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Schumann: Piano Concerto

El Concierto de piano de Robert Schumann fue derivado y ampliado de una Fantasía con acompañamiento orquestal (1841) y definido por el propio autor como “algo a medio camino entre la sinfonía, el concierto y la sonata”. La imposibilidad de encontrar editor le incitó cuatro años después a sumar dos movimientos adicionales, siguiendo los múltiples comentarios que Clara anotaba al margen.

Las cualidades que perduran en la obra son las mismas que fueron criticadas cuando se compuso: El diálogo sin conflicto entre piano y orquesta interpares, y la carencia de artificios exhibicionistas. La obra conjuga los dos factores psicológicos y emocionales que reflejan la personalidad compleja y atribulada del autor: “Florestán” es el impulso extrovertido y audaz, mientras que “Eusebius” es la reflexión introvertida y soñadora.

I Allegro affettuoso: Sonata articulada libremente en torno al tema inicial. Tras tres compases de introducción (una cascada de acordes) comienza la elegiaca exposición (cc. 4-155); el turbulento desarrollo es más un juego de intercambios similar al de las variaciones (cc. 156-258); tras la recapitulación (cc. 259-398), la cadenza es del propio Schumann, probablemente para evitar excesos pirotécnicos por parte del solista (cc. 398-457), resuelta en una coda febril (cc. 458-544).
II Andantino grazioso: Intermedio lírico y camerístico de estructura liederística: A (cc. 1-28); B (cc. 29-68); A (cc. 68-102); los últimos compases sirven de transición al …
III Allegro vivace: Rondó en el que las ambigüedades métricas y rítmicas abundan y colorean el espíritu danzante, y que puede organizarse en exposición (cc. 1-250); desarrollo (cc. 251-388); recapitulación (cc. 389-662); y coda (cc. 663-871), un optimismo desenfrenado que finalmente se hincha hasta el triunfo resplandeciente del tutti orquestal. 
 





Alfred Cortot representa la decimonónica (y ya perdida), arriesgada, cautivadora y poética imaginación, aparentemente improvisada: su arrojado rubato, su pulso libérrimo, la desincronización de las manos, los acordes arpegiados, la reescritura de la parte pianística con varios casos de atronadores refuerzos de graves o repentinas elevaciones de una línea de agudos. Las imprecisiones y emborronamientos en las octavas no incapacitan una arquitectura con un delicado sentido de la proporción y dominio de la gradación tonal. La marcación allegro affettuoso nos guía hacia donde se dirige la interpretación, siendo el comienzo del desarrollo en andante espressivo (cc. 156 y ss.) de una lentitud mágica. Su tratamiento del intermezzo es tierno y caprichoso, todo el movimiento lleno de una encantadora timidez y reserva. Un inesperado y pesado rallentando (para evitar la inmediata repetición literal del tema, cc. 4-8) anuncia la llegada de un finale todo lo brillante que se pueda desear. Landon Ronald logra de la London Symphony Orchestra una conjunción elocuente y a veces imprecisa, sobre todo en los metales. La restauración (Dutton, 1934) sorprende por su presencia aunque el rango dinámico es restringido.




Nacido en 1862, Emil von Sauer tocó con Mahler y Strauss, y fue considerado el legítimo heredero de Listz: La crítica decía de él ya en 1908 “representa una escuela de pianistas que casi ha desaparecido”. Su tímbrica es cristalina, el rubato espacioso, la pulsación pulida con arisocrática elegancia, de una manera completamente totalmente natural, disfrutando del romanticismo sin regodearse en él, con la abandonada libertad de sus setenta y ocho años. Los diálogos con el clarinete y oboe en el segundo tema animato (cc. 67-108) son verdaderamente música de cámara, con el experimentado Sauer adaptándose a la flexibilidad requerida. El genial Willem Mengelberg (nacido en 1871) desecha en ocasiones la articulación provista por Schumann combinando la licencia reflexiva con el rigor, el matiz rítmico y la calculada espontaneidad. La Concertgebouw Orchestra riega profusamente portamenti en la sección media del andantino. El sonido proviene de un concierto grabado en la Amsterdam ocupada (King, 1940). 




Dinu Lipatti ofrece una personalísima mezcla de ardiente sentimiento y meticuloso pianismo que resalta la interioridad de la música, la sensación de comunicación profundamente personal: Escúchese por ejemplo cómo transforma la anhelante versión menor del primer tema en la profunda tranquilidad de la clave mayor (cc. 59-66). Su línea dominante y perfectamente cincelada (en ocasiones fuera de lo marcado en dinámica o tempo) destaca en el toma y daca con la orquesta: Solista y director no compartían el mismo concepto de Schumann. La agitada huella de Herbert von Karajan es palpable en un allegro poco affetuoso, o en el virtuosista finale, modelo de ferocidad que yerra el anhelo romántico. La monumental grabación de 1948 ha conocido repetidas ediciones (EMI, Philips, Apr, Opus Kura, Dutton, Warner, Profil) siendo esta última la que mejor resalta las cualidades tonales de las maderas de la Philharmonia Orchestra, aunque, en ocasiones, el áspero y crudo timbre del piano anege la orquesta y viceversa. La posterior versión en vivo con Ansermet y la Suisse Romande (Decca, 1950) es menos vigorosa (Lippatti tocó el concierto gravemente enfermo y murió poco más tarde).




Si aceptamos la división que hace Schumann de su propia personalidad artística, ésta es en gran medida una interpretación de Eusebius. Sviatoslav Richter renuncia al enfrentamiento, ausente en el sombrío y contenido colorido emocional, desgrana sutilezas rítmicas y refracta nuevos significados a las acuarelas armónicas. Su temible percusión lidera magnética la ejecución: En el inicio de la cadencia Richter para un instante con quietud embelesada, cuidando la diferenciación dinámica entre las manos, para después martillear demoníacamente los acordes, haciendo realidad el oximorón “ponderación romántica”. Con Witold Rowicki, cuyos sentido rítmico y modelado dinámico son tan admirables como cuestionable es la schubertiana rudeza tímbrica de la Warsaw National Philharmonic Orchestra, hay una sensación permanente de que los detalles se suman: la tímida primera enunciación, el convincente tratamiento ritenuto del puente hacia el segundo sujeto (cc. 59-66). La toma sonora (DG, 1958) es mejorable en claridad textural, aunque la última edición ha suavizado la metalicidad del piano.




El ménage à trois Michelangeli-Barenboim-Celibidache ha dado algunos de los más bellos registros en lujuria y obscenidad: M-C (Weitblick, 1967), M-B (DG, 1984), B-C (EMI, 1991), M-C (Memories, 1992). La compenetración simbiótica de un lenguaje perfectamente controlado y mensurado, el tiempo suspendido en evocaciones contemplativas, la elegancia formal, exquisita en sus matices, la cadencia templada con libertad, la sutileza de las luces y de las sombras… todo ello se comunica a través de un estético y deliberado estilo hiperdetallado (atención al exótico ritardando para concluir el pasaje central del andantino, un retrato melancólico y cándido).




La visión a gran escala de Radu Lupu convierte el Concierto en una cuestión de vida o muerte, con enormes rangos panorámicos y dinámicos. Lupu es un protagonista un tanto errático (por ejemplo, su interpretación del primer compás es heredera de Cortot), de un lirismo anárquico y fundente, serpenteando por los retazos de textura y breves formas rítmicas que dan continuidad a la corriente principal del argumento musical. En el movimiento lento, Lupu lanza pasajes de una belleza expansiva, ya sean como retos o como cartas de amor, y se ve recompensado por las magníficas y expresivas respuestas orquestales. Y si el primer movimiento era un canto solemne, el finale es una afirmación triunfal donde el pianista se toma la molestia de subrayar los importantes ritmos cruzados de la mano izquierda. Los solistas de la London Symphony Orchestra brillan con luz propia, con tímbrica generosa de calidez plácida y muelle, con André Previn tamizando y simplificando los contornos, perfectamente equilibrado en (para) un esplendor brahmsiano (Decca, 1973).




Mis grabaciones son el resultado de años de trabajo y escucha, siempre teniendo a mano la grabadora: Mi lección de piano”. El fraseo de Ivan Moravec, pura poesía, enfatiza, colorea e inflexiona las líneas melódicas sin quebrarlas rítmicamente. El allegro affettuoso propulsa su idilio por medio de continuos cambios de tempi (el andante espressivo es tratado como un seductor diálogo de viento, violines y piano). Languidece con fascinante dulzura en el inigualable andantino, donde encuentra inmediatamente la nota justa de íntima sencillez y suave ternura, las frases tartamudeantes y gradualmente lentas, las dudas y suspiros con las que se desmorona el tiempo, la sugerencia de una relación amorosa entre el piano y la orquesta. En el finale ese amor desarrolla una consistencia física. Los amaderados vientos de la Czech Philharmonic Orchestra, con Václav Neumann en el pódium, terminan de redondear la grabación en vivo, con el piano dominando la toma sonora (Supraphon, 1976). 




Entre registros oficiales y corsarios, Marta Argerich ha grabado la obra al menos en treinta y seis ocasiones (!), la primera de ellas con tan sólo once años de edad. Siempre técnicamente diamantina, según avanza el tiempo su estilo (navegando por el reino de lo fantástico, lo nervioso y lo vibrante, de gran presencia rítmica) parece desmelenarse más y más asemejando la evolución de un incendio, creciendo según rola el viento. Podría elegirse la de Celibidache (Altus, 1974), aún disciplinada; con Rostropovich (DG, 1978), más temperamental; la de Harnoncourt (Teldec, 1994), con un finale arrollador; o desatada finalmente, con Chailly (Decca, 2006). 




Obra muy sensible al timbre con el que se colorea, el instrumento elegido por Andreas Staier es un fortepiano vienés de hacia 1850, cuyo sonido redondeado decae rápidamente, de tesitura baja rica y oscura y cristalinos agudos (en el piano actual toda tonalidad suena en esencia igual que cualquier otra) que destaca sobre la orquesta más que presidirla. Staier ocasional y deliciosamente arpegia los acordes, y gestiona el rubato a través de las dinámicas. Siguiendo las sugerencias interpretativas de Clara Schumann la cadenza se toca “con mucha calma, pensativa y pacíficamente, con humildad y amor” y el tempo del andantino es ágil. Históricamente informada, la impactante Orchestre des Champs-Élysées muestra violines antifonales y prominentes metales y timbales, y Philippe Herreweghe maravilla equilibrando los planos sonoros sin que unos oculten los otros (HM, 1995). Las secuencias modulantes en el finale desprenden un aroma revolucionario. En este enfoque eroico-beethoveniano se pierde misterio pero se gana en variabilidad, aparato dramático y carácter de los personajes que desfilan por la partitura.




Christian Zacharias plantea una proposición coherente que ha obtenido respuestas divergentes (existe una grabación por Bilson y Gardiner de 1990 que nunca ha sido publicada quizás para evitar críticas similares). En su paseo alpino, Zacharias se detiene y reposa para contemplar el paisaje: La matización de cada frase da un trazo inquieto e intranquilo; titubeo y duda que no deben ser confundidos con fragilidad. Florestán pasa a un segundo plano, vestido de elegancia pálida. La estructura mantiene una base rítmica estable que unifica los tres movimientos, erosionando el relieve del andantino central, que deja de ser el lento descanso, casi desmayado, de otras ópticas de romanticismo exacerbado, con una disparidad hiperbólica adiestrada por la tradición y sin que la partitura exprese realmente nada al respecto. Desgraciadamente la fresca articulación pianística, cuidadosa en sus dinámicas y escasa en el pedal, excede a la Lausanne Chamber Orchestra, plana y poco contrastada, sin que metales o percusión aparezcan. Quizás sea un defecto de la mezcla sonora, muy cercana al piano (MDG, 2000).




En un principio Franz Liszt se negó a interpretar la pieza porque no la consideraba suficientemente virtuosística. Discreta y gentil, incluso reflexiva y meditabunda, es la cómplice interpretación de Angela Hewitt, tejiendo con sus dedos una urdimbre ligada que acompaña a la orquesta, ocultando en drama lo que se revela en dócil y expectante sosiego. El andantino recoge un acertado planteamiento cantabile. Finale de tempo estable como un vals, liviano pero no indolente, alejado del habitual galope, pero ajustado a la marcación metronómica. Hewitt manifiesta la influencia bachiana con una digitación nítida, cristalizando el contrapunto, con una increíble independencia de las manos, sin grandilocuencia ni ostentación. Hannu Lintu lleva a la Deutsches Symphonie-Orchester Berlin por una senda camerística, imbuida de clasicismo. De manera consecuente la toma sonora (Hyperion, 2011) no empasta el timbre del piano con la orquesta, sino que lo segrega, incorpóreo como un fantasma hoffmanniano.




Alexander Melnikov emplea un enfoque muy directo y rústico. Sin ser un especialista del historicismo, su mordiente fortepiano Erard de 1837 contempla registros muy diferenciados que se emparejan divinamente con la sonoridad orquestal, especialmente sus metales y maderas (clarinete y luego oboe en la exposición del tema en mayor, cc. 67 y ss.). Con un primer movimiento lanzado y un segundo despreocupado y somero, el moderado tempo con el que se pauta el doliente y terrenal finale deslumbra con una claridad tímbrica que muestra lo atinado de la orquestación en equilibrio y transparencia textural, con unas últimas páginas que se despliegan con discreción, sin atisbo de la tan común precipitación. Pablo Heras-Casado airea las voces secundarias pero no logra rescatar de la lividez los atriles de la Freiburger Barockorchester (HM, 2014).


Mahler: 5ª Sinfonía

La Quinta Sinfonía fue compuesta por Gustav Mahler en su casita estival de Maiernigg durante los veranos de 1901 y 1902. Entre ambos estíos ocurrió una circunstancia personal decisiva, aparte de la siempre meditada motivación detrás del esquema compositivo de sus obras: El encuentro, noviazgo y matrimonio con Alma Schindler. Un radical punto de partida que rompe sus lazos con la voz humana para concentrarse en la música puramente orquestal, renunciando a un programa literario (o en todo caso podemos considerar la integral de sus sinfonías como una gigantesca biografía), donde su férreo puño alea los aparentemente más disparatados elementos, ya sean melódicos, rítmicos o armónicos, y donde diálogos, discusiones y altercados se transforman en soliloquios, quejas, monólogos. La primera sinfonía rabiosamente moderna, sin tonalidad específica, y cuyas sucesivas modulaciones transitan desde las tinieblas a la luz. Se integra en un novedoso armazón que comprende cinco movimientos articulados concéntricamente en tres grandes bloques, reconocibles por la afinidad de los materiales temáticos y las atmósferas expresivas.

 

Primera parte:

I. Trauermarsch: Posee una relativa forma sonata, con el material temático en continua transformación pero estructurado simétricamente en cinco partes ABABA: La sección principal (cc. 1-154) parte de una fatídica fanfarria de trompeta (especie de estribillo para vincular los diferentes episodios de la marcha que expresa la desolación contra la cercanía e inevitabilidad de la muerte) que colapsa en un tuttiorquestal ff, desplegado como primer tema donde los instrumentos graves marcan el ritmo pesante, y un segundo tema en las cuerdas, de contrastado y elegíaco carácter; el trío I (cc. 155-232) supone una desgarradora explosión faústica, reexponiendo los dos tópicos fundamentales en un estallido de emoción, desatado en cromatismos febriles apoyados en acordes sincopados de las trompas; el regreso de la sección principal (cc. 233-322) aporta un nuevo dibujo que será el centro del movimiento siguiente; en la vuelta al trío II (cc. 323-376) la suavidad y resignación están lo más alejadas posible de la violencia expresionista del trío anterior y, sin embargo la sustancia temática está compuesta de variantes de los mismos motivos; la coda (cc. 377-415) anuncia el cariz mahleriano fantástico y grotesco que tanta presencia va a manifestar en sus sinfonías siguientes, desintegrándose desconsolada y exhausta.

II. Stürmisch bewegt. Mit grösster Vehemenz:Es el desarrollo dinamico-sinfónico de los temas del primer movimiento, y que, a pesar de mantener la forma sonata, niega cada expectativa e interrumpe cada continuación, y sin embargo de algún modo cada abrupta transición se siente natural, incluso inevitable. La exposición (cc. 1-140) se construye sobre dos secciones contrapuestas: una tempestuosa, con un vehemente tema en las cuerdas, y otra serena, iniciada por corcheas en terceras en los vientos y sostenida tras la transición por un tercer tema presentado por los cellos que es cita literal del primer trío. El súbito y colérico desarrollo (cc. 141-322) comienza también a cargo de los cellos, que posteriormente lo recrean en el ritmo de marcha inicial; la borrascosa recapitulación (cc. 322-519) es interrumpida por un glorioso y visionario coral en los metales que desemboca en la coda (cc. 520-576), recogiendo el motivo evolutivo de los vientos sobre trémolo de las cuerdas y terceras del arpa hasta desaparecer en la desesperanza nihilista del arpegio de graves y timbal.


Segunda parte:

III. Scherzo: Ambivalente deconstrucción de las danzas vienesas en el que predomina un tono rústico y desenfadado en la sección principal (cc. 1-135), un ländler que tiene a la trompa como instrumento obligado (en cuanto al episodio secundario, es un inusual fugato en octavas); el ritmo flexible y graciosamente vacilante sobre pizzicatti de las cuerdas del primer trío (cc. 136-221) ya no caracteriza al paisaje campestre, sino al vals de la ciudad, que se interrumpe con una brusquedad beethoveniana por el retorno del motivo inicial en las trompetas; las ensoñadoras canciones en las trompas del segundo trío (en seis elaboradas secciones, cc. 222-428) nos transportan del mundo de la danza al de la naturaleza; en el desarrollo (cc. 429-489) y recapitulación (cc. 490-763) los elementos rítmicos y melódicos de los tres episodios diferentes evolucionan de forma estrecha, a menudo simultáneamente; en la coda final (cc. 764-819) la refriega se vuelve inextricable.


Tercera parte:

IV. Adagietto: Se ha comparado la Quintacon la novela fluvial proustiana, donde la realidad y la imaginación se funden en un modelo sintáctico y estético en continuo curso y cambio de situaciones psicológicas. Tras un scherzo como desarrollo entre planteamiento y desenlace la sinfonía muestra una imagen especular de los dos primeros movimientos, transformados en sus opuestos: En lugar de ira y conflicto, el adagiettoofrece calma y lirismo sostenido. El testimonio de Willem Mengelberg, anotado en sus propia partitura de la obra, apunta que, tanto Gustav como Alma le indicaron que el adagietto había sido concebido como regalo de compromiso, un vasto canto de amor para cuerdas y arpa, de esperanza trascendental e intimidad espiritual. El conmovedor romanticismo encerrado en él se expresa a través de un introspectivo paisaje de modulaciones, donde cada línea melódica ha sido refinadamente cincelada, al límite de un aparente neoclasicismo. De forma tripartita ABA, la sección central (cc. 39-71) introduce tensión en su modulación a varias claves menor y mayor. El retorno de la melodía principal es más comedido, pero hacia el final se desencadena un clímax con el valor de las notas aumentando y las resoluciones estiradas hacia la extenuación amorosa.

V. Rondo-Finale: La marcha fúnebre de la apertura regresa en un exuberante rondó que quisiera ser triunfal. Vacilante en la introducción (cc. 1-23), su exposición (cc. 24-240) adquiere la apariencia inusual de una improvisación alegre y entretenida: Los diferentes patrones, que parecen lanzados al azar, jugarán un papel esencial en los desarrollos futuros. Fue Beethoven quien inspiró tanto su forma general, quasi sonata, como los entusiastas elementos de fuga, que se suceden enriquecidos con recuerdos del adagietto, se desarrollan (cc. 241-496) y recapitulan (cc. 497-710) hasta la irrupción del coral (c. 711-748), en una apoteosis forzada que simboliza la victoria final de las fuerzas de la vida y confirma la sensación de euforia generada por la inagotable abundancia de temas, por la magia de ese sonido caleidoscópico, donde fragmentos y células melódicas, siempre familiares, pasan y pasan una y otra vez. Aún así, en la coda (cc. 749-791) Mahler asume instintivamente la ambigüedad fundamental, la angustia secreta y la incertidumbre que son la marca de su tiempo y que todavía pesan sobre el nuestro.


127 lossless recordings of Mahler Symphony no. 5 (Magnet link)

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No cabe sino calificar de documento histórico el rollo de pianola que Mahler realizó para la compañía Welte & Söhne el 9 de noviembre de 1905, exponiendo el primer movimiento de su nueva sinfonía. Las limitaciones del sistema, sobre todo dinámicas, deben hacernos extremar la precaución acerca de su técnica pianística, pero lo que se preserva es fascinante: los efectos en los pedales, las deliberadas anticipaciones rítmicas en la mano izquierda, los acordes arpegiados, el destacado contraste entre secciones staccato y legato. En cuanto a su práctica como director, podemos apreciar la elección de tempi(al menos durante aquella tarde), el impulso inercial del discurso que oscurece los detalles, la lírica con la que expone el tema elegíaco (cc. 34 y ss. ), el arrebato de la entrada del trío I (cc. 155 y ss.), y en especial el dúctil tratamiento del rubato, desafiante de notación musical. La grabación patrocinada en 1992 por la Fundación Kaplan acopla el rollo Welte-Mignon a un moderno Steinway a través de unos dedos neumáticos, por lo que el sonido es magnífico (y ucrónico).

 


 


Ya hemos visto como no sólo Willem Mengelberg colaboró cercanamente con Mahler en sus apariciones con el Concertgebouw como director invitado, sino que contó con su amistad personal y estima profesional (“su arte de interpretación revela una profunda afinidad y una penetrante inteligencia de mis obras. A nadie más le confiaría una obra mía con entera confianza”) y nos legó el propósito del adagietto como íntima declaración amorosa. Su devota ofrenda de 1926, elásticamente fluida, liberada de las barras de compás, frasea inmiscuida por el maleable rubato mengelbergiano, los tintados y coordinados portamenti (deslizamiento entre notas) en las cálidas cuerdas, embelesadas por el vibrato. La asunción de que es un lied sin palabras condiciona la elección de un tempo que la voz pueda sustentar (las frases suelen impulsarse después del tercer pulso de compás, justo donde Mahler marca la respiración), y da lugar a la que parece ser la grabación más breve, de apenas 7 minutos (en la partitura que Mahler empleó en la premiérede 1904 se tasó su duración en siete minutos y medio); en el extremo opuesto estarían los 15:13 del concierto ofrecido por Hermann Scherchen en Philadelphia en 1964 (Tahra), en el umbral de la inmovilidad taverneriana, o los 28 segundos que Dimitri Mitropoulos consagró a la última nota (New York Philharmonic, Music & Arts, 1960). Mark Obert-Thorn ha conseguido con su proverbial esmero corregir los desfases de velocidad de la fuente en 78 rpm en la edición Naxos.

 


 


Naturalmente el otro apóstol de Mahler es Bruno Walter, conocido por los miembros de la New York Philharmonic Orchestra como The Pope, y que pontificó la primera grabación completa de la Quinta en 1947. Una obra que Walter conocía particularmente bien, habiendo trabajado cercanamente al compositor durante su prolongada publicación (la última revisión en 1911, tres meses antes de su muerte, se puede considerar como provisionalmente definitiva, dado que Mahler hubiera realizado otras correcciones de haber conducido la obra nuevamente). Concisión sinfonico-clásica (exenta de los expresionismos y/o efectismos de otras lecturas posteriores) a través de la pulcritud un tanto distanciada en el seguimiento de las prescripciones de la partitura (que, recordemos, no sólo dictan el tempo, sino también el carácter). El cuidado fraseo, maravilloso, de línea continua elegante y cantabile, contempla sin embargo escaso rubato dentro de una sección o frase: Así pues, una diferencia sustancial respecto a la senda mengelbergiana o al propio Mahler pianista. La marcha fúnebre adopta un paso militar afilado e inquieto, y cuyas reminiscencias se advierten en las secciones lentas del siguiente movimiento, de moralidad bucólica. Muerde el ritmo urgente por todo el scherzo, su parte final delirante. Adagietto intenso y tranquilo (en talante, no en cadencia, 7:36), con armonías suspendidas de reserva casi dolorosa y un clímax decoroso, el arpa perdido en la resonancia de las cuerdas; aún así no es comparable al registrado una década antes con la Wiener Philharmoniker (Opus Kura, 1938). Finalefrenético marrado por la descoordinación de las cuerdas en los fugato. La última reedición de Sony nos habla de la dificultad de cristalizar la compleja orquestación en sonido monofónico.

 


 

 

 

La Orquesta del Royal Concertgebouw de Amsterdam era todavía en 1951 el conjunto que Mengelberg había disciplinado durante el último medio siglo, y por tanto con relación directa con el compositor. Sabida es la condición improvisada de los conciertos de Rafael Kubelik, donde la permisa estructural es secundaria. Aquí prosigue la senda walteriana en otra aproximación panteísta de tempi ligeros y dinámicos, nunca temeroso del rubato o de la acentuación de los elementos sardónicos, pero tendente a la supresión de lo neurótico. El trío I (c. 155 y ss.) es efectivamente contrastado pero no dramático, dado el rápido ritmo con el que arranca la obra. En el segundo movimiento la tímbrica rústica y folcklórica en los vientos, alejada de las pulidas y satinadas contemporaneidades, despliega un filtro en sepia que Mahler habría comprendido como suyo. Pastoral scherzo, donde la pareja hombre-naturaleza parece presente de manera casi nietzscheana. Adagiettoligero, adecuado a la noción de “canción sin palabras”, con francos enlaces a varios de los lieder compuestos en el mismo periodo. Vigoroso y fresco finalea pesar de los desaciertos de las trompas y el quejumbroso timbre de las maderas. La edición de Tahra en sonido monofónico, lejano y a veces saturado, transmite la ilusión de una recepción radiofónica en una venerable Telefunken a válvulas.

 



 

Rudolph Schwarz ejemplifica el destino de Mahler si éste hubiera vivido unas décadas más, reeducado en un campo de concentración nazi. Quizá por ello favorece el perfil humanista a salvo de histrionismos o dramas psicológicos. Destaquemos desde ya unatoma sonora que permite atender a la magnífica articulación de maderas y metales, pese a que Schwarz desecha muchas de las minuciosas y asertivas instrucciones prescritas por la partitura; siguiendo el modelo walteriano, el tránsito al trío I es moderado; la coda propala un ambiente ominoso, henchido en la percusión de misterio y desesperanza. Adagietto delicuescente cual lied (7:34), de texturas primaverales. La complejidad de trenzado en scherzoy finale es observada con justicia y ejecutada con ecuanimidad. Es notorio que Horenstein ensayó y desempeñó la obra con la London Symphony Orchestra en los meses previos a la grabación, y siendo éste el único documento mahleriano de Schwarz, nunca sabremos hasta qué punto la responsabilidad es suya o compartida. ¿Que el registro tiene más de sesenta años? Espaciosa, clara y detallada, con impacto y definición, la cinta magnética de 35 milímetros (Everest, 1958) avergüenza a los actuales sistemas digitales.

 


 



Vaclav Neumann decía que en la música de Mahler se encuentra todo el dolor que esperaba a Europa”. Esta declaración de principios comporta una interpretación nada sentimental, de expresionismo descarnado y claridad camerística, los tempiraudos y todavía cercanos a los de Walter. Una furiosa Gewandhausorchester Leipzig abre con una implacable y brusca marcha, más castrense que fúnebre, quizá falta de densidad tímbrica y emotívica pero donde las digresiones iconoclastas refulgen obvias: Mahler escribe en la partitura “Los tresillos de este tema [de la trompeta] siempre deben tocarse algo apresuradamente (cuasi acel.), a la manera de fanfarrias militares. El turbulento y diáfano segundo muestra un sentido organizado y coherente de las secciones, y contrasta con el perentorio y juvenil scherzo, de fraseo sencillo. Dicha moderación se asocia mejor al adagietto. Finale gentil, con maderas de sabor eslavo. Espacioso y cálido sonido con los metales un tanto distantes (Berlin Classics, 1966).



 

 


En la sinfonías de Mahler hay muchos momentos sobresalientes, pero solo un clímax real, que uno debe descubrir”. Esta intuición de John Barbirolli le hace centrar (como Neumann, Kubelik o Tennstedt) el discurso narrativo alrededor del adagietto, manufacturándola globalmente inconexa, afable y bellísima (tanto como la de Maazel, Wiener Philharmoniker, Sony, 1982). De contrastes sonoros o de tempi (éstos siempre muy elongados) caballerosamente poco acentuados, limando los choques neuróticos, la partitura se siente acariciante, de manera que va relatando un día perfecto por la campiña inglesa, comenzando con amenazantes nubarrones (los brahmsianos tresillos a partir del trío) sobre el paseo matinal rubateado (más que mortuorio); cierta letargia acompaña la digestión del segundo, tras el cual Barbirolli se relaja con humor elgariano entre té y emparedados en el scherzo, saluda las modulaciones armónicas del amableadagietto, y celebra un final festivo con noria giocosa y globos que se persiguen en los fugatos. El sonido resiste, con presencia y profundidad del poderío orquestal, las cuerdas espesas, los elocuentes vientos de la New Philharmonia todavía klemperianos, los metales incisivos, la percusión restringida por sobrios motivos estéticos (EMI-Esoteric, 1969).

 


 



El conceptualmente calvinista Bernard Haitink hace ronronear los primorosos e inofensivos metales de la Koninklijk Concertgebouworkest en la Conciertos de Navidad de 1986 (Philips). En esta ocasión algo más libre que en sus otros acercamientos a la obra, Haitink expone más que interpreta, con claridad orquestal, cohesión y rigor, limpio y austero, con las indicaciones de la partitura discretamente observadas. De fraseo educado, moderno-expresionista más que romántico tardío, Haitink marcha a métrica fúnebre, casi como en un cortejo. También el segundo movimiento sabe demasiado formal, apartado del “violento y agitado que reclama Mahler. En cuanto al desarrollo vital del resto de la obra, al esquizofrénico scherzo le falta inercia, y al resplandeciente adagietto vigor amoroso. Una Heldenleben donde solo resulta verdaderamente heroico el finale.

 


 

 

 

Si sigues estudiando conmigo los próximos diez años, serás un gran director. Pero si empiezas ahora tu carrera, solo serás como Bernstein”. Y ciertamente que Eliahu Inbal confió en el malvado Celibidache, del que aprendió su planteamiento analítico. Pero también fue capaz de romper las limitaciones del clasicismo sinfónico de un Haitink para situarse en un territorio medio, pero con la ventaja del conocimiento propio y recóndito de la herencia hebraica, y partiendo de esa base conceptual de un Mahler como lucha interior y caótica nos arrastra a un flujo de materia plástica e inacabada (el golem), a una historia desordenada donde se aprietan la vulgaridad de la música callejera, las pretensiones de la orquesta de café y el boato de los valses de palacio. La ligereza mozartiana de la Frankfurt Radio Symphony Orchestra (Denon, 1986) plasma en el primer movimiento una aproximación desolada surcando un oleaje lento y desolador (con los brillantes solos de la trompeta -sin variación dinámica el primero, pero de fraseo muy libre- como únicas ocasiones en que el sol berliozano logra abrirse camino a través del manto de nubes, eximido en parte en un histérico trío) antes de liberar la furia del segundo, de transiciones abruptas e índole ácida. La relajación inusual del scherzo enlaza con un dulce adagietto, que expone de manera convincente la relación con el ciclo Wunderhorn. Neutral finale, con solo un amago de fina ironía. Asombrosa panorámica, con los solistas puestos en perspectiva; no tanto la percusión, pity.

 



 



Mahler puso más indicaciones dinámicas y expresivas que ningún otro compositor en la historia, y aún así profetizó a Bruno Walter que estaba seguro que los directores posteriores a él seguirian introduciendo cambios. Y así hace Leonard Bernstein: “Me siento tan cerca de su música de que a veces siento que la he escrito yo, asi que puedo juguetear un poquito, aquí y acullá”. Las habituales ya saben de mi debilidad por su Mahler contradictorio y cercano, la peregrinación narrativa, el excelso prisma de hallazgos tímbricos, saboreando meandros de incertidumbre, de melodrama exagerado e imprescindible, de histrionismo autoindulgente. Y con esta extrema certeza explora la red sutil de relaciones temáticas que unifica la obra. Contrastado primero, donde la marcha torna meditación extraviada y se crispa dolorida en el trío, usurpando el legado de Mitropoulos (no en los ritmos claustrofóbicos). El combate aniquilador en el segundo se toma unas pausas intermedias teatrales y no solicitadas por la partitura, con cada instrumento abatido menos los desafiantes trombones. Variopinto y ágil scherzo(tenebrosa su primera parte, vals melancólico), pintado a lentos trazos (en su copia personal de la partitura Bernstein escribe “To hell with it—lets get drunk—A ball” ). Delicadísimo y evanescente adagietto (la deconstrucción de los acordes del arpa como una secuencia de notas independientes), pero ya sin el rugido final de los bajos en su lectura para CBS en 1963. Finale jubiloso con los fugatos henchidos de optimismo y el coral perfectamente integrado. La laxitud general permite a los atriles de la Wiener Philharmoniker deslumbrar en cada intervención (por ejemplo, las trompas en el primero, o las cuerdas en el adagietto) y resaltar la atrevida novedad de la orquestación, subrayando detalles con una enorme sensibilidad. Cambios de tempo repentinos (pero Mahler era particularmente aficionado a la marcación plötzlich“súbito”) y rubato omnipresente, dislocando cada compás a sus límites en un espacio-tiempo distorsionado por la masividad de un Lenny en trance: “His conducting has a masturbatory, oppressive and febrile zeal, even for the most tranquil passages. He uses music as an accompaniment to his conducting” (Oscar Levant). Como todo su segundo ciclo mahleriano, la toma sonora procede de conciertos en vivo, de vastísima gama dinámica, tímbrica dorada y robusta (DG, 1987). ¿Grotesco Bernstein? Orgiástico, fantasmagórico, agotador. Un Dorian Gray cuyo retrato está por descubrir.

 


 



Otro director cuyas interpretaciones son decididamente personales, casi peligrosas, sobre todo en vivo, es Klaus Tennstedt. La emocionante reunión de la Orquesta Filarmónica de Londres con su director musical tras superar un cáncer el año anterior determina especialmente la ocasión. Su noción romántica y germanófila se oscurece y dramatiza: El paso tentativo y con leves titubeos de la marcha fúnebre que Tennstedt va planteando resaltan la ferocidad del arranque del trío, mientras la rabia del segundo movimiento se ve templada por secciones de ritmo ligero. La LPO demuestra su virtuosismo en el extrovertido y pictórico scherzo. Adagietto susurrado que apenas avasalla en su tristanesca resolución. Como Rattle o Giulini, Tennstedt difumina la exageración o vulgaridad hebraicas. El público congregado el 13 de diciembre de 1988 en el Royal Festival Hall estalla tras el paroxismo triunfal y angustioso del coral conclusivo. La deliberada acritud de los timbres y la exuberancia de los planos sonoros chocan con la difícil acústica en la toma sonora (EMI).

  





Pierre Boulez llegó a Mahler después de descubrir las obras de Schönberg, Weber, y especialmente Berg. Consecuentemente su Mahler mira sin artificio al futuro, a las cercanas conquistas de dichos compositores. Inexorable alternando el terciopelo y el látigo, con gran impacto en los tuttis orquestales, Boulez moldea plásticamente los cambios de tempo sin necesidad de preparación previa. El equilibrio tímbrico es una de las señas de identidad del Boulez compositor, mediante el control dinámico de cada atril: Los vientos igualados en protagonismo a las satinadas cuerdas y una percusión a la baja, reprimida con puño de hierro. La marcial marcha, sabiamente dubitativa en el tema principal, solo arrecia marginalmente en el trío, buscando la emoción desde la claridad. Similar honestidad se persigue en el segundo movimiento, donde, como Walter, mantiene la línea conectando con fluidez los diferentes episodios. Estructurado scherzo, diríamos poco mahleriano por su sencillez panteísta, y que conserva intacto al oyente al final de la audición. Y ésta es precisamente la pega de un, por otro lado, irreprochable pero poco audaz adagietto. Excelente toma sonora, que hace justicia a las intervenciones de la maravillosa trompeta de la Wiener Philharmoniker (DG, 1996).

  





Con el acceso de Riccardo Chailly a las partituras pertenecientes al Royal Concertgebouw Orchestra, prolijamente anotadas por Mengelberg, podríase pensar en el inicio de una cruzada recuperadora de la tradición interpretativa (si bien “tradición es abandono”, Mahler dixit) del insigne director holandés. Chailly podría haberse erigido en su medium espiritual además de textual, por ejemplo en la colocación del primer trompa (atención a su lírico vibrato) inmediatamente situado detrás del concertino en el espectacular scherzo, dispuesto con acierto como eje central y concertante de la sinfonía. Nada más lejos de la realidad: Chailly se sitúa en esta misma línea (necesaria y) analítica y de neutralidad interpretativa, minimizando el aporte judío, pero en una latitud más templada que Boulez, Karajan o Abbado, por ejemplo en el carácter del adagietto, radiante, cariñoso y no desgarrado, aunque su tempo no siga el mandato historicista, con más técnica que comunicación. Vibrante el rondó final, con sus líneas internas finamente esculpidas, por no hablar de la velocidad suicida en el final del segundo movimiento. La modernidad del colorido poético mahleriano y la exposición de los detalles interiores se plasman en la gestión intensa de los múltiples micrófonos, quizá en demasía como en el arpa omipotente (Decca, 1997).

  





El concepto sinfónico como ente orgánico y progresivo debido a Jascha Horenstein (Berliner Philharmoniker en un concierto goyesco en Edimburgo en 1961, editado por Pristine) resucita en la lectura de Rudolf Barshai (Brilliant, 1999), poseedor de una erudición íntima y cohesionada de la partitura: Primer y segundo movimientos (un tanto restringidos) se fusionan en un propósito fluyente cuyo objetivo es un devastador clímax. Scherzolentísimo, permeado de fluidos ritmos de danza, salpicado del mecanicismo feliz de los vientos. El rápido adagietto (obviando las marcas de respiración pero exponiendo la tensión entre la melodía sincopada y las suspensiones armónicas) resulta sincero en su intrincada combinación con el sustancial rondó, desentimentalizado y de aplastante lógica contrapuntística. Máximo el interés bachiano porque la polifonía sea nítida en todo momento (de nuevo Mahler se confiesa: “No puedo describir como aprendo continuamente de Bach, como un niño, sentado a Sus pies”). Barshai, desde su formación como violista, gusta de enfatizar el registro grave en unas cuerdas de camerística nitidez. Capturado espaciosamente en una sola interpretación en vivo (con algún molesto ruido de audiencia) con reverberación cavernosa y extremismo dinámico (en general py pp suenan demasiado, escúchese el demoledor tam-tam en el segundo movimiento, c. 544). La Junge Deutsche Philharmonie es una entusiasta orquesta estudiantil que consigue aquí un arrebatador resultado.



 



Como es habitual en estas producciones de Telarc hay un instructivo añadido pedagógico, donde, apoyándose en ejemplos propios o ajenos, Benjamin Zander recupera al Mahler vintage con la convicción de un misionero: Se asienta en el muelle fraseo del propio compositor en su interpretación al piano para articular no sólo el ritmo fúnebre de la marcha, sino también la metodista enunciación de la trompeta solista. Asimismo el meticuloso adagietto, con las marcas de respiración cuidadosamente observadas, está fundamentado en la vetusta e inigualable grabación de Mengelberg. Zander lleva con plasticidad bernsteiniana a la Philharmonia Orchestra por el silencioso ímpetu del segundo movimiento; la claridad que aporta el tempo laborioso en el finalele resta algo de conmoción y energía. Entre ambos, el polarizado scherzodelata su importancia crucial en la estructura de la obra, y sus secciones contrapuntísticas revelan la necesaria separación antifonal entre violines. Parte de la paleta mahleriana se pierde en una familia de percusión perfectamente planificada pero poco audible en la toma sonora realizada en 2000.

 




 


Dejaremos sin respuesta las translúcidas provocaciones de Roger Norrington (Radio-Sinfonieorchester Stuttgart, Hänssler, 2006) pero no las de François-Xabier Roth, que tomó la dirección de la Gürzenich-Orchester Köln ciento y un años después de que esta orquesta ofreciera la premiére de la sinfonía en 1904. A pesar de estar compuesta directamente para una gigantesca orquesta, la instrumentación está tamizada por el gusto mahleriano de los sutiles efectos de música de cámara. Y a partir de ahí Roth traza una narrativa simple y disciplinada, de rasgos neoclásicos (la objetividad contemporánea de texturas aéreas y líneas claras), y redescubre su sonoridad, negándose a decorar o embellecer la música, ni a intoxicarla con histrionismos añadidos. El equilibrio tímbrico (enfatizando la polifonía en los planos de bajos) y los fraseos son diferentes a lo acostumbrado, con abundancia de portamenti y glissandi. Roth otorga una exquisita atención a las dinámicas, a veces virulentas, y descarta el vibrato a excepción de las escasas solicitudes de Mahler. Apremiante primero, rebosante de gravitación rítmica, y segundo próximo al mundo pastoril de la Cuarta. Claroscuros en el scherzo y sorpresiva sección final del adagietto, subrayando el Noch langsamer (más lento), como si cada nota dudara en descender y recuperara infelizmente su lugar dentro del acorde perfecto. Finale sin monumentalidad pero de gran transparencia mendelssohniana. La colocación antifonal de cuerdas y metales ya se había empleado por Kubelik o Barenboim, y obviamente es uno de las méritos de la grabación (HM, 2017). Quizá ya sin la mística de las generaciones que conocieron al hombre, las nuevas ya solo ven su música, las sinfonías clásicas del siglo XX.

  


 



Podemos estar de acuerdo con Barbirolli en que cada sinfonía de Mahler tiene un clímax. Yo lo encuentro en el compás 101 del adagietto, donde los contrabajos (llegando desde fortissimo) preceden a la resolución tonal de la melodía que los violines completan en la siguiente medida. El detalle no es baladí, ya que la inmensa mayoría de los directores anticipa el característico morendo del último compás del movimiento a los cuatro últimos (c. 100 y ss.), donde Mahler todavía exige la marcación tempo-emotiva Drängend (urgente). Algunos pocos respetan dicha minucia pero ninguno combina la carnalidad lujuriosa de los sforzati salvajes de Bernstein (1963) y Levine (1977), las tenues dinámicas de Shipway (1996) y Eschenbach (2004), los palpitantes rubati de Bertini (1990) y Barshai (1999), o la disposición antifonal de los violines de Meister (2011). Seguiremos esperando la versión soñada.