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Schubert: Symphony no.7 (8) Unfinished

Los dos movimientos de la Sinfonía Inacabadanº 7 en si menor D. 759 (8ª según la catalogación brahmsiana) fueron compuestos por Franz Schubert en 1822; del scherzosolo se conservan veinte compases orquestados y pocos más esbozados. La tradición nos ha enseñado que el resto es tan inadecuado y remoto, tan inferior en calidad, que no nos debe extrañar que Schubert lo abandonara; es posible que su instinto musical le dijera que el mensaje estaba completo. Sin embargo no es concedible (por respeto y por propio interés) una omisión deliberada dado que la partitura manuscrita fue entregada como presente a la Orquesta de Graz. En el terreno puramente estético la obra es un conjunto íntegro en su concepto cíclico, no más inconclusa que los esclavos miguelangelescos. ¿Inacabada? Más bien la mitad de una sinfonía acabada, o quizá Inencontrada (de momento).

Aunque la influencia beethoveniana es plenamente consciente, la Sinfonía nº 7 abre el periodo Romántico por su forma de definir la tonalidad, perturbadora, discontinua, magistral en el tratamiento armónico como exploración existencial de las posibilidades emocionales y musicales, sin precedente en la literatura sinfónica. Las determinaciones comunes, el parentesco de motivos y los compartidos contrastes dinámicos e instrumentales interseccionan los pentagramas creando una sensación de unidad mayúscula.

Los dos movimientos, en métrica ternaria, se articulan en forma sonata con diversos matices:
I Allegro moderato: La exposición (compases 1-109) formula un primer tema bipolar, numinoso o incluso fantasmal, y un segundo folcklórico y soleado; una desgarradora disonancia abre un desarrollo (cc. 110-218) terrorífico, de ferocidad contrapuntística, basado en el pianissimosiniestro de los graves de apertura y que Schubert omite en la tranquila recapitulación (cc. 218-328), para retomarlo en su versión original en la coda concibiendo un arco cíclico ideal (cc. 328-368).
II Andante con moto: La iconoclasta exposición (cc. 1-142) muestra un primer sujeto melodioso (pero con ecos del allegro) y un segundo obsesivo y sincopado (con modulaciones continuas e inestables); incluye, en vez de desarrollo, un nuevo tema como largo puente hacia la recapitulación (cc. 142-267) y expira extáticamente en una coda (cc. 268-312) que parece extraviarse armónicamente y es reflejo perfecto de la melancólica personalidad schubertiana.





Entre 1934 y 1938 Bruno Schlesinger grabó frenéticamente con la Wiener Philharmoniker cuando aún ésta mostraba su idiosincrático sonido Gemütlichkeit, cómodo, oscuro y avellanado. La vibración del juvenil primer tema es termalizada en el segundo, cálido y amplio. En el solemne andante, monumental y nostálgico, se atemperan los contrastes dinámicos y se relajan los ataques; degústense los largos solos en los vientos, casi como corales, sobre celestiales deambuleos armónicos en el segundo grupo modulante de la exposición (cc. 64 y ss.). La flexibilidad rítmica subraya los puentes transicionales como pequeños lieder diseminados por la sinfonía. Los instrumentos asemejan voces llamando a otras voces, quizá Gemeinschaftsfremde ya reeducándose. La clara toma sonora sufre en las frecuencias altas (EMI, 1936).




Atraviesen sin miedo el portal hacia otro mundo: El olvidado magisterio de Willem Mengelberg, con sus satánicas y ensayadísimas libertades de fraseo y tempo, los decimonónicos portamenti en las cuerdas ya en el primer compás, el extremo colorido con que se trazan los temas, goyesco y enojado el primero. Gentil el acompañamiento sincopado del heroico segundo que rehusa transicionar, y abandonado, se autodestruye en un silencio de compás (c. 62). Le sigue un tutti orquestal sorpresivo y de desinhibida brutalidad. El andante con moto es un drama musical motorizado por las furiosas secciones con percusión. La edición debida al hacer artesanal de Hubert Wendel implementa una fenomenal instantánea del concierto del 27.11.1939 a cargo de la Concertgebouworkest, reto a los intérpretes modernos para decir algo nuevo sobre la vieja música. El rango dinámico es limitado pero no así la tímbrica, muy natural.




Ocho registros filosóficos se conservan de Wilhelm Furtwängler, compartiendo la misma órbita espiritual que su Bruckner, verdadero continuador del legado de la Inacabada, anticipando su misticismo y su grandeza gradualmente expuesta. Del concierto en el cavernoso Admiralspalast del 12.12.1944 solo perdura (en buenas condicones técnicas, SWF) el allegro moderato. Como en todos sus documentos de época de guerra Furtwängler transmuta la música en una reflexión personal de su agonía, esculpiendo con impacto visceral. La flexibilidad atmosférica, dinámica y agógica corresponde al desdibujamiento deliberado de los perfiles, un sfumatovago y sugestivo, y emerge como una narración sonora completa, cada detalle justificado en su relevancia en el conjunto. Las oleadas orquestales de la Berliner Philharmoniker no llegan a romper, con las melodías disolviéndose una en la otra, cada sección caracterizada individualmente en su pulso. Los prominentes trombones poseen connotaciones sobrenaturales (abandonando el triunfalismo beethoveniano y regresando a la gravedad mozartiana) y son heraldos de la tragedia y la inminencia de la derrota. Para el andante con moto propongo la versión de 1950 con la Wiener Philharmoniker, delicado y hasta frágil, perfecto a pesar de ser grabación de estudio, y por ello, en palabras del director, falto de la “experiencia colectiva”.




La llegada en 1954 de Karajan a la dirección permanente de la Berliner Philharmoniker rompió la personalísima relación de la orquesta con Hans Knappertsbusch. Sus recreaciones, contemplativas, teutonibelungasy no precisamente infalibles, son extraordinarias. El allegro moderato, iniciado a un ritmo lentísimo, es una endecha doliente, un canto fúnebre de parsimonioso pesimismo (la Eroica viene a las mientes) y una coda cósmica y abstracta. La tornasolada transición desde la exposición al desarrollo rebosa desolación, realzando las dos naturalezas del compositor. En el andante con moto Kna precede con leves dudas las explosiones marciales y desesperadas ff que se van disolviendo en evocaciones pastorales. Sonido fantástico como es habitual en las ediciones de Audite desde las cintas originales a 30 pulgadas por segundo, registrando puntualmente la mala salud bronquial del invierno berlinés: concierto del 30.01.1950, realizado para la retransmisión RIAS (Radio in the American Sector of Berlin).




Thomas Beecham recubre la obra de ligereza mendelssonhniana y gentileza emocional. Atención a la deliciosa frase del segundo sujeto, en la que reduce sorpresivamente la dinámica en la última blanca, y a la áspera tímbrica de los trombones de la Royal Philharmonic Orchestra. Lentitud saturniana (léase holstiana) en el bellísimo andante con moto, donde cada frase respira con imaginación, sonriendo con sutileza. Becham se abstiene de regir férreamente el ritmo, y esta sencillez, este laissez faire et laissez passer, le monde va de lui même, permite que las piezas encuentren por sí solas su lugar exacto. El sonido monofónico es casi panorámico en su realismo (Sony, 1951).
La Inacabada era una obra especial para Otto Klemperer, que respondía muy bien a su característico subrayado de los vientos, y que registró nada menos que en nueve ocasiones. Elegiremos aquí la claridad y transparencia de la Philharmonia Orchestra (EMI, 1963) y que ostenta no solo el mejor sonido, abundante pero luminoso, sino un dinamismo y una vitalidad perdidos en grabaciones posteriores. La simplicidad prodigiosa de Klemperer restringe deliberadamente a una expresividad discreta la exposición de los temas para extraer posteriormente todo su dramatismo en el desarrollo. Andante con moto resignado, austero, sólido, sin lugar a contemplaciones líricas. Un Schubert único, descarnado, inexorable y lógico, con peso y consecuencia, comprendido como un Beethoven incapaz de desarrollar. A pesar de la concepción unitaria, el resalte de determinados detalles instrumentales es una técnica que Klemperer derivaba directamente de su aprendizaje conductorial con Mahler.



Kleiber hace de esta interpretación, ligera de tacto y de tempi, su catarsis personal, con pesadillas e histerias tchaikovskivianas de principio a fin: Inicio susurrado, segundo tema onírico, tensión explosiva en las aceradas figuraciones con puntillo en el desarrollo del allegro (cc. 184 y ss.), punteado por agresivos acordes y un sforzando urgente y beethoveniano. Dolor, aullidos y suspiros de la mano, fervor, amplias variaciones de latido. Los cualidad de los ataques determinada por las indicaciones dinámicas de la partitura. Escasa de rima pero abundante en (psico)drama. La Wiener Philharmoniker (DG, 1978) se pliega nerviosa y febril a las exigencias onanistas de Carlos (but not at the table, please).




Giuseppe Sinopoli reinventó en 1983 la Inacabada como música funérea, plañidera, llena de duelo y lamentación, y cuya atmósfera agitada amenaza a cada instante con la catástrofe. El libreto ofrece un curioso ensayo psicoanalítico donde Sinopoli escribe que las melodías (sueños de naturaleza efímera) flotan sobre los obsesivos pizzicati (la memoria), estabilizadas en forma sonata pero excluidas de cualquier plan arquitectónico. Estas capas de conciencia entre sueño y despertar se despliegan sonoramente en las variaciones, a veces extremas, de ritmo (como en el segundo tema); en cada detalle expresivo navegando por lentos meandros, como el peculiar ascenso de los violines desde el abismo, ajeno a las marcas dinámicas de la partitura (cc. 122). Un viaje desde la oscuridad atormentada a la esperanza luminosa que propone la coda final, toda ella un maravilloso rallentando. La belleza y equilibrio de texturas (la restricción de metales, el empuje de timbales) de la Philharmonia Orchestra refrenda la genialidad del enfoque (Deutsche Grammophon).




La palabra es suavidad: de los ataques, sin un solo sforzando, de las inigualables transiciones dinámicas, del fraseo preciosista en los primeros compases de los violines, de la cremosidad tímbrica de los metales, de la corriente legato que dicta la estructura en un arco cantabilede principio a fin. El control respiratorio y dinámico de los solistas permite su aparición de la nada: escúchese cómo se resuelve el mágico momento en que el oboe cede el tema al clarinete mutando repentinamente a mayor (recapitulación antes de la coda conclusiva, cc. 225 y ss.). A la manera klemperiana los temas se muestran en principio apocados para permitir un crecimiento wagneriano de la tensión interior del movimiento. Sergiu Celibidache, Münchner Philharmoniker (MPhil, 1985).




Para Roger Norrington “el allegro suena glorioso tocado como un adagio, pero no tiene ningún sentido” (y así afea, sin nombrarlas, lecturas gloriosamente maduras como las de Walter o Bernstein). The London Classical Players (EMI, 1990) emplean un fraseo clasicista, notas cortas al final de las frases, nulo vibrato, atriles de graves sin el menor sentido ominoso. El sentido rítmico observado atlético, imperturbado e imperturbable. La coda final nada onírica o misteriosa, tratada como una transición al… inexistente tercer movimiento. Cuando el champagneestá tan frío congela la sonrisa. Trivial.




La lectura de Frans Brüggen observa más allá de los símbolos escritos y es iluminada por un elegante helenismo en el que la corriente agógica vagabundea por románticas variaciones de tempi, inflexiones etéreas, y teatrales y retóricos titubeos. Otras consideraciones observadas implican la percusión prominente y diferenciada, o la prolongación de las notas antes de afrontar una nueva clave. Las cruciales maderas flotan sobre las numerosas cuerdas de la Orchestra of the Eighteenth Century, construyendo lentamente la tensión en el desarrollo del allegro, una oscuridad gótica que encaja perfectamente con la literatura contemporánea (Frankenstein, Sleepy Hollow). Como es habitual en las grabaciones caseras de Brüggen, la toma sonora en vivo adolece de transparencia y compresión dinámica (Decca, 1995), pero al menos no sufre de intervenciones no deseadas de la audiencia.

Günter Wand maneja con mano experta las transiciones como áreas de metamorfosis entre dos ideas de distinta naturaleza: como el ritardandoanterior al pavoroso descenso a do mayor en los metales al comienzo del desarrollo en el allegro, incrementado la tensión del eventual ascenso desde los abismales bajos y subrayando la nueva fase del drama. O el pausado ralentizamiento del puente desde el c. 38 donde el sujeto en los vientos se desvanece mientras las violas surgen de la niebla. O ya en el andante el retorno del primer tema en la recapitulación (cc. 144 y ss.) como la concesión de una bendición. O, en fin, el comienzo de la coda (cc. 268 y ss.) donde comienza el pizzicato descendente y el pianissimo acorde sostenido en los vientos recuerda un espectro de un pasado angustioso. NDR Sinfonieorchester en concierto recogido en video para TDK en 2001.

Alejado de cualquier intención historicista, Nikolaus Harnoncourt logra una interpretación apoteósica de la Berliner Philharmoniker en todo su esplendor brahmsiano (24.19.15.13), concediendo a los graves mayor peso de lo habitual, con un desarrollo amenazante, coronado por metales poseidos o acaso endemoniados. Ya en la recapitulación el cuasi silencio de fermata (c. 280), estirado al límite, prepara para las emociones de la coda, o mejor, de las ingentes codas, en la segunda los primeros violines morendo mahlerianamente. Fraseo, pulso y ritmo son enroscados por Harnoncourt, descartando la naturalidad y la ambiguedad de la escritura original, y engendrando un Schubert futurista y visionario con arritmias mahlerianas en el allegro moderato y oleajes impresionistas en los momentos más relajados. Grabado en concierto en la propia Philharmonie sin ningún ruido de audiencia (BP, 2004). En la versión que realizó con el Royal Concertgebouw Orchestra (Teldec, 1992) prevalecen los tintes clasicistas, con unos tempi menos prolongados.




Thomas Dausgaard desromantiza el concepto schubertiano haciendo algo tan básico como respetar las marcaciones de tempi de los movimientos; de ese modo el allegro moderato se antoja volcánico y febril por contraste, y el andante con moto se despliega sinuoso. La Swedish Chamber Orchestra (BIS, 2006) no cuenta con pretensiones historicistas más alla del reducido vibrato y la disposición antifonal de las cuerdas, que se antojan un telón de fondo para el festival del delicado juego de maderas y los irreverentes metales, cuya rápida articulación es un desafío virtuoso, y que en algún momento se ve comprometido. En el c. 109 (y en el c. 327) Schubert marca un pedal tónico en si mayor en el segundo fagot y primera trompa bajo el acorde dominante que evoca el fin del desarrollo de la Eroica; en algunas ediciones pretéritas esta disonancia está anulada. Dausgaard no se atreve a tanto pero sí que rebaja púdicamente su crudeza. Si bien el lirismo expresivo del segundo tema (o más bien el lirismo asociado a él tradicionalmente) se reduce a lo anémico, quizá el mayor problema venga de la rigidez rítmica de los compases que puede resultar en conjunto uniforme y mecánica.




Les Musiciens du Louvre Grenoble han sido consagrados por Marc Minkowski con un sonido de carácter inquisitivo sin llegar a ser (o querer ser) confrontacional: protagonistas las severas cuerdas (12.10.7.7) mientras los espectrales vientos las circundan buscando fisuras por las que penetrar. Los timbres del período dan a las maderas un tono más ronco y tenue, y los metales de pabellón estrecho añaden profusión de color. La resplandeciente grabación en vivo en la Vienna Konzerthaus (Naïve, 2012) transparenta la línea contrapuntística en fusas (andante con moto, cc. 103-110, en segundos violines antifonales, violas y oboes) de influencia explícitamente beethoveniana (en concreto, su 2ª Sinfonía). El par de movimientos se conciben como un reflejo especular que subraya el clasicismo de los ritmos petulantes e insolentes.




Se han propuesto diversos intentos de reconstrucción del resto de la sinfonía, algunos llegando a utilizar redes neuronales profundas. Tradicionalmente la más utilizada es debida al compositor Brian Newbould, que completó, armonizó y orquestó el esbozo pianístico del desafiante scherzo, y utilizó como último movimiento el extendido entreacto de Rosamunde, también en si menor, con forma sonata, instrumentación pareja y con relaciones temáticas a los movimientos conservados, que se cree fue reciclado por Schubert con tal fin a principios de 1823 para un encargo remunerado económicamente y que además le abriría (teóricamente) las puertas de los más prestigiosos teatros vieneses (cosa que no ocurrió). 
Pasando rápidamente por la superficialidad interpretativa de Neville Marriner (Academy of St. Martin in the Fields, Phillips, 1983), tampoco Charles Mackerras va más allá de comunicar una precisa presentación de la partitura, moderada en escala, con el detallismo y ligereza textural de los instrumentos originales de la Orchestra of the Age of Enlightenment (Virgin, 1990), especialmente en la sección trio del scherzo, donde los vientos aportan frescura; los cambios abruptos de tempo en el último movimiento son explicados por Mackerras mediante el mantra “mi director favorito es Furtwängler”. Yo no alcanzo a ver por ningún lado la tragedia. Demasiado boxeo y escasa poesía.


De mayor sofisticación es la intervencionista solución de Mario Venzago (Sony, 2016) para dar coherencia a la sinfonía: En primer lugar rescata diverso material incidental de Rosamunde creando dos diferenciados tríos para el scherzo, y en segundo lugar (para el movimiento conclusivo) restaura los requerimientos formales de un rondó finale: para ello introduce la frase ascendente introductoria del entreacto dos veces durante el movimiento, en la exposición y en el desarrollo. Muy rápido (su modelo es la Eroica) el Allegro moderato (con los primeros compases –el primer sujeto en cellos y bajos al unísono, que Venzago también convoca justo antes de la coda en el movimiento final– a la misma velocidad que el resto del movimiento, algo poco común), diferenciándolo del siguiente. El concepto del andante con moto es fluido pero teatral, enfatizando su fragilidad episódica, con los pizzicati verdaderamente pulsantes en nerviosa agitación (contrastando con el anodino scherzo). La sucinta nómina de las empastadas cuerdas de la Kammerorchester Basel (7.6.4.4) nos acerca a la ligereza haydiniana de sus primeras sinfonías sin renunciar a dinámicas enérgicas. Sobresaliente toma sonora, en concierto, con los planos sonoros palpables.





Una nueva reconstrucción se añade a las comentadas. Realizada por Nicola Samale y Benjamin-Gunnar Cohrs, completando con un breve (y escuálido) trío el scherzo y asumiendo el entreacto primero de Rosamunde como movimiento final para la sinfonía. La urdimbre parece añorar un carácter pastoral para la música, reduciendo al mínimo los contrastes entre movimientos: texturas ligeras con inocentes maderas y funestos metales. Stefan Gottfried comanda la primera grabación de este Concentus Musicus Wien post-Harnoncourt, para la cual se han seleccionado 26 miembros estupendamente grabados con gran impacto dinámico (Aparté, 2018).


Bruckner: Sinfonía nº 7

Parece sencillo explicar el gigantesco impacto de la Séptima Sinfonía (1883) de Anton Bruckner: La relativa simplicidad de su articulación formal, asimilable incluso a los no creyentes a pesar de su escala cósmica; la austera construcción temática y episódica contrastando con la radiante plenitud tímbrica y armónica (cada movimiento es explorado exhaustiva y sistemáticamente en este sentido modulante y colorista); la concepción mística de la obra como expresión de fe ante la sociedad secularizante, reflejando en su lógica inherente el evento metafísico.
De manera inusual por el nivel de autocrítica del compositor, la sinfonía es textualmente poco problemática: La partitura publicada en 1885 se mantiene incólume salvo para los puristas (Haas mediante) que se resienten del lohengriniano golpe de platillos en la culminación del adagio (edición Nowak de 1956).

Hacia 1928 el rango de captura utilizando el nuevo sistema eléctrico era de 50-8.000 Hz, suficiente para registrar todos los sonidos fundamentales y la mayoría de armónicos en la orquesta. La primera grabación completa de una sinfonía bruckneriana en este pionero sistema se debe a Jascha Horenstein: A sus 30 años era ya un maestro en la tensa erección de una estructura arquitectónica sobre la obra completa y en cada uno de sus movimientos, ajustándose unos a otros de manera fluida (59 minutos) y relajada, sobriamente dramática a pesar de la discreta estabilidad de los tempi, usando poco rubato y siempre gradual. En el lírico primer movimiento expone wagnerianos meandros en las meditativas transiciones. El amplio adagio es una intensa plegaria de largas oraciones, destacando la gloriosa capacidad para cantar el segundo tema. En el scherzo el tempo es frenético con la consiguiente pérdida de profundidad, si bien el trío se serena, bucólico y perezoso: Durante mucho tiempo se hizo mención al problema de grabar largas obras en fragmentos de 4-5 minutos (la capacidad técnica de las pizarras a 78 rpm) y que pudo impulsar al maestro a empujar el ritmo para encajar el scherzo en sólo dos discos. Sea esto así, o sea un triste bulo, Horenstein logra un movimiento encendido y enérgico. En el finale la digna marcha marcial roza lo impertinente. La Berliner Philharmoniker despliega la riqueza de sonido emblemática que le proporcionaba su director principal en la época, un tal Furtwängler, y una calidez y elocuencia en las cuerdas (de tripa sin duda en su mayoría) que Bruckner habría reconocido como propias. El sonido adolece de limitaciones en la extensión tímbrica en agudos y en el rango dinámico, pero sorprende el fabuloso detalle de las texturas (escúchese la clausura del adagio con los acordes de graves latiendo bajo la diafaneidad de flautas y violines, cc. 195 y ss.) en la edición de Pristine Classical. El Místico expresionista.

El carácter de Hans Knappertsbusch radicaba en su fidelidad a la tradición y podría mostrarnos el estilo flexible que Wagner preconizó en sus escritos: “Los límites de lo posible solamente se determinan por las leyes de la belleza”. Kna solía dirigir su Bruckner con partituras acortadas, reorquestadas y dudosamente anotadas. En la Séptima se inclina por la edición Nowak con tempi adicionales libremente creados por Nikisch, que sin embargo, no parece seguir de ninguna manera: la intuición gobierna la nave milagrosamente, el acto sonoro palpita en cada latido, peligrosamente vivo y terrenal, hiperromántico y emotivo, en un solo aliento, cual melodía infinita tristanesca. Interpretación de grandes contrastes, tanto rítmicos como dinámicos, con dramática frescura, y dilatadísimos, cuasi infinitos crescendi de avasalladoras texturas. Un Bruckner oscuro de carácter, aprensivo, estremecido, lleno de presentimientos: Espacioso al principio, el allegro se jacta en los ritmos, con un segundo tema vulnerable y permeado de vacilaciones. Enfatizando el carácter de lied del segundo sujeto del adagio, Knappertsbusch moldea deliciosos portamenti (cc. 172 y ss.), forja teatral el golpe de platillos y medita la coda, lejos de la confesión terminal de otras lecturas. Un descarado trío toma el sol en plena naturaleza dentro de un scherzo urbano y urgente, acentuado fuertemente en cada primer pulso de compás, que soporta junto a un finale (que intenta revivir el espíritu haydiniano aunando humor y solemnidad) un peso específico poco común. Comparte los honores una ardiente Wiener Philharmoniker siguiendo la batuta mesiánica en el Festival de Salzburgo de 1949 a pesar de los inevitables desajustes tan propios del desprecio a los ensayos que propugnaba el viejo cascarrabias, terco y mordaz: “A nadie se le pregunta qué siente mientras reza” respondió a una pregunta sobre su interpretación de Bruckner. Sonido levemente seco pero robusto procedente de la ORF (Hunt, 1949), con mayor presencia que la edición oficial de Orfeo. El Místico temperamental.

Elegida para su primer concierto en 1922 como sucesor de Nikisch en Berlín (quien estrenó la obra en 1884) la Séptima fue una obra ligada al periplo vital de Wilhelm Furtwängler: “Si la interpretación no es enteramente libre, conceptualmente improvisatoria, desfallece”. Se ha criticado (quizá no injustamente) esta exageración de tensiones, esta reacción espontánea donde las libertades extremas en los cambios de tempo básico permiten revelar a Furtwängler todo el significado espiritual de la música a un extremo vedado para los demás mortales. Su vitalista imaginación siembra la partitura sin perjudicar el flujo sonoro: la variación caligráfica en cada frase del primer movimiento, con los poco a poco accelerando superpuestos a los poco a poco crescendo; como el tercer sujeto se eleva desde un misterioso pianissimo (cc. 103 y ss.) en fuertes acordes del metal hasta caer de nuevo en un susurro; la sinceridad cantabile del violonchelo (c. 193 y ss.). El adagio brilla luminiscente, sin permitir el estatismo ni el sentimentalismo: ”Bruckner no era un músico en absoluto, sino un sucesor de los místicos germanos”. En el schubertiano segundo tema (c. 9 y ss.) violín y violonchelo se mezclan a pausado tempo como duetto vocal, mientras la progresión hacia la luz se realiza acelerando lentamente en los seisillos de semicorcheas (cc. 157 y ss.), saturando de color el clímax armónico y dinámico a través de un triple forte antes de su hundimiento en do mayor, incomparable culminación (c. 177), que hace de punto de inflexión en la sinfonía mediada ésta su longitud. De manera inimitable, la textura orquestal siempre se mantiene en un estado plasmático, resultado de la consciente falta de precisión de ataque y homogeneidad del fraseo (por ejemplo, cuando la última entrada de la tuba es coronada por figuraciones ascendentes en los violines, cc. 180 y 181). La lucha titánica de la tragedia y la inocencia de Bruckner se muestra en un scherzo salvaje y sobrecogedor con importantes cambios en la vertical y en la horizontal. El nervioso finale está jaspeado con los característicos silencios furtwänglerianos cargados de tensión (c. 212, de 7 segundos de duración), finiquitando la coda de manera apocalíptica y angustiosa. Cimentada en el espesor dorado de la línea grave de la Berliner Philharmoniker, con fuerte sustento de los timbales en los momentos climáticos, más que una grabación de estudio se puede considerar un concierto sin audiencia (EMI, 1949): a veces estridente, seca en las altas frecuencias y profunda y clara en los graves. El Místico telúrico.

El Bruckner debido a Otto Klemperer es único en su particular concepción como último representante de la polifonía católica alemana del barroco. Una aproximación arquitectónica nacida del sólido sentido rítmico, dando tiempo a los oyentes a calibrar su grandeza antes de ir avanzando en la contemplación catedralicia. Firmeza y rigidez, resolución estoica, mismo pulso de principio a fin, como Bruckner (aparentemente, este austero y falto de implicación personal Bruckner) requiere: Esta cuestionable visión desvela cuanta variación de tempi hay en otras grabaciones, que aquí anticipamos y nunca llegan (salvo, por ejemplo, en el súbito lento en el tercer tema del allegro –cuerdas unísonas danzantes, cc. 103 y ss.–). Sereno espiritualmente en el adagio, estólido, monumental y sobrio, con poco contraste entre temas (con otro descanso de tempo antes del moderato, c. 37). Tras un ciclópeo scherzo, los ritardandi (parece ser que debidos a Nowak) con que finaliza cada una de las llamadas al tema principal son religiosamente observados en el finale, quizá a costa de entorpecer exageradamente el inexorable progreso hacia la coda, donde se detallan nítidamente cuerdas y metales, ricos y unísonos en el ataque, conculcando por fin el “motto” de la obra a modo de resolución del conflicto, y conjugando el ciclo coherente e infinito. La Orchestra Philharmonia exhibe vientos prominentes y cuerdas antifonales (como hubiera esperado el propio compositor) con los primeros violines anticipando levemente los acordes orquestales. La magnífica grabación desafía el tiempo (EMI, 1960). El Místico racionalista.

El suceso catalítico que sin duda impregnó la Berliner Philharmoniker de la inspirada atmósfera hipnótica (la misteriosa pastosidad, la elegía calma, la resplandeciente y suntuosa belleza) de este registro fue la experiencia de interpretar el Anillo del Nibelungo en el Festival de Salzburgo durante los años 1967-70. El director, Herbert von Karajan, manipulando los manuales del órgano imaginario es capaz de producir la más ligera de las texturas y matizar con delicadeza los pasajes suaves, y cambiando sus registros, detallar con lúcido perfeccionismo la línea clara, la atención al detalle sin descuidar la coherencia unitaria de la obra. Ya desde el tercer compás asombra el timbre dorado de los celli en la apertura (aunque la mágica belleza de la interpretación puede distraer de las bellezas de la partitura, cc. 303-20). Majestuoso adagio, con la tranquila y profunda coda realizada toda de un trazo, con una sensual acumulación de tensión. Un scherzo de adecuada simplicidad y leve encanto rústico enmarca un trío entendido como un adagio suplementario, que rememora las notas mantenidas en los metales cual gaitas en una musette barroca. Soleado el finale, donde Karajan observa meticulosamente el tempo en la coda final sin ampulosidad ni grandilocuencia. Espléndida grabación, abierta, cálida, espaciosa, profunda, con adecuadas definición y reverberación, de asombrosos equilibrio instrumental y amplitud dinámica (EMI-Esoteric, 1971). El Místico embriagador, muy alejado del “that Coca-Cola director” que escupía Celibidache.

La seguridad con que Eugen Jochum mezclaba los coros instrumentales de la orquesta bruckneriana de la que fue sumo sacerdote y apóstol evangelizador nos desvela su comprensión natural del idioma (la mutua procedencia común rural y católica, la larga dedicación personal al órgano): ”Bruckner no era un neowagneriano sensual, sino un músico puro de la piadosa estirpe bachiana”. Por ello propugnaba la fórmula (ya entonces demodé) de proporcionar relaciones matemáticas de tempi dentro de las estructuras, entre introducciones y allegros, e incluso entre movimientos. También debatía las demandas tardorománticas de nerviosos y excesivos accelerandi y ritardandi, que evitaban el pretendido descanso eterno de la música en el seno religioso. No obstante, su graduación en Munich bajo la guía de Furtwängler ejerce una alargada sombra: una línea de tempi y texturas ligeras y vitales, un libre y generoso rubato (quedan, residuales, algunos de sus abruptos ajustes en mitad de la frase que debilitaban la estructura en la versión DG: por ejemplo, en el scherzo, cuando el tempo es relajado en el c. 125 sin razón aparente), un poéticamente intenso crecimiento orgánico, un sentido improvisatorio en los frecuentes énfasis (delimitando –y retocando– claramente los cambios dinámicos para permitir la transparencia en la melodía, la imitación y el contrapunto), una humanidad impetuosa, distanciado de otras visiones más meditativas. Jochum encuentra siempre algo nuevo que desvelar en cada reverente repetición en el allegro. Un adagio sepulcral, que arranca con las tubas wagnerianas cubriendo las cuerdas como una nube amenazando tormenta, aunque el pausado ritmo escogido para el motivo inicial lastra el movimiento entero. Lleno de carácter, el scherzo sacrifica unidad rítmica en pos de la energía autoritaria. El finale tiene contrastes violentamente dramáticos, y en varios pasajes Jochum oficia una orquestación construída sobre registraciones del órgano (como en sus sinfonías tempranas: por ejemplo, el segundo tema al modo coral, desde el c. 35 en adelante). Pulidos y vibrantes metales en la Staatskapelle Dresden (frecuentemente interpretando en tenuto, sin acentuación), y cuerdas de lustre tonal profundamente elocuente y creativamente trascendente. La grabación analógica suaviza e integra la acústica con presencia, profundidad y claridad, algo agresivo el registro agudo (EMI-Brilliant, 1976). El Místico puro.
En el caso de Carlo Maria Giulini, la coherencia del discurso se logra por medio del mantenimiento de ritmo base, alejado de cualquier tipo de retórica. Efusivo y elocuente en su sencillez e intimismo, el cálido y luminoso lirismo del italiano se ajusta perfectamente a esta contemplativa visión de Bruckner como sinfonista del tardío romanticismo, un viaje panteísta que comienza en duda y acaba en arrobamiento. Adagio noble y grave, con misterios y resplandores y conclusión en paz. El scherzo está dominado por la vitalidad del ostinato rítmico en las cuerdas y el demoniaco trompeteo. Sonido basado en las cuerdas graves, con los metales contenidos, de la Wiener Philharmoniker, menos compelida por Giulini en la rigidez de entonación o marcación dinámica que la Berliner con Karajan o la Staatskapelle con Jochum. Excelente la transparencia de texturas a pesar de la espaciosa acústica (DG, 1986). El Místico afable.

Entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y finales de 1954 Sergiu Celibidache dirigió 414 conciertos a la Berliner Philharmoniker (comparados con los 222 de Furtwängler y los 4 de Karajan). Por entonces la relación se había deteriorado violentamente debido a su meticulosidad en los ensayos que bordeaba el fanatismo, acusando a sus miembros de incompetencia y ausencia de disciplina. El resultado fue una ruptura de consecuencias impensables tanto culturales como económicas: despechado por el nombramiento de von K., Celibidache evitó la orquesta durante 38 largos años. El concierto de reencuentro (BlueRay rip, EuroArts, 1992) supuso esta recreación sonora prolongadamente meditada y ensayada con inmenso cuidado durante seis inhabituales y maratonianas sesiones: por poner un ejemplo, el maestro empleó media hora en ensayar el trémolo inicial (sol#-sol-fa#) en los primeros violines. Su concepto de sinfonía como discurso dramático es enteramente superfluo; el poderío proviene de su integridad estructural. Un Bruckner antiteatral (sólo hay conflictos entre temas y tonalidades), desde la razón (la suya), pero capaz de convocar todas las pasiones. A ritmo constante, comenzando (habitualmente) enérgico, al llegar al segundo o tercer tema (la gran zona de canción en cada movimiento) el tempo se amplía desaforadamente: donde Haas propone un tiempo de ejecución estimado en 68 minutos, Celi sobrepasa los 88. Lo que Celibidache predica es una secuencia de adagios (en su ánimo) dentro del continuo sinfónico: un sistema planetario en el que el centro es el movimiento lento primigenio (de inevitable desolación) alrededor del que giran infinitamente las secciones adagio de los movimientos externos y la sección trio del scherzo. Todo ello tiene como motor aristotélico la comunión entre el colorido de los timbres y la evolución orgánica de las tonalidades. Desvelando los complejos planos sonoros, la más leve marcación dinámica es audible y transparentemente distinta en textura. La lectura se plantea desde unas cuerdas asombrosamente profundas, elocuentes y homogéneas (son los atriles de violas y celli los que encierran el secreto de la música). El Místico abstracto.

Günter Wand fue el último de los Kapellmeister dentro de aquella gran generación de directores brucknerianos. Incorporada a su repertorio ya en 1947, en esta postrera lectura de la obra a los 87 años encontramos una oratoria iluminadora tallada en piedra, más cercana a los medievales Bach o Schubert que a los románticos Beethoven o Wagner, que no pide extremos en tempo o rubato. Vitalidad de tempi e integridad estructural, aunados a gracia. Sincera, paciente y monumentalmente, con una férrea fortaleza de propósito, Wand construye con controlada intensidad, incisividad y poderío apilando secciones sonoras que se yuxtaponen por medio de la lógica interconexión tectónica entre tempo, ritmo y medida. Con el sereno manejo de las dinámicas y la graduación de las texturas orquestales va resolviendo los inherentes problemas de equilibrio (masivos metales frente a cuerdas y maderas). Patricio el himno adagio, Wand defiende el talento como compositor y orquestador de Bruckner con un culmen climático perfectamente erigido sobre los necesarios tonos pedal (con elementales cuerdas y metales) y desdeña el intrusivo y posiblemente espúreo golpe de platillos, los timbales y el triángulo. Purista en sus grabaciones, Wand despreciaba el uso parcheador de sesiones en estudio: en su última entrevista describía tales técnicas como “nothing but a lie, and in music, as in life, lying is the beginning of all vice”. Producto de hercúleos ensayos, la respuesta instrumental de la Berliner Philharmoniker respira a largas líneas con claridad y precisión, transparentes las maderas, prodigiosa en su solidez la toma sonora, con plenitud de información ambiental (RCA, live, 1999). El Místico mecanicista.
La lógica musical de Bernard Haitink nos ha ofrecido en varias ocasiones su Bruckner objetivo y riguroso, enraizado en la tradición sinfónica de fraseo simple y modesto, enfatizando la coherencia estructural, marcando las transiciones entre bloques arquitectónicos y áreas de tempo, conteniendo drama y tensión hasta el adecuado punto de ebullición, lúcido y ocasionalmente brusco. Literal, Haitink dirige la claridad textural, antiépica, callada, cauta, casta, hacia la intensidad expresiva sin implicación de su propia personalidad emotiva. Su preservación de la línea, a tempo unificado, requiere sólo leves modificaciones para permitir el efecto calmante. Tenaz en la construcción del intenso movimiento de apertura, el trémolo inicial suena tan unificado como si fuera tocado por un solo intérprete. Un adagio barnizado de luces y de sombras, con una gloriosa coda impulsada por el prominente timbal hacia el resplandeciente cataclismo, bordea lo memorable. El scherzo parece un drama abstracto y cíclico entre temas que se yuxtaponen, dialogan, pelean entre sí. Pétrea sonoridad en el finale, con una coda impregnada de gran convicción. Las soberbias secciones de cuerdas y metales (éstos de timbre muy brillante, pero nunca comprometido en los fortissimi) de la Chicago Symphony, fundamentales en las partituras del maestro, y su veterana relación con Solti, Giulini y Barenboim, la convierten en la orquesta bruckneriana del continente. Detallada toma sonora, resultado de la compilación de cuatro conciertos en mayo de 2007 (CSO Resound): los ruidos de audiencia son ínfimos, si bien la cercanía de los micrófonos perjudica la profundidad y riqueza en el grave profundo. El Místico agnóstico.

Daniel Barenboim despliega una ópera sin palabras, un viaje musical humano más que espiritual, en un sentido dionisiaco, o permítaseme la expresión, wagnerótico (la angustia armónica). Músico intuitivo que posee el sentido improvisatorio del organista (fundamental en la formación de Bruckner) y la comprensión y experiencia en las óperas de Bayreuth, Barenboim hilvana los aspectos arquitectónicos, teatrales y líricos con elásticas puntadas de tempi flexibles, un fluyente estilo de dirigir que frecuentemente recuerda al de Furtwängler, en la solidez constructiva y en el ímpetu natural que crece orgánicamente desde el interior. El primer movimiento nace calladamente schubertiano, arrancando en un verdadero allegro moderato (si bien los tres temas están menos contrastados que en las interpretaciones que comienzan lentamente para ir acelerando) con el arpegio inicial de violonchelos y tuba matizadamente trágico (cc. 3-6); el poderoso crescendo al final del segundo sujeto (cc. 110-122) arrasa en su coda, con un generoso ritardando al final. Personalísimo pluriempleo en la figura del intérprete del triángulo al que Barenboim dota de un solitario timbal para que, un compás por delante, acompañe al percusionista principal en el largo y dramático crescendo-diminuendo de la primera parte de la coda del primer movimiento. Un lamentoso primer tema en el adagio es seguido por un segundo poseedor de una dolorosa dulzura (el tema principal se impulsa con urgencia en su segunda aparición, propulsando la música hacia su destino); la prolongada construcción del clímax es inhabitualmente calma (con los timbales citados desde lejos) y su culmen, doblemente visionario y apocalíptico; la noble coda marca debidamente el peso del grave. El paso gentil del scherzo (adecuadamente rústico y jubiloso a ratos; siniestro y oscuro en otros) permite la resolución de cuidadosos detalles como el efecto de eco en el tema de la trompeta; el trío remite a una gracia vienesa que nunca vislumbró el autor. El finale es una vívida confrontación entre diferentes tipos de música cual personajes en un drama: la exposición conlleva un desafío trágico; el segundo tema contrasta sus dinámicas en cada emotiva entrada, siendo conducida la segunda frase del coral más calladamente que la primera; el paso lento es mantenido en casi todo el desarrollo, aunque el retorno del rápido tempo en la recapitulación del primer tema y la coda recrea la alegre y metafórica transfiguración de la oscuridad a la luz. Barenboim sobrecoge con el poderío orquestal de una sensual Staatskapelle Berlin idealmente involucrada, con cuerdas de cálido y suntuoso cromatismo (con atrevidos portamenti) y bendecidas tubas wagnerianas. La grabación procede de una semana de conciertos en junio de 2010 en los que se interpretaron consecutivamente seis sinfonías del compositor de Ansfelden. Las críticas del día hablan de una atronadora ovación de casi quince minutos de duración al finalizar la ejecución de los que se han preservado parte en el disco. Toma sonora muy cercana a lo atriles, naturalmente clara y detallada, que deja a la audiencia presente pero no intrusiva (DG, 2010). El Místico dramático.
En el plano terrenal se podrían nombrar otras interpretaciones:

El objetivo Carl Schuricht conserva la transparente ligereza schubertiana en esta otra grabación temprana a la Berliner Philharmoniker  (Centurion Classics, 1938).

Los tempi vivos y las sonoridades camerísticas de la Concertgebouw Orchestra de Amsterdam favorecen la franqueza emocional de Eduard van Beinum. Inexplicable la resolución de la coda del finale a medio gas. La grabación, estrecha en perspectiva y rango dinámico, compromete el resultado (Philips, 1953).

Bruno Walter, nacido en 1876, conoció de primera mano la Viena bruckneriana. La Columbia Symphony produce una canción otoñalmente afectada, pero técnicamente floja y sin el cuerpo necesario en la sección de cuerdas. La sección trio reduce a la mitad la velocidad (Sony, 1961).

George Szell, analítico en la línea objetiva, con el consiguiente distanciamiento expresivo: “el compositor siempre tiene razón”, en vivo en Salzburgo al frente de la Wiener Philharmoniker (Sony, 1968).

Bruckner fue durante más de cuatro décadas una fuerza vital en la carrera de Karajan. Su última grabación me parece más introspectiva, reverencial y vulnerable, pero con una implacabilidad casi glacial en el adagio, donde el toque de platillos suena casi fortuito. Espléndido sonido de cristalinas texturas que recoge unos vientos algo pálidos en la Wiener Philharmoniker  (DG, 1989).

Karl Böhm pensaba que la Séptima era “la más grande obra musical jamás escrita”. La Wiener Philharmoniker pone a su disposición coherencia en la comprensión formal, un fraseo intimista y fluido, y un equilibrio transparente (DG, 1976).

Cuatro años después de Jochum la Staatskapelle Dresden se acercó de nuevo a la obra en la visión austera y reverencial de Herbert Blomstedt, estructurada conjuntamente, con una lúcida y exacta dosificación de los elementos formales y anímicos. Especial cualidad de inocencia en el transcurso temprano del adagio, donde emplea un compromiso con timbales y sin platillos ni triángulo en el clímax, destacando la trágica y persistente retórica en la coda. Tormentoso el scherzo y finale abrumaduramente organístico. Analítica toma sonora (Denon, 1980).
Maravillosamente humano y romántico, excepcionalmente pausado en los tempi de los movimientos extremos, Riccardo Chailly extrae una fantástica sonoridad de los metales de la Radio Symphony Orchestra de Berlín, perfectamente equilibrados con las maderas y cuerdas, siendo recogido su transcurrir y su diálogo incluso en los momentos de mayor dinámica, como en la coda del allegro (Decca, 1984).

Eliahu Inbal, como Blomstedt, opta por una solución ecléctica, con sólo timbales en el clímax. Al límite de la objetividad, racional y analítico. Radio Symphony Orchestra de Frankfurt (Teldec, 1985).

Otra lectura tradicionalmente reposada y elegante es la registrada por la Bavarian Radio Symphony Orchestra, con un perfecto equilibrio sonoro entre cuerdas y metales en el adagio. Como recoge la grabación de Orfeo D’Or (1987), Colin Davis alteró el orden de los movimientos centrales basándose en el difícil equilibrio de la obra, y en la elección del propio Bruckner en las dos sinfonías siguientes.

Una esplendorosa Staatskapelle Dresden inventaría con cristalina claridad y exactitud los más nimios detalles de la partitura en la lectura de Giuseppe Sinopoli: Intelectualmente rigurosa, excéntricamente retórica y dinámica, con abuso de los reguladores. A resaltar esos violines obcecados en la tesitura aguda (cc. 101-104), llamando desde la ultratumba dongiovannesca (DG, 1991).

Con el sonido afrancesado de sus instrumentos de época (Orchestre des Champs-Élysées) Philippe Herreweghe liga Bruckner a la herencia schubertiana más que proponerlo como precursor de Mahler (Harmonia Mundi, 2004).
A new chapter from wonderful series Discovering Music. Stephen Johnson explores the Bruckner’s Seventh for the pleasure of BBC’s listeners.