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Orff: Carmina Burana

Carmina Burana son una serie de cantiones profanae, una colección de poemas latinos mezclados con versos germánicos, morales y satíricos, blasfemos y heréticos, chanzas clericales y canciones de amor lascivas y cortesanas, de autores anónimos del S. XIII (los goliardos hoy en día llevarían rastas y serían llamados radicales antisistema), familiares no sólo con la mitología y retóricas clásicas, sino también con el folkclore y las danzas rurales. A partir de la universalidad de su contenido, Carl Orff (1895-1982) hace emerger imágenes y personajes, y los lleva a actuar en una coreografía gráfica y simbólica, como marionetas del teatro del mundo a todas las escalas, manejados sus hilos por la diosa Fortuna.

A través de la audaz simplicidad del vigor rítmico y de la construcción estática (predominantemente diatónica, modal, casi salmódica, y descartando contrapunto o desarrollo temático en las repeticiones, a veces meramente traspuestas a otras claves), Orff consigue la regresión de la orquesta moderna a un estado primitivo de gran impacto: en la variedad de cortas escenas va insertando contrastes dinámicos, polirritmias y ostinatos de teatralidad hedonista y sensualidad pagana. Todo ello impregnado del concepto central en el corpus educacional de Orff: la controlada cacofonía percusiva que subraya la corporeidad en la música.

La Cantata escénica para tres voces (atormentadas en sus tesituras), coro y orquesta (1936) se articula en 3 secciones precedidas de un pilar estructural que invoca la impotencia humana sobre el control del destino. 
1. Primo Vere: Imagenería pastoral sobre la renovación estacional, avanzando hacia una visión retozona del amor.
2. In Taberna: Bulliciosa atmósfera ensalzando las virtudes del alcohol.
3. Cour d’Amours: Glosa las glorias del amor cortesano tamizándolo con un erotismo explícito.
El regreso de O Fortuna redondea como cierre inteligente y antiromántico recordando que belleza, pasión y naturaleza están a merced de veleidosas, inescrutables y eternas leyes fuera del alcance humano.

Orff es esencialmente un hombre de teatro en su concepto clásico como comunión de tono, palabra y gesto: La musica nace y está sujeta al texto. Aunque Carmina Burana está subtitulado “atque imaginibus magicis” lo importante es el texto, irónicamente en un lenguaje muerto, que ya (casi) nadie puede leer hoy, pero que transmite su espíritu de manera mágica: Una sombría e intensa soledad, un vacío espiritual, y una especie de desesperación anhelante y compulsiva en búsqueda del placer. Situación ¿medieval o contemporánea?







Recibí la invitación para grabar la obra y con este motivo viajé para encontrarme con Carl Orff. Fue durante una producción que se hacía en Stuttgart, y un par de días nos juntamos en el hotel para hablar sobre la partitura. Le pregunté y le señalé muchas cosas: ‘Esto creo que es una nota falsa… ¿o lo quiere así?’ Y decía él: ‘¡Claro que es falsa, desde luego, necesariamente tenemos que corregirla’… De hecho, durante estas amistosas conversaciones le llamé la atención sobre ocho o nueve notas falsas que había encontrado y que, de este modo, fueron corregidas en la siguiente edición de la partitura”. Asi recordaba el maestro Rafael Frühbeck de Burgos el encuentro con el compositor en 1965. Siendo los tempi muy amplios, articulación y fraseo parecen enteramente adecuados y sinceros, aún siendo idiosincráticos, fulgurantes y virulentamente teatrales, como la orgiástica Floret silva, con la sapiencia rítmica de una jota, o como la lenta Tanz, que permite resaltar la sencillez de la textura y la potencia de los metales de la New Philharmonia Orchestra. Además reúne una colosal (y singular) cohorte de solistas: la radiante Lucia Popp, soprano líricamente aniñada, sensual en su exquisito timbre, aporcelanado hasta las cimas; Gerhard Unger, tenor tragicómico a la par de la vacilante introducción orquestal en Olim lacus colueram; y los dos(!) barítonos que usa para resolver el problema de la extensa tesitura: Raymond Wolansly rossinianamente abandonado en Estuans interius; y el asombroso John Noble en el verdadero tour-de-force que supone Dies, Nox et Omnia para el cantante, que debe abarcar tres registros. Buen trabajo coral (Wandsworth School Boys’ Choir, New Philharmonia Chorus), rigurosamente descontrolado (In taberna quando sumus) y de palpable lascivia barbárica (Tempus est iocundum). Una cálida y atmósferica perspectiva ha sobrevivido a una pésima remasterización, con agudos chirriantes y saturación ocasional (EMI) donde de manera generalizada los pianos proponen el ritmo.





Eugen Jochum nos da la bienvenida al obsceno y a menudo drolático Cabaret Berlín, donde la caracterización teatral es inigualable: Gundula Janowitz, soprano dulce y seductora aunque algo forzada en la coloratura hacia el Re alto en el rompedor Dulcissime, y luz pura y controlada en la línea suspendida del Stetit Puella; Gerhard Stolze, tenor con bello falsete en Olim lacus colueram, idealmente escandaloso y vulgar como el desventurado cisne; Dietrich Fischer-Dieskau, barítono quizás demasiado ligero para el rol, al límite de su tesitura en las escenas de taberna, permite aflorar su refinada vena liederista en las secciones líricas (un Omina Sol temperat suave y pulido, absolutamente fluido), sacrificando su melosa cualidad tímbrica en aras de la narrativa, casi irreconocible en la sátira sobre la vida monástica Ego sum abbas. La percusión de la Deutsche Oper Berlin exhibe su centelleante ritmo en el doble coro Veni, veni, venias, los metales ocasionalmente inestables (Tanz); el color instrumental y vocal es variado e imaginativo especialmente en articulación y agógica (algo esencial en una partitura tan mecanicista) en la exploración de las repeticiones, las matizadas alteraciones dinámicas (In taberna quando sumus). Poderoso trabajo coral, cristalino y fuertemente personalizado, incisivo y robusto, donde las voces se distinguen unas de otras en vez de estar unánimente empastadas, con el grado justo de jubileo rústico y folklórico (picante el pequeño coro en Chramer). Angelical y efectivo el Schtineberger Boys’ Choir en su pequeño rol. La edición Originals suena mejor que nunca, espaciosa, recia y profunda (DG, 1967).





El flujo jazzístico del tempo es la singularidad esencial de la lectura laboriosa y comedida de André Previn: a partir del relajamiento y la laxitud, no dramatiza ni aún cuando la partitura lo demanda. Previn compone unas texturas rudas y descaradas para una London Symphony Orchestra en gran forma (tuba abrasadora en In taberna), y maneja con fervor el corpulento London Symphony Orchestra Chorus (si bien transfigura el pequeño coro de Chramer en un casto villancico), y el St. Clement Danes Grammar School Boys’ Choir, cuya juvenil contribución paladea con inhibida unción Tempus est iocundum. Solistas correctos: Sheila Armstrong, soprano expresivamente afectuosa pero de escasa vocalización, bamboleante entonación y tirante en el Re alto de Dulcissime; Gerald English, tenor sin exageración (ni excesiva imaginación) en su traicionero lamento; Thomas Allen, barítono de voz firme, pero blando en el carácter (un abad poco triunfante sobre los tableros de juegos, o en la stravinskiana Circa mea pectora). Grabación de gran detalle interno y excelentemente equilibrada en su tímbrica, con los coros cercanos y carnosos en su situación antifonal (EMI, 1974), que distando de lo referencial, es preferible a su posterior acercamiento con la Wiener Philharmoniker (DG, 1993).





Michael Tilson Thomas subraya obsesivo los aspectos modernistas (incluso futuristas) de la partitura desde las extremas e inesperadas fluctuaciones de tempo: en In taberna o en Circa mea pectora la salvaje velocidad fuerza al coro a una pelea circense para mantener el ritmo, mientras Dies, Nox et Omnia o In trutina pierden perfume lírico a esta lentitud. Extraordinario plantel solista: Judith Blegen, de excitado abandono en sus solos (escuchar como se zafa hábilmente de los intervalos ascendentes en Stetit puella, o como sostiene la larguísima vocal al final de Amor volat undique); Kenneth Riegel, tenor que ofrece una diferenciada musicalidad al no recurrir al falseto; y Peter Binder, barítono de muy discreta pronunciación latina que rinde la belleza tonal al recurso dramático (impredecible su hedonismo en Ego sum abbas). La disciplina de sus coros (relamidos) asociados (The Cleveland Orchestra Chorus, the Cleveland Orchestra Boys Choir, situados al fondo), complementa la precisión quirúrgica de The Cleveland Orchestra. Toma sonora apabullante en la portentosa densidad de los graves, pero perpetrada anti-naturalmente para el sistema cuadrafónico con una mezcla artificial de microfonía, que resalta cierta instrumentación inusual, por ejemplo, el piano en los acordes iniciales, o los glockenspiels en el herético Ave formosissima (Sony, 1974).





Riccardo Muti supone la opción extrovertida, con explosivos contrastes no sólo dinámicos, sino también de tempo. Volátil en los ritmos vivos y con gran imaginación y profundidad en las secciones líricas, Muti sabe acumular tensión como ningún otro. Sigue la mayoría de las innumerables instrucciones de la partitura, aunque no todas. Trío solista desigual: Arleen Augér, soprano perfecta para el rol, tersa y atractiva, reposada en In trutina, milagrosa en Dulcissime, con mínima pérdida de esmalte en la cumbre, un verdadero éxtasis suspendido y delirante; John van Kesteren, tenor ligeramente atiplado y con dificultades en el registro alto, modera la comedia del asado; y Jonathan Summers, dulce barítono de poderío y carácter marcado pero nunca exagerado (su integración con la orquesta en Estuans interius consigue una palpitante comunión). El Philharmonia Chorus suena verdiano en su masividad coral en terceras en Floret silva nobilis, y el Southend Boy’s Choir canta con un desconcertante grado de erotismo. Multicolor, cruda, con marcados clímax y áreas de reposo, la prestación de la Philharmonia Orchestra (atención a los metales en O Fortuna o en Were diu werlt alle min). Una toma sonora corpórea pero lastrada por una mala edición digital ha dado lugar a un sonido instrumental vago y velado (EMI, 1980).





El adventista Herbert Blomstedt conjuga vibrante y enérgico pero apolíneamente mesurado (por no decir excesivamente higiénico) en sus ritmos. Concentrado en el detalle, elimina la repetitividad insuflando algo nuevo (dinámica o texturalmente) en cada reprise, y logra, a pesar de ello, que la cantata sea estructuralmente coherente. La San Francisco Symphony Orchestra exhibe su impecable ejecución: escúchese el delicioso equilibrio tímbrico en Chramer o la inhumana precisión de los metales en Fortune plango vulnera, Tanz, o Ave, formosissima que nunca ha sonado tan espaciosa; sin embargo es chocante como enlaza sin cesura las estrofas en Ecce gratum, obviando el silencio de negra entre estrofas. El trío vocal es imaginativo en el desarrollo de sus partes: Lynne Dawson evoluciona desde la inocencia, sencillez y naturalidad hasta la arrebatadora desinhibición al final de su rol, con firme control vocal aunque pierde esmalte y seguridad en la tesitura alta; John Daniecki colorea su timbre tenoril de manera diferenciada desde su remembranza en libertad hasta su emplatado; el inusual matiz oscuro y untuoso de Kevin McMillan (lástima de escaso fiato) pasa del deseo lujurioso al lamento histriónico en Tempus est iocundum. El empaste de los tres conjuntos corales de San Francisco (Girls Chorus, Boys Chorus, y Symphony Chorus) es, quizás, demasiado bruñido. Espectacular grabación (Decca, 1988) que sitúa a los solistas distantes en la perspectiva.





Superando su previa lectura con Boston (RCA, 1969), Seiji Ozawa equilibra la vulgaridad con la elegancia y captura el espíritu de la composición con naturalidad (salvo en el velocísimo O Fortuna, que pierde el aroma amenazante, y en la cuadriculada y solemne castidad fraternal del Si puer cum puellula). La Berliner Philharmoniker poseía aún en 1988 la tersura karajanizante (escúchese el obligatto de flautas y obóes en Amor volat undique, o la espléndida fanfarria en Were diu Werlt alle min). Comparado con su masivo sonido, destaca la ligereza e incisividad en la articulación del aporte coral japonés (Shinyukai Choir, Knabenchor des Staats und Domchores Berlin): la ingenuidad en la serie primaveral, el refinamiento del semicoro en la contrastante secuencia Reie. El exquisito control vocal de Edita Gruberova brilla conmovedor en la indecisión de In trutina, aunque su decepcionante canto en Dulcissime rompe el encanto seductor; John Aler exhibe con franqueza su poderío en el falsetto, y Thomas Hampson se luce en un Omnia Sol temperat peligrosamente lento, vigoroso en la cantilena de la taberna, e impresionante como impenitente abad, con la adicción de una percusión cataclísmica. Distante grabación, realística en su despliegue (Philips). 





El empleo de fuerzas masivas refuerza la noción sinfónica adoptada por Christian Thielemann, de tímbrica y colores straussianos (In trutina): Hiper-refinado en la riqueza sonora, concentrado en el flujo orgánico a gran escala, unifica un arco dramático de concepto mítico-teutónico bajo una arquitectura épica y neo-pagana digna de la Gran Alemania. Por tanto no puedo estar de acuerdo con (parte de) la crítica británica en que Thielemann ha intentado recuperar el clásico de Jochum a partir del mismo coro y orquesta, y similar elección de tempi en las secciones rápidas: la diferencia se da en las escenas lentas, siguiendo la marcación molto flessibile de la partitura (evocativo y poético en la tranquila danza instrumental Reie). La pronunciación cristaliana y empastada de las fuerzas corales (Baritone Chor Und Orcherster Der Deutschen Oper Berlin Knabenchor Berlin) deja sin embargo un aroma intenso y terreno. Acertados solistas: Christiane Oelze, soprano de timbre adorable y musculoso (aunque no llegue a lo más alto y no muestre mucho fiato); David Kuebler domina la tesitura alta, más lamentoso que irónico; y Simon Keenlyside es un robusto barítono de soberbios sol altos en la embriagada Estuans interius y acusado rubato en las cadenzas en falseto de Dies, Nox et Omnia. La grabación resalta una espaciosidad resonante, con definición de los contrastes antifonales, aunque los coros suenan moderadamente lejanos –esta sí, una concesión al modelo de 1967– (DG, 1999).





La Berliner Philharmoniker no tiene ya el lustre de la época Ozawa (Karajan padawan), pero la transparencia textural y la robustez rítmica mecanicista logradas por Simon Rattle (que hace valer su formación como percusionista para enfatizar dicha sección) se ajustan perfectamente a la colorida orquestación, incluso a los veloces (y coherentes con el texto) tempi propuestos. Rattle impulsa con nervio rítmico refrescante e inexorable, y sigue con escrupuloso rigorismo las marcaciones del pentagrama: la prominencia al metal grave permite un perfil apropiado, incisivo y ligeramente vulgarizante a las furiosas síncopas en In taverna quando sumus. Los solistas están caricaturalmente expuestos, pero el amplio y cremoso vibrato de Sally Matthews hace una caracterización juvenil poco convincente (In trutina). Estupendos pero no ideales los masculinos: Lawrence Brownlee doloroso en su angustia ornitológica (sin palidecer en los agudos), y jocoso en su caracterización el oscuro barítono Christian Gerhaher, soberbio en sus variadas dinámicas ya sea en la auto-aversión o en el anhelo sexual, si bien pelea con la pronunciación latina y con la tesitura en falseto en la misteriosa imitación de balada sentimental que es Diex, nox et omnia. Disco realizado mezclando tres representaciones en directo a finales de 2004 (EMI) con dinámica contenida y tímbrica un tanto apagada aunque equilibrada entre masas instrumentales y corales (Rundfunkchor Berlin, Knaben des Staats und Domchors Berlin).





Sin duda, la incorporación al catálogo más imaginativa de los últimos años ha sido la de Jos van Immerseel: Siguiendo la ortodoxia historicista los componentes de Anima Eterna Brugge aparcan sus instrumentos habituales y abrazan los más cercanos a la época y lugar de composición: bávaros del temprano siglo XX. Pero lo realmente importante es la concepción de la lectura: tribal, elemental en vez de sinfónica. Su modesto número de cuerdas (6.6.6.6) ofrece la posibilidad de desentrañar las inusuales texturas (flauta y celesta, tuba y contrabajo, etc., tan stravinskianas) dentro de la battaglia musical. Coherentemente los solistas no destacan por la potencia de sus voces, pero sí por su personalidad alejada de la retórica operática: Yeree Suh, soprano más introspectiva de lo habitual, que arrulla más que trina en Amor volat undique, y juega la baza de la fragilidad en In trutina; en su debe la inseguridad de las notas mantenidas en Stetit puella; Yves Saelenes emplea una efeciva técnica mixta que preserva su cualidad tenoril, y Thomas Bauer, polifacético y alejado del caricaturismo, ofrece la sinceridad de su melancolía en Omnia sol temperat. La magra suma del Collegium Vocale Gent (36 almas) a los 15 chicos del Schola Cantorum Cantate Domino permite una terrena articulación coral, claramente discernibles sus miembros. Algunos momentos a destacar: el especiado acompañamiento al falso cantus firmus en Veris leta facies; la bucólica elegancia de Floret silva, a un paso de la inevitable siesta; la deliciosa danza con que arranca Reie y el posterior combate verbal en Swaz hie gat umbe; la transparencia madrigalesca de los tres tenores en Si puer cum puellula. ¡Y el flautista respeta las marcas de fraseo (no por necesidad de respiración) en Chume, Chum Geselle Min! Sensacional grabación en vivo (ZigZag, 2014) que acentúa la primitivez rústica instrumental. Y permite discernir en el tumulto la presencia independiente de los percusionistas (el muy lento Ecce gratum).





No me resisto a citar someramente otras dos lecturas que bien vale la pena escuchar:
Gunter Wand escoge la opción dionisíaca cuyo maximalismo textural transforma la cantata escénica en cinematografía expresionista ayudada por la toma de concierto público (Hänssler, 1984).
Y Michel Plasson, con su interesante trío solista: Natalie Dessay, deslumbrante en sus solos cristalinos; el ya reseñado Thomas Hampson; y Gerard Lesne, cuya tímbrica de contratenor se adapta perfectamente al canto del cisne, ofreciendo una fantástica actuación teatral (EMI, 1994).


La erótico-festiva puesta en escena filmada por Jean Pierre Ponnelle despliega toda su fantasía a partir de la grabación dirigida por Kurt Eichhorn en 1973 (RCA). Adicionalmente se añade una entrevista con el compositor (en alemán y subtítulos en inglés) en la que, sobre fascinantes fotografías de otra época, Orff cuenta episodios claves de su niñez en su desarrollo como músico y hombre de teatro. DVD rip (720p).



Barber: Adagio for strings, op.11

A pesar de que la pieza se ha asociado al lamento y al duelo, Samuel Barber (1910-1981) compuso la primigenia versión de la obra a los 26 años, durante un feliz verano compartido en Italia con su amante Gian Carlo Menotti. Su forma y técnica contrapuntística derivan tanto de la polifonía renacentista como de las suspensiones y relaciones falsas que Barber encontró en las Fantasías para violas de Henry Purcell. Marcado molto adagio espressivo cantando, el Adagio for strings op. 11 exhibe un rango extremo de dinámicas (de pp a ff) a través de crescendi y decrescendi, legato sostenido sobre métrica flexible, y utiliza la instrumentación para crear interés sobre una melodía simple, básicamente diatónica y articulada en notas negras, cuya tensión es producto de la secuencia y variación armónica irresoluta.

Sección A Compases 1-12. Una sola nota, si bemol, se expone en pp en los primeros violines. Dos pulsos después entran en escena el resto de las cuerdas creando un inquieto y cambiante lienzo para que la melodía (articulada en tres frases, siendo la primera y la última casi idénticas con excepción del final), sencilla y estrecha interválicamente, dude en los pequeños pasos ascendentes y descendentes en tonos. De los cc. 13 al 19 el tema, una quinta más grave, pasa a las violas, mientras una contramelodía en sentido contrario es presentada por los primeros violines, con leves aderezos en los segundos. En todo momento la cuerda grave, con los violonchelos divididos en dos grupos, acompaña con lento movimiento armónico en acordes.

Sección B cc. 19-27. El silencio de los contrabajos aumenta la sensación de intimidad en la frase ascendente de los violonchelos. La contramelodía es compartida por violas (piu forte, sempre cantando) y primeros violines, resolviendo tiernamente.

Sección C cc. 28-38. Un nuevo tema asoma entre los segundos violines y las violas, mientras la melodía en su tono original despierta la tesitura aguda de los violonchelos. La música avanza hacia el clímax modulando continuamente.

Sección D cc. 38-53. El dúo de violonchelos y primeros violines -con crecientes armonías en segundos y violas- marca el comienzo de una textura polifónica, en un inexorable crescendo sempre, hasta el clímax ff a través de cuatro compases mantenidos a través de los cuales suenan acerados los acordes de si bemol menor, do bemol mayor y fa bemol mayor. En el c. 53 resolución, silencio y…

cambio a dinámica pp, mientras la obra modula en una suave progresión armónica (sección E cc. 53-56) que eventualmente finaliza en la tónica o tonalidad de partida.

Sección A2 cc. 57-60. Tras un breve silencio se recapitula la melodía en la menor, compartiéndose en mezzoforte entre primeros violines y violas, mientras el acompañamiento se hace en p. La sección A3 (cc. 61-65) consta de una repetición en mi mayor,

para acabar morendo (sección F cc. 66-69) con un fragmento del tema molto espressivo en los primeros violines, mientras el acompañamiento se va apagando en el sereno acorde dominante de la menor.


25 años después de su composición, este lenguaje pleno de romanticismo lírico, decididamente tonal, ya se consideraba caduco. ¿Cómo calificarlo hoy en día? ¿Conservador o intemporal? Barber nos responde: “No hay ninguna razón para que la música sea difícil de comprender”.

En enero de 1938 Barber envió a Arturo Toscanini una versión orquestada del segundo movimiento de su Cuarteto de cuerda nº 1, que fue devuelta por el director sin comentario alguno. Reza la leyenda que Toscanini la ensayó de memoria hasta el día antes de la première, ejecutada por la NBC Symphony Orchestra el 5 de Noviembre de ese año para su transmisión radiofónica. Sin la acumulación de décadas de ejecuciones, los 7:05 minutos de duración pueden parecer breves, pero el efecto es grave y melancólico, aunque sin sentimentalismo añadido. La intensidad es finamente cincelada en capas acumulativas, de ritmo constante, soslayando rubati que aporten un toque de relajación, y poniendo en relieve la línea aguda. El estiramiento casi inaguantable de los acordes climáticos causa una angustia desgarradora. La crítica del día siguiente en el New York Times decía así: “This is the product of a musically creative nature… who leaves nothing undone to achieve something as perfect in mass and detail as his craftsmanship permits… is the work of a young musician of true talent, rapidly increasing skill, and, one would infer, capacity for self-criticism. It is not pretentious music. Its author does not pose and posture in his score. He writes with a definitive purpose, a clear objetive, and a sense of structure. A long line, in the Adagio, is well sustained. There is an arch of melody and form. The composition is most simple at the climaxes, when it develops that the simplest chord, or figure, is the one most significant… Toscanini conducted the scores as if his reputation rested upon the results”. Si bien este documento ha sido publicado en multitud de ocasiones aquí nos serviremos de la edición de 2011 de los West Hill Radio Archives englobada en la indispensable caja Barber Historical Recordings: 1935–1960, que manifiesta una aceptable dinámica y expone las voces internas.


Leopold Stokowski impone una premura en el tempo (6:36) por medio del gran ímpetu en el arranque de las largas líneas melódicas, suavizándose progresivamente, efecto que emularán muchas de las interpretaciones posteriores. El clímax se muestra despótico, cortante, frío. Las inmediatas modulaciones de la sección E son arregladas por Stokowski con un encantador oleaje dinámico inexistente en la partitura. La orquesta que pomposamente lleva su nombre suena catedralicia y jugosa (EMI, 1957).


El examen de la partitura de concierto con la que Eugene Ormandy dirigía el Adagio for strings confirma la alteración de los fraseos, que, en la parte de violín I son ya acortados en catorce ocasiones en los primeros doce compases solamente, para espesar y asegurar una intensidad constante del sonido. También estudió y anotó al margen la duración del disco anterior, y realizó cambios y adicciones a las dinámicas originales para asegurar que la melodía principal sería escuchada. La prodigiosa seguridad de entonación de la sección de cuerdas de la Philadelphia Orchestra evidencia su exuberante y rico vibrato, ya lozano bajo la batuta de su predecesor, el ínclito Stokowski. Registro chirriante, resonante, a ritmo fluido (7:43) como fue la norma hasta Schippers, quizá ligeramente lacrimoso, con una espléndida amplitud dinámica (Sony, 1957).


A mediados de los 60 Thomas Schippers era el campeón de la obra de Barber, programándola compulsivamente. Bajo la personal supervisión del compositor y su amante (o más claro, bajo el triángulo homoerótico entre ellos) elevó y estableció un delirante tempo (9:10), convertido en standard para las siguientes décadas. La New York Philharmonic expone su riqueza tímbrica en una grabación palpable (Sony, 1965). La prensa rosa nos permite en este caso dilucidar las influencias entre músicos y su porqué: Pocos años después fue Bernstein el que ocupó las riendas de la NY Philharmonic y el corazón de Schippers. Por tanto se adivina orgánica y continuista la elección, tan particular, de carácter y sentimiento en su lectura (Sony, 1971).


Neville Marriner al frente de la Academy of Saint Martin in the Fields hace gala de la serenidad británica, con un seguimiento austero de métrica y dinámica, estoico hasta la sección climática donde se libera, pero siempre dentro de una expresividad contenida, calma y resignada, sin melifluo vibrato (8:43) (Decca, 1976).


Las acérbicas cuerdas de Los Angeles Philharmonic Orchestra gimen en un tempo desmesurado, como el grito sexual de Leonard Bernstein, las largas líneas melódicas ralentizándose progresivamente, hasta casi detenerse, al borde de la desintegración: 10:09, donde Barber indica en la partitura entre 7 y 8 minutos, manteniendo el dominio de la tensión, haciendo del concierto una puesta en escena gestual pero jamás caricaturesca, de lleno cómplice y coautor de la inspiración del compositor, comunicando el mensaje (¿sombrío? ¿romántico?), la esencia de la música. “Why do so many of us try to explain the beauty of music, thus depriving it of its mystery?” razonaba Bernstein. La grabacion (DG, 1982), en vivo, desnuda cierta sequedad de timbre pero desvela perfectamente la polifonía.


Leonard Slatkin se declara mesurado (9:14) pero ondulante en los empujes rítmicos, dilatando el tempo por secciones. La musgosa grabación (EMI, 1988) acompaña esta impresión solemne pero frugal que procura la St. Louis Symphony Orchestra.

Contra lo esperado, Sergiu Celibidache plantea un tempo amplio pero no infinitamente estirado (9:35), los desolados acordes climáticos voluntariamente, artificiosamente amortiguados, amordazados. Esta delicadeza gentil genera una sensación de emoción sintética, replicante. Primorosa la Orquesta Filarmónica de Munich (EMI, 1992).


Yoel Levi hace murmurar amorosamente a la Orquesta Sinfónica de Atlanta (8:19), íntimo y tierno, con amplio aliento lírico y espejeante legato. Dinámicas acusadas recogidas por el excelente sonido, fiel y detallado en las diferentes tesituras de las cuerdas (Telarc, 1992).


Marin Alsop al frente de la Royal Scottish National Orchestra recita una lectura contemplativa a paso agradable, cual canción de cuna y no como lamento trágico, restringida dinámica y expresivamente, con una deliberada contención y timbres atenuados próximos a su concepción camerística (7:47). La toma sonora es clara y profunda (Naxos, 2000), cuya definición recoge muy apropiadamente palomas que arrullan la composición.





Y por último, la grabación en concierto de Simon Rattle (EMI, 2008) vívidamente atmosférica, increíble la belleza del sonido obscuro de las cuerdas de la Berliner Philharmoniker que lo emparenta con la liturgia sonora de un Vaughan Williams, descartando el incendio devastador y postrándose ante el himno sincero y devocional.


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Mahler: 9ª Sinfonía

En las adaptaciones para niños se suele obviar que Jim Hawkins mata de un pistoletazo a un pirata. Así, aún cuando parte del público aficionado a la música clásica asocia el mundo sinfónico mahleriano a efébicas poses en el Lido veneciano, su complejidad, modernidad y riqueza de orquestación comportan un verdadero universo en sí mismo: ”¡La sinfonía es el mundo! La sinfonía debe abarcarlo todo”.
La 9ª sinfonía de Gustav Mahler (1860-1911) es una obra que pertenece a la mitología romántica y ha estimulado toda clase de interpretaciones subjetivas. Mucho se ha escrito sobre la reflexión sobre la muerte que supone esta sinfonía, impregnada por la certidumbre de la muerte propia o de la de su adorada hija pequeña, acontecida poco antes. Reúne el sentimiento dividido entre la resignación personal ante el paso del tiempo, la trágica situación de su matrimonio con Alma (Mahler escribe en el manuscrito de la partitura: “¡Oh, perdidos días de juventud!, ¡Oh, disperso amor!”) y la propia consciencia de conclusión del sinfonismo romántico germano: las obras musicales del pasado que él ama, los valores por los cuales ha vivido y creado, incluso la sensibilidad para percibir todo esto, caerán –con él- en el olvido. Y en verdad es imposible comprender plenamente el corpus mahleriano sin referirse a su biografía, ya que vida y obra se encuentran íntimamente ligadas: con la expresión de sus más intimos anhelos (soledad más allá de alegría o dolor, despedida sin amargura, anhelo de permanencia) creará una suerte de novela musical, transformando y deformando los materiales temáticos (los personajes) a medida que se desarrolla el relato, de manera orgánica, en un proceso de construcción y deconstrucción de la memoria, no lejana de la semblanza de vida mental del Ulisses. Dejaremos que sea cada intérprete el que exponga su visión de la más compleja de las obras mahlerianas, ya que las numerosísimas anotaciones –técnicas y expresivas- que Mahler recogió en la partitura –más que acotar- han creado infinitas posibles lecturas.
Formalmente la sinfonía consta de cuatro movimientos asociados de una guisa poco ortodoxa: dos movimientos rápidos (Landler en do mayor y Rondo-Burleske en la menor) encuadrados por dos lentos (Andante comodo en re mayor y Adagio en re bemol mayor), inusualmente en tonalidades diferentes todos ellos. Asimismo están articulados en niveles discontinuos, incluso dentro de cada movimiento, aunque todos ellos recuerdan o anticipan los otros.
El primer movimiento Andante comodo está aparentemente configurado en esquemas tradicionales como la sonata (desarrollo y exposición), rondó (retorno y variaciones) o lied (alternancia); sin embargo técnica y expresivamente la novedad es fulgurante, anticipando estructuras que habrán de desarrollar las generaciones siguientes. Los primeros compases dejan oír cinco pequeños motivos que van a organizar timbres, duraciones e intensidades sobre las ruinas de citas propias de Mahler: “Érase una vez la tonalidad” parecen cantar; y crecen nuevas, convincentes. La alternancia entre la afirmación de una voz lírica y nostálgica y la negativa a su expresión, establece una forma de retorno emparejada a su negación, cada vez más tensa, hasta que el potencialmente ciclo sin fin es roto por un clímax entendido como una catástrofe, cuando la entidad lineal y melódica es abrumada por la disonancia vertical: “con la máxima potencia” demanda Mahler. Sólo entonces las fuerzas orquestales se reducen a un conjunto camerístico para entonar la cadenza que muere con suaves reiteraciones de las primeras notas.
No puede haber contraste más brutal en el paso al segundo movimiento, marcado “en el tiempo cómodo de un landler”, en el que alternan las tranquilas danzas (pero sin la menor noción feliz asociada al término) rústicas con un vals más animado, y con continuas rupturas de intensidad y préstamos de elementos temáticos y rítmicos. Este scherzo, que en anteriores sinfonías fue descrito por Mahler como ”un nostálgico sueño de felicidad pasada”, y que en su parte final posee el aroma del clásico minueto, esta vez es parodiado salvaje, irónica, áspera, macabramente.
El Rondo -significativamente denominado “Burleske”-, está marcado como “muy terco” y contiene un contrapunto (heterodoxo) de una densidad desconocida en Mahler. Implacablemente disonante, demoníaco hasta los límites del estallido instrumental, desarrolla el carácter contrapuntístico bachiano que tanto estimaba Mahler. Música (des)articulada sobre pequeñas células temáticas, con momentos en los que completos cambios de textura y sonoridad (marcados por glissandi ascendentes en violines o harpa) son probados e invariablemente rechazados. En su imposible intento de integrar tales voces disparatadas (el escarnio de todo lo vulgar que subyace en la metrópolis vienesa) culmina en lo que acorde a la forma debería ser el final, titánico en su clímax (pero situado meditadamente en el lugar equivocado)… y entonces llega la paz, absoluta y sobrecogedora.
El Adagio regresa a las profundidades del primer movimiento, convirtiendo en un paréntesis los tiempos centrales: los compases iniciales conectan un solitario lamento al consolador himno (simple, diatónico) de las cuerdas. El oscuro tema del fagot grave aparece desnudo; duda, conquista implacable. A medida que los motivos avanzan, amenazando y atravesando cada posible ambigüedad cromática, profetizan a Berg en el uso simultáneo de los violines en el registro más agudo y de los bajos en el más grave. La última página, Adagissimo, donde la partitura demanda “agonizando”, “dudando”, “extremadamente lento” es un discurso bruckneriano con un cese gradual, un desvanecimiento progresivo de la materia sonora en silencio etéreo, que sin embargo deja una sensación de suspensión más que resolución, consuelo y no desesperanza, como si la anhelada batalla terminara en retirada y no en derrota. Se suceden las citas a Das Lied von der Erde (“eternamente”) pero la referencia más significativa se produce justo antes de que el sonido se esfume, cuando las cuerdas invocan la frase del Kindertotenlieder asociada a la morada de los niños: “El día es hermoso en aquellas alturas”.
Compuesta durante el verano de 1909, la partitura requiere tres flautas (una de ellas piccolo), cuatro oboes (uno de ellos corno inglés), cinco clarinetes, cuatro fagotes (uno de ellos contrafagot), cuatro trompas, tres trompetas, tres trombones, una tuba, timbales, percusión, glockenspiel, campanas graves, arpa y conjunto de cuerda.
Un repaso a la amplia discografía de la obra naturalmente ha de comenzar con su primera grabación, en la Viena de 1938, a pocas semanas de ser invadida por el ejército nacionalsocialista germano (Bruno Walter y buena parte de los profesores que formaban la Filarmónica escaparon o fueron expulsados entonces). Interpretación en la que por encima de todo destella la urgencia de los tempi (pero recordemos que los rollos de piano automático Welte-Mignon grabados por el propio Mahler en 1905 destacan por tempi mucho más rápidos que los empleados hoy día). Así pues, agilidad y fluidez en detrimento de la cualidad emocional. Tampoco es desde luego un modelo de refinamiento tímbrico y a veces da la sensación de que la obra supera la capacidad técnica de la orquesta en este repertorio moderno y cuasi degenerado. Irresistible el desquiciamiento en el Rondó, en el que la sociedad es reducida a jirones. Sin embargo, este incandescente documento histórico (editado por EMI, Naxos, Dutton) de amazacotado sonido y regado con toses del público, es de obligado conocimiento, ya que Walter, alumno y discípulo dilecto del propio Mahler, fue responsable de la primera ejecución de la obra (dedicada a él) en 1912, y puede acercarnos a cómo sonó probablemente en dicho estreno. En su posterior grabación, a los ochenta y cinco años, la comprensión y aceptación de la obra de Mahler revela, por primera vez, su significado completo, en este caso dirigiendo a la Columbia Symphony Orchestra (Sony, 1961): Moldea las frases tendiendo a ralentizarlas en busca de una expresividad onírica, tranquila, nostálgica, profundamente sentida: “el Adagio debe ser como la disolución de una nube en el azul del cielo”. En los movimientos centrales aligera el tempo evidenciando sus raíces en una aseada Viena imperial, a la que parodia académicamente. La grabación, algo constreñida, se acompaña de una entrevista y una interesantísima secuencia de ensayos.
Aunque John Barbirolli tiene una versión live (New York Philharmonic Special Editions, 1962) de trazo más grueso y peor registrada, elegiremos aquí la editada por EMI (1964): Lírica, cálida, resplandeciente en belleza pero anodina y desvirtuada por la falta de intensidad trágica y dramática. En ocasiones parece vacilar confraternizando con la tortura personal del compositor y utiliza las retenciones para potenciar la sensación de anhelo, el rubato para encauzar los clímax al máximo impacto, siempre dentro de un estilo cantabile, gentil y fluido. La Filarmónica de Berlín no presenta aquí la absoluta precisión y virtuosismo que uno espera en esta difícil y compleja obra, salvo en el adagio final, donde es maravillosamente conmovedora. Barbirolli sostenía que este movimiento no se podía tocar de día, así que programó para el empeño una sesión especial con nocturnidad y alevosía, que dejó para la posteridad una toma sonora atmosférica y algo brumosa.

El programa ofrecido por la London Symphony Orchestra en el Royal Albert Hall el 16 de septiembre de 1966 (BBC Legends) era el caballo de batalla para la batuta del notable mahleriano que siempre fue Jasha Horenstein. Feroz y amenazante, impresionante y turbador, éste es un prodigio en el que la orquesta es utilizada como un vastísimo grupo de cámara, rasposo y atormentado, en el que la Muerte se siente como previsible realidad. Óigase cómo en su búsqueda desesperada lacera la zona grave de metales y maderas, para despedazar el clímax en los compases 314-318. O cómo en el scherzo descarna (sin consuelo) las asperezas y gruñidos que otros directores enmascaran, acentuando la ironía y la amargura. ”Mis sinfonías expresan mi vida entera. He vertido en ellas todo lo que he vivido y sufrido”. Pues esta es la cara más oscura del alma mahleriana, de acuerdo a la definición de la sinfonía que hacía Deryck Cooke. Del desastroso tercer movimiento, un caos de afinación y desajustes, mejor hablar poco. Contribuyen a la ficción de concierto los aplausos del público al final de cada movimiento (aparte de toser, moverse, empujarse y arañarse entre sí). Nada que no se pueda arreglar con un editor de audio para una copia personal de uso noctámbulo e íntimo. Versión inolvidable, lástima de sonido sólo regular.
Es significativa la anécdota que recuerda Otto Klemperer de su participación en los ensayos de la séptima sinfonía en Praga, en 1908: “Cada día, después del ensayo, Mahler se llevaba la partitura completa a casa para retocarla, pulirla, mejorarla”. Uno se pregunta qué cambios habría realizado Mahler a las obras que nunca escuchó. Seguro que le habría encantado la grabación de la New Philharmonia Orchestra (EMI, 1967): ácida, siniestra. La austeridad y la claridad en la arquitectura musical es lo primordial (construida con columnas y arquitrabes, aquí no hay lugar para arcos), cada sección plegándose ante el todo. Los tempi son graníticos, constantes, estoicos, desalentadores ante lo inevitable. En los movimientos centrales escoge lecturas amplias, toscas y masivas, explicadas por su sentido del humor pétreo y su convicción personal: “No hay ironía, sarcasmo, resentimiento… Sólo la majestad de la muerte”. Toma sonora sorprendente, realizada con un solo micrófono colocado encima del director, lo que le otorga un horizonte único, de enorme claridad panorámica, que revela la característica situación antifonal de primeros y segundos violines, tan cara a Mahler, amén de registrar el paso de las páginas de la partitura y los enormes zapatazos con los que el maestro daba las entradas. Es reseñable que Klemperer eligiera las tomas por su intensidad interpretativa y no por su (im)perfección técnica. Una de sus mejores grabaciones, un maelstrom emocional, no se puede decir más: “Experimento tantísimas cosas desde hace año y medio que apenas puedo hablar sobre ello. ¿Cómo podría intentar exponer una crisis tan terrible?”.
La sesión de grabación se inicia con unas palabras, cuidadosamente elegidas, de agradecimiento por la velada anterior y comienzan los ensayos de texturas y detalles específicos. La toma –del movimiento completo– es absolutamente perfecta en técnica y expresión. El maestro sonríe afable, y levanta la batuta una vez más: “Da capo”. De nuevo el milagro se produce y los profesores se miran asombrados. El maestro les mira beatíficamente y sugiere un último intento mientras prepara el gesto: “Questa volta per noi”. Naturalmente será esta última toma la que integre la grabación que ganará no menos de ocho premios internacionales al disco del año de 1976: Carlo Maria Giulini dirigiendo a la Chicago Symphony Orchestra (DG). Versión preciosa, suave y romántica, de estilo elegante y delicado, de tempi más lentos que la mayoría de registros, emocionalmente sincera. Aproximación de gran aliento y pulso continuo, evitando los portamenti y los claroscuros acusados de forma estudiada, diríamos antimahleriana. Con gran refinamiento lírico, construye con paciencia y alegría esta música amada. La relativa falta de contraste, violencia y suciedad en los movimientos centrales se ve compensada por la atención especial a las tesituras medias de la cuerda, a las maderas, resaltando aspectos que quedan velados en otras interpretaciones. El Adagio es una canción contemplativa, de profunda resonancia espiritual, un lamento gentil sobre el sufrimiento personal, hipnótico, dócil ante el fin de lo conocido: “¿Mis creencias? Soy un músico. Eso lo dice todo”. El sonido posee toda la claridad y pureza requeridos para acompañar dignamente.

Leonard Bernstein solía referir que “Nuestro siglo es el siglo de la muerte, y Mahler su profeta musical”. De las varias ocasiones que llevó la obra al disco elegiremos la registrada con la Filarmónica de Berlín en concierto público (DG, 1979), la única vez que se puso al frente de la orquesta, por aquel entonces más karajanizada que nunca. Hizo popular la hipótesis de que los compases iniciales son una imitación de la arritmia de su corazón enfermo, noción sentimental debida quizá a la comunión mística con el autor que propugnaba Lenny. Dicha simbiosis (“la interpretación es perfecta cuando me da la impresión de que yo soy el compositor” y Bernstein había perdido a su mujer un año antes) otorga una intensidad dionisiaca, una angustia colorista y grotesca, fantasmagórica, empujando a los instrumentistas a las desafinaciones, con el edifico musical a punto de derrumbarse para sólo en el último momento enderezar las riendas, exagerando las innumerables contradicciones del mundo mahleriano, arriesgando en el rubato volcánico, en los glissandi de terciopelo verdirrojo. Y es que Bernstein solía decir que nunca se puede exagerar lo suficiente a Mahler. El Adagio en el que “Mahler ora por la restauración de la vida, de la tonalidad, de la fe” resulta una página final bellísima en la que las cálidas cuerdas berlinesas evaporan el tempo de manera milagrosa (el reino de lo Bernstein llamaba “silencio musical”). Legendaria es la inexplicable desaparición de la sección de trombones entre los compases 118-122, clímax de la obra, donde precisamente es requerida la máxima potencia a toda la orquesta. Hecha esta salvedad, testimonio indiscutible para el mundo de la fonografía. Toma sonora espaciosa y agresiva.

Aunque Herbert von Karajan había grabado la obra apenas dos años antes (hay malvados que aseguran que quedó tan conmocionado por la versión que Bernstein hizo con su Berliner Philharmoniker, que decidió aprovechar el peculiar entrenamiento para registrar la obra) embarcó en una gira de conciertos que concluyeron con esta velada en la Philharmonie (DG, 1982). Karajan está tan alejado del expresionismo chirriante de un Horenstein como de la emotividad histriónica de un Bernstein, y en una lectura quizás menos ambiciosa, hace suyo el hecho de que Mahler en ningún caso entendió esta obra como su última composición, ya que comenzó a esbozar compulsivamente la 10º sinfonía inmediatamente después de pasar al limpio la partitura de la 9º. Así pues, la realidad biográfica nos muestra un director de orquesta de 49 años, tan hiperactivo como de costumbre, con un centenar de conciertos programados en sus últimas temporadas: “Estoy sediento por la vida y encuentro el hábito de vivir más dulce que nunca”. Por tanto, Karajan entiende que la muerte aquí no es más que el tema recurrente y obsesivo que persiguió a Mahler durante toda su vida, y examina cuidadosamente detalles y texturas, redondeando sus aristas. Tras el comienzo inocente hace crecer una ambigua mezcla de resignación y esperanza para chocar con el terror de la consciencia de la mortalidad que da la madurez; conjura en los movimientos centrales una inevitable pesadilla en aceleración exponencial hacia la autodestrucción; y termina con frialdad con una serena aceptación de la muerte en la coda conclusiva, donde luce con todo esplendor la apolínea belleza de la cuerdas, el refinamiento sonoro y la sofisticación tímbrica, cual mármol exquisitamente pulido a mano por Canova. Pero en este Mahler en cierta manera uniformado con Strauss, de precisión técnica más que humana, tantas cosas se quedan por el camino, la intensidad emocional, la tensión… ¿Es ésta una terapia curativa para la neurosis de Mahler? Grabación de absoluta claridad.

Deliberadamente he dejado sin nombrar las diversas lecturas, que desde un punto de vista imposiblemente objetivo, se han realizado de esta partitura. No sólo es que (lógicamente) su disparidad expresiva sea menor, sino que de algún modo quedan oscurecidas por la última versión comentada. Así, Karel Ancerl con la Ceska Filharmonie (Supraphon, 1966): limpio de texturas, sin claroscuros destacables, pero frío y apresurado en el poso que permanece tras la escucha (más que en los tempi).
Rafael Kubelik se muestra algo más romántico y poético, íntegro y luminoso, de texturas y tempi ligeros, sin acudir al rubato, a las leves variaciones de tempo, para resaltar la expresividad mahleriana. Ausencia de una compulsión interior, belleza bajo control de la estructura sinfónica genuina. Sus dos grabaciones con la Symphonieorchester del Bayerischen Rundfunks (DG, 1967) y (Audite, live, 1975) son muy similares en términos interpretativos, caracterizándose la versión en estudio por un mejor sonido.
Las cualidades tonales de la Orquesta del Royal Concertgebouw de Ámsterdam afloran verdaderamente únicas, con sus maderas acres y desgarradoras, bajo la dirección de Bernard Haitink (Philips, 1969): desmenuzando las intrincadas sonoridades del andante, evocativo y onírico en su coda; asombrosa la manera casi única en que gestiona el lírico episodio del rondó, cual vacua feria de las vanidades, conjugando la integridad estructural del movimiento con su enrevesada belleza poética; la rara concentración en el lento tempo escogido de principio a fin en el adagio. Sobria reflexión sobre la condición humana, destaca el lado más intelectual y menos emocional de la personalidad mahleriana. Coherencia estructural, orden, contención, fluidez, claridad y unidad en la exposición, lúcidamente ultraobjetivo y circunspecto, formalmente restringido, prosaico y terrenal. No busquen aquí la teatralidad ni la gestualidad intimidatoria que presidía las interpretaciones del propio autor (y conviene mentar aquí su afinidad con Nietzsche: “Es solamente al bailar cuando sé leer el símbolo de las más altas cosas”). La acústica del recinto holandés se muestra en todo su esplendor en esta modélica grabación que ofrece un asombroso equilibrio entre las secciones orquestales.
La Orquesta Filarmónica Checa ostenta una gran tradición en estos pentagramas. La capacidad analítica de Vaclav Newman (Supraphon, 1982) rinde un estilo austero, diríamos higiénico, de texturas cristalinas, ralentizando el tempo en ocasiones en el andante, evocando las melodías de la infancia. Landler cortante y repelente, esporádicamente agresivo. Fuertemente irónico en el rondó. Simplicidad natural y equilibrio. (¿Pero Mahler lo requiere?)
Con Giuseppe Sinopoli la Philharmonia Orchestra recuperó el formidable nivel de su pasado leggeriano (DG, 1993). En su exploración personal de la partitura realiza una versión genuina, diferente, deconstruccionista en la compulsiva claridad de texturas, en la fidelidad literal y reverencial al detalle por encima de la estructura sinfónica, iluminando las anomalías armónicas a expensas de la línea horizontal, desordenada si no esquizofrénica, el fraseo amanerado, la manipulación tortuosa y gestual, los metales penetrantes. Reflexivo en el primer movimiento, donde las unidades tímbricas con función tectónica brindan una tornasolada sonoridad camerística (a gran escala). La idiosincrática interacción de tempi hace vagar sin rumbo fijo al landler. El amplio adagio equilibra su visión del andante. Quizá no una primera opción (para eso están Klemperer, Bernstein, y Giulini), pero sí un nuevo y muy interesante horizonte. Toma sonora adecuadamente analítica y cristalina conseguida por medio de una colocación de los micrófonos muy cercana a los atriles.
Gran traductor (y discípulo directo) de la Segunda Escuela Vienesa, el formidable radiólogo que pudo haber sido Pierre Boulez ofrece a los mandos de la Chicago Symphony Orchestra (DG, 1995) una versión transparente de texturas, maniática en la claridad y el cuidado por el detalle, escrupulosa en las gradaciones dinámicas…, pero con muy poco sentido cantabile, epidérmica, frívola, sosa, culpable de indiferencia y gelidez en un movimiento final llevado a tempo urgente, walteriano. ¿Dónde están el dolor y el sufrimiento, la dulzura que el autor volcó en estas páginas? En fin, una desilusión después de su formidable 6ª (su tiempo aún no ha llegado). La toma sonora es gloriosa.

Conocido es el desprecio supino de Sergiu Celibidache por el sinfonismo mahleriano: “Saca a pastar a su oveja por la mañana, pero al final del día no tiene idea de cómo traerla de vuelta“. Ahora bien, su particular concepción de la fenomenología musical y su dilatada guía para con la Münchner Philharmoniker legó a ésta unas características únicas: el singular control de las dinámicas orquestales, el refinamiento tímbrico, la capacidad de sostener tempi inverosímiles. Y por esta senda discurrió James Levine en un concierto público de 1999 y que ha sido editado por Oehms Classics. Densa la sección de cuerdas muniquesa, magnífico el uso de metales y timbales en los catárticos clímax. Pero es en el Adagio final donde el director propone una elongación del tiempo que es casi una singularidad einsteniana (compárense estos 32 minutos con los 18 dedicados por Bruno Walter para el mismo movimiento). Porque, si no se imaginan nuevos horizontes, ¿para qué grabar más discos? En cuanto al pedigree de la orquesta, recordemos que el propio Mahler estrenó varias de sus sinfonías a los mandos de dicha formación.
La amplia experiencia de Claudio Abbado en la música del siglo XX conjunta a la Berliner Philharmoniker (DG, 1999) aseguran una excepcional respuesta orquestal que se ve lastrada de inmediato por una artificiosa y experimental combinación en la mesa de mezclas, haciendo variar continuamente la percepción espacial y atmosférica de la Philharmonie. La apertura y cierre de los micrófonos ligados a los diversos grupos instrumentales colapsan lo que debió ser una espectuacular actuación en directo. Analítica en busca de lo esencial pero naturalmente texturada, cuidadosamente equilibrada con aires improvisatorios, hace un uso muy restringido de los contrastes, sin enfangarse en los lodos sentimentales y pegajosos (adorables) de un Bernstein. A estas alturas, amigo lector, debería saber que éste no es el disco que yo me llevaría a una isla desierta. Vayamos terminando.
Nunca ha sonado tan femenino y suave el ritmo sincopado de tres notas en los bajos de la orquesta con la que nace la sinfonía como en la versión de Riccardo Chailly (Decca, 2004). En esta construcción abstracta del lenguaje, que conduce a los instrumentos a hablar, germina un intenso amor panteísta, una pasión fruto de conflictos, donde los tempi sosegados tienen algo de abandono maternal y procuran una sin par clarificación de detalles y matices, sin nunca permitir la amenaza a la integridad general de la estructura. En las pesadillas centrales las maderas nos persiguen bellas e insolentes, imbatibles, con escrupulosa atención a dinámicas y fraseos. En su última representación con el director italiano, es fantástica la prestación del Concertgebouw de Amsterdam, donde Mahler encontró al fin una orquesta y un público para sus obras. Verdaderamente excepcional el proceso técnico, con una uterina toma sonora, cálida y confortable, casi tangible en su opulencia tímbrica, donde los detalles siempre suenan naturales (increíbles las campanas).
Todos tenemos nuestras grabaciones favoritas, dependiendo de cómo creemos que la música debería sonar, o qué emociones esperamos encontrar al escuchar un disco. De aquí el desánimo que me inunda cuando compruebo que la nueva grabación de la Berliner Philharmoniker, esta vez con Simon Rattle en el podium (EMI, 2007) sigue por los mismos derroteros que en el último decenio: la extraordinaria toma de sonido, capaz de reproducir cada textura por compleja que ésta sea, saca a la luz sonoridades nuevas, delicadas y educadas. Pero la superlativa prestación orquestal no es capaz por sí sola de relegar al olvido el chirrido expresionista, la ferocidad de las dinámicas en los clímax, la turbulenta tensión emocional, la violencia, la catástrofe, el horror que destilan los grandes directores del pasado, y que relegan al oyente a la extenuación. Los tempi mantienen su cualidad elástica, si bien menos acusada que en su anterior grabación para la EMI (1993). Y la avalancha continúa: en los últimos meses han aparecido dos nuevos documentos que nos informan de la actualidad de la sinfonía más importante del siglo XX. Lástima que tanto Alan Gilbert con la Royal Stockholm Philharmonic Orchestra (BIS, 2008) o Jonathan Nott con la Orquesta Sinfónica de Bamberg (Tudor, 2008) no planteen nuevos caminos en esta poliédrica, multifacetada obra, crucial en la historia de la música.