.

  





Thomas Beecham capta la esencia balletística de la música, su fuerte sentido rítmico, y otorga precisión en el acento y flexibilidad en los espacios entre frases, nunca estáticos. Desde los implacables y amenazantes acordes iniciales (mediante el simple recurso de hacer que los metales se contrapongan a las cuerdas) hace continuamente pequeños ajustes of tempo y de duraciones de notas. La Royal Philharmonic Orchestra se emplea con suavidad carismática, el fraseo comparte efervescencia y elegancia, orondo de color y poesía (los fraseos marinos que rielan en su languidez), permitiendo a los solistas una completa libertad métrica, por ejemplo el idiosincrático fagot (la crítica de la época afirmaba que “you can smell the camel dung”). Toma sonora amorosa y poco abierta, con los solistas enteramente audibles pero no focalizados, que muestra algunas rugosidades y restricciones tímbricas (EMI, 1957).

 


 



Incluso en la época de los directores tiranos, no cabe duda de que Fritz Reiner estuvo considerado como el más sádico y siniestro del negocio. En continuo desfile y siempre al borde del despido, los músicos de la Chicago Symphony Orchestra fueron capaces de cementar una serie de enormes grabaciones. Aunque la legendaria disciplina de Reiner (heredada de Strauss y Nikisch) inevitablemente impone un enfoque geométrico, no significa metronómicamente rígido, si lúcido y preciso, dramáticamente efectivo: El lento tercer movimiento bordea lo fúnebre y el final (meritoriamente grabado en una sola toma) estalla tumultuoso en acrobacias metálicas. La legendaria grabación ofrece una dimensionalidad honesta que captura el balance adecuado entre sonido directo y reflejado (RCA, 1960).

 





Otro emigrante que surgió del frío fue Kiril Kondrashin, que dirigió a la Royal Concertgebouw Orchestra brevemente pero en su mejor época. Su concepto refinado genera alternativamente tensión y relajación propinando una inercia singular al oleaje; todo el pasaje andantinodel vivaz tercer movimiento donde las intervenciones de los vientos desprenden imaginación es único. La grabación plena y cálida, proporcionada entre secciones, con extensas dinámicas (Philips, 1979), está ponderada entre movimientos para unificar la suite como un todo.

 


 



Sergiu Celibidache cristaliza piadoso la marejada y detiene el flujo de la música, solidificando una paleta tímbrica inigualable. Aunque Rimsky-Korsakov criticaba a Debussy por su modernismo las líneas marinas en las cuerdas graves son paladeadas por Celibidache como retazos impresionistas. Los ritmos que danzan por toda la obra son comprendidos y explicados a los simples mortales. La Münchner Philharmoniker disuelve los sonidos orientales, ravelizando las armonías. Convincente e irresistible, ninguna otra visión goza de tal perversa transparencia, especialmente la demoledora percusión (EMI, 1984).

  





El siguiente disco ha provocado una oleada de opiniones opuestas debido a que en determinados equipos de reproducción causa distorsión. Quizá las primeras unidades estuvieran intactas, pero las copias que he valorado muestran una onda sonora en la que el rango dinámico se ha recortado en su amplitud alta, una restricción habitual en la producción pop pero evitada por motivos obvios en el de la música clásica (salvo casos ilustres como el de Levine y sus Planetas). Valery Gergiev desdeña el énfasis casi místico del patrimonio ruso (Svetlanov) y comanda una interpretación enfática a base de impulsos en los episodios individuales que conducen inevitablemente a una impresión errática. La panorámica de la Kirov Orchestra está deslucida por una reverberación extrema de la que surgen los detalles instrumentales a voluntad del ingeniero de sonido (Philips, 2001).

 





Y para cerrar el círculo Sascha Goetzel (como Stokowski) realiza discretos cambios en la orquestación para introducir auténticos instrumentos orientales (darbuka, def, bendir y kudüm con entonación temperada) en los movimientos y en los breves interludios. Incluso el arpa que sostiene al violín solista que va enmarcando los cuadros se desecha en favor de un qanun. Goetzel defendió en una entrevista para la BBC realizada durante la grabación que este registro recupera un lenguaje musical más cercano al sonido original que el compositor tenía en mente (atención al embriagador Bonus Track). Todo ello no se admite más que con un salto de fe, pero el experimento sonoro es encomiable: extremo en su subjetividad, intenso en su flexibilidad. Los elementos rítmicos y melismáticos de la música turca siguen impregnando el sonido de la Borusan Istanbul Philharmonic Orchestra (con un 95 por ciento de músicos nativos), recogida en perspectiva por Onyx en 2014.