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Mahler: Sinfonía nº 4

“¿Qué se puede decir sinceramente de esta sinfonía? ¿Qué puede decirse de cualidades musicales donde no se detecta ninguna, y por qué hay que entrar en detalles sobre la escenografía orquestal, cuando no hay nada detrás? Incluso con la intención más sincera parece imposible encontrar nada excepto una serie de efectos orquestales inconexos, bastante ingeniosos en cuanto a conocimiento de los instrumentos, pero totalmente superficiales, y que no tienen nada que ofrecer al espíritu ávido de música”. Musical America, January 1911.

La sinfonía nº 4 de Gustav Mahler (1900) es un cuento de hadas onírico e irreal, de imponderabilidad aérea y exaltación dichosa. Las alegres meditaciones de Mahler sobre el descanso postmortem se sustentan en una impropia sencillez de medios orquestales, transparencia textural y simplicidad armónica, coherentes con la visión celeste a través de un alma infantil. La intencionalidad mahleriana da a cada atril el rol de un solista, descomponiendo la línea melódica en fragmentos definidos por diferentes colores instrumentales, como una especie de prisma acústico. Pero en su tradicional estructura formal pululan sombras poco inocentes y se arrastran horrores:

I Deliberado: En el inestable mosaico de motivos de la exposición (compases 1-101), el clasicismo familiar de la sonata sufre por la irrupción literaria de frecuentes cambios de tempo, alteraciones, suspensiones y complicadas relaciones métricas; la deslumbrante complejidad del evolutivo y lógico (o más bien teleológico) desarrollo (cc. 102-238) explora nuevas y distantes claves y abre un espacio radicalmente inédito, en el que los temas se disuelven en motivos autónomos o se transforman hasta quedar irreconocibles; la recapitulación (cc. 239-339), en cierto modo fallida, conduce a una coda histéricamente triunfalista.

II Moderado: Scherzo quimérico y espeluznante, armado en cinco episodios: A (cc. 1-68), trío B (cc. 69-109), A1 (cc. 109-200), trío B1 (cc. 200-280), A2 (cc. 280-341); y coda (cc. 341-364). Mahler especificó la scordatura del violín solista (afinado un tono más alto, angular y cromático) “para que el violín suene chirriante y áspero, como si la Muerte golpeara“. Invocación de la cultura errante y juglar, una llamada a la muerte descrita como disonante, aterradora, pero también seductora…

III El contraste entre dos complejos temáticos hostiles determina la disposición, el carácter y el curso del Poco adagio (ruhevoll, apacible). Presenta una estructura de rondó con variaciones en cinco partes: A (cc. 1-61), B (cc. 62-106), A1 (cc. 107-178), B1 (cc. 179-221), A2 (cc. 222-314) con una rutilante coda (cc. 315-353) que nos regala un estallido armónico e instrumental, rendición postrera y simbólica elevación a un plano superior.

IV Das himmlische Leben (La vida celestial): Inicialmente destinado a formar parte del monumental edificio de la 3ª Sinfonía, este lied se articula en cuatro versos separados por secciones instrumentales que retornan las figuras de apertura para dar a la obra una sensación cíclica. Atmósfera mágica, donde el universo cotidiano y el universo espiritual se complementan en un sentimiento cándido de recompensa (fuera del marco hebraico), el sustrato de promesa para el hambriento de las canciones del Knaben Wunderhorn, de panes y peces, de corderos y espárragos gigantes…



198 lossless recordings of Mahler Symphony no. 4 (Magnet link)


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Ya vimos en la sinfonía nº 5 como el sistema Welte-Mignon (capaz de registrar los matices íntimos del intérprete: rítmica, dinámica, fraseo, ataque y pedal) ofrece un supremo documento histórico. La edición Preiser redondea el invento acoplando el sistema neumático al piano poseído por el propio Mahler en su vivienda vienesa, un grand Blünther de 1902 con siete octavas suaves y melosas. Mahler siempre tocaba directamente desde la partitura orquestal, en un arriesgado equilibrio sobre las patas delanteras de la silla. Los acordes arpegiados, los ritmos sinuosos, el fraseo sensible y nervioso, el rubato soñador… encajan con la personalidad y carácter sombrío del compositor: ”Mi música no es más que ruido de la naturaleza”.





En el Principio era Mengelberg. Durante las visitas que Mahler realizó a Amsterdam entre 1903 y 1909 Willem Mengelberg (indudablemente el más dotado de sus discípulos) anotó detalles interpretativos y metronómicos (que la partitura no lleva) durante los ensayos del compositor, o, al menos, su interpretación personal de los mismos y que no siempre coinciden con lo registrado en este concierto público de 1939. ¿Autenticidad? Más bien una ensoñación ultrarromántica, exagerada en su intervencionismo extremo, impredecible, peligrosamente viva. Desde el comienzo los cambios de color, de clima (misticismo, melancolía, amenaza), conectan con las rupturas schumannianas. El scherzo gira a 152 corcheas por minuto, con un carrusel de liberales portamenti y breves staccati de violín que rememoran una pesadilla de plagas. Mengelberg sumerge el ruhewoll de inmediato en una suerte de éxtasis de tristeza, con un momento extra de asombro cuando añade un quinto tiempo al segundo compás del tema de apertura, en el que los violonchelos espressivo aparecen con interminables notas. Jo Vincent muestra en el lied un timbre un tanto agrio y un carácter matronal. La publicación de Pristine Audio es muy convincente, con una agradable ecuanimidad instrumental de la Concertgebouw Orchestra y evitando filtrar en demasía el sonido como en las ediciones anteriores (Philips, Decca, Altair, Documents, History, Q Disc).





Debido al resultado de la Guerra la antorcha pasó a Bruno Walter, que desde el conservadurismo esencial y la orientación espiritual impregnó la música de su naturaleza amable, pastoral y panteísta, luminososa y sensual, muy diferente de la manera errática, intensa y a veces insensible del compositor. Aparte de su grabación comercial de 1945 se han recogido al menos otras diez procedentes de conciertos. Escogeremos como muestra la de 1953 con la New York Philharmonic Orchestra en la que Walter contó con su soprano predilecta, Irmgard Seefried, cuyo perfil liederístico es formidable, si bien lejos de la inocencia beatífica solicitada. Walter ignora marcaciones dinámicas y rítmicas en la pesadumbre otoñal del primer movimiento, descubriendo solo a medias el lado tenebroso de la historia, como un cuento de los hermanos Grimm purificado por los tonos pasteles de Disney. Algunas asperezas en los metales caracterizan un scherzo menos estricto y controlado de lo habitual en Walter, pero hay poco contraste con las secciones trío. ¿Es la (magistral) coda del ruhevoll un ejemplo temprano de la tonalidad progresiva mahleriana? No, ya que la tensión armónica se resuelve en la apertura del lied. Walter lo entiende a la perfección minimizando la pausa entre los dos movimientos. Claro sonido (Tahra), congestionado en las dinámicas elevadas y con un público aquejado de bronquiolitis.





Paul Kletzki es consecuente desde el principio, fluido y relajado, y con solo un leve aliento dramático (optimistas, incluso jocosas las maderas de la impecable Philharmonia Orchestra), con muchos de los portamenti requeridos ejecutados sui generis como un legato extendido, y descaradamente extrovertido y algo ruidoso en el pasaje en do mayor (“niños golpeando ollas y tal vez rompiéndolas en pedazos”, Adorno dixit, cc. 209-220) previo al clímax, producido sobre una disonancia inesperadamente rasposa. Resaltar la arquitectura estilizada y transparente del scherzo, sin descarnamiento. El ritmo lento del bajo en el ruhevoll, en contraste con el tono solemne de la melodía, le confiere un aire de himno, un estado de contención pacífico y estático, como en los contemporáneos paisajes de Klimt. Emmy Loose posee la tímbrica adecuada, una técnica casi ideal, la dicción clara; todo ello especiado con ternura y con un acompañamiento ilusionista en las cuerdas. La grabación es extraordinaria para la fecha (EMI, 1957), con la intrincada partitura en vívido relieve.





El minimalismo microfónico de la RCA en 1958 resulta en una perspectiva realista y apropiada a la superlativa prestación técnica de la Chicago Symphony Orchestra en manos de Fritz Reiner. El consolador y poco lírico adagio (grabado en una sola toma) es un perfecto ejemplo de su desinterés en la estética mahlerania: El rechazo de Reiner a muchas de las marcas (fraseo, color, acento, dinámica) y sus prioritarios y legendarios orden, precisión y reserva escatiman los portamenti, y aferran la rigidez de los tempi. De escuela interpretativa sinfónico-vienesa, el bedächtig es muscular y falto de reposo, y el scherzo carece de humor sardónico. El lied se inicia en un paso somnoliento y Lisa della Casa muestra problemas de pronunciación germánica y su pronunciado vibrato se desliga de la ingenuidad. Naturalmente que el detallismo opresivo y la fidelidad tímbrica engendran explosiones armónicas straussianas. Pero cuando las notas terminan no queda ningún resplandor.





El enfoque de Otto Klemperer es prácticamente el polo opuesto al de Walter: Cada uno, al parecer, basa su interpretación en aspectos opuestos del complejo carácter de su mentor. Objetivo, vehemente y agitado, con los gélidos colores primarios de un Mondrian. Su sentido de la cohesión estructural es particularmente evidente, pero desprecia los rasgos psicológicos de la obra. Comienza a un tempo calmo y germánico (rubati y portamenti son poco utilizados) hasta que violentamente se nos sumerje en las inauditas orquestación y armonía. Scherzo solemne y circunspecto (el exceso y la exageración están ya en la música). El impaciente adagio camufla su mordiente en un sorpresivo andante (escuchemos cómo incrementa el tempo entre los cc. 222-282) que nos lleva de la mano a… una mocosa perfumada y maquillada (no todas los niñas son ángeles): Elizabeth Schwarzkopf, elegante y sofisticada, analiza y colorea cada una de la palabras en la antítesis de las instrucciones del compositor (pero Klemperer rememoraba que Mahler le dijo una vez: “”Si algo no te parece bien, cámbialo. No sólo tienes el derecho, sino el deber de hacerlo”). La lateralidad y profundidad de la toma sonora (Warner, 1961) evidencia el refinamiento de una orquesta cálida y compensada, con las maderas de la Philharmonia observadas en una óptica resultona que ha caído en desuso posteriormente, aunque la adecuada división antifonal de las cuerdas enriquece el contrapunto. 





George Szell es un maestro del equilibrio (tan esencial en este tipo de Mahler) de las voces principales e interiores, pulido de perfección mecanicista e iluminador escrupuloso de la arquitectura. Sin embargo, el amor (y el humor) infantil no aparece por ninguna parte, la disciplina toscaniana lo impide, suavizando sus grotesquerías y rugosidades. Meticuloso en las dinámicas (aunque no todas), minucioso en la delineación de detalles (esos acordes creados por la serpentantes cuerdas en el scherzo). Con neutralidad inflexible, el pulso constante del bedächtig cincela la unidad en la diversidad, con cambios de tempi fuertemente subrayados y rubato unánime (tanto, que es casi sobrenatural). Ländler genuinamente mozartiano, con las secciones trío rústicas y joviales. El andante, íntimo y grave, rocía pasmosos glissandi en dolcissimo. El lied, a fuego lento, también participa de este enfoque narrativo: Judith Raskin llena de voz madura las tres primeras estrofas, pero los últimos versos, a una dinámica inferior, transmiten una gracia extraordinaria, cándida y divina. Glacial la belleza de las cuerdas de la Cleveland Orchestra, cuidadosamente preparada y empastada (Sony, 1965). 





Jascha Horenstein presenta un Mahler serio y didáctico, escasamente intervencionista, combinando orden, intensidad emocional y claridad instrumental. Lanza una sombra ominosa y obstinadamente presente sobre la superficie del movimiento inicial que pocos directores concitan. Crudo y evocativo el lentísimo scherzo, donde Horenstein inmiscuye chirriantes caricaturas que interrumpen al violín abrasivo, con los tríos nostálgicos de una inocencia perdida. El tejido de cuerdas divididas en el ruhevoll excluye la individualidad más acerba y carnavalesca de las maderas del movimiento anterior, y crea una textura expansiva de tipo coral vinculada a una religiosidad vocal (Mahler describió el pasaje como “el desvanecimiento del final es etéreo, como de iglesia, de ambiente católico“). El lied arropa con exiguo confort, siendo Margaret Price una discutible elección, casi de oratorio (de los de antes), con sólo un leve reflejo plateado. La cercanía de los micrófonos (EMI, 1970) repercute en el desequilibrio tímbrico orquestal de la London Philharmonic (la sobreexposición de los clarinetes y timbales).





La primera aproximación de Claudio Abbado a la obra (DG, 1977) es más urgente y abrupta que sus posteriores versiones: El bedächtig se inicia suave y confitado para después abandonar el típico aroma comodo mahleriano, con erráticas bogadas rítmicas y dinámicas. El violín del scherzo (vertical y deliberadamente desalineado con su acompañamiento) asoma y cede el paso caballeroso ante los vientos sedosos de la Wiener Philharmoniker. En el ruhevoll Abbado hace caso omiso de las indicaciones de la partitura y fuerza unos tempi mosoros, brucknerianos; atención al desgarrador portamento de las trompas (c. 75) que muda “de la divina alegria a la profunda tristeza” en palabras de Mahler. La solista, fuera de lo común, es la mezzo Frederica von Stade, sin problemas de tesitura pero de emisión entrecortada en los staccati. La grabación es fatigosa en su brillante metalicidad, algo que también lastra la fría y nítida traducción de James Levine (RCA, 1974).





En los ensayos y luego en los conciertos, la figura torpe e improbablemente alta de Klaus Tennstedt se balanceaba de lado a lado de forma desgarbada, con poca o ninguna técnica de dirección discernible. Lo que perdió en bienestar físico con los años lo compensó con drama y angustia en su rítmica poco marcada, contorsionando el flujo lineal de cada frase, como en los frecuentes luftpausen y prolongados ritardandi. Los tempi funcionan a pesar de ser atrevidamente extremos, pero los cambios bruscos de ritmo alteran el andamiaje. Una interpretación gloriosamente lírica y romántica, con las secciones de vientos con relevancia y singularidad propia -pero no en la línea liviana, sonriente, hasta traviesa de un Kubelik (DG, 1968)-. Tennstedt hace las fantasmagóricas flautas y campanas de trineo totalmente independientes del ritardando de clarinetes y primeros violines (algo requerido en el compás 3, pero que muy pocos directores conceden), lo que enfatiza la colisión rítmica hasta la entrada del tema. Tras el clímax del bedächtig (cc. 221-224), ahíto de júbilo y alegría, se va imponiendo un apremiante impulso sobre las marcaciones (ignoradas), presagiando la tumultuosidad de la Quinta. En el mordaz scherzo la estruendosa trompeta (c. 200 y ss.) da paso a un retorno del trío donde la suma flexibilidad se desliza hacia la desarticulación. Ruhevoll amedrentado por las trompas, con retenciones conmovedoras al final de las frases, y las secciones astringentes mitigadas. La meditación pastoral de Lucia Popp desestima el regocijo candoroso y canta straussianamente oscura (a pesar del significado d) el texto. La toma sonora de la London Philharmonic Orchestra (EMI, 1982) es sucia, plana, vacua.





Solo cabe calificar de milagrosa la lectura de Lorin Maazel. Con el embrujo de un encantador de serpientes hace sonar a la Wiener Philharmoniker melancólica y tranquila, los ataques suavizados, las texturas mórbidas, con dilaciones en el remate de las sentencias, la belleza por encima de todo (aunque en esta línea se puede ir más lejos, véase Karajan). Comienza con un ceñido cumplimiento de la petición bedächtig (prudente), para destacar después las fulgurantes cuerdas en el segundo tema, donde los cellos cantan sobre las violas de manera tan brahmsiana. En el scherzo las dinámicas son aplicadas de manera repentina pero con suntuosa bondad. La severidad de las cuerdas agudas, con portamenti sin reparos, se turba por la efusión de dolor en mitad del movimiento (muy) lento (cc. 189 y ss.), reconociendo la derrota. Maazel lleva al extremo la marcación sehr behaglich (muy acogedor) en el finale con sabor de repostería, dulce y cremosa: Cuando la música se desliza hacia mi mayor, arpas y bajos doblando discretamente (“muy tierno y misterioso hasta el final”), relaja aún más el ritmo y los excepcionalmente quedos violines y clarinetes introducen sus temas casi en un trance perpetuo sobre el que la línea angelical y vulnerable de Kathleen Battle deslumbra con su límpida pronunciación y timbre argénteo. Grabación abierta en su panorámica pero poco impactante (Sony, 1983). 





Cuenta Eliahu Inbal que se colaba por una ventana para poder ver los ensayos de Bernstein en Tel Aviv y tomarle así como modelo; ciertamente enfatiza los rasgos hebreos, la ligereza, la ironía, el humor; pero por otro lado minimiza los acentos dinámicos-dramáticos, “los misterios y horrores” de que hablaba Mahler en sus cartas, quedando en un templado clasicismo apolíneo. Bedächtig fragmentado en secciones poco coordinadas rítmicamente. Excelente el transparente scherzo, con la superficie distorsionada por las ondas de los portamenti. Emborronado adagio, jadeante y poco sereno. Helen Donath adolece de rudeza tímbrica y afinación inestable. La Frankfurt Radio Symphony Orchestra (a la que Inbal sacó de su provincialidad con este exitoso ciclo Mahler de grabaciones) está recogida de manera simple y franca en la toma sonora en concierto (Denon, 1985); de hecho la compañía nipona recurrió a Inbal porque su concepción de la música de Mahler como esencialmente frágil y delicada (incluso en medio de la tempestad y la lucha) ”apelaba a nuestros sentimientos sobre la música de cámara” y se adaptaba a sus técnicas de registro. Quizás no sea una escala más pequeña, sino una mirada menos angustiosa, con el hombre como parte de la naturaleza (en el sentido nietzscheano -y seguramente mahleriano-).





Quizás el mayor legado discográfico de Leonard Bernstein haya sido integrar su sentimentalidad profunda, excesiva y neurótica en un componente esencial del (un) syllabus interpretativo. En su Mahler la sincronicidad de temperamentos roza lo confesional. En el desarrollo del plácido movimiento inicial las abruptas interrupciones a mitad de tema, los cambios de clave y las trasposiciones son asumidos con la normalidad con que aceptamos una pesadilla incongruente. Por eso la fanfarria de trompeta (cc. 224 y ss.), que en este contexto infantil de triángulo, glockenspiel y campanas de trineo parece emanar de la guardería y no de la milicia, tiene una función hoffmanniana de llamada al despertar que va disipando los sueños. El inquietante y operático scherzo (con constantes cambios de marcha y dinámica para acentuar las posibilidades dramáticas de la ambigüedad) frena en meandros en los tríos, aunque la enfermiza determinación del violín solista logra encauzar el curso. Gran narrador de historias, Bernstein sorprende con un adagio vivaz, de fervor amoroso y meditativo (atención a la la repentina caída del tempo en el solo de oboe, cc. 175 y ss.). En el finale (según Bernstein un anhelo de recompensa cristiana) emplea un niño soprano para resaltar la delicada orfebrería orquestal que le rodea. Helmut Wittek desprecia saludablemente los matices de tono y ritmo, y se concentra en dar un relato extrovertido con la ayuda de una buena dicción. La cercanía de los micrófonos proporciona gran pegada (la felicidad de las maderas), pero yerra la veracidad de la Concertgebouw Orchestra (DG, 1987). Ah, finalmente (que diría Puccini) para aquellos que contemplen las dificultades juveniles con la extensa tesitura requerida hay otras alternativas: Emanuel Cemcic aporta no sólo una voz diáfana y confiada sino un fraseo excepcional y una lectura sensible del texto en el testimonio de Anton Nanut con la Ljubljana Symphony Orchestra (Stradivari, 1987); Daniel Hellman resuena menos matizado en el arreglo camerístico de la obra realizado por Howard Griffiths y la Northern Sinfonia (Novalis, 1999).





Michael Tilson Thomas disfruta de una bucólica alusión de la naturaleza, amenazada acá y allá por oscuros pozos de magia que deforman el fraseo, remarcan las pausas, contrastan los tempi, y arrugan la pátina pulida de la San Francisco Symphony Orchestra, aquí con las cuerdas divididas idóneamente. Bedächtig terso y aristocrático (escúchese el beethoveniano homenaje en los compases finales de la exposición), sosegado y tan schubertiano como en Boulez (DG, 1998), pero sin su aureola inalcanzable e inhumana. El violín del scherzo, siempre en pianissimo, es tan civilizado que se podría bailar en el Neujahrskonzert. Con el segundo tema del adagio el tempo cae a una celibidachiana etereidad, un paseo por las nubes reminiscente de Parsifal (cc. 51-61). Laura Claycomb imposta el lied con un timbre atractivo, pero demasiado carnoso y adulto. Sensacional grabación moldeada a partir de una serie de conciertos (SFS, 2003) con perspectiva realista y profunda que no escrutiniza los instrumentos.





Bernard Haitink siempre se ha decantado por la efectividad técnica por encima de la imaginación, haciendo de la sobriedad una patente propia, buscando la iluminación intelectual más que la catarsis emocional y llegando a quejarse públicamente de los oyentes que se acercan a Mahler “por razones equivocadas“(¿?). En ésta su octava grabación de la obra, Haitink persiste en un Mahler mesurado y metódico, newtoniano. La termalización del pulso dibuja un primer movimiento reservado, casi temeroso de que la expresividad desborde los atriles, la estructura olímpica, las dinámicas atenuadas. En el scherzo el violín solista procede clemente, relegando la pesadilla, corta de maldad. Adagio exquisito e imperturbable salvo en las variaciones previas al (magnífico) clímax. Por momentos la inteligibilidad de Christine Schäfer queda un tanto comprometida al estar su metal oscuro integrado en la orquesta. El registro (RCO Live, 2006), derivado de un único concierto, riega con generosidad (y algo de confusión) la glamurosa tímbrica de la Concertgebouw Orchestra.





Para Iván Fischer el drama (que no deja de ser eso, la terrible niñez de Mahler) se desarrolla con lozanía y simplicidad, con inflexiones agógicas cuidadosas, peculiares e inestables en una búsqueda obsesiva del más allá de las notas. Es curioso que, a pesar de la crudeza en la exposición de las tensiones, el final del desarrollo no se rasge por la fanfarria de trompeta sino por las campanas de trineo, hasta entonces escondidas entre los vientos (cc. 230 y ss.). Quejumbroso el violín solista, casi sin vibrato, y sin enfatizar su presencia en el scherzo. Ruhevoll tectónico en lo tímbrico y estoico en lo anímico con un arranque soleado del tema tchaikovskyano (cc. 107 y ss.). El Stravinsky más atávico irrumpe en los interludios instrumentales la concienzuda pronunciación de Miah Persson: Su halo liviano pero no tímido adopta idealmente la petición del autor: “Para ser cantado con expresión infantil y alegre; ¡Totalmente sin parodia!“. Las cuerdas de la Budapest Festival Orchestra pierden empaste y presencia al posar divididas pero ganan en transparencia en la muy dinámica toma sonora (Channel, 2008).





Les Siècles es una reducida formación de instrumentos contemporáneos a la obra, con disposición antifonal de sus violines, mínimo vibrato, asombrosa claridad textural, tímbrica fresca y heterogénea, individualizada en el viento y menos agresiva en metales y percusión, articulación y fraseo retóricos y declamatorios, y donde resalta más la expresividad del portamento. François-Xavier Roth parte de un concepto objetivo y preciso, pero el elemento fantástico está presente desde el principio (nunca han sonado tan próximos a Peer Gynt los cc. 302 y ss.), con gran ligereza en el paso (pero Mahler requiere “sin prisa”), caprichosas dinámicas y potencia sonora (escúchese la implacable urdimbre de cuerdas alrededor de los solos de trompa hacia el final del movimiento). La scordatura del violín solista en el risueño scherzo recalca su colorido discordante, metálico entre las cuerdas de tripa, pero es reticente en su intimidación; los tríos desgranan los intercambios melódicos entre instrumentos (los vientos deliberadamente poco caústicos) en un fascinante juego de luces y sombras. Las digresiones variacionales dentro del adagio tienen un aire auténtico de improvisación. La intervención del violín solo (cc. 98 y ss.) es muy especial, cada uno de sus portamenti un lamento doliente. La angelical conclusión muestra delicadeza y fragilidad, no la habitual luz cegadora desde el umbral al mundo ultraterreno. La seráfica Sabine Devieilhe, ágil en las dinámicas y maravillosamente cristalina, roza lo sacro, tildando perturbadoras las transiciones instrumentales. La opulencia de la toma sonora ilumina el tramado, un festival tornasolado y una mezcla fuera del alcance de la sala de concierto, destinada a una (atenta y gozosa) escucha doméstica (HM, 2021).



To conclude, I would like to rescue Deryck Cooke’s priceless dissertation for the BBC in 1961, in which he surveys the recordings of the Fourth Symphony that existed at that time. Linking his presentation with the then fashionable movement of historically informed performance, he gives greater attention to the recordings of those conductors who had a relationship with the composer: Mengelberg, Walter and Klemperer, trying to extract from them some light on what would become the historicist Mahler.

But the mahlerian tradition does not exist! He rehearsed and conducted his works with continual changes in orchestral arrangement, even at the textual level (what matters is the transient feeling, the spirit of the moment) without the need to crystallise it interpretatively. He could easily have done it differently, on another day (as long as there were no noises):


– “What is that? What is that?” 

– “That’s a car, Mr. Mahler” 

– “Well, whatever it is, we have to stop it!”

– “It can’t be stopped. This is New York”

– “Rehearsal’s over!”

Puccini: Tosca

El ambiente de Tosca no es ni romántico ni lírico, sino apasionado, penoso y oscuro… de miserables y mezquinos personajes, héroes decididos y valerosos. Con Tosca queremos exacerbar el espíritu justiciero del hombre y fatigar sus nervios. Hasta ahora hemos sido tiernos; ahora vamos a ser crueles”: Así definió Giacomo Puccini a su nueva criatura (1899), fruto de la contradicción que supone por un lado el despertar de la conciencia contra el opresor político y por otro de la intrínseca glorificación imperialista de un mundo burgués cuyo producto es esta perfecta unión de melodrama erótico y realidad sádica, a lo largo de 24 horas en la vida de una mujer. Tras un preludio de violentas y llameantes armonías, dulces líneas fluyen por el paisaje, caldeando una tumultuosa continuidad musical de singular belleza, acomodándose a la palabra y a la escena con pompa sombría y fuerza diabólica, donde desfilan la mentira, la duplicidad, la traición, el engaño. Son esas pequeñas cosas (“piccole cose”, que decía Puccini) que hacen creíble esta cumbre del verismo: El hombre (la mujer) es una criatura de instintos.

Las cálidas noches de julio en la Roma de 1938 se conmocionaron ante la extravagante producción de Aida en las Termas de Caracalla, al aire libre, ante 20.ooo personas, y que incluía desfile de elefantes. Entre estas representaciones (su agenda estaba repleta de conciertos, óperas y películas) encajó el superstar Beniamino Gigli, a ratos, su grabación de Tosca. La dirección musical fue obtenida por el novato Oliveiro de Fabritiis, que gracias a sus contactos con el alcalde romano consiguió permiso para usar durante una semana el Teatro Real, plazo que transcurrió confortablemente hasta que, en la tercera sesión, la soprano se desmayó colapsada. Con el límite de tiempo medio transcurrido era forzoso buscar otra cantante. Gigli se lanzó en un taxi hacia el hotel donde se alojaba Maria Caniglia, la sacó literalmente de la cama y la puso delante del micrófono: su Tosca tiene mayor temperamento que perfección vocal, una interpretación vívida dentro de la tradición verista, estridente y enfática. No obstante, la figura que domina el registro es la de Gigli: su instrumento ideal y su familiaridad con un personaje que había cantado durante veinte años le proporcionan una humanidad corpórea, una triste sonrisa entre sollozos y terciopelo. Su mágico tono dorado (que le permitió debutar en la ópera de incógnito, disfrazado de soprano, con falda y corsé), el ataque perfecto, el innato falsete, la dicción cristalina, hacen perdonar su no siempre contenido entusiasmo expresivo (es decir, su indiferencia a las minuciosas indicaciones de Puccini): oíganse las aspiraciones al comienzo de casi cada frase que mancillan su ejemplar legato. Armando Borgioli, correcto y limitado, aboceta con su voz firme y rica un villanesco retrato de Scarpia. La Orchestra del Teatro Reale dell’Opera di Roma se sumerje sin rubor en los elementos más melodramáticos de la partitura. La edición de Arkadia no esconde la temprana grabación eléctrica o el leve chisporreteo de las pizarras, dando primacía a las voces en relación a una orquesta de pobre tímbrica. Quizá la fascinación viene de la memoria y no puede ser percibida por los sentidos.

Victor De Sabata exhala toda la dimensión oscura y trágica de la obra, aherrojada por una hipnótica Maria Callas de seductor colorido y refinamiento histriónico, intuitiva en su osado vocalismo (a pesar de la voz desigual), escupiendo malévola veneno ante un inexorable Scarpia (Tito Gobbi) que ordena a base de susurros serpentinos y gañe truculento y repugnante. Di Stefano frasea con naturalidad ardiente y desesperada sobre la magnífica orquesta del Teatro alla Scala de Milan (1953). La gloria mítica de este registro ha de repartirse pues, entre los contrastados timbres vocales, el perfeccionista director que supo emplear cada trazo melódico, cada pulso rítmico y cada matiz armónico para construir el arco dramático y mantener el suspense, y el productor Walter Legge, al que el anterior dejó las kilométricas cintas master con una nota de despedida: “My work is finished. We are both artists. I give you this casket of uncut jewels and leave it entirely to you to make a crown worthy of Puccini and my work”. Ríos de tinta se han escrito sobre las sucesivas reediciones de este prodigio; nosotros preferimos el mayor cuerpo y profundidad de la de EMI -algo reverberante en perjuicio de la claridad vocal- al rango dinámico restringido de la de Naxos, realizada a partir de impecables vinilos de época, y corrigiendo los presuntos desajustes de afinación/velocidad.

Procedente de la retransmisión de la matinée febril del 7 de enero de 1956 en la Metropolitan Opera House de New York, nos llega este desmesurado documento en el que Dimitri Mitropoulos cabalga entregado el urgente y dolorido brío orquestal. Sus estudios como percusionista le permiten el sostén rítmico del fraseo a la medida del canto mórbido y cristalino de Renata Tebaldi, con un apuntado toque verista (necesario para traducir el recitato pucciniano en su adecuada progresión dinámica) siempre dulce de expresión. Su etérea dicción contrasta con la algo tosca de sus acompañantes masculinos: el eficaz Richard Tucker, ferviente, emocional, pero seguro en el legato; y el Scarpia representado con generosidad por Leonard Warren, más rijoso que perverso. La edición de Frequenz presenta mínimos cortes en un sonido lejano que recoge abundantes ruidos escénicos, aplausos que señalan la aparición de los cantantes en escena (paralizando la acción para desesperación del director griego) o el lanzamiento de flores antes de la caída del telón.

Las excelsas consideraciones vocales de Zinka Milanov y Jussi Björling (sus arias rozan la perfección) no pueden hacernos olvidar su carencia de teatralidad. Tampoco Leonard Warren rebasa una caracterización primitiva del barone Scarpia. Temprano estéreo (RCA, 1957) que resalta los atriles de la Orquesta del Teatro de la Opera de Roma, conducida con paso fúnebre por Erich Leinsdorf.

Herbert von Karajan protagonizó en 1962 uno de sus indiscutibles registros operísticos. En él, Leontyne Price inunda con su opulento tono oscuro una Tosca que va fraseando desde el atractivo erótico hasta la extenuación agónica; su timbre empasta perfectamente con el de Giuseppe Di Stefano, que quizá no alcance la lírica gloria juvenil (en la tesitura alta y en el legato), pero aún recita amorosamente gentil; Giuseppe Taddei posee una gama tonal y una amplitud expresiva descomunales que articulan tanto el siniestro rubato como la calidez lúbrica. La grabación es de origen Decca, felizmente volcada hacia la orquesta (una refinadísima Filarmónica de Viena), lo que nos permite deleitarnos con la suntuosa paleta pucciniana, constelando la instrumentación (Dammi i colori) pero sin tapar las voces. Karajan controla con precisión quirúrgica la tensión a partir de unos tempi épicos y graduales que potencian sutilmente el inquietante drama (Karajan se identificaba con el barón Scarpia, al que otorgaba un carácter central, pintándole noble y orgulloso en su villanía); sin embargo es capaz de dar amplia libertad siguiendo a los cantantes. El añadido de efectos escénicos tan del aprecio del productor John Culshaw (puertas, campanas, cadenas, disparos… algunos de ellos reclamados en la partitura) enriquecen la ya excelente panorámica, diáfana, atmosférica, de gran presencia, cada una de las voces y de los atriles focalizados (maravillosos detalles en las maderas, en las diversas familias de cuerdas y metales).

La postrera Maria Callas, sin poseer ya (¿nunca?) ni el esmalte ni la sensualidad adecuados, dominaba a la perfeccción el relieve teatral, con su característico enfoque freudiano iluminando el recitativo pucciniano: “Sé que para transmitir el efecto dramático he de producir sonidos que no son bellos. Pero no importa que resulten feos mientras sean auténticos”. Esta exigencia compulsiva se refleja especular en el incluso más interiorizado Scarpia de Gobbi, capaz de moldear su tono desde la lascivia íntima hasta la amenaza sádica. Carlo Bergonzi sortea como puede (elocuente, elegante, deliciosamente) el embate entre las dos naturalezas que se le disputan, y Georges Prêtre maneja relajadamente la Orquesta del Conservatorio de París. Un disco inimitable (EMI, 1965).

Lorin Maazel modela incesantemente con sus manos la partitura pucciniana en la que contrasta la rocosa solidez de emisión de Birgit Nilsson, a veces explotando una dinámica wagneriana, con la delicadeza de sus compañeros de reparto, el refinado y flexible Franco Corelli, y el sutilmente matizado Dietrich Fischer-Dieskau (tan elaborado que en ocasiones parece paródico). La orquesta de la Accademia di Santa Cecilia queda retratada en un sonido fabuloso (Decca, 1967).

Mientras Zubin Mehta empuja a la New Philharmonia Orchestra a unos tempi viscerales, la Tosca de Leontyne Price ha perdido calidez y dulzura, olvidado su italiano, y pretende enfatizar a base de su cazallero registro de pecho; Domingo -en la primera de sus seis (6) grabaciones- canta arrojado y pasional, y Sherrill Milnes recrea un sátiro peligroso y juvenil. El siseo de la cinta es notable y los graves colosales (RCA, 1972).

En una obra en la que el exceso es protagonista, la escrupulosa lectura de Colin Davis (1976) al frente de la Royal Opera House parece congeniar sólo a medias. Cierto es que Montserrat Caballé borda musicalmente una petulante Tosca (pero no acierta a evitar caer en un dramatismo que no posee), José Carreras da vida a un Cavaradossi impulsivo y bellamente cantado, e Ingvar Wixell recorta un neurótico perfil de cartón piedra. La reciente edición de Pentatone procede de las legendarias grabaciones que realizó el sello Philips en sistema cuadrafónico durante los años setenta: sonido natural y profundo.

Versión lírico-ligera la construida alrededor de un Luciano Pavarotti exuberante, que seduce con su maravilloso timbre en flor. Mirella Freni carece del temperamento necesario que tampoco adopta la floja dirección de Nicola Rescigno sobre la National Philharmonic Orchestra. La corpórea toma sonora ayuda al amenazador Scarpia de Sherrill Milnes (Decca, 1978).

Herbert von Karajan diseñó en 1979 una meticulosa lectura sinfónica donde la Berliner Philharmoniker brilla audazmente en su gloria, añadiendo a regañadientes a los cantantes por aquello del contraste armónico: un trío protagonista que no rivaliza seriamente con los anteriores, aunque Katia Ricciarelli erige una Tosca vulnerable, capaz de alargar bellamente los pianissimi, José Carreras canta un pulido y escasamente heroico Cavaradossi, y Ruggero Raimondi, dada su oscura tesitura de bajo, pelea con su rol desde un comienzo suave y viperino hasta lo ominoso en su ostinato en el Te Deum. Grabación espaciosa y de enorme amplitud dinámica (DG), de esas que adoran mis vecinos.

Concebida como banda sonora para una abigarrada película, la última grabación de EMI (2000) destaca por la excitante aportación de Antonio Papano junto a la Orchestra of the Royal Opera House. Mientras la magnética Angela Gheorghiu luce su abultado sentido del drama, Roberto Alagna es más genérico, menos tallado, forzando en ocasiones el instrumento, e incomprensiblemente engolando la voz en “E lucevan le stelle” (¡qué miedo!). Ruggero Raimomdi asegura la teatralidad pero retiene poca autoridad vocal. La estupenda grabación exfolia las disonancias blandas.