Tagged: Ansermet

Debussy: Prélude à l’après-midi d’un faune

Wagner fue una preciosa puesta de sol tomada erróneamente como un amanecer”. Podemos simpatizar con esta boutade de Claude Debussy, pero es inevitable relacionar el inicio monódico seguido del ambiguo acorde del Preludio de Tristán e Isolda como el antecedente del Prélude à l’après-midi d’un faune.

Basado en un poema del contemporáneo Mallarmé, en su primera ejecución (en el París postwagneriano de 1894) indignó triunfalmente por su revolucionario modernismo decadente en su (anti)forma, (anti)armonía y (anti)color. Sin intentar una traducción literal del texto (que no es narrativo, sino elusivo en su vaguedad embriagadora, voluptuosa y efímera), la música evoca una faceta (entre otras) de su atmósfera mágica: sugiere más que expone y difumina la linealidad del tiempo, la separación entre realidad, memoria y fantasía del poema.

Pero, ¿cómo ilustra Debussy estas sensaciones en música? La pequeña orquesta (de tres flautas, dos oboes, corno inglés, dos clarinetes, dos fagotes, cuatro trompas, dos harpas, cimbales antiguos y cuerdas) paradójicamente ofrece una delicada complejidad textural, con la sinuosa precisión del art noveau. La variedad de color en las cuerdas –sordina (c. 5), sul tasto (c. 11), pizzicato (c. 32) y tremolando (c. 94)-, aunque raramente ausente de la textura, a menudo se mimetiza en la espesura de los vientos, cuyo frecuente doble empleo empaña su horizonte.

La armonía resbala por una sutil mezcla de gradaciones de sombras desde la flauta desnuda que inicia la obra con un lento desmayo, tonalmente ambiguo, ondulante en su sensual cromatismo. Este tema es el núcleo melódico, estructural y pivote tonal – siempre en do#, excepto en dos ocasiones (cc. 79 y 86)— sobre una fugitiva marea orquestal que rezuma inmaterial.

La libertad rítmica se asegura por elaboradas y sutiles alteraciones en la longitud de los compases, así como por los patrones rítmicos que a veces se cruzan delicadamente, flotando intoxicados, a veces confluyen en un deseo confuso. Las impredecibles entradas de los solistas, al margen de métrica estable, hacen que los temas se mezclen, velen su carácter o desaparezcan en fragmentos.

En su forma más simple, un primer análisis en el que la dinámica se convierte en sustituto de la armonía articularía su estructura como ABA’: Una lánguida sección (cc. 1-54) dominada por el tema de la flauta con diferentes armonizaciones y la aparición del oboe con reminiscencias pentatónicas; un área romántica a pesar de la inquietud latente (cc. 55-78), con un lirismo sustentado en la plenitud de su orquestación y un clímax vagamente carnal (c. 70); y una tercera sección con el retorno del perezoso tema ampliado rítmicamente, con episodios contrastantes plus animé que conducen a la reexposición y una breve coda en la que el círculo se evapora acariciante (cc. 79-110).






Walther Straram nunca estuvo en el círculo personal de Debussy, pero desarrolló un conjunto (Orchestre des Concerts Straram) que fue considerado el mejor de toda la Francia de principios de siglo, de cuerdas sedosas y metales oleosos. Y así lo demuestra en este registro (Andante, 1929) de trazo impecable: todas las indicaciones de tempo, equilibrio y matiz son observadas de manera excepcional para la época. En la parte central de la pieza (quizá de acuerdo a las intenciones provocadoras del poema) se da prominencia a las perturbadoras figuras en las maderas, algo que recuperará Boulez. A destacar el asombroso “arabesque” (según la denominación simbolista) de apertura debido a Marcel Moyse, estudiado por todos y cada uno de los flautistas desde entonces. El sonido es sorprendentemente claro, levemente saturado en los tutti, emergiendo por debajo del ruido de superficie de las pizarras a 78 rpm. En 1931 este documento ganó el Prix Candide, el primer galardón otorgado jamás a una grabación sonora.

Désiré-Émile Inghelbrecht es una institución nacional, pero resulta casi un desconocido fuera de las fronteras francófonas. Para aquellos a los que su nombre les resulte extraño recuperemos la exasperación de Toscanini al negarse a la publicación de su grabación del Prélude en 1953: “No es tan buena como la de Inghelbrecht”. Tan apasionado como preciso, reparte sencillez y respeto por la letra y el espíritu del compositor, con el que compartió una estrecha amistad desde 1902. Inghelbrecht se lamenta del “despiadado despotismo fúnebre del metrónomo” y así su pulso respira, flexible. La Orchestre National (ORTF) nos muestra que el extinto sonido seco y brillante de las orquestas francesas antiguas (aparte de los problemas de afinación en los afrutados vientos) se ha perdido hoy en favor del saturado germánico de las modernas, y sitúa el énfasis en el trazo general, en las amplias, embriagadoras y densas frases por encima de la hipertrofia de acentos que podrían deformar el pensamiento creativo. Algo que quizá traiciona el sonido monofónico, en vibrante grabación en directo en el parisino Teatro de los Campos Elíseos, que resulta profundo e inmediato en exceso ahuyentando las dinámicas piano (Erato, LP, 1955).
 
Ernest Ansermet recordaba haber preguntado al propio compositor cuál era el tempo correcto del Prélude, a lo cual Debussy habría concedido: “No lo sé. Elija el que le parezca”. Su elección rememora las grabaciones más tempranas, rápida pero no furiosa, sin exagerar los cambios de tempo, aunque añade apropiadamente un rallentando en el c. 85 asociado al regulador de dinámica. Salvo este particular se muestra escrupuloso a la partitura, evitando cualquier sobreénfasis en los matices para no dañar el conjunto: “Debussy debe ser una línea pura y quieta, porque la expresión está dentro de la línea”. Esta maniática preocupación por la limpieza de la línea la expresaba con una analogía: “Ante usted aparece una preciosa señorita en un lindo vestido. Pero usted no sabe si la ropa interior está limpia. Todo mi esfuerzo se encamina en limpiar su ropa interior”. La estructura se propele cadencialmente y no métricamente, a pesar de la literalidad (objetiva, que no estólida) de la lectura. El panteísmo evasivo que desprende la Orchestre de la Suisse Romande late en unos compases finales delicadamente perfumados. La grabación es en sí misma un monumento a los ingenieros Decca de aquel periodo (1957); la prodigiosa reedición japonesa de 2009 recrea unos graves poderosísimos y un nivel de detallismo textural increíble.
En cierta ocasión en que Pierre Monteux estaba ensayando el Prélude, Debussy se inclinó hacia él y le apremió: “Lo que está escrito forte, tóquelo forte”. Quizá por ello esta interpretación (Decca, 1961) se apoya en la amplitud de la dinámicas. La cuidadosa atención a estos contrastes resulta en una sombreada multiplicidad: ejemplar el subito pianissimo (c. 63), que ningún otro director parece resolver tan bien. Los tempi son ligeramente más lentos que los indicados en la partitura, pero resultan perfectamente adecuados en el clima general de serenidad y relax. Las texturas de la London Symphony Orchestra se exponen con precisión puntillista. Escuchando esta interpretación se comprende porqué Ravel pidió que esta obra fuese tocada en su funeral: “Es la única obra, absolutamente perfecta, jamás escrita”.

La ORTF es el conjunto recurrente asociado a la autenticidad debussyniana: Charles Munch  (Planeta-De Agostini, 1962) parte de una aproximación ampliamente lánguida en la que los detalles se pierden en la bruma. De improvisación inspirada y arrebatada, audaz, intuitivo, fornido, captura los caprichosos cambios con abandono dionisiaco, como por ejemplo, el énfasis en las marcaciones expresivas: sforzandi en los oboes (cc. 83 y 84). En la parte B se enfatiza el lado romántico de la música con la lasciva sección de cuerdas acoplándose a las refulgentes trompas. Los compases 63-65 pueden no ser exactamente pianissimo, pero conducen a un electrizante clímax (c. 70) que es verdaderamente fortissimo y animé. Por todo ello es quizá la versión que mejor traduce el imposible milagro de ininteligibilidad: la mente del poeta en el momento de la composición. Las expresiones musical, literaria y artística no son intercambiables: todas requieren el impreciso pero vital rol de la imaginación del oyente.

Debussy mostró desde niño un aristocrático gusto: Gourmet de refinado paladar, atesoraba una receta secreta para los huevos y chuletas de cordero que preparaba él mismo para las cenas de los viernes, día en el que recibía a sus íntimos. La cremosa imaginación de Herbert von Karajan ligada con el refinamiento de la Berliner Philharmoniker (sus vientos alcanzan una suavidad suprema sin perder la necesaria definición) hubieran sido un perfecto postre. Estudio atmosférico inigualable, de indecente opulencia, vibra en esplendor y fulgor tímbrico en la madura grabación, de sensacional detalle y calidez, los detalles suspendidos en la aterciopelada reverberación (DG, 1964). ”El arte por el arte” que decía Gautier.

Pierre Boulez lleva décadas proclamando que el despertar de la música moderna empieza con el Prélude: “Lo que derrocó no fue tanto el arte del desarrollo como el concepto de forma en sí mismo. Debussy desarrolló desde las premisas wagnerianas un tipo de tonalidad no funcional, es decir, que los acordes tonales podrían cambiar orgánicamente en una sucesión no tonal. Su uso de los timbres es esencialmente nueva, de excepcional delicadeza y asociada en sí misma de manera indisoluble al proceso de invención”. Boulez confirma su teoría con una conducción coherente que busca la vanguardia estética que él mismo protagonizó (Debussy es una influencia destacada –especialmente el joven Debussy— en su propia obra): esencialista, cartesiana, hexagonal, en las antípodas del Faune enigmático, denso y de paisajes brumosos de un Inghelbrecht. Tempo relativamente animado y alerta que propulsa y clarifica la línea estructural, experimentada como música de cámara. La pulcritud divisionista deserotiza la composición: la flauta posee la levedad de una gasa, delicada e intangible. La New Philharmonia Orchestra muestra el característico timbre de las maderas inglesas y la solidez de los metales made in Germany, más adaptados a Bruckner que a Debussy, con los ecos bayreuthianos de la época. El sonido sorprende por su amplitud a pesar de la cercanía en que se intuyen los micrófonos que componen un equilibrio artificial, con detalles enfatizados, alejado del panorama de una sala de conciertos (Sony, 1966).

También han transcurrido decenas de años desde que Leopold Stokowski fue considerado la figura más controvertida de la dirección orquestal. Por un lado asimilaba en el más alto grado la comprensión de los recursos tímbricos de la orquesta con la mecánica de la radiodifusión y la grabación sonoras; por otro fue acusado de charlatán y sensacionalista manipulador de los deseos del compositor en la forma en que recreaba las partituras. Ambas facetas se muestran en este postrero registro en concierto público en 1972 (Decca). El Prélude à l’après-midi d’un faune era un favorito de Stokie (hay listadas diez grabaciones de la obra desde 1924, amén de otras dos, acústicas, sin publicar): Todo magnetismo y elegancia, Stokowski está en su elemento, sensible a cada matiz, fraseando desvergonzadamente sentimental, flameando los violentos colores en la tensión eléctrica, hacia un camino del exceso que bordea el precipicio de la dislocación: Sugestivo tratado de erotismo (como en los lujuriosos almohadillados espressivo), la flexibilidad no sólo se aplica al tempo: crescendo implica accelerando, y diminuendo conlleva rallentando. La London Symphony Orchestra, grabada en Phase 4 Sound, inunda el technicolor de fantasía.

Con Jean Martinon se cierra la gran tradición francesa, histórica o a la antigua. Con él la Orchestre National de l’ORTF suena algo tosca, sugerente de un estado mental indefinido o de un hedonismo soñador, si bien de trazo menos brumoso que en la grabación de Munch (del que fue discípulo). Dicho ambiente onírico puede deberse en parte a la grabación, de inmediata amplitud panorámica, aunque sufriendo de un rango dinámico restringido y brillos metálicos en los tutti (EMI, 1973).

El divino nivel de la Concertgebouw Orchestra Amsterdam es el punto clave de la lectura sinfónica debida a Bernard Haitink: la calidez del instrumento (que aprendió Debussy a través de Mengelberg) impregna esta soleada interpretación: escúchese en este sentido la aportación del corno inglés (cc. 90-91). Supremamente refinados, la naturalidad de los tempi va construyendo sin esfuerzo un intenso y urgente clímax. La absoluta fidelidad a las marcaciones se combina con la apariencia ideal de improvisación y espontaneidad, tan laboriosamente obtenidas. La toma sonora se cuenta entre las mejores de la era analógica: la espaciosa acústica del Concertgebouw recupera con fino detalle la imagen orquestal en perspectiva realística (Decca, 1976).

La integral de la obra debussyana debida a Jun Märkl ha levantado tales opiniones beligerantes que la hacen merecedora de un breve comentario. El tempo deriva por indulgentes meandros que se alternan con urgentes rápidos, en secuencias episódicas que perjudican el natural ritmo de ritmos, deshomogeneizando –en palabras de Debussy, refiriéndose a una interpretación no de su agrado– la pieza. La grabación se inclina por los vientos, que vertebran el armazón orgánico de la pieza sobre el aura espumosa de las cuerdas. Se echa en falta una mayor presencia de los argénteos címbalos antiguos de la Orchestre National de Lyon (Naxos, 2007): la siesta se complace en la ataraxia y se desliza, sin carácter ni drama, en indolencia catatónica.
 

Y para cerrar el círculo, ya tenemos aquí a Debussy con instrumentos de época, es decir, los ya escuchados en la versión de Straram, con sus rústicas maderas de pabellón estrecho y sus cuerdas de tripa: Anima Eterna Brugge dirigida por Jos van Immerseel. Naturalmente la ventaja es la considerable mejora en términos técnicos (ZZT, 2012). Las texturas son menos intensas pero de compensatoria claridad, refrescante y acuarelada palidez. Quizá era esto lo que deseaba Debussy: “Las mejores interpretaciones son generalmente aquellas que la orquesta suena como cristal, tan ligera como unas manos femeninas”.
 

Las virtudes de Sergiu Celibidache han sido elogiadas desde este púlpito en repetidas ocasiones. La lentitud cargada de tensión con que guía a la München Philharmoniker en este DVD paréceme inexorable (Ideale Audience, 1994). Experimenten una vez más el poder del hechicero.

Debussy: Prélude à l'après-midi d'un faune

Wagner fue una preciosa puesta de sol tomada erróneamente como un amanecer”. Podemos simpatizar con esta boutade de Claude Debussy, pero es inevitable relacionar el inicio monódico seguido del ambiguo acorde del Preludio de Tristán e Isolda como el antecedente del Prélude à l’après-midi d’un faune.

Basado en un poema del contemporáneo Mallarmé, en su primera ejecución (en el París postwagneriano de 1894) indignó triunfalmente por su revolucionario modernismo decadente en su (anti)forma, (anti)armonía y (anti)color. Sin intentar una traducción literal del texto (que no es narrativo, sino elusivo en su vaguedad embriagadora, voluptuosa y efímera), la música evoca una faceta (entre otras) de su atmósfera mágica: sugiere más que expone y difumina la linealidad del tiempo, la separación entre realidad, memoria y fantasía del poema.

Pero, ¿cómo ilustra Debussy estas sensaciones en música? La pequeña orquesta (de tres flautas, dos oboes, corno inglés, dos clarinetes, dos fagotes, cuatro trompas, dos harpas, cimbales antiguos y cuerdas) paradójicamente ofrece una delicada complejidad textural, con la sinuosa precisión del art noveau. La variedad de color en las cuerdas –sordina (c. 5), sul tasto (c. 11), pizzicato (c. 32) y tremolando (c. 94)-, aunque raramente ausente de la textura, a menudo se mimetiza en la espesura de los vientos, cuyo frecuente doble empleo empaña su horizonte.

La armonía resbala por una sutil mezcla de gradaciones de sombras desde la flauta desnuda que inicia la obra con un lento desmayo, tonalmente ambiguo, ondulante en su sensual cromatismo. Este tema es el núcleo melódico, estructural y pivote tonal – siempre en do#, excepto en dos ocasiones (cc. 79 y 86)— sobre una fugitiva marea orquestal que rezuma inmaterial.

La libertad rítmica se asegura por elaboradas y sutiles alteraciones en la longitud de los compases, así como por los patrones rítmicos que a veces se cruzan delicadamente, flotando intoxicados, a veces confluyen en un deseo confuso. Las impredecibles entradas de los solistas, al margen de métrica estable, hacen que los temas se mezclen, velen su carácter o desaparezcan en fragmentos.

En su forma más simple, un primer análisis en el que la dinámica se convierte en sustituto de la armonía articularía su estructura como ABA’: Una lánguida sección (cc. 1-54) dominada por el tema de la flauta con diferentes armonizaciones y la aparición del oboe con reminiscencias pentatónicas; un área romántica a pesar de la inquietud latente (cc. 55-78), con un lirismo sustentado en la plenitud de su orquestación y un clímax vagamente carnal (c. 70); y una tercera sección con el retorno del perezoso tema ampliado rítmicamente, con episodios contrastantes plus animé que conducen a la reexposición y una breve coda en la que el círculo se evapora acariciante (cc. 79-110).







Walther Straram nunca estuvo en el círculo personal de Debussy, pero desarrolló un conjunto (Orchestre des Concerts Straram) que fue considerado el mejor de toda la Francia de principios de siglo, de cuerdas sedosas y metales oleosos. Y así lo demuestra en este registro (Andante, 1929) de trazo impecable: todas las indicaciones de tempo, equilibrio y matiz son observadas de manera excepcional para la época. En la parte central de la pieza (quizá de acuerdo a las intenciones provocadoras del poema) se da prominencia a las perturbadoras figuras en las maderas, algo que recuperará Boulez. A destacar el asombroso “arabesque” (según la denominación simbolista) de apertura debido a Marcel Moyse, estudiado por todos y cada uno de los flautistas desde entonces. El sonido es sorprendentemente claro, levemente saturado en los tutti, emergiendo por debajo del ruido de superficie de las pizarras a 78 rpm. En 1931 este documento ganó el Prix Candide, el primer galardón otorgado jamás a una grabación sonora.






Désiré-Émile Inghelbrecht es una institución nacional, pero resulta casi un desconocido fuera de las fronteras francófonas. Para aquellos a los que su nombre les resulte extraño recuperemos la exasperación de Toscanini al negarse a la publicación de su grabación del Prélude en 1953: “No es tan buena como la de Inghelbrecht”. Tan apasionado como preciso, reparte sencillez y respeto por la letra y el espíritu del compositor, con el que compartió una estrecha amistad desde 1902. Inghelbrecht se lamenta del “despiadado despotismo fúnebre del metrónomo” y así su pulso respira, flexible. La Orchestre National (ORTF) nos muestra que el extinto sonido seco y brillante de las orquestas francesas antiguas (aparte de los problemas de afinación en los afrutados vientos) se ha perdido hoy en favor del saturado germánico de las modernas, y sitúa el énfasis en el trazo general, en las amplias, embriagadoras y densas frases por encima de la hipertrofia de acentos que podrían deformar el pensamiento creativo. Algo que quizá traiciona el sonido monofónico, en vibrante grabación en directo en el parisino Teatro de los Campos Elíseos, que resulta profundo e inmediato en exceso ahuyentando las dinámicas piano (Erato, LP, 1955).



 
Ernest Ansermet recordaba haber preguntado al propio compositor cuál era el tempo correcto del Prélude, a lo cual Debussy habría concedido: “No lo sé. Elija el que le parezca”. Su elección rememora las grabaciones más tempranas, rápida pero no furiosa, sin exagerar los cambios de tempo, aunque añade apropiadamente un rallentando en el c. 85 asociado al regulador de dinámica. Salvo este particular se muestra escrupuloso a la partitura, evitando cualquier sobreénfasis en los matices para no dañar el conjunto: “Debussy debe ser una línea pura y quieta, porque la expresión está dentro de la línea”. Esta maniática preocupación por la limpieza de la línea la expresaba con una analogía: “Ante usted aparece una preciosa señorita en un lindo vestido. Pero usted no sabe si la ropa interior está limpia. Todo mi esfuerzo se encamina en limpiar su ropa interior”. La estructura se propele cadencialmente y no métricamente, a pesar de la literalidad (objetiva, que no estólida) de la lectura. El panteísmo evasivo que desprende la Orchestre de la Suisse Romande late en unos compases finales delicadamente perfumados. La grabación es en sí misma un monumento a los ingenieros Decca de aquel periodo (1957); la prodigiosa reedición japonesa de 2009 recrea unos graves poderosísimos y un nivel de detallismo textural increíble.





En cierta ocasión en que Pierre Monteux estaba ensayando el Prélude, Debussy se inclinó hacia él y le apremió: “Lo que está escrito forte, tóquelo forte”. Quizá por ello esta interpretación (Decca, 1961) se apoya en la amplitud de la dinámicas. La cuidadosa atención a estos contrastes resulta en una sombreada multiplicidad: ejemplar el subito pianissimo (c. 63), que ningún otro director parece resolver tan bien. Los tempi son ligeramente más lentos que los indicados en la partitura, pero resultan perfectamente adecuados en el clima general de serenidad y relax. Las texturas de la London Symphony Orchestra se exponen con precisión puntillista. Escuchando esta interpretación se comprende porqué Ravel pidió que esta obra fuese tocada en su funeral: “Es la única obra, absolutamente perfecta, jamás escrita”.




La ORTF es el conjunto recurrente asociado a la autenticidad debussyniana: Charles Munch  (Planeta-De Agostini, 1962) parte de una aproximación ampliamente lánguida en la que los detalles se pierden en la bruma. De improvisación inspirada y arrebatada, audaz, intuitivo, fornido, captura los caprichosos cambios con abandono dionisiaco, como por ejemplo, el énfasis en las marcaciones expresivas: sforzandi en los oboes (cc. 83 y 84). En la parte B se enfatiza el lado romántico de la música con la lasciva sección de cuerdas acoplándose a las refulgentes trompas. Los compases 63-65 pueden no ser exactamente pianissimo, pero conducen a un electrizante clímax (c. 70) que es verdaderamente fortissimo y animé. Por todo ello es quizá la versión que mejor traduce el imposible milagro de ininteligibilidad: la mente del poeta en el momento de la composición. Las expresiones musical, literaria y artística no son intercambiables: todas requieren el impreciso pero vital rol de la imaginación del oyente.





Debussy mostró desde niño un aristocrático gusto: Gourmet de refinado paladar, atesoraba una receta secreta para los huevos y chuletas de cordero que preparaba él mismo para las cenas de los viernes, día en el que recibía a sus íntimos. La cremosa imaginación de Herbert von Karajan ligada con el refinamiento de la Berliner Philharmoniker (sus vientos alcanzan una suavidad suprema sin perder la necesaria definición) hubieran sido un perfecto postre. Estudio atmosférico inigualable, de indecente opulencia, vibra en esplendor y fulgor tímbrico en la madura grabación, de sensacional detalle y calidez, los detalles suspendidos en la aterciopelada reverberación (DG, 1964). ”El arte por el arte” que decía Gautier.





Pierre Boulez lleva décadas proclamando que el despertar de la música moderna empieza con el Prélude: “Lo que derrocó no fue tanto el arte del desarrollo como el concepto de forma en sí mismo. Debussy desarrolló desde las premisas wagnerianas un tipo de tonalidad no funcional, es decir, que los acordes tonales podrían cambiar orgánicamente en una sucesión no tonal. Su uso de los timbres es esencialmente nueva, de excepcional delicadeza y asociada en sí misma de manera indisoluble al proceso de invención”. Boulez confirma su teoría con una conducción coherente que busca la vanguardia estética que él mismo protagonizó (Debussy es una influencia destacada –especialmente el joven Debussy— en su propia obra): esencialista, cartesiana, hexagonal, en las antípodas del Faune enigmático, denso y de paisajes brumosos de un Inghelbrecht. Tempo relativamente animado y alerta que propulsa y clarifica la línea estructural, experimentada como música de cámara. La pulcritud divisionista deserotiza la composición: la flauta posee la levedad de una gasa, delicada e intangible. La New Philharmonia Orchestra muestra el característico timbre de las maderas inglesas y la solidez de los metales made in Germany, más adaptados a Bruckner que a Debussy, con los ecos bayreuthianos de la época. El sonido sorprende por su amplitud a pesar de la cercanía en que se intuyen los micrófonos que componen un equilibrio artificial, con detalles enfatizados, alejado del panorama de una sala de conciertos (Sony, 1966).




También han transcurrido decenas de años desde que Leopold Stokowski fue considerado la figura más controvertida de la dirección orquestal. Por un lado asimilaba en el más alto grado la comprensión de los recursos tímbricos de la orquesta con la mecánica de la radiodifusión y la grabación sonoras; por otro fue acusado de charlatán y sensacionalista manipulador de los deseos del compositor en la forma en que recreaba las partituras. Ambas facetas se muestran en este postrero registro en concierto público en 1972 (Decca). El Prélude à l’après-midi d’un faune era un favorito de Stokie (hay listadas diez grabaciones de la obra desde 1924, amén de otras dos, acústicas, sin publicar): Todo magnetismo y elegancia, Stokowski está en su elemento, sensible a cada matiz, fraseando desvergonzadamente sentimental, flameando los violentos colores en la tensión eléctrica, hacia un camino del exceso que bordea el precipicio de la dislocación: Sugestivo tratado de erotismo (como en los lujuriosos almohadillados espressivo), la flexibilidad no sólo se aplica al tempo: crescendo implica accelerando, y diminuendo conlleva rallentando. La London Symphony Orchestra, grabada en Phase 4 Sound, inunda el technicolor de fantasía.




Con Jean Martinon se cierra la gran tradición francesa, histórica o a la antigua. Con él la Orchestre National de l’ORTF suena algo tosca, sugerente de un estado mental indefinido o de un hedonismo soñador, si bien de trazo menos brumoso que en la grabación de Munch (del que fue discípulo). Dicho ambiente onírico puede deberse en parte a la grabación, de inmediata amplitud panorámica, aunque sufriendo de un rango dinámico restringido y brillos metálicos en los tutti (EMI, 1973).





El divino nivel de la Concertgebouw Orchestra Amsterdam es el punto clave de la lectura sinfónica debida a Bernard Haitink: la calidez del instrumento (que aprendió Debussy a través de Mengelberg) impregna esta soleada interpretación: escúchese en este sentido la aportación del corno inglés (cc. 90-91). Supremamente refinados, la naturalidad de los tempi va construyendo sin esfuerzo un intenso y urgente clímax. La absoluta fidelidad a las marcaciones se combina con la apariencia ideal de improvisación y espontaneidad, tan laboriosamente obtenidas. La toma sonora se cuenta entre las mejores de la era analógica: la espaciosa acústica del Concertgebouw recupera con fino detalle la imagen orquestal en perspectiva realística (Decca, 1976).




La integral de la obra debussyana debida a Jun Märkl ha levantado tales opiniones beligerantes que la hacen merecedora de un breve comentario. El tempo deriva por indulgentes meandros que se alternan con urgentes rápidos, en secuencias episódicas que perjudican el natural ritmo de ritmos, deshomogeneizando –en palabras de Debussy, refiriéndose a una interpretación no de su agrado– la pieza. La grabación se inclina por los vientos, que vertebran el armazón orgánico de la pieza sobre el aura espumosa de las cuerdas. Se echa en falta una mayor presencia de los argénteos címbalos antiguos de la Orchestre National de Lyon (Naxos, 2007): la siesta se complace en la ataraxia y se desliza, sin carácter ni drama, en indolencia catatónica.
 




Y para cerrar el círculo, ya tenemos aquí a Debussy con instrumentos de época, es decir, los ya escuchados en la versión de Straram, con sus rústicas maderas de pabellón estrecho y sus cuerdas de tripa: Anima Eterna Brugge dirigida por Jos van Immerseel. Naturalmente la ventaja es la considerable mejora en términos técnicos (ZZT, 2012). Las texturas son menos intensas pero de compensatoria claridad, refrescante y acuarelada palidez. Quizá era esto lo que deseaba Debussy: “Las mejores interpretaciones son generalmente aquellas que la orquesta suena como cristal, tan ligera como unas manos femeninas”.
 





Las virtudes de Sergiu Celibidache han sido elogiadas desde este púlpito en repetidas ocasiones. La lentitud cargada de tensión con que guía a la München Philharmoniker en este DVD paréceme inexorable (Ideale Audience, 1994). Experimenten una vez más el poder del hechicero.

Debussy: La mer

El concierto del 15 de octubre de 1905 que estrena y aniquila La mer, la nueva obra de Claude-Achille de Bussy es una encerrona, un juicio sumarísimo a la vida privada del compositor. Veamos por qué: Hacia 1903, fecha de inicio de la composición, Debussy encadena diversas aventuras de carácter sexual a espaldas de su mujer (a la que acusaría de prostituirse en su círculo de amistades). El asunto de la separación causa extraordinaria sensación en el pequeño mundo del músico y en el gran mundo de la sociedad parisina en su apogeo de esplendor cosmopolita (del que hoy vive todavía): el intento de suicidio, el disparo bajo el corazón, la colecta entre los amigos de Debussy en beneficio de la esposa abandonada, el seguimiento mediático del proceso ante los tribunales, e incluso una obra de teatro escenificando el affaire. En este turbulento, críptico y bizarro período de estado mental convulso y renovador, de tormenta sentimental donde ondean júbilo y depresión, se gesta La mer.

Prácticamente libre de influencias, la composición desafía una clasificación rígida y formal: “La sinfonía pertenece al pasado debido a su grosera elegancia, a su orden ceremonial y a su público fanfarrón y perfumado. Después de Beethoven se trata tan sólo de la respetuosa repetición de las mismas formas con menores fuerzas. Hay que mirar al cielo por la ventana abierta”. Por consiguiente, esta respuesta subversiva del autor a la herencia cultural nos impone abandonar los conceptos tradicionales: presenta una forma vaga y abierta, de flexibilidad improvisatoria, articulación inmaterial, expresión promiscua, texturalmente ambivalente, indefinida motívicamente, modalmente ambigua; un estudio aislado de técnica compositiva, donde, dada la ausencia de desarrollos, los motivos son constantemente propagados por derivación de temas anteriores en un flujo ininterrumpido, un proceso evolutivo, diríamos que narrativo en tanto hay una progresión cuidadosamente secuenciada. Evitando hacer una descripción sonoro-pictórica, Debussy trata de profetizar una trasposición intuitiva de todo lo que la naturaleza tiene de «inexpresable», y forma con tonos los cuadros que la naturaleza evoca en él: sus voces, sus colores, sus olores y sus ruidos se convierten en símbolos sonoros, en matices, que crean un organismo formal con la insondable regularidad de lo natural. La proyección monumental la construyen la densa y lógica estructura temática, y la esencial variedad polirítmica (vertiginosa, ligera, elástica) que supera cualquier obra anterior.

Orquestación tan variada y tumultuosa como el mar mismo, abundante en indicaciones dinámicas piano con la intención de aligerar las texturas y definir los estratos de actividad en las que se mueven las líneas a diferentes velocidades, y que han sido ignoradas en la mayoría de las interpretaciones. Líneas sostenidas y delicadas, fantasmales, que se asocian con sentimientos y pensamientos, miedos, culpabilidades y eventos apocalípticos, y cuyos arabescos forman una delicada tracería, ornamental y no figurativa (como la contemporánea decoración art-noveau). Sin perder el carácter lógico y estructurado de la música, su intangible, volátil armonía (sin llegar a la atonalidad de Schoenberg y sus cachorros) deja de ser funcionalmente constructiva en favor de reflejar una sucesión de colores cambiantes: ”Yo vivo en un mundo imaginario, que se pone en movimiento por algo sugerido por mi ambiente íntimo más que por influencias externas, que me distraen y de nada me sirven. Si algo original ha de llegar de mí, ha de ser desde el fondo de mí mismo, lo que me produce una exquisita alegría”.

Piero Coppola registró en fecha muy temprana con un conjunto de nombre enciclopedista -la Orchestre de la Societé des Concerts du Conservatoire du Paris- un impagable documento que muestra como la mayoría de las interpretaciones posteriores se han apartado radicalmente de las sutiles intenciones del compositor: la tenue sonoridad en el portamento de los violines, casi sin vibrato; la inestable propulsión de los tempi… La avanzada edad de la toma sonora impide descifrar mayores detalles texturales o dinámicos (Andante, 1932).

La necrológica dedicada a Arturo Toscanini por el New York Times proclamaba que: “Se esforzaba con el máximo celo para plasmar lo más exactamente posible las intenciones del compositor, tal como estaban impresas en la partitura… El concepto de fidelidad absoluta… ”, etc. Discutámoslo: Criado en la tradición germánica, Toscanini crea una jerarquía artifical de melodía y acompañamiento, exagerando las dinámicas en busca de la saturación wagneriana, crucial en la formación de su estilo interpretativo. El ingrediente secreto del “sonido Toscanini” quedó al descubierto al examinar sus salpicadas (de anotaciones) partituras, en la que había reescrito dos páginas completas (permanenciendo en el espíritu de la música), y según él consensuadas con el propio Debussy; (Lebrecht le acusa de que en privado afirmaba: “Cambie todo lo que quiera, pero no se lo diga a nadie”). De cualquier modo, la composición queda estructurada con precisión cristalográfica y sobriedad rayana en la brusquedad, en una ostentación virtuosa de grandeza épica. Partiendo de un dramatismo audaz en los tempi, la partitura es brutalizada, abriendo una perspectiva salvaje (lo que chirría con la conocida anécdota según la cual, para explicar su visión de la obra lanzaba al aire un pañuelo de seda y lo miraba triunfante según descendía lentamente hasta el suelo). La solamente pasable BBC Symphony Orchestra (EMI, 1935) cae bajo su hechizo, con un espeso sonido de los vientos, considerable vibrato y escasa flexibilidad en los pasajes rápidos. Aparte de la toma sonora de dinámica comprimida, con chatas frecuencias extremas, está el inquieto y tosferítico público londinense. Hay otros registros de la obra con la NBC Symphonic Orchestra (RCA, 1950) y (Guild, 1953), de mayor control y delicadeza, pero en ninguno hay tal incomparable magnetismo, furia intensa, amenaza. Para los enfermos he añadido unos minutos de ensayos en los que el Maestro vocifera a placer (“Vergogna, vergogna per noi…”).

Sviatoslav Richter clamaba que el más bello disco jamás registrado era el de Roger Desormiere dirigiendo La mer a la Czech Philharmonic Orchestra (1951). Quizá el insigne pianista ruso poseía un vinilo de mejor prensado que el Parliament del que dispongo, o puede que el cd editado por Dante Lys tampoco sea un modelo de reprocesado. A pesar de los tristes mimbres sonoros, sí se puede aventar un fraseo sensible y elegante, y un sentido del drama que preludia a Stravinsky.

La vasta superficie del agua se abría y trazaba en mil canales antagónicos, reventaba bruscamente en una convulsión frenética -encrespándose, hirviendo, silbando- y giraba en gigantescos e innumerables vórtices”: En este atormentado y mahleriano mar interior Dimitri Mitropoulos interpreta a su manera las indicaciones dinámicas prescritas por Debussy. Tempi raudos en el concierto de 1950 de la New York Philharmonic (EMI).

Toscanini decía que cuando escuchaba a su protegido Guido Cantelli le parecía estar escuchándose a él mismo. Al menos en la pieza que nos ocupa yo no soy capaz de atisbar el menor paralelismo en esta relajada grabación con la Philharmonia Orchestra (Testament, 1954), en la que sabiamente utiliza la sordina en los metales para sugerir profundidad y perspectiva.

Charles Munch dispuso en su retiro americano de una Boston Symphony Orchestra en su cima técnica en todas las secciones. Brillantes colores fauvistas pendulan con vigor, vibrando brumosos con sensualidad, gracia y delicadeza en las respuestas de las frases. Las suaves transiciones de tempo permiten apreciar su aprendizaje cuando estuvo de concertino a las órdenes de Furtwängler. Quizá demasiado parca la percusión. Cercana toma sonora, con un ligero soplido de fondo que denota la edad (RCA, 1956).

La orquesta del Concertgebouw de Amsterdam conoció tempranamente a Debussy a través de Mengelberg (quién lo había aprendido del propio compositor). Así pues, plena autoridad en este registro ascético pero lleno de luz interior, comandado por Eduard Van Beinum y de sonido añejo y seco (Philips, 1957).

El Festival de Salzburgo de 1957 presentó a George Szell dirigiendo a la Berliner Philharmoniker (Orfeo, 1957) en una aproximación intelectual, de claridad tímbrica y disciplina rítmica. Una profecía que se revelará en Boulez.

Músico, filósofo, matemático, Ernest Ansermet concebía la interpretación como una forma de humanismo, concisa y pulcra. En la línea de disección sonora, objetiva, cristalina, coherente, sin rubato, algo distante y excesivamente controlada y planificada, sin la intensa chispa de su admirado Toscanini. La Orchestra de la Suisse Romande quizá no tenga el nivel de otras grandes formaciones continentales, pero las ocasionales estridencias de los vientos quedan soslayadas por la precisión cartesiana con la que se imponen la duración de las notas. La vacilación en las marcaciones soutenu (leídas frecuentemente como retenu), y la inserción de pausas no previstas por el compositor, son una especialidad de la casa. La excitación brilla en el uso opcional del glockenspiel en lugar de la más suave celesta. Las cuerdas palidecen lentamente en la grabación Decca de 1957.

La precisión rigorista de Fritz Reiner por las indicaciones metronómicas, dinámicas y agógicas fue más allá de la inhumana disciplina. Un dominio orquestal inquietante, pero de algún modo mecánico, sin ciertas de las sutilezas requeridas (vitalidad, embriaguez). La grabación, realizada con un solo micrófono en la admirable acústica del Chicago Symphony Hall (RCA, 1960) es brillante y poderosa.

En las devotas manos de Carlo Maria Giulini La mer es el meditado rescoldo de la tradición germano-sinfónica del S. XIX. El cuerpo adamasquinado de la Philharmonia Orchestra (EMI, 1962) otorga una apropiada primacía a los vientos, plena de seducción lírica e implicación emocional. Ligereza efusiva y tumultuosa en los tempi. Asombrosa la manera en que las arpas se hacen eco sin establecer un pulso regular. Grabación producida por Walter Legge, o sea, rozando la perfección, con una toma sonora de perspectiva ligeramente distanciada que preserva el sentido de misterio sin deteriorar el detalle. La tardía aproximación con la Royal Concertgebouw Orchestra (Sony, 1994) pierde el embrujo luminoso y ardiente.

Como es habitual con Herbert von Karajan puede ser discutible la concepción, nunca la excepcional ejecución (DG, 1964): de aristocrático perfume wagneriano, exagerando el carácter romántico de los clímax, amplificando las marcas forte en las cuerdas y prácticamente ignorando los diminuendi en el acompañamiento. Sus tempi son muy cercanos a las veloces indicaciones de la partitura (no obstante, al ser requerido Debussy en los ensayos previos al estreno cuál era el tempo correcto exclamó: “Yo no siento la música del mismo modo cada día”). Los dieciseis violoncellos que la lujosa Filarmónica de Berlín se permite logran dar una pátina opulenta a la divina y acuática sonoridad (oscura, redonda, sin ángulos). La cavernosa acústica de la berlinesa Jesus-Christus Kirche añade su particular coloración y atmósfera a la translúcida grabación. Los posteriores acercamientos a la obra (1977 y 1985) se encuentran alejados ya del punto de combustión espontánea.

Los más de 90 años de Leopold Stokowski no fueron obstáculo para su afectada imaginación, ralentizando y romantizando las espesas texturas que saturan de colores los atriles de la London Symphony Orchestra (Decca, 1970). Impactante toma sonora de este perverso enfoque a lo big band.

El Debussy de Jean Martinon debe ser considerado como su más fiel legado: “El mar es un niño, juega, no sabe lo que hace realmente… tiene cabellos largos, vistosos, y un alma… va y viene cambiando sin cesar”. De expresividad en la mejor tradición francesa a la antigua, plena de sugerencias e insinuaciones en las sutiles acentuaciones. Tentativo, plástico, de etéreas texturas, con clímax que se difuminan casi antes de haber comenzado. Verdaderamente poderosa la entrada de los trombones, después de la pasividad del interludio (compás 132). Al mando de la Orchestre National de l’ORTF (EMI, 1973) la grabación asemeja un rumor cálido y profundo, mientras las harpas rielan sobre la superficie de las cuerdas.

Bernard Haitink es un director todo terreno, de técnica sobria e incisiva. En ciertos aspectos se asemeja a Van Beinum, pero no tiene la espiritualidad ni el raro misticismo de éste; es más prosaico y preciso, más expeditivo y contundente. Va también más lejos en su objetivismo, aunque ha heredado algo del mágico equilibrio de su antecesor. Cualidades que le han permitido mantener de forma admirable todos los valores sonoros, el balance, la igualdad, la suavidad de arcos, la dulzura de maderas, el poder de metales de la Concertgebouw Orchestra de Amsterdam, que aparece como un inapelable conjunto de cámara en su perfecto empaste. El falso sentido improvisatorio engarza con un refinado y controlado detallismo que llega a ser mareante. A base de líneas elipsoidales en los metales construye uno de los clímax conclusivos más impactantes de toda la discografía. Significativamente Haitink escoge el susurro de la celesta en lugar de la brillantez del glockenspiel. Naturalidad analógica de la toma sonora, insuperable por entonces (Philips, 1976). Atención: en la edición conmemorativa del director manejada aquí los canales estéreo están invertidos.

Lectura muy personal la de Giuseppe Sinopoli al frente de una virtuosa Philharmonia (DG, 1988). Puntillismo pictórico, mar agitado, cinemático, sin respetar que la excitación se eleve peu à peu como pedía Debussy.

Vientos beligerantes, metales estridentes, cuerdas turbulentas, timbales desquiciados… bienvenidos a la música contemporánea: Leonard Bernstein canta mientras pone en escena los diferentes estratos rítmicos y tímbricos; empuja, retiene, sustenta los tempi. Los miembros de la Orchestra dell’Accademia Nazionale di Santa Cecilia (DG, 1989) ponen todo su empeño en complacer a su ring master. La mezcla de micrófonos delira a tres pistas.

Sergiu Celibidache debía conocer que la construcción de un barco destinado al Mediterráneo (de olas cortas y rápidas) es sustancialmente diferente a la de un barco destinado al Atlántico (de ondas de gran amplitud y profundos senos). Y es que nunca ha sonado La mer más oceánica. El maestro rumano deliberadamente expone la supremacía de la textura tímbrica sobre el tempo, enfatizando cada brizna de espuma, cada belleza de la orquestación con ataques suaves, acentos aplacados, desdibujadas atmósferas, alternando turbulencia de colores y clímax salvajes en una cadencia sensual y suntuosa. La Münchner Philharmoniker (EMI, 1992) en un ataque alucinatorio de lirismo apasionado, esconde el drama insospechado bajo las interminables lineas legato. Melancolía, tristeza, gravedad, tiempo suspendido, sensación de obra sin finalizar, como las óleos pintados y repintados una y mil veces por Antonio López. Percusión escasamente audible como ejemplo de la búsqueda de equilibrio entre secciones instrumentales. Sensacional grabación, espacialmente envolvente, rotunda en los graves, con presencia casi táctil del misterio. Lo bello y lo siniestro.

En 1967 Pierre Boulez viajó por un mar glacial cuajado de icebergs; quizás la grabación (CBS) de la New Philharmonia Orchestra –cortante, de graves sumergidos– propicia esta percepción. Con casi treinta años más de experiencia, le capitain leva anclas con el mismo rumbo: Escrupuloso, analítico, deshumanizado orteguianamente: “Lo más importante en una obra maestra es quitarle el polvo”. La exactitud (rítmica, dinámica) siempre ha sido el rasgo característico de la Orquesta de Cleveland (DG, 1995); Boulez le añade su disciplina naval, su rigor lógico y lúcido, su refinada y flexible convicción. Precisión despiadada y astringente, clara en los detalles y en las corrientes subyacentes, fraseadas en largos impulsos, que se conjuga equilibradamente con la revelación en toda su frescura de las estructuras (quizá la mayor debilidad de la obra), dando sentido de continuidad gracias a la naturalidad y fluidez de las transiciones: ”La orquestación refleja no sólo ideas musicales, sino el tipo de escritura destinado a dar cuenta de ella”. La toma de sonido, de vasto rango dinámico, transparenta la partitura.

Alejado de la brumosidad a la maniera antiqua, Mariss Jansons nos presenta un mar oscuro como el oporto, de olas densas, inconteniblemente pesadas, de metronómica precisión, sin lugar para el rubato. Si maravillosa es la contribución de los vientos, no lo es menos la etérea aparición de un coro de voces blancas a cargo de los segundos violines en el tercer movimiento. La acústica del Concertgebouw es incomparablemente cálida, la amplitud espacial y riqueza de detalle arrebatadas a la Royal Orchestra en esta grabación en directo (RCO Live, 2007), soberbias.

Discovering Music on BBC Radio 3 considers the music and historical context in detail to Debussy’s La Mer. A must.