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Schubert: Quinteto para cuerdas, D 956
El Quinteto en do mayor (D956) de Franz Schubert fue compuesto en 1828, apenas unos meses antes de su muerte. Su heterodoxa textura, enriquecida con un segundo violonchelo, más compañero que solista, y sus enormes dimensiones sugieren una sinfonía para conjunto de cámara. Sus características fluctuaciones entre modos mayores y menores colorean la armonía, sorpresivamente y sin descanso, en una persecución continua de la estabilidad tonal. El relato se completa con sutilezas rítmicas y una inventiva melódica iridiscente con arias de ópera italiana y solapadas referencias a los últimos cuartetos beethovenianos; pero, donde los temas de Beethoven se dictan en imperativo, los de Schubert se conjugan en condicional.
Este torturado monólogo interior consta de cuatro (desmedidos e interdependientes) movimientos en el formato tradicional pero de un pesimismo revolucionario:
I Allegro ma non troppo: Una lenta progresión armónica abre una exposición (compases 1- 154) que, a latidos del cello, equilibra los instrumentos en variados grupos y se mueve por cambios de color tonal que pinta el curioso estilo de modulación oblicuo; en el desarrollo (cc. 155-267) Schubert plantea una extendida secuencia de tres amplios y modulantes tramos, y transita y mezcla secciones y claves serenas y trágicas en una marea vertiginosa; la recapitulación recombina las cuerdas (cc. 267-414) hacia una concentrada coda que conlleva otra transformación tonal dramática (cc. 414-445).
II: El primer tramo del Adagio respira sin esfuerzo a lo largo de veintiocho medidas en un tour de force que evoca composiciones muy posteriores (Ravel: Concierto en sol). Su memorable urdimbre tiene a los tres instrumentos medios sosteniendo el tema mientras el primer violín provee fragmentados arrebatos y el segundo cello apoya en pizzicato. El éxtasis feliz es interrumpido con un brutal estallido de dolor que inicia el sombrío intermedio (cc. 29 y ss.) en una distante clave, con violín y cello remando en octavas a través de un agitado acompañamiento. Tras unos instantes de silencio a gritos (cc. 58 y ss.), el retorno gradual al primer tema permite que el movimiento se vaya extinguiendo de forma natural, con dos intensos acordes embrujados en menor antes de la serena conclusión.
III: Las amplias proporciones del fogoso Scherzo, su tratamiento orquestal y su extrovertida variedad tonal parecen alejarlo del mundo de la danza. Su escultórico progreso es amenazado por síncopas disruptivas, disonacias y repentinos cambios de clave. En el recitado y funéreo trío, inusual en la obra schubertiana en métrica y tempo, la sombra de Beethoven merodea feroz (cc. 212-270), por lo que el retorno al presto asemeja una orilla salvadora.
IV Allegretto: Enérgica y concisa sonata rondó que comienza con una robusta danza zíngara (cc. 1-45), pero que irá derivando su humor hacia la incertidumbre graciosa de un segundo tema vienés (cc. 45-126) y una tercera melodía tranquila en los celli (cc. 127-169), antes de que retorne el sujeto húngaro (cc. 169-214). El principal argumento del desarrollo (cc. 214-266) es un denso fugato que acelera hacia un trepidante clímax. La recapitulación (cc. 267-369) no contempla el idioma agitanado que llega a ser frenético en la coda (cc. 370-429), resuelta abrumadoramente con un acorde disonante ff antes de la tónica final.
74 lossless recordings of Schubert Quintet in C, D.956 (Magnet link)
Dejando a un lado las decepcionantes pioneras, la del Hollywood String Quartet con Kurt Reher surge como la más bella de las ejecuciones históricas. Tras un apasionado primer movimiento en el que arden los tresillos del desarrollo, a la manera de la época (1951) se da un adagiotan desenvuelto que difumina el sentido del pulso ternario. Íntimas y expresivas inflexiones vocales captan y transmiten el reflejo de los caleidóscópicos cambios modales. El fanatismo por el estudio de los miembros del cuarteto se prolongaba en discusiones compás por compás, y nos recompensa con su pulida unidad estilística, transparencia de texturas, y unanimidad del continuo vibrato. Aunque la acústica original es ahumada y chirriante, la edición Pristine ha recreado cierta profundidad espacial que acoge sus colores cálidos, la lírica romántica, el empleo habitual del portamento.
En una galaxia interpretativa no muy lejana se encuentran Isaac Stern, Alexander Schneider, Milton Katims, Pau Casals y Paul Tortelier, cuya breve conjunción veraniega en el Festival de Prades de 1952 se aprecia en la descoordinación de los ataques, pero que admira en la vivacidad rítmica y elasticidad de fraseo, en la intuición musical para imaginar subrayados retóricos e impredecibles, o en la recreación de dinámicas que no siempre son las requeridas por Schubert. Escúchese el inspirado y vanguardista accelerando (cc. 362 y ss.) de la recapitulación en el allegro. La catástrofe central del adagio (ma non tanto) se canta con abandono e inmediatez, y la torturada desesperación en el scherzocontrasta con su parsimonioso trío, evocando el mundo mágico de las canciones del Schwanengesang. Síncopas febriles en la apertura del rústico finale, sobre el que se abate el desaliento y la ironía mahleriana. La toma monofónica (Sony) resulta opaca y constreñida, pero mantiene su status de legendaria siete décadas después a pesar de las tosquedades, las impurezas de entonación y los escasos pero intolerables gruñidos de Casals.
Aunque Mstislav Rostropovich hizo dos grabaciones posteriores más ortodoxas (con el Melos Quartet en 1977, y con el Emerson Quartet en 1990), la realizada en 1963 con el Taneyev String Quartet (todas ellas editadas por Deutsche Grammophon) atesora en grado superlativo tal lento y dolorido adagio que en el LP original tuvo que ser dividido en dos caras; audazmente silencioso, casi incorpóreo, su ansiedad no tiene parangón a pesar de que el desastre central en fa menor mantiene el ritmo lento: Schubert no da indicación de cambio de tempo, solo escribe más notas por pulso, y aún así, casi todo el mundo acelera aquí. Coronan la tímbrica desgarrada y el control absoluto sobre las dinámicas (algunas inventadas, como el regulador en los cc. 82-84). Telúrico trío y fatalista violencia en el velocísimo finale, sin cabida al encanto vienés. Perfecta la cohesión de las individualidades (y/o la singularidad dentro del colectivo) a lo ruso, mezcla de lirismo y vigor. El sonido ostenta una rusticidad esteparia, pero quien necesite de mayor esplendor puede acudir a los Lindsays con Douglas Cummings (ASV, 1985), a costa de alguna imperfección técnica.
Y llegamos a una hermosura de grabación que corresponde al típico aspecto aterciopelado de EMI en ese periodo (1982): Heinrich Schiff empastado en el Alban Berg Quartett, todos a una en el sensual y barnizado sonido, un Schubert sin lágrimas, ejemplo del concepto interpretativo amabilidad vienesa, gentil y cantabile, refinado y civilizado, de elegante armonía entre sus miembros. La matización de los detalles, la milimetría en la ejecución de las dinámicas, la exactitud al asalto en cada compás, la libertad métrica y fraseo delicadamente delineado, un vibrato que ya no es omnipresente, sino ajustado a las líneas y a los momentos; ante tal belleza, la omisión de las repeticiones resulta un mal menor. Desarrollo firme y muscular, pero no urgente, donde violín y viola mercadean tresillos. Tras el paréntesis central, entendido casi como una barcarola, la hipnótica vuelta al adagio trae consigo una serenidad gradualmente restaurada, mientras benignas turbulencias continúan en los extremos de la tesitura, como si necesitasen de un tiempo extra para recuperarse del interludio tormentoso. Discreto (entendido como un elogio) scherzo que tiene al trío como consolador y dubitativo alter ego. El finale sin aspereza tímbrica trivializa su sentido trágico, mas no importa, ya estamos a las puertas celestes.
Hay otras (pocas) lecturas realizadas conforme a criterios historicistas como la de los miembros del Collegium Aureum (DHM, 1981) o la del Quatuor Festetics con Kuijken (Arcana, 2000), pero ninguna tan estimable como la de Vera Beths, Lisa Rautenberg (violines), Steve Dann (viola) y Kenneth Slowik y Anner Bylsma (violonchelos). Aparte de los apropiados afinación y encordado de los instrumentos persiste la cuestión del vibrato o trémolo como accesorio ornamental utilizado especialmente para iluminar las notas largas, y que, aplicado con discreción y no como constante, amplía la paleta tímbrica. Avisan de sus intenciones ya en el (molto) allegro, cuya estática introducción, tras un gran suspiro dinámico, no marca un pulso regular y resulta melosa y muelle; la languidez del segundo tema, realizado casi demasiado pp, cabalga con elasticidad rítmica pero sin tiempo para cantar la mañana. En el núcleo del adagio los stacatti de los tresillos, derrotados de antemano, rebotan a la italiana en vez de explotar a la rusa. Verdadero presto en el delicioso y demoniaco scherzo y embeleso galante en el finale. La toma sonora desgrana con templanza las delicadísimas dinámicas piano y las hace florecer primaveralmente (Sony, 1990).
La del Pavel Haas Quartet con Danjulo Ishizaka es una visión temeraria, atormentada y oscura de un Schubert moderno, casi contemporáneo, relegando su perfil seductor, suave y dócil por el trazo ardiente, fatídico y aciago. Sin conseguir (sin pretender) una tímbrica pulida, desbastan una cruda naturalidad, hilando una narrativa frágil y provisional, en favor de la expresividad. Siniestro, prudente y controlado sentido rítmico, pero permitiendo la elasticidad si es necesaria, con un fraseo flexible y fluido y una excepcional ejecución del legato. Destacar el comportamiento del primer violín en el adagio: empastando con ligeros acentos eslavos las octavas con el cello, enfatiza con vulnerabilidad emocional (con delicados portamenti, sin caer en la excesiva languidez) el ritmo con puntillo que subraya los pulsos 2 y 4 de cada compás; tras la cuidadosa transición de angustiosos silencios, vaga fantasmal e hipnótico. El scherzo detona pura energía, con tensión dinámica y tímbrica. La apacible danza del finale descarrila en pesadilla al ir despegando su velocidad en su conclusión, acelerando precisamente en cada giro tonal; el último acento que históricamente era interpretado como melancólica despedida en diminuendo, ahora amenaza como enfático desafío. Ingeniería reverberante y aireada (Supraphon, 2013), su impacto acentuado por la cercanía de los micrófonos y que evita los susurros (ppp) que reclama Schubert en el adagio.
Elgar: Cello concerto
Beethoven: Symphonie no. 6 Pastoral
pobres grandes poetas antiguos, pobres inmortales; vuestro lenguaje convencional,
tan puro, tan armonioso, no sabría competir con el arte de los
sonidos. ¡Sois gloriosos derrotados, pero derrotados! No habéis conocido lo
que hoy día llamamos melodía, armonía, la asociación de timbres diferentes,
el colorido instrumental, las modulaciones, los sabios conflictos de sonidos
contrarios, que primero combaten entre sí para luego abrazarse, sorprendiéndonos
el oído, nuestros extraños acentos que hacen resonar las profundidades
más inexplorables del alma. […] El arte de los sonidos propiamente
dicho, independiente de todo, ha nacido ayer; apenas es adulto, tiene
veinte años. Es bello, todopoderoso […] Nosotros le debemos un mundo de
sentimientos y de sensaciones que nos permaneció cerrado. Sí, grandes poetas
adorados, estáis vencidos: Inclyti sed victi.
En la serie de artículos que Berlioz dedicó a las sinfonías de Beethoven en la Revue et Gazette Musicale en 1838 se puede apreciar como el romanticismo personal del francés colorea su percepción de la música del germano. Desde mi racionalismo exacerbado sigo intentando trazar otro punto de fuga tan alejado como pueda estar el cénit del nadir.
Y es que en las artes plásticas, y en mayor medida en la música, se suele evitar con gran escrúpulo usar la palabra “intelectual”. Sin embargo, como vimos en las entradas anteriores el mundo sinfónico de Beethoven se basa en el método racional para que lo inefable cobre forma y pueda ser comunicado. A pesar de su rigurosa contemporaneidad (1808) y de las similitudes superficiales, 5ª y 6ª Sinfonías son diametralmente opuestas en estructura y expresión mostrando la esquizofrenia creativa del compositor. En la Pastoral, la simplicidad de las armonías (con prevalencia de tónica y dominante) y la repetición continua (diríamos minimalista, con cambios a nivel dinámico e instrumental) de una misma fórmula melódica aseguran su carácter estable y forjan la impresión de inmovilidad, de paz profunda de los sonidos constantes de la Naturaleza.
Cinco retratos atmosféricos que, trastocando el orden clásico de los cuatro movimientos, reflejan la relación humana con la naturaleza (y en consecuencia con la divinidad creadora, según el autor): “es más una expresión de [mis] sentimientos que una descripción pictórica”. Una poesía musical versificada con timbres y armonías en la que Beethoven vuelve a encontrar la liberación personal a través de la (aparente) simplicidad de la Naturaleza en un viaje a un mundo idealizado e imaginario: “Nadie puede amar el campo como yo lo hago”.
Nota previa: En aras de la claridad los directores reseñados en anteriores entregas no tendrán cabida en esta homilía de carácter cíclico. Naturalmente que sus versiones son tan extraordinarias como las que se citan a continuación.
No suelo establecer comparaciones directas entre dos interpretaciones; en este caso son tantos los puntos en común entre las casos de Walter y Casals, que, aparte de establecer éstos, vale la pena anotar sus características diferenciadoras.
Los 82 años de Bruno Walter embaldosan un relajado espíritu vienés, cantabile, afectuoso y gentil tanto en sonido como en sentimiento, que se ajusta a (la, cierta) naturaleza de la obra, de atmósfera dionisiaca y familiaridad ociosa de los tempi, flexiblemente respirados, de claridad en las líneas que entremezclan sus armonías, de meridiana estructura narrativa (a pesar de la ausencia de repeticiones de las exposiciones) que va anotando un concepto literario que amalgama perfectamente con el sentido panteístico original.
Tampoco los 92 años de Pau Casals son obstáculo para el infinito grado de cuidado y atención al detalle, el fraseo vibrante y abigarrado. Comprobémoslo en el allegro ma non troppo: A partir del compás 67 el tema principal comienza en oleadas en los violonchelos, mientras la figura en corcheas en los violines es en comparación ornamental, ligera y se desliza en diminuendo como una cascada (que no figura en la partitura). Desde el c. 75 las partes se invierten, pero el diminuendo se mantiene en el fraseo dentro del general crecimiento en intensidad dinámica, como una inversa fuerza de marea. Dicha profundidad expresiva se revela también en los tresillos en las cuerdas graves (cc. 151 y ss.): cada uno de ellos posee sus propios diminuendos, ejemplificando la variedad y renovación del ciclo natural. Por el contrario Walter maneja su habilidad intuitiva para conferir a cada frase un equilibrio hermoso, una articulación en inacabable legato, una dinámica amable y comedida que previene el laxo paso de la amenaza del tedio. La actitud patricia que guía los deliciosos y delicados tres compases iniciales, con el ritardando sublime y la pausa respiratoria posterior a la fermata sugieren ya un cierto afán de anticipación y revelan en plenitud el ejemplar control que los maestros ejercen.
El andante posee en ambos una cualidad de ensoñación en sus reposados ritmos. Si en el c. 39 las parejas de corcheas en las cuerdas semejan suspiros delirantes, a mitad del c. 41 el maestro catalán ha de chistar para controlar el excesivo entusiasmo de unas cuerdas olvidadas de la dinámica pp. Casals incluso permite al clarinete un crescendo un compás antes de lo indicado en la partitura (c. 137). La pequeña cadenza pajaril en los vientos (cc. 129 y ss.) adopta un perfil quasivocal, que Walter decía proceder de los trabajos operático-juveniles del compositor.
En el scherzo los caracteres difieren: el ardor mediterráneo de Casals se explicita en un terrenal fagot dando no sólo sus somnolientos grupos de tres y cuatro notas sino también su largo pedazo de sonambulismo musical que a menudo pasa desapercibido (cc. 181-189), y sobre todo en la desvergonzada trompeta del c. 203. Walter es mucho más civilizado, aunque posee la energía y urgencia demandadas por la partitura, moldeando con amplitud e intensidad.
Para Casals la tormenta es olorosamente dongiovannesca, con el protagonismo amenazante para los metales, mientras que para Walter, sugiriendo una fuerza espiritual detrás de los suaves elementos, hay un punto de estabilización en el do mayor -asociado a un componente religioso directa e intencionadamente: Beeethoven escribió en sus bocetos “Te damos las gracias, Señor”- que peregrina delicadamente a un allegretto que exulta precisamente ese sentimiento como culminación de la obra, el retorno al hogar como incandescente y sosegado remanso de paz. El ritmo 6/8 está hábilmente matizado y la melodía amorosamente acunada por un fraseo alerta del primer al último compás.
Verdaderamente beethoveniano tal y como sucesivas generaciones de músicos germanos habrían comprendido ese término, Walter suscita una meditativa y reverencial lectura. Dentro de su benevolencia recreativa, Casals no duda en desviar retóricamente una frase hacia sus propios fines, a su propio temperamento, en una inocencia liberadora.
Dos exiliados en el culmen de su veranillo de San Martín al frente de orquestas americanas: Walter destaca el lustre de las cuerdas (quizá ayudado por la grabación), aunque el empaste de la Columbia Symphony Orchestra (principalmente integrada por profesores de Los Angeles Philharmonic) no sea óptimo. La edición japonesa del CD (Sony BlueSpec, 1958) ofrece incluso una mejor recreación holográfica que el SACD: a partir de grabación original en tres pistas, el sonido es dulce y resplandeciente, con graves rotundos y firmes.
El equilibrio interno de las texturas de la Marlboro Festival Orchestra (Sony, 1969), que tampoco puede compararse con los grandes conjuntos europeos por su carácter efímero, está registrado con inmediatez gracias a la cercanía de los micrófonos que recogen algún ruido del directo.
El Beethoven de Karl Böhm es poéticamente idílico y probablemente alejado del personaje histórico. Sin embargo su estilo operático funciona en la Pastoral cabalmente: bucólico, placentero, recatado. Su equilibrio ponderado (estupendo en el corte y confección) puede parecer conservador (pero no conformista) en el siglo XXI (como de hecho lo es), pero su fuego progresa de manera imprevista y arrebatada dentro su contención. Adaptados al propio estilo de la orquesta los tempi fluyen moderados pero no estáticos, enmendando los acentos verticales y difuminando los pulsos.
El idioma pastoral y el fraseo belcantista se establecen ya en las quintas sostenidas en violas y violonchelos (cc. 1-4). Otros matices pacientes y sutiles pudieran ser la independencia con la que cada una de las 3 partes dialoga en los cc. 115-122, o cómo Böhm marca con perspicacia la contribución en pizzicato de los segundos violines (cc. 383-389) en el segundo grupo temático de la recapitulación.
En los cuadernos de Beethoven podemos encontrar una explícita formalización de la relación entre naturaleza y música en dos apuntes manuscritos: “murmullo del arroyo” y “a más profunda el agua, más grave la nota”. La frase musical que bordean llegaría a conformar los dos violonchelos tocando en 12/8 al comienzo del lánguido y soñador Szene am Bach, de vasta escala bruckneriana. En general, el incesante movimiento del arroyo se articula con gran amplitud del arco y muy poca presión, evitando cualquier acento, con el tempo a casi la mitad de lo prescrito, pero gracias al aliento y la intensidad cantora que Böhm induce a la orquesta permite incluso que el florido dueto entre flauta y obóe sea amoroso sin arrimarse a lo manierista (cc. 57-66). No ha de pasarse por alto la pausa sublime al comienzo del c. 76 en la cadenza del clarinete. En la coda el vibrato añadido al canto de los pájaros suena poco ornitológica, si bien los dos últimos acordes, tocados en diminuendo, comunican una profunda serenidad.
En el tercer movimiento Böhm es imcomparable: un paso lento emparejado a un propulsivo ritmo danzable que la Philharmoniker es capaz de sugerir sin pérdida de dignidad musical, con Beethoven haciendo gala de su conocimiento íntimo de las tabernas de los bosques vieneses: el fagot dormido sobre el carro del heno.
La tormenta es lenta en su construcción, implacable en su turbulencia, retumbante en su retirada, enlazando discretamente su segunda parte (piccolo y trombón) con El Holandés Errante.
Si los últimos 28 compases del finale eran convertidos por Walter en una lenta y autoconsciente bendición, en un himno panteísta poco adagio, Böhm dibuja una atmósfera en abundancia sin tal énfasis: un ligero abandono del tempo, un verdadero sotto voce en las expresivas cuerdas y una especiada llamada de trompa. La coda no requiere más para conjurar un mágico y lejano crepúsculo, reconciliando la pintura tímbrica con el sentido improvisatorio de una cadenza formal.
La soberbia grabación analógica embalsama la impecable orquesta (DG, 1971): La Wiener Philharmoniker puede presumir de la herencia orográfica, pero esta agrupación ha crecido orgánica y necesariamente con cada cambio de profesor en sus atriles: con esa sonoridad densa, expansiva, vibrante y adorable de las cuerdas (de asombrosa unanimidad) que cubre la riqueza tímbrica de los vientos (doblados y bellamente empastados) es difícil no caer en el romance. A este respecto puede apuntarse el comentario realizado por su violista principal años después de hecha esta grabación: “Cuando tocamos Beethoven con Bernstein lo hacemos al modo de Bernstein, pero cuando tocamos Beethoven con Böhm lo hacemos al modo de Beethoven”.
En su pragmatismo (ciertamente sinuoso, lleva grabando discos 51 años, ahí es nada) Nikolaus Harnoncourt deswagneriza sónicamente Beethoven, prefierendo intuir solo el próximo romanticismo pero sin enraizarlo tampoco en la era clasicista. La fresca y refinada expresividad de la Europe Chamber Orchestra (unos 50 efectivos) imprime un estudio tímbrico inaudito hasta la fecha (camerístico, como el nombre del conjunto indica). La formación historicista del maestro impone la minimización del vibrato y el equilibrio sonoro entre las voces, la característica agresividad rítmica que mantiene cierta flexibilidad (por ejemplo en los énfasis estructurales, o en los cambios de carácter importantes), la dinámica muscular pero sin exageraciones artificiales (la Szene am Bach es adorable sin ser lánguida, enfatizando hipnóticamente la figura del murmullo del arroyo, pero difuminando los sutiles contrapuntos de otros motivos). A pesar de la negativa a la división antifonal de los violines y al rechazo de las marcaciones metronómicas de la partitura para una representación contemporánea (debido a los superiores tamaño de la orquesta y resonancia del recinto), y a la familiaridad de los instrumentos modernos (a excepción de los trompetas naturales cuyas timbres cortantes fanfarrian las texturas) los compases se suceden intrépidos, cual emocionantes y estimulantes descubrimientos. Como ejemplos en el primer movimiento podemos citar:
La marca fp en los vientos en el c. 53 es un diminuendo que se extiende no sólo hasta la séptima corchea, sino también a ella; entre los cc. 66 y 67 se produce la más ligera de las pausas, como si los violines cogieran aliento en feliz anticipación de la frase por llegar; el obóe capta nuestra imaginación pasando de si bemol a re cerca del comienzo del desarrollo (cc. 163 y ss.); reaparece el hábito furtwängleriano de la pausa arbitraria antes del tema principal en sus dos entradas en el desarrollo (cc. 191 y 237). Sin embargo, este allegro ma non troppo parece un tanto reacio al despertar de los alegres sentimientos al llegar al campo debido al romántico, melancólico y antiheroico legato en la acariciante e íntima si bien rústica tímbrica de la sección de cuerdas.
En el inicio del apacible andante Harnoncourt desliga los tresillos del acompañamiento y de las trompas (cc. 7 y ss.) subrayando la cualidad sincopada de la música y alentando al arroyo a burbujear libremente. Delicioso el solo del fagot sin permitir que las violas usurpen su protagonismo (cc. 32 y ss.). Otro detalle decimonónico es el deccelerando acompañando al diminuendo en las parejas de corcheas del c. 111.
A partir del scherzo un estallido dinámico insufla vida a la hasta entonces plácida interpretación, como en el segundo tema (cc. 92 y ss.) melodiado por el sincopado oboe y acompañado por el burlón fagot que sólo puede emitir dos notas (tónica y dominante), o la violenta danza zapateada del trio (cc. 165-180).
La tormenta, amenazante pero no melodramática, contrasta con un finale casi demasiado vibrante: Harnoncourt libera el tema de apertura de su obvia religiosidad y lo deja volar en el atardecer con un marcado júbilo olímpico. Hagamos hincapié en cómo se hermosea un pequeño motivo: en la recapitulación, en la primera variación tras la canción de los pastores (c. 117), la música se aquieta: por debajo de los gorgoteantes primeros violines se escucha una célula de cuatro notas en pizzicato por parte de los segundos, apoyados en los acordes de los violonchelos (todo ello marcado piano). En el c. 125 pasa a los primeros violines en crescendo y staccato acompañados por las violas repitiendo el motivo a contratiempo y en pizzicato. Repentinamente (cc. 133-140) la orquesta responde en tutti y el pequeño sujeto es enfatizado por Harnoncourt en las trompas.
Quizá para algunos oyentes la original prominencia de lineas subsidiarias podrá parecer arbitraria, perversa, incluso grotesca, perdida la lógica y coherente estratigrafía musical y olvidada la belleza conocida del sonido. Hagan la prueba. La grabación, en directo, es excelente si bien algo distante (Teldec, 1990).
El pulso ligero prescrito por Beethoven convierte al primer movimiento en un paseo enérgico en una agradable mañana invernal y hace cobrar sentido a la fascinante repetición en un continuo flujo dinámico sobre notas idénticas (cc. 16-25). Otros detalles que enlucen podrían ser: Justo antes de la recapitulación, un lugar para el que siempre Beethoven reserva un tratamiento especial, la callada aproximación al retorno de la tónica es preparada por un potente si bemol mayor (c. 275-78), después del cual el primer tema (en la tónica) se desliza suavemente en los segundos violines y las violas mientras los primeros violines improvisan trino y arpegio sobre el pasaje; o cómo en el comienzo de la coda los violines acunan el persistente ritmo ternario con un tacto exquisito (cc. 428 y ss.); o cómo tras varias cadencias quebradas, un humorístico clarinete destaca un nuevo tema, trayendo a las mientes una banda de viento popular (cc. 476-492), dentro de la cual todas las marcaciones forte son tratadas moderadamente para permitir la escucha del clarinete.
Basado en la edición de la obra debida a Jonathan del Mar es el uso de la sordina en los sedosos violines: ahora el arroyo musita poesía en la sombra. Pero, acaso, es más relevante el carácter propio que poseen los solos de las maderas: en los cc. 136-139 la íntima frase en pp pasa de instrumento a instrumento en una ininterrumpida línea de expresión, con un halo de belleza.
En un ambiente erótico-festivo los campesinos bailan y se emparejan con vigor hercúleo en el ritmo ternario del scherzo. Los alcoholizadas trompas acentúan furiosas la danza, cual reflejo de Baco en la fantasía Disney. El trio en 2/4 gira espléndidamente desenfrenado, tanto que, al final de la danza rústica parece que el caos está a punto de imponerse hasta que la llamada de las trompetas anuncia el retorno a la sobriedad (cc. 203).
A pesar de su economía de medios -unas sucintas 24 cuerdas (6.6.5.4.3)-, la tempestad cruje con intensidad dramática por la arrebatada coloración de los metales fieros, los punzantes timbales, el tremolando en las cuerdas graves. Al declinar, la continuidad de la naturaleza restaura el idilio: a partir de la escala de obóe como un arcoiris sonoro (cc. 154-155) las cuerdas se expanden, con los violines respondiéndose antifonalmente a través del paisaje. Immerseel parece preferir no conducir de una manera convencional, sino más bien coordinar la representación como un músico de la época habría hecho: sencillo en la articulación, de acentuación angulosa pero sin retóricas desmesuradas, con inflexión vocal de las frases, y descartando cualquier hábito de rallentado en las cadencias conclusivas. Sin embargo demuestra una habilidad klemperiana en la construcción de clímax y una determinación de hacer expresiva cada nota: escúchese la impresionante presencia de los fagotes en la segunda variación sobre el tema principal (cc. 177-182). Los contrabajos (con trastes y afinados por cuartas, a la última moda de 1800) resuenan con todo su poderío en la dulce y pasmosa toma sonora, de extrema separación estereofónica (ZigZag, 2006) y que recrea la turbación y el impacto que en su día esta música generó en la percepción de la audiencia.
Schubert: Trío nº 2, op. 100, D. 929
La ocupación barcelonesa por parte del ejército en 1939 motivó el autoexilio, entre muchos otros, del violonchelista Pau Casals, decayendo lentamente su carrera como concertista, y dedicándose a la composición y a la enseñanza hasta 1950. Es entonces cuando el violinista Alexander Schneider le persuade para su participación en el inédito Festival de Prades, conmemorativo de J.S. Bach. Junto al pianista Mieczyslaw Horszowski registraron un par de años después un extraordinario documento en el mismo Festival, pleno de belleza tonal, concentración e intensidad espiritual. Claridad en la articulación, limpieza de ataque o respeto a la partitura son términos que aquí palidecen frente a libertad de la expresión y a la capacidad de emocionar: “Casals no interpreta, resucita”, Grieg dixit. Entre el fraseo angustiado y la expresión sombreada y turbulenta, la melodía del andante se moldea en sus manos con un aroma dvorakiano de despedida. El férreo control de la estructura musical logrado a través de la profundidad y complejidad de la conversación camerística revela la hechura sinfónica de la obra, obstinada en las repeticiones rítmicas y su frecuente apareamiento con los giros en el color armónico dentro de este universo tonal descentrado. Por la toma sonora (Sony), cercana y resonante, se asoma ocasionalmente la guturalidad del gran Pau.
Andras Schiff (p.), con su larga experiencia como acompañante liederístico, propone una amplia riqueza de matices, dentro de su personalidad sencilla y humilde; Yuuko Shiokawa (vn.), de timbre elegante y suave, y Miklós Perényi (vc.), discretamente diplomático, exponen la ambivalencia afectiva schubertiana, su inefable mezcla de humor y melancolía. Es esta una visión meditativa e introspectiva, que, unida a los tempi y gradaciones dinámicas, fluyentes ambos, permiten inauditas profundidades y contrastes. Otro de los alicientes del disco es que recoge la versión original del finale que viene a durar casi 20 minutos. A requerimiento de su editor, Schubert eliminó el signo de repetición al final de la exposición, y ejecutó dos cortes en el desarrollo: más de cien compases en total. Indudablemente esta versión íntegra, casi proustiana, posee mayor cohesión estructural, en su unidad motívica y en sus relaciones armónicas. La toma sonora, templada y metálica, asombra por su amplitud espacial, pero puede empañar las rápidos arpegios del piano (Teldec, 1995).
El trío La Gaia Scienza abre una ventana hacia nuevas y caleidoscópicas sonoridades: En lugar de una agradable eufonía (The Castle Trio, The Mozartean Players) propone un maelstrom salvaje y fascinante. Federica Valli ha conseguido para el registro un histórico fortepiano vienés fechado en 1815 –que el mismo compositor estimó– de timbre acre, al que somete a una articulación percusiva, en un pianismo brutal y vigorizante. Su escasa resonancia permite un equilibrio igualitariamente desconocido con(tra) las cantarinas cuerdas de tripa de Stefano Barneschi (vn.) y Paolo Beschi (vc.). En conjunto, la relación del tempo con las cristalinas calidades tímbricas producen una distinta caracterización del material temático. Así, mientras nerviosos claroscuros asolan el andante y borboteantes jugueteos jadean en el scherzo, el trío adquiere una funcional aproximación rítmica estable al finale, donde el pianoforte realiza a la perfección el efecto címbalo. En esta gestualidad coreográfica (la obra está recorrida por el espíritu de la danza, desde los contagiosos ritmos ternarios del allegro a las cadenciosas melodías 6/8 del finale), estridente y desafiante del postrer Schubert reconocemos su declaración como heredero de Beethoven. La excelente grabación, cercana y a la vez panorámica, fue realizada en la idónea acústica de la Sala dell’Organo Toscano de Villa Medici (Winter & Winter, 1996).
Lectura fuertemente emocional y sensitiva, en búsqueda constante de la intimidad del alma del compositor la del Florestan Trio: Susan Tomes (p.), Anthony Marwood (vn.), Richard Lester (vc.). Milagrosamente coloristas en la marcial y austera apertura, y melancólicos en el andante, con verdadero sentido de la marcación con moto –la pianista sugiere que el tempo correcto es el de “pasos por nieve profunda”, por cierto qué delicadeza la de sus tresillos en el desarrollo del primer movimiento mientras incrementa gradualmente la dinámica en la mano izquierda (cc. 225 y ss.)–. A más modestia y educación eduardiana, mayor sensación de violencia en los trémolos climáticos. En el scherzo contrasta el bullicio con la intimidad y delicadeza (spiccato y selectivo uso del vibrato; la reaparición del tema al violonchelo), dando paso al desenvuelto finale, que mantiene su humor incluso en las reapariciones del opresivo lamento del andante, brillantemente decorado por la espontaneidad quijotesca del violín. La soberbia toma sonora recoge la cuidadosa atención a las dinámicas, por ejemplo en la distinción entre ff y fff en el andante, sin ninguna rebaba de aspereza (Hyperion, 2001). El disco incluye las dos versiones del finale, original y con las escisiones.
Bach Suite nº 1 en Sol mayor para violonchelo solo
Así enlaza la actitud contestataria, ruda, nerviosa, de una Du Pre adolescente (EMI, 1961), bajo la órbita de Casals (el sentido del rubato, las progresiones dinámicas, y también los errores técnicos), el timbre chirriante y brusco; una interpretación por refinar en un futuro que no llegó.