Tagged: Casals

Schubert: Quinteto para cuerdas, D 956

El Quinteto en do mayor (D956) de Franz Schubert fue compuesto en 1828, apenas unos meses antes de su muerte. Su heterodoxa textura, enriquecida con un segundo violonchelo, más compañero que solista, y sus enormes dimensiones sugieren una sinfonía para conjunto de cámara. Sus características fluctuaciones entre modos mayores y menores colorean la armonía, sorpresivamente y sin descanso, en una persecución continua de la estabilidad tonal. El relato se completa con sutilezas rítmicas y una inventiva melódica iridiscente con arias de ópera italiana y solapadas referencias a los últimos cuartetos beethovenianos; pero, donde los temas de Beethoven se dictan en imperativo, los de Schubert se conjugan en condicional.

Este torturado monólogo interior consta de cuatro (desmedidos e interdependientes) movimientos en el formato tradicional pero de un pesimismo revolucionario:

I Allegro ma non troppo: Una lenta progresión armónica abre una exposición (compases 1- 154) que, a latidos del cello, equilibra los instrumentos en variados grupos y se mueve por cambios de color tonal que pinta el curioso estilo de modulación oblicuo; en el desarrollo (cc. 155-267) Schubert plantea una extendida secuencia de tres amplios y modulantes tramos, y transita y mezcla secciones y claves serenas y trágicas en una marea vertiginosa; la recapitulación recombina las cuerdas (cc. 267-414) hacia una concentrada coda que conlleva otra transformación tonal dramática (cc. 414-445).

II: El primer tramo del Adagio respira sin esfuerzo a lo largo de veintiocho medidas en un tour de force que evoca composiciones muy posteriores (Ravel: Concierto en sol). Su memorable urdimbre tiene a los tres instrumentos medios sosteniendo el tema mientras el primer violín provee fragmentados arrebatos y el segundo cello apoya en pizzicato. El éxtasis feliz es interrumpido con un brutal estallido de dolor que inicia el sombrío intermedio (cc. 29 y ss.) en una distante clave, con violín y cello remando en octavas a través de un agitado acompañamiento. Tras unos instantes de silencio a gritos (cc. 58 y ss.), el retorno gradual al primer tema permite que el movimiento se vaya extinguiendo de forma natural, con dos intensos acordes embrujados en menor antes de la serena conclusión. 

III: Las amplias proporciones del fogoso Scherzo, su tratamiento orquestal y su extrovertida variedad tonal parecen alejarlo del mundo de la danza. Su escultórico progreso es amenazado por síncopas disruptivas, disonacias y repentinos cambios de clave. En el recitado y funéreo trío, inusual en la obra schubertiana en métrica y tempo, la sombra de Beethoven merodea feroz (cc. 212-270), por lo que el retorno al presto asemeja una orilla salvadora. 

IV Allegretto: Enérgica y concisa sonata rondó que comienza con una robusta danza zíngara (cc. 1-45), pero que irá derivando su humor hacia la incertidumbre graciosa de un segundo tema vienés (cc. 45-126) y una tercera melodía tranquila en los celli (cc. 127-169), antes de que retorne el sujeto húngaro (cc. 169-214). El principal argumento del desarrollo (cc. 214-266) es un denso fugato que acelera hacia un trepidante clímax. La recapitulación (cc. 267-369) no contempla el idioma agitanado que llega a ser frenético en la coda (cc. 370-429), resuelta abrumadoramente con un acorde disonante ff antes de la tónica final.

 

74 lossless recordings of Schubert Quintet in C, D.956 (Magnet link)

 

 Link to the torrent file

 

 

Dejando a un lado las decepcionantes pioneras, la del Hollywood String Quartet con Kurt Reher surge como la más bella de las ejecuciones históricas. Tras un apasionado primer movimiento en el que arden los tresillos del desarrollo, a la manera de la época (1951) se da un adagiotan desenvuelto que difumina el sentido del pulso ternario. Íntimas y expresivas inflexiones vocales captan y transmiten el reflejo de los caleidóscópicos cambios modales. El fanatismo por el estudio de los miembros del cuarteto se prolongaba en discusiones compás por compás, y nos recompensa con su pulida unidad estilística, transparencia de texturas, y unanimidad del continuo vibrato. Aunque la acústica original es ahumada y chirriante, la edición Pristine ha recreado cierta profundidad espacial que acoge sus colores cálidos, la lírica romántica, el empleo habitual del portamento.

 





En una galaxia interpretativa no muy lejana se encuentran Isaac Stern, Alexander Schneider, Milton Katims, Pau Casals y Paul Tortelier, cuya breve conjunción veraniega en el Festival de Prades de 1952 se aprecia en la descoordinación de los ataques, pero que admira en la vivacidad rítmica y elasticidad de fraseo, en la intuición musical para imaginar subrayados retóricos e impredecibles, o en la recreación de dinámicas que no siempre son las requeridas por Schubert. Escúchese el inspirado y vanguardista accelerando (cc. 362 y ss.) de la recapitulación en el allegro. La catástrofe central del adagio (ma non tanto) se canta con abandono e inmediatez, y la torturada desesperación en el scherzocontrasta con su parsimonioso trío, evocando el mundo mágico de las canciones del Schwanengesang. Síncopas febriles en la apertura del rústico finale, sobre el que se abate el desaliento y la ironía mahleriana. La toma monofónica (Sony) resulta opaca y constreñida, pero mantiene su status de legendaria siete décadas después a pesar de las tosquedades, las impurezas de entonación y los escasos pero intolerables gruñidos de Casals.

 





Aunque Mstislav Rostropovich hizo dos grabaciones posteriores más ortodoxas (con el Melos Quartet en 1977, y con el Emerson Quartet en 1990), la realizada en 1963 con el Taneyev String Quartet (todas ellas editadas por Deutsche Grammophon) atesora en grado superlativo tal lento y dolorido adagio que en el LP original tuvo que ser dividido en dos caras; audazmente silencioso, casi incorpóreo, su ansiedad no tiene parangón a pesar de que el desastre central en fa menor mantiene el ritmo lento: Schubert no da indicación de cambio de tempo, solo escribe más notas por pulso, y aún así, casi todo el mundo acelera aquí. Coronan la tímbrica desgarrada y el control absoluto sobre las dinámicas (algunas inventadas, como el regulador en los cc. 82-84). Telúrico trío y fatalista violencia en el velocísimo finale, sin cabida al encanto vienés. Perfecta la cohesión de las individualidades (y/o la singularidad dentro del colectivo) a lo ruso, mezcla de lirismo y vigor. El sonido ostenta una rusticidad esteparia, pero quien necesite de mayor esplendor puede acudir a los Lindsays con Douglas Cummings (ASV, 1985), a costa de alguna imperfección técnica.



 

 

Y llegamos a una hermosura de grabación que corresponde al típico aspecto aterciopelado de EMI en ese periodo (1982): Heinrich Schiff empastado en el Alban Berg Quartett, todos a una en el sensual y barnizado sonido, un Schubert sin lágrimas, ejemplo del concepto interpretativo amabilidad vienesa, gentil y cantabile, refinado y civilizado, de elegante armonía entre sus miembros. La matización de los detalles, la milimetría en la ejecución de las dinámicas, la exactitud al asalto en cada compás, la libertad métrica y fraseo delicadamente delineado, un vibrato que ya no es omnipresente, sino ajustado a las líneas y a los momentos; ante tal belleza, la omisión de las repeticiones resulta un mal menor. Desarrollo firme y muscular, pero no urgente, donde violín y viola mercadean tresillos. Tras el paréntesis central, entendido casi como una barcarola, la hipnótica vuelta al adagio trae consigo una serenidad gradualmente restaurada, mientras benignas turbulencias continúan en los extremos de la tesitura, como si necesitasen de un tiempo extra para recuperarse del interludio tormentoso. Discreto (entendido como un elogio) scherzo que tiene al trío como consolador y dubitativo alter ego. El finale sin aspereza tímbrica trivializa su sentido trágico, mas no importa, ya estamos a las puertas celestes.



 


Hay otras (pocas) lecturas realizadas conforme a criterios historicistas como la de los miembros del Collegium Aureum (DHM, 1981) o la del Quatuor Festetics con Kuijken (Arcana, 2000), pero ninguna tan estimable como la de Vera Beths, Lisa Rautenberg (violines), Steve Dann (viola) y Kenneth Slowik y Anner Bylsma (violonchelos). Aparte de los apropiados afinación y encordado de los instrumentos persiste la cuestión del vibrato o trémolo como accesorio ornamental utilizado especialmente para iluminar las notas largas, y que, aplicado con discreción y no como constante, amplía la paleta tímbrica. Avisan de sus intenciones ya en el (molto) allegro, cuya estática introducción, tras un gran suspiro dinámico, no marca un pulso regular y resulta melosa y muelle; la languidez del segundo tema, realizado casi demasiado pp, cabalga con elasticidad rítmica pero sin tiempo para cantar la mañana. En el núcleo del adagio los stacatti de los tresillos, derrotados de antemano, rebotan a la italiana en vez de explotar a la rusa. Verdadero presto en el delicioso y demoniaco scherzo y embeleso galante en el finale. La toma sonora desgrana con templanza las delicadísimas dinámicas piano y las hace florecer primaveralmente (Sony, 1990).



 

 

La del Pavel Haas Quartet con Danjulo Ishizaka es una visión temeraria, atormentada y oscura de un Schubert moderno, casi contemporáneo, relegando su perfil seductor, suave y dócil por el trazo ardiente, fatídico y aciago. Sin conseguir (sin pretender) una tímbrica pulida, desbastan una cruda naturalidad, hilando una narrativa frágil y provisional, en favor de la expresividad. Siniestro, prudente y controlado sentido rítmico, pero permitiendo la elasticidad si es necesaria, con un fraseo flexible y fluido y una excepcional ejecución del legato. Destacar el comportamiento del primer violín en el adagio: empastando con ligeros acentos eslavos las octavas con el cello, enfatiza con vulnerabilidad emocional (con delicados portamenti, sin caer en la excesiva languidez) el ritmo con puntillo que subraya los pulsos 2 y 4 de cada compás; tras la cuidadosa transición de angustiosos silencios, vaga fantasmal e hipnótico. El scherzo detona pura energía, con tensión dinámica y tímbrica. La apacible danza del finale descarrila en pesadilla al ir despegando su velocidad en su conclusión, acelerando precisamente en cada giro tonal; el último acento que históricamente era interpretado como melancólica despedida en diminuendo, ahora amenaza como enfático desafío. Ingeniería reverberante y aireada (Supraphon, 2013), su impacto acentuado por la cercanía de los micrófonos y que evita los susurros (ppp) que reclama Schubert en el adagio.



Elgar: Cello concerto

El Cello Concerto de Edward Elgar (1919) abandona laopulencia eduardiana de sus trabajos anteriores a la Gran Guerra hacia un íntimo y austero tratamiento orquestal que enfatiza la soledad del solista sin oscurecerlo a pesar de su gran tamaño. Un poema introvertido y conciso, una elegía para un mundo y una forma de vida perdidos, con libertad para mostrar su melancolía, desilusión y tristeza.
Los cuatro movimientos se subdividen en secciones de ánimo inestable, como una sucesión de intermezzi en los que el cello hace de narrador y protagonista:

I. El Adagio – moderato se abre con una declamación angustiada del solista (compases 1-8), al que la orquesta consuela con un primer sujeto cantado rítmicamente como una nana, en cuyas modulaciones las pasiones se inflaman (cc. 9-46). Tras un breve puente (cc. 47-54) vientos y cello insuflan el pastoral segundo tema, una mirada anhelante a la juventud añorada (cc. 55-74). Luego de una transición (cc. 75-79) el solista retorna a una florecida primera parte como un recitativo acompañado que oscila entre la ternura y la violencia (cc. 80-105), enlazando sin pausa al …

II. Lento – allegro molto: Desde la penumbra, el cello balbucea en busca de un indeciso scherzo, aceptado solo después de varios rechazos, un breve y elegante motivo con una parte orquestal mínima, donde el sujeto principal fantasea, y el cantabile segundo sujeto se oculta bajo las sombras. El juego se repite y se interrumpe, cual vuelo de libélula, involucrando al segundo motivo hasta un punto final alegre y bellamente ponderado, memoria de días más felices. Introducción (cc. 1-15); tema I (cc. 17-39); tema II (cc. 40-47); tema I (cc. 48-77); tema II (cc. 78-85); tema I (86-103); coda (cc. 104-129).

III Tres células que suben lentamente y un marcado descenso de tres notas introducen el único tema del breve Adagio, una amplia melodía iniciada por el solista y apoyada por la orquesta, que ostenta la firma elgariana de los amplios intervalos. Iniciando una repetición completa, la orquesta se involucra activamente. El violonchelo proporciona una breve coda que lleva a una repetición de las frases introductorias, donde Elgar declara una pérdida sin medida en esas notas finales portatoy detenidas sobre la dominante. Introducción (cc. 1-8); tema en si bemol mayor (cc. 8-26); tema en la mayor (cc. 26-44); tema en mi bemol mayor (cc. 44-52); coda (cc. 53-60).

IV. Allegro – moderato – allegro ma non troppo – poco più lento – adagio: La respuesta al adagioes una peligrosa y enérgica marcha en la orquesta, más sinfónica y de un heroismo inseguro. El desconcertado cello retorna al soliloquio desolado (introducción, cc. 1-19), pero la orquesta insiste, por lo que juntos entrelazan bulliciosamente elementos de rondó y sonata, pompa y circunstancia (exposición, cc. 20-83). El desarrollo (cc. 84-196) consta de repeticiones secuenciales en patrón de semicorcheas. Tras la recapitulación (cc. 197-280), la angustia se entromete gradual y wagnerianamente en la coda (cc. 281-352), obligando al violonchelo en un momento de pesadumbre suprema a recordar el desesperado enojo del comienzo, núcleo del concierto donde el mensaje cristaliza antes de la conclusión abrupta, contundente y superficial.



Al comenzar la primera grabación completa en 1928 (los mismos intérpretes habían abordado una drásticamente abreviada en 1919) Elgar alentó a la solista: “Don’t mind about the notes or anything. Give ‘em the spirit”. Y Beatrice Harrison comienza fluida, directa y sin adornos, con un vibrato estrecho y reservado para cuidadosa y paulatinamente ganar amplitud, inflexión dinámica y flexibilidad, impulsando su expresividad en los momentos lentos y en el gran portamento final. En el adagio la solista intenta incrementar el pulso metronómico mientras Elgar pugna por mantener las riendas rítmicas; en el stringendo molto (c. 31 y ss.) se da una extrema aceleración desconocida en las grabaciones posteriores. Irresistible el frenesí con que la solista y la sección de cellos enlazan su línea al unísono en la recapitulación (cc. 197 y ss.), con el trombón en glissando cercano a la caricatura grotesca, un entusiasmo que indica que Elgar no conceptualiza como tragedia la pérdida de coordinación y claridad en los pasajes orquestales. Como era norma en la época, Elgar es impredeciblemente elástico en tempi y fraseo (a veces en desacuerdo con sus propias marcaciones en la partitura), con un uso pronunciado del vibrato y menos obvio del portamento. La entonación de The New Symphony Orchestra (nombre que encubre a la agrupación del Royal Albert Hall) no siempre es perfecta, los atriles de graves van retrasados a veces, y cumple con la característica heterogenidad contemporánea de timbres en los vientos. La restauración de Dutton ha mejorado ostensiblemente las ediciones de EMI o Naxos, ensanchando la amplitud y fortaleciendo los graves.





Aunque sin duda Adrian Boult tenía un concepto más restringidamente británico de la obra, apoya fielmente a Pau Casals en sus meandros retóricos y sentimentales, en las inflexiones rapsódicas y en los acentos dinámicos y rítmicos en casi cada compás, y da innumerables oportunidades para que el concierto sea tocado como música de cámara, con el cello asumiendo el rol de primus inter pares. Una personalísima visión romántica de plasticidad, vigor muscular, ataques variados y entonación ajustada a las demandas armónicas, con secciones profundamente meditativas, que impuso durante décadas una tradición bien alejada del canon elgariano pero que el propio compositor aprobó y disfrutó en concierto en los años 30. La estridente cuerda de la BBC Symphony Orchestra pierde su configuración antifonal en la toma monofónica de 1945 (EMI), que recoge alguno de los célebres gemidos del solista, quien solía bromear con la posibillidad de duplicar el precio de sus discos ya que, además de lo instrumental, ofrecían un bonus vocal.





Quizás sea acertado ignorar todas las adhesiones sobre el trágico destino de Jacqueline Du Pré, responsable de la consolidación de la obra en el repertorio e influencia consciente sobre varias generaciones de violonchelistas. Escogiendo velocidades parsimoniosas y dinámicas atrevidas, comunica su intuición nativa y honesta con su timbre hermoso (a sus veinte años empleaba el Stradivarius de 1712 conocido como Davidov), libremente romántico con anticuados portamenti, hiperactividad plástica, furia adolescente y exasperada: intensidad elocuente y alegría contagiosa en el scherzo; expresiva en el adagio y desafiante en el final. John Barbirolli, que había tocado en la misma London Symphony Orchestra en su premiére, logra una comunión milagrosa con el acompañamiento, de pianissimisusurrados, asimilado a un orfeón que refuerza el tono dramático y solitario del cello. Escuchando el flamante documento jamás podríamos sospechar que su conjunción necesitó de treinta y siete tomas (EMI, 1965).
Más discutibles sus ardorosas grabaciones posteriores: En una, porque la urgencia de la solista se libera inmediatamente y Barbirolli tiene dificultades para encauzar a la orquesta en su impaciente persecución (BBC Symphony Orchestra, Testament, 1967); en la otra, porque la desesperanza carga su nuevo y moderno instrumento, y quizás resulta magnéticamente exagerada, especialmente en su contraste con el cuidadoso Barenboim (Philadelphia Orchestra, CBS, 1970).





No solo la influencia conceptual de Yo-Yo Ma es evidente, también es muy diferente el sonido del mismo Davidov de Du Pré: Ma en vez de atacarlo lo engatusa, lo perfuma con fantasía y lo acuarela con distinción, refinamiento y nobleza. Florido arranque del primer movimiento, al límite de la audibilidad, y misterioso el volátil scherzo que ofrenda una clase magistral en la escrupulosa marcación dinámica, en la entonación y articulación de las coloridas y desvergonzadas semicorcheas. Mientras la música progresa, Ma siente la necesidad de regodearse en una especie de manierismo retórico, concluyendo cada nota de importancia significativa con un roce del arco. André Previn teje un soñador tapiz sonoro con la London Symphony Orchestra, acomodando las frases a la expresión del solista, muy integrado en la toma orquestal (Sony, 1985). Juntos conjugan las transiciones entre secciones de manera muy natural.





Pieter Wispelwey avisa en el libreto del disco acerca del peligro que supone intentar una lectura propia, ajena al canon Du Pré-Barbirolli. Afortunadamente su individualidad, su experiencia en la corriente historicista, y su sonido característico, murmurado y dolorosamente restringido, ofrecen una óptica sincera e inteligente. Primer movimiento riguroso, recuperando los briosos tempi del propio Elgar. La apertura del scherzo, a veces un eslabón débil, asfalta con gran aplomo la senda lógica hacia el allegro molto. Adagio cual meditación concentrada, de intensidad minimalista. Jac van Steen consigue de la Netherlands Radio Philharmonic un acompañamiento muy afable, dúctil e imaginativo, equilibrando pedagógicamente secciones en una estructura homogénea innerente a la obra, con intimidad camerística y transparencia de los vientos. Perspectiva panorámica, puntillista y minuciosa en cada detalle instrumental (Channel, 1998).





Inmaculadas las semicorcheas del scherzo, de finura mendelssohniana, resbalando en el dorado timbre que logra Sol Gabetta; y brillante el estilo dialogado en el desarrollo del último movimiento entre dos voces contrastadas: Una se caracteriza por arcos cortos marcato y breve portamenti; la otra, más carnosa, con frecuente y lozano portamento. Este enfatizado fraseo desemboca en las modulaciones murmuradas de la coda. Grabación empastada y rotunda de un concierto (RCA, 2009) a cargo de una Danish National Symphony Orchestra pastoreada de guisa elegante y bellamente redondeada en las maderas por Mario Venzago.





Jean-Ghihen Queyras concibe una pulida, tierna y sofisticada remembranza: Aporta discreción y primor aristocrático (corcheas con puntillo en c. 31), y emplea el recurso del vibrato, muy jugoso, como elección expresiva y no automática. Primer tema calmado, de perfecta limpieza técnica en entonación, ataque y articulación; adagio de atmósfera nocturnal y schummanesca, con la textura polifónica orquestal densa y oscura, pero sin caer en la angustia mahleriana. El también violonchelista de formación Jiri Bělohlávek conquista una profundidad verosímil de las detalladas reacciones de la BBC Symphony Orchestra, al modo de un coro helénico en la sombra (HM, 2012). Un Elgar contemporáneo, el primer inglés progresista.




Steven Isserlis parametriza su lectura hacia la introspección monacal (sin llegar a la sobriedad suprema de Starker), en torno a la pureza clásica y la delicadeza sensible sobre un fraseo rapsódico, si bien reposadamente brahmsiano. Primer movimiento muy ágil, casi al nivel del propio Elgar. En el adagio rescata la profunda y desolada emoción sin sentimentalidad excesiva de la pionera grabación de Harrison. Los implorantes y devastadores compases que siguen al poco più lentodel finale desprenden una hipnótica fragilidad. Donde la última mirada en la coda de Du Pré era atormentada y la de Queyras desafiante, la de Isserlis es resignada, y subraya la coherencia de la estructura arquitectónica. La siempre colosal, y de alguna forma amenazadora, Philharmonia Orchestra comandada por Paavo Järvi, está perfectamente equilibrada con el timbre radiante y de ricos graves que proporcionan las cuerdas de tripa del instrumento solista (Hyperion, 2014).


Beethoven: Symphonie no. 6 Pastoral

¡Cómo los poemas antiguos, tan bellos, tan admirados que son, palidecen al
lado de esta maravilla de la música moderna! […] Velad vuestros rostros,
pobres grandes poetas antiguos, pobres inmortales; vuestro lenguaje convencional,
tan puro, tan armonioso, no sabría competir con el arte de los
sonidos. ¡Sois gloriosos derrotados, pero derrotados! No habéis conocido lo
que hoy día llamamos melodía, armonía, la asociación de timbres diferentes,
el colorido instrumental, las modulaciones, los sabios conflictos de sonidos
contrarios, que primero combaten entre sí para luego abrazarse, sorprendiéndonos
el oído, nuestros extraños acentos que hacen resonar las profundidades
más inexplorables del alma. […] El arte de los sonidos propiamente
dicho, independiente de todo, ha nacido ayer; apenas es adulto, tiene
veinte años. Es bello, todopoderoso […] Nosotros le debemos un mundo de
sentimientos y de sensaciones que nos permaneció cerrado. Sí, grandes poetas
adorados, estáis vencidos: Inclyti sed victi.

En la serie de artículos que Berlioz dedicó a las sinfonías de Beethoven en la Revue et Gazette Musicale en 1838 se puede apreciar como el romanticismo personal del francés colorea su percepción de la música del germano. Desde mi racionalismo exacerbado sigo intentando trazar otro punto de fuga tan alejado como pueda estar el cénit del nadir.

Y es que en las artes plásticas, y en mayor medida en la música, se suele evitar con gran escrúpulo usar la palabra “intelectual”. Sin embargo, como vimos en las entradas anteriores el mundo sinfónico de Beethoven se basa en el método racional para que lo inefable cobre forma y pueda ser comunicado. A pesar de su rigurosa contemporaneidad (1808) y de las similitudes superficiales, 5ª y 6ª Sinfonías son diametralmente opuestas en estructura y expresión mostrando la esquizofrenia creativa del compositor. En la Pastoral, la simplicidad de las armonías (con prevalencia de tónica y dominante) y la repetición continua (diríamos minimalista, con cambios a nivel dinámico e instrumental) de una misma fórmula melódica aseguran su carácter estable y forjan la impresión de inmovilidad, de paz profunda de los sonidos constantes de la Naturaleza.

Cinco retratos atmosféricos que, trastocando el orden clásico de los cuatro movimientos, reflejan la relación humana con la naturaleza (y en consecuencia con la divinidad creadora, según el autor): “es más una expresión de [mis] sentimientos que una descripción pictórica”. Una poesía musical versificada con timbres y armonías en la que Beethoven vuelve a encontrar la liberación personal a través de la (aparente) simplicidad de la Naturaleza en un viaje a un mundo idealizado e imaginario: “Nadie puede amar el campo como yo lo hago”.

Nota previa: En aras de la claridad los directores reseñados en anteriores entregas no tendrán cabida en esta homilía de carácter cíclico. Naturalmente que sus versiones son tan extraordinarias como las que se citan a continuación. 

No suelo establecer comparaciones directas entre dos interpretaciones; en este caso son tantos los puntos en común entre las casos de Walter y Casals, que, aparte de establecer éstos, vale la pena anotar sus características diferenciadoras.
Los 82 años de Bruno Walter embaldosan un relajado espíritu vienés, cantabile, afectuoso y gentil tanto en sonido como en sentimiento, que se ajusta a (la, cierta) naturaleza de la obra, de atmósfera dionisiaca y familiaridad ociosa de los tempi, flexiblemente respirados, de claridad en las líneas que entremezclan sus armonías, de meridiana estructura narrativa (a pesar de la ausencia de repeticiones de las exposiciones) que va anotando un concepto literario que amalgama perfectamente con el sentido panteístico original.
Tampoco los 92 años de Pau Casals son obstáculo para el infinito grado de cuidado y atención al detalle, el fraseo vibrante y abigarrado. Comprobémoslo en el allegro ma non troppo: A partir del compás 67 el tema principal comienza en oleadas en los violonchelos, mientras la figura en corcheas en los violines es en comparación ornamental, ligera y se desliza en diminuendo como una cascada (que no figura en la partitura). Desde el c. 75 las partes se invierten, pero el diminuendo se mantiene en el fraseo dentro del general crecimiento en intensidad dinámica, como una inversa fuerza de marea. Dicha profundidad expresiva se revela también en los tresillos en las cuerdas graves (cc. 151 y ss.): cada uno de ellos posee sus propios diminuendos, ejemplificando la variedad y renovación del ciclo natural. Por el contrario Walter maneja su habilidad intuitiva para conferir a cada frase un equilibrio hermoso, una articulación en inacabable legato, una dinámica amable y comedida que previene el laxo paso de la amenaza del tedio. La actitud patricia que guía los deliciosos y delicados tres compases iniciales, con el ritardando sublime y la pausa respiratoria posterior a la fermata sugieren ya un cierto afán de anticipación y revelan en plenitud el ejemplar control que los maestros ejercen.
El andante posee en ambos una cualidad de ensoñación en sus reposados ritmos. Si en el c. 39 las parejas de corcheas en las cuerdas semejan suspiros delirantes, a mitad del c. 41 el maestro catalán ha de chistar para controlar el excesivo entusiasmo de unas cuerdas olvidadas de la dinámica pp. Casals incluso permite al clarinete un crescendo un compás antes de lo indicado en la partitura (c. 137). La pequeña cadenza pajaril en los vientos (cc. 129 y ss.) adopta un perfil quasivocal, que Walter decía proceder de los trabajos operático-juveniles del compositor.
En el scherzo los caracteres difieren: el ardor mediterráneo de Casals se explicita en un terrenal fagot dando no sólo sus somnolientos grupos de tres y cuatro notas sino también su largo pedazo de sonambulismo musical que a menudo pasa desapercibido (cc. 181-189), y sobre todo en la desvergonzada trompeta del c. 203. Walter es mucho más civilizado, aunque posee la energía y urgencia demandadas por la partitura, moldeando con amplitud e intensidad.
Para Casals la tormenta es olorosamente dongiovannesca, con el protagonismo amenazante para los metales, mientras que para Walter, sugiriendo una fuerza espiritual detrás de los suaves elementos, hay un punto de estabilización en el do mayor -asociado a un componente religioso directa e intencionadamente: Beeethoven escribió en sus bocetos “Te damos las gracias, Señor”- que peregrina delicadamente a un allegretto que exulta precisamente ese sentimiento como culminación de la obra, el retorno al hogar como incandescente y sosegado remanso de paz. El ritmo 6/8 está hábilmente matizado y la melodía amorosamente acunada por un fraseo alerta del primer al último compás.
Verdaderamente beethoveniano tal y como sucesivas generaciones de músicos germanos habrían comprendido ese término, Walter suscita una meditativa y reverencial lectura. Dentro de su benevolencia recreativa, Casals no duda en desviar retóricamente una frase hacia sus propios fines, a su propio temperamento, en una inocencia liberadora.
Dos exiliados en el culmen de su veranillo de San Martín al frente de orquestas americanas: Walter destaca el lustre de las cuerdas (quizá ayudado por la grabación), aunque el empaste de la Columbia Symphony Orchestra (principalmente integrada por profesores de Los Angeles Philharmonic) no sea óptimo. La edición japonesa del CD (Sony BlueSpec, 1958) ofrece incluso una mejor recreación holográfica que el SACD: a partir de grabación original en tres pistas, el sonido es dulce y resplandeciente, con graves rotundos y firmes.
El equilibrio interno de las texturas de la Marlboro Festival Orchestra (Sony, 1969), que tampoco puede compararse con los grandes conjuntos europeos por su carácter efímero, está registrado con inmediatez gracias a la cercanía de los micrófonos que recogen algún ruido del directo.




 

El Beethoven de Karl Böhm es poéticamente idílico y probablemente alejado del personaje histórico. Sin embargo su estilo operático funciona en la Pastoral cabalmente: bucólico, placentero, recatado. Su equilibrio ponderado (estupendo en el corte y confección) puede parecer conservador (pero no conformista) en el siglo XXI (como de hecho lo es), pero su fuego progresa de manera imprevista y arrebatada dentro su contención. Adaptados al propio estilo de la orquesta los tempi fluyen moderados pero no estáticos, enmendando los acentos verticales y difuminando los pulsos.
El idioma pastoral y el fraseo belcantista se establecen ya en las quintas sostenidas en violas y violonchelos (cc. 1-4). Otros matices pacientes y sutiles pudieran ser la independencia con la que cada una de las 3 partes dialoga en los cc. 115-122, o cómo Böhm marca con perspicacia la contribución en pizzicato de los segundos violines (cc. 383-389) en el segundo grupo temático de la recapitulación.
En los cuadernos de Beethoven podemos encontrar una explícita formalización de la relación entre naturaleza y música en dos apuntes manuscritos: “murmullo del arroyo” y “a más profunda el agua, más grave la nota”. La frase musical que bordean llegaría a conformar los dos violonchelos tocando en 12/8 al comienzo del lánguido y soñador Szene am Bach, de vasta escala bruckneriana. En general, el incesante movimiento del arroyo se articula con gran amplitud del arco y muy poca presión, evitando cualquier acento, con el tempo a casi la mitad de lo prescrito, pero gracias al aliento y la intensidad cantora que Böhm induce a la orquesta permite incluso que el florido dueto entre flauta y obóe sea amoroso sin arrimarse a lo manierista (cc. 57-66). No ha de pasarse por alto la pausa sublime al comienzo del c. 76 en la cadenza del clarinete. En la coda el vibrato añadido al canto de los pájaros suena poco ornitológica, si bien los dos últimos acordes, tocados en diminuendo, comunican una profunda serenidad.
En el tercer movimiento Böhm es imcomparable: un paso lento emparejado a un propulsivo ritmo danzable que la Philharmoniker es capaz de sugerir sin pérdida de dignidad musical, con Beethoven haciendo gala de su conocimiento íntimo de las tabernas de los bosques vieneses: el fagot dormido sobre el carro del heno.
La tormenta es lenta en su construcción, implacable en su turbulencia, retumbante en su retirada, enlazando discretamente su segunda parte (piccolo y trombón) con El Holandés Errante.
Si los últimos 28 compases del finale eran convertidos por Walter en una lenta y autoconsciente bendición, en un himno panteísta poco adagio, Böhm dibuja una atmósfera en abundancia sin tal énfasis: un ligero abandono del tempo, un verdadero sotto voce en las expresivas cuerdas y una especiada llamada de trompa. La coda no requiere más para conjurar un mágico y lejano crepúsculo, reconciliando la pintura tímbrica con el sentido improvisatorio de una cadenza formal.
La soberbia grabación analógica embalsama la impecable orquesta (DG, 1971): La Wiener Philharmoniker puede presumir de la herencia orográfica, pero esta agrupación ha crecido orgánica y necesariamente con cada cambio de profesor en sus atriles: con esa sonoridad densa, expansiva, vibrante y adorable de las cuerdas (de asombrosa unanimidad) que cubre la riqueza tímbrica de los vientos (doblados y bellamente empastados) es difícil no caer en el romance. A este respecto puede apuntarse el comentario realizado por su violista principal años después de hecha esta grabación: “Cuando tocamos Beethoven con Bernstein lo hacemos al modo de Bernstein, pero cuando tocamos Beethoven con Böhm lo hacemos al modo de Beethoven”.



En su pragmatismo (ciertamente sinuoso, lleva grabando discos 51 años, ahí es nada) Nikolaus Harnoncourt deswagneriza sónicamente Beethoven, prefierendo intuir solo el próximo romanticismo pero sin enraizarlo tampoco en la era clasicista. La fresca y refinada expresividad de la Europe Chamber Orchestra (unos 50 efectivos) imprime un estudio tímbrico inaudito hasta la fecha (camerístico, como el nombre del conjunto indica). La formación historicista del maestro impone la minimización del vibrato y el equilibrio sonoro entre las voces, la característica agresividad rítmica que mantiene cierta flexibilidad (por ejemplo en los énfasis estructurales, o en los cambios de carácter importantes), la dinámica muscular pero sin exageraciones artificiales (la Szene am Bach es adorable sin ser lánguida, enfatizando hipnóticamente la figura del murmullo del arroyo, pero difuminando los sutiles contrapuntos de otros motivos). A pesar de la negativa a la división antifonal de los violines y al rechazo de las marcaciones metronómicas de la partitura para una representación contemporánea (debido a los superiores tamaño de la orquesta y resonancia del recinto), y a la familiaridad de los instrumentos modernos (a excepción de los trompetas naturales cuyas timbres cortantes fanfarrian las texturas) los compases se suceden intrépidos, cual emocionantes y estimulantes descubrimientos. Como ejemplos en el primer movimiento podemos citar:
La marca fp en los vientos en el c. 53 es un diminuendo que se extiende no sólo hasta la séptima corchea, sino también a ella; entre los cc. 66 y 67 se produce la más ligera de las pausas, como si los violines cogieran aliento en feliz anticipación de la frase por llegar; el obóe capta nuestra imaginación pasando de si bemol a re cerca del comienzo del desarrollo (cc. 163 y ss.); reaparece el hábito furtwängleriano de la pausa arbitraria antes del tema principal en sus dos entradas en el desarrollo (cc. 191 y 237). Sin embargo, este allegro ma non troppo parece un tanto reacio al despertar de los alegres sentimientos al llegar al campo debido al romántico, melancólico y antiheroico legato en la acariciante e íntima si bien rústica tímbrica de la sección de cuerdas.
En el inicio del apacible andante Harnoncourt desliga los tresillos del acompañamiento y de las trompas (cc. 7 y ss.) subrayando la cualidad sincopada de la música y alentando al arroyo a burbujear libremente. Delicioso el solo del fagot sin permitir que las violas usurpen su protagonismo (cc. 32 y ss.). Otro detalle decimonónico es el deccelerando acompañando al diminuendo en las parejas de corcheas del c. 111.
A partir del scherzo un estallido dinámico insufla vida a la hasta entonces plácida interpretación, como en el segundo tema (cc. 92 y ss.) melodiado por el sincopado oboe y acompañado por el burlón fagot que sólo puede emitir dos notas (tónica y dominante), o la violenta danza zapateada del trio (cc. 165-180).
La tormenta, amenazante pero no melodramática, contrasta con un finale casi demasiado vibrante: Harnoncourt libera el tema de apertura de su obvia religiosidad y lo deja volar en el atardecer con un marcado júbilo olímpico. Hagamos hincapié en cómo se hermosea un pequeño motivo: en la recapitulación, en la primera variación tras la canción de los pastores (c. 117), la música se aquieta: por debajo de los gorgoteantes primeros violines se escucha una célula de cuatro notas en pizzicato por parte de los segundos, apoyados en los acordes de los violonchelos (todo ello marcado piano). En el c. 125 pasa a los primeros violines en crescendo y staccato acompañados por las violas repitiendo el motivo a contratiempo y en pizzicato. Repentinamente (cc. 133-140) la orquesta responde en tutti y el pequeño sujeto es enfatizado por Harnoncourt en las trompas.
Quizá para algunos oyentes la original prominencia de lineas subsidiarias podrá parecer arbitraria, perversa, incluso grotesca, perdida la lógica y coherente estratigrafía musical y olvidada la belleza conocida del sonido. Hagan la prueba. La grabación, en directo, es excelente si bien algo distante (Teldec, 1990).




 
Los instrumentos antiguos (específicamente vieneses, afinados a unos modernos 440Hz) de Anima Eterna aportan un plus agreste, tornasolado y centelleante a la definición de las traslúcidas texturas, siendo los diálogos entre los planos instrumentales equilibrados, diferenciados y poco empastados. Si a esto Jos van Immerseel añade unos tempi a la breve (los requeridos por el autor) la escala tradicionalmente atribuida a Beethoven (heroica, majestuosa) se transfigura en otra camerística de carácter conciso, airosa, trivial incluso por momentos, pero plena de impulso vital.
El pulso ligero prescrito por Beethoven convierte al primer movimiento en un paseo enérgico en una agradable mañana invernal y hace cobrar sentido a la fascinante repetición en un continuo flujo dinámico sobre notas idénticas (cc. 16-25). Otros detalles que enlucen podrían ser: Justo antes de la recapitulación, un lugar para el que siempre Beethoven reserva un tratamiento especial, la callada aproximación al retorno de la tónica es preparada por un potente si bemol mayor (c. 275-78), después del cual el primer tema (en la tónica) se desliza suavemente en los segundos violines y las violas mientras los primeros violines improvisan trino y arpegio sobre el pasaje; o cómo en el comienzo de la coda los violines acunan el persistente ritmo ternario con un tacto exquisito (cc. 428 y ss.); o cómo tras varias cadencias quebradas, un humorístico clarinete destaca un nuevo tema, trayendo a las mientes una banda de viento popular (cc. 476-492), dentro de la cual todas las marcaciones forte son tratadas moderadamente para permitir la escucha del clarinete.
Basado en la edición de la obra debida a Jonathan del Mar es el uso de la sordina en los sedosos violines: ahora el arroyo musita poesía en la sombra. Pero, acaso, es más relevante el carácter propio que poseen los solos de las maderas: en los cc. 136-139 la íntima frase en pp pasa de instrumento a instrumento en una ininterrumpida línea de expresión, con un halo de belleza.
En un ambiente erótico-festivo los campesinos bailan y se emparejan con vigor hercúleo en el ritmo ternario del scherzo. Los alcoholizadas trompas acentúan furiosas la danza, cual reflejo de Baco en la fantasía Disney. El trio en 2/4 gira espléndidamente desenfrenado, tanto que, al final de la danza rústica parece que el caos está a punto de imponerse hasta que la llamada de las trompetas anuncia el retorno a la sobriedad (cc. 203).
A pesar de su economía de medios -unas sucintas 24 cuerdas (6.6.5.4.3)-, la tempestad cruje con intensidad dramática por la arrebatada coloración de los metales fieros, los punzantes timbales, el tremolando en las cuerdas graves. Al declinar, la continuidad de la naturaleza restaura el idilio: a partir de la escala de obóe como un arcoiris sonoro (cc. 154-155) las cuerdas se expanden, con los violines respondiéndose antifonalmente a través del paisaje. Immerseel parece preferir no conducir de una manera convencional, sino más bien coordinar la representación como un músico de la época habría hecho: sencillo en la articulación, de acentuación angulosa pero sin retóricas desmesuradas, con inflexión vocal de las frases, y descartando cualquier hábito de rallentado en las cadencias conclusivas. Sin embargo demuestra una habilidad klemperiana en la construcción de clímax y una determinación de hacer expresiva cada nota: escúchese la impresionante presencia de los fagotes en la segunda variación sobre el tema principal (cc. 177-182). Los contrabajos (con trastes y afinados por cuartas, a la última moda de 1800) resuenan con todo su poderío en la dulce y pasmosa toma sonora, de extrema separación estereofónica (ZigZag, 2006) y que recrea la turbación y el impacto que en su día esta música generó en la percepción de la audiencia.

Schubert: Trío nº 2, op. 100, D. 929

El Trío n° 2, en mi bemol mayor, op. 100, D. 929, de Franz Schubert (1797-1828), fechado en noviembre de 1827, se integra por la unidad orgánica de sus cuatro movimientos, de gigantescas proporciones, ricos en ideas temáticas, constantes transformaciones armónicas y texturales, interrelaciones y recurrencias:
1. Allegro: Formalmente es una sonata –nada convencional– con tres temas principales relacionados entre sí, con la fluidez típica de sus lieder. El primero, sobre un ritmo enunciado marcato al unísono por los tres instrumentos, que reviste un brusco acento beethoveniano con su línea descendente sobre una octava, ofrece pronto una primera variación entrecortada por silencios. El segundo motivo (cc. 50-56), de esencia más propiamente schubertiana, emerge desde acordes ceñidos y repetidos, como angustiados y dubitativos; el piano, voluble, borrará un tanto esta impresión. Sobre el conmovedor tercer tema, cc. 140-148 (oído dulcemente por vez primera al violonchelo en cc. 16-18) va a construirse el extenso desarrollo (desde c. 195), situado en un ensoñador clima de modulaciones y de oposiciones dinámicas tenaces antes de la reposada reexposición. Justo al final, una inesperada aparición del segundo motivo (c. 585 y ss.) logra una hábil transición hacia el paso vacilante del…
2. Andante con moto: Un desequilibrado rondó ABACABA que desprende una melancolía punzante. Los dos compases de obertura, sobre un estoico ritmo de marcha al piano, sugieren ya algo fúnebre antes de que entre el tema, desplegándose lentamente en la cuerda grave. A este episodio –40 compases– en modo menor, que gradualmente adquiere el carácter de un persistente ostinato teñido de fatalismo, sigue otro en mi bemol mayor (B) en el cual el violín lanza un tierno y cálido motivo, dialogado por los tres instrumentos en una exaltación siempre creciente que romperá un compás de silencio (c. 81). Hasta en tres ocasiones (cc. 86-93; cc. 106-113, cuerdas sobre el trémolo; cc. 199-212) volverá la dolorosa escansión inicial con un ensombrecimiento progresivo del clima, la violencia llegando en oleadas –con el tormentoso trémolo del piano como cima, cc. 104-112–, en una especie de grandiosa balada romántica que precede al retorno del motivo en modo mayor (B). El permanente contraste entre piano y forte, entre menor y mayor, se acentúa aún más en la coda (c. 196 y ss.), donde de nuevo se ralentiza el tempo y el lamento parece quedar en suspenso, misterioso y trágico sobre la armonización cromática del pizzicato.
3. Scherzo: A ritmo de minueto, la escritura canónica a dos voces del comienzo lanza una idea pletórica, entrelazando texturas a dos y tres partes, que se hará después más lenta y modulante con aroma a vals. La sección trío presenta un tema más rústico y fuertemente acentuado (cc. 89-93), que vendrá a contradecir la aparición de un tierno dibujo en el violonchelo (cc. 138-153); piano y violín le procurarán la incertidumbre rítmica que anuncia el finale.
4. Allegro moderato: Se aproxima a una desmadejada sonata, asimilable por sus insistentes recurrencias temáticas a una forma rondó. Se distinguen dos episodios: El piano enuncia el primer trazo en una atmósfera de amabilidad cándida en sus rápidas figuraciones haydinianas, pero algunos ensombrecimientos (ecos del scherzo, ciertos silencios) hacen presagiar nubarrones. Expuesto sucesivamente con ligereza por violín, violonchelo y piano -cual exótico címbalo-, el pintoresco segundo tema (cc. 73 y ss.) conocerá una nueva presentación en canon, antes de que el desarrollo haga aparecer otras tonalidades dramáticas; después el motivo inicial se repite y se extenúa poco a poco hasta reducirse a una sola nota siniestramente repetida (pedal sobre el si, cc. 273-274, la proximidad al contemporáneo Winterreise). Nostálgico, retorna insólitamente el mortecino ritmo del andante (cc. 279-315), antes de una reaparición en re menor del segundo tema de este finale. La reexposición reproduce un esquema idéntico sin que el arrebatador primer tema llegue a reinar, pues el quejumbroso motivo del andante vendrá a sustituirlo en la coda de manera epatante (cc. 697 y ss.), no imponiéndose la tonalidad mayor hasta los últimos compases, de dudosa jovialidad vienesa y segura y amenazante inflexión mahleriana.

Espontaneidad, elocuencia y calidez van de la mano de los Adolf Busch (al violín), Hermann Busch (al violonchelo) y Rudolf Serkin (al piano), que esculpieron en 1935 un registro baremo de todas las interpretaciones posteriores. Pleno de dramatismo vibrante, lirismo sublime, acentuación y fraseo variados, fluidos y alegres, y un discreto rubato que aporta elasticidad y aceleración cuando la tensión lo requiere. Nunca la melodía del andante ha sonado tan desolada, con tal intensidad desesperada en su deliberada austeridad, en su peligrosamente amplio tempo, (ni el scherzo tan hormigueante) ni su retorno en el finale, cuando la contenida línea del cello expresa humanidad y sabiduría. Serkin borda, limpio y sereno pero con remarcable libertad dentro de la claridad del concepto, su calculadamente compuesta difícil parte. Adolf hace gala de su perfecto legato (como era tradición por aquel entonces en el acompañamiento), su étereo timbre y su bello portamento, que, deslizándose de tono en tono como un cantante, agrupa las notas estructural y expresivamente. El vibrato es permanente pero varía infinitamente, acorde a las demandas de la música. La transferencia realizada por Andante a partir de pizarras a 78 rpm posee las necesarias presencia y profundidad y excluye cualquier prejuicio sobre la edad de la grabación.



La ocupación barcelonesa por parte del ejército en 1939 motivó el autoexilio, entre muchos otros, del violonchelista Pau Casals, decayendo lentamente su carrera como concertista, y dedicándose a la composición y a la enseñanza hasta 1950. Es entonces cuando el violinista Alexander Schneider le persuade para su participación en el inédito Festival de Prades, conmemorativo de J.S. Bach. Junto al pianista Mieczyslaw Horszowski registraron un par de años después un extraordinario documento en el mismo Festival, pleno de belleza tonal, concentración e intensidad espiritual. Claridad en la articulación, limpieza de ataque o respeto a la partitura son términos que aquí palidecen frente a libertad de la expresión y a la capacidad de emocionar: “Casals no interpreta, resucita”, Grieg dixit. Entre el fraseo angustiado y la expresión sombreada y turbulenta, la melodía del andante se moldea en sus manos con un aroma dvorakiano de despedida. El férreo control de la estructura musical logrado a través de la profundidad y complejidad de la conversación camerística revela la hechura sinfónica de la obra, obstinada en las repeticiones rítmicas y su frecuente apareamiento con los giros en el color armónico dentro de este universo tonal descentrado. Por la toma sonora (Sony), cercana y resonante, se asoma ocasionalmente la guturalidad del gran Pau.






Los integrantes del Beaux Arts Trio —Daniel Guilet (vn.), Bernard Greenhouse (vc.), Menahem Pressler (p.)— asumen con marcada personalidad el papel protagonista cuando la partitura así lo demanda (como en el brusco trio), pero siempre dentro de una expresividad calculada, una serenidad sostenida, sin romanticismos excesivos –la línea legato en las arcos naturalmente (con)seguida–. Veloz, flexible y elegante, enfatizando el clasicismo del compositor, el trío vienés forja una comprensión equilibrada de fuerzas y vectores, empaste tonal, empaque y aplomo rítmico. La acentuación y la amplitud dinámica son refinadas, inteligentemente mesuradas. El rígido tempo marca una inexorable atmósfera en el andante (como en muchos de los lieder del Viaje de Invierno) –con bruñido acompañamiento del piano en staccato–, pero se relaja en los líricos segundos temas en los movimientos extremos, alargando las frases sin rubor. La grabación (Philips, 1966) se conserva seca, ligera y definida, pero la próxima perspectiva del piano ensombrece a los instrumentos de cuerda.





Isaac Stern (vn.), Eugene Istomin (p.) y Leonard Rose (vc.) bosquejan una lectura mórbida, vital, afable, cuidadosa en la atemperación de dinámicas y rotunda en su gracia schubertiana, simpatizando más la filiación clásica que romántica. La inusual cohesión de vibratos entre los instrumentos de cuerda permite el invisible cambio de testigo dentro de una misma frase, sin cesuras aparentes. La grabación comenzó en Suiza, pero no convenció a los perfeccionistas integrantes del Trío, extremadamente celosos de su propio sonido, de modo que la pospusieron hasta llegar a sus cuarteles neoyorkinos. Sin embargo, la mezcla (Sony, 1969) –a pesar de su inmediatez y separación espacial– aglutina de manera artificiosa un triángulo invertido, con las cuerdas a ambos de la percepción sonora en una especie de falso estéreo, con el piano en la base, y recoge afectivamente a los intérpretes en el orden citado, destruyendo la conversación e imponiendo una oligarquía camerística, en la que, por turnos, el acompañamiento encortina a la melodía.





En cierta ocasión preguntaron a Stravinsky si la prolijidad de las composiciones schubertianas no le inducía al sueño; el ruso respondió que “y eso qué importa, si cuando despierto estoy en el paraíso”. Otros rusos fugados, los del Borodin Trio: Luba Edlina (p.), Rostislav Dubinsky (vn.), Yuli Turovksy (vc.), careciendo de (o soslayando) la flexibilidad vienesa de los Beaux Arts, muestran un concepto fuerte y profundo, y su lectura es más beethovenianamente formal, con los correspondientes tempi pausados. El flujo rítmico se muestra cauteloso, disciplinado, muy efectivo en las controladas semicorcheas del finale, quizá no tanto en las imitaciones canónicas del serio(!) scherzo, donde puede desdibujarse el contraste. Grabación afrutada (qué cálido vibrato de violonchelo) y ligeramente difusa, cuya lejanía estrecha la panorámica de los instrumentos de cuerda (Chandos, 1981).


Andras Schiff (p.), con su larga experiencia como acompañante liederístico, propone una amplia riqueza de matices, dentro de su personalidad sencilla y humilde; Yuuko Shiokawa (vn.), de timbre elegante y suave, y Miklós Perényi (vc.), discretamente diplomático, exponen la ambivalencia afectiva schubertiana, su inefable mezcla de humor y melancolía. Es esta una visión meditativa e introspectiva, que, unida a los tempi y gradaciones dinámicas, fluyentes ambos, permiten inauditas profundidades y contrastes. Otro de los alicientes del disco es que recoge la versión original del finale que viene a durar casi 20 minutos. A requerimiento de su editor, Schubert eliminó el signo de repetición al final de la exposición, y ejecutó dos cortes en el desarrollo: más de cien compases en total. Indudablemente esta versión íntegra, casi proustiana, posee mayor cohesión estructural, en su unidad motívica y en sus relaciones armónicas. La toma sonora, templada y metálica, asombra por su amplitud espacial, pero puede empañar las rápidos arpegios del piano (Teldec, 1995).



El trío La Gaia Scienza abre una ventana hacia nuevas y caleidoscópicas sonoridades: En lugar de una agradable eufonía (The Castle Trio, The Mozartean Players) propone un maelstrom salvaje y fascinante. Federica Valli ha conseguido para el registro un histórico fortepiano vienés fechado en 1815 –que el mismo compositor estimó– de timbre acre, al que somete a una articulación percusiva, en un pianismo brutal y vigorizante. Su escasa resonancia permite un equilibrio igualitariamente desconocido con(tra) las cantarinas cuerdas de tripa de Stefano Barneschi (vn.) y Paolo Beschi (vc.). En conjunto, la relación del tempo con las cristalinas calidades tímbricas producen una distinta caracterización del material temático. Así, mientras nerviosos claroscuros asolan el andante y borboteantes jugueteos jadean en el scherzo, el trío adquiere una funcional aproximación rítmica estable al finale, donde el pianoforte realiza a la perfección el efecto címbalo. En esta gestualidad coreográfica (la obra está recorrida por el espíritu de la danza, desde los contagiosos ritmos ternarios del allegro a las cadenciosas melodías 6/8 del finale), estridente y desafiante del postrer Schubert reconocemos su declaración como heredero de Beethoven. La excelente grabación, cercana y a la vez panorámica, fue realizada en la idónea acústica de la Sala dell’Organo Toscano de Villa Medici (Winter & Winter, 1996).



Lectura fuertemente emocional y sensitiva, en búsqueda constante de la intimidad del alma del compositor la del Florestan Trio: Susan Tomes (p.), Anthony Marwood (vn.), Richard Lester (vc.). Milagrosamente coloristas en la marcial y austera apertura, y melancólicos en el andante, con verdadero sentido de la marcación con moto –la pianista sugiere que el tempo correcto es el de “pasos por nieve profunda”, por cierto qué delicadeza la de sus tresillos en el desarrollo del primer movimiento mientras incrementa gradualmente la dinámica en la mano izquierda (cc. 225 y ss.)–. A más modestia y educación eduardiana, mayor sensación de violencia en los trémolos climáticos. En el scherzo contrasta el bullicio con la intimidad y delicadeza (spiccato y selectivo uso del vibrato; la reaparición del tema al violonchelo), dando paso al desenvuelto finale, que mantiene su humor incluso en las reapariciones del opresivo lamento del andante, brillantemente decorado por la espontaneidad quijotesca del violín. La soberbia toma sonora recoge la cuidadosa atención a las dinámicas, por ejemplo en la distinción entre ff y fff en el andante, sin ninguna rebaba de aspereza (Hyperion, 2001). El disco incluye las dos versiones del finale, original y con las escisiones.




Bach Suite nº 1 en Sol mayor para violonchelo solo

<!– /* Font Definitions */ @font-face {font-family:"Cambria Math"; panose-1:2 4 5 3 5 4 6 3 2 4; mso-font-charset:0; mso-generic-font-family:roman; mso-font-pitch:variable; mso-font-signature:-1610611985 1107304683 0 0 159 0;} @font-face {font-family:Verdana; panose-1:2 11 6 4 3 5 4 4 2 4; mso-font-charset:0; mso-generic-font-family:swiss; mso-font-pitch:variable; mso-font-signature:-1593833729 1073750107 16 0 415 0;} /* Style Definitions */ p.MsoNormal, li.MsoNormal, div.MsoNormal {mso-style-unhide:no; mso-style-qformat:yes; mso-style-parent:""; margin:0cm; margin-bottom:.0001pt; mso-pagination:widow-orphan; font-size:12.0pt; font-family:"Times New Roman","serif"; mso-fareast-font-family:"Times New Roman";} a:link, span.MsoHyperlink {mso-style-priority:99; color:blue; text-decoration:underline; text-underline:single;} a:visited, span.MsoHyperlinkFollowed {mso-style-noshow:yes; mso-style-priority:99; color:purple; mso-themecolor:followedhyperlink; text-decoration:underline; text-underline:single;} p.MsoPlainText, li.MsoPlainText, div.MsoPlainText {mso-style-unhide:no; mso-style-link:"Texto sin formato Car"; margin:0cm; margin-bottom:.0001pt; mso-pagination:widow-orphan; font-size:10.0pt; font-family:"Courier New"; mso-fareast-font-family:"Times New Roman";} span.TextosinformatoCar {mso-style-name:"Texto sin formato Car"; mso-style-unhide:no; mso-style-locked:yes; mso-style-link:"Texto sin formato"; font-family:"Courier New"; mso-ascii-font-family:"Courier New"; mso-hansi-font-family:"Courier New"; mso-bidi-font-family:"Courier New";} .MsoChpDefault {mso-style-type:export-only; mso-default-props:yes; font-size:10.0pt; mso-ansi-font-size:10.0pt; mso-bidi-font-size:10.0pt;} @page Section1 {size:595.3pt 841.9pt; margin:70.85pt 57.6pt 70.85pt 57.6pt; mso-header-margin:35.4pt; mso-footer-margin:35.4pt; mso-paper-source:0;} div.Section1 {page:Section1; La Suite nº1 en Sol mayor para violonchelo solo de Johann Sebastian Bach es considerada como la obra más importante escrita jamás para este instrumento. Compuesta con seguridad entre 1717-1723, cuando Bach actuaba como Maestro de capilla en Cöthen, contiene una gran variedad de dificultades técnicas y un amplio contenido emocional. Siendo pieza favorita de intérpretes, ha sido llevada al disco decenas de veces, con múltiples y diversos enfoques.
La primera versión propuesta es la de Pau Casals, remasterizada por EMI en 2003, que para su origen en matrices de 78 rpm de la década de los 30 ofrece un aceptable nivel de ruido de fondo. Los desajustes técnicos hablan de una filosofía de grabación diferente de la inhumana búsqueda de perfección posterior. Dinámicas variables, tempi cambiantes, expresionismo trágico, dramático, poético: Casals rescató las suites del olvido, las estableció como clásicas, y fijó su práctica interpretativa con su autoridad consumada, (quizá) arruinando por generaciones otras formas de expresión.


Así enlaza la actitud contestataria, ruda, nerviosa, de una Du Pre adolescente (EMI, 1961), bajo la órbita de Casals (el sentido del rubato, las progresiones dinámicas, y también los errores técnicos), el timbre chirriante y brusco; una interpretación por refinar en un futuro que no llegó.

Anner Bylsma ha grabado las suites en dos ocasiones, en 1979, y en 1992 (ambas editadas por Sony). Aquella, más audaz y retadora, ofrece el timbre seco y desalmado de un cello italiano de 1699, al que nada ayuda la lejana toma de sonido. Pura articulación barroca, artesanal (true, como le gusta decir al propio intérprete); el ataque es furioso, el arco breve, agitado, las notas sin ligar, en stacatto, privilegiando el sentido vertical de la armonía y haciendo la melodía más danzable, con el ritmo marcado. Aplica el vibrato en contadas ocasiones, como un ornamento (en sus palabras, debería aplicarse como un trino, sólo en momentos determinados, ya que hacerlo en cada nota sonaría ridículo). Suzuki (1995), Linden (2004), Mørk (2004) e Isserlis (2007) con su sequedad expresiva, el sentido austero, luterano, los timbres débiles y poco resonantes, solemnes, componen el dominio de influencia de esta primera grabación de Bylsma.


A esta escuela severa de un Haals se podría contraponer la escuela aterciopelada de un Rembrandt, en la que prima la horizontalidad de las líneas melódicas sobre la verticalidad armónica. Aquí podemos englobar las interpretaciones de Fournier, Gendron y Queyras. A ambos límites se sitúan el monolítico Starker y el seductor Ma.
Fournier (Deutsche Grammophon, 1961) hace gala de las virtudes que le acompañaron durante su trayectoria artística: Finura, delicioso color tímbrico, acariciante suavidad dinámica, noble control, equilibrio cantabile, si bien algo apagado en los minuetos. Se vuelca, a la manera romántica, en el registro grave del cello. Elegante en el manejo del arco; el fraseo, lírico y rítmicamente preciso. Utiliza, como Casals, su propia edición. Sin embargo en la comparación con las interpretaciones historicistas, podría parecer demasiado metronómico y escaso de contraste dinámico. Buen sonido, limpio y claro.



Queyras (Harmonia Mundi, 2007) podría ser considerado el sucesor de Fournier por su gracia y ligereza (entendida como apoteosis de la danza). Los adornos, discretos, encajan en el sonido legato, aterciopelado en los agudos, y pleno y redondo en el extremo grave. Quizá plano, falto de cambios de dinámica, si bien natural en el rubato sutil. Entiende el fraseo a la manera de un diálogo, renovando el color a cada frase. La calidad de la grabación es impecable, reflejando la generosa acústica del cello Cappa fechado en 1696 pero con arco y cuerdas modernos.



El legado bachiano de Janos Starker es extenso, nada menos que en cinco ocasiones ha grabado las Suites: “Tocar Bach es la búsqueda sin fin de la belleza y de la verdad”. Optaremos aquí por el testimonio recogido por Mercury en 1966: Claridad, convencimiento absoluto en su hacer, en la posesión de la (su) verdad. Técnicamente perfecto, sin apenas vibrato, el movimiento del arco franco y determinado crea un sonido titánico, sereno, reservado, austero, olímpico.

El joven YoYo Ma despertó a una generación entera con este clásico de la fonografía (Sony, 1983). Canta, baila, alterna pies y dinámicas. A la riqueza tímbrica seductora se une un generoso uso del vibrato que la resonante grabación emborrona ligeramente. El arco, ligadísimo, al disolver las múltiples voces en una sola línea melódica, diluye también el sentido del contrapunto. Su viaje cromático en el prelude hacia el glorioso clímax en sol es el más abiertamente erótico de toda la discografía.





Ya, se deja usted fuera al gran Mistislav. Pero es que aquí estamos hablando de las Suites de Bach, y no de las Suites de Rostropovich. En efecto, el acercamiento del ruso es tan personal, que parece glosar la partitura: veloz, si no apresurado (los errores de entonación abundan), faltan los contrastes, la pausa. Rostropovich olvida al músico artesano, y se erige en artista, reinterpretando: “la cuestión más ardua al acercarse a Bach es el equilibrio necesario entre los sentimientos (el corazón que indudablemente Bach poseía) y una interpretación severa y profunda… no puedo desligar mi corazón de esta música… este es el mayor problema que he tenido en la grabación, buscar la proporción aúrea entre la romántica, rapsódica interpretación de Bach y la aridez escolástica”. La suavidad de su timbre, y las variaciones dinámicas en las repeticiones no consiguen hacer olvidar cierta sensación de monotonía, quizá esto tenga que ver con la elección de tempi que a veces no parece ser del todo coherente con las danzas en cuestión. La grabación (EMI, 1995) es cálida, reverberante, enfatizada sobre los registros graves, en el capricho de la rica tímbrica del cello moderno.

Pieter Wispelwey (Channel Classics, 1998) trae a la vida el prelude por medio de contrastes dinámicos y leves variaciones de tempo en la encadenación de las frases en una especie de eco, llamada y respuesta (¡qué pausa!, preciosa y delicada). Si en la allemande es tranquilo y onírico, afronta la courante con tal entusiasmo que el tamborileo de las digitaciones es a veces tan audible que semeja una percusión añadida. Concentrado en la línea melódica a expensas de la estructura armónica en la sarabande, su sentido del rubato, la pausa, la articulación, los adornos, conforman un menuett excelente, finalizando con una gigue cantarina, prestísima, excelente. Lectura espontánea, como a primera vista, provocativa en el fraseo, se toma amplias libertades en los tempi, ampliando las posibilidades sonoras con un soplo de aire fresco. La textura radiante del cello Barak Norman de 1710 es recogida por una toma de sonido tan cercana que perfuma toda la interpretación (esto puede ser un obstáculo para algún oyente).

Paolo Beschi ofrece una versión fiera, de áspero y bellísimo sonido, sustituyendo acordes por arpegios roncos. Comedido y doliente en la armonía de la sarabande, poco cortesano en el menuett, en su preocupación por el contrapunto; la gigue contiene una dinámica y una tímbrica realmente portentosas. Concepción propia, ¿excéntrica? (el prelude le dura 1’49, exactamente un minuto menos que a Fournier), soberbia. La grabación y presentación, como es norma en Winter & Winter (1998) son fastuosas, en formato libro elegantemente forrado en tela.
En fin, Wispelwey y Beschi, intensos, tímbricamente excelsos y ambos estupendos.
Las obras instrumentales de Bach han sido siempre terreno fértil para la adaptación, en especial la BWV 1007. Sin embargo, la grabación de Paolo Pandolfo (Glossa, 2004) es la primera que recoge las seis suites en transcripción para viola da gamba, históricamente más cercana al espíritu de las suites que el propio cello. Si bien respetuoso con el texto, la transcripción comienza por elevar la clave de Sol a Do; algunas notas simples se transforman en terceras, y a veces añade voces donde Bach sólo puede llamarlas implícitamente en el cello. El resultado es revelador, abriendo percepciones nuevas, antaño vedadas. Por ejemplo, las notas más graves escritas como notas pedal al comienzo de cada compás en el prelude, suenan muy breves y secas al cello; sin embargo, la viola da gamba posee una séptima cuerda grave que continúa resonando bajo cada grupo melódico de semicorcheas. La escuela francesa a la que pertenece Pandolfo le lleva a ornamentar floridamente los pentagramas, utilizando las mayores posibilades dinámicas de la viola para crear fuertes contrastes en las repeticiones y distanciándose así de la mayoría de las otras interpretaciones. Mayor controversia suscita la pérdidad de toda relación con la danza los tempi lentos de la allemande y en especial, la sarabande. Sin embargo, es tal la emoción, y tan delicioso y delicado el rango de color, que todas las críticas desaparen y sólo queda adorar, atónita, semejante belleza.






Muchas preguntas florecen cuando la musica de Bach suena. Dada la tremenda variedad de interpretaciones en disco, no debería sorprender que haya poco acuerdo en las respuestas, lo cual probablemente significa que no hay una (sola) respuesta correcta.