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Mahler: Sinfonía nº 4

“¿Qué se puede decir sinceramente de esta sinfonía? ¿Qué puede decirse de cualidades musicales donde no se detecta ninguna, y por qué hay que entrar en detalles sobre la escenografía orquestal, cuando no hay nada detrás? Incluso con la intención más sincera parece imposible encontrar nada excepto una serie de efectos orquestales inconexos, bastante ingeniosos en cuanto a conocimiento de los instrumentos, pero totalmente superficiales, y que no tienen nada que ofrecer al espíritu ávido de música”. Musical America, January 1911.

La sinfonía nº 4 de Gustav Mahler (1900) es un cuento de hadas onírico e irreal, de imponderabilidad aérea y exaltación dichosa. Las alegres meditaciones de Mahler sobre el descanso postmortem se sustentan en una impropia sencillez de medios orquestales, transparencia textural y simplicidad armónica, coherentes con la visión celeste a través de un alma infantil. La intencionalidad mahleriana da a cada atril el rol de un solista, descomponiendo la línea melódica en fragmentos definidos por diferentes colores instrumentales, como una especie de prisma acústico. Pero en su tradicional estructura formal pululan sombras poco inocentes y se arrastran horrores:

I Deliberado: En el inestable mosaico de motivos de la exposición (compases 1-101), el clasicismo familiar de la sonata sufre por la irrupción literaria de frecuentes cambios de tempo, alteraciones, suspensiones y complicadas relaciones métricas; la deslumbrante complejidad del evolutivo y lógico (o más bien teleológico) desarrollo (cc. 102-238) explora nuevas y distantes claves y abre un espacio radicalmente inédito, en el que los temas se disuelven en motivos autónomos o se transforman hasta quedar irreconocibles; la recapitulación (cc. 239-339), en cierto modo fallida, conduce a una coda histéricamente triunfalista.

II Moderado: Scherzo quimérico y espeluznante, armado en cinco episodios: A (cc. 1-68), trío B (cc. 69-109), A1 (cc. 109-200), trío B1 (cc. 200-280), A2 (cc. 280-341); y coda (cc. 341-364). Mahler especificó la scordatura del violín solista (afinado un tono más alto, angular y cromático) “para que el violín suene chirriante y áspero, como si la Muerte golpeara“. Invocación de la cultura errante y juglar, una llamada a la muerte descrita como disonante, aterradora, pero también seductora…

III El contraste entre dos complejos temáticos hostiles determina la disposición, el carácter y el curso del Poco adagio (ruhevoll, apacible). Presenta una estructura de rondó con variaciones en cinco partes: A (cc. 1-61), B (cc. 62-106), A1 (cc. 107-178), B1 (cc. 179-221), A2 (cc. 222-314) con una rutilante coda (cc. 315-353) que nos regala un estallido armónico e instrumental, rendición postrera y simbólica elevación a un plano superior.

IV Das himmlische Leben (La vida celestial): Inicialmente destinado a formar parte del monumental edificio de la 3ª Sinfonía, este lied se articula en cuatro versos separados por secciones instrumentales que retornan las figuras de apertura para dar a la obra una sensación cíclica. Atmósfera mágica, donde el universo cotidiano y el universo espiritual se complementan en un sentimiento cándido de recompensa (fuera del marco hebraico), el sustrato de promesa para el hambriento de las canciones del Knaben Wunderhorn, de panes y peces, de corderos y espárragos gigantes…



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Ya vimos en la sinfonía nº 5 como el sistema Welte-Mignon (capaz de registrar los matices íntimos del intérprete: rítmica, dinámica, fraseo, ataque y pedal) ofrece un supremo documento histórico. La edición Preiser redondea el invento acoplando el sistema neumático al piano poseído por el propio Mahler en su vivienda vienesa, un grand Blünther de 1902 con siete octavas suaves y melosas. Mahler siempre tocaba directamente desde la partitura orquestal, en un arriesgado equilibrio sobre las patas delanteras de la silla. Los acordes arpegiados, los ritmos sinuosos, el fraseo sensible y nervioso, el rubato soñador… encajan con la personalidad y carácter sombrío del compositor: ”Mi música no es más que ruido de la naturaleza”.





En el Principio era Mengelberg. Durante las visitas que Mahler realizó a Amsterdam entre 1903 y 1909 Willem Mengelberg (indudablemente el más dotado de sus discípulos) anotó detalles interpretativos y metronómicos (que la partitura no lleva) durante los ensayos del compositor, o, al menos, su interpretación personal de los mismos y que no siempre coinciden con lo registrado en este concierto público de 1939. ¿Autenticidad? Más bien una ensoñación ultrarromántica, exagerada en su intervencionismo extremo, impredecible, peligrosamente viva. Desde el comienzo los cambios de color, de clima (misticismo, melancolía, amenaza), conectan con las rupturas schumannianas. El scherzo gira a 152 corcheas por minuto, con un carrusel de liberales portamenti y breves staccati de violín que rememoran una pesadilla de plagas. Mengelberg sumerge el ruhewoll de inmediato en una suerte de éxtasis de tristeza, con un momento extra de asombro cuando añade un quinto tiempo al segundo compás del tema de apertura, en el que los violonchelos espressivo aparecen con interminables notas. Jo Vincent muestra en el lied un timbre un tanto agrio y un carácter matronal. La publicación de Pristine Audio es muy convincente, con una agradable ecuanimidad instrumental de la Concertgebouw Orchestra y evitando filtrar en demasía el sonido como en las ediciones anteriores (Philips, Decca, Altair, Documents, History, Q Disc).





Debido al resultado de la Guerra la antorcha pasó a Bruno Walter, que desde el conservadurismo esencial y la orientación espiritual impregnó la música de su naturaleza amable, pastoral y panteísta, luminososa y sensual, muy diferente de la manera errática, intensa y a veces insensible del compositor. Aparte de su grabación comercial de 1945 se han recogido al menos otras diez procedentes de conciertos. Escogeremos como muestra la de 1953 con la New York Philharmonic Orchestra en la que Walter contó con su soprano predilecta, Irmgard Seefried, cuyo perfil liederístico es formidable, si bien lejos de la inocencia beatífica solicitada. Walter ignora marcaciones dinámicas y rítmicas en la pesadumbre otoñal del primer movimiento, descubriendo solo a medias el lado tenebroso de la historia, como un cuento de los hermanos Grimm purificado por los tonos pasteles de Disney. Algunas asperezas en los metales caracterizan un scherzo menos estricto y controlado de lo habitual en Walter, pero hay poco contraste con las secciones trío. ¿Es la (magistral) coda del ruhevoll un ejemplo temprano de la tonalidad progresiva mahleriana? No, ya que la tensión armónica se resuelve en la apertura del lied. Walter lo entiende a la perfección minimizando la pausa entre los dos movimientos. Claro sonido (Tahra), congestionado en las dinámicas elevadas y con un público aquejado de bronquiolitis.





Paul Kletzki es consecuente desde el principio, fluido y relajado, y con solo un leve aliento dramático (optimistas, incluso jocosas las maderas de la impecable Philharmonia Orchestra), con muchos de los portamenti requeridos ejecutados sui generis como un legato extendido, y descaradamente extrovertido y algo ruidoso en el pasaje en do mayor (“niños golpeando ollas y tal vez rompiéndolas en pedazos”, Adorno dixit, cc. 209-220) previo al clímax, producido sobre una disonancia inesperadamente rasposa. Resaltar la arquitectura estilizada y transparente del scherzo, sin descarnamiento. El ritmo lento del bajo en el ruhevoll, en contraste con el tono solemne de la melodía, le confiere un aire de himno, un estado de contención pacífico y estático, como en los contemporáneos paisajes de Klimt. Emmy Loose posee la tímbrica adecuada, una técnica casi ideal, la dicción clara; todo ello especiado con ternura y con un acompañamiento ilusionista en las cuerdas. La grabación es extraordinaria para la fecha (EMI, 1957), con la intrincada partitura en vívido relieve.





El minimalismo microfónico de la RCA en 1958 resulta en una perspectiva realista y apropiada a la superlativa prestación técnica de la Chicago Symphony Orchestra en manos de Fritz Reiner. El consolador y poco lírico adagio (grabado en una sola toma) es un perfecto ejemplo de su desinterés en la estética mahlerania: El rechazo de Reiner a muchas de las marcas (fraseo, color, acento, dinámica) y sus prioritarios y legendarios orden, precisión y reserva escatiman los portamenti, y aferran la rigidez de los tempi. De escuela interpretativa sinfónico-vienesa, el bedächtig es muscular y falto de reposo, y el scherzo carece de humor sardónico. El lied se inicia en un paso somnoliento y Lisa della Casa muestra problemas de pronunciación germánica y su pronunciado vibrato se desliga de la ingenuidad. Naturalmente que el detallismo opresivo y la fidelidad tímbrica engendran explosiones armónicas straussianas. Pero cuando las notas terminan no queda ningún resplandor.





El enfoque de Otto Klemperer es prácticamente el polo opuesto al de Walter: Cada uno, al parecer, basa su interpretación en aspectos opuestos del complejo carácter de su mentor. Objetivo, vehemente y agitado, con los gélidos colores primarios de un Mondrian. Su sentido de la cohesión estructural es particularmente evidente, pero desprecia los rasgos psicológicos de la obra. Comienza a un tempo calmo y germánico (rubati y portamenti son poco utilizados) hasta que violentamente se nos sumerje en las inauditas orquestación y armonía. Scherzo solemne y circunspecto (el exceso y la exageración están ya en la música). El impaciente adagio camufla su mordiente en un sorpresivo andante (escuchemos cómo incrementa el tempo entre los cc. 222-282) que nos lleva de la mano a… una mocosa perfumada y maquillada (no todas los niñas son ángeles): Elizabeth Schwarzkopf, elegante y sofisticada, analiza y colorea cada una de la palabras en la antítesis de las instrucciones del compositor (pero Klemperer rememoraba que Mahler le dijo una vez: “”Si algo no te parece bien, cámbialo. No sólo tienes el derecho, sino el deber de hacerlo”). La lateralidad y profundidad de la toma sonora (Warner, 1961) evidencia el refinamiento de una orquesta cálida y compensada, con las maderas de la Philharmonia observadas en una óptica resultona que ha caído en desuso posteriormente, aunque la adecuada división antifonal de las cuerdas enriquece el contrapunto. 





George Szell es un maestro del equilibrio (tan esencial en este tipo de Mahler) de las voces principales e interiores, pulido de perfección mecanicista e iluminador escrupuloso de la arquitectura. Sin embargo, el amor (y el humor) infantil no aparece por ninguna parte, la disciplina toscaniana lo impide, suavizando sus grotesquerías y rugosidades. Meticuloso en las dinámicas (aunque no todas), minucioso en la delineación de detalles (esos acordes creados por la serpentantes cuerdas en el scherzo). Con neutralidad inflexible, el pulso constante del bedächtig cincela la unidad en la diversidad, con cambios de tempi fuertemente subrayados y rubato unánime (tanto, que es casi sobrenatural). Ländler genuinamente mozartiano, con las secciones trío rústicas y joviales. El andante, íntimo y grave, rocía pasmosos glissandi en dolcissimo. El lied, a fuego lento, también participa de este enfoque narrativo: Judith Raskin llena de voz madura las tres primeras estrofas, pero los últimos versos, a una dinámica inferior, transmiten una gracia extraordinaria, cándida y divina. Glacial la belleza de las cuerdas de la Cleveland Orchestra, cuidadosamente preparada y empastada (Sony, 1965). 





Jascha Horenstein presenta un Mahler serio y didáctico, escasamente intervencionista, combinando orden, intensidad emocional y claridad instrumental. Lanza una sombra ominosa y obstinadamente presente sobre la superficie del movimiento inicial que pocos directores concitan. Crudo y evocativo el lentísimo scherzo, donde Horenstein inmiscuye chirriantes caricaturas que interrumpen al violín abrasivo, con los tríos nostálgicos de una inocencia perdida. El tejido de cuerdas divididas en el ruhevoll excluye la individualidad más acerba y carnavalesca de las maderas del movimiento anterior, y crea una textura expansiva de tipo coral vinculada a una religiosidad vocal (Mahler describió el pasaje como “el desvanecimiento del final es etéreo, como de iglesia, de ambiente católico“). El lied arropa con exiguo confort, siendo Margaret Price una discutible elección, casi de oratorio (de los de antes), con sólo un leve reflejo plateado. La cercanía de los micrófonos (EMI, 1970) repercute en el desequilibrio tímbrico orquestal de la London Philharmonic (la sobreexposición de los clarinetes y timbales).





La primera aproximación de Claudio Abbado a la obra (DG, 1977) es más urgente y abrupta que sus posteriores versiones: El bedächtig se inicia suave y confitado para después abandonar el típico aroma comodo mahleriano, con erráticas bogadas rítmicas y dinámicas. El violín del scherzo (vertical y deliberadamente desalineado con su acompañamiento) asoma y cede el paso caballeroso ante los vientos sedosos de la Wiener Philharmoniker. En el ruhevoll Abbado hace caso omiso de las indicaciones de la partitura y fuerza unos tempi mosoros, brucknerianos; atención al desgarrador portamento de las trompas (c. 75) que muda “de la divina alegria a la profunda tristeza” en palabras de Mahler. La solista, fuera de lo común, es la mezzo Frederica von Stade, sin problemas de tesitura pero de emisión entrecortada en los staccati. La grabación es fatigosa en su brillante metalicidad, algo que también lastra la fría y nítida traducción de James Levine (RCA, 1974).





En los ensayos y luego en los conciertos, la figura torpe e improbablemente alta de Klaus Tennstedt se balanceaba de lado a lado de forma desgarbada, con poca o ninguna técnica de dirección discernible. Lo que perdió en bienestar físico con los años lo compensó con drama y angustia en su rítmica poco marcada, contorsionando el flujo lineal de cada frase, como en los frecuentes luftpausen y prolongados ritardandi. Los tempi funcionan a pesar de ser atrevidamente extremos, pero los cambios bruscos de ritmo alteran el andamiaje. Una interpretación gloriosamente lírica y romántica, con las secciones de vientos con relevancia y singularidad propia -pero no en la línea liviana, sonriente, hasta traviesa de un Kubelik (DG, 1968)-. Tennstedt hace las fantasmagóricas flautas y campanas de trineo totalmente independientes del ritardando de clarinetes y primeros violines (algo requerido en el compás 3, pero que muy pocos directores conceden), lo que enfatiza la colisión rítmica hasta la entrada del tema. Tras el clímax del bedächtig (cc. 221-224), ahíto de júbilo y alegría, se va imponiendo un apremiante impulso sobre las marcaciones (ignoradas), presagiando la tumultuosidad de la Quinta. En el mordaz scherzo la estruendosa trompeta (c. 200 y ss.) da paso a un retorno del trío donde la suma flexibilidad se desliza hacia la desarticulación. Ruhevoll amedrentado por las trompas, con retenciones conmovedoras al final de las frases, y las secciones astringentes mitigadas. La meditación pastoral de Lucia Popp desestima el regocijo candoroso y canta straussianamente oscura (a pesar del significado d) el texto. La toma sonora de la London Philharmonic Orchestra (EMI, 1982) es sucia, plana, vacua.





Solo cabe calificar de milagrosa la lectura de Lorin Maazel. Con el embrujo de un encantador de serpientes hace sonar a la Wiener Philharmoniker melancólica y tranquila, los ataques suavizados, las texturas mórbidas, con dilaciones en el remate de las sentencias, la belleza por encima de todo (aunque en esta línea se puede ir más lejos, véase Karajan). Comienza con un ceñido cumplimiento de la petición bedächtig (prudente), para destacar después las fulgurantes cuerdas en el segundo tema, donde los cellos cantan sobre las violas de manera tan brahmsiana. En el scherzo las dinámicas son aplicadas de manera repentina pero con suntuosa bondad. La severidad de las cuerdas agudas, con portamenti sin reparos, se turba por la efusión de dolor en mitad del movimiento (muy) lento (cc. 189 y ss.), reconociendo la derrota. Maazel lleva al extremo la marcación sehr behaglich (muy acogedor) en el finale con sabor de repostería, dulce y cremosa: Cuando la música se desliza hacia mi mayor, arpas y bajos doblando discretamente (“muy tierno y misterioso hasta el final”), relaja aún más el ritmo y los excepcionalmente quedos violines y clarinetes introducen sus temas casi en un trance perpetuo sobre el que la línea angelical y vulnerable de Kathleen Battle deslumbra con su límpida pronunciación y timbre argénteo. Grabación abierta en su panorámica pero poco impactante (Sony, 1983). 





Cuenta Eliahu Inbal que se colaba por una ventana para poder ver los ensayos de Bernstein en Tel Aviv y tomarle así como modelo; ciertamente enfatiza los rasgos hebreos, la ligereza, la ironía, el humor; pero por otro lado minimiza los acentos dinámicos-dramáticos, “los misterios y horrores” de que hablaba Mahler en sus cartas, quedando en un templado clasicismo apolíneo. Bedächtig fragmentado en secciones poco coordinadas rítmicamente. Excelente el transparente scherzo, con la superficie distorsionada por las ondas de los portamenti. Emborronado adagio, jadeante y poco sereno. Helen Donath adolece de rudeza tímbrica y afinación inestable. La Frankfurt Radio Symphony Orchestra (a la que Inbal sacó de su provincialidad con este exitoso ciclo Mahler de grabaciones) está recogida de manera simple y franca en la toma sonora en concierto (Denon, 1985); de hecho la compañía nipona recurrió a Inbal porque su concepción de la música de Mahler como esencialmente frágil y delicada (incluso en medio de la tempestad y la lucha) ”apelaba a nuestros sentimientos sobre la música de cámara” y se adaptaba a sus técnicas de registro. Quizás no sea una escala más pequeña, sino una mirada menos angustiosa, con el hombre como parte de la naturaleza (en el sentido nietzscheano -y seguramente mahleriano-).





Quizás el mayor legado discográfico de Leonard Bernstein haya sido integrar su sentimentalidad profunda, excesiva y neurótica en un componente esencial del (un) syllabus interpretativo. En su Mahler la sincronicidad de temperamentos roza lo confesional. En el desarrollo del plácido movimiento inicial las abruptas interrupciones a mitad de tema, los cambios de clave y las trasposiciones son asumidos con la normalidad con que aceptamos una pesadilla incongruente. Por eso la fanfarria de trompeta (cc. 224 y ss.), que en este contexto infantil de triángulo, glockenspiel y campanas de trineo parece emanar de la guardería y no de la milicia, tiene una función hoffmanniana de llamada al despertar que va disipando los sueños. El inquietante y operático scherzo (con constantes cambios de marcha y dinámica para acentuar las posibilidades dramáticas de la ambigüedad) frena en meandros en los tríos, aunque la enfermiza determinación del violín solista logra encauzar el curso. Gran narrador de historias, Bernstein sorprende con un adagio vivaz, de fervor amoroso y meditativo (atención a la la repentina caída del tempo en el solo de oboe, cc. 175 y ss.). En el finale (según Bernstein un anhelo de recompensa cristiana) emplea un niño soprano para resaltar la delicada orfebrería orquestal que le rodea. Helmut Wittek desprecia saludablemente los matices de tono y ritmo, y se concentra en dar un relato extrovertido con la ayuda de una buena dicción. La cercanía de los micrófonos proporciona gran pegada (la felicidad de las maderas), pero yerra la veracidad de la Concertgebouw Orchestra (DG, 1987). Ah, finalmente (que diría Puccini) para aquellos que contemplen las dificultades juveniles con la extensa tesitura requerida hay otras alternativas: Emanuel Cemcic aporta no sólo una voz diáfana y confiada sino un fraseo excepcional y una lectura sensible del texto en el testimonio de Anton Nanut con la Ljubljana Symphony Orchestra (Stradivari, 1987); Daniel Hellman resuena menos matizado en el arreglo camerístico de la obra realizado por Howard Griffiths y la Northern Sinfonia (Novalis, 1999).





Michael Tilson Thomas disfruta de una bucólica alusión de la naturaleza, amenazada acá y allá por oscuros pozos de magia que deforman el fraseo, remarcan las pausas, contrastan los tempi, y arrugan la pátina pulida de la San Francisco Symphony Orchestra, aquí con las cuerdas divididas idóneamente. Bedächtig terso y aristocrático (escúchese el beethoveniano homenaje en los compases finales de la exposición), sosegado y tan schubertiano como en Boulez (DG, 1998), pero sin su aureola inalcanzable e inhumana. El violín del scherzo, siempre en pianissimo, es tan civilizado que se podría bailar en el Neujahrskonzert. Con el segundo tema del adagio el tempo cae a una celibidachiana etereidad, un paseo por las nubes reminiscente de Parsifal (cc. 51-61). Laura Claycomb imposta el lied con un timbre atractivo, pero demasiado carnoso y adulto. Sensacional grabación moldeada a partir de una serie de conciertos (SFS, 2003) con perspectiva realista y profunda que no escrutiniza los instrumentos.





Bernard Haitink siempre se ha decantado por la efectividad técnica por encima de la imaginación, haciendo de la sobriedad una patente propia, buscando la iluminación intelectual más que la catarsis emocional y llegando a quejarse públicamente de los oyentes que se acercan a Mahler “por razones equivocadas“(¿?). En ésta su octava grabación de la obra, Haitink persiste en un Mahler mesurado y metódico, newtoniano. La termalización del pulso dibuja un primer movimiento reservado, casi temeroso de que la expresividad desborde los atriles, la estructura olímpica, las dinámicas atenuadas. En el scherzo el violín solista procede clemente, relegando la pesadilla, corta de maldad. Adagio exquisito e imperturbable salvo en las variaciones previas al (magnífico) clímax. Por momentos la inteligibilidad de Christine Schäfer queda un tanto comprometida al estar su metal oscuro integrado en la orquesta. El registro (RCO Live, 2006), derivado de un único concierto, riega con generosidad (y algo de confusión) la glamurosa tímbrica de la Concertgebouw Orchestra.





Para Iván Fischer el drama (que no deja de ser eso, la terrible niñez de Mahler) se desarrolla con lozanía y simplicidad, con inflexiones agógicas cuidadosas, peculiares e inestables en una búsqueda obsesiva del más allá de las notas. Es curioso que, a pesar de la crudeza en la exposición de las tensiones, el final del desarrollo no se rasge por la fanfarria de trompeta sino por las campanas de trineo, hasta entonces escondidas entre los vientos (cc. 230 y ss.). Quejumbroso el violín solista, casi sin vibrato, y sin enfatizar su presencia en el scherzo. Ruhevoll tectónico en lo tímbrico y estoico en lo anímico con un arranque soleado del tema tchaikovskyano (cc. 107 y ss.). El Stravinsky más atávico irrumpe en los interludios instrumentales la concienzuda pronunciación de Miah Persson: Su halo liviano pero no tímido adopta idealmente la petición del autor: “Para ser cantado con expresión infantil y alegre; ¡Totalmente sin parodia!“. Las cuerdas de la Budapest Festival Orchestra pierden empaste y presencia al posar divididas pero ganan en transparencia en la muy dinámica toma sonora (Channel, 2008).





Les Siècles es una reducida formación de instrumentos contemporáneos a la obra, con disposición antifonal de sus violines, mínimo vibrato, asombrosa claridad textural, tímbrica fresca y heterogénea, individualizada en el viento y menos agresiva en metales y percusión, articulación y fraseo retóricos y declamatorios, y donde resalta más la expresividad del portamento. François-Xavier Roth parte de un concepto objetivo y preciso, pero el elemento fantástico está presente desde el principio (nunca han sonado tan próximos a Peer Gynt los cc. 302 y ss.), con gran ligereza en el paso (pero Mahler requiere “sin prisa”), caprichosas dinámicas y potencia sonora (escúchese la implacable urdimbre de cuerdas alrededor de los solos de trompa hacia el final del movimiento). La scordatura del violín solista en el risueño scherzo recalca su colorido discordante, metálico entre las cuerdas de tripa, pero es reticente en su intimidación; los tríos desgranan los intercambios melódicos entre instrumentos (los vientos deliberadamente poco caústicos) en un fascinante juego de luces y sombras. Las digresiones variacionales dentro del adagio tienen un aire auténtico de improvisación. La intervención del violín solo (cc. 98 y ss.) es muy especial, cada uno de sus portamenti un lamento doliente. La angelical conclusión muestra delicadeza y fragilidad, no la habitual luz cegadora desde el umbral al mundo ultraterreno. La seráfica Sabine Devieilhe, ágil en las dinámicas y maravillosamente cristalina, roza lo sacro, tildando perturbadoras las transiciones instrumentales. La opulencia de la toma sonora ilumina el tramado, un festival tornasolado y una mezcla fuera del alcance de la sala de concierto, destinada a una (atenta y gozosa) escucha doméstica (HM, 2021).



To conclude, I would like to rescue Deryck Cooke’s priceless dissertation for the BBC in 1961, in which he surveys the recordings of the Fourth Symphony that existed at that time. Linking his presentation with the then fashionable movement of historically informed performance, he gives greater attention to the recordings of those conductors who had a relationship with the composer: Mengelberg, Walter and Klemperer, trying to extract from them some light on what would become the historicist Mahler.

But the mahlerian tradition does not exist! He rehearsed and conducted his works with continual changes in orchestral arrangement, even at the textual level (what matters is the transient feeling, the spirit of the moment) without the need to crystallise it interpretatively. He could easily have done it differently, on another day (as long as there were no noises):


– “What is that? What is that?” 

– “That’s a car, Mr. Mahler” 

– “Well, whatever it is, we have to stop it!”

– “It can’t be stopped. This is New York”

– “Rehearsal’s over!”

Mahler: 5ª Sinfonía

La Quinta Sinfonía fue compuesta por Gustav Mahler en su casita estival de Maiernigg durante los veranos de 1901 y 1902. Entre ambos estíos ocurrió una circunstancia personal decisiva, aparte de la siempre meditada motivación detrás del esquema compositivo de sus obras: El encuentro, noviazgo y matrimonio con Alma Schindler. Un radical punto de partida que rompe sus lazos con la voz humana para concentrarse en la música puramente orquestal, renunciando a un programa literario (o en todo caso podemos considerar la integral de sus sinfonías como una gigantesca biografía), donde su férreo puño alea los aparentemente más disparatados elementos, ya sean melódicos, rítmicos o armónicos, y donde diálogos, discusiones y altercados se transforman en soliloquios, quejas, monólogos. La primera sinfonía rabiosamente moderna, sin tonalidad específica, y cuyas sucesivas modulaciones transitan desde las tinieblas a la luz. Se integra en un novedoso armazón que comprende cinco movimientos articulados concéntricamente en tres grandes bloques, reconocibles por la afinidad de los materiales temáticos y las atmósferas expresivas.

 

Primera parte:

I. Trauermarsch: Posee una relativa forma sonata, con el material temático en continua transformación pero estructurado simétricamente en cinco partes ABABA: La sección principal (cc. 1-154) parte de una fatídica fanfarria de trompeta (especie de estribillo para vincular los diferentes episodios de la marcha que expresa la desolación contra la cercanía e inevitabilidad de la muerte) que colapsa en un tuttiorquestal ff, desplegado como primer tema donde los instrumentos graves marcan el ritmo pesante, y un segundo tema en las cuerdas, de contrastado y elegíaco carácter; el trío I (cc. 155-232) supone una desgarradora explosión faústica, reexponiendo los dos tópicos fundamentales en un estallido de emoción, desatado en cromatismos febriles apoyados en acordes sincopados de las trompas; el regreso de la sección principal (cc. 233-322) aporta un nuevo dibujo que será el centro del movimiento siguiente; en la vuelta al trío II (cc. 323-376) la suavidad y resignación están lo más alejadas posible de la violencia expresionista del trío anterior y, sin embargo la sustancia temática está compuesta de variantes de los mismos motivos; la coda (cc. 377-415) anuncia el cariz mahleriano fantástico y grotesco que tanta presencia va a manifestar en sus sinfonías siguientes, desintegrándose desconsolada y exhausta.

II. Stürmisch bewegt. Mit grösster Vehemenz:Es el desarrollo dinamico-sinfónico de los temas del primer movimiento, y que, a pesar de mantener la forma sonata, niega cada expectativa e interrumpe cada continuación, y sin embargo de algún modo cada abrupta transición se siente natural, incluso inevitable. La exposición (cc. 1-140) se construye sobre dos secciones contrapuestas: una tempestuosa, con un vehemente tema en las cuerdas, y otra serena, iniciada por corcheas en terceras en los vientos y sostenida tras la transición por un tercer tema presentado por los cellos que es cita literal del primer trío. El súbito y colérico desarrollo (cc. 141-322) comienza también a cargo de los cellos, que posteriormente lo recrean en el ritmo de marcha inicial; la borrascosa recapitulación (cc. 322-519) es interrumpida por un glorioso y visionario coral en los metales que desemboca en la coda (cc. 520-576), recogiendo el motivo evolutivo de los vientos sobre trémolo de las cuerdas y terceras del arpa hasta desaparecer en la desesperanza nihilista del arpegio de graves y timbal.


Segunda parte:

III. Scherzo: Ambivalente deconstrucción de las danzas vienesas en el que predomina un tono rústico y desenfadado en la sección principal (cc. 1-135), un ländler que tiene a la trompa como instrumento obligado (en cuanto al episodio secundario, es un inusual fugato en octavas); el ritmo flexible y graciosamente vacilante sobre pizzicatti de las cuerdas del primer trío (cc. 136-221) ya no caracteriza al paisaje campestre, sino al vals de la ciudad, que se interrumpe con una brusquedad beethoveniana por el retorno del motivo inicial en las trompetas; las ensoñadoras canciones en las trompas del segundo trío (en seis elaboradas secciones, cc. 222-428) nos transportan del mundo de la danza al de la naturaleza; en el desarrollo (cc. 429-489) y recapitulación (cc. 490-763) los elementos rítmicos y melódicos de los tres episodios diferentes evolucionan de forma estrecha, a menudo simultáneamente; en la coda final (cc. 764-819) la refriega se vuelve inextricable.


Tercera parte:

IV. Adagietto: Se ha comparado la Quintacon la novela fluvial proustiana, donde la realidad y la imaginación se funden en un modelo sintáctico y estético en continuo curso y cambio de situaciones psicológicas. Tras un scherzo como desarrollo entre planteamiento y desenlace la sinfonía muestra una imagen especular de los dos primeros movimientos, transformados en sus opuestos: En lugar de ira y conflicto, el adagiettoofrece calma y lirismo sostenido. El testimonio de Willem Mengelberg, anotado en sus propia partitura de la obra, apunta que, tanto Gustav como Alma le indicaron que el adagietto había sido concebido como regalo de compromiso, un vasto canto de amor para cuerdas y arpa, de esperanza trascendental e intimidad espiritual. El conmovedor romanticismo encerrado en él se expresa a través de un introspectivo paisaje de modulaciones, donde cada línea melódica ha sido refinadamente cincelada, al límite de un aparente neoclasicismo. De forma tripartita ABA, la sección central (cc. 39-71) introduce tensión en su modulación a varias claves menor y mayor. El retorno de la melodía principal es más comedido, pero hacia el final se desencadena un clímax con el valor de las notas aumentando y las resoluciones estiradas hacia la extenuación amorosa.

V. Rondo-Finale: La marcha fúnebre de la apertura regresa en un exuberante rondó que quisiera ser triunfal. Vacilante en la introducción (cc. 1-23), su exposición (cc. 24-240) adquiere la apariencia inusual de una improvisación alegre y entretenida: Los diferentes patrones, que parecen lanzados al azar, jugarán un papel esencial en los desarrollos futuros. Fue Beethoven quien inspiró tanto su forma general, quasi sonata, como los entusiastas elementos de fuga, que se suceden enriquecidos con recuerdos del adagietto, se desarrollan (cc. 241-496) y recapitulan (cc. 497-710) hasta la irrupción del coral (c. 711-748), en una apoteosis forzada que simboliza la victoria final de las fuerzas de la vida y confirma la sensación de euforia generada por la inagotable abundancia de temas, por la magia de ese sonido caleidoscópico, donde fragmentos y células melódicas, siempre familiares, pasan y pasan una y otra vez. Aún así, en la coda (cc. 749-791) Mahler asume instintivamente la ambigüedad fundamental, la angustia secreta y la incertidumbre que son la marca de su tiempo y que todavía pesan sobre el nuestro.


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No cabe sino calificar de documento histórico el rollo de pianola que Mahler realizó para la compañía Welte & Söhne el 9 de noviembre de 1905, exponiendo el primer movimiento de su nueva sinfonía. Las limitaciones del sistema, sobre todo dinámicas, deben hacernos extremar la precaución acerca de su técnica pianística, pero lo que se preserva es fascinante: los efectos en los pedales, las deliberadas anticipaciones rítmicas en la mano izquierda, los acordes arpegiados, el destacado contraste entre secciones staccato y legato. En cuanto a su práctica como director, podemos apreciar la elección de tempi(al menos durante aquella tarde), el impulso inercial del discurso que oscurece los detalles, la lírica con la que expone el tema elegíaco (cc. 34 y ss. ), el arrebato de la entrada del trío I (cc. 155 y ss.), y en especial el dúctil tratamiento del rubato, desafiante de notación musical. La grabación patrocinada en 1992 por la Fundación Kaplan acopla el rollo Welte-Mignon a un moderno Steinway a través de unos dedos neumáticos, por lo que el sonido es magnífico (y ucrónico).

 


 


Ya hemos visto como no sólo Willem Mengelberg colaboró cercanamente con Mahler en sus apariciones con el Concertgebouw como director invitado, sino que contó con su amistad personal y estima profesional (“su arte de interpretación revela una profunda afinidad y una penetrante inteligencia de mis obras. A nadie más le confiaría una obra mía con entera confianza”) y nos legó el propósito del adagietto como íntima declaración amorosa. Su devota ofrenda de 1926, elásticamente fluida, liberada de las barras de compás, frasea inmiscuida por el maleable rubato mengelbergiano, los tintados y coordinados portamenti (deslizamiento entre notas) en las cálidas cuerdas, embelesadas por el vibrato. La asunción de que es un lied sin palabras condiciona la elección de un tempo que la voz pueda sustentar (las frases suelen impulsarse después del tercer pulso de compás, justo donde Mahler marca la respiración), y da lugar a la que parece ser la grabación más breve, de apenas 7 minutos (en la partitura que Mahler empleó en la premiérede 1904 se tasó su duración en siete minutos y medio); en el extremo opuesto estarían los 15:13 del concierto ofrecido por Hermann Scherchen en Philadelphia en 1964 (Tahra), en el umbral de la inmovilidad taverneriana, o los 28 segundos que Dimitri Mitropoulos consagró a la última nota (New York Philharmonic, Music & Arts, 1960). Mark Obert-Thorn ha conseguido con su proverbial esmero corregir los desfases de velocidad de la fuente en 78 rpm en la edición Naxos.

 


 


Naturalmente el otro apóstol de Mahler es Bruno Walter, conocido por los miembros de la New York Philharmonic Orchestra como The Pope, y que pontificó la primera grabación completa de la Quinta en 1947. Una obra que Walter conocía particularmente bien, habiendo trabajado cercanamente al compositor durante su prolongada publicación (la última revisión en 1911, tres meses antes de su muerte, se puede considerar como provisionalmente definitiva, dado que Mahler hubiera realizado otras correcciones de haber conducido la obra nuevamente). Concisión sinfonico-clásica (exenta de los expresionismos y/o efectismos de otras lecturas posteriores) a través de la pulcritud un tanto distanciada en el seguimiento de las prescripciones de la partitura (que, recordemos, no sólo dictan el tempo, sino también el carácter). El cuidado fraseo, maravilloso, de línea continua elegante y cantabile, contempla sin embargo escaso rubato dentro de una sección o frase: Así pues, una diferencia sustancial respecto a la senda mengelbergiana o al propio Mahler pianista. La marcha fúnebre adopta un paso militar afilado e inquieto, y cuyas reminiscencias se advierten en las secciones lentas del siguiente movimiento, de moralidad bucólica. Muerde el ritmo urgente por todo el scherzo, su parte final delirante. Adagietto intenso y tranquilo (en talante, no en cadencia, 7:36), con armonías suspendidas de reserva casi dolorosa y un clímax decoroso, el arpa perdido en la resonancia de las cuerdas; aún así no es comparable al registrado una década antes con la Wiener Philharmoniker (Opus Kura, 1938). Finalefrenético marrado por la descoordinación de las cuerdas en los fugato. La última reedición de Sony nos habla de la dificultad de cristalizar la compleja orquestación en sonido monofónico.

 


 

 

 

La Orquesta del Royal Concertgebouw de Amsterdam era todavía en 1951 el conjunto que Mengelberg había disciplinado durante el último medio siglo, y por tanto con relación directa con el compositor. Sabida es la condición improvisada de los conciertos de Rafael Kubelik, donde la permisa estructural es secundaria. Aquí prosigue la senda walteriana en otra aproximación panteísta de tempi ligeros y dinámicos, nunca temeroso del rubato o de la acentuación de los elementos sardónicos, pero tendente a la supresión de lo neurótico. El trío I (c. 155 y ss.) es efectivamente contrastado pero no dramático, dado el rápido ritmo con el que arranca la obra. En el segundo movimiento la tímbrica rústica y folcklórica en los vientos, alejada de las pulidas y satinadas contemporaneidades, despliega un filtro en sepia que Mahler habría comprendido como suyo. Pastoral scherzo, donde la pareja hombre-naturaleza parece presente de manera casi nietzscheana. Adagiettoligero, adecuado a la noción de “canción sin palabras”, con francos enlaces a varios de los lieder compuestos en el mismo periodo. Vigoroso y fresco finalea pesar de los desaciertos de las trompas y el quejumbroso timbre de las maderas. La edición de Tahra en sonido monofónico, lejano y a veces saturado, transmite la ilusión de una recepción radiofónica en una venerable Telefunken a válvulas.

 



 

Rudolph Schwarz ejemplifica el destino de Mahler si éste hubiera vivido unas décadas más, reeducado en un campo de concentración nazi. Quizá por ello favorece el perfil humanista a salvo de histrionismos o dramas psicológicos. Destaquemos desde ya unatoma sonora que permite atender a la magnífica articulación de maderas y metales, pese a que Schwarz desecha muchas de las minuciosas y asertivas instrucciones prescritas por la partitura; siguiendo el modelo walteriano, el tránsito al trío I es moderado; la coda propala un ambiente ominoso, henchido en la percusión de misterio y desesperanza. Adagietto delicuescente cual lied (7:34), de texturas primaverales. La complejidad de trenzado en scherzoy finale es observada con justicia y ejecutada con ecuanimidad. Es notorio que Horenstein ensayó y desempeñó la obra con la London Symphony Orchestra en los meses previos a la grabación, y siendo éste el único documento mahleriano de Schwarz, nunca sabremos hasta qué punto la responsabilidad es suya o compartida. ¿Que el registro tiene más de sesenta años? Espaciosa, clara y detallada, con impacto y definición, la cinta magnética de 35 milímetros (Everest, 1958) avergüenza a los actuales sistemas digitales.

 


 



Vaclav Neumann decía que en la música de Mahler se encuentra todo el dolor que esperaba a Europa”. Esta declaración de principios comporta una interpretación nada sentimental, de expresionismo descarnado y claridad camerística, los tempiraudos y todavía cercanos a los de Walter. Una furiosa Gewandhausorchester Leipzig abre con una implacable y brusca marcha, más castrense que fúnebre, quizá falta de densidad tímbrica y emotívica pero donde las digresiones iconoclastas refulgen obvias: Mahler escribe en la partitura “Los tresillos de este tema [de la trompeta] siempre deben tocarse algo apresuradamente (cuasi acel.), a la manera de fanfarrias militares. El turbulento y diáfano segundo muestra un sentido organizado y coherente de las secciones, y contrasta con el perentorio y juvenil scherzo, de fraseo sencillo. Dicha moderación se asocia mejor al adagietto. Finale gentil, con maderas de sabor eslavo. Espacioso y cálido sonido con los metales un tanto distantes (Berlin Classics, 1966).



 

 


En la sinfonías de Mahler hay muchos momentos sobresalientes, pero solo un clímax real, que uno debe descubrir”. Esta intuición de John Barbirolli le hace centrar (como Neumann, Kubelik o Tennstedt) el discurso narrativo alrededor del adagietto, manufacturándola globalmente inconexa, afable y bellísima (tanto como la de Maazel, Wiener Philharmoniker, Sony, 1982). De contrastes sonoros o de tempi (éstos siempre muy elongados) caballerosamente poco acentuados, limando los choques neuróticos, la partitura se siente acariciante, de manera que va relatando un día perfecto por la campiña inglesa, comenzando con amenazantes nubarrones (los brahmsianos tresillos a partir del trío) sobre el paseo matinal rubateado (más que mortuorio); cierta letargia acompaña la digestión del segundo, tras el cual Barbirolli se relaja con humor elgariano entre té y emparedados en el scherzo, saluda las modulaciones armónicas del amableadagietto, y celebra un final festivo con noria giocosa y globos que se persiguen en los fugatos. El sonido resiste, con presencia y profundidad del poderío orquestal, las cuerdas espesas, los elocuentes vientos de la New Philharmonia todavía klemperianos, los metales incisivos, la percusión restringida por sobrios motivos estéticos (EMI-Esoteric, 1969).

 


 



El conceptualmente calvinista Bernard Haitink hace ronronear los primorosos e inofensivos metales de la Koninklijk Concertgebouworkest en la Conciertos de Navidad de 1986 (Philips). En esta ocasión algo más libre que en sus otros acercamientos a la obra, Haitink expone más que interpreta, con claridad orquestal, cohesión y rigor, limpio y austero, con las indicaciones de la partitura discretamente observadas. De fraseo educado, moderno-expresionista más que romántico tardío, Haitink marcha a métrica fúnebre, casi como en un cortejo. También el segundo movimiento sabe demasiado formal, apartado del “violento y agitado que reclama Mahler. En cuanto al desarrollo vital del resto de la obra, al esquizofrénico scherzo le falta inercia, y al resplandeciente adagietto vigor amoroso. Una Heldenleben donde solo resulta verdaderamente heroico el finale.

 


 

 

 

Si sigues estudiando conmigo los próximos diez años, serás un gran director. Pero si empiezas ahora tu carrera, solo serás como Bernstein”. Y ciertamente que Eliahu Inbal confió en el malvado Celibidache, del que aprendió su planteamiento analítico. Pero también fue capaz de romper las limitaciones del clasicismo sinfónico de un Haitink para situarse en un territorio medio, pero con la ventaja del conocimiento propio y recóndito de la herencia hebraica, y partiendo de esa base conceptual de un Mahler como lucha interior y caótica nos arrastra a un flujo de materia plástica e inacabada (el golem), a una historia desordenada donde se aprietan la vulgaridad de la música callejera, las pretensiones de la orquesta de café y el boato de los valses de palacio. La ligereza mozartiana de la Frankfurt Radio Symphony Orchestra (Denon, 1986) plasma en el primer movimiento una aproximación desolada surcando un oleaje lento y desolador (con los brillantes solos de la trompeta -sin variación dinámica el primero, pero de fraseo muy libre- como únicas ocasiones en que el sol berliozano logra abrirse camino a través del manto de nubes, eximido en parte en un histérico trío) antes de liberar la furia del segundo, de transiciones abruptas e índole ácida. La relajación inusual del scherzo enlaza con un dulce adagietto, que expone de manera convincente la relación con el ciclo Wunderhorn. Neutral finale, con solo un amago de fina ironía. Asombrosa panorámica, con los solistas puestos en perspectiva; no tanto la percusión, pity.

 



 



Mahler puso más indicaciones dinámicas y expresivas que ningún otro compositor en la historia, y aún así profetizó a Bruno Walter que estaba seguro que los directores posteriores a él seguirian introduciendo cambios. Y así hace Leonard Bernstein: “Me siento tan cerca de su música de que a veces siento que la he escrito yo, asi que puedo juguetear un poquito, aquí y acullá”. Las habituales ya saben de mi debilidad por su Mahler contradictorio y cercano, la peregrinación narrativa, el excelso prisma de hallazgos tímbricos, saboreando meandros de incertidumbre, de melodrama exagerado e imprescindible, de histrionismo autoindulgente. Y con esta extrema certeza explora la red sutil de relaciones temáticas que unifica la obra. Contrastado primero, donde la marcha torna meditación extraviada y se crispa dolorida en el trío, usurpando el legado de Mitropoulos (no en los ritmos claustrofóbicos). El combate aniquilador en el segundo se toma unas pausas intermedias teatrales y no solicitadas por la partitura, con cada instrumento abatido menos los desafiantes trombones. Variopinto y ágil scherzo(tenebrosa su primera parte, vals melancólico), pintado a lentos trazos (en su copia personal de la partitura Bernstein escribe “To hell with it—lets get drunk—A ball” ). Delicadísimo y evanescente adagietto (la deconstrucción de los acordes del arpa como una secuencia de notas independientes), pero ya sin el rugido final de los bajos en su lectura para CBS en 1963. Finale jubiloso con los fugatos henchidos de optimismo y el coral perfectamente integrado. La laxitud general permite a los atriles de la Wiener Philharmoniker deslumbrar en cada intervención (por ejemplo, las trompas en el primero, o las cuerdas en el adagietto) y resaltar la atrevida novedad de la orquestación, subrayando detalles con una enorme sensibilidad. Cambios de tempo repentinos (pero Mahler era particularmente aficionado a la marcación plötzlich“súbito”) y rubato omnipresente, dislocando cada compás a sus límites en un espacio-tiempo distorsionado por la masividad de un Lenny en trance: “His conducting has a masturbatory, oppressive and febrile zeal, even for the most tranquil passages. He uses music as an accompaniment to his conducting” (Oscar Levant). Como todo su segundo ciclo mahleriano, la toma sonora procede de conciertos en vivo, de vastísima gama dinámica, tímbrica dorada y robusta (DG, 1987). ¿Grotesco Bernstein? Orgiástico, fantasmagórico, agotador. Un Dorian Gray cuyo retrato está por descubrir.

 


 



Otro director cuyas interpretaciones son decididamente personales, casi peligrosas, sobre todo en vivo, es Klaus Tennstedt. La emocionante reunión de la Orquesta Filarmónica de Londres con su director musical tras superar un cáncer el año anterior determina especialmente la ocasión. Su noción romántica y germanófila se oscurece y dramatiza: El paso tentativo y con leves titubeos de la marcha fúnebre que Tennstedt va planteando resaltan la ferocidad del arranque del trío, mientras la rabia del segundo movimiento se ve templada por secciones de ritmo ligero. La LPO demuestra su virtuosismo en el extrovertido y pictórico scherzo. Adagietto susurrado que apenas avasalla en su tristanesca resolución. Como Rattle o Giulini, Tennstedt difumina la exageración o vulgaridad hebraicas. El público congregado el 13 de diciembre de 1988 en el Royal Festival Hall estalla tras el paroxismo triunfal y angustioso del coral conclusivo. La deliberada acritud de los timbres y la exuberancia de los planos sonoros chocan con la difícil acústica en la toma sonora (EMI).

  





Pierre Boulez llegó a Mahler después de descubrir las obras de Schönberg, Weber, y especialmente Berg. Consecuentemente su Mahler mira sin artificio al futuro, a las cercanas conquistas de dichos compositores. Inexorable alternando el terciopelo y el látigo, con gran impacto en los tuttis orquestales, Boulez moldea plásticamente los cambios de tempo sin necesidad de preparación previa. El equilibrio tímbrico es una de las señas de identidad del Boulez compositor, mediante el control dinámico de cada atril: Los vientos igualados en protagonismo a las satinadas cuerdas y una percusión a la baja, reprimida con puño de hierro. La marcial marcha, sabiamente dubitativa en el tema principal, solo arrecia marginalmente en el trío, buscando la emoción desde la claridad. Similar honestidad se persigue en el segundo movimiento, donde, como Walter, mantiene la línea conectando con fluidez los diferentes episodios. Estructurado scherzo, diríamos poco mahleriano por su sencillez panteísta, y que conserva intacto al oyente al final de la audición. Y ésta es precisamente la pega de un, por otro lado, irreprochable pero poco audaz adagietto. Excelente toma sonora, que hace justicia a las intervenciones de la maravillosa trompeta de la Wiener Philharmoniker (DG, 1996).

  





Con el acceso de Riccardo Chailly a las partituras pertenecientes al Royal Concertgebouw Orchestra, prolijamente anotadas por Mengelberg, podríase pensar en el inicio de una cruzada recuperadora de la tradición interpretativa (si bien “tradición es abandono”, Mahler dixit) del insigne director holandés. Chailly podría haberse erigido en su medium espiritual además de textual, por ejemplo en la colocación del primer trompa (atención a su lírico vibrato) inmediatamente situado detrás del concertino en el espectacular scherzo, dispuesto con acierto como eje central y concertante de la sinfonía. Nada más lejos de la realidad: Chailly se sitúa en esta misma línea (necesaria y) analítica y de neutralidad interpretativa, minimizando el aporte judío, pero en una latitud más templada que Boulez, Karajan o Abbado, por ejemplo en el carácter del adagietto, radiante, cariñoso y no desgarrado, aunque su tempo no siga el mandato historicista, con más técnica que comunicación. Vibrante el rondó final, con sus líneas internas finamente esculpidas, por no hablar de la velocidad suicida en el final del segundo movimiento. La modernidad del colorido poético mahleriano y la exposición de los detalles interiores se plasman en la gestión intensa de los múltiples micrófonos, quizá en demasía como en el arpa omipotente (Decca, 1997).

  





El concepto sinfónico como ente orgánico y progresivo debido a Jascha Horenstein (Berliner Philharmoniker en un concierto goyesco en Edimburgo en 1961, editado por Pristine) resucita en la lectura de Rudolf Barshai (Brilliant, 1999), poseedor de una erudición íntima y cohesionada de la partitura: Primer y segundo movimientos (un tanto restringidos) se fusionan en un propósito fluyente cuyo objetivo es un devastador clímax. Scherzolentísimo, permeado de fluidos ritmos de danza, salpicado del mecanicismo feliz de los vientos. El rápido adagietto (obviando las marcas de respiración pero exponiendo la tensión entre la melodía sincopada y las suspensiones armónicas) resulta sincero en su intrincada combinación con el sustancial rondó, desentimentalizado y de aplastante lógica contrapuntística. Máximo el interés bachiano porque la polifonía sea nítida en todo momento (de nuevo Mahler se confiesa: “No puedo describir como aprendo continuamente de Bach, como un niño, sentado a Sus pies”). Barshai, desde su formación como violista, gusta de enfatizar el registro grave en unas cuerdas de camerística nitidez. Capturado espaciosamente en una sola interpretación en vivo (con algún molesto ruido de audiencia) con reverberación cavernosa y extremismo dinámico (en general py pp suenan demasiado, escúchese el demoledor tam-tam en el segundo movimiento, c. 544). La Junge Deutsche Philharmonie es una entusiasta orquesta estudiantil que consigue aquí un arrebatador resultado.



 



Como es habitual en estas producciones de Telarc hay un instructivo añadido pedagógico, donde, apoyándose en ejemplos propios o ajenos, Benjamin Zander recupera al Mahler vintage con la convicción de un misionero: Se asienta en el muelle fraseo del propio compositor en su interpretación al piano para articular no sólo el ritmo fúnebre de la marcha, sino también la metodista enunciación de la trompeta solista. Asimismo el meticuloso adagietto, con las marcas de respiración cuidadosamente observadas, está fundamentado en la vetusta e inigualable grabación de Mengelberg. Zander lleva con plasticidad bernsteiniana a la Philharmonia Orchestra por el silencioso ímpetu del segundo movimiento; la claridad que aporta el tempo laborioso en el finalele resta algo de conmoción y energía. Entre ambos, el polarizado scherzodelata su importancia crucial en la estructura de la obra, y sus secciones contrapuntísticas revelan la necesaria separación antifonal entre violines. Parte de la paleta mahleriana se pierde en una familia de percusión perfectamente planificada pero poco audible en la toma sonora realizada en 2000.

 




 


Dejaremos sin respuesta las translúcidas provocaciones de Roger Norrington (Radio-Sinfonieorchester Stuttgart, Hänssler, 2006) pero no las de François-Xabier Roth, que tomó la dirección de la Gürzenich-Orchester Köln ciento y un años después de que esta orquesta ofreciera la premiére de la sinfonía en 1904. A pesar de estar compuesta directamente para una gigantesca orquesta, la instrumentación está tamizada por el gusto mahleriano de los sutiles efectos de música de cámara. Y a partir de ahí Roth traza una narrativa simple y disciplinada, de rasgos neoclásicos (la objetividad contemporánea de texturas aéreas y líneas claras), y redescubre su sonoridad, negándose a decorar o embellecer la música, ni a intoxicarla con histrionismos añadidos. El equilibrio tímbrico (enfatizando la polifonía en los planos de bajos) y los fraseos son diferentes a lo acostumbrado, con abundancia de portamenti y glissandi. Roth otorga una exquisita atención a las dinámicas, a veces virulentas, y descarta el vibrato a excepción de las escasas solicitudes de Mahler. Apremiante primero, rebosante de gravitación rítmica, y segundo próximo al mundo pastoril de la Cuarta. Claroscuros en el scherzo y sorpresiva sección final del adagietto, subrayando el Noch langsamer (más lento), como si cada nota dudara en descender y recuperara infelizmente su lugar dentro del acorde perfecto. Finale sin monumentalidad pero de gran transparencia mendelssohniana. La colocación antifonal de cuerdas y metales ya se había empleado por Kubelik o Barenboim, y obviamente es uno de las méritos de la grabación (HM, 2017). Quizá ya sin la mística de las generaciones que conocieron al hombre, las nuevas ya solo ven su música, las sinfonías clásicas del siglo XX.

  


 



Podemos estar de acuerdo con Barbirolli en que cada sinfonía de Mahler tiene un clímax. Yo lo encuentro en el compás 101 del adagietto, donde los contrabajos (llegando desde fortissimo) preceden a la resolución tonal de la melodía que los violines completan en la siguiente medida. El detalle no es baladí, ya que la inmensa mayoría de los directores anticipa el característico morendo del último compás del movimiento a los cuatro últimos (c. 100 y ss.), donde Mahler todavía exige la marcación tempo-emotiva Drängend (urgente). Algunos pocos respetan dicha minucia pero ninguno combina la carnalidad lujuriosa de los sforzati salvajes de Bernstein (1963) y Levine (1977), las tenues dinámicas de Shipway (1996) y Eschenbach (2004), los palpitantes rubati de Bertini (1990) y Barshai (1999), o la disposición antifonal de los violines de Meister (2011). Seguiremos esperando la versión soñada.

Mahler: 6ª Sinfonía

Compuesta durante los veranos de 1903 y 1904 en su idílico refugio de Maiernigg, la Sexta sinfonía puede ser considerada como el reflejo del alma siempre en duda del compositor: El fatalismo crónico de Mahler le hace presagiar, no los dolores inconmensurables del año 1907, que no pudieron ser previstos, pero sí que la época más equilibrada de su vida –la estabilidad (que no felicidad, como deja entrever el diario de Alma) sentimental, el nacimiento de sus hijas, la cima de su carrera vienesa– no perdurará en el tiempo. Una evocación musical de voluntad, coraje y resistencia que sólo la mortalidad podrá cercenar.


Externamente sigue el esquema sonata formalmente tradicional, aunque el material temático permanece conectado cíclicamente, peligrosamente explosivo, psicótico, girando sin progresión tonal alrededor del La menor y se basa en (y arranca con) una marcha cruel, angular, obsesiva, torturada y desafiante:

I Allegro energico, ma non troppo:
a. Exposición: Tras la breve introducción en la cuerda grave un primer tema sobre timbales arrastrando una tríada de mayor a menor en dos secciones -1ª sección (cc. 6-29) y 2ª sección (cc. 30-55)-; sigue al colapso un interludio mayor-menor que se integra en el tejido sinfónico (cc. 56-59); tema coral, simétrico y brahmsiano, en las maderas sobre bizarras armonías (cc. 60-75); segundo tema schwungvoll casi diatónico, ascendente, líricamente opuesto al primero (cc. 75-89); inserto con motivos del primer tema (cc. 90-97); continuación de la schwungvoll (cc. 97-113); y epílogo (cc. 114-121). Repetición clasicista de la exposición.
b. El desarrollo se articula en cuatro partes contrastadas [1ª parte (cc. 122-181); 2ª parte (cc. 182-200); 3ª parte (cc. 200-254); 4ª parte (cc. 255-289)]. No es muy extenso ni complejo, pero contiene el corazón emocional del movimiento (3ª parte), un sereno oasis impresionista del mundo natural inmaculado. Tras el retorno en mayor de la marcha una alarmante secuencia modulante lleva inexorable a la atormentada… 
c. Recapitulación de los motivos iniciales floreciendo en expresividad: sección principal en la menor (cc. 290-337); interludio mayor-menor (cc. 338-339); coral en disminución (cc. 340-351); transición (cc. 352-355); sección secundaria (cc. 356-369); y epílogo (cc. 369-377).
d. La larga coda comienza dominada por la furiosa marcha pero finaliza con el triunfo del segundo tema remontándose ampulosamente en las trompetas: 1ª sección (cc. 378-432); 2ª sección (cc. 433-447); 3ª sección (cc. 448-486).

II Andante moderato: Las vacilaciones del autor (y por ende de sus estudiosos e intérpretes) sobre el orden de los movimientos centrales no tienen cabida aquí; dejémoslos así ya que Mahler siempre condujo la obra en este orden. Como contraste a la hostilidad del mundo humano, la eterna serenidad de la Naturaleza a partir de un delicado tema en diez compases. Le siguen dos episodios motívicamente conectados, el primero en las cuerdas y el segundo, más dramático, en los vientos, pronto combinados e incluso confundidos, olvidados fantasmas de lejana felicidad y temorosos del futuro. Se estructura A-B-A1-B1-A2: A (cc. 1-54); B 1ª sección (cc. 55-84) y 2ª sección (cc. 84-100); A1 (cc. 101-115); B1 1ª sección (cc. 116-124), 2ª sección (cc. 125-138), 3ª sección (cc. 139-146), y 4ª sección (cc. 147-160); A2 (cc. 161-202).

III Scherzo. Wuchtig: Danza macabra que yuxtapone inocencia y pesadilla, y que va ganando en intensidad mientras los temas evolucionan. Se abre con la siniestra marcha, ahora distorsionada en ritmo triple y acentos sincopados, recuperando los instrumentos estridentes (piccolo, xilófono) con ferocidad maniaca, mientras la sección Trio está ahogada por la desesperación: la percusión cruda y salvaje, y las maderas en ritmos asimétricos que conforman un contrapunto a la antigua. El retorno del scherzo es aún más tenebroso, preparando el trágico finale. El esquema es el siguiente: Scherzo 1ª sección (cc. 1-42), 2ª sección (cc. 43-62) y 3ª sección (cc. 62-98); Trio 1ª sección (cc. 99-114), 2ª sección (cc. 115-130), 3ª sección (cc. 131-145), 4ª sección (cc. 146-172), transición (cc. 173-183) e interludio (cc. 184-200); Scherzo’ 1ª sección (cc. 201-240) y 2ª-3ª sección (cc. 240-274); Trio’ 1ª sección (cc. 275-289), 2ª sección (cc. 290-308), 3ª sección (cc.309-317), 4ª sección (cc. 318-334), 5ª sección (cc. 335-346), transición (cc. 347-355) e interludio (cc. 356-372); Scherzo’’ (cc. 373-413); Coda 1ª sección (cc. 414-420), 2ª sección (cc. 421-433) y 3ª sección (cc. 434-447).

IV Finale (sostenuto – allegro moderato – allegro energico): Un infierno expresionista en perpetua evolución donde la energía desbocada está sujeta a la disciplina formal de una sonata hostil y monumental que reúne una amplia variedad de expresión, desde las falsas promesas a los horrores lúgubres.
a. Exposición: Una caótica endecha embrujada por espectrales temas pasados y venideros. Introducción (cc. 1-15); Música desde la lejanía (cc. 16-48); Coral en metales (49-64); Mayor-menor (cc. 65-66); Música desde la lejanía’ (cc. 67-95); Mayor-menor (cc. 96-97); Transición (cc. 98-113); Sección principal (cc. 114-139); Coral pesante (cc. 139-176); Conclusión de la Sección principal (cc. 176-190); Sección secundaria (cc. 191-228).
b. Desarrollo: Su naturaleza tripartita la marcan los golpes del martillo (cc. 336 y 479), que Mahler prescribió “no deben ser metálicos, sino parecidos al golpe de un hacha que descarga contra un árbol”. Introducción (cc. 229-236); Música desde la lejanía (cc. 237-270); 1ª parte (cc. 271-335); 2ª parte (cc. 336-396); 3ª parte (cc. 397-478); 4ª parte (cc. 479-519).
c. La recapitulación trae el restablecimiento de la marcha, cruelmente lastimada la compañía fatídica de la tríada mayor-menor, y asediada por chirriantes furias que introducen fisuras entre sus frases: Introducción (cc. 520-536); Música desde la lejanía (cc. 537-574); Grazioso (cc. 575-641); Sección principal (cc. 642-670); Motivos en contrapunto (cc. 670-727); Canto del cisne (cc. 728-753); Conclusión (cc. 754-772).
d. La coda es una epitafio fugado con metales heridos arrastrándose sobre metales muertos en un campo de batalla boschiano y una tríada fff (ya sin asomo de mayor, aplastada por el ritmo brutal) que agoniza en la más desolada negrura: Introducción (cc. 773-789) (en su primera versión contenía un tercer golpe de martillo en c. 783); Sección imitativa (cc. 790-815); Conclusión (cc. 816-822).


Perfecta imbricación de estructura, material y orquestación en una escala vasta y compleja, delirantemente masiva y colorida, novelesca en su evolución, donde el ascenso de la voluntad de poder nietscheana choca y es derribado por las insuperables limitaciones de la mortalidad humana.









Resulta asombroso que una de las obras seminales del S. XX tuviera que esperar a 1952 para contemplar su primera grabación. Charles Adler, temprano aprendiz y conocedor del universo mahleriano, comenzó el proceso evagelizador. La pregunta es ¿están estos tempi espaciosos, éstas tímbricas melosas, éste lirismo conceptual (parvo) aprehendidos de las ejecuciones del propio compositor? La aproximación es comedida, directa y objetiva, con imposición rígida de un ritmo al que se adscribe a través de las diferentes secciones, por ejemplo en el lento andante, donde el sonido de los cencerros indica una manada más retozona y cercana de lo habitual (Mahler estipula que deben sonar en la lejanía). Encarnizadamente demoniaco en el scherzo y esquelético el lento vals del trío. La Wiener Symphoniker vibra descoordinada: La carencia de unos ensayos adecuados (tan sólo 11 horas) para una obra de tal complejidad se refleja en la preponderancia de la rala sección de cuerdas (reticente realización de los portamenti), la indiferente entonación de metales y timbales trangresores, y en general un apreciable sentido improvisatorio. La relativa falta de atención a las marcaciones dinámicas (inaudibilidad de numerosas entradas ff) podría ser un defecto de la toma sonora (o más bien de la copia conservada, ante la destrucción de las cintas originales), imprecisa y poco focalizada, de pobre rango dinámico (Conifer, 1952). 






Antes de que el sexagenario Dimitri Mitropoulos fuera desplazado de la New York Philharmonic en favor del fotogénico (y antiguo amante) Leonard Bernstein, ya empleó los entonces nacientes recursos mediáticos retransmitiendo semanalmente conciertos en los que dio continuidad a los esfuerzos mesiánicos de Mengelberg y Walter, fustigando a la ciudadanía neoyorquina con las inaguantables sinfonías del “austriaco entre alemanes y judío en todas partes”. En la emisión de la tarde dominical del 10 de abril de 1955 Mitropoulos exigió según su costumbre la implicación emocional y física de los intérpretes por encima de la posibilidad de errores técnicos; de ahí la apasionada confusión de los atriles (escúchese el entusiasmado resbalón en la primera intervención de la trompeta, c. 22). Su estilo flexible de conducción accede a interpretar con despiadada severidad la incisión marcial y permite tomar aliento sentimental cuando el argumento sinfónico lo requiere, desentrañando la ambivalencia de la partitura pero siempre a salvo de lo episódico: su línea se mantiene ininterrumpida en la variedad temática. Salvando la marcha inicial, los tempi son enérgicos en general y la arritmia es continua incluso dentro de cada compás: en las distorsiones del mordaz y espontáneo scherzo esto es muy efectivo y estimula su complejidad, como en el grotesco grazioso. El documento (editado por la propia NYPO) es muy limitado técnicamente, constreñido y neblinoso pero resuelve la inquietud armónica, las rasposas texturas mahlerianas y los súbitos cambios dinámicos que Mitropoulos proponía con teatral crudeza, sensualidad ascética y expresionismo participativo.






John Barbirolli nos aplasta con la lentitud inexorable de un glaciar. La ecuación reza así: Tempi extremos + acentos magnéticos + fraseo romántico = violencia emocional. El vehemente arranque en la marcha staccato da un enfoque sangrante al allegro (¿allegro?, ¿en qué sentido?), ya derrotado y sin esperanza, donde los cencerros asumen la tímbrica y el rango tonal perfectos. El andante (tomado como adagio) dulcemente amargo, fraseando con cuidadoso rubato, y con las cuerdas haciendo adorables portamenti (cc. 101 y ss.). El scherzo equilibra tímbricamente timbales y cuerdas graves; además la amplitud de latido remacha su sentido horrible y macabro. El finale arranca con el preciso misterio nebuloso y va descendiendo, conturbador, a los infiernos de clímax en clímax. Tremendo el poderosísimo timbal en la conclusión. Grabación sobresaliente, espaciosa (EMI, 1967), que desvela el espesor de las cuerdas de la New Philharmonia Orchestra: escúchese el fabuloso gruñido de los bajos en el allegro (cc. 55). Ardor lírico, pasión, tragedia (incluso las secciones esperanzadoras están amenazadas por negros nubarrones), sentido del contraste, pero por encima de todo la claridad de los planos sonoros, y no por efecto de inspiración improvisada, sino producto de una meditada planificación: Barbirolli estudió durante dos años la partitura en una “all-embracing aesthestic reflection” antes de interpretarla.






Jascha Horenstein ha dejado varios testimonios en vivo de la Sexta: con la Stockholm Philharmonic Orchestra (Unicorn, 1966), lastrada por las imperfecciones técnicas, sobre todo en los metales; con la Bournemouth Symphony Orchestra, mejor interpretada en conjunto y con buen sonido monofónico (BBC Legends, 1969). Sin embargo elegiremos aquí una retransmisión radiofónica inédita con la Finnish Radio Orchestra en 1968. El sonido del documento privado es tan sólo regular; esperemos que en algún momento se publique en mejores condiciones. Opuesta en su camerística, callosa y equilibrada articulación a las densas y fluidas texturas de un Karajan, lo que beneficia enormemente la ubicua experimentación armónica y el contrapunto mahlerianos. Horenstein poseía una inteligencia polifónica: su habilidad es milagrosa para la integración de las diferentes líneas melódicas, ritmos y detalles en el conjunto general a gran escala y su coherencia tonal y métrica. El último director nihilista expone un drama estrictamente organizado a partir del control riguroso del pulso y de los cambios de tempo: Si en el allegro los trombones escupen las corcheas (c. 20), el interludio pastoral es contemplado de manera indiferente e implacable desde las cumbres heladas (cc. 200-254). En el venenoso scherzo desmantela el concepto clasicista del trío; exquisito el portamento en los primeros violines en los cc. 395-396. Andante mecanicista, un respiro transitorio e irrelevante. En el finale los sonidos reptan desde el osario: chocante el momento mágico al que conducen trompas y trombones (cc. 400 y ss.). Interpretación sin prisioneros: Áspera, agónica, horripilante.





Herbert von Karajan dicta su concepto ordenado, de detallismo orquestal suntuoso y excelentemente equilibrado, donde las secciones se entroncan sin costuras unas en otras, reluctantes a observar las frecuentes modificaciones de tempi, inflexibles sin apenas rubato. Allegro exquisito, sin sentido amenazante, ¡pero qué hermosura de celesta en c. 203 y ss!; después de la percusión climática aprieta el paso en la coda, deslizándose hacia la excitación histérica. Scherzo (criticable su poca acidez o sátira) y trio son casi indistinguibles en temperamento (éste fallando en provocar el necesario grazioso). El andante florece en una sola línea resplandeciente de amplitud bruckneriana, sin asomo ni recuerdo de los Kindertotenlieder y con unos cencerros de suavidad milka. El finale (durante la preparación de la obra Karajan contempló la posibilidad de acortarlo!) comienza con un toque cosmético en sus texturas tupidas y opulentas: vibrantemente dramático, el impulso urgente que cabalga cada una de las catástrofes musicales que suponen los golpes de martillo es abrumador, la paleta tímbrica nibelunga -coral en cc. 49 y ss.- Los metales de la Berliner Philharmoniker son tan difíciles de igualar como el refinamiento y sofisticación de la toma sonora (DG, 1975). Un Mahler lírico, corregido de su errabundez, metamorfizado en Strauss a base de pulimento romántico, y distanciado del carácter fronterizo y de la desordenada modernidad de la obra. 






La identificación viene de lejos: el joven y guapísimo pianista solía comentar con seriedad a sus partenaires de teclado “I am Gustav Mahler” mientras encadenaba pitillos y sórdidos duetos en las interminables fiestas del L.A. prebélico. 47 años después el héroe (según el discutible concepto de La Grange) bernsteiniano permanece insolente en el arranque sin tener en cuenta las funestas consecuencias de su lucha con fuerzas superiores (pero no ya enojado y brutal como en su ciclo para la CBS -cuya importancia histórica reina suprema-, influenciado por Mitropoulos). Bernstein se asoma a la partitura como punto de transformación, de proceso creativo. Y así asume los excesos de la partitura en un caos organizado, con la lujuria temática en constante devenir: el apasionado 2º tema, los desasosegados metales en un pasaje coral deterioriado tonalmente (cc. 90-97), el asombroso mundo sumergido en el desarrollo (cc. 200 y ss.), la ebullición que llega al salvaje abandono en el piu mossso (c. 386 y ss.). En todo momento los tempi se improvisan… muy meditados. 
La arritmia del scherzo hace más evidente el efecto caricaturesco, exagerando los numerosos efectos grotescos, las tumultuosas y jadeantes tesituras extremas; las cabriolas en el tortuoso trío (parodiando los pavoneos del autosatisfecho héroe) son irónicamente burlescos y las breves interrupciones de la danza parecen llevar el remedo casi hasta el insulto. Cerca del final (c. 402), con un estallido orquestal, el espectro diabólico se desvanece. 
Hemos asistido a una noche de brujas o Walpurgis, que tendrá su efecto sutil sobre el héroe en el lentísimo andante: aunque de atmósfera reposada y un tanto glacial, prevalece un sentido de entumecimiento y desapego (el característico rubato alargando las dos primeras notas en las luminosas cuerdas), sacudido por la realización existencial del héroe de que ya no puede alcanzar la paz que persigue. 
La primera versión de Bernstein del masivo finale fue recibida como una revelación cuando apareció, aunque ahora parece escasa de unidad estructural, los desesperados stringendi empujando hacia fallidos picos climáticos, como en un alocado frenesí hacia la aniquilación. En esta postrera lectura, más reflexiva, esta visión ha desaparecido. En base a un tempo más pausado (dura casi 5 minutos más), Lenny ilumina una completa cosmogonía de magia y color: la exagerada articulación en la lenta introducción; los fantasmales fragmentos de la marcha que reaparecen despojados de vitalidad como resultado del conflicto. Se atisba una atmósfera de presentimiento, frenando progresivamente el pulso hasta que explota con el motivo del Destino con un pronunciamiento de condena irreversible e inevitable. Las prisas hacia los clímax ya no existen (por ejemplo, la lúgubre parada en el c. 394, o la perspicaz suavidad en la sección de metales en el retorno de la introducción (cc. 520 y ss.) anterior al último y horrible estallido que cierra la sinfonía.
La Wiener Philharmoniker (técnicamente ideal) se recoge en una toma sonora en vivo verdaderamente extraordinaria, en Technicolor de gran impacto, resolviendo la resonancia del Musikverein (DG, 1988).
Hace un siglo las audiencias rehuyeron (o fueron incapaces de) verse a sí mismas reflejadas en estas grotesquerías: ¿ha llegado el momento de esta radikal sonora, de este torrencial sentimentalismo, de la arriesgadísima vulgaridad en la exaltación de detalles particulares, la fantasía en los cencerros, los esquizofrénicos portamenti, los volcánicos acentos, los ritardandi tendentes a la inmovilidad, las dinámicas neurasténicas, el dolor atroz resuelto en cadencia bendita? La inmensa fuerza operática de Bernstein plasmada en una danza telúrica: Y es que decía Nieztsche “Es solamente al bailar cuando sé leer el símbolo de las más altas cosas”.






La vulnerabilidad, timidez y humildad que le hacían reluctante a las apariciones públicas contrastan con la eficacia de Klaus Tennstedt en el podium, donde su fragilidad física provocaba que los músicos le arroparan maternalmente. Lectura anacrónica, efusivamente romántica (en la línea de su admirado Furtwängler), tempestuosa, que va generando desesperación (¿demasiada?) en el oyente. Apreciemos los ataques vigorosos, las dinámicas detonantes, la variedad tímbrica que se combinan para dar lugar a una delirante experiencia apocalíptica (este visceralismo extremo le hace en ocasiones anticipar las marcaciones). El tempo del allegro es brusco, sin respiro romántico sobre el 2º tema, aludiendo a la segunda canción de los Kindertotenlieder; las violas en sordina (cc. 215-217) procuran un efecto nostálgico en la sección pastoral del desarrollo; tras cada colapso, resurge con vitalidad renovada. Prosigue un scherzo cual cruel farsa de la monstruosa marcha, dislocada en un carnaval que recela en los tríos, ralentizando bruscamente el tempo. Andante extremo en su lentitud inexorable, que sostiene y genera una tensión climática inigualada, dando continuidad a la tragedia en las múltiples referencias a los Kindertotenlieder. Finale de intensidad descontrolada: mientras vaga por meandros de felicidad vislumbrada se adentra en una locura (las trompetas llaman a Conrad) inaccesible y acaso prohibida (quizás los martillazos percutidos sobre una gruesa tabla de madera suenan extenuados). La grabación en vivo camufla algunos atriles de la meritoria London Philharmonic Orchestra que despliega unas majestuosas, masivas y densas texturas (EMI, 1991). También la identificación personal de Tennstedt con Mahler era absoluta y su comprensión de la estética e idioma del compositor total: es decir, la música degenerada (judía y popular, foránea en suma) integrada en la cultura germana. Achtung.






Debo reconocer de nuevo mi poca afinidad por las lecturas literales, tecnocráticas, stravinskianas. Las tres últimas que propongo pueden caer dentro de esa denominación: Pierre Boulez descubrió a Mahler en un tardío 1952, a partir de sus estudios de la Segunda Escuela Vienesa, y consecuentemente escoge su premisa hypermoderna en la diáfana polifonía, en la extrema minuciosidad agógica, el control maquinista que neutraliza los rubati, la claridad y precisión en las dinámicas, y concluye en una abstracción auditiva con ausencia del sufrimiento del autor. Ya en el allegro el 2º tema ostenta más brío diamantino que dulzura, y huye avergonzado del pasaje simbolista, aunque hay cierta nostalgia en el tema de las maderas en el grazioso (c. 221 y ss.). El scherzo pierde algo de contraste entre la caracterización de la burlesca marcha sincopada de la apertura y la haydinesca danza; a destacar las jugosas cuerdas en pizzicato por doquier. El andante está bouleznianamente desentimentalizado, jacobino en su economía emocional, pero no carece de atractivo. El desatado finale intenta alcanzar el máximo impacto dramático, bordeando lo grandilocuente y neutralizando los pasajes de atmósfera fantástica y terrorífica; wagneriano e inestable coral de metales en los cc. 49 y ss. La brillante toma sonora muestra una Wiener Philharmoniker en todo su crudo esplendor, quizás la percusión algo desmayada en la textura tímbrica (DG, 1994). Un Mahler despojado de humanidad, concebido como impulsor del modernismo del S. XX (del que Boulez es enfant terrible) más que como invocación del último romántico (como hace Kubelik).






Thomas Sanderling procede de la austera escuela leningradista, pero evita el literalismo de un Zinman o el puntillismo clasicista de un Szell. Las cuerdas de la St. Petersburg Philharmonic Orchestra, sin ninguna tradición mahleriana durante la era soviética, producen un sonido astringente en el andante, manejado (como el resto de la sinfonía) con cierto distanciamiento shostakovichiano. Toma sonora de altos vuelos, brillante y clarificadora de los planos internos y del hacer de la percusión (Real Sound, 1995)






Iván Fischer declara sentir por Mahler una especial responsabilidad debido a que comparte con él su judaísmo asimilado a unas raíces familiares austro-húngaras. El sonido suave, íntimo, nada metálico, erigido desde la línea de los graves, es la piedra angular de la lectura. No encontraremos aquí el contraste arrebatado, sino una lírica claridad, fluída en moderación dramática, donde el impacto llega de la revelación objetiva de la estructura (como ya expuso Inbal en 1986): Un allegro articulado, ligero de texturas y tempi, colorido y conversacional entre las secciones. El veloz andante (un allegretto) se convierte en una danza rebosante de gentil nostalgia, una opción epigonal que prolonga la escuela bruckneriana y que también suaviza conscientemente los aspectos perturbadores en el scherzo. Positivo, afirmativo en la vitalidad en el finale, de feroz conclusión. La Budapest Festival Orchestra recupera ¡por fin! los violines antifonales y el sabor antiguo en sus maderas eslavas. Magnífica grabación, transparente, profunda y detallada (Channel Classics, 2005).






Robert Greenberg (Ph.D., University of California at Berkeley) teaches a extensive audio course entitled “Mahler—His Life and Music”: Over the course of these 8 lectures (45 minutes/lecture) Greenberg bring to life his complex, anxiety-bound visionary, whose continual search for perfection and the answers to life’s mysteries is profoundly reflected in his symphonies and songs. These lectures also include more than a dozen excerpts from Mahler’s symphonies and other works. Includes transcript of the complete course lectures, as well as the full course outlines, bibliographies, and other supplementary materials (The Teaching Company, 2001).






Ich bin der welt abhanden gekommen: A musical biography of Gustav Mahler, using the (questionable) adaptations of his work by Uri Caine. The narration achieves a stylish summation of the composer’s life, and focuses on Mahler’s childhood and influences on his music, followed by his composing practices and family. The visual material consists of a mixture of archive photographs, letters and manuscripts, with modern footage of places associated with Mahler (Winter&Winter, 2005).


Mahler: 9ª Sinfonía

En las adaptaciones para niños se suele obviar que Jim Hawkins mata de un pistoletazo a un pirata. Así, aún cuando parte del público aficionado a la música clásica asocia el mundo sinfónico mahleriano a efébicas poses en el Lido veneciano, su complejidad, modernidad y riqueza de orquestación comportan un verdadero universo en sí mismo: ”¡La sinfonía es el mundo! La sinfonía debe abarcarlo todo”.
La 9ª sinfonía de Gustav Mahler (1860-1911) es una obra que pertenece a la mitología romántica y ha estimulado toda clase de interpretaciones subjetivas. Mucho se ha escrito sobre la reflexión sobre la muerte que supone esta sinfonía, impregnada por la certidumbre de la muerte propia o de la de su adorada hija pequeña, acontecida poco antes. Reúne el sentimiento dividido entre la resignación personal ante el paso del tiempo, la trágica situación de su matrimonio con Alma (Mahler escribe en el manuscrito de la partitura: “¡Oh, perdidos días de juventud!, ¡Oh, disperso amor!”) y la propia consciencia de conclusión del sinfonismo romántico germano: las obras musicales del pasado que él ama, los valores por los cuales ha vivido y creado, incluso la sensibilidad para percibir todo esto, caerán –con él- en el olvido. Y en verdad es imposible comprender plenamente el corpus mahleriano sin referirse a su biografía, ya que vida y obra se encuentran íntimamente ligadas: con la expresión de sus más intimos anhelos (soledad más allá de alegría o dolor, despedida sin amargura, anhelo de permanencia) creará una suerte de novela musical, transformando y deformando los materiales temáticos (los personajes) a medida que se desarrolla el relato, de manera orgánica, en un proceso de construcción y deconstrucción de la memoria, no lejana de la semblanza de vida mental del Ulisses. Dejaremos que sea cada intérprete el que exponga su visión de la más compleja de las obras mahlerianas, ya que las numerosísimas anotaciones –técnicas y expresivas- que Mahler recogió en la partitura –más que acotar- han creado infinitas posibles lecturas.
Formalmente la sinfonía consta de cuatro movimientos asociados de una guisa poco ortodoxa: dos movimientos rápidos (Landler en do mayor y Rondo-Burleske en la menor) encuadrados por dos lentos (Andante comodo en re mayor y Adagio en re bemol mayor), inusualmente en tonalidades diferentes todos ellos. Asimismo están articulados en niveles discontinuos, incluso dentro de cada movimiento, aunque todos ellos recuerdan o anticipan los otros.
El primer movimiento Andante comodo está aparentemente configurado en esquemas tradicionales como la sonata (desarrollo y exposición), rondó (retorno y variaciones) o lied (alternancia); sin embargo técnica y expresivamente la novedad es fulgurante, anticipando estructuras que habrán de desarrollar las generaciones siguientes. Los primeros compases dejan oír cinco pequeños motivos que van a organizar timbres, duraciones e intensidades sobre las ruinas de citas propias de Mahler: “Érase una vez la tonalidad” parecen cantar; y crecen nuevas, convincentes. La alternancia entre la afirmación de una voz lírica y nostálgica y la negativa a su expresión, establece una forma de retorno emparejada a su negación, cada vez más tensa, hasta que el potencialmente ciclo sin fin es roto por un clímax entendido como una catástrofe, cuando la entidad lineal y melódica es abrumada por la disonancia vertical: “con la máxima potencia” demanda Mahler. Sólo entonces las fuerzas orquestales se reducen a un conjunto camerístico para entonar la cadenza que muere con suaves reiteraciones de las primeras notas.
No puede haber contraste más brutal en el paso al segundo movimiento, marcado “en el tiempo cómodo de un landler”, en el que alternan las tranquilas danzas (pero sin la menor noción feliz asociada al término) rústicas con un vals más animado, y con continuas rupturas de intensidad y préstamos de elementos temáticos y rítmicos. Este scherzo, que en anteriores sinfonías fue descrito por Mahler como ”un nostálgico sueño de felicidad pasada”, y que en su parte final posee el aroma del clásico minueto, esta vez es parodiado salvaje, irónica, áspera, macabramente.
El Rondo -significativamente denominado “Burleske”-, está marcado como “muy terco” y contiene un contrapunto (heterodoxo) de una densidad desconocida en Mahler. Implacablemente disonante, demoníaco hasta los límites del estallido instrumental, desarrolla el carácter contrapuntístico bachiano que tanto estimaba Mahler. Música (des)articulada sobre pequeñas células temáticas, con momentos en los que completos cambios de textura y sonoridad (marcados por glissandi ascendentes en violines o harpa) son probados e invariablemente rechazados. En su imposible intento de integrar tales voces disparatadas (el escarnio de todo lo vulgar que subyace en la metrópolis vienesa) culmina en lo que acorde a la forma debería ser el final, titánico en su clímax (pero situado meditadamente en el lugar equivocado)… y entonces llega la paz, absoluta y sobrecogedora.
El Adagio regresa a las profundidades del primer movimiento, convirtiendo en un paréntesis los tiempos centrales: los compases iniciales conectan un solitario lamento al consolador himno (simple, diatónico) de las cuerdas. El oscuro tema del fagot grave aparece desnudo; duda, conquista implacable. A medida que los motivos avanzan, amenazando y atravesando cada posible ambigüedad cromática, profetizan a Berg en el uso simultáneo de los violines en el registro más agudo y de los bajos en el más grave. La última página, Adagissimo, donde la partitura demanda “agonizando”, “dudando”, “extremadamente lento” es un discurso bruckneriano con un cese gradual, un desvanecimiento progresivo de la materia sonora en silencio etéreo, que sin embargo deja una sensación de suspensión más que resolución, consuelo y no desesperanza, como si la anhelada batalla terminara en retirada y no en derrota. Se suceden las citas a Das Lied von der Erde (“eternamente”) pero la referencia más significativa se produce justo antes de que el sonido se esfume, cuando las cuerdas invocan la frase del Kindertotenlieder asociada a la morada de los niños: “El día es hermoso en aquellas alturas”.
Compuesta durante el verano de 1909, la partitura requiere tres flautas (una de ellas piccolo), cuatro oboes (uno de ellos corno inglés), cinco clarinetes, cuatro fagotes (uno de ellos contrafagot), cuatro trompas, tres trompetas, tres trombones, una tuba, timbales, percusión, glockenspiel, campanas graves, arpa y conjunto de cuerda.
Un repaso a la amplia discografía de la obra naturalmente ha de comenzar con su primera grabación, en la Viena de 1938, a pocas semanas de ser invadida por el ejército nacionalsocialista germano (Bruno Walter y buena parte de los profesores que formaban la Filarmónica escaparon o fueron expulsados entonces). Interpretación en la que por encima de todo destella la urgencia de los tempi (pero recordemos que los rollos de piano automático Welte-Mignon grabados por el propio Mahler en 1905 destacan por tempi mucho más rápidos que los empleados hoy día). Así pues, agilidad y fluidez en detrimento de la cualidad emocional. Tampoco es desde luego un modelo de refinamiento tímbrico y a veces da la sensación de que la obra supera la capacidad técnica de la orquesta en este repertorio moderno y cuasi degenerado. Irresistible el desquiciamiento en el Rondó, en el que la sociedad es reducida a jirones. Sin embargo, este incandescente documento histórico (editado por EMI, Naxos, Dutton) de amazacotado sonido y regado con toses del público, es de obligado conocimiento, ya que Walter, alumno y discípulo dilecto del propio Mahler, fue responsable de la primera ejecución de la obra (dedicada a él) en 1912, y puede acercarnos a cómo sonó probablemente en dicho estreno. En su posterior grabación, a los ochenta y cinco años, la comprensión y aceptación de la obra de Mahler revela, por primera vez, su significado completo, en este caso dirigiendo a la Columbia Symphony Orchestra (Sony, 1961): Moldea las frases tendiendo a ralentizarlas en busca de una expresividad onírica, tranquila, nostálgica, profundamente sentida: “el Adagio debe ser como la disolución de una nube en el azul del cielo”. En los movimientos centrales aligera el tempo evidenciando sus raíces en una aseada Viena imperial, a la que parodia académicamente. La grabación, algo constreñida, se acompaña de una entrevista y una interesantísima secuencia de ensayos.
Aunque John Barbirolli tiene una versión live (New York Philharmonic Special Editions, 1962) de trazo más grueso y peor registrada, elegiremos aquí la editada por EMI (1964): Lírica, cálida, resplandeciente en belleza pero anodina y desvirtuada por la falta de intensidad trágica y dramática. En ocasiones parece vacilar confraternizando con la tortura personal del compositor y utiliza las retenciones para potenciar la sensación de anhelo, el rubato para encauzar los clímax al máximo impacto, siempre dentro de un estilo cantabile, gentil y fluido. La Filarmónica de Berlín no presenta aquí la absoluta precisión y virtuosismo que uno espera en esta difícil y compleja obra, salvo en el adagio final, donde es maravillosamente conmovedora. Barbirolli sostenía que este movimiento no se podía tocar de día, así que programó para el empeño una sesión especial con nocturnidad y alevosía, que dejó para la posteridad una toma sonora atmosférica y algo brumosa.

El programa ofrecido por la London Symphony Orchestra en el Royal Albert Hall el 16 de septiembre de 1966 (BBC Legends) era el caballo de batalla para la batuta del notable mahleriano que siempre fue Jasha Horenstein. Feroz y amenazante, impresionante y turbador, éste es un prodigio en el que la orquesta es utilizada como un vastísimo grupo de cámara, rasposo y atormentado, en el que la Muerte se siente como previsible realidad. Óigase cómo en su búsqueda desesperada lacera la zona grave de metales y maderas, para despedazar el clímax en los compases 314-318. O cómo en el scherzo descarna (sin consuelo) las asperezas y gruñidos que otros directores enmascaran, acentuando la ironía y la amargura. ”Mis sinfonías expresan mi vida entera. He vertido en ellas todo lo que he vivido y sufrido”. Pues esta es la cara más oscura del alma mahleriana, de acuerdo a la definición de la sinfonía que hacía Deryck Cooke. Del desastroso tercer movimiento, un caos de afinación y desajustes, mejor hablar poco. Contribuyen a la ficción de concierto los aplausos del público al final de cada movimiento (aparte de toser, moverse, empujarse y arañarse entre sí). Nada que no se pueda arreglar con un editor de audio para una copia personal de uso noctámbulo e íntimo. Versión inolvidable, lástima de sonido sólo regular.
Es significativa la anécdota que recuerda Otto Klemperer de su participación en los ensayos de la séptima sinfonía en Praga, en 1908: “Cada día, después del ensayo, Mahler se llevaba la partitura completa a casa para retocarla, pulirla, mejorarla”. Uno se pregunta qué cambios habría realizado Mahler a las obras que nunca escuchó. Seguro que le habría encantado la grabación de la New Philharmonia Orchestra (EMI, 1967): ácida, siniestra. La austeridad y la claridad en la arquitectura musical es lo primordial (construida con columnas y arquitrabes, aquí no hay lugar para arcos), cada sección plegándose ante el todo. Los tempi son graníticos, constantes, estoicos, desalentadores ante lo inevitable. En los movimientos centrales escoge lecturas amplias, toscas y masivas, explicadas por su sentido del humor pétreo y su convicción personal: “No hay ironía, sarcasmo, resentimiento… Sólo la majestad de la muerte”. Toma sonora sorprendente, realizada con un solo micrófono colocado encima del director, lo que le otorga un horizonte único, de enorme claridad panorámica, que revela la característica situación antifonal de primeros y segundos violines, tan cara a Mahler, amén de registrar el paso de las páginas de la partitura y los enormes zapatazos con los que el maestro daba las entradas. Es reseñable que Klemperer eligiera las tomas por su intensidad interpretativa y no por su (im)perfección técnica. Una de sus mejores grabaciones, un maelstrom emocional, no se puede decir más: “Experimento tantísimas cosas desde hace año y medio que apenas puedo hablar sobre ello. ¿Cómo podría intentar exponer una crisis tan terrible?”.
La sesión de grabación se inicia con unas palabras, cuidadosamente elegidas, de agradecimiento por la velada anterior y comienzan los ensayos de texturas y detalles específicos. La toma –del movimiento completo– es absolutamente perfecta en técnica y expresión. El maestro sonríe afable, y levanta la batuta una vez más: “Da capo”. De nuevo el milagro se produce y los profesores se miran asombrados. El maestro les mira beatíficamente y sugiere un último intento mientras prepara el gesto: “Questa volta per noi”. Naturalmente será esta última toma la que integre la grabación que ganará no menos de ocho premios internacionales al disco del año de 1976: Carlo Maria Giulini dirigiendo a la Chicago Symphony Orchestra (DG). Versión preciosa, suave y romántica, de estilo elegante y delicado, de tempi más lentos que la mayoría de registros, emocionalmente sincera. Aproximación de gran aliento y pulso continuo, evitando los portamenti y los claroscuros acusados de forma estudiada, diríamos antimahleriana. Con gran refinamiento lírico, construye con paciencia y alegría esta música amada. La relativa falta de contraste, violencia y suciedad en los movimientos centrales se ve compensada por la atención especial a las tesituras medias de la cuerda, a las maderas, resaltando aspectos que quedan velados en otras interpretaciones. El Adagio es una canción contemplativa, de profunda resonancia espiritual, un lamento gentil sobre el sufrimiento personal, hipnótico, dócil ante el fin de lo conocido: “¿Mis creencias? Soy un músico. Eso lo dice todo”. El sonido posee toda la claridad y pureza requeridos para acompañar dignamente.

Leonard Bernstein solía referir que “Nuestro siglo es el siglo de la muerte, y Mahler su profeta musical”. De las varias ocasiones que llevó la obra al disco elegiremos la registrada con la Filarmónica de Berlín en concierto público (DG, 1979), la única vez que se puso al frente de la orquesta, por aquel entonces más karajanizada que nunca. Hizo popular la hipótesis de que los compases iniciales son una imitación de la arritmia de su corazón enfermo, noción sentimental debida quizá a la comunión mística con el autor que propugnaba Lenny. Dicha simbiosis (“la interpretación es perfecta cuando me da la impresión de que yo soy el compositor” y Bernstein había perdido a su mujer un año antes) otorga una intensidad dionisiaca, una angustia colorista y grotesca, fantasmagórica, empujando a los instrumentistas a las desafinaciones, con el edifico musical a punto de derrumbarse para sólo en el último momento enderezar las riendas, exagerando las innumerables contradicciones del mundo mahleriano, arriesgando en el rubato volcánico, en los glissandi de terciopelo verdirrojo. Y es que Bernstein solía decir que nunca se puede exagerar lo suficiente a Mahler. El Adagio en el que “Mahler ora por la restauración de la vida, de la tonalidad, de la fe” resulta una página final bellísima en la que las cálidas cuerdas berlinesas evaporan el tempo de manera milagrosa (el reino de lo Bernstein llamaba “silencio musical”). Legendaria es la inexplicable desaparición de la sección de trombones entre los compases 118-122, clímax de la obra, donde precisamente es requerida la máxima potencia a toda la orquesta. Hecha esta salvedad, testimonio indiscutible para el mundo de la fonografía. Toma sonora espaciosa y agresiva.

Aunque Herbert von Karajan había grabado la obra apenas dos años antes (hay malvados que aseguran que quedó tan conmocionado por la versión que Bernstein hizo con su Berliner Philharmoniker, que decidió aprovechar el peculiar entrenamiento para registrar la obra) embarcó en una gira de conciertos que concluyeron con esta velada en la Philharmonie (DG, 1982). Karajan está tan alejado del expresionismo chirriante de un Horenstein como de la emotividad histriónica de un Bernstein, y en una lectura quizás menos ambiciosa, hace suyo el hecho de que Mahler en ningún caso entendió esta obra como su última composición, ya que comenzó a esbozar compulsivamente la 10º sinfonía inmediatamente después de pasar al limpio la partitura de la 9º. Así pues, la realidad biográfica nos muestra un director de orquesta de 49 años, tan hiperactivo como de costumbre, con un centenar de conciertos programados en sus últimas temporadas: “Estoy sediento por la vida y encuentro el hábito de vivir más dulce que nunca”. Por tanto, Karajan entiende que la muerte aquí no es más que el tema recurrente y obsesivo que persiguió a Mahler durante toda su vida, y examina cuidadosamente detalles y texturas, redondeando sus aristas. Tras el comienzo inocente hace crecer una ambigua mezcla de resignación y esperanza para chocar con el terror de la consciencia de la mortalidad que da la madurez; conjura en los movimientos centrales una inevitable pesadilla en aceleración exponencial hacia la autodestrucción; y termina con frialdad con una serena aceptación de la muerte en la coda conclusiva, donde luce con todo esplendor la apolínea belleza de la cuerdas, el refinamiento sonoro y la sofisticación tímbrica, cual mármol exquisitamente pulido a mano por Canova. Pero en este Mahler en cierta manera uniformado con Strauss, de precisión técnica más que humana, tantas cosas se quedan por el camino, la intensidad emocional, la tensión… ¿Es ésta una terapia curativa para la neurosis de Mahler? Grabación de absoluta claridad.

Deliberadamente he dejado sin nombrar las diversas lecturas, que desde un punto de vista imposiblemente objetivo, se han realizado de esta partitura. No sólo es que (lógicamente) su disparidad expresiva sea menor, sino que de algún modo quedan oscurecidas por la última versión comentada. Así, Karel Ancerl con la Ceska Filharmonie (Supraphon, 1966): limpio de texturas, sin claroscuros destacables, pero frío y apresurado en el poso que permanece tras la escucha (más que en los tempi).
Rafael Kubelik se muestra algo más romántico y poético, íntegro y luminoso, de texturas y tempi ligeros, sin acudir al rubato, a las leves variaciones de tempo, para resaltar la expresividad mahleriana. Ausencia de una compulsión interior, belleza bajo control de la estructura sinfónica genuina. Sus dos grabaciones con la Symphonieorchester del Bayerischen Rundfunks (DG, 1967) y (Audite, live, 1975) son muy similares en términos interpretativos, caracterizándose la versión en estudio por un mejor sonido.
Las cualidades tonales de la Orquesta del Royal Concertgebouw de Ámsterdam afloran verdaderamente únicas, con sus maderas acres y desgarradoras, bajo la dirección de Bernard Haitink (Philips, 1969): desmenuzando las intrincadas sonoridades del andante, evocativo y onírico en su coda; asombrosa la manera casi única en que gestiona el lírico episodio del rondó, cual vacua feria de las vanidades, conjugando la integridad estructural del movimiento con su enrevesada belleza poética; la rara concentración en el lento tempo escogido de principio a fin en el adagio. Sobria reflexión sobre la condición humana, destaca el lado más intelectual y menos emocional de la personalidad mahleriana. Coherencia estructural, orden, contención, fluidez, claridad y unidad en la exposición, lúcidamente ultraobjetivo y circunspecto, formalmente restringido, prosaico y terrenal. No busquen aquí la teatralidad ni la gestualidad intimidatoria que presidía las interpretaciones del propio autor (y conviene mentar aquí su afinidad con Nietzsche: “Es solamente al bailar cuando sé leer el símbolo de las más altas cosas”). La acústica del recinto holandés se muestra en todo su esplendor en esta modélica grabación que ofrece un asombroso equilibrio entre las secciones orquestales.
La Orquesta Filarmónica Checa ostenta una gran tradición en estos pentagramas. La capacidad analítica de Vaclav Newman (Supraphon, 1982) rinde un estilo austero, diríamos higiénico, de texturas cristalinas, ralentizando el tempo en ocasiones en el andante, evocando las melodías de la infancia. Landler cortante y repelente, esporádicamente agresivo. Fuertemente irónico en el rondó. Simplicidad natural y equilibrio. (¿Pero Mahler lo requiere?)
Con Giuseppe Sinopoli la Philharmonia Orchestra recuperó el formidable nivel de su pasado leggeriano (DG, 1993). En su exploración personal de la partitura realiza una versión genuina, diferente, deconstruccionista en la compulsiva claridad de texturas, en la fidelidad literal y reverencial al detalle por encima de la estructura sinfónica, iluminando las anomalías armónicas a expensas de la línea horizontal, desordenada si no esquizofrénica, el fraseo amanerado, la manipulación tortuosa y gestual, los metales penetrantes. Reflexivo en el primer movimiento, donde las unidades tímbricas con función tectónica brindan una tornasolada sonoridad camerística (a gran escala). La idiosincrática interacción de tempi hace vagar sin rumbo fijo al landler. El amplio adagio equilibra su visión del andante. Quizá no una primera opción (para eso están Klemperer, Bernstein, y Giulini), pero sí un nuevo y muy interesante horizonte. Toma sonora adecuadamente analítica y cristalina conseguida por medio de una colocación de los micrófonos muy cercana a los atriles.
Gran traductor (y discípulo directo) de la Segunda Escuela Vienesa, el formidable radiólogo que pudo haber sido Pierre Boulez ofrece a los mandos de la Chicago Symphony Orchestra (DG, 1995) una versión transparente de texturas, maniática en la claridad y el cuidado por el detalle, escrupulosa en las gradaciones dinámicas…, pero con muy poco sentido cantabile, epidérmica, frívola, sosa, culpable de indiferencia y gelidez en un movimiento final llevado a tempo urgente, walteriano. ¿Dónde están el dolor y el sufrimiento, la dulzura que el autor volcó en estas páginas? En fin, una desilusión después de su formidable 6ª (su tiempo aún no ha llegado). La toma sonora es gloriosa.

Conocido es el desprecio supino de Sergiu Celibidache por el sinfonismo mahleriano: “Saca a pastar a su oveja por la mañana, pero al final del día no tiene idea de cómo traerla de vuelta“. Ahora bien, su particular concepción de la fenomenología musical y su dilatada guía para con la Münchner Philharmoniker legó a ésta unas características únicas: el singular control de las dinámicas orquestales, el refinamiento tímbrico, la capacidad de sostener tempi inverosímiles. Y por esta senda discurrió James Levine en un concierto público de 1999 y que ha sido editado por Oehms Classics. Densa la sección de cuerdas muniquesa, magnífico el uso de metales y timbales en los catárticos clímax. Pero es en el Adagio final donde el director propone una elongación del tiempo que es casi una singularidad einsteniana (compárense estos 32 minutos con los 18 dedicados por Bruno Walter para el mismo movimiento). Porque, si no se imaginan nuevos horizontes, ¿para qué grabar más discos? En cuanto al pedigree de la orquesta, recordemos que el propio Mahler estrenó varias de sus sinfonías a los mandos de dicha formación.
La amplia experiencia de Claudio Abbado en la música del siglo XX conjunta a la Berliner Philharmoniker (DG, 1999) aseguran una excepcional respuesta orquestal que se ve lastrada de inmediato por una artificiosa y experimental combinación en la mesa de mezclas, haciendo variar continuamente la percepción espacial y atmosférica de la Philharmonie. La apertura y cierre de los micrófonos ligados a los diversos grupos instrumentales colapsan lo que debió ser una espectuacular actuación en directo. Analítica en busca de lo esencial pero naturalmente texturada, cuidadosamente equilibrada con aires improvisatorios, hace un uso muy restringido de los contrastes, sin enfangarse en los lodos sentimentales y pegajosos (adorables) de un Bernstein. A estas alturas, amigo lector, debería saber que éste no es el disco que yo me llevaría a una isla desierta. Vayamos terminando.
Nunca ha sonado tan femenino y suave el ritmo sincopado de tres notas en los bajos de la orquesta con la que nace la sinfonía como en la versión de Riccardo Chailly (Decca, 2004). En esta construcción abstracta del lenguaje, que conduce a los instrumentos a hablar, germina un intenso amor panteísta, una pasión fruto de conflictos, donde los tempi sosegados tienen algo de abandono maternal y procuran una sin par clarificación de detalles y matices, sin nunca permitir la amenaza a la integridad general de la estructura. En las pesadillas centrales las maderas nos persiguen bellas e insolentes, imbatibles, con escrupulosa atención a dinámicas y fraseos. En su última representación con el director italiano, es fantástica la prestación del Concertgebouw de Amsterdam, donde Mahler encontró al fin una orquesta y un público para sus obras. Verdaderamente excepcional el proceso técnico, con una uterina toma sonora, cálida y confortable, casi tangible en su opulencia tímbrica, donde los detalles siempre suenan naturales (increíbles las campanas).
Todos tenemos nuestras grabaciones favoritas, dependiendo de cómo creemos que la música debería sonar, o qué emociones esperamos encontrar al escuchar un disco. De aquí el desánimo que me inunda cuando compruebo que la nueva grabación de la Berliner Philharmoniker, esta vez con Simon Rattle en el podium (EMI, 2007) sigue por los mismos derroteros que en el último decenio: la extraordinaria toma de sonido, capaz de reproducir cada textura por compleja que ésta sea, saca a la luz sonoridades nuevas, delicadas y educadas. Pero la superlativa prestación orquestal no es capaz por sí sola de relegar al olvido el chirrido expresionista, la ferocidad de las dinámicas en los clímax, la turbulenta tensión emocional, la violencia, la catástrofe, el horror que destilan los grandes directores del pasado, y que relegan al oyente a la extenuación. Los tempi mantienen su cualidad elástica, si bien menos acusada que en su anterior grabación para la EMI (1993). Y la avalancha continúa: en los últimos meses han aparecido dos nuevos documentos que nos informan de la actualidad de la sinfonía más importante del siglo XX. Lástima que tanto Alan Gilbert con la Royal Stockholm Philharmonic Orchestra (BIS, 2008) o Jonathan Nott con la Orquesta Sinfónica de Bamberg (Tudor, 2008) no planteen nuevos caminos en esta poliédrica, multifacetada obra, crucial en la historia de la música.