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Beethoven: Piano Sonata nº 14, opus 27 nº 2, Moonlight

Pudo haber sido otra la elegida, pero sirva ésta (la nº 14, opus 27 nº 2, apócrifamente titulada Mondschein o Claro de luna) como muestra del genial corpus beethoveniano. Compuesta en 1801 enlaza sus tres movimientos en una secuencia direccional y vanguardista, soldando los movimientos sucesivos en una continuidad unificada que comparte marcadas similitudes temáticas y texturales. Como el Cuarteto nº 14 op.131 comienza con un movimiento lento y espera hasta el finalepara desencadenar la acción sonata.

I Adagio sostenuto: Lamento fúnebre cuya doble indicación “sempre pp y delicatissimamente senza sordino” dicta la sombría resonancia de los acordes graves sobre los centenares de tresillos que giran obstinados y modulan inmóviles. Podemos (si queremos) vislumbrar una canción sin palabras con una primera estrofa (compases 1-23); un área central (cc. 23-41); una segunda estrofa (cc. 42-60); y una coda (cc. 60-69) que attaca subito al breve…

II Allegretto: Un interludio, “una flor entre dos abismos” (Liszt dixit), que conecta la casi estática apertura con la agitación final: Un delicado minueto A (cc. 1-16); B (cc. 16-24); A’ (cc. 24-36), seguido de un anhelante trío C (cc. 37-44); D (cc. 44-60).

III Presto agitato: Los gestos y texturas radicales, el feroz estilo de hallazgo y fantasía, la sensación de libérrima improvisación no deben hacernos olvidar su arquitectura de convencional forma sonata: exposición (cc. 1-64); desarrollo (cc. 65-101); recapitulación (cc. 102-156); coda y elaborada cadenza (cc. 157-200), un torrente de semicorcheas arpegiadas que cierra su irremisible carácter trágico.

 

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Debemos comenzar por el linaje: Ignaz Friedman (alumno de Lechetizsky, a su vez pupilo de Czerny, y éste, discípulo de Beethoven) quizás no represente el pianismo de sus ilustres profesores, pero sí el estilo individualista y virtuosista lisztiano donde tenían cabida todo tipo de efectos diseñados para complacer a la audiencia decimonónica, con mayor grado de flexibilidad del tempo del que ahora es común y enriquecimiento de la textura y la puntuación por razones o caprichos de sonoridad. La caracterización de los detalles expresivos (arpegios, adicción de octavas graves, descarte de repeticiones) puede llegar a modificar el texto sagrado. La audacia rítmica es selectiva en las diferentes voces de modo que la melodía no siempre está coordinada con su acompañamiento, por ejemplo en los cc. 15-19 y cc. 51-55 del adagio sostenuto. El allegretto está fuertemente especiado con una oposición de staccato and legato, el trío más lento. El presto agitato resulta inestable (y en última instancia algo descontrolado), cabalgando entre síncopas y turbulencia. Algunos acordes relampagueantes son decapitados brutalmente en pos de la elocuencia. La grabación eléctrica (Pearl, 1926) es suficientemente nítida.





 

Artur Schnabel es el pionero: Además de ser el primer pianista en grabar (1933) la integral de las sonatas beethovenianas, es conocido por su búsqueda de la intención del compositor mediante el estudio exhaustivo de las partituras y la literatura contemporánea. Por ello sus registros suenan tan modernos y son todavía referencia para cualquier intérprete del presente. Capaz de conciliar una lentitud tranquila y concentrada con un pulso que respira y una vida interior agitada, Schnabel sostenía que “es un error imaginar que todas las notas deben tocarse con la misma intensidad o incluso ser netamente audibles. Para clarificar la música, a menudo es necesario oscurecer ciertas notas”. La elasticidad dramática de los ritmos, la naturalidad de las variaciones dinámicas y la claridad estructural residen en la (su) comprensión intelectual y emocional de la sonata. Acata el alla breve del adagio sostenuto (algo que muy pocos pianistas han respetado y que lo vincula directamente con los compases que evocan la muerte del Comendador en el Don Giovannide Mozart) y alza cierta neblina por el uso del pedal (que Glenn Gould, malévolamente, decía que Schnabel aplicaba “con gran sentimiento y para cubrir ciertas imperfecciones técnicas”). Explosivo presto agitato, con aceleraciones incandescentes. La edición de Pristine eclipsa las de History, Pearl, EMI o Warner, sin estática o zumbidos, y sin afectar a las cualidades tonales.




 

La calidez tonal de Claudio Arrau no tiene parangón. Sus acordes desprenden una perfección absoluta. Otra cuestión es el emparejamiento de la obra con su personalidad musical, la nobleza altiva, la autoconciencia, la cautela mayestática. Si el adagio sostenuto desliza muy lento, todo expresión, con un ostinato rítmico que nunca transita mecánico y la melodía brilla cantarina, el presto gira con una inercia diabólica, un extraño proceder en Arrau que consideraba que “la velocidad es opuesta a la pasión”. La grabación monofónica (Warner, 1950) es asaz limpia y nos libra de los suspiros que bañan su postrer registro de 1962 en Decca.






La sensibilidad musical de Wilhelm Backhaus se forjó a finales del siglo XIX. Por ello se explican la cierta tosquedad (o despreocupación) técnica, la elegante seriedad, las moderadas (y no siempre precisas) dinámicas. Ignorando la marca alla breve, el adagio sostenuto marcha lóbrego y contemplativo pero sin un ápice de sentimentalidad (la semicorchea de la melodía es llevada a su mínima expresión), inmerso en su mundo interior e indiferente al oyente, desenfocando admirablemente con el pedal, su flexibilidad derivando en un curso casi errático (atención al ritardando que cierra el área central, cc. 39-41). El allegretto es preciso y contenido en su facundia scherzante. La esporádica desincronización entre las manos en sus acordes inicia lo que propulsará el vengativo presto agitato a un viaje tormentoso y lapidario. Desagradables brillos metálicos se aferran a las notas más altas aún en la portentosa edición de Pristine (1952).





Personalísimo es el concepto romántico de Solomon (Profil, 1952). Adagio sostenutocalmado, en estado de continua meditabundez, inquietud y melancolía, sostenido el espectral tempo en la amplia armadura, acompañada de una refinada articulación. Es quizás el único pianista que toca con sobriedad cisterciense la anacrusa de la melodía. El allegretto danza gravemente con una severidad que lo convierte en un macizo de ortigas (en términos lisztianos) y el presto agitato erupciona con inexorable impiedad, y, a pesar de su destreza digital, varias de esas rápidas subidas de la mano izquierda están emborronadas. Las variaciones de tempoentre sujetos son mayúsculas.

 


 

 

 

Yves Nat es el equivalente en la escuela francesa a la caballerosidad germánica demodé de Backhaus: es apasionado e intenso, moderadamente reprimido (nunca de forma perjudicial) por el rigor intelectual. Venerado por Marcel Proust, que lo elogió en estos términos “… su forma de tocar es la de un pianista tan grande que uno ya no sabe si es realmente un pianista; porque se vuelve tan transparente, tan lleno de lo que interpreta, que desaparece para convertirse en una ventana a la obra maestra“. La apertura es oscura y morbosa, serena sin lentitud, donde dulces rallentandiapuntalan el armazón. Abandono irreverente en el soleado allegretto. La conclusión es fogosa y punzante, se disuelve en un lirismo neoclásico y encantado y resalta bien los caracteres de los temas a través de diferentes tempi. Grabación acústicamente familiar, con un sólido extremo grave y una limpidez más que aceptable (EMI, 1955).




 

Se puede considerar a Wilhelm Kempff como el heredero poético de Schnabel y opuesto a Arrau. A escala íntima, es clásico incluso en esta fantasía. Espontáneo y honesto, presenta las líneas con la máxima claridad, los contrastes dinámicos bruscos y estrechos, los acordes texturizados como en un órgano, las marcaciones minuciosamente observadas, el rubato refrenado. La tranquila simplicidad favorece la interminable línea de canto del adagio sostenuto pero descuida el misterio y la profundidad de la armonía. El pedal es escaso, sin tentaciones románticas. En el allegretto contrasta los tempi, evitando la pesadez. Ya en el finale la mano izquierda queda absorta en un ritmo danzarín y festivoy culmina con obediencia luterana en lugar de explosionar. Creativo en los furtwänglerianos patrones de esfuerzo y descanso, nunca predecibles y siempre diferenciados. En la edición original de DG (1956) el piano suena brillante pero un poco quebradizo y escaso de graves;Pristine Audio incorpora presencia dinámica y una cálida reverberación.





 

Vladimir Horowitz reconcilia el entramado clásicista (simetría y equilibrio) sin dejar de recalcar la cuota de la marea creciente del romanticismo. El andante sostenuto predica su aparente desinterés en Beethoven (bajándolo del olimpo de los compositores y sentándolo en la banqueta como un colega virtuoso), pero la diferenciación de los registros del piano muestra la pronunciada interacción melodía/acompañamiento y enfatiza la importancia del color. Su infalible mano izquierda acaricia entre descomunales dinámicas (el crescendo del c. 48 es lo suficientemente dramático como para permitir que el piano del c. 49 sea un piano subito ¿Exagerado? Tanto como precioso). Acierta dándole una pátina melancólica al allegretto. Domina, resonante, atronadora, una avalancha enmarañada en el presto agitato, frenética y barroquizada. Registrada en su domicilio newyorkino, la grabación recoge un instrumento con un peso de acción muy ligero, especialmente preparado para su posición: las muñecas giradas hacia fuera y a menudo por debajo del teclado, los dedos planos, los meñiques curvados (RCA, 1956).

 




Peter Serkin ofrece una lectura toscaniniana de Beethoven, poco (o nada) sentimental, por momentos antiséptica, pero con una narrativa rigurosa del edificio de la sonata, un sentido absolutamente estricto del tempo, la articulación diáfana y un peso muy ligero en los dedos. Los tresillos se motorizan en el lento recitado del adagio sostenuto. La ostentosa separación entre melodía y acompañamiento también da un gran resultado en el camerístico sonido del allegretto, con las octavas impecablemente alineadas. La grabación recoge el canturreo del pianista y cultiva espontáneamente espejismos acústicos aleatorios (Sony, 1962).





 

La extrema sensibilidad define el pianismo de Ivan Moravec. La rítmica del evocativo y resignado movimiento inicial se adapta al andamiaje, compensada con un allegretto desenfadado en el que Moravec encuentra tal ligereza de textura que nunca suena demasiado lento (resulta increíble que un instrumento de percusión rezume tanta suavidad y gentileza), y un final intrépidamente impulsivo, de airados acentos con poderío sostenido y sin estrépito.Finura tímbrica inigualable, volupuosidad tonal, ingravidez. La grabación (1964) editada por Supraphon detalla exquisitamente los amaderados timbres del Baldwin y su rica resonancia. La postrera versión de 1987 abusa del pedal enfangando las armonías.




 

Cuando Beethoven afirmaba que Mozart “tenía una forma de tocar elegante pero entrecortada, sin legato” quería decir que realmente era un clavecinista, no un pianista. Puede que Glenn Gould entre en esa categoría. Lo que hace con la Moonlightes de una perversidad fascinante. Aprovecha los amplios márgenes interpretivos y la libre morfología para intuir, más que obrar, una lectura transgresora y blasfema, aislada de la perspectiva histórica. Su adagio sostenuto es quizás el más ascético e impasible de la discografía, en gélido staccato mecanizado, sin asomo de pedal, desbrozando sus inflexiones y desmigando la evocación romántica; la línea del bajo coalesce en melodía. Licencias rítmicas en el torturado allegreto. En el presto agitato el sonido y la furia salen de Yoknapatawpha y se instalan en los suburbios de Toronto. La toma sonora recoge el lied tarareado por Gould y los desconcertantes crujidos de su famosa banqueta infantil (Sony, 1967).




Friedrich Gulda se centra en la velocidad y la agilidad, interesado en iluminar la estructura con su fenomenal técnica, falto de expresividad lírica frente a tantos otros. No destaca en sutilezas refinadas, pero articula y frasea espléndido, las texturas tan claras que a veces su piano se acerca (remotamente) a la sonoridad de un fortepiano. La dinámica es amplia, ignorando en ocasiones los límites amables del instrumento (quizás las malas compañías jazzísticas han contaminado su pulsación). La actitud (el riesgo y la pulsión), la independencia rítmica entre las manos, y el tratamiento suelto del rubato proporcionan un toque picante. El sonido del piano es impactante y seco, distorsionado en los pasajes sísmicos (Decca, 1967).





 

Radu Lupu entra en trance para regalarnos su persuasiva visión privada, de estilismo poco convencional, con un magnífico rango dinámico (esporádicamente el requerido por el compositor), toques aterciopelados que rezan significados, y una flexión celibidachiana del pulso básico. La historia comienza en un adagio sostenutode sensualidad impresionista, y entre suspiros y desvanecimientos erige un edificio con un sorpresivo clímax dinámico. A la moda rusa, desplaza el bajo una octava en los puntales estructurales (cc. 23 y 42) para crear un entorno submarino. Lupu se recompone el vestido y atempera la atmósfera en el allegretto. Sinfónico e impactante presto agitato, orquestado en oleadas que crecen desde los graves y viajan de forma arrolladora, con gran amplitud y tensión emocional. Schubert asoma al fondo del estudio (Decca, 1972).





 

Alfred Brendel parte de la creencia de que interponer la propia personalidad entre las notas y los oyentes es injusto e imprudente: Es un seguidor de la directriz de Stravinsky “no me interpretes, sólo toca las notas como están escritas“. Así, hilvana la corrección vienesa, la rígida implacabilidad, la austera construcción arquitectónica netamente estructurada, la claridad textural. En el adagio sostenuto actúa sobre el pedal una fracción de segundo después de los acordes, dando la ilusión de que las armonías se superponen. La expresión es reservada pero atina al impulsar una clave dinámica para rematar el arco de la sección central. Banal allegretto, donde la pulsación en staccato cristaliza en un fraseo meticuloso. Brendel restaura el orden bursátil en un finalede ritmo relajado, donde los sobresaltos no son bien recibidos, y los f y ffson indistingibles. Toma cercana y poco atrayente (Philips, 1972), pero que al menos descarta los habituales gemidos del pianista.

 


 

 

 

Anton Kuerti es el Fischer-Dieskau del piano: El ritmo parsimonioso en general le permite pintar con luces y sombras a voluntad, otorgando matices a cada nota y a cada frase, trazando gráciles variaciones dinámicas, coloreando tonalmente y aplicando rubato. Si bien las pausas inspiran con tensión, la curva estructural se desdibuja. Kuerti llamaba vándalos a aquellos que hiperromantizan el adagio sostenuto. Él lo ilustra con la mayor de las moderaciones, sin subrayar el ritmo staccato del tema, con la mano izquierda articulando con igual trascendencia en la vocalización (la conversación) de la música. La ternura prosigue en el lánguido allegretto. El presto agitato es apacible en dinámicas y observa un irreconciliable ritmo lento al comienzo del segundo tema a pesar de que no hay marcación en la partitura a ese respecto. La toma sonora, en concierto, da una imagen realista del entorno, sin desdeñar los matices y detalles del metálico piano (Analekta, 1974).




 

La publicación del ciclo de sonatas beethoveniano de Annie Fischer para el sello Hungaroton (1977) quedó supeditado a su propia muerte, ya que la esterilidad emocional que la provocaba el estudio de grabación chocaba con la intensidad de su comunicación con el público. Dependiente de la inspiración del momento, nunca tocaba una pieza de la misma manera dos veces (algo que compartía con el propio Beethoven como concertista). Su auto exigencia es extrema en busca de la precisión expresiva: el etéreo legato en el adagio sostenuto, la variedad tímbrica en las repeticiones del allegretto, con livianos cambios de dinámica y color. Fischer se lanza con arrojo a un tumultuoso finale, que percute con energía incendiaria. La toma sonora recoge el castigo a un piano oscuro, duro y cortante, con abruptos cambios de tempo y dinámica.




 

El ortodoxo Emil Gilels, siempre cuidadoso en la transmisión técnica de la partitura, prefiere lo apolíneo sobre lo dionisíaco. El adagio sostenuto transita olímpico y por supuesto obvia las instrucciones de pedal. En el allegretto domina un ritmo modesto y sincero, como una oración. Gilels comanda el presto agitato con tensión dramática, sí, pero con la ataráxica impasibilidad del capitán en el castillo de popa. Aunque los grandes contrastes dinámicos son su sello personal algunas veces la violencia percusiva empuja el registro agudo al desgarro (DG, 1980).




 

La característica esencial de la lectura de Paul Badura-Skoda es la personalidad umbría, con un notable registro grave, del instrumento construído en Viena hacia 1790 por Anton Walter, y que mantiene los forros originales de piel en los martillos. La apertura es rápida, viva, limpia y sin manierismos; fluida y rítmicamente ágil. Badura-Skoda anuncia su individualidad con algunas notas y frases de acento único y muestra una discreta gama de dinámicas (comparado con un piano moderno; pero ¿cuál? ¿el de Gould?, ¿el de Gilels?). La estupenda grabación expone el ruidoso mecanismo (Astreé, 1988).




 

Mikhail Pletnev materializa una interpretación excéntrica. En realidad toma al pie de la letra las instrucciones de Beethoven de tocar el adagio sostenuto sin apagadores, pero el efecto en un aparato moderno resulta primero chocante y luego onírico, fantasmagórico: Los acordes sostenidos patrocinan un marchamo fúnebre que necesariamente implica un tempo muy lento para tratar que la neblina no mezcle y superponga todas las armonías moduladas a lo largo de la pieza. Su triunfal fortaleza técnica le permite incluso arpegiar algunos acordes en el frenético finale. La muy cercana grabación retiene sin embargo la amplitud del espacio (Virgin, 1988).




 

Richard Goode no tiene la actitud del virtuoso (sí su técnica) ya que se forjó profesionalmente durante décadas como músico de cámara y liederista. Quizás por ello no busca una visión protagonista o revolucionaria: Su humilde franqueza hacia el texto (o hacia su fidelidad espiritual) recorta las emociones, las ordena, aparta algunas con cuidado; ello se compensa con una iluminación excepcional del detalle y la coreografía de la obra. A la bondad en los moderados contrastes dinámicos y en la coloración se añade un inmaculado y cremoso legato en el adagio sostenuto; las manos absolutamente independientes. El segundo tema del finale se eleva chopinesco. La grabación (Elektra Nonesuch, 1989) es excelente y rica en graves.




 

Melvyn Tan parece empeñado en que el fortepiano de época sea desesperadamente inadecuado para expresar la dialéctica beethoveniana. Sus dementes ataques (propiamente dicho, Careful with that axe, Melvyn), entre requiebros y retenciones, vagan por una grabación confusa (Virgin, 1993) en la que los gozos y las sombras del instrumento combaten en un túnel por una onza de chocolate.





 

András Schiff se decanta por un enfoque académico (en cuanto al texto) pero no historicista (en cuanto al instrumento). Para ser coherente con el seguimiento de la partitura al pie de la letra mantiene el pedal pisado (parcialmente) durante todo el adagio sostenuto, vaporoso sin llegar a pastoso, y sin crear disonancias molestas, excepto en el rápido bajo en los cc. 48-49 y cc. 56-58. Sigue escrupulosamente la indicación alla breve con dos pulsos por compás, y divorcia polifónicamente la melodía de la figuración de los tresillos (que transmutan bachianos privados de una pulsación rítmica chispeante), sin que haya interacción alguna. Schiff se esmera en distinguir las articulaciones ligadas de las separadas en el allegretto. Como Kuerti diferencia con claridad los tempi de los sujetos tormentosoy lúgubre en el presto agitato, que se salpica con silencios impredecibles y peligrosos (aunque esto es sin duda una ilusión bien planeada). La toma sonora procedente de concierto mantiene la resonancia natural (ECM, 2005).




 

Ronald Brautigam emplea un fortepiano Walter (copia) estrictamente contemporáneo (1802). Pero el instrumento no quita que el intérprete se decante por un enfoque romántico: El adagio sostenuto está cuidadosamente engarzado con numerosos y pequeños ajustes rítmicos y acentos inesperados. Además del apagador de rodilla (cuyo efecto de desenfoque se limita a la duración del compás debido al tempo relativamente lento) Brautigam incorpora un registro que interpone una fina tela entre los martillos y las cuerdas, abrazando el color con una niebla aterciopelada. El compulsivo círculo melodico-armónico resulta tan sofocante y desorientador como un grabado de Escher. Los contrastes dinámicos locales proporcionan carácter al allegretto. En la primera página del finale se emplean tres tipos de sonoridad: non legato sin pedal, legato sin pedal y subito forte con pedal. El empleo incesante del pedal, común en muchas grabaciones, elimina esas distinciones. No aquí, donde el ritmo surge espontáneo de la claridad sin par, impetuoso y rugiente, sin aspavientos, tan solo empleando las tensiones que surgen de la partitura, sin que la contundente expresión en los sf corra el riesgo de ser excesiva. La amplia separación de las manos demanda una coherente heterogeneidad de los registros, notoriamente capturados por BIS en 2005.




 

Steven Osborne nos embarca en una travesía poética por las dinámicas progresando desde la meditación a la actividad corpórea. El adagio sostenuto radia hipnotismo y acaricia con su gama de pianissimi, elevándose solo para remarcar el área central del lied. El allegretto trota juguetón y el presto agitato galopa por diferentes grados sf hasta impactar con toda la fuerza sin atender a los feísmos metálicos que subyugan las cuerdas golpeadas (Hyperion, 2008).




 

Murray Perahia sugiere en su nueva edición de la sonata que Beethoven pudo haber tenido la intención de que sus arpegios emularan el arpa eólica, instrumento enormemente popular durante la vida del compositor. La idea suena interesante (y prestada, ya que recoge el testigo de Carl Czerny), pero ¿se transfiere esta intuición a la música? El timbre es cristalino y perfectamente graduado, el uso del pedal convencional (como la mayoría de los pianistas sigue la interpretación de Czerny y cambia el pedal con cada nueva armonía), el rubato amordazado con la rigidez de un preludio bachiano. Ni siquiera la resonante grabación (DG, 2017) resulta innovadora.




 

Igor Levit ubica milagrosas gradaciones dinámicas (sin cataclísmicos contrastes románticos) sobre tempi de ligereza schnabeliana. Su toque revolotea cambiante pero no improvisado. El adecuado uso del pedal en el oscilante y amenazante adagio sostenuto produce unos graves líquidos y dislocados para no tapar la melodía. A destacar la intensidad que logra, no ya en el cromatismo de los compases 51-54, sino en la tensión puramente diatónica del segundo tiempo del c. 55. Los sólidos pero tranquilos ritmos del allegreto nos recuerdan que Haydn fue profesor de piano de Beethoven. El efecto acumulativo se resuelve en un presto agitato portentoso, donde cada frase posee un vector direccional que apunta hacia la desesperanza. Toma sonora detallada a pesar de la superflua reverberación escénica (Sony, 2018).




 

La flexibilidad lírica caracteriza la ejecución de Jos van Immerseel (Alpha, 2019). En el adagio sostenuto enfatiza la primera corchea de la anacrusa desequilibrando su impulso; su reticencia a tocar en tempo durante mucho tiempo no es aparente: inesperadamente rola, pausa, retiene. Cincela el stacatto en el allegretto. El paso pausado y el refinamiento del presto agitato no parecen propios de la imagen (que tenemos) de Beethoven, pero nos proporcionan tiempo (nada menos que 9:08) no solo para recrearnos y abrumarnos en la abigarrada sonoridad del instrumento, réplica de un Walter circa1800, sino también para apreciar la cohesión motívica de la sonata. La dinámica es relativamente tranquila y aterrazada, lo que contribuye a la atmósfera de tensión subyacente que finalmente se libera en los últimos compases. Las fluctuaciones de tempo cuidadosamente graduadas contrastan con los cambios de ritmo mucho más bruscos y exagerados en la grabación previa (Accord, 1983) en un piano Graf de 1824 donde podría recordar a Friedman, y su libertad de expresión desfigura la estructura de la sonata (el propio Immerseel ha reconocido posteriormente que este registro “suena como una distorsión de la realidad”).




 

Daniel Barenboim ha grabado la sonata hasta en seis ocasiones en otras tantas décadas, siempre con solemne reverencia y apoyado en el extremismo equilibrista de un Furtwängler. Elegiremos aquí la última (DG, 2020) por el instrumento, concebido por el propio Barenboim a partir del bicentenario piano de Listz: El encordado en paralelo, el rediseño de la tapa armónica y la recolocación de los martillos reemplazan la homogeneidad del ubícuo Steinway model D por unos registros diferenciados según su tesitura, pero de resonancia escasa. Barenboim lleva el adagio sostenuto al límite, como prolegómeno de una tragedia, con el desmesurado rubato y los reguladores dinámicos personalizados casi rompiendo la línea musical, el teclado (pareciendo) incapaz de producir un legato suave y cantarín. Deliberado allegretto, con la necesidad de lograr una revelación (el subrayado, las pausas) en cada frase. En el presto agitato la agilidad y la fluidez se resienten, la dinámica reclama mayores cumbres y valles. En resumen, para encontrar la esponteidad del gran pianista argentino regresen a las ediciones de antaño (Profil, 1958 y EMI, 1967).





 

No sabe nada, no aprende nada y no escribirá nada bueno” decía Salieri de su alumno Beethoven. Nikolai Lugansky pone a prueba la pedagogía del italiano y disecciona la obra no como ente sonata, sino como páginas desconectadas entre sí (incluso en sus partes constituyentes) y solamente relacionadas por su melífluo timbre. Adagio sostenuto poderoso y masivo, despegando desde el mezzo-piano y elevándose por momentos al forte, pero pobre en fantasía agógica. El encorsetado allegretto precede a un presto agitato de fluctuaciones apesadumbradas (HM, 2021).




Beethoven: String Quartet no. 14 op. 131

Los cuartetos de cuerda parecen habitar un mundo aparte donde la música existe en un estado quintaesencial. Beethoven dedicó los postreros años de su vida a este género, trasladándolo a una condición completamente novedosa en la estructura, tratamiento de las voces y desarrollo temático y armónico. El nº 14 op. 131 fue el penúltimo compuesto (1826), y aunque Beethoven se refirió (bromeando) a él como “un agregado de cosas de aquí y de allá”, reconociendo (con sorna) que quizás no estaba destinado (aún) a la ejecución pública, Schubert balbuceó después de escucharlo: “Después de esto, ¿qué nos queda a los demás por escribir?

Distanciado de la teleología de la forma sonata, Beethoven crea una composición cíclica (a través de vínculos subterráneos) en melodías y tonalidades remotas, cuyo poder de modulación no ha sido sobrepasado. La libertad de una forma profundamente plástica dentro de una lógica rigurosa crea la paradoja de unidad en diversidad, cuya energía acumulativa sobrevive cada cesura por la sutil integración rítmica de cada parte en el todo. 

Consta de siete movimientos (o piezas, como Beethoven las llamó) que se ejecutan sin interrupción en una continuidad prewagneriana:
No. 1: Adagio, ma non troppo e molto espressivo. Basamento de carácter fugal (cc. 1-20) a partir de un expresivo sujeto con las entradas escalonadas de cinco en cinco compases, con sforzandi de la cuarta nota, descendiendo hacia el registro grave en un clima serenamente meditativo cuyos ecos irán resonando por toda la esfera compositiva. Da lugar a tres marcados episodios -I (compases 20-41), II (cc. 41-82), III (cc. 83-111)- y una coda (cc. 112-121).
No. 2 Allegro molto vivace. Efímero, denso en sombras y ansiedad, delicioso juego de modulaciones inesperadas y crecimiento textural, es un movimiento impreciso entre forma sonata y rondó, con los retornos regulares en tempo, invariablemente precedidos por un compás poco ritardando. Exposición -Primer sujeto (cc. 1-29), Segundo sujeto (cc. 30-48)-; Coda expandida (cc. 48-84); Recapitulación (cc. 84-126) -Primer sujeto (cc. 84-100), Segundo sujeto (cc. 100-126)-; Coda (cc. 126-198).
No. 3 Allegro moderato–Adagio. Recitativo con una florida cadencia del primer violín a cuyo final se reagrupa el cuarteto de manera solemne, sugiriendo momentáneamente la vuelta a territorio conocido. Excepcionalmente corto (11 cc.), actúa como introducción para el…
No. 4 Andante ma non troppo e molto cantabile–Più mosso–Andante moderato e lusinghiero–Adagio–Allegretto–Adagio, ma non troppo e semplice–Allegretto. Eje central del cuarteto, engloba un tema, siete sólidas variaciones y una coda, siempre a tempo variado y en mutación permanente: Tema, alternativamente cantado por ambos violines (cc. 1-32); Variación 1 (cc. 32-64), presenta el tema alterado en ritmo y acentuación; Var. 2 (cc. 65-97), dúo a ritmo de marcha caminando hacia lo heroico; Var. 3 (cc. 98-129), canon por parejas; Var. 4 (cc. 130-161), fantasía voluptuosa interumpida por ásperos pizzicatti; Var. 5 (cc. 162-186), tema sincopado deformado cual dulce coral de órgano; Var. 6 (cc. 187-220), culmen del cuarteto, por fases deslumbrante o angustioso; Var. 7 (cc. 220-230), recitativo dialogado que desemboca en trinos del violín I, bajo el cual flotan arpegios; Coda (cc. 231-277) de estilo improvisatorio, con la fulgurante reaparición y conclusión del tema.
No. 5 Presto. Scherzo imprevisible en su recorrido cuajado de repeticiones y conflictos, hasta disolver la tonalidad y aniquilar cualquier referencia temporal: Scherzo A (cc. 1-66) y B (cc. 66-108); Trio (cc. 109-168); Scherzo A (cc. 169-232) y B (cc. 232-274); Trio (cc. 274-334); Scherzo (A cc. 335-454); Coda (cc. 455-498).
No. 6 Adagio quasi un poco andante. Lied-plegaria en tres secciones: A (cc. 1-10), B (cc. 10-18) y B’ (cc. 18-28), reminiscencia de la fuga inicial, y que sirve de sombría introducción al…
No. 7 Allegro. Compleja forma sonata con contrastadas secciones, aberrantes, excéntricas, grotescas. Altamente privado de contenido melódico, despedaza el tema hacia una abstracción de su contenido armónico: Exposición -Primer tema (cc. 1-55), Segundo tema (cc. 56-77)-; Desarrollo (cc. 78-159); Recapitulación -Primer tema (cc. 160-215), Segundo tema (cc. 216-261)-; Coda (cc. 262-388).


El Rosé String Quartet conjura el espectro de los últimos días del Imperio Astro-Húngaro. Aunque los otros miembros se incorporaron posteriormente (Paul Fischer -violín II-, Anton Ruzitzka -viola- y Anton Walter -cello-) el cuarteto fue fundado en 1882 por Arnold Rosé, concertino de la Wiener Staasoper desde entonces y hasta 1938, cuando el Anschluss nazi le desplazó del centro de la vida musical y social de Viena (era cuñado de Mahler). La absoluta certeza en los cambios de posición de Rosé otorga su proverbial pureza de entonación, la mano izquierda fluida, empleando un vibrato mínimo (acusado de frialdad en los círculos decimonónicos), el portamento impregnando su línea. Se observa la temprana diferenciación de tempo entre secciones de movimientos o temas individuales, y la tendencia a usar el rubato de tal manera que otorga a la melodía independencia rítmica del acompañamiento. Señalemos del homogéneo conjunto la interpretación de Ruzitzka, que delata su deterioro físico (Parkinson, especialmente en su primera entrada en la fuga), puntal de la línea argumental de la fantástica película A late quartet (2012). La negativa de los ingenieros de Biddulph (1927) a filtrar el ostensible ruido de fondo asegura la integridad de las frecuencias agudas de las cuerdas.





El Capet String Quartet difiere de sus contemporáneos en su dedicación exclusiva, algo extraño a principios de siglo, donde el concepto era el de un violín solista acompañado de otros tres instrumentos no permanentes. Formado (junto a Maurice Hewitt, Henri Benoit, Camille Delobell) en 1893 por Lucien Capet, su vinculación con Beethoven era devotamente ascética (ofreció nada menos que 26 ciclos completos entre 1920 y 1928). Capet heredó de la escuela francesa un peculiar método de sostener el arco que era capaz de producir un vibrato per se, una coloración del tono sin ayuda de la mano izquierda: lento, continuo, amplio, enriquecedor de las secciones lentas. El estilo del cuarteto es deliberadamente seco en su concepción del clasicismo germano; sólo en momentos ocasionales afloran toques de suavidad. Inmaculada conjunción y homogeneidad de fraseo y timbre, con tendencia a exagerar los ritardandi. Prominente y a la vez delicado uso del portamento por parte del violin I. Los tempi breves y la clara articulación sugieren una adelantada lectura historicista que suaviza la difícil escritura unísona y matiza los gestos decorativos en las variaciones alrededor de un tempo básico y unificador. Propenso a empujar los pasajes rítmicos al filo del pulso en el presto. Serenidad ultraterrena en el siguiente y tensa energía en el final. La grabación (EMI, 1927) constriñe la magra textura del cuarteto.





El Léner String Quartet es representativo de la nueva clase de conjuntos nacidos tras la Primera Gran Guerra. Instituido en 1918 por miembros de la Budapest Opera Orchestra (Jenö Léner, József Smilovits, Sándor Roth, Imre Hartmann) fue el primer cuarteto en grabar el ciclo beethoveniano. Parte de una aproximación narrativa, persuasiva y retórica, tan expresiva y personal como es posible con la ayuda de vibrato, (amplio, variado y abundante), portamento (discreto) y tempo rubato (para articular la armadura a gran escala: los principales puntos estructurales son enfatizados por el rubato justo antes del punto de clausura o transición). Según el ideal teórico de Léner las líneas se funden un todo uniforme, adoptando idénticos fraseo, articulación, timbre y volumen. Deslumbrante en su detallismo técnico, respetando escrupulosamente las marcaciones dinámicas. La presión del arco es constante para crear frases amplias y apaciblemente conectadas; incluso el pizzicato es dulce y redondo. La posición impuesta al cuarteto durante la grabación de 1924 (Columbia) fue antinatural, con los violinistas sentados hombro con hombro, y el otro dúo compactado a su espalda, teniendo a un lado el embudo. En función del sonido podremos escoger su posterior acercamiento (EMI, 1932), de mayores definición y presencia.





El Busch Quartet (Adolf Busch, Gösta Andreasson, Karl Doktor, Hermann Busch) es el máximo exponente de la tradición germana desde 1919 y ocupa una posición intermedia entre el antiguo lider-dominante (Rosé) y el moderno democrático (Budapest). El concepto nace de la claridad intelectual de la estructura, acentuada, amplia, construida con luengas líneas. Mínimo rubato, con tempi extremos a lo romantisch. Vibrato puro de mano izquierda (como elemento básico de producción de tono y no como ornamento), stacatti acerados y precisa articulación rítmica. Apuntar el mágico cambio gradual de tempo al pasar del primero al segundo movimiento, algo ya exigido por Wagner para minimizar el efecto desorientador: “Formas opuestas abrazadas en su totalidad y evolucionando desde su reacción recíproca”. Deliciosa vulnerabilidad en el andante (la tranformación emocional que se captura en los silencios, o los furtwänglerianos cambios de tempi en la coda) y determinación rural en el presto. Noción lentísima del penúltimo movimiento hacia la serenidad ataráxica, cada final de nota tan calladamente vibrante como el comienzo de la siguiente. Ocasionales glissandi entre notas, algunos dejados a la discreción improvisatoria del instrumentista. Excelente el característico uso beethoveniano de los repentinos cambios dinámicos, con maravillosos pianissimi. Ante tal dichosa comunión, plena de un dramatismo magnético que ya no se encuentra, vale la pena ajustar el oído a las limitaciones de la grabación antigua (EMI, 1936) que favorece las frecuencias agudas de los violines.





Zoltan Székely, Alexandre Moskowsky, Dens Koromzay y Vilmos Palotai establecieron el Hungarian String Quartet en 1938. Palotai era obsesivo con el respeto a las marcaciones metronómicas de la partitura (lo que redunda en su potencia rítmica), mientras Székely tendía hacia la flexibilidad musical: “The old Hungarian did not rehearse, we fought and discussed”. Énfasis en la precisión perfeccionista, con uniformidad en los atriles que graban profundas incisiones, evitando el excesivo vibrato, y cuyo equilibrio interno da la claridad textural. Contemplativos, con escaso cambio dinámico, opción adecuada en la fuga, reteniendo el dramatismo hasta la coda, y continuando con un segundo movimiento verdaderamente molto vivace. El presto empuja el tempo con ligereza pero genera imperfecciones de tono. La toma sonora (Brilliant, 1953) es algo distante y mate.





El Hollywood String Quartet se fundó antes de la 2ª Guerra Mundial por músicos (Felix Slatkin, Paul Shure, Alvin Dinkin, Eleanor Allen) cuyo trabajo regular reposaba en las orquestas cinematográficas y acompañamiento de superstars como Sinatra. Cuatro sensibilidades muy personales, frescas y sin inhibiciones, que recrean una lectura analítica, de intenso formalismo casi toscaniniano, con marcada disciplina rítmica mantenida dentro cada sección, pero las secciones mismas observan un alargamiento en la frase final, muy efectiva dado el contexto de estabilidad general. Claro y homogéneo, dulce, transparente de texturas, combinado con rigor intelectual. El violín I es prominente en el registo agudo y de entonación falible. Grabación monoaural (el factótum de Capitol estaba aún convencido de que el estéreo sería una moda pasajera) con el talante y el equilibrio que proporciona el único micrófono (Testament, 1957).





Aunque el Budapest Quartet se instauró en 1916 por cuatro (naturalmente) húngaros, todos ellos habían sido reemplazados por cuatro rusos en 1936 (Josef Roismann, Alexander Schneider, Boris Kroyt, Mischa Schneider) lo que supuso una modernización de estilo, con intenso vibrato, ritmos rígidos y fraseos limpios. Cual Rolls-Royce de la época, su tono es suave y aterciopelado, seguro en entonación, alerta en conjunción, unánime en texturas, ligero en staccato, las cuatro individualidades subordinadas al ideal de eficiencia pulida y aristocrática elegancia. En esta línea dedicaron interminables ensayos para asegurar que articulación, digitación, fraseo y vibrato estuvieran perfectamente coordinados (con la primera media hora dedicada a escalas en unísono). Este registro postrero conlleva cierto declive técnico (el scherzo contiene algunas dolorosos sonidos del violín I), preferencia por tempi amplios y contrastes dinámicos modestos. Emocional, no respeta la partitura a rajatabla, pero ¿a quién le importa? Y además suena fantástico: la acústica es más bien dura pero no exenta de cuerpo y colorido (Sony, 1958).





A diferencia de otros cuartetos que rotan rutinariamente sus componentes, el Amadeus Quartet se manifestó históricamente en contra: “si uno de nosotros, por cualquier razón, no pudiera continuar tocando, el cuarteto dejaría de existir”; por ello siempre tuvo la misma configuración desde 1947 (Norbert Brainin, Siegmund Nissel, Peter Schidlof, Martin Lovett) hasta su desaparición en 1987. Comparado habitualmente (es decir, condenado por sus virtudes) con Herbert von Karajan por su suavidad mecánica, bellamente equilibrada, virtuosamente bruñida, reflejando las interacciones cuidadosamente ordenadas y circunscritas de un salón hacia 1800: es decir, con el violín I dominando con espeso vibrato y amenazando seriamente la entonación. Resaltar los deliciosos pizzicatti y el efecto ponticello en el scherzo. En la coda final se intenta recrea la sonoridad de una orquesta (masivo acorde en do sostenido menor). La grabación es ciertamente estrecha y peca de sequedad y agudos chirriantes (DG, 1963). Entre 1950 y 1967 el Amadeus grabó para la RIAS de Berlín un ciclo casi completo de los cuartetos beethovenianos para su difusión radiofónica. Los resultados difieren poco del ciclo en estudio para Deutsche Grammophon, pero algunos momentos brillan con la tensión del directo. La toma que ahora edita Audite es soberbia en sonido monofónico.





El Quartetto Italiano (Paolo Borciani, Elisa Pegreffi, Piero Farulli, Franco Rossi) combina su elegante clasicismo latino, muelle en la articulación y en la estabilidad rítmica, con la cualidad tímbrica muscular, densa, unitaria y colectiva, confidencial y lírica, hedonista y noble de expresión. Pureza de entonación, perfecto empastado y sincronización de ataques. Vibrato aplicado variadamente para sombrear, colorear, intensificar, matizar, jamás de manera ubicua. Tempi en general reservados, moderados, nunca aburridos. Asombroso fraseo en legato en los movimientos lentos, como en la aristocrática fuga, solemne (8:52) y con la coda sobre-expresiva. Las variaciones convertidas en ejercicios de libre asociación. Cierta delgadez en los agudos traiciona la edad de la grabación (Decca, 1969), rica y cálida, definida espacialmente, aunque limitada en la visibilidad de las líneas. 




Tras abandonar el Hungarian Quartet Sándor Végh formó su propio cuarteto en 1940 junto a Sándor Zöldy, Georges Janzer y Paul Szabó. Végh insistía en la irrepetibilidad de cada interpretación, anteponiendo expresión y coherencia a la perfección técnica, que él relacionaba con la frialdad. Independización de cada atril en busca de clarificar la estructura, respetando de manera única el equilibrio desde la igualdad tímbrica por parte de los cuatro componentes, las voces internas siempre definidas y sin preponderancia alguna. Fantasía en el fraseo, sin artificios, con la carga intelectual y emocional centrada en el contenido visionario de la música. El amplio rango de colorido tonal y el vibrato sumamente variado y discreto, disculpan los mínimos lapsus de timbre (tendente a la dureza) y entonación en el violín I. Lectura introvertida y profunda que destaca en los movimientos lentos, dando tiempo a formar las notas y consiguiendo una intensidad brutal a base de delicadeza dinámica. Toma sonora natural y detallada, piramidal, construida desde el cello (lo que contribuye a la calidez), muy reverberante, que redondea esta sensacional y espiritual interpretación (Naïve, 1973).





“’I went out of my mind and have been ever since”. Así describe Leonard Bernstein su encuentro en 1937 con el cuarteto nº 14 en la mahleriana orquestación de Dimitri Mitropoulos, cada línea de cuarteto interpretada por una dozena de instrumentos, los cellos reforzados por carnosos contrabajos. Lo que se pierde en intimidad y naturaleza esquiva se traduce en dramática inundación emocional, los movimientos lentos convertido en elegías sinfónicas: “You can’t understand any Mahler unless you understand this piece, which moves and stabs and with its floating counterpoint”. Naturalmente que los diálogos antifonales se difuminan a pesar de la virtuosa unanimidad de la Wiener Philharmoniker, cuyos músicos discutieron sin embargo a Lenny su adecuación: “Four people can’t play that, how can sixty play it?”. Precisión rítmica, seducción tímbrica y entonación milagrosa contribuyen a esta sublime grabación de concierto (DG, 1977) que era la favorita del propio Bernstein entre toda su producción “This is so beautiful and extraordinary that I dedicated it to my wife… it’s the only record I’ve ever dedicated to anyone”.





Berlioz refiere una representación del op. 131 en 1829 donde nueve décimas partes de la audiencia marcharon tras la apertura, incapaces de adaptarse al subversivo modelo de percepción del cuarteto como un todo gradual y progresivo. El Lasalle Quartet (Walter Levine, Henry Meyer, Peter Kamnitzer, Lee Fiser) fue el paladín de la Segunda Escuela de Viena; contaminado por ésta, su recreación de las obras modernistas de Beethoven refleja una abrupta acentuación de los contrastes dinámicos que lo hacen sonar agresivo y futurista. Todo ello palpable en las variaciones, urgentes y de desigual seguimiento de las dinámicas. El vibrato empalaga, excesivo, aplastante en la enunciación de la fuga. Desde el lado oscuro, las voces intermedias se espesan azucaradas, más empastadas que individualizadas. La dimensión espiritual de la música paréceme se ve comprometida, o es más etérea, adoleciendo de la gracia que conjura por ejemplo el Italiano. Sonido angular y áspero recogido con la usual sequedad de las tomas sonoras de Deutsche Grammophon (1977).





Las suaves variaciones dinámicas del Talich Quartet (Petr Messiereur, Jan Kvapil, Jan Talich, Evzen Rattay), sin dramatizar la profundidad de la composición (realización de su más avanzado pensamiento y sus torturados sentimientos), engendran una conversación plena de simplicidad y franqueza, un discurso íntimo y no una espectacular representación pública. Los movimientos rápidos danzan (sic) con un espíritu poco común, y sin embargo los lentos nunca soslayan la gravedad requerida. Pasajes del andante un poco rústicos y sentido de la línea y magnífico control tonal en el presto. Individualidad cooperativa pero no monolítica. El sentido estructural es consciente y palpable, pero siempre subrayado por un concepto del rubato de gran sensibilidad. Un problema menor es la peculiar toma sonora, árida y hueca, acerada sin clemencia (Calliope, 1979).





Lectura perversa la del Lindsay Quartet (Peter Cropper, Ronald Birks, Roger Bigley, Bernard Gregor-Smith): La entonación intencionadamente idiosincrática e iconoclasta, la violencia de los ataques buscando sentido y sensibilidad en vez de unanimidad, sacrificando la precisión y la belleza del sonido por la vehemencia expresiva, construyendo desde las partes individuales hacia la unidad estructurada… y arriesgando la indiferencia en la recepción del público. Dinámicas siempre diferenciadas no solo en amplitud sino también en tímbrica, y tempi también fuertemente caracterizados por su holgura y sin embargo de pasmosa naturalidad: la fuga más lenta con margen (9:23), con dispar vibrato en las líneas de apertura, y con las notas ligadas en los compases finales como estremecimientos. En las variaciones el metal de los violines está cuidadosamente emparejado, y la fluctuación del tempo compás a compás otorga una fuerte personalidad. El movimiento conclusivo es violento y destructivo en el ostinato homorítmico. Grabación atmosférica, extremadamente cercana y focalizada (ASV, 1983).





El segundo ciclo del Alban Berg Quartett (Günther Pichler, Gerhard Schulz, Thomas Kakuska, Valentin Erben) fue grabado en conciertos públicos en 1989, y quizás esté más inspirado por la presencia de audiencia que su anterior en estudio (EMI, 1983), aunque las diferencias son menores. Donde ofrece una superioridad sobre cualquier otro cuarteto es en su técnica inmaculada cual maquinaria de precisión, la unanimidad de ataque, la tímbrica lacada, el soberbio empaste. Tal es la discreción de sus dinámicas que enmascara el contraste que Beethoven pide en las variaciones o en el prosaico adagio quasi un poco andante. La implacable lógica e integrado sonido han sido recibidos en algunos ámbitos como aparente superficialidad y asepsia clínicas: la concentración y serenidad (fuga), seguridad (andante), apasionamiento (scherzo), delicadeza de las entradas en imitación (allegro final) de las que hacen gala no dejan lugar a dudas. El sonido (EMI) es también de primera categoría, ofrece presencia y excelente definición, particularmente en graves, sin que la audiencia sea intrusiva.





Característica del Emerson String Quartet es la alternancia entre los violinistas a la hora de repartir el primer atril. En este opus 131 la nómina es la siguiente: Philip Setzer, Eugene Drucker, Lawrence Dutton, David Finckel. Atléticos, técnicamente brillantes, con un excepcional control rítmico aún en los movimientos más veloces, pero presurosos y poco expresivos, acaso faltos de flexibilidad en los tempi. La literalidad en la plasmación de las marcaciones dinámicas puede parecer exagerada, a mí me resulta exquisita: escúchense los crescendi y sforzandi en la brevísima fuga, sin brusquedades -al lado de los Lindsays-, en un distanciado refinamiento, impersonal y analítico. La articulación también es cortante, finalizando las notas abruptamente, como en el espectacularmente acelerado presto, con su preciso entramado de staccati y pizzicati. No todo es tormentoso y explosivo, sus variaciones ofrecen un oásis lírico. Énfasis en el contrapunto, proyectando dramáticamente los contrastes. Sonoridad del cuarteto corpulenta y diamantina, con el omnipresente vibrato superando su legado como colorante emocional. Grabación concentrada espacialmente, clara e íntima (DG, 1994).





Hasta la fecha no tengo constancia de grabación alguna en instrumentos originales del cuarteto nº 14. El Quatuor Mosaïques (Erich Höbarth, Andrea Bischof, Anita Mitterer, Christophe Coin, todos ellos antiguos integrantes del Concentus Musicus Wien) realizó algunos discos en los años 90 que lamentablemente no se concretaron en una integral, de modo que nos tendremos que contentar con una muy mediocre toma sonora procedente de la emisión en directo del 7 de febrero de 1995 por parte de la BBC. Lo que distingue su interpretación es la combinación de timbre cálido y elegante fraseo. Veámoslos: La cualidad tonal de las cuerdas de tripa es particularmente importante en el empaste de la parte del primer violín, que tiende a permanecer en el agudo en la cuerda de Mi (prominente en cuerda de metal). Idealmente equilibrados (la influencia didáctica de Sándor Végh es palpable: Höbarth fue miembro del Végh Quartet los últimos años de su existencia), el conjunto dialoga con secreta resonancia y delicadeza de texturas. Por su parte el fraseo básico del grupo sigue las convenciones del siglo XVIII en una conversación galante que favorece la participación y la individualidad: no solo la articulación varía sutilmente en cada repetición, además las líneas son reformuladas cuando una voz responde a otra, e incluso se arpegian algunos acordes en la cuarta variación. Tempi extremos, exageradamente lento el último. El frecuente uso de rubato mantiene un nivel de flexibilidad local. La presencia dosificada del vibrato como ornamento contribuye a la transparencia y a la precisión de su entonación. Contenidamente clásicos, reservados, reverenciales en el rango dinámico. Nota final: este verano el Mosaïques tiene programados los cuartetos tardíos en concierto. Veremos si fructifican en disco. 





El Hagen Quartett (Lukas Hagen, Rainer Schmidt, Veronika Hagen, Clemens Hagen) delinea una caligrafía expresionista influenciada por el movimiento historicista, con fuerte acentuación y severas líneas contrapuntísticas; impecable a pesar de los riesgos: vívidos crescendi, tempi osados (la fuga muy pausada), asombrosas y escrupulosas dinámicas (con notas susurradas en verdaderos ppp), pausas extendidas, voces internas audibles. Hialino, expresivo, entonado, intenso, minucioso, exacto, excepcional. Pasajes casi sin vibrato, especialmente en el violín I, que sorprende con un portamento en el c. 83 del segundo movimiento. El breve tercero presenta un carácter improvisatorio muy adecuado, alentado por las vacilaciones en la cadencia; además hay que resaltar el uso de la primera edición, en la que se omite el si en el violín II en el c. 5 creando un punto de tensión novedoso. Las agógicas en las variaciones se mantienen en estricta coherencia. Tangible toma sonora, sincera y colorista (DG, 1999).





El Artemis Quartet fue forjado una tarde tormentosa de 1989 por cuatro estudiantes (Heime Müller, Natalia Prischepenko, Volker Jacobsen, Eckart Runge) ensayando esta misma pieza, que también estuvo en el programa de su primer concierto público al año siguiente. Doce años después, la colaboración argumentativa de este “matrimonio a cuatro” (como ellos lo denominan) aúna la perfección técnica de los Emerson a la belleza tímbrica de los Berg, transmitiendo desde la melancolía de la fuga a la ambigüedad del finale. Quizás la rudeza beethoveniana queda fuera de la ecuación, no así el inatacable detallismo en la articulación (apresurada en ocasiones), el equilibrio textural y la transparencia polifónica, las agógicas conscientes. El vibrato es suave pero latente. Excelentes las variaciones sin excluir el sentido del humor dentro de unas frugales dinámicas que no obstruyen el atrevido flujo. Toma sonora cálida, cercana y detallada (Virgin, 2002). 





Ha habido numerosos cambios de personal en el Borodin Quartet desde su fundación hace más de 70 años, pero siempre ha mantenido su impronta de dulzura tonal, unidad de fraseo y respiración, su fluidez orgánica. Ruben Aharonian, Andrei Abramenkov, Igor Naidin y Valentin Berlinsky (¡miembro original!) cultivan discretamente las dinámicas mesuradas, lo que lima las aristas y rebaja las cualidades maniacas del scherzo o del finale. La fuga es inusualmente rápida, perdiendo la solemnidad acostumbrada y lanzada en una búsqueda incesante. Excelente coordinación y equilibrio, casi como un único instrumento con dieciséis cuerdas, que desafía la clásica definición de Goethe de un cuarteto: “una conversación entre cuatro personas inteligentes”. Este Beethoven tradicional, casi festivo, posee la cohesión del Italiano, la expresividad de los Végh, el fulgor generoso de los Juilliard. El sonido muerde con agudos punzantes y estrecha espacialidad (Chandos, 2003). 





La interpretación de Terje Tønnesen al frente de la Camerata Nordic puede ser considerada como la antítesis de la mahleriana de Bernstein: el cuarteto ha sido reconcebido como un concerto grosso, reforzando los contrastes entre partes solistas y tutti (consecuentemente, los tempi elegidos son mucho más rápidos), y con algunas licencias poéticas como las notas pedales graves en las variaciones (cc. 149 y 157). Sonido heterogéneo de conjunto de cámara, las líneas instrumentales claras e independientes, negociando con precisión virtuosística, pero el torbellino emocional se difumina con la transmutación de las dimensiones estructurales. Apasionado sonido para este haydiniano divertimento para cuerdas (Bis, 2005). 





No es la primera vez que el Tokyo String Quartet ha llevado esta obra al disco (hay otra grabación de 1990 para RCA cuyo bello fraseo bordea la blandura), pero sí la primera con este plantel: Martin Beaver, Kikuei Ikeda, Kazuhide Isomura, Clive Greensmith. La narrativa sigue siendo lírica y aterciopelada, la articulación suave y conversacional, pero responde con mayor energía, rica en dinámicas en los pasajes dramáticos. Tempi a menudo en el lado tranquilo; no en la fuga, donde la reserva en el vibrato en el pasaje de apertura cristaliza los stretti en un halo de frialdad desesperanzada que contrasta el confortable subsiguiente allegro. Magnífica espacialidad de la toma sonora, por momentos sinfónica (HM, 2008).


Beethoven: Symphonie no. 7

Formalmente conservadora (aunque el desarrollo armónico estremece la estructura, racionalizando su inestabilidad), indiscutiblemente abstracta (con sonidos autónomos del sentido narrativo), festiva sin duda, el emblema primordial de la 7ª Sinfonía (1812) de Beethoven es el ritmo, subordinándose cualquier otro factor en esta inmensa maquinaria de ingeniería musical de bloques sonoros interconectados.

1 El Poco sostenuto–Vivace se abre con una mayestática introducción (cc. 1-62) que, a base de ambiguos acordes y corcheas ligadas siembra el germen rítmico, melódico, armónico e instrumental no sólo del allegro vivaceal que preludia, sino también de la sinfonía por entero. La modesta pero efectiva transición se condensa en un tema cuya imprompta telegráfica permea en forma de ostinato al resto del movimiento, desarrollándose y progresando en tonalidad, tratamiento y orquestación en una iconoclasta sonata de palpitante pulso procesionario.

2 Allegretto. De acuerdo a los libros de conversación de Beethoven éste utilizaba en sus diálogos cotidianos la métrica de la poesía clásica tales como hexámetro, pentámetro yámbico, dáctilo o espondeo. Precisamente en estos dos últimos está basado el ritmo del allegretto: una sucesión repetida e imperturbable de una negra, dos corcheas y dos negras, un ritmo ceremonialy obsesivo al que se subyugan las melodías, oscilando incesantesentre mayor y menor. Un simétrico acorde de armonía irresoluta parece el único modo de concluir dejando al oyente en suspense y ensoñación del misterioso canto susurrado, que solo aparece lento por el contraste a sus vecinos.

3 El lúdico Presto–Assai meno presto se propulsa mediante veloces y jocosas secciones, variando sin cesar dinámica y textura. El trio se inserta en dos ocasiones (cc. 153-240 y cc. 413-500) y en dos tonalidades diferentes; todavía centro de la sinfonía, posee un carácter estático por sus extendidas y resonantes notas pedal en la mayor.

4 El Allegro con brio es una saturnalia volcánica en sus elementos desencadenados, la violencia de los timbales napoleónicos, la persecución en bacanal de los instrumentos y la consiguiente rotación de frases entre secciones, la dionisiacacomplejidad de los ritmos: un sujeto martilleante y maniaco acentuado en el pulso natural, acompañado de sforzandien el tercer pulso (en metales y percusión) y cuarto pulso (en maderas) todo ello cohesionado con reminiscencias de temas secundarios de los movimientos previos. Y a pesar de la insistente sincopación y la vertiginosainercia muscular no deja de desprender un hálito (intoxicado) de danza haydiniana.


Superada la obsesión de la urgencia sobre el contenido, la Sinfonía en la representa la coronación de la habilidad técnica, de la disciplina inventiva, del impulso luminoso de la creatividad en sí misma. Con este alborozo de ritmos Beethoven ha aceptado la lucha y la decepción como parte de su vida y ha aprendido a disfrutar el triunfo sobre ellos.






Nota previa: En aras de la claridad los directores reseñados en anteriores entregas no tendrán cabida en esta homilía de carácter cíclico. Naturalmente que sus versiones son tan extraordinarias como las que se citan a continuación.

La ilustre devoción a la bebida de Franz Konwitschny (en la previa de un concierto se le computó la ingesta de 6 botellas de champagne) le valió el sobrenombre de Konwhiskey entre los profesores de la Leipzig Gewandhausorchester (había sido su director musical desde 1949 y su nivel de comunicación con la orquesta rivalizaba aquellas de Szell y Cleveland o Karajan y Berlín); ya en el podium, obviamente relajado y espontáneo, utilizaba una batida expansiva e imprecisa, pero que conseguía un reflejo sonoro categórico, conciso y cartesiano. Dicha orquesta ostenta una sostenida tradición beethoveniana como demuestra que ya en la temporada 1825-1826 la Gewandhaus ejecutó la première del ciclo completo de sus sinfonías. Sus características aristas de obsidiana incluyen masivas aunque flexibles cuerdas, metales abrasivos y unas heterogéneas maderas con un timbre oriental muy definido. Debido a tal colorido individualizado, la textura orquestal nunca torna homogéneamente aburrida.
El tempo klemperiano del primer movimiento no corresponde a la marca vivace de la partitura, pero Konwitschny energiza la excitación al borde del desboque; la estructura se remarca por el escrupuloso (y desacostumbrado en su época) respeto a las repeticiones.En el pasaje que comienza en el c. 142 (cuerdas en pianissimo, con interjecciones alternas de oboe y bajos) el ritmo es retenido con tal desafuero que parece que los bajos nunca conseguirán retomar su pleno impulso.
En el orgánico allegretto destaca su rústica concepción, con las semicorcheas martilleadas sin piedad en las cuerdas mientras las maderas reexponen el tema de apertura marcado piano y dolce (c. 150 y ss.); la sección fugada (estipulada pp, cc. 183-210) raya en lo inquietante.
Ya en el scherzo resalta el bohemio swing de los compases blanca-negra; en el trio la tensión es mantenida por el preciso control rítmico de las corcheas finales en cada compás (y que a menudo se dejan de lado). La nota pedal de la pareja de trompas en su sección central (c. 186 y ss.) semeja un auténtico mugido animal.
Radiante finale, de fraseo rítmico especiado por ataques persistentes en los principales acentos. El efecto se dilata por la repetición de la exposición que genera tempranamente una enorme agitación que se liberará en la apoteosis final.
Ejemplo paradigmático del Beethoven poderoso de la vieja (que no difunta) escuela germánica de Weingartner: grandeza dramática y soberbia crudeza instrumental. La toma sonora omni-dimensional envuelve la pasmosa y colérica amplitud dinámica en un leve manto de soplido de fondo (Edel, 1959).






Las míticas grabaciones de estudio de Carlos Kleiber solo se ven superadas por aquellas otras procedentes de sus escasos conciertos, donde poseído de un vigor prometeico representa el Teatro sinfónico: un espectáculo febril y exaltado, conjugando la insalubre precisión szelliana por la atención rapsódica con la visión arquitectónica (hay que hacer constar la omisión de las repeticiones en las exposiciones de los movimientos extremos).
La Bayerisches Staatsorchester aporta su extraordinaria intensidad, corporativa e individualmente: Magnífica contribución de los timbales, claridad pictórica de las maderas. El incomprensible pero hay que ponerlo en la situación de los violines (todos a la izquierda, snif), lo que disminuye su incandescente impacto.
Ya el arranque se presenta atléticamente cantelliniano, con el idiosincrático acorde de apertura no al unísono, sino desplegándose como una cortina operística. La refulgente transición al vivace 6/8 quizá peca de neutralidad apolínea, contrastando con la persistente acentuación, vibrante y fogosa, que nos conduce sin aliento al pasaje en secuencia del desarrollo, desenfrenadamente tchaikovskiniano en metales y cuerdas (cc. 201-219). Justo después de la fermata en el tutti(c. 300) oboe y cuerdas malogran el alarmante quebranto al do mayor. Demoniacos los accelerandi y rallentandi, por ejemplo en los cc. 319-322; dicho lo cual, el movimiento posee la inercia de una locomotora Big Boy.
Sentido y sensibilidad en el escénico allegretto, de articulación tensa, alerta y expresiva; el pulso a la breve inhibe el perfil lírico, transmutando el carácter sombrío y oscuro del contratema en violas y celli (c. 27 y ss.) a otro elegante y distanciado (y con las notas de adorno minimizadas, gentlemanlike). Desmesurado el crescendo (c. 51 y ss.) desde los delicados pianissimi empleados en el comienzo. Finaliza con un coqueto (y controvertido) pizzicato, emulando a su padre (en otra lectura legendaria sobre la cual se modela ésta, aspecto nada extraño teniendo en cuenta que Carlos utilizaba las partituras anotadas de Erich), que en una temprana investigación sobre el manuscrito descubrió que la marca a lápiz “arco” era una aportación posterior apócrifa.
El scherzo galopa irrefrenable: en los cc. 203-210 (y en cc. 463-470) estridula una figura introducida por las trompas a la que se añaden las maderas con una trayectoria que cada dos compases adquiere sabor de síncopas. Nadie las destaca demasiado, pero su sentido no le pasa por alto a Kleiber, que incluso parece acentuarlo más de lo necesario para que sea advertido como tal; y es importante porque el afán que se genera en estos 7 compases está compensado enseguida por la explosión en fortissimo. El trio se emplea para descansar la montura: poco expresivo, sin matizar como prescribe la partitura la línea del violín.
El tempo del finale difiere del de su padre (lento, ya que clamaba que la melodía es una danza austriaca folcklórica y debería ser tratada como tal). La pérdida de tensión cuando las maderas toman el saltarín segundo sujeto, Carlos la justificaba otorgando mayor relieve a la ininterrumpida línea de los violonchelos en ese momento (c. 363 y ss.) que marcan con insistencia el subrayado rítmico de la secuencia, una de las grandes genialidades de esta sinfonía; paulatinamente las coloridas trompas van ganando posiciones hacia el frente hasta que destellan incontenibles entre el lienzo general en el tornado de la coda, hasta el pleonasmo de la frase final donde se aúnan a la aceleración de los compases finales.
Orfeo ha editado este único concierto del 3 de mayo de 1982 (sin tomas complementarias que oculten los ocasionales ruidos, y de acústica poco resonante ya que el hall está lleno de público) con fantástico sonido, saturado de color, amplio, inmediato y muy detallado.Para aquellos que requieran los violines antifonales la grabación previa para DG (1976) se recomienda sola, eso sí, sacrificando romance por disciplina y velocidad.





La referencia conceptual de Daniel Barenboim es por supuesto la de Furtwängler (al que vio interpretar la obra siendo un niño): es decir, ajustar continuamente el tempoen aras de suscitar el drama y elucidar la estructura, sintiéndose depositario de la gran tradición wagneriana, de gran formato a la antigua, cantabile ma non danzabile. El instrumento cómplice de ese pasado es la Staatskapelle Berliner, una de las pocas orquestas que mantiene su rasgo personal derivado de la raigambre local: de sonido rotundo, avasallador, de barniz oscuro en las maderas, de contundente vibrato en las cuerdas que nunca sacrifica al resto de atriles. Los flexibles tempi decimonónicos, el interrumpido legato sobre las largas frases amenazantes, las transiciones y las pausas fueron ensayados a lo largo de tres años de conciertos previos.
Introducción fantasiosa, con la frase primera del Poco sostenuto muy lenta; dando arreones en las frases pares Barenboim hace crecer el sentido de anticipación, exigiendo la liberación que llega al cabo en el vivace. El final del grupo primario de la recapitulación (a partir del c. 287 hasta la transición c. 301) se desliza en un accelerandi desenfrenado.
Arranca elallegretto tan pausado (56 pulsos en vez de 76) que semeja un solemne, celibidachiano andante, dramática y densa reflexión musical, arisca batalla de claroscuros, interpretando con cuidado maternal cada compás por su relevancia armónica, con una profundidad grave y profunda que sin perder la tensión hace fluir la música. Cuando la voz de violas y chelos (c. 29-50) se escucha tan nítida como el procesional de los segundos violines en tenuto, parece que va a jugar la baza de la claridad frente al tempo de la tradición, pero la ilusión es momentánea: el contracanto desaparece del mapa sonoro con la entrada de los primeros violines (a partir del c. 51), pese a que los Kleiber nos han enseñado que es justo y necesario que dicha voz se siga oyendo. Misteriosa el aura de tragedia, con los pianissimi palpablemente graduados y la sinuosa línea de los celli emergiendo del inferno como en la cuarta cantata bachiana, a sólo un paso del contrapunto de La muerte y la doncella.
A un scherzopoco jaranero, walkirizado, sin nada de ligereza mendelssohniana, le sigue un abrasivo finale que comienza apresuradamente, las cuerdas articulando un tanto confusas (c. 5 y ss.); esta veladura de los dibujos, intencionada o no, permite que el desesperado impulso rítmico de los vientos irrumpa en las texturas.
En suma, Barenboim descarta el aroma dieciochesco y regala una experiencia beethoveniana inigualable en el panorama actual. Lástima la entubada toma sonora, como si estuviéramos sentados en la última fila de la sala de conciertos. Las maderas graves aparecen nubladas y los vitales violines antifonales solo se perciben en contadas ocasiones. La ausencia de dinámicas extremas hace sospechar de una manipulación artificial en busca de una doméstica zona media (Teldec, 1999). La solución alternativa es decantarse por la lectura con la West-Eastern Divan Orchestra (Decca, 2011), de similar concepto interpretativo y superior toma sonora.





Charles Mackerras amalgama la inspiración historicista de base (detalles de articulación, fraseo y dinámicas gracias al reducido tamaño de la Scottish Chamber Orchestra: tímbricas chispeantes -prominentes metales y tormentosa percusión- y diáfanas texturas -discreto uso del vibrato-) con leves y tímidos asentimientos a la tradición interpretativa que subrayan los momentos dramáticos, como el rallentandoen los acordes conclusivos de los movimientos, aunque evitando la pomposidad del pasado.
El dinámico allegroinicial mantiene un pulso ligeramente más lento de lo propuesto por el autor, pero esto propicia un carácter enfático y poderoso de los insistentes acordes que jalonan el progreso del movimiento. Hay que reseñar la frescura del solo de flauta anterior a la entrada del tema principal (c. 68 y ss.) así como la notoria importancia de las cuerdas en la tesitura media en el segundo sujeto de la exposición (cc. 89-108).
La severa presencia de los contrabajos en las tempranas declaraciones del tema (c. 3 y ss.) proporciona una desmesurada urgencia vital (Mackerras presumiendo de sus 80 joviales años: I can’t get no) al crescendoinicial del allegretto. También emocional si la música lo requiere: cuando las maderas roban el aliento en el pasaje marcado dolce en la sección en la mayor (c. 101 y ss.), como suave consolación después del lamento de la procesión funérea, lo hacen con una gentileza mágica negada a otras lecturas más energéticas y rigurosas. Solución intermedia al pizzicatofinal, usando el arco sólo en el último compás. Su ritmo profetiza el entusiasmo cinético del scherzo, donde, en busca de un mayor equilibrio estructural omite la repetición de la segunda parte del trio.
El finalees un modelo de control: intenso, bravo, siempre internamente equilibrado. Colorido abundante por la inclusión de un armónico contrafagot (ya que Beethoven dispuso de uno el día del estreno) en la coda.
Toma sonora cercana y focalizada, sin ruido de la audiencia (la grabación se realizó principalmente en los ensayos del Festival de Edimburgo en 2006), sin excesiva amplitud espacial o dinámica (Hyperion).





El movimiento historicista alcanza su culmen y adquiere un significado autónomo con lecturas como la siguiente: aparte de los timbres afilados y las texturas ásperas (recogidos de manera asombrosa en la grabación), la impronta radical viene en el carácter de Emanuell Krivine y en su atención a la sutil acentuación de cada compás, la flexibilidad del fraseo, la danza de contrastes exageradísimos.
Ya en los abruptos acordes de apertura sentimos la tensión que irá creciendo en el paso fluido. Las cuerdas (de vibrato escaso pero no inexistente) jamás fueron advertidas así en los sujetos de la exposición, al menos con esa rugiente presencia. Cuando Krivine prepara un clímax relaja el tempo (mínimamente) para acentuar el consiguiente crescendocon un toque de accelerando, como en el callado pasaje en la transición anterior a la coda (c. 300 y ss.). El fabuloso gruñido ostinato de los graves en la coda (nunca capturado de manera más elocuente -cc. 401-423-) sugiere los comentarios sobre la locura del compositor que hizo su colega Weber: “Con esta sinfonía, Beethoven declara estar listo para el hospital psiquiátrico. ¿He dicho ya que la toma sonora es sensacional?
La planimetría del párrafo inicial del allegretto nos advierte de su solemnidad ascética, demacrada a pesar del vigoroso tempo, que atesora instantes de sublime poesía como en el pianissimo del c. 43, aunque sin permitir la complacencia en los tramos en clave mayor. Calidez y elocuencia de los segundos violines cuando su unión con los primeros permite la plenitud de las texturas (c. 51). El etéreo fugado (cc. 183-210) se prolonga en unas nostálgicas maderas que doblan y se imponen en los compases siguientes.
Irrepresable prestodentro de su delicadeza. Krivine integra la llamativa sonoridad en la estructura, como en el airoso trio, construido sobre la nota pedal de la mayor, sostenida primero por los violines (c. 153 y ss.) y después en la culminación por unas trompetas que inundan el tejido sonoro (c. 211 y ss.).
Finale embriagador, de furiosa aportación del percusionista y abandono antifonal en la coda de un modo que la partitura parece exigir a grandes voces.
La toma sonora, recogida en concierto, deslumbra con una presencia anonadante, la espacialidad panorámica de los atriles de La Chambre Philharmonique, la minuciosidad del colorido en las maderas (Naïve, 2009). Y lleva al inconfesable convencimiento de que ésta es la manera en que la sinfonía debería sonar. Háganse cuanto antes con este disco maravilloso.






Nota final: Los veinte directores citados en esta serie beethoveniana parecerán pocos a los lectores aventajados. La lista podría ampliarse con otras interpretaciones que irremediable e indefendiblemente han quedado fuera. Para ellos propongo una serie de curiosas parejas de baile (o de cuadrilátero): Mengelberg-Norrington, Scherchen-Giulini, Reiner-Brüggen, Jochum-Abbado, pero el Beethoven perfecto siempre permanecerá un sueño lejano: lo que cuenta es la huida y no donde ir.


Sabido es que la extenuante planificación de los ensayos de Carlos Kleiber permitía luego en el concierto el gesto de aparente y jubilosa improvisación, de dominio hipnótico a base de gestos mínimos y gentiles. Aquí le tenemos conduciendo la Concertgebouw Orchestra de Amsterdam (Unitel DVD Rip, 1983) en lujosa pero externa pulcritud unánime del fraseo, ferviente pero premeditada, abrasadora pero nada espontánea.


Beethoven: Symphonie no. 6 Pastoral

¡Cómo los poemas antiguos, tan bellos, tan admirados que son, palidecen al
lado de esta maravilla de la música moderna! […] Velad vuestros rostros,
pobres grandes poetas antiguos, pobres inmortales; vuestro lenguaje convencional,
tan puro, tan armonioso, no sabría competir con el arte de los
sonidos. ¡Sois gloriosos derrotados, pero derrotados! No habéis conocido lo
que hoy día llamamos melodía, armonía, la asociación de timbres diferentes,
el colorido instrumental, las modulaciones, los sabios conflictos de sonidos
contrarios, que primero combaten entre sí para luego abrazarse, sorprendiéndonos
el oído, nuestros extraños acentos que hacen resonar las profundidades
más inexplorables del alma. […] El arte de los sonidos propiamente
dicho, independiente de todo, ha nacido ayer; apenas es adulto, tiene
veinte años. Es bello, todopoderoso […] Nosotros le debemos un mundo de
sentimientos y de sensaciones que nos permaneció cerrado. Sí, grandes poetas
adorados, estáis vencidos: Inclyti sed victi.

En la serie de artículos que Berlioz dedicó a las sinfonías de Beethoven en la Revue et Gazette Musicale en 1838 se puede apreciar como el romanticismo personal del francés colorea su percepción de la música del germano. Desde mi racionalismo exacerbado sigo intentando trazar otro punto de fuga tan alejado como pueda estar el cénit del nadir.

Y es que en las artes plásticas, y en mayor medida en la música, se suele evitar con gran escrúpulo usar la palabra “intelectual”. Sin embargo, como vimos en las entradas anteriores el mundo sinfónico de Beethoven se basa en el método racional para que lo inefable cobre forma y pueda ser comunicado. A pesar de su rigurosa contemporaneidad (1808) y de las similitudes superficiales, 5ª y 6ª Sinfonías son diametralmente opuestas en estructura y expresión mostrando la esquizofrenia creativa del compositor. En la Pastoral, la simplicidad de las armonías (con prevalencia de tónica y dominante) y la repetición continua (diríamos minimalista, con cambios a nivel dinámico e instrumental) de una misma fórmula melódica aseguran su carácter estable y forjan la impresión de inmovilidad, de paz profunda de los sonidos constantes de la Naturaleza.

Cinco retratos atmosféricos que, trastocando el orden clásico de los cuatro movimientos, reflejan la relación humana con la naturaleza (y en consecuencia con la divinidad creadora, según el autor): “es más una expresión de [mis] sentimientos que una descripción pictórica”. Una poesía musical versificada con timbres y armonías en la que Beethoven vuelve a encontrar la liberación personal a través de la (aparente) simplicidad de la Naturaleza en un viaje a un mundo idealizado e imaginario: “Nadie puede amar el campo como yo lo hago”.

Nota previa: En aras de la claridad los directores reseñados en anteriores entregas no tendrán cabida en esta homilía de carácter cíclico. Naturalmente que sus versiones son tan extraordinarias como las que se citan a continuación. 

No suelo establecer comparaciones directas entre dos interpretaciones; en este caso son tantos los puntos en común entre las casos de Walter y Casals, que, aparte de establecer éstos, vale la pena anotar sus características diferenciadoras.
Los 82 años de Bruno Walter embaldosan un relajado espíritu vienés, cantabile, afectuoso y gentil tanto en sonido como en sentimiento, que se ajusta a (la, cierta) naturaleza de la obra, de atmósfera dionisiaca y familiaridad ociosa de los tempi, flexiblemente respirados, de claridad en las líneas que entremezclan sus armonías, de meridiana estructura narrativa (a pesar de la ausencia de repeticiones de las exposiciones) que va anotando un concepto literario que amalgama perfectamente con el sentido panteístico original.
Tampoco los 92 años de Pau Casals son obstáculo para el infinito grado de cuidado y atención al detalle, el fraseo vibrante y abigarrado. Comprobémoslo en el allegro ma non troppo: A partir del compás 67 el tema principal comienza en oleadas en los violonchelos, mientras la figura en corcheas en los violines es en comparación ornamental, ligera y se desliza en diminuendo como una cascada (que no figura en la partitura). Desde el c. 75 las partes se invierten, pero el diminuendo se mantiene en el fraseo dentro del general crecimiento en intensidad dinámica, como una inversa fuerza de marea. Dicha profundidad expresiva se revela también en los tresillos en las cuerdas graves (cc. 151 y ss.): cada uno de ellos posee sus propios diminuendos, ejemplificando la variedad y renovación del ciclo natural. Por el contrario Walter maneja su habilidad intuitiva para conferir a cada frase un equilibrio hermoso, una articulación en inacabable legato, una dinámica amable y comedida que previene el laxo paso de la amenaza del tedio. La actitud patricia que guía los deliciosos y delicados tres compases iniciales, con el ritardando sublime y la pausa respiratoria posterior a la fermata sugieren ya un cierto afán de anticipación y revelan en plenitud el ejemplar control que los maestros ejercen.
El andante posee en ambos una cualidad de ensoñación en sus reposados ritmos. Si en el c. 39 las parejas de corcheas en las cuerdas semejan suspiros delirantes, a mitad del c. 41 el maestro catalán ha de chistar para controlar el excesivo entusiasmo de unas cuerdas olvidadas de la dinámica pp. Casals incluso permite al clarinete un crescendo un compás antes de lo indicado en la partitura (c. 137). La pequeña cadenza pajaril en los vientos (cc. 129 y ss.) adopta un perfil quasivocal, que Walter decía proceder de los trabajos operático-juveniles del compositor.
En el scherzo los caracteres difieren: el ardor mediterráneo de Casals se explicita en un terrenal fagot dando no sólo sus somnolientos grupos de tres y cuatro notas sino también su largo pedazo de sonambulismo musical que a menudo pasa desapercibido (cc. 181-189), y sobre todo en la desvergonzada trompeta del c. 203. Walter es mucho más civilizado, aunque posee la energía y urgencia demandadas por la partitura, moldeando con amplitud e intensidad.
Para Casals la tormenta es olorosamente dongiovannesca, con el protagonismo amenazante para los metales, mientras que para Walter, sugiriendo una fuerza espiritual detrás de los suaves elementos, hay un punto de estabilización en el do mayor -asociado a un componente religioso directa e intencionadamente: Beeethoven escribió en sus bocetos “Te damos las gracias, Señor”- que peregrina delicadamente a un allegretto que exulta precisamente ese sentimiento como culminación de la obra, el retorno al hogar como incandescente y sosegado remanso de paz. El ritmo 6/8 está hábilmente matizado y la melodía amorosamente acunada por un fraseo alerta del primer al último compás.
Verdaderamente beethoveniano tal y como sucesivas generaciones de músicos germanos habrían comprendido ese término, Walter suscita una meditativa y reverencial lectura. Dentro de su benevolencia recreativa, Casals no duda en desviar retóricamente una frase hacia sus propios fines, a su propio temperamento, en una inocencia liberadora.
Dos exiliados en el culmen de su veranillo de San Martín al frente de orquestas americanas: Walter destaca el lustre de las cuerdas (quizá ayudado por la grabación), aunque el empaste de la Columbia Symphony Orchestra (principalmente integrada por profesores de Los Angeles Philharmonic) no sea óptimo. La edición japonesa del CD (Sony BlueSpec, 1958) ofrece incluso una mejor recreación holográfica que el SACD: a partir de grabación original en tres pistas, el sonido es dulce y resplandeciente, con graves rotundos y firmes.
El equilibrio interno de las texturas de la Marlboro Festival Orchestra (Sony, 1969), que tampoco puede compararse con los grandes conjuntos europeos por su carácter efímero, está registrado con inmediatez gracias a la cercanía de los micrófonos que recogen algún ruido del directo.




 

El Beethoven de Karl Böhm es poéticamente idílico y probablemente alejado del personaje histórico. Sin embargo su estilo operático funciona en la Pastoral cabalmente: bucólico, placentero, recatado. Su equilibrio ponderado (estupendo en el corte y confección) puede parecer conservador (pero no conformista) en el siglo XXI (como de hecho lo es), pero su fuego progresa de manera imprevista y arrebatada dentro su contención. Adaptados al propio estilo de la orquesta los tempi fluyen moderados pero no estáticos, enmendando los acentos verticales y difuminando los pulsos.
El idioma pastoral y el fraseo belcantista se establecen ya en las quintas sostenidas en violas y violonchelos (cc. 1-4). Otros matices pacientes y sutiles pudieran ser la independencia con la que cada una de las 3 partes dialoga en los cc. 115-122, o cómo Böhm marca con perspicacia la contribución en pizzicato de los segundos violines (cc. 383-389) en el segundo grupo temático de la recapitulación.
En los cuadernos de Beethoven podemos encontrar una explícita formalización de la relación entre naturaleza y música en dos apuntes manuscritos: “murmullo del arroyo” y “a más profunda el agua, más grave la nota”. La frase musical que bordean llegaría a conformar los dos violonchelos tocando en 12/8 al comienzo del lánguido y soñador Szene am Bach, de vasta escala bruckneriana. En general, el incesante movimiento del arroyo se articula con gran amplitud del arco y muy poca presión, evitando cualquier acento, con el tempo a casi la mitad de lo prescrito, pero gracias al aliento y la intensidad cantora que Böhm induce a la orquesta permite incluso que el florido dueto entre flauta y obóe sea amoroso sin arrimarse a lo manierista (cc. 57-66). No ha de pasarse por alto la pausa sublime al comienzo del c. 76 en la cadenza del clarinete. En la coda el vibrato añadido al canto de los pájaros suena poco ornitológica, si bien los dos últimos acordes, tocados en diminuendo, comunican una profunda serenidad.
En el tercer movimiento Böhm es imcomparable: un paso lento emparejado a un propulsivo ritmo danzable que la Philharmoniker es capaz de sugerir sin pérdida de dignidad musical, con Beethoven haciendo gala de su conocimiento íntimo de las tabernas de los bosques vieneses: el fagot dormido sobre el carro del heno.
La tormenta es lenta en su construcción, implacable en su turbulencia, retumbante en su retirada, enlazando discretamente su segunda parte (piccolo y trombón) con El Holandés Errante.
Si los últimos 28 compases del finale eran convertidos por Walter en una lenta y autoconsciente bendición, en un himno panteísta poco adagio, Böhm dibuja una atmósfera en abundancia sin tal énfasis: un ligero abandono del tempo, un verdadero sotto voce en las expresivas cuerdas y una especiada llamada de trompa. La coda no requiere más para conjurar un mágico y lejano crepúsculo, reconciliando la pintura tímbrica con el sentido improvisatorio de una cadenza formal.
La soberbia grabación analógica embalsama la impecable orquesta (DG, 1971): La Wiener Philharmoniker puede presumir de la herencia orográfica, pero esta agrupación ha crecido orgánica y necesariamente con cada cambio de profesor en sus atriles: con esa sonoridad densa, expansiva, vibrante y adorable de las cuerdas (de asombrosa unanimidad) que cubre la riqueza tímbrica de los vientos (doblados y bellamente empastados) es difícil no caer en el romance. A este respecto puede apuntarse el comentario realizado por su violista principal años después de hecha esta grabación: “Cuando tocamos Beethoven con Bernstein lo hacemos al modo de Bernstein, pero cuando tocamos Beethoven con Böhm lo hacemos al modo de Beethoven”.



En su pragmatismo (ciertamente sinuoso, lleva grabando discos 51 años, ahí es nada) Nikolaus Harnoncourt deswagneriza sónicamente Beethoven, prefierendo intuir solo el próximo romanticismo pero sin enraizarlo tampoco en la era clasicista. La fresca y refinada expresividad de la Europe Chamber Orchestra (unos 50 efectivos) imprime un estudio tímbrico inaudito hasta la fecha (camerístico, como el nombre del conjunto indica). La formación historicista del maestro impone la minimización del vibrato y el equilibrio sonoro entre las voces, la característica agresividad rítmica que mantiene cierta flexibilidad (por ejemplo en los énfasis estructurales, o en los cambios de carácter importantes), la dinámica muscular pero sin exageraciones artificiales (la Szene am Bach es adorable sin ser lánguida, enfatizando hipnóticamente la figura del murmullo del arroyo, pero difuminando los sutiles contrapuntos de otros motivos). A pesar de la negativa a la división antifonal de los violines y al rechazo de las marcaciones metronómicas de la partitura para una representación contemporánea (debido a los superiores tamaño de la orquesta y resonancia del recinto), y a la familiaridad de los instrumentos modernos (a excepción de los trompetas naturales cuyas timbres cortantes fanfarrian las texturas) los compases se suceden intrépidos, cual emocionantes y estimulantes descubrimientos. Como ejemplos en el primer movimiento podemos citar:
La marca fp en los vientos en el c. 53 es un diminuendo que se extiende no sólo hasta la séptima corchea, sino también a ella; entre los cc. 66 y 67 se produce la más ligera de las pausas, como si los violines cogieran aliento en feliz anticipación de la frase por llegar; el obóe capta nuestra imaginación pasando de si bemol a re cerca del comienzo del desarrollo (cc. 163 y ss.); reaparece el hábito furtwängleriano de la pausa arbitraria antes del tema principal en sus dos entradas en el desarrollo (cc. 191 y 237). Sin embargo, este allegro ma non troppo parece un tanto reacio al despertar de los alegres sentimientos al llegar al campo debido al romántico, melancólico y antiheroico legato en la acariciante e íntima si bien rústica tímbrica de la sección de cuerdas.
En el inicio del apacible andante Harnoncourt desliga los tresillos del acompañamiento y de las trompas (cc. 7 y ss.) subrayando la cualidad sincopada de la música y alentando al arroyo a burbujear libremente. Delicioso el solo del fagot sin permitir que las violas usurpen su protagonismo (cc. 32 y ss.). Otro detalle decimonónico es el deccelerando acompañando al diminuendo en las parejas de corcheas del c. 111.
A partir del scherzo un estallido dinámico insufla vida a la hasta entonces plácida interpretación, como en el segundo tema (cc. 92 y ss.) melodiado por el sincopado oboe y acompañado por el burlón fagot que sólo puede emitir dos notas (tónica y dominante), o la violenta danza zapateada del trio (cc. 165-180).
La tormenta, amenazante pero no melodramática, contrasta con un finale casi demasiado vibrante: Harnoncourt libera el tema de apertura de su obvia religiosidad y lo deja volar en el atardecer con un marcado júbilo olímpico. Hagamos hincapié en cómo se hermosea un pequeño motivo: en la recapitulación, en la primera variación tras la canción de los pastores (c. 117), la música se aquieta: por debajo de los gorgoteantes primeros violines se escucha una célula de cuatro notas en pizzicato por parte de los segundos, apoyados en los acordes de los violonchelos (todo ello marcado piano). En el c. 125 pasa a los primeros violines en crescendo y staccato acompañados por las violas repitiendo el motivo a contratiempo y en pizzicato. Repentinamente (cc. 133-140) la orquesta responde en tutti y el pequeño sujeto es enfatizado por Harnoncourt en las trompas.
Quizá para algunos oyentes la original prominencia de lineas subsidiarias podrá parecer arbitraria, perversa, incluso grotesca, perdida la lógica y coherente estratigrafía musical y olvidada la belleza conocida del sonido. Hagan la prueba. La grabación, en directo, es excelente si bien algo distante (Teldec, 1990).




 
Los instrumentos antiguos (específicamente vieneses, afinados a unos modernos 440Hz) de Anima Eterna aportan un plus agreste, tornasolado y centelleante a la definición de las traslúcidas texturas, siendo los diálogos entre los planos instrumentales equilibrados, diferenciados y poco empastados. Si a esto Jos van Immerseel añade unos tempi a la breve (los requeridos por el autor) la escala tradicionalmente atribuida a Beethoven (heroica, majestuosa) se transfigura en otra camerística de carácter conciso, airosa, trivial incluso por momentos, pero plena de impulso vital.
El pulso ligero prescrito por Beethoven convierte al primer movimiento en un paseo enérgico en una agradable mañana invernal y hace cobrar sentido a la fascinante repetición en un continuo flujo dinámico sobre notas idénticas (cc. 16-25). Otros detalles que enlucen podrían ser: Justo antes de la recapitulación, un lugar para el que siempre Beethoven reserva un tratamiento especial, la callada aproximación al retorno de la tónica es preparada por un potente si bemol mayor (c. 275-78), después del cual el primer tema (en la tónica) se desliza suavemente en los segundos violines y las violas mientras los primeros violines improvisan trino y arpegio sobre el pasaje; o cómo en el comienzo de la coda los violines acunan el persistente ritmo ternario con un tacto exquisito (cc. 428 y ss.); o cómo tras varias cadencias quebradas, un humorístico clarinete destaca un nuevo tema, trayendo a las mientes una banda de viento popular (cc. 476-492), dentro de la cual todas las marcaciones forte son tratadas moderadamente para permitir la escucha del clarinete.
Basado en la edición de la obra debida a Jonathan del Mar es el uso de la sordina en los sedosos violines: ahora el arroyo musita poesía en la sombra. Pero, acaso, es más relevante el carácter propio que poseen los solos de las maderas: en los cc. 136-139 la íntima frase en pp pasa de instrumento a instrumento en una ininterrumpida línea de expresión, con un halo de belleza.
En un ambiente erótico-festivo los campesinos bailan y se emparejan con vigor hercúleo en el ritmo ternario del scherzo. Los alcoholizadas trompas acentúan furiosas la danza, cual reflejo de Baco en la fantasía Disney. El trio en 2/4 gira espléndidamente desenfrenado, tanto que, al final de la danza rústica parece que el caos está a punto de imponerse hasta que la llamada de las trompetas anuncia el retorno a la sobriedad (cc. 203).
A pesar de su economía de medios -unas sucintas 24 cuerdas (6.6.5.4.3)-, la tempestad cruje con intensidad dramática por la arrebatada coloración de los metales fieros, los punzantes timbales, el tremolando en las cuerdas graves. Al declinar, la continuidad de la naturaleza restaura el idilio: a partir de la escala de obóe como un arcoiris sonoro (cc. 154-155) las cuerdas se expanden, con los violines respondiéndose antifonalmente a través del paisaje. Immerseel parece preferir no conducir de una manera convencional, sino más bien coordinar la representación como un músico de la época habría hecho: sencillo en la articulación, de acentuación angulosa pero sin retóricas desmesuradas, con inflexión vocal de las frases, y descartando cualquier hábito de rallentado en las cadencias conclusivas. Sin embargo demuestra una habilidad klemperiana en la construcción de clímax y una determinación de hacer expresiva cada nota: escúchese la impresionante presencia de los fagotes en la segunda variación sobre el tema principal (cc. 177-182). Los contrabajos (con trastes y afinados por cuartas, a la última moda de 1800) resuenan con todo su poderío en la dulce y pasmosa toma sonora, de extrema separación estereofónica (ZigZag, 2006) y que recrea la turbación y el impacto que en su día esta música generó en la percepción de la audiencia.

Beethoven: Symphonie no. 5

Monumento milagroso al arte del desarrollo, la 5ª Sinfonía de Ludwig van Beethoven (1803-1808) se apoya más en la lógica elemental e irresistible, de simplicidad inherente, gravitatoria e inaplazable que en el rapto sublime e infinito entendido como la esencia del romanticismo musical: Una célula omnipresente (tres corcheas prolongadas por una blanca) permea la entera sinfonía y entrelaza cada compás en su tratamiento temático, formal y tímbrico, comprometiendo la autonomía clásica de los cuatro movimientos. Esta concentración narrativa, o si se quiere teleológica (en su concepto schilleriano de oposición al destino mediante el sufrimiento), está sostenida por una urgente energía rítmica propulsora que va arrollando la polaridad menor-mayor que tersa la obra por completo en una original integración motívica y emocional.
1 Allegro con brio. El colosal y amenazante motivo de apertura plantea el conflicto modulando y mudando su instrumentación y dinámica; difuminando el formato sonata también se escucha como génesis y sombrío contrapunto al corto y cantabile segundo sujeto (cc. 59 y ss.), al que en breve engulle, barriendo todo a su paso hasta que se deconstruye hasta llegar a una simple nota en el jadeante desarrollo (cc. 125-239). La recapitulación enarbola una mayor intensidad del nivel rítmico y dinámico que contrasta asombrosamente con la suplicante cadenza en miniatura (c. 268) que también sucumbe al torrente dramático que agita la angustiada coda (cc. 398-502).
2 El plástico andante con moto asume el asiduamente cultivado por Haydn concepto de variaciones alternas sobre dos temas, uno en clave menor, el otro en mayor. La desesperanza avanza en cada variación, progresivamente cercadas por el tema fatídico, aunque precaria y ambiguamente aliviadas por las repetidas trompas y trompetas en do mayor que presagian el finale.
3 Sobre la piedra angular también se tensa el nocturnal scherzo, articulado por dubitativos ritardandi. La parte media que toma la función de trío (cc. 141-236) es un bullicioso fugato que trepa premonitoriamente desde los contrabajos hasta las flautas. Tras el cambio de tímbrica en el retorno del scherzo (las recias trompas reemplazadas por delicados pizzicati) aparecen una transición expectante (cc. 325-374, cadavérica y disonante, suspendida en un limbo armónico, de cuerdas susurrantes –ppp– que suspiran mientras el macabro timbal puntea el ritmo motto), un crescendo resplandeciente y un sorpresivo modo mayor que attacca el …
optimista finale (4), orquestado con solidez majestuosa y lenguaje inflamable (en su adicción de instrumentos del ámbito militar: piccolo, contrafagot y trombón). El progreso de la oscuridad a la luz es desafiado revolucionariamente en la recapitulación (cc. 132-296) con el retorno fantasmal del scherzo, cual recuerdo a los vencidos. La coda en presto con más de 50 triunfales compases firmemente asentados en puro do mayor fortissimo resuelve las formidables tensiones armónicas de la obra y culmina la aguerrida transformación racional y simbólica de un viaje psicológico de dialéctica tumultuosa pero propósito plenamente intelectual.





Nota previa: En aras de la claridad los directores reseñados en anteriores entregas no tendrán cabida en esta homilía de carácter cíclico. Naturalmente que sus versiones son tan extraordinarias como las que se citan a continuación.



Existen algunos documentos anteriores a la Primera Guerra Mundial que nos proporcionan una ventana única a la noción wagneriana de interpretación. Puente entre Bülow y Furtwängler al frente de la Berliner Philharmoniker, el estilo imaginativo, espontáneo y flexible de Arthur Nikisch se basa en libérrimas (y cuidadosamente organizadas) variaciones continuas de tempi en cada frase, pero siempre manteniendo estricto el pulso del compás, de efecto mesmérico sobre una orquesta reducida a unos 50 miembros (15.5.2.3 en cuerdas): Véanse en la foto las condiciones del estudio.
Desde la apertura el tema recibe un tratamiento ponderado, muy alejado de los tormentosos modernos e incluso baja el tempo al imperial segundo sujeto (cc. 59 y ss.), retomando paulatinamente el pulso en el crescendo a partir del c. 83. La minúscula antítesis entre la enunciación ff del tema en los compases 228 y 241, y los acordes pp intermedios puede deberse al sistema de grabación. En la recapitulación Nikisch es romántico: hay quien tacharía de sentimental la poética conjura de la pequeña cadenza del oboe (c. 268).
El tranquilo andante se ve nuevamente aquejado de indefinición y debilidad sonora (los pizzicati en los graves), sin poder enfatizar las alternancias forte-piano (por ejemplo, entre los cc. 19-22). Especialmente revelador de la flexibilidad del rubato es el pasaje entre los cc. 127-143, con los vientos proporcionando un clásico ejemplo de notas desiguales (3:2), casi al modo barroco.
El tempo del scherzo se atempera a la busca del diálogo entre secciones instrumentales, recreándose en los ritardandi, mientras los descansos de las cuerdas permiten destacar las aportaciones de las maderas en el idealista finale.
La grabación acústica (DG, 1913) sobre cilindro de cera (con las secciones de instrumentos apiñadas alrededor de una bocina) es verdaderamente primitiva, de estrechos límites tanto de frecuencia como dinámicos: algunos de los agitados pianissimi en las cuerdas son casi inaudibles. Ya en 1925 Gramophone la catalogaba como “antigua e imperfecta” y apuntaba que las trompas al comienzo sonaban “como si la sirvienta hubiera resbalado por las escaleras con la bandeja del desayuno”. Caramba. De esto no puedo dar fe.





El ciclo NBC de grabaciones beethovenianas de 1939 marca la ruptura forzada de Toscanini con su pasado europeo. Su angustia personal queda reflejada en la excitación cinética de unos tempi que rozan el paroxismo frenético (podríamos decir que en estricta adherencia vacitinatoria HIP a la partitura). Dicha vitalidad demoniaca, ya palpable desde los intimidantes acordes iniciales, es compatible con el todavía gesto natural de Toscanini hacia la fluidez del pulso en las transiciones, por ejemplo en la callada alternacia de cuerdas y vientos que mantiene la tensión en el desarrollo (cc. 197-227). Los lobunos timbales con rápidos crescendi-decrescendi en la recapitulación del primer tema (c. 250) serán asumidos por los historicistas: Norrington, Krivine, etc. En la recapitulación del segundo sujeto Toscanini incurre en la usual reescritura otorgando a la trompa la línea de los fagotes (cc. 303-310), dando por sentada esta orquestación si Beethoven hubiera tenido a su disposición trompas modernas con válvulas.
Prosaico en el andante, de ejecución técnica casi perfecta (sesgada justo al final) pero cuya elegancia y calidez desaparecen en la sequedad del exquisito equilibrio arquitectónico, en la intransigencia en los detalles, en la exacta calibración de las pausas.
Las inquietas líneas de los bajos acechan la gracia vienesa del contracanto de los violines (cc. 97-132) en el scherzo y fustigan visceralmente la rápida fuga en do mayor del trio (cc. 141-161).
Excelencia suprema del fiero finale, grandioso, brillante, casi violento en las fanfarrias de delirio volcánico. La agitada brusquedad no desmerece la preocupación por las planos secundarios.
Buen sonido para la temprana fecha de grabación (Andromeda, 1939); sobre todo para tratarse de un concierto (el público es inaudible hasta el acorde final: “El auditorio, en un momento de vértigo, ha cubierto a la orquesta con sus gritos… Un espasmo nervioso sacudía toda la sala” Berlioz dixit). El leve ruido de superficie solo perjudica el andante, y la acústica roma proporciona inmediatez y presencia definida. Como repitió en numerosos ocasiones cuando era aclamado por el público furibundo: “Yo no soy nada… Toscanini no es nada… es Beethoven”. Un Beethoven malhumorado y electrificante.



En la fecha de esta grabación (1962) Herbert von Karajan embarcó a la Deutsche Grammophon en un proyecto inédito conceptualmente: realizar un ciclo per se de las sinfonías beethovenianas a editar novedosa y lujosamente en una sola caja de LPs. Por entonces ya había transformado la Berliner Philharmoniker en un virtuoso conjunto sin rival en la belleza tímbrica: renovando sus miembros sin perdón, era probablemente la orquesta de edad media más joven, con tan sólo 26 años.
Unas cuerdas de dominante suntuosidad sonora, saturación pictórica y presencia y talento dramático impulsan irresistibles el ritmo en el allegro con brio, donde las fermatas se emplean como presas de contención sonora: el énfasis en lo expresivo apuntala el diseño arquitectónico y fortalece el argumentario lógico de la obra. En la ciclópea coda los ricos metales (que parecen haber sido cuadruplicados por Karajan) añaden una sacudida extra de poder.
El impacto disciplinado del tempo en el andante germina en una suavidad sinuosa para resistir una masividad piramidal.
Destacar la potencia sonora de los graves en las sombrías frases en do menor que abren el scherzo (cc. 1-12). La vigorosa transición conclusiva, que se inicia callada y va liberándose lentamente yugula la torrencial tensión a partir de la gradual aceleración del tempo básico: “¡Es enorme, una locura! Le da a uno miedo de que se hunda la sala” que decía Goethe.
Karajan no contempla el finale soleado y placentero, sino autoritario, frío emocionalmente, de pulcritud aerodinámica.
Toma sonora de agresiva perfección, con los metales y timbales algo retrasados en la perspectiva, que en la última edición de 2003 suena más espectacular que nunca. La amplia reverberación eclesiástica difumina la precisión del bisturí toscaniniano y la emparenta -levemente- con la fantasía poética de un Furtwängler. En suma, ciclo nuclear de la segunda mitad de siglo, como lo fue el de Weingartner en la primera, principalmente por la maravillosa calidad orquestal que obtiene de la Berliner, más refinada y menos monumental (menos klemperiana) que el anterior con la Philharmonia y por supuesto preferible a los aterciopeladamente aburridos logros posteriores.





En su primera comparecencia común en el Festival de Salzburgo, el dictatorial liderazgo de George Szell no fue apreciado en absoluto por los profesores de la Wiener Philharmoniker, que fortuitamente declinaron su compañía durante casi 20 años. Por ello es si cabe más relevante el concierto que les unió por última vez en 1969. Aquí, el rigor analítico y el sentido de la progresión se atemperan por la suavidad orquestal, por ejemplo en el lírico fraseo del segundo sujeto o en la mozartiana alternacia pp de maderas y cuerdas (cc. 233-239). Como Toscanini o Karajan, como la mayoría de directores, comete la reorquestación en la fanfarria de las trompas. La coda posee un distintivo y contrastante carácter apocalítico (acordes en cc. 479-482).
Prodigioso andante de ligereza danzable y dulce pereza (poco moto) en la cantinela de apertura. La calidez de la cuerda grave concede una solemnidad lírica poco relacionada con Szell, que detiene el pulso para iluminar con madurez contemplativa los vientos modulantes (cc. 123-147).
La verticalidad del scherzo se desgarra con tintes expresionistas; el correoso trio ostenta un depurativo perfeccionismo que puede confundirse con aparente sequedad. Irritante, se complace en el retorno del pizzicato. Remarcablemente por singular, en la transición se advierte además de la batida del timbal, las pequeñas alteraciones cromáticas en la línea de violonchelos y contrabajos (cc. 345-346).
Para equilibrar su violencia inicial el galvanizante finale (desbocado incluso de lo regulado por el partitura) se traduce en una batida rítmica belicosa, un dramatismo heroico del metal declamando el triunfal do mayor, y unos abrumadores rallentandi en los compases conclusivos que preludian la entusiasta aprobación del público salzburgués.
Si el ritmo feroz proporciona una tensión austera y poderosa (metronómico a veces), la unanimidad de ataque quizá no sea tan afilada como en su particular orquesta de Cleveland (de estilo interpretativo esencialmente idéntico), compensando la seductora tímbrica, diáfana en las texturas, con énfasis en los registros medio y alto de la orquesta. El sonido registrado por la radio austriaca (Orfeo) es sensacional, afelpado y amplio, de gran presencia antifonal; las dinámicas están grabadas al aguafuerte (lástima de compresión en los tutti). Un público extremadamente silencioso permite escuchar al Maestro pasar las páginas de la partitura.




John Eliot Gardiner atiza a la furiosa Orchestre Révolutionnaire et Romantique (22.8.6.5 en cuerdas) en una fabulosa intervención que baja a Beethoven del santoral. Interpretación directa y literal, sin inflexiones en su declamación, una experiencia límpida pero de gran energía (sin el protagonismo de un Norrington con inesperadas intervenciones de metales y timbales). El problema de la dramática fermata (que permite decidir la duración de la nota a voluntad del intérprete) sobre la cuarta nota del motivo Gardiner lo resuelve en el segundo compás permitiendo su continuación a su debido tiempo, métricamente, y otorgando un inexorable impulso a la frase en lugar de estirarla excesivamente durante un largo periodo. Por ello nunca ha sonado el motto tan aquiniano, convertido en el motor primigenio de la sinfonía, con las cuerdas graves amenazadoras en arco y en pizzicato (cc. 145 y ss.). Impetuoso hacia el desastre en las confrontaciones entre cuerdas y vientos en el desarrollo (cc. 197-229) y en la coda (cc. 440-469).
Fantástico asimismo el andante, tornasolado en sus cambiantes humores, con las enfatizadas maderas conduciendo a variaciones modulantes (cc. 123-147), invocando su propio carácter individual en las implacables disonancias.
El scherzo exhibe un tempo de premura escénica y comienza de manera estentórea contraviniendo el deseo de Berlioz (pero esto no es un error) sobre que su apertura “debería fascinar como la mirada de un hipnotizador”. La entrada del tema base sobre las trompas deslumbra a un tempo centelleante (cc. 19 y ss). El paso se relaja en el trio para lograr la adecuada claridad en el fraseo. La edición debida a Clive Brown señala un da capo en la partitura que restaura la cadena scherzo-trio-scherzo-trio-scherzo reforzando el efecto teatral de la transición (refrendado por la mano del propio compositor en unas particellas).
El finale resalta los trombones (incluidos innovadoramente en una sinfonía y asociados en la época a la música sacra coral), recreándose en el segundo tema en el preciso énfasis rítmico de la célula nuclear. En la primera transición modulante de la recapitulación (cc. 184-208) escuece la tímbrica acre y brutalista de los acordes en las trompas. Su conclusión luce un imbatible impacto, apasionado e infeccioso, subrayando lo revolucionario de la expresion musical de la obra.
Así pues, un Beethoven en sandalias, vegetariano, desentimentalizado, una recreación inmaculada a tempo locomotor peligroso y maniaco, la articulación mordiente y abrupta (de asombroso nivel teniendo en cuenta su rigurosa adscripción a las marcas metronómicas), unos metales melífluos y dorados que no sepultan al resto de la orquesta, pero falto del terror, del olor a sangre, descartando la opulencia de los colores saturados o los timbres amenazadores de un Furtwängler. La luminosa grabación -en vivo, a diferencia del resto del ciclo- (Archiv, 1994) resuelve contundentemente la variada panoplia de timbres.




En los años 60 una fructífera cooperación artística se desarrolló entre Herbert von Karajan y el cineasta Henri-Georges Clouzot. El primero, fascinado por el misterioso maestro de la imagen simbólica ofreció a éste orquestar una interpretación visual de la 5ª Sinfonía de Beethoven. La partitura convertida en escenario, las frases musicales transformadas en secuencias de cine, los músicos como actores. La cámara nunca queda estática y pone el foco en cada instrumento que suena, mostrando la orquesta en ángulos imposibles para la audiencia. La tenue iluminación añade un dramático efecto chiaroscuro, una atmósfera tenebrosa y hasta espeluznante (Unitel, 1966).






Robert Greenberg (Ph.D., University of California at Berkeley) teaches a extensive audio course entitled “Symphonies of Beethoven”: Over the course of these 32 lectures (45 minutes/lecture) on the history and analysis of Beethoven’s nine symphonies, we see how he revolutionized musical composition and created works of unique beauty, power, and depth. Greenberg provides a detailed analysis of themes and formal structure that is clear enough for beginners, but satisfying for long-time music students. He puts each symphony into historical context, and provides enough material about Beethoven’s life and other works to round out the scope of the course. Includes transcript of the complete course lectures, as well as the full course outlines, bibliographies, and other supplementary materials (The Teaching Company, 1998).

Beethoven: Symphonie no. 3 Eroica

Uno de los fenómenos más portentosos en la Historia de la Música fue la primera representación pública de la Eroica el 7 de abril de 1805. Desde entonces sus méritos intrínsecos se han nublado por las capas y capas de especulaciones y leyendas banales que han rodeado la obra: ¿Fue dedicada a Napoleón? ¿Si así fue, la dedicatoria fue sincera o irónica?
Pero, ¿a quién le importa?
Lo realmente fundamental es que, desde el primer compás, innovaciones desintegradoras del orden musical clasicista retan a la audiencia: rasgan el silencio, coléricos, los acordes de tónica, y sin pausa, adusto, dominante, áspero, se eleva el primer sujeto, colisionando en do♯ ya en el séptimo compás, corazón emocional de la obra y del que derivan todos los temas de este primer movimiento. Tres veces este motivo es expuesto, cada vez con una conclusión diferente, y cada vez con una misteriosa y revolucionaria progresión armónica. Audazmente heroico en escala y estatura el desarrollo de este Allegro con brio excede cualquier otro empeño sinfónico realizado hasta la fecha.
El tema de la Marcia funebre es una amplia melodía diatónica en dos secciones (cada parte tocada por las cuerdas primero, y después por los vientos). El movimiento progresa como un gigantesco rondó, el sujeto principal recurrente en alternacia con dos edisodios contrastados: el primero (c. 69) es un brillante trío en do mayor que conduce en dos ocasiones a un clímax triunfante. La aflicción retorna (c. 105) para colapsar en el segundo episodio, una monumental y solemne doble fuga (cc. 114-150) que, tras un tumultoso frenesí, conduce a un reconfortante pasaje para cuerdas tras el que aguardan sin perdón los duelos y quebrantos (cc. 210-246).
El scherzo bulle en ritmos staccato y febriles síncopas (cc. 1-169). El trio, una verdadera escena cinegética, fanfarria para tres trompas (cc. 170-264). Tras la (variada) repetición del scherzo, la coda se ve amenazada por los enigmáticos timbales (cc. 265-452).
Tras la explosiva introducción, el pizzicato y su reflejo en los vientos desvelan el sujeto que articula el gigantesco finale en un conjunto de variaciones, caleidoscópicamente expandidas y armonizadas, y cuyo clímax se propone en un contrastante tempo andante (cc.350-432). El presto final vuela como una flecha, excitante y virtuosístico en extremo.
En suma, una confesión, un autorretrato rebelde, arrogante, genial e iconoclasta que homenajea la individualidad y el concepto heroico como ideal clásico del ser humano.





Para Wilhelm Furtwängler las sinfonías beethovenianas no sólo eran la base de la cultura occidental, sino que además las convirtió en el núcleo de su pensamiento, su convicción e intenciones musicales en general. En consecuencia, las infinitamente cambiantes proposiciones en la articulación de la textura y el ritmo son la consecuencia de su reelaboración personal a partir de un detallado análisis estructural (poético y adivinador) del proceso mental del compositor. Aunque cualquiera de sus recreaciones posee una inmensa nobleza, en este registro en vivo en pleno desgarro del germanismo (Viena, 19 y 20 de Diciembre de 1944) la obra emerge viva, creciente, respirando cada detalle, conduciendo cada contraste a su extremo, en dinámica y en tempi. El cálido fraseo, siempre subordinado a la estructura del conjunto de la obra, se sostiene en la vertical armónica determinante en la dialéctica tensión-distensión.
En el primer movimiento ya prende el fuego prometeico sobre la tea lírica, donde el segundo sujeto (c. 83 y ss.) sopla a ráfagas huracanadas, los ataques sucediéndose al borde del caos amenazante, los crescendi siempre sustentados en la densa línea de los bajos. El clímax de la segunda sección del desarrollo resiste sforzandi alla maniera di Commendatore (cc. 264 y ss.), mientras que a partir del c. 288 el meditado y lírico tema se sumerje en los obóes y se eleva en los violonchelos en mareas independientes.
La devastadora Marcia funebre comienza muy pausadamente alcanzando el tempo base solo a partir del c. 6: Intenso e intuitivo el modo en que Furtwängler gesta con efectivas transiciones cada episodio dramático sucesivo. Veamos varios ejemplos: después de la lentísima transición del c. 69, va acelerando hasta que la fanfarria en la trompeta recupera el latido base en el c. 76; o en la aliviada preparación al retorno a menor (cc. 101-105); o como adopta el tempo prescrito por la partitura en el fugato (cc. 114-150, resaltando con naturalidad la audacia y riqueza de los ritmos, la complejidad de las capas de texturas bachianas, donde el aniquilador lamento de la trompa asume una terribilitá miguelangelesca), yace entonces y compensa conjugando un pulso más rápido para el furioso fortissimo de los metales (c. 160) que conduce a una catástrofe que salpica armonías doloridas; tras la lenta recapitulación en los primeros violines (c. 181), adopta un ritmo más vivo hasta la sección conclusiva (c. 209), donde, desde el staccato en las cuerdas apacigua el tempo: desde el c. 228 en relación insólitamente dupla.
En el scherzo sólo ralentiza en la sección trio, introduciendo la duda y la inquietud, y cierra el movimiento con una falsa alegría, adoptando en las secciones exteriores prácticamente el tempo prescrito por Beethoven.
En el finale el foco retorna al recuerdo de la impulsiva y ciclónica marcia. Tras el lento tema (cc. 12 y ss.), las vigorosas variaciones se engarzan sin costuras: el tempo va acelerando hasta casi alcanzar la marcación beethoveniana entre los cc. 119-256, pausa sobre el tema en do mayor del violín (c. 259 y ss.) y acelera fuertemente desde la entrada de la trompa (c. 316). La lírica octava variación (cc. 350-432), muy poco andante, donde el oboe conjura un excepcional carácter de reposo, contrasta con la incontrolable coda (cc. 433 y ss.), radiante de un desesperado y falso optimismo shostakovichiano.
Mención especial al carácter de las dinámicas tanto pianissimo (que en Furtwängler equivale a decir misterioso) como las marcaciones fortissimo llevadas al límite en los martillentes acordes del primer movimiento, los metales en el segundo o en el andante final.
Su fe en la Música como fuerza moral que impele a los oyentes (“El mensaje que Beethoven transmitió a la humanidad nunca ha sido más urgente que hoy”), expone en esta partitura toda su peligrosidad, su confrontación, su carácter de reto hostil. Una experiencia catártica e inigualada en esta percepción personal e inquebrantable del concepto primigenio beethoveniano.
Un último apunte técnico sobre la curiosa toma sonora: la señal de un micrófono sobre el podium y tres más al fondo de la sala (para la reverberación) se envió vía telefónica desde Viena a los estudios de Radio Berlín donde fue grabada en carrete abierto (MagnetofonKonzert) a unos asombrosos 77 cm por segundo. En las ediciones más antiguas de este concierto (Urania, Melodiya) la afinación se deslizaba casi un semitono debido al incorrecto procesamiento de la cinta original: de ahí la acentuación de atmósfera incandescente. El documento recupera en esta última reedición en SACD por Tahra toda la coherencia y solidez en los graves sin menguar el relieve y el brillo de la Wiener Philharmoniker (lo que penaliza el reciente intento de Orfeo). Para los adictos a Furt propongo asimismo la traducción con la Berliner Philharmoniker (Audite, 1952) otra absoluta cima de la interpretación musical, donde a pesar del enfoque en los aspectos formales las fluctuaciones de tempo son aún más extremas que en la versión de 1944. Incluso el sonido es extraordinario.


Celibidache, en uno de los tres o cuatro piropos que se permitió en toda su vida, recordaba: “El mejor Beethoven siempre fue el de Erich Kleiber”. ¿Por qué? Adicto a los ensayos intensivos (“Hay dos enemigos de una buena interpretación: Uno es la rutina, otro la improvisación”), adelantado a su tiempo en las relaciones de tempo entre elementos de la sinfonía, Kleiber reclamaba una visión más radical del compositor, sin desmayos épicos, ensoñaciones heroicas ni dudas románticas, con viveza, energía y fuerte sentido del pulso, pero dando tiempo a cada frase a expresarse. El rigor técnico y la lógica expositiva aunados a un contagioso sentido de disfrute.
El ímpetu urgente del primer movimiento (verdaderamente allegro con brio, cercano a la marcación metronómica de Beethoven) consigue un equilibrio que sólo Toscanini logra a este paso pleno de brío -apaciguado a partir del c. 330 en el paso en la transición entre tercera y cuarta sección, como respiro entre esfuerzos-, permaneciendo muscularmente emocional en la recapitulación (drama tenso cuando no frenético en las maderas a partir del c. 516). De manera adelantada a la época contiene las trompetas en el crescendo a partir del c. 650.
Angustiosa la marcia, en la que Kleiber pedía a los músicos se imaginaran caminando detrás de un ataúd que contuviera sus más queridas esperanzas. El lírico episodio conclusivo desde el c. 210 sobre las corcheas en tictac adquiere una serenidad schubertiana, con contraste extremo de las dinámicas.
La idea melódica del tema principal en el scherzo no es tan importante como la misteriosa textura homofónica lograda con las negras staccato, en incansable movimiento hormigueante.
La neta separación de secciones de cuerda y viento (escúchese el pulsante vibrato del oboe en el lírico poco andante, cc. 350 y ss.) y el preciso (y aún elástico, para evitar la dureza en los acentos) control rítmico permiten la característica transparencia polifónica de Kleiber, en la que las diferentes líneas musicales son igual y simultáneamente audibles (de hecho, hay tal claridad en las líneas del contrapunto que a veces se escuchan con preferencia). El virtuosismo del Concertgebouw Orchestra de Amsterdam le permite el diabólico ritmo del finale, que termina en una prodigiosa coda con las trompas walkyrizadas. La fantástica acústica del Concergebouw perpetuó la presencia lateral de la toma sonora, de cuerdas ácidas y un poco tímida en los graves (Decca, 1950).

En cierta ocasión Karajan confesó su esperanza de vivir lo suficiente como para conducir la Marcia Funebre tan bien como Klemperer. La diferencia de la lectura de Herr Otto con otras versiones no es tanto de tempi como de firmeza férrea en el mantenimiento del pulso (y articulación y fraseo), que aquí se supedita(n) a la persistencia de la estructura de la obra como una unidad por encima de todo. El otro puntal de esta interpretación se debe al fuerte componente vertical (que no permite el dominio de la línea superior) apoyado en la soberbia contribución de los vientos de la Philharmonia Orchestra (Naxos, 1955).
La espaciosidad de tempo (sin pérdida de mordiente) permite en el primer movimiento acomodar confortablemente los pasajes en los que Klemperer es tentado a rebajar el pulso: enunciación del 2º tema (cc. 83-99), y también al comienzo del desarrollo (cc. 150-160). La recapitulación permite señalar las diferencias con las aproximaciones más furtwänglerianas: el tratamiento literal de la figura acechante en los graves (cc. 402-409) y su respuesta prosaica en el conflicto tónica-dominante en trompa y violines (cc. 412-420).
Noble, solemne, con una severidad didáctica propia del Viejo Testamento (Klemperer fue un hombre profundamente devoto), reservadamente emocional a pesar de su fluido paso, la marcia va desarrollándose de manera orgánica frase a frase, sin necesidad del más ligero ajuste de tempo. En la doble fuga parece reforzar la trompa simple prescrita de manera que la línea melódica restalle algazarando una convulsión digna de un Dies irae (c. 135) y respondida por el lacerante fortissimo del la bemol en chelos y contrabajos en el furioso c. 158.
Pastoral scherzo desde la preciosa apertura de los tresillos staccato en si bemol (cc. 8-9). Klemperer mantiene religiosamente el mismo tempo también a lo largo del trio.
Finale verdaderamente prometeico ejerciendo un control hercúleo sobre las variaciones del que sólo escapa la impertinente trompa (c. 383 y ss.).
Al finalizar la audición el sentido único de las texturas (en términos de tono y detalle pertinente) y la habilidad olímpica para ordenar y proyectar ritmos y fraseo a cualquier escala (es decir, siempre monumental) nos asaltan con la idea de haber itinerado por un imponente periplo vital de densidad única, con mayor fogosidad que en el posterior acercamiento de estudio, circunspectamente ciclópeo, marmóreamente perfecto, pero ausente de espontaneidad. Una lástima que el sonido monofónico (de dinámicas contrastadas, distante y vívidamente registrado a pesar de la seca acústica, con las texturas sólidas y turgentes, la paleta austera, de oscuras texturas) no permita disfrutar del diálogo antifonal de primeros y segundos violines.

Y es John Barbirolli quien concita el milagro, conjugando idealmente la flexibilidad de Furtwängler con la masividad del último Klemperer en una marcia funebre profundamente sentida desde la sección de apertura en do menor; la conmovedora consolación cuando la música pasa a mayor (c. 69) –la sensación de resolución del lamento expresada en los exabruptos- y luego el retorno a la congoja temperamental, la fuga como un río de dolor sigfridiano, el sentido de grandeza cósmica en la sección en fa menor (cc. 130 y ss.). La magnífica grabación (The Barbirolli Society, 1967) -espacialmente panorámica y profunda- captura el punzante colorido de las maderas de la BBC Symphony Orchestra, las cuerdas pp en un verdadero sotto voce, las vitales y dolorosas líneas independientes de los contrabajos al comienzo y en la conclusión del movimiento. Sin duda, como von Bülow, Barbirolli se ponía guantes negros (imaginarios) para interpretar la marcia.
Tras un scherzo en ebullición haydiniana, en el finale, la ligera separación de las notas blancas en los segundos violines que comienzan la 1ª variación (cc. 44 y ss.) otorgan un fuerte y acertado carácter al tema. En la conclusión, el presto ma non tanto revela el poderío necesario a las trompas.
En cuanto al primer movimiento, tras unos breves acordes de apertura, Barbirolli se relaja en un peligroso grado (42 compases al minuto) y la falta de tensión se codea con la letargia. Hay sin embargo momentos donde el tempo pausado procura maravillas (además de dinámicas de escala dramática y texturas de gran ligereza): el crescendo con el que culmina la 2ª sección del desarrollo (hasta el c. 283), o la recapitulación donde los violines en pizzicato brincan alrededor de una versión del tema de apertura en los graves (c. 422 y ss.), o en fin, el gradualmente tenaz ritmo ternario en las trompetas y timbales, emergiendo del conjunto a través de un gran crescendo (cc. 647 y ss.) hacia el gran clímax.

 

Aún recuerdo como serpenteaban por accesos y pasillos las venenosas críticas tras el concierto en el Auditorio Nacional de Madrid. Jordi Savall había capturado la ambición de la obra como pistoletazo musical de la nueva centuria, aún resonantes los chasquidos de las guillotinas. La ligereza de las cuerdas (18.6.5.3) de Le Concert des Nations transparentaba e individualizaba una variedad sabrosa de sorprendentes sonoridades que coloreaban y caracterizaban la obra de manera inaudita, la fiereza de la percusión identificada como instrumento marcial -y adquiriendo un carácter de verdadero personaje dramático-, enfatizando en las texturas unos metales (naturales, sin válvulas) castigadores, melosos y broncos por igual. La controversia llegaba con los tempi, que obvia y escrupulosamente respetaban los marcaciones beethovenianas: Con toda su experiencia teatral Savall abría con dos afilados acordes que preludiaban la adopción de unos 60 compases por minuto pujantes y excitados. Amoldando el pulso con cierta flexibilidad según se fue desarrollando el contrastado tímbricamente allegro con brio asistimos a una pujanza jocosa, sin profundizaciones metafísicas, donde incesantes síncopas en los violines crearon un transfondo sombrío (c. 7 y ss.), donde resaltaron con frescura y espontaneidad las maderas en el pasaje de transición en fa mayor (cc. 45 y ss.), donde el ritmo en hemiolas hacia el fin de la segunda sección del desarrollo provocó la impresión de aceleración en la música (cc. 248-275), o, en fin, donde la nitidez de las repetidas secuencias descendentes en los primeros violines empastó maravillosamente con la densidad de los acordes en vientos (cc. 472-477).
Siguió una marcia militar más que fúnebre, destacando la independiente sonoridad de los contrabajos, la dulzura afrutada en las maderas en la exposición (cc. 8 y ss.), la palpitante desesperación en la diáfana polifonía iniciada por los violines en el c. 114, la suave figuración de tresillos en los violines en la apertura de la sección en mayor (cc. 69 y ss.) permitiendo el canto de las vientos.
De igual modo veloz en scherzo (que nunca cesó de danzar, destacando cristalino el juguetón diálogo entre maderas y cuerdas entre los cc. 127-142) y finale, aunque aquietando debidamente el pulso para el poco andante central (c. 350 y ss.), con un fraseo agresivo y acentuación arrebatada, sin flaquear la contundencia en los acordes, dentro de la sonoridad propia de los instrumentos. La casi contemporánea grabación -cálida y cercana, detallista e impactantemente dinámica- (Audivis, 1994) permite que la maravillosa sorpresa regrese dos décadas después y nos regenere el nivel comprensivo.

Nota final: Debido al concepto unitario de este syllabus y para evitar repeticiones innecesarias los directores arriba reseñados no serán citados en próximas entregas. De igual modo, las notables ausencias que recriminan su lugar serán atendidas en las sinfonías siguientes.
Simon Cellan Jones’s BBC movie “Eroica” dramatizes the first performance of Beethoven’s 3rd Symphony “Bonaparte”, to his patron Prince Lobkowitz and his guests, including hypercritical Count Dietrichstein, on June 9, 1804. The piece provokes political arguments among players and audience as to whether Bonaparte is a tyrant, or, as Beethoven believes, a liberator. The composer is also rejected by his former love, the recently widowed Josephine von Deym, though the visiting elder statesman of composers Haydn pays him a strange compliment. Leaving the gathering, Beethoven confesses to Ries that he is losing his hearing and later he reads that Bonaparte has declared himself the French emperor. As a result he will lose all respect for Napoleon and will change the symphony’s title to “Eroica”. The music is wonderfully raised by John Eliot Gardiner and a reduced version of his period instrument orchestra.

Through one-hour documentarie (Keeping Score, 2006), Michael Tilson Thomas and the San Francisco Symphony explores the motivations and influences behind Eroica: In this work Beethoven began to use broad strokes of sound to tell us how he felt, and what being alive meant to him. The piece caused a sensation and changed the idea of what a symphony could be. Confessional, even confrontational, just the scale of it was huge, unprecedented and daunting for its first listeners.

Beethoven: Piano Concerto nº 5, Emperor

Llamé por tres ocasiones. Iba a retirarme cuando abrió un hombre de gran fealdad, visiblemente malhumorado, y preguntó en un exabrupto qué deseaba. Tomó la carta que le tendí, me miró y me permitió la entrada. Su apartamento consistía, creo recordar, en sólo dos espacios: el primero era una alcoba que contenía su cama, pero era tan pequeña y obscura que debía vestirse en el salón. Imaginaos la más desordenada y sucia habitación que os sea posible concebir, con manchas de agua salpicando el suelo. El polvo peleaba por la supremacía con partituras y manuscritos sobre un vetusto pianoforte. Debajo suyo –no exagero– reposaba un orinal usado. Cerca, una pequeña mesa de nogal acostumbrada a recibir en desorden los útiles de escribir. La más burda pluma de posada os parecería excelente al lado de los cálamos enfangados en tinta seca que allí se agolpaban. La mayoría de las sillas eran de esparto y estaban cubiertas con ropajes y platos que exhibían los restos de la última cena. Balzac o Dickens podrían continuar este relato por dos páginas y necesitarían de las mismas palabras para describiros el aspecto del famoso compositor. Dado que yo no soy ni uno ni otro, me limitaré a deciros: Estaba en presencia de Beethoven”. De esta guisa describe el barón de Tremont su presentación al músico en 1809.

En estas circunstancias domésticas, y bajo el bombardeo y ocupación vienesa de las tropas napoleónicas, compuso Beethoven su Concierto para piano nº 5: “nada más que tambores, explosiones y miseria humana”, sobre un borrador jaspeado de alusiones a batallas y derrotas.
 

  
 






Se dice que Artur Schnabel fue “el pianista que inventó a Beethoven” (aunque la primera grabación sobre cera se realizó diez años antes –Lamond, Goossens (HMV, 1922) mártires auditivos, please email me–) ya que eliminó la rigidez militar asociada a su música, irrumpiendo con su característica impetuosidad, penetrante y audaz, angular y arriesgada a costa de la perfección técnica (el abuso del pedal unido a la viveza en los movimientos extremos dan como resultado cierta falta de nitidez), la fragilidad o incluso de la ternura. Aunque sigue con rigor las indicaciones dinámicas y metronómicas, mantiene casi imperceptible en el aire una sensación de improvisación vital. Destacar los susurrados acordes descendentes al inicio del desarrollo, o el sentimiento poético en la sección en si bemol en el compás 105, o en el mi bemol del c. 385 en el primer movimiento, aunque Schnabel hace del movimiento central el núcleo nodal y expresivo del concierto, con un sublime discurso, lento y rico, deslumbrante, finalizando mágicamente la meditación preliminar del tema del rondó en los cuatro últimos compases. Como era tradición en la primera mitad de siglo, la London Symphony Orchestra ostenta un tono masivo en los graves, alguna madera desafinada y otros fallos de conjunto. Malcolm Sargent antepone la espontaneidad al esquema formal de la obra y es proclive al portamento romántico. Sonido anémico, con añejo soplido de fondo y ocasionales distorsiones decoran el traqueteo del piano en forte y la estridencia desgarradora del agudo orquestal (Naxos, transferencia desde inmaculadas pizarras a 78 rpm., 1932).


La relación espiritual de Edwin Fischer con Wilhelm Furtwängler fue estrecha y de largo recorrido (desde el lejano Berlín de 1924). Si puede haber una violencia romántica éste es el mejor ejemplo, quedando la técnica en un accesorio segundo plano. Mientras el pianista, seguidor del nuevo estilo schnabeliano de interpretación beethoveniana, muestra un toque de terciopelo translúcido, elegante, flexible y agreste por igual, Furtwängler fustiga a la rocosa Philharmonia Orchestra su elección, sinfónica a gran escala, de tempo y dinámica dictados por la armonía de la composición: Dramático y vigoroso, libre e imaginativo al modo romántico (la fantasía en la relajación en el segundo tema), fluidamente erótico, arrebatadamente emotivo, extenuante, sin compases absolutorios, cada frase impregnada de significado simbólico o incluso metafísico (como probablemente hizo el compositor), en términos de conflicto, lucha y triunfo final entre lo individual (el propio Beethoven) y lo social. Retumbante grabación monofónica realizada en estudio (aunque nadie lo diría por su osadía) de graves orquestales de gran riqueza, que no debe retraer a nadie de su conocimiento y posesión (EMI, 1951, edición especial japonesa a 20 bits y 88.2 kHzs).


Wilhelm Kempff elimina la personalidad histórica de la música para liberar su esencia y fantasea en su característico toque, ni dramático ni heroico, leve y suave como gasa, fiel a su estilo ágil e inspirativo, soñador en la paleta tonal, persuadiéndonos de la frescura de sus descubrimientos, donde brillan deslumbrantemente tersas las voces internas. El legato es conseguido por el canto de los dedos: su escueto uso del pedal permite gran claridad (por ejemplo, a partir del compás 184 observa con exactitud el sempre staccato en los tresillos descendentes cromáticos en la mano izquierda). Mantiene el ataque límpido incluso en los pasajes forte y el sfumato a pianissimo progresa milagrosamente. Hay menores variaciones de tempo básico que en sus anteriores registros (Raabe, Kempen) aunque en el gran pasaje con doble escala hay una perceptible aceleración de soberbio efecto, o en el momentáneo tenuto en la escala ascendente en el c. 194. Su poética delicadeza, su humor y su inacabable dinámica deslumbran en el adagio: abandonado en este oasis, el rubato respira espontáneo en las escalas descendentes marcadas espressivo, agrupando los tresillos de manera natural. La belicosa fanfarria terminal (y las ligeras limitaciones técnicas que acompañan a la edad) se rinden a lo sublime: “Toca Beethoven como una persona, no como un pianista”, Sibelius dixit. Ferdinand Leitner en el podium de la Berliner Philharmoniker acompaña con alada cualidad camerística (DG, 1961). La calidad de la grabación es tal que parece haber sido realizada ayer (esto es más un reproche al escaso avance en medio siglo de ingeniería sonora comparado con otros campos).


Rudolf Serkin sacrifica el centelleo polifónico, cada mano cual orquesta de cámara, y arrolla en severo staccato percutivo incluso los pasajes más líricos, cual masivas calderas de vapor a sobrepresión, como la pequeña cadenza de semicorcheas en terceras –compases 35-38 del adagio–. Como agua y aceite con Leonard Bernstein… ¡No! Craso error, Lenny contribuye en gran medida a la victoria: siempre flexible rítmicamente, asume velocidad y riesgo en un allegro que contrasta con la calma chicha del adagio, y acelera entusiasmado en la recta final. Los maquinistas de la New York Philharmonic propulsan intensamente dramáticos sin dejarse dominar por el piano (atención a las cuerdas imitativas en cc. 107-120 del rondó). Registro de extendida panorámica lateral, algo tosco en los forte, con el acento puesto en el solista (al que se oye canturrear a ratos), al gusto americano de la época (Sony, 1962).


La conjuncion planetaria de Glenn Gould y Leopold Stokowski (Sony, 1966) provoca una perversa heterodoxia contrastante de ritmos y acentos. El mismo Stokowski reconoció en privado que hubieran necesitado de más ensayos para aunar ideas: “Gould tenía en la mente una interpretación diferente a la mía. Me dió a elegir entre tocar rápido o tocar lento. Escogí esto último”. El locuaz e irreverente manejo de los arpegios (esenciales en el primer movimiento) como si fuesen cadencias propias, su frecuente destrucción del acorde, la desconcertante tímbrica y la transparencia de las voces (su obsesión por la mano izquierda), van revelando aspectos de la música que otros intérpretes no consideran (aparentemente) y que, en el caso del canadiense, siempre dan la impresión de proceder del estudio concienzudo de la estructura armónica y contrapuntística de la partitura, “melancolía marcial” según Gould. La American Symphony Orchestra (a la que Stokowski animaba a frasear libremente y no de manera uniforme, logrando una robusta y continua sonoridad de las cuerdas) titubea en principio, falta de tensión en el allegro (ma non tanto –la eliminación, tan gouldiana como su incesante canturreo, de la noción tradicional de tempo–), pero va asumiendo su papel de “fool” shakesperiano para lograr un final extenuante, acompañando el ritmo danzarín de los tresillos del piano. Y es que en un test de Rorschach los dibujos no tienen ninguna importancia, sólo las respuestas.


Entroncada en la tradición germánica, la granítica monumentalidad de la conducción de Otto Klemperer funde a la perfección con el grácil y perfumado pianismo de Daniel Barenboim (a pesar de los casi sesenta años que había de diferencia entre ambos), una visión simbiótica que se resume en el hecho de que la grabación, en tomas de movimientos completos, no necesitó de repetición alguna, a pesar de sus extraordinariamente complicados pasajes (hay alguna imperfección, juiciosamente ignorada en beneficio de la lozanía general). Klemperer, sarcástico y rotundo, impone su autoridad en unos tempi muy amplios (42:55) que no fosilizan las líneas; Barenboim utiliza este marco formal para erigir su interpretación (como Kempff) en el delicado y expresivo contraste tonal (¡qué manera de suavizar los floreos de la apertura para hacer más poderosa la entrada del tutti orquestal!), evita los acolchados pedales románticos, y mantiene un ritmo constante incluso en los pasajes más tentadores para pausar. La Orchestra New Philharmonia, las cuerdas oscuras y las maderas elocuentes, se beneficia de la cohesión de una toma sonora excelente, con profundidad de perspectiva y cuerda antifonal (EMI, 1967).


Arturo Benedetti-Michelangeli perfila una creación personal fascinante, donde la más pequeña unidad métrica o motívica cede el paso a la bellísima gradación de tonos cantabile, la microdinámica infinitamente controlada, la perfección preciosista en la creación del fraseo, cautivador y meticulosamente planeado –aunque no exento de algunos acentos agresivos¬–, la impecable fosforescencia expositiva en las diferentes líneas de las manos y su romántica desincronización que añade otra dimensión a las texturas, creando gloriosos colores de artificio. Melifluo en el adagio, concebido como un nocturno de olímpico legato, con un pedal tan imperial como inhumano: “los pedales son los pulmones del piano”. En el rondó varía cada repetición del ritornello proyectando un sentimiento de improvisación. Casi cada palabra anterior se puede aplicar al otro gran sumo sacerdote del instante inmortal: Sergiu Celibidache. Entre ambos (y la inestimable colaboración de la Orquesta de la Radiotelevisión Francesa) ofician un ritual inefable y controvertido, de tempi vivos. Naturalmente la grabación es corsaria, tomada de una retransmisión radiofónica sólo aceptable, publicada como vinilo por Electrorecord en 1977 y extraída en calidad Flac 24/96.





Es casi imposible de asumir la técnica excelsa de Claudio Arrau (toda una vida de experiencia beethoveniana –81 años–), físicamente robusta y espiritualmente refinada, siempre con su singular belleza de sonido (hercúleo, carnoso en su utilización del pedal en los compases 162-166), en su amplísima gama dinámica y la más honda expresividad, donde cada nota rinde su alma emitiendo su propia luz. Arrau lee la partitura con escrupulosidad filológica desconocida (escasas y muy meditadas las dudas agógicas que amaneraban sus anteriores acercamientos –con Galliera, con Haitink–). Colin Davis al frente de una soberbia Staatskapelle Dresden sigue el criterio del solista en un perfecto ejemplo de acompañamiento orquestal, admitiendo el debate constructivo y el conflicto romántico en sus amplios tempi. La franqueza rítmica en el primer movimiento precede a la serenidad en la apertura del adagio (escrupulosamente seguido el poco mosso, que permite desarrollar su delicado hechizo). En el finale Arrau ocasionalmente abandona el compás. Prodigioso registro del piano, reverberante (Philips, 1984). Y que decir de la localización de los timbales…



La interpretación de un concierto de piano del clasicismo con instrumentos originales revela un déficit de equilibrio dada la débil potencia sonora del fortepiano, que lucha en desventaja y suele sucumbir grácilmente ante los empujes de la orquesta, salvo en salones de concierto muy pequeños. En las grabaciones, la balanza es fácilmente manipulable, aunque no en todas se opta por la misma solución redistributiva (naturalmente esta circunstancia no está limitada a las interpretaciones historicistas). Robert Levin se pertrecha con un colorista fortepiano de seis octavas de 1812, con suficiente cuerpo en los graves, y bello y acristalado timbre en los agudos, de gran capacidad expresiva en su sugerente y delicado juego de matices y contrastes. Imaginativo y con mayor libertad poética que sus colegas Tan (con Norrington), Lubin (con Hogwood), o Immerseel (con Weil); oígase, por ejemplo, el lírico pasaje del compás 151 y ss., donde los tresillos se piden leggiermente, o el fluido segundo tema cuando se desliza de si menor a do bemol mayor (c. 159), o en fin, la exuberancia del movimiento conclusivo. John Eliot Gardiner opta por seguir de cerca las prescripciones metronómicas de Czerny (pupilo y amigo de Beethoven), más livianas que las impuestas por la tradición. A destacar los timbales percusivos en los tutti durante los cuales el piano toca como continuo (algo exigido por el manuscrito). La grabación es fiel en el sentido de no querer adulterar la dinámica del instrumento solista (donde la lucha es imposible, la articulación ofrece romance) y transmite diamantinamente toda la incisividad, flexibilidad y vitalidad de los intérpretes, así como la transparencia de texturas del amplio contingente (12.10.8.6.5) que conforma la Orchestre Révolutionnaire et Romantique (Archiv, 1995).


Iluminadora, polémica (y, por tanto, bienvenida) la propuesta de Arthur Schoonderwoerd y el Ensemble Cristofori, un mínimo contingente de una veintena de instrumentistas, tomando como base los testimonios contemporáneos de los conciertos privados de la alta sociedad, y que resuelven el problema del desequilibrio sonoro entre solista y ripieno. Ahora bien, por efecto de la memoria auditiva, son ahora las acuareladas cuerdas de tripa (1.1.2.2.1) las que nos suenan desnudas frente a maderas y metales. Intentando desandar lo aprendido, se pueden hallar deslumbrantes tesoros: el nuevo colorido tímbrico, la presente diafaneidad del conjunto de cámara, las inauditas raíces mozartianas, el delicado balance de los gozos y las sombras del fortepiano Fritz (Viena 1807-1810), un diáfano instrumento de seis octavas que realiza el pertinente bajo continuo con articulación militarista. Musicalmente los resultados son discutibles, pero la excitación que procuran es superlativa: Schoonderwoerd, como Gould, arpegia –taracea– algunos acordes en la mano izquierda, un modo perfectamente legítimo de obtener resonancia añadida; un adagio tenso, bordeando el martellato en los ataques de las cuerdas lo que perjudica seriamente el efecto legato; un rondó danzable cuyo descuidado ritmo en el tema principal del piano compromete el prentendido efecto sincopado. Extraordinaria toma de sonido, muy cercana, realizada coherentemente al planteamiento de esta grabación (Alpha, 2004). El concepto de sinfonía con piano obligado queda muy, muy lejano…


El futuro inmediato de la interpretación del Emperador parece basarse en el diálogo camerístico y no en el tradicional conflicto entre solista y orquesta: así se presentan las grabaciones de Guy-Jordan (Naive, 2007), Grimaud-Jurowski (DG, 2007), Lewis-Belohlávek (HM, 2009). También la lectura de Ronald Brautigam, que rechaza para este registro sus habituales fortepianos McNulty, y en aras del reto tímbrico que propone Beethoven, emplea un convencional (y maravilloso) Steinway Model D que dispone físicamente en el centro de la orquesta. Su técnica es fastuosa: No sólo traduce las dinámicas y acentos originales, por ejemplo, tocando leggiero y staccato para sugerir la frescura y sutileza de acción del fortepiano; además exhibe capacidad para sombrear cada nota a partir de la precisión del ataque, la articulación mordiente y percusiva, el dinamismo en la espontaneidad quasi-improvisatoria. El adagio –tocado como andante, puede que el más breve de la discografía (6:19)– resalta algo prosaico. Andrew Parrott, dejando un lado también sus familiares instrumentos originales, hace sonar la Norrköping Symphony Orchestra con incisivo carácter historicista, en una lectura que hermosea altanera la toma sonora (BIS, 2009).




En aras de la claridad del opúsculo, voy terminando. Resulta lamentable haber dejado fuera de esta pequeña selección a tantas y tantas magníficas interpretaciones. Citaré algunas otras, que, como siempre, están a vuestra entera disposición:

Walter Gieseking, muy, muy veloz y superficial, pero deliciosamente entretenido, Arthur Rother, Orchestra Berlin Reichssenders (Music&Arts, 1944). De fondo, durante la cadenza, (anotada expresamente, dado que los problemas auditivos de Beethoven impedían su propia interpretación) el bombardeo aliado sobre Berlín.

Vladimir Horowitz hace gala del frenesí esperado por su audiencia, con leves desvaríos marca de la casa en la mano izquierda, decorativamente rococó en el adagio, con desvanecimientos de tempi varios, Fritz Reiner, RCA Victor Symphony Orchestra (Naxos, 1952).

Wilhelm Backhaus, de actitud literal y poco variada, severo y reservado con preferente atención a la estructura lógica y no a los detalles, Clemens Kraus, Wiener Philharmoniker (Decca, 1953).

Emil Gilels, amplio y restringido, falto de sentimiento, Leopold Ludwig, Philharmonia Orchestra (EMI, 1957).

Maurizio Pollini espejea diamantino, y Karl Böhm procura un acompañamiento cálido y musculoso, espeso, quizá pesante de la Filarmónica de Viena (DG, 1979).

Murray Perahia, acaramelado, pero pequeño en dinámica energética; fantástico acompañamiento de Bernard Haitink, pulimentado con betún hasta resplandecer, Royal Concertgebouw Orchestra (Sony, 1986).

Steven Lubin, pensativo y delicado, presta poca atención a los grupos de semicorcheas débil-fuerte (acompañando a la recapitulación de los vientos) que parecen grupos ordinarios de cuatro, con lo que el efecto previsto por Beethoven se pierde. Christopher Hogwood dirige The Academy of Ancient Music (12.12.8.6.6) (L’Oiseau Lyre, 1987). Aquí el fiel de la mesa de mezclas se inclina hacia el solista (un Graf de 1824) para evitar su sepultura. Pero hay que entender que las limitaciones del instrumento producen efectos en la vía que Beethoven compuso. La argumentación de que Beethoven escribió para los instrumentos del futuro puede acercarnos peligrosamente a cuestiones del tipo: ¿qué hubiera pintado Leonardo con una caja de óleos? ¿y con un spray graffitero?

Kristian Zimerman, cristalino y refinado expresivamente, de belleza tonal siempre controlada, elegante articulación y mínimo rubato, rigurosamente férreo antes que imaginativo en la ornamentación. Leonard Bernstein culmina el regreso del judío errante a Viena, donde la Filarmónica, cálida y suave, pero también vibrante de emoción, lo recibe triunfal (DG, 1989). Monumental su disfrute (y el nuestro).

Mauricio Pollini, objetiva intelectualidad, aunque peca de generoso con el pedal lo que emborrona el fraseo, Claudio Abbado, Berliner Philharmonker (DG, 1993).

Jos van Immerseel, Bruno Weil, rigidez metronómica incluso en el animado larguetto, Tafelmusik (7.6.4.3.2) desvela su textura tenue, casi mozartiana (Sony, 1997).

El vienés apátrida, Alfred Brendel, analítico y sintético, inmaculadamente perfecto, pone en práctica en su cuarto acercamiento al Emperador, la poética introspectiva, es decir, a partir de un conocimiento intelectual de la partitura hacer asomar el humor mozartiano y hasta haydniano, por medio de sus intuiciones (veleidades para otros) que han resisitido el paso del tiempo. Simon Rattle (“lo que Brendel te pide cuando hace música contigo ha pasado de ser declaradamente imposible a convertirse simplemente en endemoniadamente difícil”) maneja con similar desparpajo la elegancia de la Wiener Philharmoniker. Estéril toma sonora (Philips, 1998) que ofrece un tornasolado equilibrio piano-orquesta.

Hélène Grimaud, enérgica y vaporosa, Vladimir Jurowski conduciendo la Dresden Staatskapelle hace respirar el adagio. Mezcla artificiosa de micrófonos (DG, 2006).

François-Frédèric Guy, sensibilidad y detallismo, Philippe Jordan con la Orchestre Philharmonique de Radio France propone dinámicas aterrazadas. Grabación palpable y balance realista (Naive, 2007).

Mikhail Pletnev, arbitrario y desequilibrado, Christian Gansch, Russian National Orchestra (DG, 2009).

Artur Pizarro, correcto pero prosaico, Charles Mackerras, Scottish Chamber Orchestra (Linn, 2009).

Evgeni Subdin, falto de contrastes, Osmo Vanska, Orquesta de Minnesota (BIS, 2010).

Christian Zacharias, lectura clasicista, sin tormenta romántica, Kurt Masur, Dresden Staatskapelle (EMI, 2010).

For further analysis, Stephen Johnson explores this piano concerto in BBC broadcast Discovering Music.

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