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Tchaikovsky: Symphony no. 6 Pathétique

La elección del título “Pathétique” (que en francés contiene una connotación de “prohibido”) sitúa la obra en la tradición de las relaciones complicadas de la grand opera, léase interraciales (Butterfly, Lakmé, L’Africaine), resultando en el suicidio de uno o ambos amantes. En los días previos a su première (1893) Tchaikovsky dejó entrever que la sinfonía tenía un programa secreto y sinceramente autobiográfico, sustituyendo el estigma racial por el sexual: El amor difícil se castiga.

A pesar de que la música danzable aparece por doquier el pesimismo parece protestar y casi revocar el paroxismo alegre del final sinfónico de Beethoven. La estructura de la obra es asimétrica en su forma y expresividad, brutal en su aspecto trágico, forjada en temas que se suceden episódicamente en vez de mutar a la manera clásica: I Adagio. Allegro ma non troppo, una sonata truncada, polarizada y agitada entre corrientes dulces y amargas; II Allegro con grazia, un elegante vals, sí, pero de ritmo imprevisible, que frustra su triunfo y claudica, haciendo tropezar su paso de baile; III Allegro molto vivace, una marcha que recupera la imaginería militar barroca y la combina con irregularidad métrica; IV Adagio lamentoso, una fantasía cuya carga de fatalidad, precursora de los finales mahlerianos, finaliza en las sombrías armonías de las que surgió.

En la Rusia zarista la homosexualidad distaba de ser una maldición (tan solo un vicio innombrable), pero el hecho de todavía el suicidio de Tchaikovsky no sea hoy en día universalmente aceptado (como salida apropiada al problema incurable) nos habla de las limitaciones de nuestra época.

 

 

 

 

 

Algunos directores parecen sentir que suficiente emoción es ya inherente a esta música y que solo es necesario tocar las notas. Ya sé que en las críticas serias se suele indicar que hay otra clase de lecturas, fascinantes pero no válidas para una escucha repetida. Habiendo disfrutado de puntos de vista tan imaginativos me permito, amablemente, discrepar. Los clásicos establecidos ya se comentaron en la entrada dedicada a la Cuarta Sinfonía: el impulsivo Koussevitzky, el bruckneriano Furtwängler, el caramelo voluptuoso de Karajan, la fría nobleza de Markevich, la suavidad de Jansons, et al. Para no repetirme en exceso, escogeré aquí para terapia solo unas pocas interpretaciones excelsas, forajidas o recién llegadas. Comencemos:

La personalidad sentimentaloide de Leopold Stokowski se impone en este concepto balletístico y melodramático en lugar de sinfónico. La flexibilidad métrica mancilla el flujo musical con leves y momentáneas interrupciones, la sensualidad del fraseo libre en las cuerdas pinta un horizonte nuboso y sin fisuras, subrayando claramente la línea del bajo. La NBC Symphony Orchestra transpira glamour cinematográfico, relevada de seguir las minuciosas marcaciones de la partitura, pero atenta a los impulsos y desmayos del director, y a los breves y frecuentes portamenti, tan mengelbergianos. Destaquemos las travesuras rítmicas en los movimientos centrales, que junto al colorido orquestal desvirtúan la estructura. Buena definición de los atriles solistas, sin desmerecer solidez y profundidad al conjunto, atmosférico con la reverberación añadida (Pristine, 1944).

 

Una fórmula de interpretación extinta y absolutamente personal es la del artesano teatral Nikolai Golovanov que remoldea en sus manos la obra a base de acentuar las indicaciones (no solo de ritmo, también las técnicas y expresivas) que acechan por doquier, de manera que la música nos mira novedosa a cada instante, visceral e imaginativa. Aunque la articulación vague libérrima, el rubato parezca errar desinhibido, los glissandi emerjan resueltos y los tempino reposen, la arquitectura nunca se sacrifica al efecto emocional (sobrepasando incluso la negra desesperanza de un Fricsay). Escúchese como ejemplo la angustiosa introducción, pero sobre todo no se pierdan la cita del requiem ortodoxo ruso (cc. 201-205) a cargo de unos metales cuyo temblor remeda asombrosamente el estilo selvático de Duke Ellington en los años 20. Increíble. Su vals puede no ser el más grazioso, pero tampoco es leningrado-militarista. ¿Y qué me dicen del c. 104, tan tristanesco? La grabación de la UDSSR Radio Symphony Orchestra (Gehhard, 1948) presume de gran presencia a pesar de los graves borrosos, con unos vientos de acerada intensidad.

 

 

 

La vida se vuelve más azarosa y más divertida cuanto menos queda, y hay que aprovechar las oportunidades que hay para probarlo todo”: La incoherencia lógica (la contaminación literaria) de Leonard Bernstein lleva a la duración más larga (objetivamente), lo que no quiere decir la más lenta (subjetivamente ese honor es para Celibidache), y que además pliega la obra en una simetría perfecta. Una tensión sufriente permea el recorrido de este calvario en el que Lenny comparte el peso de la cruz: la caricia brutalmente rechazada (c. 161) del barbárico primer movimiento, la soledad valiente del vals, la alegre marcha que aúlla nihilismo, nada prepara para el emocionalmente agotador adagio lamentoso, con su conciencia ardiente de que sin la pasión amorosa no vale la pena vivir. “Tchaikovsky te lleva al borde mismo de la tumba. Es lo más cerca que puedes estar sin caer” se confiesa Bernstein. Toma sonora amplia y opaca resultado de registros en vivo de la New York Philharmonic (DG, 1986).



Siempre es interesante la manera perversa en que Giuseppe Sinopoli manipula la música para que se adapte a su personalidad. Ya en el primer movimiento el volumen de las cuerdas está regulado cuidadosamente, casi camerístico y exento de lúgubres pátinas, para dar cabida a los solos y a las líneas secundarias de maderas y metales. Las fluctuaciones son presionantes y a la vez gentiles, aunque el golpe de percusión en el c. 297 hubiera servido de martillazo mahleriano. Sinopoli es muy moderado y danzable en los movimientos centrales (que parecen interesarle poco, como a mí); sin embargo sí se preocupa de enfatizar el coral mortuorio del finale que desvela que Tchaikovsky ha escrito su propio requiem. La Philharmonia Orchestra (DG, 1989) está documentada con cuerpo, rica en opulentas curvas, pero poco focalizada.

 




Mikhail Pletnev destila como director idéntica gama dinámica y cromática (descomunales) y similar ligereza de articulación a las que desarrolla como pianista; todo ello se ajusta perfectamente a la sensibilidad y determinación tchaikosvkianas. La acucia dramática del movimiento inicial se establece en los marcadísimos aguafuertes en los tempi: Tras una lenta y misteriosa apertura, en la intensidad frenética del fugato unas cuerdas graves abonan el terreno a unos metales que nunca han gruñido más explosivamente apocalípticos (c. 295). El vals cuida con primor sus voces intermedias. El trío, tomado a una velocidad inferior, subraya sus leves disonancias. La marcha es una exhibición pirotécnica asombrosa. La colocación antifonal de los violines permite observar claramente el extraño efecto del adagio lamentoso en el que la melodía del primer tema, en vez de tocarse horizontalmente utiliza un procedimiento cruzado en el que las notas impares del tema son tocadas por los primeros violines y las pares por los segundos. La toma sonora (Virgin, 1991) asigna un sonido cristalino a la recién formada Russian National Orchestra (el primer conjunto privado ruso desde 1917), de gran potencia tímbrica y cuya referencia (sin rastro del vibrato en los metales) es una Leningrad Philharmonic Orchestra convertida en expresión de la acusatoria y condenatoria voluntad personal de Mravinsky.

 


 

 

 

No entiendo las (despiadadas) críticas hacia el convincente tratamiento historicista de Thomas Dausgaard, ya que el mismo Tchaikovsky recomendaba a los directores interpretar su música como si fuera Mozart. Podrá no gustar el sonido magro de la Swedish Chamber Orchestra, pero encuentro enteramente apropiada la disposición antifonal de unas cuerdas casi sin vibrato, la urgencia del rubato, la fluidez entre secciones, la comunicación expresiva. La extraordinaria grabación permite escuchar detalles inéditos a cada instante, como la prominencia de los cremosos metales o el mesmérico efecto de los contrabajos palpitantes en la coda final (BIS, 2011).

 


 

 

 

Cada nuevo registro de Teodor Currentzis es un terremoto que revela abismos desconocidos. La textura del centenar de músicos de MusicAeterna es de una transparencia absoluta, conseguida a base de interminables ensayos. El primer movimiento rebosa intensidad stravinskyana (la articulación rítmica es una obsesión de Currentzis), mezclando agitación y delicadeza, con un desarrollo agresivo hacia la explosión del c. 161, de un histerismo extremo y devastador, donde el dolor del compositor nos llega inmaculado seguido de un singular tremolando de las cuerdas, culmen del romanticismo musical. Tras el empuje maniaco de las fanfarrias en el vals desfila una siniestra e incandescente marcha militar (con un inesperado aroma de modernidad, recordándonos que las sinfonías de Shostakovich fueron germinadas aquí), apoyada en un subyacente pedal oscuro. Los cortantes ataques en el adagio lamentoso dan un sentido de urgencia que no se corresponde con los tempi, bastante convencionales, sino con la actitud: atención a los sforzatti desesperados en la coda. Toma sonora mezclada por el propio Currentzis específicamente para escucharla con auriculares: Enfatizada de manera stokowskiana, irreal y sinuosa, con graves densos y táctiles, atronadoras pausas y silencios, y dinámicas implacablemente exageradas (Sony, 2015). 

 


 

 

Mozart: Requiem

Amadeus nos ha dejado en la retina una maravillosa escena en la que un moribundo exhala dictando a su ejecutor las notas de una misa de difuntos por su propia alma.
La realidad es más prosaica. Mozart muere dejando sobre la mesa un racimo de manuscritos. Para no perder éste último encargo (y los restantes 25 ducados) Constanze decide completar en secreto la obra y acude al pupilo más estimado por Mozart, Franz Jacob Freystädler, que hizo una primera orquestación del Kyrie para su interpretación en el funeral, cinco días tras el deceso. Posteriormente pasó la partitura a Joseph Eybler, otro apreciado amigo de Wolfgang, pero éste abandonó el trabajo dos meses después tras instrumentar algunos movimientos. Maximilian Stadler fue el siguiente, y de él se conserva la orquestación del Offertorium. Otros no quisieron medir sus talentos con los de Mozart. Al fin la partitura llegó a manos de Franz Xaver Süssmayr.
Edición Süssmayr
A quien Mozart consideraba un zoquete como estudiante, pero que era capaz de imitar asombrosamente su escritura, y además era el favorito (entre otros amantes de balneario) actual de Constanze. Ésta le aportó algunos bocetos encontrados en casa, que sentaron las bases para la ingeniosa composición cíclica del resto de la obra, que Süssmayr sembró, imperfecta e irrefutablemente testimonial, de herejías armónicas, errores gramaticales varios y una maligna orquestación, pero que felizmente permitió su interpretación como opus durante centurias.

El 150 aniversario de la muerte de Mozart tuvo su más descomunal celebración en la resonante acústica de la Basílica de Santa María de los Angeles y los Mártires en Roma. Sobre su presbiterio se agolparon 300 cantantes y 160 instrumentistas a las órdenes de Victor de Sabata. Existe un breve documento gráfico del evento, catalogado como Giornale di Guerra nº 204

 (donde se ve a Beniamino Gigli cantando, y que hubo de ser sustituido en la grabación –al día siguiente, sin público– por problemas contractuales) y que es casi tan interesante como la transferencia de Naxos, ciclópea y cantada parcialmente en italiano, donde destacan los ritardandi conclusivos que deambulan sin fin, difusos y lejanos.

Del mismo año (1941) es la tristemente mutilada grabación de Bruno Kittel dirigiendo a la Berliner Philharmoniker (DG): La autoridad nazi purgó cualquier referencia judía en los textos latinos, acogiéndose a que “la Misa más profunda y emocionante no puede languidecer en la oscuridad porque un puñado de pasajes no se adapten a nuestra era”. La masa coral se imbuye de grandeza sinfónica, en un super-ente único, idealmente wagneriano, desprovisto de tristeza.

De estas interpretaciones históricas destaca por su atmósfera ascética y ligera la de Ferenc Fricsay (DG, 1951): devocional pero de líneas incandescentes, con una elocuente articulación adelantada a su tiempo, a pesar de la amplia orquesta (RIAS-Symphonie Berlin) y la acústica reverberante.

Aún más libre que en la versión de estudio del mismo año con la New York Philharmonic (Sony), Bruno Walter hizo un acontecimiento especial de su último concierto en el Festival de Salzsburgo (en el que había participado más de 30 años). Para comprender el porqué del ceremonial que distingue esta lectura hay que recordar que Walter tenía 21 años cuando Brahms murió. Por tanto, su conducción coral retiene la religiosidad victoriana de la juventud. Los detalles son efusivamente moldeados en un poético y fluído lirismo, aún en perjuicio de la estructura o del mantenimiento de los tempi, con dramáticas pausas y azucaramiento en el tratamiento de los temas (las negras en el arranque del Tuba mirum se hacen en un stacatto ciertamente algo amanerado). El mimo en el fraseo, equilibrio y dinámicas se apoya en tempi de amplio aliento. No obstante, enfatizando las síncopas es tan dramático en el Dies Irae como cualquier chaval historicista. Y empleándolas en aterciopelado legato (es la Filarmónica de Viena) abraza sencillo y elegante el Recordare. Rutilantes las voces de Cesare Siepi y Lisa della Casa descansando de sus roles en el Don Giovanni del mismo Festival bajo el yugo de Mitropoulos. La toma sonora (Orfeo, 1956), en decente monofónico, respeta la inteligibilidad del coro. El apocalíptico órgano retumba por doquier.

Cálidamente deliciosa la cuerda de la Wiener Philharmoniker en el lato y solemne fraseo que soporta el armazón de los movimientos (maderas, metales y timbales discretamente a cubierto); el bruckneriano coro de la Wiener Statsoper oblitera los pasajes contrapuntísticos, carece de contraste dinámico y ofrece una sonoridad cromada en el predominio de tesitura soprano (aplicable a las varias versiones de Karajan o Giulini); radiantes solistas a la grand opera. Sobre todos ellos, la rigurosidad severa de Karl Böhm: Monumentalidad lujuriosa, espiritualmente profunda, con tempi lentos sin ser glaciales, de solidez mesmérica, serenidad devocional y sobriedad fervorosa, como en el Tuba mirum, de estatuaria inevitabilidad (il Commendatore más que Sarastro). Densa y mórbida redondez del timbre de los metales que erupcionan en sombría amenaza en el Dies Irae, de texturas almibaradas, casi brahmsianas. Fantástica grabación, de generosa panorámica lateral, dando cobijo al extático soporte del órgano que finaliza los movimientos centrales de manera suntuosa y reverencial (DG, 1971).

Las exiguas y ásperas cuerdas (4.4.2.2.1) de The Amsterdam Baroque Orchestra provocan una prominente presencia de metales y timbales cuando son requeridos. Dinámicas en terraza, casi barroquizantes (Ton Koopman, Erato, 1989).

La aproximación de Peter Neumann viene marcada por la masculina presencia de Michael Chance en el rol de contralto, que algunos podrán considerar extraña en esta música pero que otorga un plus de transparencia eclesial a la polifonía (Kölner Kammerchor, Collegium Cartusianum, EMI, 1990).

De John Elliot Gardiner escogeremos la representación conmemorativa en el Palau de la Música Catalana de 1991, que incorpora el cambio (para mejor) en los solistas masculinos respecto a la grabación anterior para Philips en 1986. El equilibrio entre cuerdas y maderas en los English Baroque Soloists permite apreciar el detalle vertical y las diáfanas texturas, y el mixto (recordemos que la partitura predica una cualidad sonora de voces infantiles) Monteverdi Choir aporta sus proverbiales ligereza y claridad de dicción. Esta sofocante precisión puede derivar en sequedad algo mecánica y falta de empuje dramático para una obra de tal intensidad potencial, por ejemplo en el Lacrimosa. El sonido, extraído de la edición en DVD (Philips, 1991), es tan sólo discreto para estas fechas.

Jordi Savall acaudilla un Réquiem (La Capella Reial de Catalunya, Le Concert des Nations, Astree, 1991) de atmósfera marcial, formación en ángulo (4.4.2.2.2), marchando prestissimo, al ritmo de la detonante percusión militar sobre acentos terrosos y dinámicas escalonadas. Spartans! What is your profession?

Sergiu Celibidache se sitúa al margen de todo y todos y recrea una abrumadora y opresiva endecha apoyado en las regiones graves de coro y orquesta (Müncher Philharmoniker, Philharmonischer Chor München, EMI, 1995).

Cuando Philippe Herreweghe estudiaba psiquiatría su trabajo de dirección coral fue advertido por Gustav Leonhardt, que le invitó a participar en el colosal proyecto de grabación de las Cantatas de J.S. Bach. El concepto severo y austero del holandés, apuntalado en que la articulación y retórica musicales vienen determinados por el significado del texto, es clave para entender el oscuro y sombrío acercamiento de Herreweghe: Los sólidos atriles (8.8.5.4.3) de la Orchestre des Champs Elysees siguen esta filosofía (ya que a menudo doblan las voces) y la conjunción de La Chapelle Royale y el Collegium Vocale (a pesar de sus 31 almas mixtas) asegura afinación impecable, limpieza de planos y transparencia polifónica. El fraseo es vehemente y gentil, con fuerte sustentación rítmica y tempi reconfortantes. Destaca el ciclónico Confutatis, de sobresalientes metales y timbales, donde se difumina el contraste de tempo de los diferentes grupos (terrenal y angelical). Soberbios solistas. Definición inusualmente buena de la grabación, recogida durante unos conciertos públicos en 1996 por Harmonia Mundi.

Textura oleosa de la sección de cuerdas de la Müncher Philharmoniker, legati a la antigua usanza teutónica, cadencias expresivas con ritardandi y calderones, anacrónico Christian Thielemann (DG, 2006).

Ya desde el primer compás Teodor Currentzis fuerza un extenuante pulso vital que inhala con las maderas y exhala con la sincopada respuesta de las cuerdas hasta que la entrada de las voces relaja el espasmo jadeante. El conjunto MusicAeterna galopa con crudeza tumultuosa y acentuación abrasiva, como en el Dies Irae, donde conjuga temerarios trémolos en las cuerdas y estrépito en los flameantes metales, en los timbales apocalípticos. Manotazos en los bajos para enfatizar (Domine Jesu) escoltan a las cautivadoras tinieblas cromáticas en la conclusión del Confutatis. Al término del descarnado Lacrimosa un batir de campanillas litúrgicas realiza la transición a la breve exposición del Amen fugado pergueñado por Mozart y descubierto en 1964 (como veremos, en otras ediciones se completa esta fuga). El licencioso coro New Siberian Singers provoca con teatrales contrastes dinámicos, ocasionalmente las tesituras altas en repentino sotto voce. Delicado cuarteto de solistas y óptima grabación realizada sin prisas, a lo largo de una semana (Alpha, 2010). La mayoría de la crítica especializada opina que este registro carece de mérito musical. Quizá, pero, al menos durante un tiempo, tiene juventud (la salud, la inconsciencia, la voluptuosidad, la crueldad, la falta de intelectualidad y la alegría), que siempre es un elemento de seducción.

Edición Beyer
La fórmula Süssmayr permaneció bendecida e inmaculada hasta 1971 cuando Franz Beyer hizo un primer intento por corregir sutilmente sus armonías fatales y su torpe orquestación. La tesis de Beyer se basa en que las secciones de autoridad dudosa deben proceder de bocetos auténticos (y ahora perdidos), ya que las continuas referencias cruzadas, tanto temáticas como armónicas, escapan de la capacidad süssmayriana. Así pues, la mayoría de los cambios (en tempi, dinámicas y articulación) suponen una abstracción litúrgica para simular la transparencia mozartiana, pero conteniéndose deliberadamente de componer música nueva.
Tempi sosegados unidos a una suprema claridad tímbrica iluminan la lecura debida a Sigiswald Kuijken dirigiendo Le Petite Bande (Accent, 1986). Ya en el Introitus resalta el movimiento pendular (espacial en la panorámica auditiva) entre cuerdas y vientos, cual reloj cósmico indicando un tic-tac inexorable. Las diferentes tesituras del Nederlands Kamerkoor se van entremezclando diáfanamente, permitiendo seguir el texto (incluso en el torrencial Kyrie), los matices en las líneas instrumentales. Sensación de celebración íntima en los sutiles juegos dinámicos, alejados de todo dramatismo, haciendo persuasiva la finalización de la Sequenz con el perentorio Amen en dos acordes. Producto de una grabación en un único concierto (sin aparentes post-ediciones en estudio) se advierten leves desajustes (expectoraciones en el Lacrimosa, staccati atenazados, de algún modo manufacturados).

Durante la ceremonia religiosa póstuma como homenaje a su mujer, Leonard Bernstein (DG, 1988) se inviste como medium y convoca a su alrededor los espectros de sus encarnaciones previas: Tchaikovsky, Mahler. Ya en el angustioso arranque el corno di bassetto va embalsamando las frases entre barras canópicas. Visionario, concita libertades extremas con los tempi, que va tejiendo con paciencia de parca, romantizando la obra, remontándose con total convicción a modos decimonónicos: Melodrama triunfal en Tuba mirum aunque al bajo le falte resuello; trágico, sufriente, deliberadamente funéreo Lacrimosa, con diferente figuración en el violín respecto a la tradicional. En detrimento de la pureza estructural, prioriza la orquesta sobre el coro, de trazo grueso (Chor und Symphonie Orchester des Bayerischen Rundfunks). Este espeluznante testimonio podría ser tomado como la edición Bernstein, que ya demasiado tarde se propuso completar: “Según envejezco, voy tomando más riesgos”.

Muy diferente es la determinación de Nikolaus Harnoncourt: Una lóbrega lectura cinemática con abruptos crescendi que rápidamente se desvanecen, cual ráfagas de viento tormentoso, buscando el efecto dramático por encima de cualquier otra consideración (la belleza de la música, por ejemplo), y que concede una personalidad contrastada entre escenas: Un Kyrie de baquiana liturgia y acentuación inesperada; un desesperado Dies Irae concebido en contundente evolución dinámica y apabullante presencia de los metales; un Rex Tremendae de aire cortesano; un terrorífico ostinato en el Confutatis; un Lacrimosa roto en sollozos. Variedad de tempi, lánguidos en comparación con su primera grabación de 1981, excepto en un Hostias atropelladamente veloz. Recogida durante diversas representaciones en la Musikvereinssaall de Viena (Deutsche Harmonia Mundi, 2003), la toma sonora se mantiene entre las secciones, permitiendo oír la preparación de los instrumentistas y la captación de aliento de los cantantes (por cierto, con vibrato continuo). Sin embago, toda esta naturalidad queda enmarañada en los pasajes forte, donde el paisaje sonoro se colapsa, las hasta entonces etéreas texturas del Concertus Musicus Wien se corrompen, y los elegantes ataques del coro Arnold Schoenberg se desequilibran hacia las féminas. Un archivo adjunto (requiem.exe) permite seguir la música mientras van pasando las páginas del Requiem en el (fascinante, pero muy difícil de leer) manuscrito mozartiano.

Edición Maunder
Tras analizar estilística y técnicamente el resto de la producción de Süsmayer, Richard Maunder concluyó en 1983 que aquél realmente escribió las partes del Requiem no bosquejadas por Mozart, además de copiar la partitura completa para evitar sospechas en cuanto a su autoría (a petición de Constanze) e incluso falsificó neciamente la firma de Mozart, ¡fechándola en 1792! De este modo Maunder omite drásticamente Sanctus, Osanna y Benedictus, recapitula el Lacrimosa tras el compás 8º (donde finaliza el manuscrito original), revisa algunas transiciones del Agnus Dei, reorquesta oscureciendo el color al modo de la última producción operística, y añade un Amen fugado basado en el fragmento de 16 compases descubierto en 1964 (que no es más que una inversión del tema de apertura) y que modula quizá en demasía para el siglo XVIII.
La única grabación disponible basada en esta draconiana edición es la de Christopher Hogwood. Dado que Mozart no podía tener un contingente específico en mente al desconocer el fin último del encargo, Hogwood basa las cuerdas (6.6.4.3.2) de The Academy of Ancient Music en una representación del Mesías handeliano que el mismo Mozart dirigió en 1789. Además se decanta por un delicado coro da chiesa con voces exclusivamente masculinas, con niños para las líneas superiores, que hace danzar cristalinamente la polifonía y contrasta perfectamente con los timbres tenebrosos de la orquesta (demoníaco el Confutatis). Quizá el mayor reparo sea su fría sensibilidad, por ejemplo en la rápida articulación staccato en Rex Tremendae y que difumina el temor que describe el texto. El cuarteto solista está espléndido, si bien la orante y angelical voz de Emma Kirkby (con muy poco vibrato) desentona del apasionado operístico perfil del resto (que lo emplea con generosidad). En conjunto, una sonoridad pionera, reveladora, frágil e íntima en el efecto dramático, con leve dinámica y acentuación, y escasa presencia de metales y timbales, retirados casi por entero del acompañamiento en el Kyrie. Toma sonora ejemplarmente clara localizada en Westminster Cathedral (L’Oiseau Lyre, 1983).

Edición Robbins Landon
La edición debida a H.C. Robbins Landon difiere levemente de la tradicional: Reorquesta la Sequenz (básicamente restringe la participación de trompetas y timbales –y más obviamente, los excluye en Rex Tremendae–, reservándolos para los puntales estructurales) combinando parte de la labor de Freystädtler y Eybler en lugar del trabajo de Süssmayr: “la excelsa calidad del Agnus Dei contrasta con la mediocridad de la propia música de Süssmayr”, aunque emplea sus familiares arreglos para el resto de la obra –desde el Lacrimosa al final– apoyándose en su contemporaneidad por encima de la intrusión más o menos talentosa de los especialistas modernos.

Grabada en la Catedral de San Esteban de Viena en el servicio conmemorativo del 200 aniversario de la muerte de Mozart –incluyendo el contexto litúrgico en alemán y latín que recrea el evento, pero interrumpe sustancialmente la música– la dirección de Georg Solti es energética, poderosa, autoritaria. En todo su esplendor numérico, la Filarmónica de Viena y el Coro de la Opera se emplean con claridad y fervor aunque parezcan algo irregulares en las agilidades en algunos números. Estupendo el homogéneo cuarteto solista, especialmente el mayestático René Pape en la introducción del Tuba mirum. Sin lugar para el consuelo en un Confutatis condenatorio sin excepciones. La reverberante toma sonora explicita el gusto personal de Solti de acercar los instrumentos de tesitura grave hacia el frente (Decca, 1991).

La grabación privilegia en su cercanía los timbales, coloreando sombríamente la nerviosa, incisiva y pulsátil interpretación de Bruno Weil (Sony, 2000). La brevedad de los atriles de Tafelmusik dota las frases de una clara articulación, con tempi ágiles, barroquizantes. Excelente e implicado el coro infantil de Tölzer, rotundo en el escalofriante Rex tremendae. El bajo Harry van der Kamp entona con dudas en la apertura del Tuba mirum, que, eso sí, realiza de un solo fiato.

Edición Druce
Duncan Druce también denuncia la falta de gracia e imaginación de Süssmayr y presenta una reconstrucción jacobina del Requiem, a menudo alejada de la obra por todos amada. Sin embargo el resultado es sugestivo: realiza una especiada acentuación de trompetas y timbales en el Dies Irae y los elimina completamente del Confutatis, reemplazándolos por unas hipnóticas maderas; reescribe las cuerdas en Domine Jesu; rehace completamente el Benedictus (reteniendo sólo el tema de apertura), alterando la orquestación y dinamizando fantasiosamente la armonía de Süssmayr. Conserva los compases 9º y 10º del Lacrimosa debidos a Eybler, pero recompone la sección en dos mitades (cambiando sustancialmente toda la sección de vientos) unidas por un interludio instrumental, y enlaza su final al Amen fugado –diferente a los Maunder o Levin– extendiendo éste en longitud y poderío dramático.

Contenido en el lado sentimental, más allá de su afiligranado fraseo y un toscaniniano control del tempo (ligero y danzable), encontramos a Roger Norrington (EMI, 1992). No obstante emplear un contingente mayor que Hogwood (y sopranos en el coro), su agilidad instrumental permite desvelar íntimos detalles que quedan sepultados en la dinámica de una gran orquesta, como las expresivas tonalidades de los vientos. Ya por entonces Norrington estaba a la búsqueda del “tono puro” eliminando completamente el vibrato (atención, algo que está implantando en sus lecturas de los últimos románticos como Elgar o Mahler). Interesantes sus idiosincrasias en el muscular final del Kyrie o en el dinámico oleaje del Dies Irae. El bajo Alastair Milnes sobresale de un plantel solista sólo digno.

Edición Levin
Para aquellos que hayan quedado desorientados por la radicalidad de Maunder o Druce, Robert Levin conserva la estructura tradicional (en general) pero pule las tosquedades del ínclito Süssmayr y rectifica las obvias discrepancias tonales; reorquesta al mínimo, por ejemplo en el Recordare, o en profundidad, como en el Lacrimosa, enlazando su final con el Amen fugado (sin modulaciones) y realizando una climática conclusión de la Sequenz. Basándose en el modelo de la Gran Misa (K. 427) cristalina la instrumentación y reescribe secciones enteras (la fuga del Sanctus se reproporciona y el Benedictus se reestructura conéctándolo por una nueva transición al retorno del Sanctus en su clave original). También triplica la longitud de la fuga del Osanna. Su revitalización del liderazgo vocal parece encajar con la concepción mozartina de la obra.
El número de nuevas grabaciones adscritas a la edición Levin –Martin Pearlman (Telarc, 1994); Claudio Abbado (DG, 1999); Helmuth Rilling (Hanssler Classics, 2000); Bernard Labadie (Dorian, 2001)– parece indicar una tendencia hacia su progresiva impantación. Entre ellas descuella superlativamente la lectura de Charles Mackerras a los mandos de la Scottish Chamber Orchestra (Linn, 2002). De leve, tranquilo, franco sentido dramático conferido por la contrastante articulación, por los firmes ritmos que soportan la arquitectura, por la claridad textural que permite su escasa treintena de miembros. Los diferentes tesituras del coro alcanzan un perfecto equilibrio tímbrico, alejado del metal agudo de las versiones tradicionales. Algo que también se puede aplicar al cuarteto solista, de quilla a perilla en el mismo concepto balanceado y ágil, resaltando la expresividad del canto argénteo de Susan Gritton. Toma sonora detalladísima: la perspectiva es moderadamente cercana, pero la reverberación procura una sensación especial muy conseguida.

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Purcell: Dido y Eneas

Sin duda la obra maestra del género operístico inglés es Dido y Eneas, que ya en su arquitectónica construcción unificada recuerda a Monteverdi y anticipa a Mozart. La música de Purcell (ca. 1659-1695) imbuye el modesto y caleidoscópico libreto de Nahum Tate con exquisita pasión para restaurar la nobleza y grandeza de espíritu del personaje virgiliano.
Su particular lenguaje conjuga una combinación de sintaxis veneciana (con extensos pasajes arioso), el modelo instrumental de las pequeñas óperas “in the french manner” y el tradicional vocabulario armónico inglés. El reparto de las voces está perfectamente balanceado, con Dido y sus dos damas de compañía contrapuestas por la hechicera y sus dos acólitas; el espíritu y el marinero como dos mensajeros, uno por cada campo; y Eneas como fantoche en el conflicto de poder entre los dos. Estrenada hace más de trescientos años (posiblemente en el otoño de 1684), su status cortesano explicaría el papel central de la danza en la estructura de la obra (al menos 17 números, aunque la partitura sobreviviente incluye sólo cinco). A la manera de la tragedia clásica, tras cada aria el coro comenta en la sombra.

Nadie puede esperar que en 1961 Anthony Lewis (Decca) fuera a plantear un Purcell con el historicismo más ortodoxo. Sin embargo, los instrumentos modernos de la English Chamber y su amplio número de efectivos esmaltan un color orquestal especialmente dramático y poderoso, de tímbrica oscura y profunda. Ya en el comienzo se observa el afán de sacar a la obra de la oscuridad fonográfica, con una overture viva y palpitante. Herincx es tempestuoso, hosco y rudo, acorde al personaje guerrero; un inglés diría “macho”. La contralto Monica Sinclair es una hechicera de canto feo y desordenado, teatralmente exagerado, lleno de maldad. La rodea un coro áspero y perverso, sin asomo de burla. Todo ello queda a la sombra de Janet Baker, el vibrato permeando la voz de tono oscuro y calidez característica, de inigualable dicción en los recitativos ariososos, chispeantes, verosímiles. Si “Ah, Belinda” es un modelo de graduación dinámica, el lamento final infunde un retrato noble en su dolor, rebosante de dignidad en la pena de la reina abandonada. El postrer coro semeja un motete en un verdadero oficio de difuntos. La grabación, reverberante en la lejanía, es acorde al legendario nivel de Decca en las décadas 60 y 70.

Con el registro de Parrott (Chandos, 1981) entramos en el mundo de los instrumentos históricos. Dado que intenta reconstruir la representación realizada en un colegio de señoritas de Chelsea en 1689, consecuentemente todos los roles excepto Eneas (el ronco David Thomas a un gran nivel) son cantados por féminas. Emma Kirkby ostenta su mágica línea de canto, pura e inocente, quizá más de lo que trasluce el libreto para la reina de Cartago. El paralelo entre la corte de Dido y la escena de la cueva de las brujas puede ser entendido como una alegoría protestante sobre el ritual católico, dando pleno sentido a la siniestra y estremecedora hechicera de Jantina Noorman. El entusiasta coro es técnicamente brillante. El sonido (con la afinación muy baja) es camerístico, descarnado, desolado, a lo que seguramente contribuye la grabación digital de primera época, fría y distante. El disco tiene un acceso incómodo, con tan sólo cuatro cortes.

Basándose en el llamado manuscrito de Tenbury (1777), Trevor Pinnock (DG Archiv, 1989) añade oboes y fagots al contingente de cuerdas y otorga el papel de la hechicera al tenor Nigel Rogers, quien conduce hasta el límite su concepción humorística. La elección choca con el resto de la tripulación, que subraya en extremo la carga dramática, especialmente Von Otter. No se puede cantar mejor que la densa mezzo sueca, pero su inhumano enfoque parece demasiado olímpico. Además, si cada momento en esta obra conduce inexorablemente hacia el monumental lamento, (basado en la oposición de una irregular línea melódica vocal y un ground constante), tampoco es adecuado el ligero tempo elegido. Stephen Varcoe presenta un retrato particularmente sincero y convincente, teniendo en cuenta que la única flaqueza obvia del libreto es el personaje plano y sin desarrollo de Eneas. El coro, pulido y empastado.

Con un elenco completamente británico, Christopher Hogwood (Decca L’Oiseau Lyre, 1992) propone un conjunto reducido, sin vientos añadidos, que rebosa suavidad, gracia y claridad, y enfatiza la audición del continuo clavecinístico. La diferenciación de las voces femeninas (Bott, pequeña y bonita; Kirkby, aflautada; Baird, aterciopelada) permite seguir los diálogos con claridad. El Eneas de Ainsley transmite sensibilidad y valentía. La utilización de un bajo como hechicera ha sido documentada históricamente y es menos grotesca de lo que cabría esperar; por el contrario es escénicamente insostenible la degradación del marinero a guardamarina cantado por un niño. El coro final reposa del intenso cromatismo del insistente ground (literalmente símbolo de la tierra y la tumba) en un solemne tributo, lleno de alivio y paz. A destacar la excelente dicción, si bien es algo plano el trasunto sobrenatural. Sonido limpio y poco reverberante.

William Christie (Erato, 1994) aplica la vía continental, no sólo en el reparto francófono, sino también en la acentuación de los ritmos, los tempi ligeros y las dinámicas agresivas. La orquesta espartana (tres cuerdas, flauta, oboe, tiorba y un clave muy presente) burbujea con inventiva, rítmica y floreada. Este minimalismo se aplica al coro, donde sólo dos refuerzos suplementan a los solistas. Claire Brua es una reptiliana hechicera, evitando la caricatura, dentro de una magnífica escena de sonoridad maléfica y chirriante. Sin embargo el ambiente marinero, al son de panderetas, recuerda un vodevil de piratas errolflynniano. El imberbe Nathan Berg recrea un desacostumbrado Eneas, arrogante con Dido, pero temeroso de los dioses: escúchese la entonación del “Tonight?”, eje crucial de la ópera. A pesar del abundante vibrato, Veronique Gens despliega emoción, dulzura, y sus adornos suenan esenciales, cuando no inevitables. En conclusión, su refinamiento y continuidad hacen perfecto este disco como representación teatral.

La originalidad de Jacobs (Harmonia Mundi, 1998) le hace rozar el intervencionismo en la partitura. Así, para completar las dos escenas perdidas, añade música de otras obras de Purcell o repite fragmentos, por ejemplo en la overture. Utiliza flautas para doblar las cuerdas (ya de por sí robustas en número) y frecuenta los contrastes dinámicos, adornos y floreos; el continuo alterna clave, órgano positivo y laúd, asignándolo a escenas o personajes determinados. Así, las disonancias que enmarcan las arias de Dido (superlativa Lynne Dawson) presentan gran delicadeza, una de las características de esta grabación. El Eneas de Gerald Finley es firme y varonil; la hechicera de Susan Bichley realiza una llamada de trascendencia wagneriana, dejando el contraste para el pausado coro infantiloide y el retrato grotesco de sus secuaces, Dominique Visse y Stephen Wallace, lo que sin duda dificulta la interacción polifónica, pero encaja perfectamente con la tradición cómica del contratenor travestido. La tranquila alternancia de coro y semicoro en el número final (con apoyo delicado del continuo) aporta una espléndida definición de planos sonoros. Tempi acentuados por ambos lados, especialmente en amplitud por los coros, pero siempre manteniendo una impecable dicción.

Teodor Currentzis (Alpha, 2008) anticipa la tragedia tanto en su cálida intensidad como en su violenta agitación: así en la overture, al modo francés popularizado por Lully, acentúa el diseño en dos secciones (primera lenta, solemne con ritmo punteado, y segunda rápida con motivos imitativos), destacando las disonancias y los frecuentes cromatismos (rascando las cuerdas). Es ésta una versión única, asombrosa, excéntrica. El subrayado constante del elemento folkclórico y el uso de un continuo donde tienen cabida laúdes y tiorbas, violas y percusiones, enlazan con los mágicos itinerarios de Jordi Savall por el arco mediterráneo. Como hiciera Jacobs, el nuevo mesías griego añade interludios intrumentales basados en material existente. Los tempi tienden a ser extremos en busca del sentido escénico. Los coros siberianos ostentan un acabado pictórico más áspero que los acostumbrados relamidos británicos. En la escena de la cueva la contralto es maléfica, los espíritus revolotean alrededor, el coro palpita, las cuerdas concitan, y la percusión remarca la amenaza. La voz de Simone Kermes aflora delicadísima, casi transparente, y acentúa el impacto emocional resbalando los melismas al modo oriental, sin que por ello se vea oscurecida la claridad del texto. Los tempi lánguidos y el pleno uso de la dinámica (maravillosos el control y la pureza de emisión en pianissimo, casi en un susurro) convierten sus intervenciones en hitos en la discografía purcelliana. Soberbia toma de sonido.

Las intérpretes del papel de Dido son invitadas por Purcell a buscar en su propia alma cómo tratar la segunda parte del lamento (pasaje genuinamente modulatorio, tonalmente inestable). ¿Encuentra Dido nuevas fuerzas y coraje en sus últimos momentos (como Baker, Gens), o decae exhausta (como Kirkby, Kermes) en su voluntad de vivir? Haga o no un último crescendo heroico al sol, la magnífica coda instrumental, particularmente disonante, ilustra la extrema angustia de Dido, y cuya descenso a la tumba nos hace percibir Purcell con una escala cromática completa por primera y única vez en la obra.
Entre las grabaciones con aciertos parciales podrían citarse: la tersa voz de Victoria de los Angeles en la grabación de Barbirolli (EMI, 1966); la onírica escena de la brujas con Harnoncourt (Teldec, 1983); la lujuriosa dramatización de Jessye Norman en la versión de Leppard para Philips (1985); el etéreo y apolíneo Monteverdi Choir dirigido por Gardiner (Philips, 1990); el juego especular de los personajes (los seis papeles femeninos son doblados por tres mujeres) con Niquet (Glossa, 2001); el carácter pastoril en la aproximación de Haim (Virgin, 2003); la flexibilidad instrumental minimalista de Wentz (Brilliant, 2004).
With this work in progress, the BBC3 broadcasted the program Building a Library dedicated to Dido & Aeneas. The disparity of views is always rewarding.






 

And finally, the atmospheric production filmed in Hampton Court using the studio recording conducted by Richard Hickox on the Chandos label as soundtrack.