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Gluck: Orfeo y Eurídice

Se dice que Orfeo y Eurídice abre el camino como mojón fundamental en la historiografía musical a su evolución dinámica en Mozart e incluso la transformación hacia el drama homogéneo y total wagneriano. Sin embargo se suele olvidar que sus conceptos básicos flotaban ya en el ambiente previo: El libreto que Raniero di Calzabigi escribe sobre el mito preserva el casto clasicismo del original virgiliano y retorna a los ideales de pureza, equilibrio y simplicidad, hacia la proporción armoniosa y la naturalidad emocional rousseauniana, donde el drama predomina sobre la escenografía, apartándose de situaciones convencionales y podando la frondosidad verbal sin significación teatral. La economía de medios con solo tres personajes descarta la estructura rígida e intrincada, las floridas disquisiciones, los pomposos espectáculos barrocos.
La ópera que compuso para dicho libreto Christoph Willibald von Gluck en 1762 parte de la continuidad del discurso musical-dramático donde recitativos acompañados avanzan la trama y realizan la transición entre los números cantados. El novedoso sistema de integración de coros, solistas y danzas en una emulsión clara y de acción minimalista (sin episodios marginales, aparte el festivo final) se suma a la música colorista y elemental armónicamente, con pocos cambios de clave y modulaciones. El canto es esencialmente silábico (los escasos melismas o saltos interválicos amplios potencian el sentido del texto), galante y melódico, depurado del contrapunto excesivo y alejado de “la extravagancia gótica y bárbárica” en palabras de Calzabigi.

1762
No sé cual es el misterio que atesoran estas producciones de finales de los sesenta. Quizá sea la coloración de la Münchener Bach-Orchester, masiva, morosa y romántica. Karl Richter convierte el balloinicial en una verdadera elegía fúnebre, con la resonancia de una pasión bachiana. Serio y venerable, el coro muniqués asociado solfea empastado e impecablemente afinado, germanizado en sabor y refinado en exceso para amedrentar como Furias. Dietrich Fischer-Dieskau impone un suntuoso aire oratorial, magistralmente detallista. Cada sentencia es un poema: escúchense sus inestables recitativos intercalados con intervalos disonantes en Chiamo il mio ben cosí, que trazan el dolor del protagonista en la tradición madrigalística, de legato y colorido impecables técnicamente, pero fuera de rol en la suspirada aria Che farò senza Euridice. Aunque traspuesta su tesitura baritonal (opción injustificable musicalmente), el contraste tímbrico con la serena y pura soprano Gundula Janowitz es bienvenido, pese a que su temperamento flaquee en calidez e vehemencia. La Danza de la Furias de 1774 se cuela ucrónicamente de tapadillo para solaz de los oyentes. La toma sonora propulsa al solista en un intrusivo primer plano (DG, 1967).

Accent edita en 1982 el primer Orfeocon criterios historicistas. La Petite Bande (5.5.4.3) despliega una plasticidad didáctica aún deficiente en expresión y carácter (Sigiswald Kuijken comenzaba a ejercer de director), con un aire más barroco que prerrevolucionario en acentuación y fraseo: Así, el trémolo borrascoso de las cuerdas en Numi! barbari Numi! le da un afrancesado olor a Lully, y en los pasajes de recitativos acompañados hay una laboriosa literalidad de ritmo. Abundante ornamentación, espléndidas dinámicas, tempilentos y a menudo muy lentos, con un semblante de formalidad en las danzas, cual oasis gentiles. El contratenor René Jacobs, perfecto de entonación, mas de timbre gris y bajos débiles (su tesitura orbita del la grave al mi agudo), propone un protagonista angustiado en su cuidadosa e inteligente declamación, trufada de gustosa decoración. En Che puro ciel el descriptivo acompañamiento orquestal de la grácil acuarela de los Campos Elíseos se beneficia de las transparentes texturas, una de las más complejas compuestas por Gluck. Marjanne Kweksilber (tesitura de soprano del re sostenido grave al la agudo) es una intensa y apasionada Euridice, aunque en su diálogo con Orfeo se ciña en frialdad. El reducido coro del Collegium Vocale evoluciona con delicadeza desde la intimidación al candor como Furias. Las pausas entre números tienden a fracturar el drama en unidades musicales.

El interés en continuar por la senda gluckiana veraz se plasma en la dirección picante y enérgica de Hartmut Haenchen, a pesar de que los instrumentos de su diáfana Kammerorchester C.P.E. Bach no sean idóneos: Hay texturas ricas y suaves como en la saturada Che puro ciel, pero en Chiamo il mio ben cosí el recurso barroco al efecto de eco está poco diferenciado. La estrella de esta grabación es el convincente contratenor Jochen Kowalski, elocuente y enardecido, de poderoso registro de pecho en la tesitura grave y media que torna menos agradable en el agudo (muy abierto, sin vibrato), con falta de legato a tempi rápidos, ornamentado con fruición; en la delicada línea declamatoria Deh! placatevi controla la emoción para verterla desesperado en el Che farò senza Euridice, interpretado como allegro (pero con destacados rallentandi) según una fuente contemporánea. Dagmar Schellenberger-Ernst es una soprano agitada, urgente, fresca, pálida de color vocal. El amplio coro Rundfunkchor de Berlín vocaliza candente y sensual, y presume de un poderoso efecto en el ritmo con puntillo como Furias. La toma sonora (Capriccio, 1988) encierra las voces en una zona indistinta y brumosa que oscurece las figuraciones rápidas.

Descarto la camerística visión de Frieder Bernius con Tafelmusik (Sony, 1992) por su aroma arcaizante y demasiado seráfico para recrearme en la vigorosa iconoclastia teatral de John Eliot Gardiner y sus translúcidos English Baroque Soloists (9.7.5.4), ejemplares en las caracterizadas danzas, en la sugestión de penumbra melancólica del río en el acompañamiento en T’assiste Amore!, en el intensivo uso de instrumentos solistas con motivos naturalistas en Che puro ciel. El contratenor Derek-Lee Ragin es ardiente, tenso, casi caprichoso en el drama del recitativo Che disse, feroz en sus súplicas a las Furias, pero sus embellecimientos en Che farò senza Euridice no ocultan las dificultades en la emisión grave, los cambios de color, las deficiencias de pronunciación, su menor volumen respecto a la soprano Sylvia McNair, de liviana y gélida belleza, inocente en su reanimación. Precisión máxima para el Monteverdi Choir en su rol de Furias: Acordes disonantes y fuerte contraste dinámico, reflejo especular de las interpolaciones de Orfeo en el coro de apertura. La estupenda grabación (Philips, 1991) concibe leves movimientos escénicos de los cantantes.

Tres décadas después René Jacobs lleva Orfeo al disco, esta vez como director (HM, 2001), e imprime a la espectacular Freiburger Barockorchester de tal sublime rítmica que rezuma vitalidad en cada escena, con un concepto de acentuación estilísticamente danzable, audaz en las dinámicas. Fantástica la percusión añadida que consigue salvar en parte la debilidad de la overtura, insulsa y sin ninguna relación con la peripecia teatral, así como en el pasaje que precipita el descenso al Hades al final del acto I. Las heladas y funestas disonancias que serpentean a continuación dialogan con la firmeza de la tórrida y corpórea voz de la mezzo Bernarda Fink, que nos persuade con naturalidad de su soledad y su dolor sin lágrimas. La afligida y temperamental Veronica Cangemi es verdaderamente irresistible para Orfeo, aun cuando alguna vez su entonación yerre. El RIAS Kammerchor está en plena forma y adecúa su temperatura a cada acto. El palpable sonido (con efectos especiales) está a la altura del evento.
 

La adaptación cinematográfica (que excluye o abrevia las danzas) debida a Václav Luks y la orquesta Collegium 1704 está idealmente rodada en el teatro barroco del castillo de Český Krumlov a la luz de las velas y con un uso encomiable de las sombras. Si poderosa escénicamente resulta la pareja del contratenor Bejun Mehta y la soprano Eva Liebau, Regula Mühlemann es una Amore insuperable. Los decorados de estilo dieciochesco están destinados a convertirse en un clásico con el paso de los años (ArtHaus, 2013).

1774
En 1774 Gluck inicia una campaña cuidadosamente planeada para conquistar el mundo operático parisino. Donde Orfeo era una obra revolucionaria, Orpheé et Eurydice fue entallada a los prejuicios más conservadores de la audiencia regular: La adaptación incluye un nuevo libreto francés (traducción directa del original), reescritura musical con extensión y cambios en orquestación (el genial uso de la trompeta), ampliación de escala (desde una azione teatralecamerística a una compleja representación en la Académie Royale) y alteración vocal: En París no habitaba la asexuada y semidivina voz castrato, asi que Gluck asignó Orfeo a un tenor ligero (que acaso cantaba en falsete las notas más altas) y por ello perdió el carácter de profunda melancolía que pide el tema. Las escenas en el Hades y en el Elysium son superiores en aliento y abundancia por la adicción de las danzas, arias y melódicas contribuciones corales.
El mismo Gluck marcó muchos pasajes en esta versión parisina para ser tocados con vibrato, enfatizando sus colores armónicos. El efecto se pierde si se hace general, como en la voluntariosa pero apagada dirección de Louis Froment (Hänssler, 1955), sin progresión dramática de la acción teatral, toda serenidad y solemnidad, consecuencia en parte de una secuencia propia de números (y cortes) poco satisfactoria. La Société des Concerts du Conservatoire, registrada en concierto, se muestra imprecisa en los ataques, y su coro garantiza la pronunciación nativa pero resulta confuso en la claustrofóbica toma sonora que también perjudica las cuerdas. Destaquemos como el ardoroso tenor Nicolai Gedda borda sus notas con seguridad (con discretas trasposiciones) y desenvoltura técnica (Laissez-vous toucher), mientras la soprano Janine Micheau impone su presencia de matrona romana en sus dudas, sus reproches, su desconcierto ante la desafecto de Orfeo.

Marginalmente mejor la grabación Philips de un año después, aunque como era de rigor en los 50 hay prominencia de las voces en relación a la Orchestre des Concerts Lamoreaux. Hans Rosbaud dicta una calma lectura con pujante fraseo legato, pulso rítmico rígido y líneas sostenidas, las danzas con gracia funérea. Timbre texturado del Conjunto Vocal Roger Blanchard algo letárgico y pesado. Léopold Simoneau, noble héroe decimonónico de pulida belleza, también recurre a la trasposición de algunos números ante las dificultades casi insalvables de la tesitura de Orfeo, que sube cuatro tonos y se ve ampliada hasta casi las dos octavas, desde el mi grave al re sobreagudo. Suzanne Danco negocia un amplio y sostenido vibrato sobre un distinguido francés idealmente pronunciado.

Dichas lecturas parecen opacas y pesadas al lado de la editada por Naxos en 2002. La ingravidez es el factor diferencial de la propuesta de Ryan Brown, que en las danzas aflora en todo su esplendor. Culpable de ello es la diáfana Opera Lafayette Orchestra (5.4.3.3), mucho menor que el conjunto empleado en la première(14.14.5.12), y que integra instrumentos y articulación historicista al servicio de la vivacidad teatral: Percíbase cómo en la introducción al acto II acentúa el tenebrismo de la textura orquestal con unas dramáticas trompetas naturales. El coro asociado (14 integrantes por los 47 del estreno) está a similar nivel. Excelente asimismo el tenor ligero Jean-Paul Fouchécourt, ágil y elástico, de gran registro superior, esmalte aterciopeladamente monocromático, y que aporta sentido de sorpresa en Quel nouveau ciel y delicados ornamentos en J’ai perdu mon Euridice; junto a él aparece la soprano Catherine Dubose, de timbre avasallador y penetrante, pero dulce y expresiva a voluntad.
 

Mi buen señor, es intolerable. Siempre gritáis cuando dererías cantar, y cuando es cuestión de gritar no lo hacéis. No penséis ni en la música ni en los coros, gritar como si alguien estuviera serrando vuestros huesos”: De esta guisa Gluck instruyó a su cantante en 1774 a interpretar el coro de apertura y sin duda con esta premisa actúa Marc Minkowski, colorido y efectista. La sutileza de las texturas no es óbice para el mayor contingente de Les Musiciens du Louvre (9.7.4.6), ni para el coro asociado de 26 voces, variado de timbre ya sea como etéreos pastorcillos o como implacables y maníacas Furias. Minkowski ofrece su característica explosividad de grandes contrastes de tempi, impulsividad, e interminables danzas a tempo plañidero como la Pantomime des Nymphes et des Bergers. Esta peligrosa volatilidad transita de la ferocidad de los trombones al elegante florecimiento del fraseo en Quel nouveau ciel. Richard Croft es un verdadero haute-contre, brillante de timbre, sensible en la matización verbal de Objet de mon amour!, y cómodo en las extravagantes cadenzas cromáticas en el L’espoir renaît. Mireille Delunsch le acompaña juvenil y enternecedora. Grabación procedente de representaciones públicas, a mi (escaso) entender reveladoras experiencias teatrales en la línea de su Lully o Rameau (DG, 2004).
 

Juan Diego Flórez es el epicentro de esta grabación (envolvente, pero con una plétora de prominentes ruidos), donde conciertos sin representación escénica fueron recogidos por Decca en tres días primaverales de 2008. El soberbio tenor ligero se ve obligado a ascender hasta los cielos de su tesitura (ojo, en un par de números se ha bajado su rol un semitono), con afinación impecable y rossiniana línea legato (L’espoir renaît), tal vez demasiado muscular para el rol. Más persuasiva teatralmente la soprano Ainhoa Garmendia que frasea empática, ferviente, flexible y plena de estilo. Jesús López-Cobos conduce irregularmente al Coro y Orquesta Titular del Palacio Real, sucediéndose números dinámicos con otros donde los ataques en las cuerdas resultan cuasi-románticos, los metales blandos, las danzas torpemente coreografiadas.

1859
A mediados del siglo XIX el Teatro Lírico de París pidió a Héctor Berlioz modernizar la obra para su reposición. Esta solución póstuma de compromiso cambia su estructura (y por tanto contradice e inmortaliza a Gluck) restaurando la línea vocal de Orfeo a su afinación original (para contralto o mezzosoprano), corrigiendo la orquestación y desechando las danzas parisinas. Desde 1859, en francés o retro-traducida al italiano y mezclada con retales del original, permaneció más de un siglo como la ópera más temprana del repertorio.
En su primer acercamiento a la revisión de Berlioz, John Eliot Gardiner (EMI, 1989) observa correcciones leves y recupera algunos números. La Orchestra of the Opéra de Lyon, apoyada por algunos instrumentos antiguos prestados para la ocasión (como los cornetti, ya arcaicos en 1762), inercia con sobriedad la obra de principio a fin con una selecta sonoridad, terrorífica en la representación del Hades. La deslumbrante mezzo Anne Sofie von Otter hace creíble su pena controlada en sintonía con el concepto general de Gardiner (menos dramático que su lectura de 1762), masculina e invulnerable. Barbara Hendricks dispensa un contrapunto puro y delicado (Fortune ennemie). El limpio y estilizado coro Monteverdi, tan perfecto de entonación como siempre.

Nos cuentan las fuentes que Gluck era dirigiendo ”un dragón al cual todos los músicos temían, y frecuentemente les obligaba a repetir las frases veinte o treinta veces”. Donald Runnicles es menos fiero, y equilibra (indeciso, en 1995) prácticas modernas e historicistas de timbre y tempi: La Orchestra of San Francisco Opera sale favorecida en el reparto, pero el coro suena irrealmente amplio y lejano. Femenina, suntuosa y positiva la mezzo Jennifer Larmore, que en la endiablada aria Amour, viens rendre à mon âme atestigua el conocimiento del idioma, pasión y diversidad de emociones, y contrasta adecuadamente con el timbre argénteo de la visceral soprano Dawn Upshaw. Runnicles maneja la armonía y las modulaciones para caracterizar el estado de ánimo de los protagonistas. La toma sonora de Teldec disemina los atriles magníficamente.
Pasticcio: Además de las tres ediciones distintas contempladas (1762, 1774, 1859) hay otras grabaciones variadas, alteradas o mutiladas en diferentes versiones, compendios y mezcolanzas posteriores a Berlioz.
La retransmisión radiofónica desde el Teatro Municipal de Amsterdam (EMI, 1951) documenta el incandescente instrumento de Kathleen Ferrier, una de las pocas verdaderas contraltos, con una maternal y opulenta pastosidad. Alguna aspereza e inestabilidad, el intrusivo vibrato, apenas menguan su distintivo poderío en el retrato mayestático de Orfeo: Decía Gluck que solo es necesaria la más ligera alteración -una nota demasiado corta o demasiado larga, un descuidado incremento en ritmo o volumen, un adorno desplazado- en Che farò senza Euridice para tornarla una farsa. Desgraciadamente el resto parece inadecuado, desde la pobreza técnica de la soprano Greet Koeman a la impaciente lectura de Charles Bruck, la torpe y sosa respuesta orquestal (insólitos portamenti) y coral de la Netherlands Opera, endeble tímbricamente y victoriana de ritmo.
 

Georg Solti hace gala de su proverbial instinto teatral, impetuoso y refulgente, con tempi extremos. Los sobredimensionados (para la obra) Orchestra & Chorus of the Royal Opera House responden con un sólido y acerado sonido, con beethovenianos contrastes dinámicos. Partiendo de un estilismo vocal verista (y formidable), y sin pretensión de integridad textual, Solti intercala liberalmente fragmentos a modo de rompecabezas de todas las versiones (vertidos al italiano) para permitir a Marilyn Horne exhibir su fortaleza variada y conmovedora, virtuosa en las coloraturas de bravura (Addio, addio). El canto de Pilar Lorengar, no siempre entonado, quejumbra mecido en un trémulo vibrato. La cinemática mezcla simula movimientos escenográficos en el estudio (Decca, 1969).

Raymond Leppard (Erato, 1982), como Solti, escoge números para lucimiento de sus solistas “Broadly I chose whatever option was better“, usando el texto parisino (retraducido al italiano) con la instrumentación vienesa, y perdiendo por el camino la concisión y el sentido narrativo del original. Janet Baker está fuera de forma al final de su carrera: Sin potencia en la octava grave suena más como una soprano que como una mezzo, y exhibe momentos inestables y dudosa entonación; sin embargo su labor es ejemplar en la efusiva imaginación, en el ritmo e inflexión de los recitativos, en la milagrosa delicadeza en el lentísimo tempo impuesto en Che puro ciel, o en la desolación tras la nueva muerte de Euridice. La tiple Elisabeth Speiser tiene carácter, pero aburre con su timbre monocolor y pesado vibrato. El Glyndebourne Chorus modula óptimo (para una ópera belcantista) y los diversos retoques a la orquestación logran de la London Philharmonic un sonido robusto, con un fraseo pulido, poco idiomático e intensamente dramático.

Schubert: Symphony no.7 (8) Unfinished

Los dos movimientos de la Sinfonía Inacabadanº 7 en si menor D. 759 (8ª según la catalogación brahmsiana) fueron compuestos por Franz Schubert en 1822; del scherzosolo se conservan veinte compases orquestados y pocos más esbozados. La tradición nos ha enseñado que el resto es tan inadecuado y remoto, tan inferior en calidad, que no nos debe extrañar que Schubert lo abandonara; es posible que su instinto musical le dijera que el mensaje estaba completo. Sin embargo no es concedible (por respeto y por propio interés) una omisión deliberada dado que la partitura manuscrita fue entregada como presente a la Orquesta de Graz. En el terreno puramente estético la obra es un conjunto íntegro en su concepto cíclico, no más inconclusa que los esclavos miguelangelescos. ¿Inacabada? Más bien la mitad de una sinfonía acabada, o quizá Inencontrada (de momento).

Aunque la influencia beethoveniana es plenamente consciente, la Sinfonía nº 7 abre el periodo Romántico por su forma de definir la tonalidad, perturbadora, discontinua, magistral en el tratamiento armónico como exploración existencial de las posibilidades emocionales y musicales, sin precedente en la literatura sinfónica. Las determinaciones comunes, el parentesco de motivos y los compartidos contrastes dinámicos e instrumentales interseccionan los pentagramas creando una sensación de unidad mayúscula.

Los dos movimientos, en métrica ternaria, se articulan en forma sonata con diversos matices:
I Allegro moderato: La exposición (compases 1-109) formula un primer tema bipolar, numinoso o incluso fantasmal, y un segundo folcklórico y soleado; una desgarradora disonancia abre un desarrollo (cc. 110-218) terrorífico, de ferocidad contrapuntística, basado en el pianissimosiniestro de los graves de apertura y que Schubert omite en la tranquila recapitulación (cc. 218-328), para retomarlo en su versión original en la coda concibiendo un arco cíclico ideal (cc. 328-368).
II Andante con moto: La iconoclasta exposición (cc. 1-142) muestra un primer sujeto melodioso (pero con ecos del allegro) y un segundo obsesivo y sincopado (con modulaciones continuas e inestables); incluye, en vez de desarrollo, un nuevo tema como largo puente hacia la recapitulación (cc. 142-267) y expira extáticamente en una coda (cc. 268-312) que parece extraviarse armónicamente y es reflejo perfecto de la melancólica personalidad schubertiana.





Entre 1934 y 1938 Bruno Schlesinger grabó frenéticamente con la Wiener Philharmoniker cuando aún ésta mostraba su idiosincrático sonido Gemütlichkeit, cómodo, oscuro y avellanado. La vibración del juvenil primer tema es termalizada en el segundo, cálido y amplio. En el solemne andante, monumental y nostálgico, se atemperan los contrastes dinámicos y se relajan los ataques; degústense los largos solos en los vientos, casi como corales, sobre celestiales deambuleos armónicos en el segundo grupo modulante de la exposición (cc. 64 y ss.). La flexibilidad rítmica subraya los puentes transicionales como pequeños lieder diseminados por la sinfonía. Los instrumentos asemejan voces llamando a otras voces, quizá Gemeinschaftsfremde ya reeducándose. La clara toma sonora sufre en las frecuencias altas (EMI, 1936).




Atraviesen sin miedo el portal hacia otro mundo: El olvidado magisterio de Willem Mengelberg, con sus satánicas y ensayadísimas libertades de fraseo y tempo, los decimonónicos portamenti en las cuerdas ya en el primer compás, el extremo colorido con que se trazan los temas, goyesco y enojado el primero. Gentil el acompañamiento sincopado del heroico segundo que rehusa transicionar, y abandonado, se autodestruye en un silencio de compás (c. 62). Le sigue un tutti orquestal sorpresivo y de desinhibida brutalidad. El andante con moto es un drama musical motorizado por las furiosas secciones con percusión. La edición debida al hacer artesanal de Hubert Wendel implementa una fenomenal instantánea del concierto del 27.11.1939 a cargo de la Concertgebouworkest, reto a los intérpretes modernos para decir algo nuevo sobre la vieja música. El rango dinámico es limitado pero no así la tímbrica, muy natural.




Ocho registros filosóficos se conservan de Wilhelm Furtwängler, compartiendo la misma órbita espiritual que su Bruckner, verdadero continuador del legado de la Inacabada, anticipando su misticismo y su grandeza gradualmente expuesta. Del concierto en el cavernoso Admiralspalast del 12.12.1944 solo perdura (en buenas condicones técnicas, SWF) el allegro moderato. Como en todos sus documentos de época de guerra Furtwängler transmuta la música en una reflexión personal de su agonía, esculpiendo con impacto visceral. La flexibilidad atmosférica, dinámica y agógica corresponde al desdibujamiento deliberado de los perfiles, un sfumatovago y sugestivo, y emerge como una narración sonora completa, cada detalle justificado en su relevancia en el conjunto. Las oleadas orquestales de la Berliner Philharmoniker no llegan a romper, con las melodías disolviéndose una en la otra, cada sección caracterizada individualmente en su pulso. Los prominentes trombones poseen connotaciones sobrenaturales (abandonando el triunfalismo beethoveniano y regresando a la gravedad mozartiana) y son heraldos de la tragedia y la inminencia de la derrota. Para el andante con moto propongo la versión de 1950 con la Wiener Philharmoniker, delicado y hasta frágil, perfecto a pesar de ser grabación de estudio, y por ello, en palabras del director, falto de la “experiencia colectiva”.




La llegada en 1954 de Karajan a la dirección permanente de la Berliner Philharmoniker rompió la personalísima relación de la orquesta con Hans Knappertsbusch. Sus recreaciones, contemplativas, teutonibelungasy no precisamente infalibles, son extraordinarias. El allegro moderato, iniciado a un ritmo lentísimo, es una endecha doliente, un canto fúnebre de parsimonioso pesimismo (la Eroica viene a las mientes) y una coda cósmica y abstracta. La tornasolada transición desde la exposición al desarrollo rebosa desolación, realzando las dos naturalezas del compositor. En el andante con moto Kna precede con leves dudas las explosiones marciales y desesperadas ff que se van disolviendo en evocaciones pastorales. Sonido fantástico como es habitual en las ediciones de Audite desde las cintas originales a 30 pulgadas por segundo, registrando puntualmente la mala salud bronquial del invierno berlinés: concierto del 30.01.1950, realizado para la retransmisión RIAS (Radio in the American Sector of Berlin).




Thomas Beecham recubre la obra de ligereza mendelssonhniana y gentileza emocional. Atención a la deliciosa frase del segundo sujeto, en la que reduce sorpresivamente la dinámica en la última blanca, y a la áspera tímbrica de los trombones de la Royal Philharmonic Orchestra. Lentitud saturniana (léase holstiana) en el bellísimo andante con moto, donde cada frase respira con imaginación, sonriendo con sutileza. Becham se abstiene de regir férreamente el ritmo, y esta sencillez, este laissez faire et laissez passer, le monde va de lui même, permite que las piezas encuentren por sí solas su lugar exacto. El sonido monofónico es casi panorámico en su realismo (Sony, 1951).
La Inacabada era una obra especial para Otto Klemperer, que respondía muy bien a su característico subrayado de los vientos, y que registró nada menos que en nueve ocasiones. Elegiremos aquí la claridad y transparencia de la Philharmonia Orchestra (EMI, 1963) y que ostenta no solo el mejor sonido, abundante pero luminoso, sino un dinamismo y una vitalidad perdidos en grabaciones posteriores. La simplicidad prodigiosa de Klemperer restringe deliberadamente a una expresividad discreta la exposición de los temas para extraer posteriormente todo su dramatismo en el desarrollo. Andante con moto resignado, austero, sólido, sin lugar a contemplaciones líricas. Un Schubert único, descarnado, inexorable y lógico, con peso y consecuencia, comprendido como un Beethoven incapaz de desarrollar. A pesar de la concepción unitaria, el resalte de determinados detalles instrumentales es una técnica que Klemperer derivaba directamente de su aprendizaje conductorial con Mahler.



Kleiber hace de esta interpretación, ligera de tacto y de tempi, su catarsis personal, con pesadillas e histerias tchaikovskivianas de principio a fin: Inicio susurrado, segundo tema onírico, tensión explosiva en las aceradas figuraciones con puntillo en el desarrollo del allegro (cc. 184 y ss.), punteado por agresivos acordes y un sforzando urgente y beethoveniano. Dolor, aullidos y suspiros de la mano, fervor, amplias variaciones de latido. Los cualidad de los ataques determinada por las indicaciones dinámicas de la partitura. Escasa de rima pero abundante en (psico)drama. La Wiener Philharmoniker (DG, 1978) se pliega nerviosa y febril a las exigencias onanistas de Carlos (but not at the table, please).




Giuseppe Sinopoli reinventó en 1983 la Inacabada como música funérea, plañidera, llena de duelo y lamentación, y cuya atmósfera agitada amenaza a cada instante con la catástrofe. El libreto ofrece un curioso ensayo psicoanalítico donde Sinopoli escribe que las melodías (sueños de naturaleza efímera) flotan sobre los obsesivos pizzicati (la memoria), estabilizadas en forma sonata pero excluidas de cualquier plan arquitectónico. Estas capas de conciencia entre sueño y despertar se despliegan sonoramente en las variaciones, a veces extremas, de ritmo (como en el segundo tema); en cada detalle expresivo navegando por lentos meandros, como el peculiar ascenso de los violines desde el abismo, ajeno a las marcas dinámicas de la partitura (cc. 122). Un viaje desde la oscuridad atormentada a la esperanza luminosa que propone la coda final, toda ella un maravilloso rallentando. La belleza y equilibrio de texturas (la restricción de metales, el empuje de timbales) de la Philharmonia Orchestra refrenda la genialidad del enfoque (Deutsche Grammophon).




La palabra es suavidad: de los ataques, sin un solo sforzando, de las inigualables transiciones dinámicas, del fraseo preciosista en los primeros compases de los violines, de la cremosidad tímbrica de los metales, de la corriente legato que dicta la estructura en un arco cantabilede principio a fin. El control respiratorio y dinámico de los solistas permite su aparición de la nada: escúchese cómo se resuelve el mágico momento en que el oboe cede el tema al clarinete mutando repentinamente a mayor (recapitulación antes de la coda conclusiva, cc. 225 y ss.). A la manera klemperiana los temas se muestran en principio apocados para permitir un crecimiento wagneriano de la tensión interior del movimiento. Sergiu Celibidache, Münchner Philharmoniker (MPhil, 1985).




Para Roger Norrington “el allegro suena glorioso tocado como un adagio, pero no tiene ningún sentido” (y así afea, sin nombrarlas, lecturas gloriosamente maduras como las de Walter o Bernstein). The London Classical Players (EMI, 1990) emplean un fraseo clasicista, notas cortas al final de las frases, nulo vibrato, atriles de graves sin el menor sentido ominoso. El sentido rítmico observado atlético, imperturbado e imperturbable. La coda final nada onírica o misteriosa, tratada como una transición al… inexistente tercer movimiento. Cuando el champagneestá tan frío congela la sonrisa. Trivial.




La lectura de Frans Brüggen observa más allá de los símbolos escritos y es iluminada por un elegante helenismo en el que la corriente agógica vagabundea por románticas variaciones de tempi, inflexiones etéreas, y teatrales y retóricos titubeos. Otras consideraciones observadas implican la percusión prominente y diferenciada, o la prolongación de las notas antes de afrontar una nueva clave. Las cruciales maderas flotan sobre las numerosas cuerdas de la Orchestra of the Eighteenth Century, construyendo lentamente la tensión en el desarrollo del allegro, una oscuridad gótica que encaja perfectamente con la literatura contemporánea (Frankenstein, Sleepy Hollow). Como es habitual en las grabaciones caseras de Brüggen, la toma sonora en vivo adolece de transparencia y compresión dinámica (Decca, 1995), pero al menos no sufre de intervenciones no deseadas de la audiencia.

Günter Wand maneja con mano experta las transiciones como áreas de metamorfosis entre dos ideas de distinta naturaleza: como el ritardandoanterior al pavoroso descenso a do mayor en los metales al comienzo del desarrollo en el allegro, incrementado la tensión del eventual ascenso desde los abismales bajos y subrayando la nueva fase del drama. O el pausado ralentizamiento del puente desde el c. 38 donde el sujeto en los vientos se desvanece mientras las violas surgen de la niebla. O ya en el andante el retorno del primer tema en la recapitulación (cc. 144 y ss.) como la concesión de una bendición. O, en fin, el comienzo de la coda (cc. 268 y ss.) donde comienza el pizzicato descendente y el pianissimo acorde sostenido en los vientos recuerda un espectro de un pasado angustioso. NDR Sinfonieorchester en concierto recogido en video para TDK en 2001.

Alejado de cualquier intención historicista, Nikolaus Harnoncourt logra una interpretación apoteósica de la Berliner Philharmoniker en todo su esplendor brahmsiano (24.19.15.13), concediendo a los graves mayor peso de lo habitual, con un desarrollo amenazante, coronado por metales poseidos o acaso endemoniados. Ya en la recapitulación el cuasi silencio de fermata (c. 280), estirado al límite, prepara para las emociones de la coda, o mejor, de las ingentes codas, en la segunda los primeros violines morendo mahlerianamente. Fraseo, pulso y ritmo son enroscados por Harnoncourt, descartando la naturalidad y la ambiguedad de la escritura original, y engendrando un Schubert futurista y visionario con arritmias mahlerianas en el allegro moderato y oleajes impresionistas en los momentos más relajados. Grabado en concierto en la propia Philharmonie sin ningún ruido de audiencia (BP, 2004). En la versión que realizó con el Royal Concertgebouw Orchestra (Teldec, 1992) prevalecen los tintes clasicistas, con unos tempi menos prolongados.




Thomas Dausgaard desromantiza el concepto schubertiano haciendo algo tan básico como respetar las marcaciones de tempi de los movimientos; de ese modo el allegro moderato se antoja volcánico y febril por contraste, y el andante con moto se despliega sinuoso. La Swedish Chamber Orchestra (BIS, 2006) no cuenta con pretensiones historicistas más alla del reducido vibrato y la disposición antifonal de las cuerdas, que se antojan un telón de fondo para el festival del delicado juego de maderas y los irreverentes metales, cuya rápida articulación es un desafío virtuoso, y que en algún momento se ve comprometido. En el c. 109 (y en el c. 327) Schubert marca un pedal tónico en si mayor en el segundo fagot y primera trompa bajo el acorde dominante que evoca el fin del desarrollo de la Eroica; en algunas ediciones pretéritas esta disonancia está anulada. Dausgaard no se atreve a tanto pero sí que rebaja púdicamente su crudeza. Si bien el lirismo expresivo del segundo tema (o más bien el lirismo asociado a él tradicionalmente) se reduce a lo anémico, quizá el mayor problema venga de la rigidez rítmica de los compases que puede resultar en conjunto uniforme y mecánica.




Les Musiciens du Louvre Grenoble han sido consagrados por Marc Minkowski con un sonido de carácter inquisitivo sin llegar a ser (o querer ser) confrontacional: protagonistas las severas cuerdas (12.10.7.7) mientras los espectrales vientos las circundan buscando fisuras por las que penetrar. Los timbres del período dan a las maderas un tono más ronco y tenue, y los metales de pabellón estrecho añaden profusión de color. La resplandeciente grabación en vivo en la Vienna Konzerthaus (Naïve, 2012) transparenta la línea contrapuntística en fusas (andante con moto, cc. 103-110, en segundos violines antifonales, violas y oboes) de influencia explícitamente beethoveniana (en concreto, su 2ª Sinfonía). El par de movimientos se conciben como un reflejo especular que subraya el clasicismo de los ritmos petulantes e insolentes.




Se han propuesto diversos intentos de reconstrucción del resto de la sinfonía, algunos llegando a utilizar redes neuronales profundas. Tradicionalmente la más utilizada es debida al compositor Brian Newbould, que completó, armonizó y orquestó el esbozo pianístico del desafiante scherzo, y utilizó como último movimiento el extendido entreacto de Rosamunde, también en si menor, con forma sonata, instrumentación pareja y con relaciones temáticas a los movimientos conservados, que se cree fue reciclado por Schubert con tal fin a principios de 1823 para un encargo remunerado económicamente y que además le abriría (teóricamente) las puertas de los más prestigiosos teatros vieneses (cosa que no ocurrió). 
Pasando rápidamente por la superficialidad interpretativa de Neville Marriner (Academy of St. Martin in the Fields, Phillips, 1983), tampoco Charles Mackerras va más allá de comunicar una precisa presentación de la partitura, moderada en escala, con el detallismo y ligereza textural de los instrumentos originales de la Orchestra of the Age of Enlightenment (Virgin, 1990), especialmente en la sección trio del scherzo, donde los vientos aportan frescura; los cambios abruptos de tempo en el último movimiento son explicados por Mackerras mediante el mantra “mi director favorito es Furtwängler”. Yo no alcanzo a ver por ningún lado la tragedia. Demasiado boxeo y escasa poesía.


De mayor sofisticación es la intervencionista solución de Mario Venzago (Sony, 2016) para dar coherencia a la sinfonía: En primer lugar rescata diverso material incidental de Rosamunde creando dos diferenciados tríos para el scherzo, y en segundo lugar (para el movimiento conclusivo) restaura los requerimientos formales de un rondó finale: para ello introduce la frase ascendente introductoria del entreacto dos veces durante el movimiento, en la exposición y en el desarrollo. Muy rápido (su modelo es la Eroica) el Allegro moderato (con los primeros compases –el primer sujeto en cellos y bajos al unísono, que Venzago también convoca justo antes de la coda en el movimiento final– a la misma velocidad que el resto del movimiento, algo poco común), diferenciándolo del siguiente. El concepto del andante con moto es fluido pero teatral, enfatizando su fragilidad episódica, con los pizzicati verdaderamente pulsantes en nerviosa agitación (contrastando con el anodino scherzo). La sucinta nómina de las empastadas cuerdas de la Kammerorchester Basel (7.6.4.4) nos acerca a la ligereza haydiniana de sus primeras sinfonías sin renunciar a dinámicas enérgicas. Sobresaliente toma sonora, en concierto, con los planos sonoros palpables.





Una nueva reconstrucción se añade a las comentadas. Realizada por Nicola Samale y Benjamin-Gunnar Cohrs, completando con un breve (y escuálido) trío el scherzo y asumiendo el entreacto primero de Rosamunde como movimiento final para la sinfonía. La urdimbre parece añorar un carácter pastoral para la música, reduciendo al mínimo los contrastes entre movimientos: texturas ligeras con inocentes maderas y funestos metales. Stefan Gottfried comanda la primera grabación de este Concentus Musicus Wien post-Harnoncourt, para la cual se han seleccionado 26 miembros estupendamente grabados con gran impacto dinámico (Aparté, 2018).


Handel: Messiah

El Mesías no existe; o, al menos, un único Mesías. Desde su composición en 1741 Handel reformó, traspuso, revisó, enmendó y reemplazó unos números por otros prácticamente en cada representación (su gestión era para él tan importante como la composición), en su mayoría cambios dictados por las características vocales de los solistas disponibles. Y es que, además de músico, Handel era un hombre de negocios, promotor y empresario, que se hizo enormemente rico invirtiendo en bolsa.

Tras el éxito inicial en Dublín, la obra topó con la indiferencia del público londinense e incluso la rotunda hostilidad de la jerarquía anglicana que consideró sacrílega la representación de textos bíblicos en un teatro “a Playhouse… venue for light and vain, prophane and dissolute pieces”, no como “an Act of Religion, but for Diversion and Amusement only”. Sólo a partir de 1750 se estableció como tradición obligatoria de la temporada musical, luego como banda sonora de un imperio, para llegar al icono cultural y monumento nacional que es hoy en día.

Tras El Mesías Handel no regresó a la ya declinante ópera, que le había ocupado más de 30 años de paganismo y sin la cual el oratorio es inconcebible. Compuesto en solo tres semanas sobre un libreto de Charles Jennens, con la historia presentada por los solistas y el coro (verdadero protagonista de la obra), sin prácticamente formato narrativo, más pomposa que ferviente, y con un extenso catálogo de estilos, desde el fugado al coloso armónico, aplicando técnicas teatrales seculares dentro de las convenciones de una historia sagrada sin escenificación. Los aparentemente comunes cuatro solistas en las claves de soprano, alto, tenor y bajo, no fueron contemplados por Handel ni en la década precedente ni en la posterior.

El color orquestal es comparativamente restringido, ya que de entre todas sus obras mayores es la única que en su partitura original omite partes para vientos. Para las posteriores representaciones londinenses simplemente dobla las cuerdas con oboes y fagotes; por consiguiente es aún más sobrecogedor el aporte de trompetas y timbales en los coros finales.

Cual ópera italiana contemporánea, El Mesías distingue entre el optimismo lírico de la Parte I (Natividad), la aflicción desesperada de la II (vida de Cristo), culminando en el glorioso triunfo de la III (Pasión y Resurrección).

Hay una fascinante carta al editor de The Musical Times en febrero de 1927 que reprocha la “inmensa velocidad” que Thomas Beecham había imprimido a una representación mesiánica, “ausente la sublime majestuosidad… en un ininteligible desplome”. A finales de ese mismo año Beecham registró esta primitiva grabación con su característica elasticidad rítmica (BBC Chorus & Symphony Orchestra, Membran). La carta acaba planteándose: “¿Qué ocurrirá si otros emulan a Sir Thomas o incluso avanzan en esta dirección?”. Antes de verlo, curioseemos por sus otras dos grabaciones, tan resueltamente diferentes en concepto e interpretación.

La rescatada por Allegro de 1947 rebasa lo teatral para adentrarse sin miedo en el musical hollywoodiano, con coros de diversos tamaños para los diferentes números (Royal Philharmonic Orchestra).
La de 1959 para RCA se basa en la gargantuesca orquestación de Eugene Goossens, incluyendo percusión, cañoneo de metales y arpa. The Royal Philharmonic Orchestra and Chorus (80 voces) deliran por atronadoras dinámicas, rítmicas vagas y afinaciones confusas, turbulentas cacofonías, sinfonías carnavalescas y… poesía excelsa. Como si de un Verdi blasfemo se tratara, los solistas cumplen con la extravaganza bizarra y perfectamente medieval en el equívoco sentido orffiano: perlada Jennifer Vyvyan (s), férrea Monica Sinclair (ca), descarado (e inmejorable) Jon Vickers (t), y colosal profeta de Giorgio Tozzi (b). Quizá el showman que era Handel hubiera quedado encantado con la experiencia. Imprescindible.






Hermann Scherchen fue un experimentalista que ofreció un gran número de premières de obras del S. XX y que nunca cesó de preguntarse por el estilo correcto con que la música pretérita había de ser interpretada. A tal fin realizó con la London Philharmonic Orchestra (Archipel, 1953) una pionera y radical grabación utilizando un autógrafo de Handel. Para sus contemporáneos los tempi sonaban extremos, la instrumentación, de cámara, y la noción, austeramente secular. Por ello es aún más asombroso su segundo registro de 1959: Nunca sabremos que pasó por la cabeza de Her Tijerillas para que algunos de los números doblaran su minutaje; por ejemplo el aria If God Be For Us pasa de 4:48 a 9:59 (y sigue maravillando en su lugubriosidad perversa). Pierrette Alarie (s), Nan Merriman (ca), Léopold Simoneau (t), y Richard Standen (b) navegan entre el legato de las cuerdas expresionistas de la Wiener Staatsoper y la solemnidad teutónica, semper ampulosa, semper musical, junto a un bajo continuo estoico y en todo momento nítido. Una sobriedad… me atreveré a decirlo… leonhardtiana. Lástima que el Wiener Akademie Kammerchor no esté a la altura, como expone soberbiamente la toma sonora (Westminster).






La importancia evangélica de la que dota Malcolm Sargent al mensaje hace irrelevante la (no) adecuación del estilo, masivamente victoriano, sin intentar participar de las convenciones dieciochescas, sin trinos, cadenzas o appoggiaturas añadidas, ni ritmos con puntillo; solo las notas y nada más que las notas escritas, lo que le da un poderío sentimental sin parangón. La Royal Liverpool Philharmonic Orchestra, espaciosa de tempi, fluye por la orquestación a gran escala del propio Sargent “unhesitatingly adopting any good ideas from earlier, experienced editors” (como por ejemplo un tal Wolfgang Amadeus), que incluye unos coloridos clarinetes. Para los coros emplea un centenar de personas de la industrial Huddersfield Choral Society porque, según él, ningún otro coro de Europa lo cantaba con suficiente fuerza –Harnoncourt lo recordaba risueño: “Las mujeres eran como tanques, cuando abrían la boca, la sala temblaba”–, que funcionan mejor en los números masivos que en los de agilidad. Excelente el bel canto: Elsie Morison (s), Margaret Thomas (ca), Richard Lewis (t), John Milligan (b), sensiblemente acompañados por Sargent. El órgano es utilizado profusamente como continuo para intentar restablecer el equilibrio. La toma sonora sorprende por su amplia espacialidad (EMI, 1959).






Hay un placer adúltero en olvidar por una noche los mandatos historicistas y retozar en las sábanas espesas de la Philharmonia Orchestra. Los contrastes dinámico–dramáticos, numerosos y hasta extremos (For unto us a Child is born) del ardor coral bordean la lascivia. El incesante vibrato no hace sino prolongar el goce. La gran liederista que era Elisabeth Schwarzkopf (s) profundiza en la expresión dramática del texto; en O thou that tellest good tidings la suave Grace Hoffman (ca) reemplaza sus notas largas con escalas descendentes de corcheas, contrastando con el granítico y selecto bajo continuo; Nicolai Gedda (t) arriba a un nivel épico, Jerome Hines (b) se corona napoleónico, y el gran Otto Klemperer se emplea con carácter en busca de la catarsis metafísica. El fin de una época (Warner, 1964).






Si en 1784 la reunión de 500 ejecutantes fundó la experiencia mesiánica de “mejor cuanto más grande” hasta magnificarse en 1869 con una representación con 10000 voces y 500 instrumentistas, en 1966 Colin Davis progresó hacia la interpretación musicológica (atención, la crítica contemporánea de Gramophone avisaba de que a ciertos oyentes podía resultarles “faintly sacrilegious”): Frescura y vitalidad estallando las costuras de la London Symphony Orchestra en un formato reducido a 31 cuerdas, igualando el número de voces del ágil coro, con tempi progresivamente alla breve e inicio de la ornamentación vocal. Eso sí, aún rítmicamente inflexible. Para mantener su tesis de que “el Mesías es un producto del mundo de la ópera italiana”, Davis procura abundantes efectos dramáticos como decoraciones y anacronistas dinámicas (la repetición de la obertura francesa en sordina), espesa las secciones de cuerdas produciendo artificiales diferenciaciones de ripieno (Pifa) y regresa al problemático ritmo con puntillo a la francesa (esto es, alargar la nota con puntillo en detrimento de la duración de la nota siguiente), más vivo y expresivo, pero menos emocionalmente adherido, y que nadie desde Beecham había empleado. Asimismo todos los solistas van reduciendo la carnosa estética anterior: radiante Heather Harper (s), tormentosa Helen Watts (ca), cuidadoso en sus gradaciones de tono John Wakefield (t), y sibilino John Shirley-Quirk (b).






En grabación paralela a la de Davis para Philips, Charles Mackerras aplica floreados ornamentos (gracias en la denominación dieciochesca), trinos, mordentes, appoggiaturas, grupetos por doquier, y no solo los prescritos en la edición ad hoc de Basil Lam, sino que además se incentivó a los solistas a que improvisaran sobre la marcha; obviamente las improvisaciones del tutti son más difíciles de defender –y atufan a reescritura, aunque no tanto como en la excéntrica lectura de Bonynge–. La English Chamber Orchestra (8.7.4.4) se suplementa con doce maderas en los grandes coros que suenan algo menos claros por los forzudos Ambrosian Singers (10.10.8.10). Cautivadora Elizabeth Harwood (s), triunfante la calidez de Janet Baker (ca), delicado Paul Esswood (contratenor) que contrasta con el metal baritonal de Robert Tear (t), e impresionante el empuje profundo del chainsmoker Raimund Herincx (b). Aún permanecen el espesor de las secciones de cuerdas y ritardandi románticos en los últimos compases de algunos números. Peculiar continuo, incluidos clave y órgano, a veces a la vez (EMI, 1966).






A los críticos de 1976 les costó asimilar la “falta de nobleza y grandeza” y los rápidos tempi que proponía Neville Marriner en el registro de la representación londinense de 1743 preparada por el clavecinista de la Academy of St. Martin in the Fields, un tal Chris Hogwood. Cual concerto grosso con voces, con grupos instrumentales aligerados y articulación más viva, pero con las cuerdas amuebladas con untuoso vibrato. Los solistas cuentan con la simplicidad embelesadora de Elly Ameling (s), una plácida Anna Reynolds (ca), un soleado Philip Langridge (t), y un correcto a secas Gwynne Howell (b). La toma sonora de Decca antepone la orquesta a los coros, algo apagados en presencia pero no en convicción, salpicados con piruetas del órgano.






Christopher Hogwood alineó en 1979 por vez primera todos los criterios musicológicos: un coro handeliana y rigurosamente masculino, un conjunto de instrumentos originales con el tamaño y la técnica adecuados, y una edición pertinente a las intenciones del autor. The Academy of Ancient Music comprende unas cuerdas (8.7.6.3, muchas de ellas historia viva del instrumento) cuyas características tonales empastan felizmente con el pequeño Christ Church Cathedral Choir Oxford (16.5.5.5), brillante en su impactante línea superior (con su diferenciada reverberación eclesial) en números como For unto us a Child is born o en el esplendoroso Hallelujah. Hogwood había preparado la edición para el registro de Marriner, pero al no poseer sus derechos eligió la versión posterior que Handel modificó para el castrato Gaetano Gudagni: se esperaba contar con James Bowman para la grabación pero la faringitis crónica que padecía el contratenor obligó el cambio a la versión de 1754 que requiere de cinco solistas, incluyendo una segunda soprano: serena Judith Nelson (s), angelical Emma Kirkby (s), implorante Carolyn Watkinson (ca), acertadamente madrigalista Paul Elliott (t), y glorioso David Thomas (b). La estricta claridad se ve inmersa en un flujo muy natural, si bien hay más de instrucción didáctica que de experiencia emocional. Con la reciente remasterización suena mejor que nunca, fresca e inmediata (L’Oiseau-Lyre). Puede que cuarenta años después la radicalidad inicial haya dado paso a una sensación de cierta tibieza métrica, pero su impacto supuso un verdadero espaldarazo económico a este movimiento y cambió el rumbo de la fonografía.






No conozco ninguna grabación más desafortunada de Nikolaus Harnoncourt que su Mesías de 1982 (Concentus Musicus Wien, Teldec). El conde Graf de la Fontaine und d’Harnoncourt-Unverzagt exalta la sorpresa espasmódico-rítmica y se despreocupa del color, queriendo persuadirnos de que lo cotidiano en el Londres de 1740 eran los Tristam Shandys y no las Pamelas o Clarissas.






El Monteverdi Choir es el coro de cámara (11.7.7.7) por antonomasia, impecable, vigoroso, rítmicamente superlativo, cada línea vocal diáfanamente diferenciada; con esta herramienta John Eliot Gardiner subraya con precisión el claroscuro pictórico, dejando como secundarios los aspectos rítmico y textual. Poco dogmático, Gardiner emplea efectos teatrales como el staccato francés muy marcado en la Sinfonia, la Pifa en tempo de musette, la articulación vocal en los English Baroque Soloists (6.5.4.2), los crescendi anacrónicos, y libera expresivamente a los solistas: La emocionada Margaret Marshall (s) contrasta con la neutral Catherine Robbin (ca); ejemplarmente purcelliano Charles Brett (ct), soberbio en su pequeño volumen Anthony Rolfe Johnson (t), y fantástico el wagneriano Robert Hale (b). Gardiner nos descubre la marcación dinámica de la partitura para comenzar gentilmente con la cuerda el Amen o el Hallelujah y contemplar sus maravillas celestiales. La presencia del órgano es frecuente al continuo, en ciertos momentos camerístico, como en If God Be For Us, donde se camela una sonata da chiesa (Philips, 1982).






Handel tuvo, inevitablemente, la formación de un organista catedralicio tedesco. Y ése es el punto de partida del registro de Ton Koopman con The Amsterdam Baroque Orchestra editado a partir de conciertos en vivo (Erato, 1983). La transparencia minimalista de las texturas (3.3.1.1) y la necesaria comprensión del texto arrojan la quietud y precisión de una cámara oscura. El coro de 18 voces (un joven grupo quasi-amateur llamado The Sixteen) equipara su rigor camerístico al de un continuo al que se otorga un rol protagonista (esos arpegios característicos de la escuela holandesa), igualando su peso al del resto instrumental. Los solistas respetan el reposo ceremonial –pastoral Marianne Kweksilber (s), narrativo James Bowman (ca), gentil Paul Elliot (t), maravilloso el bajo Gregory Reinhart– ornamentando incisiva y ricamente, en ofrecimiento al padre espiritual Gustav Leonhardt.






Trevor Pinnock siempre se mostró como un pilar conservador dentro de la nueva ola de historicistas británicos, con tempi pausados y articulación lírica como brexit suave al peligroso continente de los instrumentos originales. Tal como Handel, hace danzar desde el clave a un English Concert (6.6.4.4) que chisporrotea y crepita, y unifica ritmo y color de manera muy tradicional y piadosa en muchos aspectos, incluso pomposa en la Sinfonia. El coro mixto asociado es todavía amplio (10.7.7.8) y Pinnock lo empasta en una textura global. El volumen de los solistas corrobora la supremacía comunicadora frente a la estilística: expresiva Arleen Augér (s), deslumbrante Anne Sofie von Otter (ca), perfeccionista y reservado Michael Chance (ct), elástico Howard Crook (t), empleando el vibrato como decoración, y John Tomlinson (b), un Wotan reencarnado, sepulcral en sus lóbregos vagabundeos cromáticos. Y como si fuera Sargent redivivo, Pinnock ordena un marcial embate de percusión y trompetas en Hallelujah y Amen (Archiv, 1988).






William Christie (Harmonia Mundi, 1993) aromatiza la partitura con fragancias francesas en la tímbrica homogénea de Les Arts Florissants (7.6.4.4) y su conjunto vocal asociado (distribuido en un extraño 10.5.4.6). La condición coral es faureniana, de un dramatismo relajado, por no decir velado, dentro de una narrativa continua, cada número siendo parte de un crecimiento orgánico hacia el siguiente, mientras los misterios se van desvelando espontáneamente. Mejor el exquisito cuarteto –deliciosas las sopranos Barbara Schlick y Sandrine Piau, suntuoso Andreas Scholl (ct), Mark Padmore elocuente en el uso de los silencios (t)– cerrado por un débil pero animoso Nathan Berg (b).






Paul McCreesh se aparta de sus habituales y masivos proyectos reconstructivos y plantea una óptica de contemporaneidad caracterizando el texto como un góspel, como si fuese un musical finisecular del West End. Aunque el resultado es inestable, esquizofrénico en los tempi, con su teatralidad inclinada peligrosamente hacia exageraciones enfáticas, resaltan aciertos plenos como la sensible contribución del tenor Charles Daniels o la desafiante y fogosa soprano Susan Gritton, pero parece discutible la conjunción de los otros solistas –Dorothea Roschman, de inextinguible vibrato (s), la embriagadora Bernarda Fink (ca), el extenso Neal Davies (b)– con sus conjuntos especializados: los trepidantes Gabrieli Players (8.6.4.3, más los estupendos ocho vientos que doblan) y el Gabrieli Consort (8.6.5.5) siempre dúctil y virtuoso, tonalmente desequilibrado hacia los agudos. La pifa, en su formato más breve, pierde su contenido emocional y se transforma en una mera introducción al recitativo siguiente (Archiv, 1996).






La pulida, delicada e hialina lectura de Masaaki Suzuki, basada en la representación londinense de 1753, consagra una reverencial espiritualidad (quizás no pretendida por el autor), transmitiendo con rigor el mensaje evangélico. El Bach Collegium Japan compila con tranquilidad sus 21 voces y el fagot añadido barniza de intensidad bachiana al continuo. Los solistas japoneses parecen rezar sus textos –aniñada Midori Suzuki (s), Yoshikazu Mera (ct) formidable en su registro grave, ornamentando siempre con respeto al texto, perfecto en If God Be For Us–, mientras los ingleses contrastan por su enfoque dramático: enigmático John Elwes (t), y estentóreo David Thomas (b). La amplia y cálida resonancia redondea este devocional discurso (BIS, 1996), con la misma docilidad de pulso de las Pasiones.






Marc Minkowski reconoce en las notas al disco que jamás había dirigido el Mesías anteriormente a este proyecto (Archiv, 1997), grabado como banda sonora para una película. Quizá la ruptura de los límites de velocidad sea una imposición del productor para acomodarse al metraje, ya que no parece haber justificación histórica para que Les Musiciens (7.7.4.6) et Choeur du Louvre (11.8.8.10) troten frenéticos, por ejemplo, sobre la marcación andante en O thou that tellest good tidings. La larga e ilustre concurrencia de solistas (Dawson, Heaston, Kozená, Hellekant, Asawa, Ainsley, Smythe y Bannatyne-Scott), entendible para darse relevos, galopa con júbilo atlético.






Edward Higginbottom recrea con gozo las interpretaciones londinenses de 1751, cuya característica diferenciadora es el uso de niños –Henry Jenkinson (s), Otta Jones (s) y Robert Brooks (s)– tanto en los coros como en las arias para soprano. La discreta ornamentación y la apagada proyección de palabras y emociones de los solistas adultos –magistral Iestyn Davies (ct) en If God Be For Us, heroico Toby Spence (t), avispado Eamonn Dougan (b)– son rectificados con mayores dosis de acentuación en los robustos y divinos timbres del Choir of New College Oxford (15.6.5.7). The Academy of Ancient Music (6.4.2.3) es llevada con elegancia a ritmos pacientes y dinámicas blandas (Naxos, 2006).






René Jacobs (HM, 2006) arriesga todo tipo de arbitrariedades en tempi y ornamentación buscando escenificar una virtual ópera evangélica. La tensión cinemática, la expresión gestual, el manierismo perturbador, la invención de pausas y efectos diminuendi-crescendi, el fraseo microscopista, desconciertan el significado doctrinal. Los solistas –arrolladora Kerstin Avemo (s), refinada Patricia Bardon (ca), virtuoso y florido Lawrence Zazzo (ct), autoritario Kobie van Rensburg (t), e impetuoso Neal Davies (b)– y el Choir of Clare College Cambridge (33 voces mixtas) pelean entre el contenido textual del libreto y la articulación staccata y las dinámicas dictadas por Jacobs. Asimismo, el uso efectista del arpa, laúd y otros retos iconoclastas se desvían del dogma religioso. A pesar de todo el protagonismo lo roba el fabuloso Freiburger Barockorchester coloreando cuerdas (6.5.3.3) y vientos. Las fuentes contemporáneas nos hablan del Mesías como un “entertainment”, y, en efecto, como buen cine de aventuras, Jacobs nos divierte y enseña (pero agota).






John Butt y el Dunedin Consort (estricto coro de 13 almas) y Players (4.3.2.2) confieren una diligencia inaudita a la representación original dublinesa de 1742, adaptada a las fuerzas locales (y donde se solicitó a las damas no asistir con miriñaque para maximizar el espacio público). A la manera catedralicia, los siete solistas forman el núcleo del coro, mucho más fervoroso, recóndito y flexible de lo habitual, focalizado en la comprensión del texto, con sorprendente e iluminadora claridad armónica. El adiós al histrionismo vocal da como resultado un sonido moderno, casi contemporáneo. La inocente nómina de solistas puede decepcionar por su tenuidad: tensa y limitada Susan Hamilton (s), folckórica Annie Gill (ca), reservada Clare Wilkinson (ca), esforzado pero endeble Nicholas Mulroy (t), comprometido y rocoso Matthew Brook (b). La cercana toma sonora permite apreciar el rol de Butt como clavecinista de manera acusada (Linn, 2006).






A Harry Christophers no le falta experiencia: Centenares de representaciones del Mesías en décadas como choirmaster y cuatro grabaciones (y media, ya que prestó el coro a Koopman) hasta la fecha. La realizada para Coro en 2007 propone sólidos solistas, las féminas más ornamentadas: chispeante en su coloratura Carolyn Sampson (s), omnipresente de vibrato Catherine Wyn-Rogers (ca), comunicativo Mark Padmore (t), y espontáneo Christopher Purves (b). El Sixteen Choir (mixto, organizado en 6.4.4.5) aglutina entonación pétrea, dicción irreprochable, perfecta conjunción y potencia homofónica cuando es requerida. The Sixteen Orchestra (7.6.2.2) se arropa con una prominente contribución de los oboes. Pero, alas, Christophers despliega poca imaginación (salvo la tiorba que ilumina el continuo), escasa hondura dramática y sus dinámicas tienden a la planitud.






Frieder Bernius dedica una aproximación suntuosa y opulenta a pesar de los instrumentos originales de la Barockorchester Stuttgart, con tempi gentiles, moderada en dinámicas y solistas de controlado vibrato: persuasiva Carolyn Sampson (s), lánguido Daniel Taylor (ct), luminoso Benjamin Hulett (t), y baritonal pero no escaso de graves Peter Harvey (b). La edición a cargo de Ton Koopman contiene todas las alternativas que se conservan y deja pues a cargo del director su elección; sin sorpresas en este caso. No así en la articulación a la antigua en la Sinfonia. La pronunciación coral (30 almas mixtas del Kammerchor Stuttgart) aunque difuminada en su urdimbre tímbrica multicolor, proyecta sus ornamentaciones integradas debidamente en el significado del texto (Carus, 2008).






Stephen Layton presenta la versión de 1750 tal como fue interpretada en el concierto de 2008 en St. John Smith Square, término de una secuencia de representaciones navideñas allí a lo largo de quince años. Destaca su sentido casi cinematográfico, liberal en dinámicas, variado en tempi y ornamentación, pero en última instancia íntimo, donde el dramatismo se alcanza por el buen uso del blanco y negro en un pequeño cine-club y no por los extenuantes efectos 4D de una agitada proyección-inmersión: Escúchense en este sentido las arias donde, a modo de cantata bachiana, se deja a solo la línea de los violines. La Britten Sinfonia (6.5.2.2) no es un conjunto historicista, pero sí muy versátil, capaz de adaptar su muelle sonido clásico al barroco con una sutileza que comparte con el coro intitulado Polyphony (9.7.8.7), de dicción cristalina y agilidad felina. El cuarteto solista es admirable: serena Julia Doyle (s), conmovedor y prístino técnicamente Iestyn Davies (ct), distinguido Allan Clayton (t), y temperamental aunque escaso de graves Andrew Foster-Williams (b). Amén como letanía, calmadamente introducido por secciones a capella. La toma sonora de Hyperion suena igualmente fresca y dinámica en su refectorial acústica.






Hervé Niquet ha llegado a proponer experimentos proustianos colocando difusores de fragancias entre el público en sus interpretaciones escénicas del Mesías; así pues, en esta grabación dinamita con insolencia la tradición reverencial más arraigada de las últimas décadas y regresa imparable al campo de batalla operático, ya que “aún sin disfraces ni decorado es una ópera sagrada”. Con unos efectivos menores a los que dispuso Handel (15 violines por solo 10 de Le Concert Spirituel: 5.5.3.3) recrea la versión de 1754 con los cinco solistas prescritos: pirotécnica Sandrine Piau (s), dulce Katherine Watson (s), exquisita en destreza pero laxa Anthea Pichanick (ca), seductor Rupert Charlesworth (t), Andreas Wolf (b) de voz desenvuelta, y propone como sexto personaje al coro (mayor que el de Handel: 27 por 19: 9.6.6.6). La Pifa es secularizada en apenas once compases, mostrando rústicos pastores en vez de idílicos ángeles. El estilo danzarín de dirección de Niquet se extiende a su raudo criterio musical, con diferenciación entre solo y ripieno, y a la variación de dinámica en frases repetidas, lo que quizá no debilita pero sí transforma el mensaje evangélico. Coro texturizado, rico tímbricamente, alejado del empaste único de tipología inglesa, con ataques suaves que le dan un aire monástico. Niquet abandona el purismo y antepone la pasión a la pericia: El abandono, la agitación y la urgencia del coro en He trusted in God se pausan en un sereno y triunfante Hallelujah con efectos de eco. El resonante y espacioso registro de Alpha (2016) nubla la pronunciación del coro.