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Ravel: Boléro

Maurice Ravel contaba la anécdota de un vecino a quien escuchaba desde su casa reproducir con frecuencia la grabación del Boléro. Extrañado Ravel de que no oyese más que el primer disco de los dos de que constaba, al encontrarle un día le preguntó el porqué de tal hecho, a lo que el melómano le contestó: “No vale la pena escuchar el otro disco, pues es lo mismo”. 

¿Tenía razón el vecino de Ravel? Sobre un inerte ritmo asimétrico de cuatro compases en la caja orquestal un tema simple gira sin cesar, la primera parte A (en Do mayor, asociada a los instrumentos más clásicos) en dos ocasiones, la segunda B (en do menor, asociada a los instrumentos jazzísticos) otras dos. Un da capo eterno, un estudio del crescendo (no gradual sino aterrazado, cuyos estadios sucesivos están ferozmente medidos, con una especie de flema inexorable), sin ningún desarrollo orgánico ni variación, el caleidoscópico color instrumental haciendo soportable su uniformidad, la inmisericorde amplitud dinámica la variedad de la monotonía. El tempo es rígido, la tonalidad inquebrantable. Espíritu obsesivo, fascinación de la inmovilidad, estupor de la pobreza melódica, indolencia del sueño, música de hipnotizador, cabeza de Gorgona que encanta los sonidos. El sortilegio súbito es lo único capaz de interrumpir el movimiento perpetuo: la modulación a mi mayor rompe el hechizo de manera repentina y lo encarrila por la coda liberadora durante ocho compases previos al cataclísmico piu fortissimo (fff) y la drástica cacofonía cromática (el fallo mecánico) que disuelve la orquesta.

Ravel, integrado en su época, sigue la tendencia neoclásica: armonía tonal, claridad formal, tímbrica de brillante colorido, transparencia del dibujo melódico y firmeza del ritmo. Ahora bien, el tratamiento de la orquesta como una máquina, fuente de ruido y velocidad (el montaje escultórico de Balla) le engloba de lleno en la era Constructivista.







Haciendo caso omiso al raveliano dictamen “un experimento orquestal sin música” que “los grandes conciertos jamás tendrán el descaro de incluir en sus programas” Piero Coppola pidió autorización al compositor para realizar la primera grabación mundial del Boléro en 1930. Ravel, que desconfiaba de su temperamento latino, otorgó su consentimiento a condición de su presencia el día 8 de enero en la Sala Pleyel. Según Coppola, el compositor censuró su decisión de acelerar a mitad de obra (en la figura nº 15) tirándole de la chaqueta en plena toma, libertad corregida (en parte, dado que hay un ligero incremento -fluctuante- hasta el final) en un segundo intento. Tempo y articulación son eminentemente danzables, asumiendo su herencia del ballet. La Grand Orchestre Symphonique suena variada: mientras el flautista, siempre afinado, resuelve las marcaciones legato y staccato, clarinete y fagot sufren desajustes rítimicos y entonación incierta. A partir de la f. 8 el pizzicato en la cuerda grave sugiere incrementalmente un martillo percutiendo, que, para la entrada de la segunda caja (f. 16) intensifica la sofocante orquestación (fortissimo y miriadas de semicorcheas en tresillos). En f. 18 la energía inflaccionaria se matiza con la cruda transposición del conjunto a una tercera mayor: finalmente la fricción entre melodía y mecanismo causa ignición y el edificio se colapsa con un efecto glissando en trombones barbáricamente prestado del jazz. La edición de Andante respeta el sonido primitivo y sufre el limitado rango dinámico propio de la grabación eléctrica, pero logra mantener la entonación correcta. Las de Cascavelle y Urania ofrecen menos detalle, aparte de la afinación desviada por la velocidad inadecuada.





Al día siguiente, 10 en punto de la mañana, margen izquierdo del Sena, exterior del salón de baile Bal Bullier. Los primeros rayos de sol sorprenden a los noctámbulos y revelan la sucia y descolorida realidad que la iluminación artificial barnizaba de atractivos dorados. Maurice Ravel aparece, puntual y elegante, preguntándose que hace despierto a una hora tan temprana. En el interior aguarda la Orchestre des Concerts Lamoureux, que lo recibe cordialmente. Albert Wolff, su director habitual, ensaya la obra. Después de cada sección, concienzudo y preciso, Ravel escucha las tomas y apunta infalible los defectos, sacudiendo la cabeza: “Demasiada celesta”, “trompetas escasas”. Los atriles de las trompas se mueven, los obóes dejan más espacio. Al fin, el exacto equilibrio es conseguido y Wolff cede su batuta al compositor. Ya en el podium, a una señal del ingeniero, la muñeca de Ravel comienza una rígida batida de tres cuartos. Un fuerte chasquido del contrabajo al final de la primera parte hace necesaria otra toma, algo que el compositor acepta con buen humor. El nuevo intento sale tan bien que Ravel lanza complacido su batuta sobre la partitura, arruinando la toma. Perfecta por fin, la grabación es audicionada y aprobada por los presentes. A las 12:30 el maestro huye en taxi de sus fans parisienses. Veamos qué ofrece el histórico documento: Ravel oscila entre la volatilidad inestable y la contención moderadora, entre lo casto y lo sensual, siempre con un sentido de resistencia, seguramente producto de su agarrotamiento a la hora de dirigir. En la primera mitad los solistas de viento y metal se separan libremente del acompañamiento rítmico (aplastando alguno de los grupos de semicorcheas del tema principal, o con ligeras anticipaciones agógicas), mientras en la segunda agudizan la gradual pero inexorable asimilación dinámica de lo individual en lo colectivo. La marca vibrato colocada tras la f. 6 se observa con moderación. Tempo severo y estricto, quasi metronómico, que Ravel comienza ligeramente más rápido (negra=66, ateniéndose a su partitura personal) que Coppola (63), aunque hacia la entrada de la celesta (f. 8) esto se ha corregido. Y no lleva la pieza hacia el cataclismo que ha llegado a ser norma. Aunque las orquestas de estas dos grabaciones son diferentes, es muy probable el uso compartido de los solistas para los vientos exóticos: por ejemplo el obóe d’amore (casi inaudible, de cuya sonoridad Ravel quedó muy decepcionado: por ello suele ser tocado por un corno inglés) ostenta en ambas un similar vibrato, rápido y nervioso. La edición de Andante consigue la afinación correcta a 16:17, en contra de otras (Dutton y Urania, donde además falta medio compás).





Quizás los motivos comerciales (poderoso caballero) llevaron al Ravel empresario a criticar el resto de grabaciones de la obra (solo ese año se realizaron nada menos que 25): “Tengo que decirle que el Boléro raras veces lo dirigen como habría que dirigirlo. Mengelberg acelera y ralentiza en exceso” (Concertgebouw Amsterdam, Pearl, 1930). Pero sin duda la palma se la lleva el llamado Toscanini affaire: “Toscanini lo dirige dos veces más deprisa de lo necesario y ensancha el movimiento al final, lo cual no está indicado en parte alguna. No: el Boléro hay que tocarlo en un tempo único de principio a fin, en el estilo lamentoso y monótono de las melodías árabe-españolas. Cuando le hice notar a Toscanini que se tomaba demasiadas libertades, me respondió: «Si no toco a mi manera, carecerá de efecto». Los virtuosos son incorregibles, sumidos en sus ensoñaciones como si los compositores no existieran”. Piero Coppola, testigo directo del enfrentamiento (los gestos desaprobatorios de Ravel en pleno concierto saltaron a los peródicos), decía que su paisano aceleraba “para obtener un efecto de dinamismo ibérico, el cual él creía estaba justificado por la naturaleza de la obra”. Con posterioridad los dos artistas expresaron públicamente su admiración mutua, pero Toscanini jamás grabó la obra en estudio. El único archivo sonoro que documenta el affaire es el tardío concierto del 21 enero de 1939 con la NBC Symphony Orchestra. Han pasado nueve años pero es cierto que a partir de la f. 8 Toscannini acelera el paso (de negra=71 a 78), si bien en todas y cada una de la repeticiones de la melodía B ralentiza idiosincráticamente el ritmo en la secuencia de staccati. El sonido (Fono), proviniente de la transmisión radiofónica, es suficiente para hacernos sufrir las intervenciones de los vientos solistas, trufadas de imperfecciones (atención al trombón).




Entre 1949 y 1963 la RCA trabajó agresivamente el mercado para asegurar a Charles Munch y la Boston Symphony Orchestra como propietarios del nicho impresionista (en cerrada disputa con Szell-Cleveland y Ormandy-Philadelphia), realizando continuas grabaciones (tanto en estudio como en vivo, en mono y en el horrible Dynagroove) y reediciones redundantes en LPs con portadas más o menos inspiradas (The Virtuoso Orchestra, The French Touch). La versión de 1956 contiene los parámetros de un genuino Boléro: El nerviosismo rebosante, sardónico y tórrido, la resuelta nasalidad de la línea del corno inglés. El ostinato también es extraordinario: se advierten las percusivas corcheas en la viola pizzicato, habitualmente sepultadas, y la exagerada percusión entre solos presagia la histeria final. En sus posteriores acercamientos la prudencia y la reflexión se imponen, especialmente aquella inexorable realizada en París en 1968. Característica de Munch era su renuencia a ensayar por anticipado las grabaciones: así permitía a los intérpretes un amplio margen para desarrollar su arte en un toma y daca similar a la improvisación popular (y sin seguir de manera decente las marcas de la partitura). La articulación, escrupulosa y seca, era considerada un atributo del refinamiento francés (y de hecho debía sonar extraña a los oyentes americanos) y beneficia una claridad extrema de la conversación orquestal. La profundidad de la paleta incluye la amplia variedad de efectos pizzicato, los diferentes grados tímbricos que invoca, el cuidado con que elabora las texturas.



Desde 1952 hasta 1963 la esencia de la cultura francesa más distinguida estuvo corporeizada en la Detroit Symphony Orchestra, erigida a réplica de las que Paul Paray había dirigido en Francia. Sorprendente por la tensión amenazante (13:30) y la articulación precisa y luminosa a manera de un puntillismo musical. La fantástica calidad de la grabación, como fue norma en Mercury, merece un comentario aparte: Toma sonora elaborada mediante un único micrófono colgado 5 metros sobre el podium del director y registrada sobre cinta de celuloide de 35mm. Durante su realización, mientras Paray incrementaba paulatinamente el volumen de la orquesta, el ingeniero de sonido disminuía la sensibilidad del micrófono para que tanto la callada apertura como el cataclísmico final se ajustaran al rango dinámico del equipo de grabación. Este proceso se manifiesta en la gradual desaparición del siseo de fondo hasta que es enteramente inaudible. Atención: La contraportada del vinilo aconsejaba su escucha a todo volumen (!) para poder apreciar sus virtudes, que son, entre otras, la panorámica espacial, la detallada situación holográfica, la atmosférica acústica del auditorio, la exquisita resolución tímbrica, prácticamente táctil. Y en los primeros compases, el tráfico de Detroit en 1958.





La Orchestra de la Société des Concerts du Conservatoire era en 1961 un conjunto de primera línea, asociado a la organización de prestigiosos conciertos y no un grupo estudiantil como pudiera invocar su nombre. André Cluytens erige con ella una lectura (EMI) de sugestiva atmósfera onírica, texturas contrastantes, fuego vibrante. Los timbres distintivos en maderas (palpitantes) y metales (nasales) proporcionan una nueva iluminación a la obra. Los vientos desordenados, que buscan a tientas sus solos (especialmente el clarinete), son parcialmente oscurecidos por metales y percusión mientras intentan portar el tema. Estupenda la sección de la celesta y demasiado decente el trombón. El tempo permanece siempre en la marcación sugerida por Ravel (negra=66).
Todavía en 1974 se atisba el sonido específicamente francés de la Orchestre de Paris (fundada con los profesores de la Société des Concerts du Conservatoire). Jean Martinon, que había tocado el violín bajo la dirección de Ravel (“en contraste con el carácter sensual de su música, su temperamento conduciendo era neoclásico, riguroso”), recrea las inexistentes variaciones melódicas con un controlado hedonismo justo bajo la superficie, las texturas moldeadas con un voluptuoso conocimiento carnal que sugiere una dimensión ritual, exótica, antigua. La tensión crece maravillosamente con intoxicado abandono (cada ínfima gradación dinámica se aprecia), y el brutal colapso en los perfumados y delirantes compases finales invoca una danza sacrificial (La consagración de la primavera) y traza una trayectoria única de creación-apoteósis-destrucción. Toma sonora realizada en origen cuadrafónicamente (EMI), que suena excelente (amplia y profunda, con información direccional) en cálido estéreo.





He hardly moved. With the eyes closes and the hands barely chest high, Karajan gave us the beat with a single finger, and even that barely moved. With each new addition, the hands moved fractionally higher. It was a form of hypnoses, I suppose. What we sensed was the power of the music within him, and that was bound to affect us. So with each slight lift of the hands the tension became even greater. By the end of the piece, the hands were above his head. And the power of that final climax was absolutely colossal”. Podría decirse lo mismo de este registro, casi se puede visualizar a Herbert von Karajan en su hipnótico comando hacia la colosal conclusión que el flautista Gareth Morris describe. A pesar de abarcar todo el espectro musical Karajan nunca ocultó su pasión por la música francesa. Hay una cierta masividad industrial en el ritmo soñoliento y estable, aunque los solos tempranos no son pudibundos. En la f. nº 4 Karajan acolcha los pizzicati en unos pretendidos rasgueados flamencos y en la f. nº 12 propulsa abruptamente el timbre de la percusión por la adicción temprana de la segunda caja, ligeramente desincronizada. Show estético sin remordimientos y estrictamente calculado: no hay abandono en los compases finales, sino meditación y consciencia de la perfecta belleza tonal, con un control de tensión casi bruckneriano, incluso en los perfectas síncopas jazzísticas. La refinadísima Berliner Philharmoniker dibuja texturas aterciopeladas y sensuales (sobre todo en los vientos, uniformemente anónimos), pero la percusión es teutónicamente rígida, rezumando militarismo. La grabación (DG, 1965) recupera la abierta y fresca acústica de la Berlin Jesus-Christus Kirche, y otorga en la mezcla una irreal preeminencia a las cuerdas, que en la conclusión casi ahogan a los metales.





Sabido es que a Ravel no le gustó el montaje de la premiére en 1928 para Ida Rubinstein diciendo que el habría preferido un acento mecánico más que sexual: “Mi Boléro debe su concepción a un factoría. Algún día debería interpretarlo con un fondo industrial”. Decía Pierre Boulez que “la genialidad de Ravel es encontrar el color exacto para cada línea melódica”. Seguramente la genialidad de Boulez sea encuadrar el Boléro en aquella perspectiva robótica. La claridad clínica asociada habitualmente a Boulez es precisamente lo que Ravel demandaba: un respeto absoluto a la letra de la partitura, sus notas, tempi, dinámicas… Por tanto Boulez es el intérprete ideal, que habla aquí su lengua nativa: el espíritu analítico, el oído perfecto, desmenuzador, y la propia afinidad temperamental con el compositor. Esta visión maquinista deriva de la imagenería de los escritos de Ravel: “los eslabones de una cadena o una línea de montaje en una factoría”, ”máquina ostinato”, “patrones de código Morse”. Tempo disciplinado, atildado, pero no exactamente metronómico, con una sombra de amenaza ocasional. Justo antes del solo del clarinete en mi bemol, Boulez enfatiza la línea melódica descendente del arpa, un efecto a menudo olvidado. La celesta repica valientemente en el pasaje politonal misterioso (f. 8) cuando junto a trompa y dos piccolos concurre el tema (armonías colisionando) en tres claves diferentes (Do, Mi, Sol). Tanto solistas como conjunto (Berliner Philharmoniker) ejecutan la pieza de manera insuperable. Otra grabación en la mágica atmósfera de la Berlin Jesus-Christus Kirche, con una palpable sensación de perspectiva espacial, la microfonía meticulosamente planificada y manipulada ingenierilmente para reproducir los colores de manera deliciosa.





Ravel requirió para el Boléro una duración de diecisiete minutos, pero hay muy pocos directores capaces de arriesgar un vuelo tan amplio. Sergiu Celibidache nos regala su visión, personalísima, exagerada, insuperable. Imposiblemente lenta (18:11), perturbadoramente obsesiva, como una procesión religiosa circular (y por tanto infinita, cual cinta de Moebius). Por momentos esta aproximación apocalíptica, casi estática, permite a los músicos de la Münchner Philharmoniker relajarse y mostrar su personalidad: por ejemplo, el descarado tono seductor del saxofón. Concordando curiosamente con su archienemigo Karajan el maestro rumano introduce la segunda caja coincidiendo con la entrada del tema en los violines (f. 12). La insistencia alucinatoria del tempo inmutable procura sin embargo la sensación de accelerando constante, una ilusión auditiva, ya que el ritmo permanece estable. Para enfatizar la estructura teorética de la obra (sobre las posibles consideraciones dramáticas) Celibidache mantiene el equilibrio intrínseco entre los planos sonoros, sin desatar el control dinámico hasta el colapso final. En general, las grabaciones han pasado de (intentar) reproducir la perspectiva del director al panorama del público. Aquí (EMI, 1994), éste perturba ligeramente la carnosa toma sonora. El vídeo adjunto (EuroArts, 1994) titila un ritual arcaico dentro de un estilizado Art Nouveau que tiene un no se qué de wagneriano.




La pedagógica lectura de Jos van Immerseel se basa en enfatizar los contrastes tímbricos entre instrumentos. Como en anteriores ocasiones los miembros de Anima Eterna emplean los instrumentos más cercanos a la época y lugar de composición, e incluso llegan a ceder su puesto a especialistas locales (excepcional la sutileza dinámica del oboe d’amor): Dicha ortodoxia historicista revela el color provincial de cada atril, a veces insospechado (la celesta argéntea). Casi inexistente vibrato en cuerdas (de tripa, en pequeño número, sólo 38) o vientos, excepto cuando Ravel lo solicita expresamente. La interferencia entre contrafagot y clarinete grave zumbando bajo el solo de trombón es apasionante, pero suena muy natural (como sus pequeños portamenti), y los últimos compases están inundados de bastos y lascivos glissandi, exponiendo a la luz las infidelidades jazzísticas de Ravel. Para el siempre problemático tempo Immerseel reconoce haber estudiado la interpretación (tan elegante como indolente) del propio autor y no intenta incrementar la tensión acelerando el paso, objetivamente frío, austero y arisco (negra=60). Zig-Zag Territoires (2005) produce un resultado sonoro final de diamantina claridad.




Sobre la relación de Ravel con la cultura vasca hay que señalar que el contacto que mantuvo con esta realidad durante toda su vida (aprendió maternamente el euskera) tuvo una indiscutible presencia en su creación artística y hay quien ve evidente la referencia al txistu y el atabal en los primeros compases del Boléro: se encontraba de vacaciones en San Juan de Luz –donde veraneaba cada año– en el momento de escribir esta obra. De ahí que la transgresora lectura que recrean Katia y Marielle Labèque sobre la propia transcripción para dos pianos del compositor (en Ravel la orquestación es un ejercicio técnico posterior a la composición, por tanto esta transcripción podría asemejarse a la materia primigenia) tenga al menos un sentido alternativo. Gustavo Gimeno (percusionista del Concertgebouw Amsterdam) y Thierri Bescari recrean con sutileza el efecto rítmico de la partitura original, continuamente renovado por los cambios en la inusual panoplia de instrumentos vascos (atabal, txepetxa, ttun ttun, txalaparta, tobera). De esta manera las hermanas Labèque quedan liberadas para, modestamente, centrarse en pintar con libertad agógica melodía y armonía. La diversidad de colores y texturas sigue siendo asombrosa, aunque el crescendo pierda las variaciones tímbricas progresivas, y cuando la percusión llega a ser prominente se añade un fantasioso toque exótico. Experimento cautivante, primitivo, salvaje, telúrico, del pasacalles universal (KML, 2005).

Ravel: Concierto en Sol

En 1929, habiendo conseguido reconocimiento popular y desahogo financiero a través una maratoniana gira de conciertos por Norteamérica, Maurice Ravel se propone crear un concierto para piano con el objetivo de sacar el imaginario virtuoso que lleva dentro (las críticas hablan de que era incluso peor pianista que Brahms), y que será el resultado de un perfecto equilibrio entre júbilo exuberante y luminoso, rigor arquitectónico, claridad textural, empuje rítmico, empleo colorístico de la armonía tonal y una sensible, infalible y tornasolada orquestación.

Dividido en 3 movimientos (Allegremente, Adagio assai y Presto) este divertimento musical, delicioso e inútil, arranca con el chasquido de un látigo y trota con vitalidad petrushkiana. El piano concierta desde el primer compás en las límpidas regiones agudas a través de arpegios bitonales. Una parodia de un tema étnico español en perspectiva anamórfica vira hacia la nueva y perecedera fiebre jazzística que azota el mundo, especialmente en la onírica secuencia del desarrollo, plena de humor maquinista. La exaltada cadencia es una brillante exhibición de la mano izquierda, desenvuelve grandes arpegios y martillea el canto con el pulgar por debajo de los tresillos de la mano derecha.

El primitivismo preurbano genera por reacción la inmaculada perfección de la belleza sonora, artificial por naturaleza como el duque Des Esseintes, personaje de la novela favorita de Ravel À rebours, cuya meta era sustituir la realidad por el sueño de la realidad. Asi pues, simbolismo más que impresionismo en el delicado e inacabable aliento que se renueva sin cesar a lo largo de un lied que la orquesta retomará rociada por ráfagas de semicorcheas en una lluvia tibia y tranquila, tan sólo momentáneamente acentuada en un clímax disonante. El superpuesto y contradictorio ritmo de vals inocente, infantil y doliente, que aun en régimen binario crea la impresión del ternario, va angustiando al intérprete para mantenerse en esa progresión lenta, en esa larga frase que fluye… “¿Qué fluye?” nos grita Ravel “¿Cómo que fluye? ¡Pero si esa frase la trabajé compás a compás y estuve a punto de fenecer en el intento!” Y es que este artesanal arabesco, de sentida simplicidad, esconde una enorme dificultad en el modelado de su línea cantabile, en la cuidadada acentuación, en la estabilidad del tempo.

El tercer movimiento es un estrepitoso rondó que nos transporta descaradamente al bullicio de una ciudad de la época, con la sugestión de bocinas enloquecidas. Con un solo tempo compulsivamente preciso va incorporando irracionalmente material diverso como una industrializada tocatta, el simulacro de fanfarrias, etc. 

Entre las memorias maternales de un pasado folcklórico y los sueños de su padre inventor de un futuro mecanizado, Ravel erige una máscara para velar su verdad interna. ¿Ingeniero de precisión o lírico apasionado? ¿A quién habremos de creer?
Pasaremos a toda velocidad por las audaces acrobacias de Leonard Bernstein con la Orchestra Philharmonia (EMI & ArtOne, mucho mejor sonido, 1946); la dinámica y radicalmente jazzística Monique Haas con la Sinfonie-Orchester des Nordwestdeutschen Rundfunks dirigida por Hans Schmidt-Isserstedt (DG, 1948), y el Ravel brumoso y mistérico a base de pedal de Vlado Perlemuter, donde Jascha Horenstein conduce una pobre Concerts Colonne Orchestra, perjudicada por una toma sonora cercana en exceso (Vox, 1955).

La leyenda cuenta que Arturo Benedetti Michelangeli fue descendiente directo de San Francisco de Asís, y ejerció de violinista y organista, médico y soldado, aristócrata y monje franciscano, piloto de carreras, esquiador y técnico de pianos. Perfeccionista fanático, su repertorio estaba limitado por años de trabajo obsesivo. Su existencia fue revelada al gran público cuando se graba este disco allá por el año 1957. Mas allá de su absoluto dominio técnico (donde cada nota y cada acorde tienen el peso exacto, sonando naturales aun tan refinadamente calculados) la traducción es introspectiva y concentrada. Incandescente, devastador en los movimientos rápidos (atención a los diáfanos efectos de tracería, como los delicados glissandi en los trinos), su serenamente enigmática y anhelante concepción del adagio ha elevado al altar esta interpretación. Los personales manierismos tales como la anticuada desincronización de las manos (la izquierda siempre ataca antes), el etéreo retraso en todas y cada una de las notas, la iluminación de las frases claves a través de ligerísimas variaciones dinámicas, conjuran un altorelieve de líneas finamente pulimentadas e inacabables gradaciones de sombra incluso aunque añada o retoque alguna nota (si al final del largo trino); a este respecto hay que recordar que Ravel opinaba que “los intérpretes son esclavos de la partitura”. La incorrupta toma sonora (EMI) recoge la sedosa y glacial sonoridad del piano por encima del tejido orquestal (vibrante dirección de Ettore Gracis al frente de la Philharmonia), además de un leve soplido que adorna la mística atmósfera. Acto de fe trascendente e inescrutable, alejado pues del ambiente de humo de Caporal, licor y jazz que ocupaba las madrugadas del compositor.

Samson François o la elegante arrogancia del dandy, enjoyado de rubato arbitrario y genial, impregnado de perfume condescendiente, deriva por esta caprichosa y delicada superficie que oculta una profunda musicalidad y manipula traviesamente tanto la agógica como los matices dinámicos ravelianos, en busca de una errática y volátil inspiración, apoyado en una técnica de pedal pulcra y colorista. François insistió en la elección de André Cluytens para dirigir a la Orchestre de la Société des Concerts du Conservatoire (EMI, 1959), de tenue e íntima presencia (fallones los metales) en la seca y detallada grabación que a veces denuncia reflejos metálicos en el instrumento solista (quizás un problema de colocación del micrófono más que de pulsación del pianista). En la apertura es uno de los pocos directores que mantienen el tempo de manera consistente.

A base de percutividad moderna sin sentimentalismos y huyendo de lo tenue, Martha Argerich y Claudio Abbado grabaron un aguafuerte explosivo de contrastes, por cuyas finas líneas la música está compelida a trazar su movimiento con ímpetu atlético y mordaz sentido de descubrimiento. El pianismo de la argentina es urgente, insolente, desplegando una capacidad de matización inigualable, una audaz intensidad rítmica y una temperamental paleta de colores, abandonándose con malicia adolescente especialmente en las gamas dinámicas inferiores en el adagio central. Argerich, amenazadora por momentos, en otros se enlaza fascinada en febriles posturas con los miembros del viento berlinés, de perfecta entonación en cada una de sus largas notas sostenidas. En el contagioso movimiento final es deliciosamente vívida. Grabación sensacional, con ideal integración entre piano y orquesta, si bien la masa orquestal permanece distante (DG, 1967).

Más cercano en el tiempo sólo descolla la distancia y reserva que impregna(ba a Ravel) a Krystian Zimerman (DG, 1994) en una lectura de relativa simplicidad y ponderación en los sutiles crescendi, de suma elegancia en el rango de colores y en las gradaciones dinámicas, por ejemplo, en la cadenza del primer movimiento la idea general es tocar pianissimo todo el tiempo. Racionaliza el conflicto armónico y evita como anatema tanto la sentimentalidad como los momentos de deliberada vulgaridad. Por su parte, el niño Pierre Boulez crece escuchando los estrenos de la música de Ravel, y son para él música moderna y viva. El adulto recogería la Cleveland Orchestra de manos de George Szell, director allí un cuarto de siglo, donde su espíritu permanece: la disciplina y eficiencia de los solistas de viento se traducen en una excepcional claridad y transparencia formal, la perfecta articulación incluso en el rápido rondó (de pefil sarcástico según Boulez), evitando el balbuceo confuso de otras grabaciones, aunque después de grandes tutti la amplia reveberación empañe el detalle subsiguiente. Un cóctel de champagne helado que casa perfectamente con la sofisticada escritura raveliana.

Poco diferenciadas el resto de grabaciones, destacando el rigor estilístico de Jean-Philippe Collard con la Orchestre National de France dirigida por Lorin Maazel (EMI, 1979); el manierismo a destiempo de Michelangeli y el indolente rubato de François reunidos felizmente por Hélène Grimaud junto a la Baltimore Symphony Orchestra y David Zinman (Erato, 1997); el protagonismo bernsteniano cual hombre-orquesta en una parada circense de Yundi Li acompañado por Seiji Ozawa y la Berliner Philharmoniker (DG, 2007); y la fiesta sin risas que propone Pierre-Laurent Aimard en la reciente grabación de Boulez (DG, 2010).
En una breve entrevista previa al concierto con la Sinfónica de Londres, Sergiu Celibidache comulga con la meticulosidad sepulcral de Arturo Benedetti Michelangeli en esta producción de la BBC grabada en 1982. Aun con su economía de movimientos, su erotismo mórbido y perversidad decadente, los planos de las manos dejan entrever la extrema y saltarina dificultad técnica de la obra.



Fauré: Requiem

Gabriel Fauré (1845-1924) es un puente entre las ricas sonoridades románticas y la brillante transparencia que evocan las tonalidades impresionistas. Ningúna otra obra captura la esencia de esta dualidad como su opus 48. El Requiem de Fauré no es como los demás: lírico y gozoso, su atmósfera no es trágica, doliente o lúgubre, sino de emociones predominantemente tranquilas; ejemplo de conciliación entre el individuo y la muerte, en vez de instigar el miedo pone su confianza en el descanso eterno con un halo de paganismo en términos de significación universal y no sólo católica.

Los siete movimientos del requiem forman un arco con análogas simetrías estructurales y texturales: Un sombrío unísono en re menor inicia el Introït en la orquesta e introduce al susurrante coro, declamando la oración inicial en bloques armónicos simples e iniciando un monolítico ascenso hacia “et lux perpetua“. Después asoma el tema principal: una melodía sencilla y modulada, más un acompañamiento instrumental de ritmo regular y una destacada línea contrapuntística en las violas -instrumento dominante en la obra-. Las armonías son claras, puras, modalmente inspiradas; las texturas diáfanas, casi monocromas; el drama está presente, pero siempre tenue y soterrado. El verso “Te decet hymnus” embruja en las voces infantiles (el mismo Fauré dirigía un grupo en La Madeleine) finalizando suavemente. El coro al completo solloza sobre la ondulante melodía en los cellos en el breve “Kyrie”.

La extraordinaria progresión de la oscuridad a la luz que supone el Offertorium comienza con una introducción sobre las cuerdas graves, después de la cual las contraltos y los tenores entran a capella, evocando la austeridad del canto llano y alternando pasajes en octavas simples con imitaciones canónicas para dos voces. El pasaje con acompañamiento modula ligeramente, aumentando gradualmente la intensidad de expresión hasta la entrada del coro. El solista aparece en el “Hostias” con un tema declamatorio: Fauré prefería “un bajo-barítono gentil, con algo de cantor monacal“. El coro retorna con un desarrollo en “O Domine”, su tristeza aparentemente aliviada, y la breve sugerencia de temor es pronto disipada por la calma radiante del “Amen”.

Despues de las violas de la sección anterior (el propio Fauré pedía: “cuantas más violas mejor”) los violines suenan cándidos en el Sanctus. Trémulos arpa y cuerdas acompañan a los ecos de sopranos y tenores. Los metales marcan el comienzo de un alegre “Hosanna” antes de que el movimiento se funda en una coda felizmente meditativa, mientras la armonía modula ingrávida.

El festivo Pie Jesu es un solo de soprano de asombrosa simplicidad, con interjecciones orquestales que añaden un inusual aroma pentatónico. El compositor optaba por una cantante femenina adulta en lugar de un niño soprano, ya que las frases largas requieren un exhaustivo control de la respiración.

La intrincada melodía de apertura del Agnus Dei se convierte en un delicado contrapunto de espíritu bachiano al tema coral de los tenores. Este es el punto de partida para el reto mayor del réquiem: Un pasaje opresivamente armonizado del coro que amaina en un sosegado retorno del tema de apertura hasta el conmocionante y aislado re mayor de las sopranos, extendido sobre “lux”, modulando mágicamente a la bemol, antes de llegar al clímax en el suplicante “quia pius est“. Su desolación da paso al redentor sonido de las cuerdas del comienzo del movimiento.

En el Libera me el barítono ora ferviente y calmo sobre el ansioso latido de las cuerdas graves en pizzicato. La entrada del coro en “Tremens, tremens” conduce a Fauré al único gesto referido al Juicio Final: un breve Dies Irae en el que el ritmo binario simple da paso a uno compuesto, con los metales ardientes al fondo. El coro regresa al unísono contra el sutil pero amenazante tronar de los timbales.

El requiem concluye con un ostinato en semifusas del registro superior del órgano que mece una angelical línea de soprano: En paradisum. Coro y cuerdas florecen antifonalmente en suaves armonías; el halo de cuerdas, arpa y órgano crece y se ilumina antes de disolverse en el arrullo de la muerte.


La dirección de André Cluytens es sobria, fervorosa e idiomática, pero las aportaciones de los solistas son el hito imprescindible de este registro: la inmaterial pureza luminosa, devota en la oración, de Victoria de los Angeles (marcando demasiado las erres, a la española), e íntima, sensible, clara y contenida en la dicción la del barítono Dietrich Fischer-Dieskau. Verdaderamente mal el Elisabeth Brasseur Choir: de entonación voluble, la línea soprano aparece un tanto escuálida, y en ciertas entradas (“Te decet hymnus”) indecisa. Peor es lo del vibrato, terrible. Excelente la fina orquesta de la Societé des Concerts du Conservatorie du Paris, ni estridente ni coloreada, a veces lánguida en los tempi, lo que lastra el fraseo. Prominentes arpegios organísticos en Paradisum, quizá de dudosa elección los registros. Grabación cálidamente atmosférica, de nitidez armónica y rítmica diluída en la amplia acústica de la parisina iglesia de Saint-Roch, perfecta en este clima de plegaria (EMI, 1962). La pobre edición y los ruidos en los atriles merecen la absolución.

 

Nada más claro o más puro ha sido escrito. Ningún efecto externo altera su sobriedad y su severa expresión de pena, ningúna agitación turba su profunda meditación, ninguna duda empaña la suave confianza o su delicada y tranquila esperanza”: Nadia Boulanger fue amiga y discípula del compositor en el Conservatorio de París. Por tanto es la opción de la emoción y la autenticidad (o de la traición): La partitura que empleaba estaba dedicada por el mismo Fauré (“un lun excellente eleve [M.sup.lle] Nadia Boulanger / hijo Vieux professeur devoue“) y fue anotada en gran medida con análisis en cada sección, mostrando la estructura general y temáticas clave del movimiento, correcciones a la edición, traducciones al francés de los textos latinos en las partes vocales, marcas de interpretación tales como ligaduras, acentos, indicaciones de dinámica y expresión, respiración de los cantantes, etc. A los 81 años Boulanger hace tal profesión de fe en la obra, con tal austeridad y economía de gesto que la concepción original como obra de cámara para órgano y cuerdas graves es discreta pero audible bajo la versión orquestal. ¿Qué más? La transparente BBC Symphony Orchestra afronta tempi lentos, y el BBC Chorus ocasionales problemas de afinación. El estilo efectivo y sencillo, sin amaneramientos textuales, de John Carol Case casa mejor que el vibrato continuo de Janet Price. Opaco y apelmazado el sonido (BBC Legends, 1968).

El Requiem de Fauré es una obra idealmente propicia para el temperamento de Sergiu Celibidache y su concepto fenomenológico del transcurso sonoro. Una centelleante concepción, de evasiva belleza, mística y sublimada, donde la claridad expositiva conecta el lógico sentido constructivo y la resolución de (todos) los detalles. Cuidadoso equilibrio interno y exquisitas gradaciones dinámicas, vitalidad en las imposiblemente distendidas líneas vocales: a pesar de que la interpretación le dura a Celibidache nada menos que 44 minutos -en una obra que el mismo compositor, experimentado intérprete de la misma en catedralicias acústicas reberverantes, estimaba en “30 minutos, 35 como mucho”- hay secciones de tempi estimulantes, como el Sanctus, cantarín y fluído. Estupendo sonido tomado de una representación en vivo (EMI, 1984) con la Münchner Philharmoniker, el Philharmonischer Chor München, la extrovertidamente dramática Margaret Price y el cavernoso Alan Titus. Rotunda presencia del órgano.

Posiblemente muy alejado de las intenciones festivas del compositor (que, irónicamente, era un agnóstico confeso a lo que el llamaba “ilusión religiosa”), Carlo Maria Giulini no se limita a dirigir píamente a la Philharmonia Chorus & Orchestra (DG, 1986), sino que el mismo se coloca casulla y estola, oficia, y hace suyo el énfasis del autor en la palabra “requiem” (descanso; en cinco de los siete movimientos) para esta lectura inmoderadamente contenida, orada más que cantada. Es innegable que la maniobrabilidad de unos efectivos orquestales y corales amplios limita la elección de los tempi, pero sin duda es la unción de espiritualidad y el profundo sentido humanista los que dictan la monumentalidad al estilo germánico (pienso en Bruckner y Brahms). Frugal en la diferenciación tímbrica, emana serenidad, reposo y luz interior. Acusada diferenciación de dinámicas entre la orquesta (a menudo muy sonora) y los cantantes, Kathleen Battle y Andreas Schmitd, de marcado tinte operístico. El coro, cual representación de plañideras, permanece velado, a bajo nivel en general, aunque cuando Fauré exige ff se muestra masivo. Toma sonora comprimida espacialmente, el órgano sepultado y casi inaudible.

Hasta finales de la década de 1980 la versión para orquesta sinfónica fue la única conocida. El descubrimiento del material original de las interpretaciones en La Madeleine, corregido y en parte copiado por el propio Fauré, hizo posible la reconstrucción de la primigenia versión de 1893: El núcleo de la obra data del otoño de 1887 y Fauré sólo tuvo tiempo de completar parcialmente la orquestación, que no obstante era un tanto atipíca (violas, cellos, órgano, arpa y timbales). Unos meses después añadió dos trompas y dos trompetas. El solo para barítono del Offertorium se integró en 1889. El Libera me escrito inicialmente en 1877 para voz y órgano, fue incorporado al Réquiem en 1891, lo que supuso la adición de tres trombones al conjunto. Sin embargo, el estilo conjunto es homogéneo: Esta original orquestación (sin violines ni maderas) huye de la brillantez y espectacularidad, tornando oscuro el color, pero sin caer en lo tenebroso. Philippe Herreweghe proporciona una lectura muy bien planificada y estructurada, con un canto cercano al clima eclesial para el que fue concebida la obra. Escrupulosa atención a los reguladores dinámicos de los reducidos conjuntos corales, el Paris Chapelle Royale Chorus y el coro infantil Petit Chanteurs de Saint-Louis aupándose a las líneas superiores. Los solistas responden también a ese perfil frágil, con la soprano Agner Mellon obteniendo un timbre blanco muy similar al de un muchacho, y Peter Koy controlando suavemente la resonancia de su canto. Nada ostentoso, el Ensemble Musique Oblique (íntimo en escala y consolador en contenido) subraya el lirismo de la primitiva propuesta faureana. Las trompas adquieren un énfasis dramático (su primer ataque en el Introït roza la impaciencia) y colorean la textura básica de las cuerdas y el órgano. De tempi serenos, se trata de una lectura que hace hincapié en los aspectos íntimos de la obra, como en el Sanctus, donde un violín solo flota en quieto éxtasis sobre las sopranos. Audible y tétrica contribución de los timbales en el Kyrie. Toma sonora clara y espaciosa (Harmonia Mundi, 1988).

También John Elliot Gardiner empleó la recuperada edición de cámara de 1893. La Orquesta Revolutionaire et Romantique asume una composición reducida, de sonoridades íntimas, donde cada instrumento actúa como solista. Gardiner (alumno de Nadia Boulanger), aborda la obra como una meditación recatada y solitaria sobre la muerte como descanso, enlazando con la sobriedad luterana de la obra organística de Bach, estudiada e interpretada infatigablemente por Fauré. Él resultado es de una exquisita calidad tímbrica, llevada a la levedad y al susurro. Excepcional la calidad vocal del coro Monteverdi (técnicamente perfecto, empaste aterciopelado en la más alta expresión, notable el uso de contratenores), que asume el protagonismo de la interpretación, junto a una delicada Catherine Bott, con un etéreo resplandor de vibrato, y un apropiado registro liederístico de Gilles Cachemaille. Analítica toma sonora para Philips en 1992.

Basádose en la última edición historicista de la partitura (1998) Philippe Herreweghe abordó la versión para orquesta sinfónica con varias elecciones que otorgan a esta interpretación una distintiva sonoridad: En primer lugar, la dicción fonética de la obra que es cantada en latín galicano con un fuerte acento nasal francés, el tipo de pronunciación empleado en las iglesias parisinas hasta que en el año 1903 el Vaticano uniformizó la pronunciación de acuerdo a la práctica romana. Herreweghe utilizó como base la primera grabación del requiem en 1930 (sólo seis años tras la muerte de Fauré, y que puede escucharse en http://satyr78opera.blogspot.com.es) debida a Gustave Bret, un director al que el compositor admiraba. A ello se añaden la claridad de texturas de los instrumentos de época, y la suavidad de un gran armonio en primer plano como alternativa sugerida por Fauré en lugar del órgano. Todo ello se equilibra helénicamente en conjunto con tempi más rápidos que en su pretérita versión camerística, lo que desvela el rostro siniestro de páginas como Libera Me. Pese a la amplitud de medios utilizados en la Orchestre des Champs Elysées, éstos casi nunca se utilizan al límite de sus posibilidades, y siempre nos movemos en un clima de contención y serena meditación. La Chapelle Royale y el Collegium Vocale Gent aportan un novedoso ambiente de sensualidad y misterio. Johannette Zomer, fresca y suave, ilumina el final de cada verso con un leve asomo de rápido vibrato, y Stephan Genz con su ligera, vibrante y cálida voz de barítono, completan otra diana de Harmonia Mundi (2001).

Las tres docenas de voces que integran con precisión (qué maravilla de pianissimi) el coro Accentus se rodean del coro infantil Maìtrise de Paris en una lectura expresiva y refinada, de dinámicas contenidas, en la que Laurence Equilbey consigue clarificar el necesario sonido camerístico a los 56 miembros de l’Orchestre National de France () en esta versión original de 1893. Excelentes las transiciones del coro a los solistas, Sandrine Piau, de arrebatadora inocencia y Stéphane Degout, que envuelve con humilde compostura su jugosa presencia. La toma sonora transparenta de manera suprema el refinamiento y poderío tímbrico recreados en la parisona resonancia de la basílica de Sainte-Clotilde (Naive, 2008).
Sólo unas palabras para las interpretaciones arquetípicamente inglesas basadas en amateurs coros catedralicios o residentes en venerables colleges, que han optado por anglicanizar la obra de Fauré, siendo en general versiones consistentes y persuasivas, con algunos destellos bellísimos como el Pie Jesu cantado por un niño en la versión de Willcocks (EMI, 1967), pero que resultan estáticas e impersonales, correctas pero no emocionantes, y adolecen de la extraordinaria sutileza de matices aportados a mi (breve) juicio por las otras versiones comentadas.

In an endearing video from BBC (1983) we can see Sergiu Celibidache rehearsing for three days at the Henry Woodhall for the concert with the London Symphony Orchestra and Chorus. We are witnesses of the incessant work of intonation, balance, dynamic gradation and exquisite attention to the text. During the breaks, the Romanian maestro explains his particular philosophy of musical performance and the impossibility to domestic reproduction.