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Vaughan Williams: Sinfonía nº 5

Aunque la vida de Ralph Vaughan Williams transcurre en el S. XX sus principios estéticos y creativos descansan histórica y geográficamente en la Inglaterra victoriana, cimentados en el folcklore, esencial en sus escritos, conferencias y apariciones radiofónicas, y que en su obra se manifiesta idealizado, incluso imaginado; de hecho la hermosa serenidad de su 5ª Sinfonía parece incongruente con los horrores contemporáneos, ya que la misma noche de su estreno en junio de 1943 Londres fue bombardeada.
Pese a que Vaughan Williams siempre negó un posible carácter programático “It never seems to occur to people that a man might just want to write a piece of music”, emplea como base del desarrollo musical melodías tomadas de su, por aquel entonces, ópera inacabada The Pilgrim’s Progress. Bajo la faz aparentemente calma fluye un mundo modal-polifónico en el que la tonalidad solo se establece claramente en el epílogo conclusivo. Las capas contrastantes diatónica y cromática coexisten en diferentes planos sin interactuar, neutralizando el conflicto.
Entidad sin costuras, con poderoso sentido de unidad y dirección a pesar de sus muy dispares contituyentes, se distancia ya en la nomenclatura de los clásicos cuatro movimientos:
I. Prelude: La inestabilidad armónica hace que la percepción de la estructura sonata se vea comprometida en una aparente noción de ideas disjuntas: Una lenta, neblinosa y oscilante exposición de un primer grupo de temas (compases 1-59) modula hacia un soleado segundo grupo (cc. 60-91) que se combinan a menudo en forma de canon; acelera a allegro un breve desarrollo de motivos varios, tanto melódica como ritmicamente, con las cuerdas constantemente en movimiento bajo el siniestro viento (cc. 92-163); una llamada de la trompa marca la recapitulación del primer grupo (cc. 164-184) y, a continuación y más extendida, del segundo (cc. 185-224); la coda se desvanece en la distancia (cc. 224-237). La orquestación en diferentes planos sonoros conduce el movimiento plácidamente en su mayor parte, con un avieso trasfondo que apenas araña el exterior.
II. Scherzo. Presto misterioso: Un inquieto rondó en cinco partes ABA’CA’’, irregular en ritmo y contrapuesto en carácter, de raveliana ligereza, que partiendo desde una simple figura sincopada se alarga en un anhelante tema cantarín, con cuerdas y vientos en alternacia antifonal, notable por el metal explosivo y el cotorreo de las maderas, cual gárgolas aprensivas y descontentas: A) (cc. 1-172); B) primer trío (cc. 173-292); A’) (cc. 293-346); C) segundo trío (cc. 347-424); A’’ (cc. 425-473) se desvanece en una textura tenue, casi transparente.
III. Romanza. Lento: La primera parte pastorea un ambiente lírico y homofónico A (cc. 1-38) y A’ (cc. 39-93); continúa un agitado pasaje polifónico en las cuerdas con arabescos y cromatismos en las maderas B (cc. 94-147), donde el drama se afirma en oscuridad soterrada; culmina en un apasionado aleluya con el timbal intentando asentar la tonalidad, difuminándose en una mágica coda con las cuerdas agudas sobre la distante llamada de la trompa A’’(cc. 148-202).
IV. Passacaglia. Moderato: Sobre un tema básico de siete compases, generalmente en los graves, se va estructurando un grupo de variaciones que rápidamente evoluciona en favor de secciones imitativas contrapuntísticas encadenadas con fanfarrias (cc. 42-152); le sigue un desarrollo discordante en su impresionismo acuarelado cuya tensión redundante aumenta a través de los cambios de ritmo (cc. 153-215); el epílogo es un rito de purificación armónico que permite una fantasía recapitulatoria sobre temas del primer movimiento (cc. 216-281) y se disuelve en la bienaventuranza de las cuerdas.
Ralph Vaughan Williams lideró con 79 años el concierto de los Proms del 3 de septiembre de 1952. Técnicamente limitado, de palabra gentil y actitud humilde hacia los atriles, dirigía con un mínimo de gesticulación y una sinceridad al límite de la brusquedad. Un fraseo fluido y legato balancea inquietud y reflexión, si bien algunos detalles orquestales pueden quedar agrisados en los atriles de la London Philharmonic. Bien reflejados los colores cambiantes, las áreas sombreadas, la orogenia de las dinámicas. Prelude directo y bonancible, pero con la necesaria maldad en los vientos. Scherzo comparativamente tosco, sin la vigorosa determinación de la passacaglia, particularmente precisa en la articulación del clímax. La edición Somm, cálida y poco ruidosa, palidece en los agudos. El comienzo de la romanza no fue grabado (los acordes iniciales hasta la entrada del corno inglés), por lo que se han prestado esos compases de la premiére que RVW dirigió con esta misma orquesta en 1943 y cuya copia doméstica circula shhh, shhh por los cenáculos upper-classbritánicos. Esperemos que sean condescendientes y sea dada a conocer algún día.
 

De un perfil más sobrio es Adrian Boult, en plenitud de facultades en 1953, que halla drama y espiritualidad en cada compás con la misma orquesta londinense. Corona el clímax del veloz prelude con tempestuosos trémolos en octavas tchaikovskivianas. La toma sonora perjudica la exuberancia tímbrica en el scherzo. Minuciosa romanza, donde destaca un anhelante rallentando al final del tercer enunciado del tema principal, justo antes del pasaje a solo del violín (cc. 172-178). Bien en las difíciles transiciones de la passacaglia, donde el suave timbal consigue que el impacto armónico no quede enmascarado. Su coherencia sinfónica, algo chirriante, fue grabada por Decca en presencia del compositor, con el que compartió cercana asociación, elitista educación e inabarcable cultura durante cuatro décadas. El fuego sagrado se ha extinguido en su posterior versión (EMI, 1969), menos incisiva, confundiendo la reposada superficie con la clave unitaria de la obra.
Se suele preferir la postrera grabación de John Barbirolli con la Philharmonia (EMI, 1962), de combustión espontánea y vitalidad lacerante -en las páginas finales de la obra (los grupos de atriles resolviendo acordes cruciales) hay una deliberada falta de integración del conjunto en favor de la atmósfera apasionada- en detrimento de la pionera versión con su propia orquesta, la recientemente formada Hallé (Dutton, 1944): Reflejo de la rápida lectura del propio compositor del año anterior, es aún más intensa la libertad emocional del prelude, con un clímax frenético y un gran ritenuto antes de la coda. Espectral el mágico correteo en el pasaje cantabile antes del final del scherzo (cc.  426-438). Escuetamente contemplativa la romanza, nadie como él manejó la resolutiva transición al re mayor del epílogo, con sus trascendentes aleluyas, que old Barbyconsideraba dignas de Bach. Sonido monofónico milagroso.
No debe extrañarnos que la óptica aplicada por Andre Previn, pianista jazzístico en los 50 y 60, sea ruidosamente extrovertida (en la acepción shakesperiana) y emocionalmente devastadora. El volumen de las cuerdas de la London Symphony Orchestra en el primer movimiento es mucho mayor del mezzoforte prescrito, con gentil insistencia en los largos trazos que van avanzando hasta el tormentoso desarrollo. El scherzo se ciñe a la marca presto misterioso y su lento pulso resulta velado y enigmático, de elegancia poco común y refinamiento afrancesado. A partir de los susurrados acordes iniciales en las cuerdas se percibe un crecimiento espontáneo de la emotividad en la romanza: destacan el radiante timbre grave en los cc. 150 y ss., y el melancólico himno en la viola (cc. 195 y ss). Metales enfáticos en la passacaglia. Opulenta grabación en la época (RCA, 1971), hoy parece algo débil, con las aportaciones de los solistas artificialmente focalizadas aunque todavía impacte su rotunda percusión.

Vernon Handley enuncia una disertación lúcida y a la vez espiritual y mayestática; la naturalidad de los tempi se ve acompañada de una evolución orgánica y fluida de los momentos de transición y climáticos: ya el preludeestá impregnado de una santidad que se permite intensidades egregias. En el scherzo Handley plantea una ligereza mendelssohniana a la textura, y además minimiza las divergencias de ritmo en pos de la continuidad tranquilizante. El efectivo manejo de las dinámicas y cierta libertad de tempi y rubato le dan dramatismo a la romanza. La passacagliaestá llevada con una concentración triunfal que no suaviza su vigor intelectual. Paisaje sonoro más homogéneo que analítico en la espléndida toma sonora donde la Royal Liverpool Philharmonic Orchestra no tiene nada que envidiar a los más afamados conjuntos londinenses (EMI, 1986).
El despiadado Bryden Thomson es casi la antítesis de Previn y expone con crudeza la ambigüedad tonal de la sinfonía. Dado el criterio inquisitivo, trascendente y funéreo se le perdona hacer caso omiso de las marcas dinámicas al principio de la obra, que va creciendo en ímpetu y claroscuros con el avance de los compases, las cuerdas graves propulsando la sinfonía desde su quieta y segura pujanza, lanzando el canon contrapuntístico (cc. 90 y ss.) hasta romper fff en el c. 147 (y no antes) con una corpulencia inigualada ni siquiera por Boult. Scherzode chocante oscuridad, cercano en carácter al de su sinfonía Londres. Thomson tortura la zona media de la romanza (desde 144 y ss.) y trata con rudeza los temas de la sección 3 en la passacaglia. La reverberación eclesial reconforta las frecuencias altas en las cuerdas de la London Symphony Orchestra en este cinemático registro (Chandos, 1987).
Ejemplar bruckneriano y mahleriano, pero ¿cómo osa Bernard Haitink adentrarse en las más británicas de las aguas? No son tan dispares estos universos: tanto la personal apreciación de tempo y estructura como la transparencia de texturas que premia el detalle orquestal son aspectos tradicionalmente centroeuropeos que se adhieren perfectamente a RVW. Visión sosegada, seria y meditada, sepulcral, paciente y sofisticadamente tocada (superando los 43 minutos), con libertad de tempi y espléndida abundancia de ritenuti y rallentandi. Tras el pivote estructural del prelude (Tutta Forza, cc. 185 y ss.) el gran apaciguamiento subsiguiente quizás no tenga la intensidad del creyente, pero a mis oídos su retorno misterioso y poético a los temas anteriores alcanza una trascendencia parsifaliana. Si el scherzo desprende un perfume raveliano (con intervenciones del metal menos irascibles y más gamberras de lo habitual), la mesurada romanzasonará a algunos distante, incluso fríamente sibeliana (a quien la sinfonía fue “dedicada sin permiso”); sin embargo, Haitink maravilla anticipando (sin la misma orquestación masiva o disonancia extrema) la conexión temática y el sentido angustioso de la traumática apertura de la 6ª Sinfonía (cc. 130-147). La London Philharmonic Orchestra radia belleza en su impar conjunción (EMI, 1994).
Roger Norrington propone una disección objetiva, conscientemente reticente en lo emocional, pero sin la visión arquitectónica a gran escala de un Haitink. Bien empastados los profesores de la London Philharmonic Orchestra, su impecable precisión rítmica deja paso al expresivo rubato cuando Norrington lo juzga necesario, como al final del puntillista scherzo, en el efusivo y flexible pasaje cantabile para cuerdas justo antes de la coda final (cc. 426 y ss.). Sin trascendencia la romanza. Mejor la inercia newtoniana de la passacaglia. La grabación (Decca, 1996) destila una pátina brillante sobre la claridad radiográfica.
El vibrante y fervoroso Richard Hickox dirige la London Symphony Orchestra con un parejo refinamiento a la perspectiva de Previn, pero quizás con un mayor equilibrio textural. La libertad agógica se añade a la evolución tonal del primer movimiento, en el que destacan hacia el fin del segundo grupo de sujetos (cc. 81 y ss.) una tercera descendente en modo frigio y una demoniaca llamada en el fagot, liberada ya de la flemática trompa que arranca la obra. Scherzo compacto, todo misterio y finura, sin fragmentarlo en áreas inconexas de conversación. Matizados contrastes de tempi en la romanza, con el cello a solo (c. 13 y ss.) espléndidamente articulado. Claridad contrapuntual en la passacaglia. El registro de Chandos ofrece un amplio intervalo dinámico y una ejemplar documentación de las frecuencias graves (1997).
Mark Elder conjuga músculo dinámico con la unidad tímbrica de la Hallé Orchestra, registrada en concierto de manera suprema, iluminando las aportaciones de los instrumentos solistas, sin ruidos espúreos (Hallé, 2011). La introspección inicial  contrasta con la fúlgida modulación impulsada por la vibrante percusión (c. 60); las figuraciones de la cuerda en el desarrollo mantienen el tempo estable en modo paisajístico sibeliano. Significativo scherzo a media luz, al límite de lo perverso, con repentinos relámpagos, entrecruzamiento malicioso de maderas y cuerdas, que se forma y se disuelve gradualmente, con una prosperidad natural de los tempi que es la impronta más notable de este registro. Reverenciada romanza, casi una semblanza religiosa. Ansiedad anticipatoria en la passacaglia, previa al esplendor final, perspicaz y etéreo.

 

Schubert: Symphony no.7 (8) Unfinished

Los dos movimientos de la Sinfonía Inacabadanº 7 en si menor D. 759 (8ª según la catalogación brahmsiana) fueron compuestos por Franz Schubert en 1822; del scherzosolo se conservan veinte compases orquestados y pocos más esbozados. La tradición nos ha enseñado que el resto es tan inadecuado y remoto, tan inferior en calidad, que no nos debe extrañar que Schubert lo abandonara; es posible que su instinto musical le dijera que el mensaje estaba completo. Sin embargo no es concedible (por respeto y por propio interés) una omisión deliberada dado que la partitura manuscrita fue entregada como presente a la Orquesta de Graz. En el terreno puramente estético la obra es un conjunto íntegro en su concepto cíclico, no más inconclusa que los esclavos miguelangelescos. ¿Inacabada? Más bien la mitad de una sinfonía acabada, o quizá Inencontrada (de momento).

Aunque la influencia beethoveniana es plenamente consciente, la Sinfonía nº 7 abre el periodo Romántico por su forma de definir la tonalidad, perturbadora, discontinua, magistral en el tratamiento armónico como exploración existencial de las posibilidades emocionales y musicales, sin precedente en la literatura sinfónica. Las determinaciones comunes, el parentesco de motivos y los compartidos contrastes dinámicos e instrumentales interseccionan los pentagramas creando una sensación de unidad mayúscula.

Los dos movimientos, en métrica ternaria, se articulan en forma sonata con diversos matices:
I Allegro moderato: La exposición (compases 1-109) formula un primer tema bipolar, numinoso o incluso fantasmal, y un segundo folcklórico y soleado; una desgarradora disonancia abre un desarrollo (cc. 110-218) terrorífico, de ferocidad contrapuntística, basado en el pianissimosiniestro de los graves de apertura y que Schubert omite en la tranquila recapitulación (cc. 218-328), para retomarlo en su versión original en la coda concibiendo un arco cíclico ideal (cc. 328-368).
II Andante con moto: La iconoclasta exposición (cc. 1-142) muestra un primer sujeto melodioso (pero con ecos del allegro) y un segundo obsesivo y sincopado (con modulaciones continuas e inestables); incluye, en vez de desarrollo, un nuevo tema como largo puente hacia la recapitulación (cc. 142-267) y expira extáticamente en una coda (cc. 268-312) que parece extraviarse armónicamente y es reflejo perfecto de la melancólica personalidad schubertiana.





Entre 1934 y 1938 Bruno Schlesinger grabó frenéticamente con la Wiener Philharmoniker cuando aún ésta mostraba su idiosincrático sonido Gemütlichkeit, cómodo, oscuro y avellanado. La vibración del juvenil primer tema es termalizada en el segundo, cálido y amplio. En el solemne andante, monumental y nostálgico, se atemperan los contrastes dinámicos y se relajan los ataques; degústense los largos solos en los vientos, casi como corales, sobre celestiales deambuleos armónicos en el segundo grupo modulante de la exposición (cc. 64 y ss.). La flexibilidad rítmica subraya los puentes transicionales como pequeños lieder diseminados por la sinfonía. Los instrumentos asemejan voces llamando a otras voces, quizá Gemeinschaftsfremde ya reeducándose. La clara toma sonora sufre en las frecuencias altas (EMI, 1936).




Atraviesen sin miedo el portal hacia otro mundo: El olvidado magisterio de Willem Mengelberg, con sus satánicas y ensayadísimas libertades de fraseo y tempo, los decimonónicos portamenti en las cuerdas ya en el primer compás, el extremo colorido con que se trazan los temas, goyesco y enojado el primero. Gentil el acompañamiento sincopado del heroico segundo que rehusa transicionar, y abandonado, se autodestruye en un silencio de compás (c. 62). Le sigue un tutti orquestal sorpresivo y de desinhibida brutalidad. El andante con moto es un drama musical motorizado por las furiosas secciones con percusión. La edición debida al hacer artesanal de Hubert Wendel implementa una fenomenal instantánea del concierto del 27.11.1939 a cargo de la Concertgebouworkest, reto a los intérpretes modernos para decir algo nuevo sobre la vieja música. El rango dinámico es limitado pero no así la tímbrica, muy natural.




Ocho registros filosóficos se conservan de Wilhelm Furtwängler, compartiendo la misma órbita espiritual que su Bruckner, verdadero continuador del legado de la Inacabada, anticipando su misticismo y su grandeza gradualmente expuesta. Del concierto en el cavernoso Admiralspalast del 12.12.1944 solo perdura (en buenas condicones técnicas, SWF) el allegro moderato. Como en todos sus documentos de época de guerra Furtwängler transmuta la música en una reflexión personal de su agonía, esculpiendo con impacto visceral. La flexibilidad atmosférica, dinámica y agógica corresponde al desdibujamiento deliberado de los perfiles, un sfumatovago y sugestivo, y emerge como una narración sonora completa, cada detalle justificado en su relevancia en el conjunto. Las oleadas orquestales de la Berliner Philharmoniker no llegan a romper, con las melodías disolviéndose una en la otra, cada sección caracterizada individualmente en su pulso. Los prominentes trombones poseen connotaciones sobrenaturales (abandonando el triunfalismo beethoveniano y regresando a la gravedad mozartiana) y son heraldos de la tragedia y la inminencia de la derrota. Para el andante con moto propongo la versión de 1950 con la Wiener Philharmoniker, delicado y hasta frágil, perfecto a pesar de ser grabación de estudio, y por ello, en palabras del director, falto de la “experiencia colectiva”.




La llegada en 1954 de Karajan a la dirección permanente de la Berliner Philharmoniker rompió la personalísima relación de la orquesta con Hans Knappertsbusch. Sus recreaciones, contemplativas, teutonibelungasy no precisamente infalibles, son extraordinarias. El allegro moderato, iniciado a un ritmo lentísimo, es una endecha doliente, un canto fúnebre de parsimonioso pesimismo (la Eroica viene a las mientes) y una coda cósmica y abstracta. La tornasolada transición desde la exposición al desarrollo rebosa desolación, realzando las dos naturalezas del compositor. En el andante con moto Kna precede con leves dudas las explosiones marciales y desesperadas ff que se van disolviendo en evocaciones pastorales. Sonido fantástico como es habitual en las ediciones de Audite desde las cintas originales a 30 pulgadas por segundo, registrando puntualmente la mala salud bronquial del invierno berlinés: concierto del 30.01.1950, realizado para la retransmisión RIAS (Radio in the American Sector of Berlin).




Thomas Beecham recubre la obra de ligereza mendelssonhniana y gentileza emocional. Atención a la deliciosa frase del segundo sujeto, en la que reduce sorpresivamente la dinámica en la última blanca, y a la áspera tímbrica de los trombones de la Royal Philharmonic Orchestra. Lentitud saturniana (léase holstiana) en el bellísimo andante con moto, donde cada frase respira con imaginación, sonriendo con sutileza. Becham se abstiene de regir férreamente el ritmo, y esta sencillez, este laissez faire et laissez passer, le monde va de lui même, permite que las piezas encuentren por sí solas su lugar exacto. El sonido monofónico es casi panorámico en su realismo (Sony, 1951).
La Inacabada era una obra especial para Otto Klemperer, que respondía muy bien a su característico subrayado de los vientos, y que registró nada menos que en nueve ocasiones. Elegiremos aquí la claridad y transparencia de la Philharmonia Orchestra (EMI, 1963) y que ostenta no solo el mejor sonido, abundante pero luminoso, sino un dinamismo y una vitalidad perdidos en grabaciones posteriores. La simplicidad prodigiosa de Klemperer restringe deliberadamente a una expresividad discreta la exposición de los temas para extraer posteriormente todo su dramatismo en el desarrollo. Andante con moto resignado, austero, sólido, sin lugar a contemplaciones líricas. Un Schubert único, descarnado, inexorable y lógico, con peso y consecuencia, comprendido como un Beethoven incapaz de desarrollar. A pesar de la concepción unitaria, el resalte de determinados detalles instrumentales es una técnica que Klemperer derivaba directamente de su aprendizaje conductorial con Mahler.



Kleiber hace de esta interpretación, ligera de tacto y de tempi, su catarsis personal, con pesadillas e histerias tchaikovskivianas de principio a fin: Inicio susurrado, segundo tema onírico, tensión explosiva en las aceradas figuraciones con puntillo en el desarrollo del allegro (cc. 184 y ss.), punteado por agresivos acordes y un sforzando urgente y beethoveniano. Dolor, aullidos y suspiros de la mano, fervor, amplias variaciones de latido. Los cualidad de los ataques determinada por las indicaciones dinámicas de la partitura. Escasa de rima pero abundante en (psico)drama. La Wiener Philharmoniker (DG, 1978) se pliega nerviosa y febril a las exigencias onanistas de Carlos (but not at the table, please).




Giuseppe Sinopoli reinventó en 1983 la Inacabada como música funérea, plañidera, llena de duelo y lamentación, y cuya atmósfera agitada amenaza a cada instante con la catástrofe. El libreto ofrece un curioso ensayo psicoanalítico donde Sinopoli escribe que las melodías (sueños de naturaleza efímera) flotan sobre los obsesivos pizzicati (la memoria), estabilizadas en forma sonata pero excluidas de cualquier plan arquitectónico. Estas capas de conciencia entre sueño y despertar se despliegan sonoramente en las variaciones, a veces extremas, de ritmo (como en el segundo tema); en cada detalle expresivo navegando por lentos meandros, como el peculiar ascenso de los violines desde el abismo, ajeno a las marcas dinámicas de la partitura (cc. 122). Un viaje desde la oscuridad atormentada a la esperanza luminosa que propone la coda final, toda ella un maravilloso rallentando. La belleza y equilibrio de texturas (la restricción de metales, el empuje de timbales) de la Philharmonia Orchestra refrenda la genialidad del enfoque (Deutsche Grammophon).




La palabra es suavidad: de los ataques, sin un solo sforzando, de las inigualables transiciones dinámicas, del fraseo preciosista en los primeros compases de los violines, de la cremosidad tímbrica de los metales, de la corriente legato que dicta la estructura en un arco cantabilede principio a fin. El control respiratorio y dinámico de los solistas permite su aparición de la nada: escúchese cómo se resuelve el mágico momento en que el oboe cede el tema al clarinete mutando repentinamente a mayor (recapitulación antes de la coda conclusiva, cc. 225 y ss.). A la manera klemperiana los temas se muestran en principio apocados para permitir un crecimiento wagneriano de la tensión interior del movimiento. Sergiu Celibidache, Münchner Philharmoniker (MPhil, 1985).




Para Roger Norrington “el allegro suena glorioso tocado como un adagio, pero no tiene ningún sentido” (y así afea, sin nombrarlas, lecturas gloriosamente maduras como las de Walter o Bernstein). The London Classical Players (EMI, 1990) emplean un fraseo clasicista, notas cortas al final de las frases, nulo vibrato, atriles de graves sin el menor sentido ominoso. El sentido rítmico observado atlético, imperturbado e imperturbable. La coda final nada onírica o misteriosa, tratada como una transición al… inexistente tercer movimiento. Cuando el champagneestá tan frío congela la sonrisa. Trivial.




La lectura de Frans Brüggen observa más allá de los símbolos escritos y es iluminada por un elegante helenismo en el que la corriente agógica vagabundea por románticas variaciones de tempi, inflexiones etéreas, y teatrales y retóricos titubeos. Otras consideraciones observadas implican la percusión prominente y diferenciada, o la prolongación de las notas antes de afrontar una nueva clave. Las cruciales maderas flotan sobre las numerosas cuerdas de la Orchestra of the Eighteenth Century, construyendo lentamente la tensión en el desarrollo del allegro, una oscuridad gótica que encaja perfectamente con la literatura contemporánea (Frankenstein, Sleepy Hollow). Como es habitual en las grabaciones caseras de Brüggen, la toma sonora en vivo adolece de transparencia y compresión dinámica (Decca, 1995), pero al menos no sufre de intervenciones no deseadas de la audiencia.

Günter Wand maneja con mano experta las transiciones como áreas de metamorfosis entre dos ideas de distinta naturaleza: como el ritardandoanterior al pavoroso descenso a do mayor en los metales al comienzo del desarrollo en el allegro, incrementado la tensión del eventual ascenso desde los abismales bajos y subrayando la nueva fase del drama. O el pausado ralentizamiento del puente desde el c. 38 donde el sujeto en los vientos se desvanece mientras las violas surgen de la niebla. O ya en el andante el retorno del primer tema en la recapitulación (cc. 144 y ss.) como la concesión de una bendición. O, en fin, el comienzo de la coda (cc. 268 y ss.) donde comienza el pizzicato descendente y el pianissimo acorde sostenido en los vientos recuerda un espectro de un pasado angustioso. NDR Sinfonieorchester en concierto recogido en video para TDK en 2001.

Alejado de cualquier intención historicista, Nikolaus Harnoncourt logra una interpretación apoteósica de la Berliner Philharmoniker en todo su esplendor brahmsiano (24.19.15.13), concediendo a los graves mayor peso de lo habitual, con un desarrollo amenazante, coronado por metales poseidos o acaso endemoniados. Ya en la recapitulación el cuasi silencio de fermata (c. 280), estirado al límite, prepara para las emociones de la coda, o mejor, de las ingentes codas, en la segunda los primeros violines morendo mahlerianamente. Fraseo, pulso y ritmo son enroscados por Harnoncourt, descartando la naturalidad y la ambiguedad de la escritura original, y engendrando un Schubert futurista y visionario con arritmias mahlerianas en el allegro moderato y oleajes impresionistas en los momentos más relajados. Grabado en concierto en la propia Philharmonie sin ningún ruido de audiencia (BP, 2004). En la versión que realizó con el Royal Concertgebouw Orchestra (Teldec, 1992) prevalecen los tintes clasicistas, con unos tempi menos prolongados.




Thomas Dausgaard desromantiza el concepto schubertiano haciendo algo tan básico como respetar las marcaciones de tempi de los movimientos; de ese modo el allegro moderato se antoja volcánico y febril por contraste, y el andante con moto se despliega sinuoso. La Swedish Chamber Orchestra (BIS, 2006) no cuenta con pretensiones historicistas más alla del reducido vibrato y la disposición antifonal de las cuerdas, que se antojan un telón de fondo para el festival del delicado juego de maderas y los irreverentes metales, cuya rápida articulación es un desafío virtuoso, y que en algún momento se ve comprometido. En el c. 109 (y en el c. 327) Schubert marca un pedal tónico en si mayor en el segundo fagot y primera trompa bajo el acorde dominante que evoca el fin del desarrollo de la Eroica; en algunas ediciones pretéritas esta disonancia está anulada. Dausgaard no se atreve a tanto pero sí que rebaja púdicamente su crudeza. Si bien el lirismo expresivo del segundo tema (o más bien el lirismo asociado a él tradicionalmente) se reduce a lo anémico, quizá el mayor problema venga de la rigidez rítmica de los compases que puede resultar en conjunto uniforme y mecánica.




Les Musiciens du Louvre Grenoble han sido consagrados por Marc Minkowski con un sonido de carácter inquisitivo sin llegar a ser (o querer ser) confrontacional: protagonistas las severas cuerdas (12.10.7.7) mientras los espectrales vientos las circundan buscando fisuras por las que penetrar. Los timbres del período dan a las maderas un tono más ronco y tenue, y los metales de pabellón estrecho añaden profusión de color. La resplandeciente grabación en vivo en la Vienna Konzerthaus (Naïve, 2012) transparenta la línea contrapuntística en fusas (andante con moto, cc. 103-110, en segundos violines antifonales, violas y oboes) de influencia explícitamente beethoveniana (en concreto, su 2ª Sinfonía). El par de movimientos se conciben como un reflejo especular que subraya el clasicismo de los ritmos petulantes e insolentes.




Se han propuesto diversos intentos de reconstrucción del resto de la sinfonía, algunos llegando a utilizar redes neuronales profundas. Tradicionalmente la más utilizada es debida al compositor Brian Newbould, que completó, armonizó y orquestó el esbozo pianístico del desafiante scherzo, y utilizó como último movimiento el extendido entreacto de Rosamunde, también en si menor, con forma sonata, instrumentación pareja y con relaciones temáticas a los movimientos conservados, que se cree fue reciclado por Schubert con tal fin a principios de 1823 para un encargo remunerado económicamente y que además le abriría (teóricamente) las puertas de los más prestigiosos teatros vieneses (cosa que no ocurrió). 
Pasando rápidamente por la superficialidad interpretativa de Neville Marriner (Academy of St. Martin in the Fields, Phillips, 1983), tampoco Charles Mackerras va más allá de comunicar una precisa presentación de la partitura, moderada en escala, con el detallismo y ligereza textural de los instrumentos originales de la Orchestra of the Age of Enlightenment (Virgin, 1990), especialmente en la sección trio del scherzo, donde los vientos aportan frescura; los cambios abruptos de tempo en el último movimiento son explicados por Mackerras mediante el mantra “mi director favorito es Furtwängler”. Yo no alcanzo a ver por ningún lado la tragedia. Demasiado boxeo y escasa poesía.


De mayor sofisticación es la intervencionista solución de Mario Venzago (Sony, 2016) para dar coherencia a la sinfonía: En primer lugar rescata diverso material incidental de Rosamunde creando dos diferenciados tríos para el scherzo, y en segundo lugar (para el movimiento conclusivo) restaura los requerimientos formales de un rondó finale: para ello introduce la frase ascendente introductoria del entreacto dos veces durante el movimiento, en la exposición y en el desarrollo. Muy rápido (su modelo es la Eroica) el Allegro moderato (con los primeros compases –el primer sujeto en cellos y bajos al unísono, que Venzago también convoca justo antes de la coda en el movimiento final– a la misma velocidad que el resto del movimiento, algo poco común), diferenciándolo del siguiente. El concepto del andante con moto es fluido pero teatral, enfatizando su fragilidad episódica, con los pizzicati verdaderamente pulsantes en nerviosa agitación (contrastando con el anodino scherzo). La sucinta nómina de las empastadas cuerdas de la Kammerorchester Basel (7.6.4.4) nos acerca a la ligereza haydiniana de sus primeras sinfonías sin renunciar a dinámicas enérgicas. Sobresaliente toma sonora, en concierto, con los planos sonoros palpables.





Una nueva reconstrucción se añade a las comentadas. Realizada por Nicola Samale y Benjamin-Gunnar Cohrs, completando con un breve (y escuálido) trío el scherzo y asumiendo el entreacto primero de Rosamunde como movimiento final para la sinfonía. La urdimbre parece añorar un carácter pastoral para la música, reduciendo al mínimo los contrastes entre movimientos: texturas ligeras con inocentes maderas y funestos metales. Stefan Gottfried comanda la primera grabación de este Concentus Musicus Wien post-Harnoncourt, para la cual se han seleccionado 26 miembros estupendamente grabados con gran impacto dinámico (Aparté, 2018).


Mozart: Requiem

Amadeus nos ha dejado en la retina una maravillosa escena en la que un moribundo exhala dictando a su ejecutor las notas de una misa de difuntos por su propia alma.
La realidad es más prosaica. Mozart muere dejando sobre la mesa un racimo de manuscritos. Para no perder éste último encargo (y los restantes 25 ducados) Constanze decide completar en secreto la obra y acude al pupilo más estimado por Mozart, Franz Jacob Freystädler, que hizo una primera orquestación del Kyrie para su interpretación en el funeral, cinco días tras el deceso. Posteriormente pasó la partitura a Joseph Eybler, otro apreciado amigo de Wolfgang, pero éste abandonó el trabajo dos meses después tras instrumentar algunos movimientos. Maximilian Stadler fue el siguiente, y de él se conserva la orquestación del Offertorium. Otros no quisieron medir sus talentos con los de Mozart. Al fin la partitura llegó a manos de Franz Xaver Süssmayr.
Edición Süssmayr
A quien Mozart consideraba un zoquete como estudiante, pero que era capaz de imitar asombrosamente su escritura, y además era el favorito (entre otros amantes de balneario) actual de Constanze. Ésta le aportó algunos bocetos encontrados en casa, que sentaron las bases para la ingeniosa composición cíclica del resto de la obra, que Süssmayr sembró, imperfecta e irrefutablemente testimonial, de herejías armónicas, errores gramaticales varios y una maligna orquestación, pero que felizmente permitió su interpretación como opus durante centurias.

El 150 aniversario de la muerte de Mozart tuvo su más descomunal celebración en la resonante acústica de la Basílica de Santa María de los Angeles y los Mártires en Roma. Sobre su presbiterio se agolparon 300 cantantes y 160 instrumentistas a las órdenes de Victor de Sabata. Existe un breve documento gráfico del evento, catalogado como Giornale di Guerra nº 204

 (donde se ve a Beniamino Gigli cantando, y que hubo de ser sustituido en la grabación –al día siguiente, sin público– por problemas contractuales) y que es casi tan interesante como la transferencia de Naxos, ciclópea y cantada parcialmente en italiano, donde destacan los ritardandi conclusivos que deambulan sin fin, difusos y lejanos.

Del mismo año (1941) es la tristemente mutilada grabación de Bruno Kittel dirigiendo a la Berliner Philharmoniker (DG): La autoridad nazi purgó cualquier referencia judía en los textos latinos, acogiéndose a que “la Misa más profunda y emocionante no puede languidecer en la oscuridad porque un puñado de pasajes no se adapten a nuestra era”. La masa coral se imbuye de grandeza sinfónica, en un super-ente único, idealmente wagneriano, desprovisto de tristeza.

De estas interpretaciones históricas destaca por su atmósfera ascética y ligera la de Ferenc Fricsay (DG, 1951): devocional pero de líneas incandescentes, con una elocuente articulación adelantada a su tiempo, a pesar de la amplia orquesta (RIAS-Symphonie Berlin) y la acústica reverberante.

Aún más libre que en la versión de estudio del mismo año con la New York Philharmonic (Sony), Bruno Walter hizo un acontecimiento especial de su último concierto en el Festival de Salzsburgo (en el que había participado más de 30 años). Para comprender el porqué del ceremonial que distingue esta lectura hay que recordar que Walter tenía 21 años cuando Brahms murió. Por tanto, su conducción coral retiene la religiosidad victoriana de la juventud. Los detalles son efusivamente moldeados en un poético y fluído lirismo, aún en perjuicio de la estructura o del mantenimiento de los tempi, con dramáticas pausas y azucaramiento en el tratamiento de los temas (las negras en el arranque del Tuba mirum se hacen en un stacatto ciertamente algo amanerado). El mimo en el fraseo, equilibrio y dinámicas se apoya en tempi de amplio aliento. No obstante, enfatizando las síncopas es tan dramático en el Dies Irae como cualquier chaval historicista. Y empleándolas en aterciopelado legato (es la Filarmónica de Viena) abraza sencillo y elegante el Recordare. Rutilantes las voces de Cesare Siepi y Lisa della Casa descansando de sus roles en el Don Giovanni del mismo Festival bajo el yugo de Mitropoulos. La toma sonora (Orfeo, 1956), en decente monofónico, respeta la inteligibilidad del coro. El apocalíptico órgano retumba por doquier.

Cálidamente deliciosa la cuerda de la Wiener Philharmoniker en el lato y solemne fraseo que soporta el armazón de los movimientos (maderas, metales y timbales discretamente a cubierto); el bruckneriano coro de la Wiener Statsoper oblitera los pasajes contrapuntísticos, carece de contraste dinámico y ofrece una sonoridad cromada en el predominio de tesitura soprano (aplicable a las varias versiones de Karajan o Giulini); radiantes solistas a la grand opera. Sobre todos ellos, la rigurosidad severa de Karl Böhm: Monumentalidad lujuriosa, espiritualmente profunda, con tempi lentos sin ser glaciales, de solidez mesmérica, serenidad devocional y sobriedad fervorosa, como en el Tuba mirum, de estatuaria inevitabilidad (il Commendatore más que Sarastro). Densa y mórbida redondez del timbre de los metales que erupcionan en sombría amenaza en el Dies Irae, de texturas almibaradas, casi brahmsianas. Fantástica grabación, de generosa panorámica lateral, dando cobijo al extático soporte del órgano que finaliza los movimientos centrales de manera suntuosa y reverencial (DG, 1971).

Las exiguas y ásperas cuerdas (4.4.2.2.1) de The Amsterdam Baroque Orchestra provocan una prominente presencia de metales y timbales cuando son requeridos. Dinámicas en terraza, casi barroquizantes (Ton Koopman, Erato, 1989).

La aproximación de Peter Neumann viene marcada por la masculina presencia de Michael Chance en el rol de contralto, que algunos podrán considerar extraña en esta música pero que otorga un plus de transparencia eclesial a la polifonía (Kölner Kammerchor, Collegium Cartusianum, EMI, 1990).

De John Elliot Gardiner escogeremos la representación conmemorativa en el Palau de la Música Catalana de 1991, que incorpora el cambio (para mejor) en los solistas masculinos respecto a la grabación anterior para Philips en 1986. El equilibrio entre cuerdas y maderas en los English Baroque Soloists permite apreciar el detalle vertical y las diáfanas texturas, y el mixto (recordemos que la partitura predica una cualidad sonora de voces infantiles) Monteverdi Choir aporta sus proverbiales ligereza y claridad de dicción. Esta sofocante precisión puede derivar en sequedad algo mecánica y falta de empuje dramático para una obra de tal intensidad potencial, por ejemplo en el Lacrimosa. El sonido, extraído de la edición en DVD (Philips, 1991), es tan sólo discreto para estas fechas.

Jordi Savall acaudilla un Réquiem (La Capella Reial de Catalunya, Le Concert des Nations, Astree, 1991) de atmósfera marcial, formación en ángulo (4.4.2.2.2), marchando prestissimo, al ritmo de la detonante percusión militar sobre acentos terrosos y dinámicas escalonadas. Spartans! What is your profession?

Sergiu Celibidache se sitúa al margen de todo y todos y recrea una abrumadora y opresiva endecha apoyado en las regiones graves de coro y orquesta (Müncher Philharmoniker, Philharmonischer Chor München, EMI, 1995).

Cuando Philippe Herreweghe estudiaba psiquiatría su trabajo de dirección coral fue advertido por Gustav Leonhardt, que le invitó a participar en el colosal proyecto de grabación de las Cantatas de J.S. Bach. El concepto severo y austero del holandés, apuntalado en que la articulación y retórica musicales vienen determinados por el significado del texto, es clave para entender el oscuro y sombrío acercamiento de Herreweghe: Los sólidos atriles (8.8.5.4.3) de la Orchestre des Champs Elysees siguen esta filosofía (ya que a menudo doblan las voces) y la conjunción de La Chapelle Royale y el Collegium Vocale (a pesar de sus 31 almas mixtas) asegura afinación impecable, limpieza de planos y transparencia polifónica. El fraseo es vehemente y gentil, con fuerte sustentación rítmica y tempi reconfortantes. Destaca el ciclónico Confutatis, de sobresalientes metales y timbales, donde se difumina el contraste de tempo de los diferentes grupos (terrenal y angelical). Soberbios solistas. Definición inusualmente buena de la grabación, recogida durante unos conciertos públicos en 1996 por Harmonia Mundi.

Textura oleosa de la sección de cuerdas de la Müncher Philharmoniker, legati a la antigua usanza teutónica, cadencias expresivas con ritardandi y calderones, anacrónico Christian Thielemann (DG, 2006).

Ya desde el primer compás Teodor Currentzis fuerza un extenuante pulso vital que inhala con las maderas y exhala con la sincopada respuesta de las cuerdas hasta que la entrada de las voces relaja el espasmo jadeante. El conjunto MusicAeterna galopa con crudeza tumultuosa y acentuación abrasiva, como en el Dies Irae, donde conjuga temerarios trémolos en las cuerdas y estrépito en los flameantes metales, en los timbales apocalípticos. Manotazos en los bajos para enfatizar (Domine Jesu) escoltan a las cautivadoras tinieblas cromáticas en la conclusión del Confutatis. Al término del descarnado Lacrimosa un batir de campanillas litúrgicas realiza la transición a la breve exposición del Amen fugado pergueñado por Mozart y descubierto en 1964 (como veremos, en otras ediciones se completa esta fuga). El licencioso coro New Siberian Singers provoca con teatrales contrastes dinámicos, ocasionalmente las tesituras altas en repentino sotto voce. Delicado cuarteto de solistas y óptima grabación realizada sin prisas, a lo largo de una semana (Alpha, 2010). La mayoría de la crítica especializada opina que este registro carece de mérito musical. Quizá, pero, al menos durante un tiempo, tiene juventud (la salud, la inconsciencia, la voluptuosidad, la crueldad, la falta de intelectualidad y la alegría), que siempre es un elemento de seducción.

Edición Beyer
La fórmula Süssmayr permaneció bendecida e inmaculada hasta 1971 cuando Franz Beyer hizo un primer intento por corregir sutilmente sus armonías fatales y su torpe orquestación. La tesis de Beyer se basa en que las secciones de autoridad dudosa deben proceder de bocetos auténticos (y ahora perdidos), ya que las continuas referencias cruzadas, tanto temáticas como armónicas, escapan de la capacidad süssmayriana. Así pues, la mayoría de los cambios (en tempi, dinámicas y articulación) suponen una abstracción litúrgica para simular la transparencia mozartiana, pero conteniéndose deliberadamente de componer música nueva.
Tempi sosegados unidos a una suprema claridad tímbrica iluminan la lecura debida a Sigiswald Kuijken dirigiendo Le Petite Bande (Accent, 1986). Ya en el Introitus resalta el movimiento pendular (espacial en la panorámica auditiva) entre cuerdas y vientos, cual reloj cósmico indicando un tic-tac inexorable. Las diferentes tesituras del Nederlands Kamerkoor se van entremezclando diáfanamente, permitiendo seguir el texto (incluso en el torrencial Kyrie), los matices en las líneas instrumentales. Sensación de celebración íntima en los sutiles juegos dinámicos, alejados de todo dramatismo, haciendo persuasiva la finalización de la Sequenz con el perentorio Amen en dos acordes. Producto de una grabación en un único concierto (sin aparentes post-ediciones en estudio) se advierten leves desajustes (expectoraciones en el Lacrimosa, staccati atenazados, de algún modo manufacturados).

Durante la ceremonia religiosa póstuma como homenaje a su mujer, Leonard Bernstein (DG, 1988) se inviste como medium y convoca a su alrededor los espectros de sus encarnaciones previas: Tchaikovsky, Mahler. Ya en el angustioso arranque el corno di bassetto va embalsamando las frases entre barras canópicas. Visionario, concita libertades extremas con los tempi, que va tejiendo con paciencia de parca, romantizando la obra, remontándose con total convicción a modos decimonónicos: Melodrama triunfal en Tuba mirum aunque al bajo le falte resuello; trágico, sufriente, deliberadamente funéreo Lacrimosa, con diferente figuración en el violín respecto a la tradicional. En detrimento de la pureza estructural, prioriza la orquesta sobre el coro, de trazo grueso (Chor und Symphonie Orchester des Bayerischen Rundfunks). Este espeluznante testimonio podría ser tomado como la edición Bernstein, que ya demasiado tarde se propuso completar: “Según envejezco, voy tomando más riesgos”.

Muy diferente es la determinación de Nikolaus Harnoncourt: Una lóbrega lectura cinemática con abruptos crescendi que rápidamente se desvanecen, cual ráfagas de viento tormentoso, buscando el efecto dramático por encima de cualquier otra consideración (la belleza de la música, por ejemplo), y que concede una personalidad contrastada entre escenas: Un Kyrie de baquiana liturgia y acentuación inesperada; un desesperado Dies Irae concebido en contundente evolución dinámica y apabullante presencia de los metales; un Rex Tremendae de aire cortesano; un terrorífico ostinato en el Confutatis; un Lacrimosa roto en sollozos. Variedad de tempi, lánguidos en comparación con su primera grabación de 1981, excepto en un Hostias atropelladamente veloz. Recogida durante diversas representaciones en la Musikvereinssaall de Viena (Deutsche Harmonia Mundi, 2003), la toma sonora se mantiene entre las secciones, permitiendo oír la preparación de los instrumentistas y la captación de aliento de los cantantes (por cierto, con vibrato continuo). Sin embago, toda esta naturalidad queda enmarañada en los pasajes forte, donde el paisaje sonoro se colapsa, las hasta entonces etéreas texturas del Concertus Musicus Wien se corrompen, y los elegantes ataques del coro Arnold Schoenberg se desequilibran hacia las féminas. Un archivo adjunto (requiem.exe) permite seguir la música mientras van pasando las páginas del Requiem en el (fascinante, pero muy difícil de leer) manuscrito mozartiano.

Edición Maunder
Tras analizar estilística y técnicamente el resto de la producción de Süsmayer, Richard Maunder concluyó en 1983 que aquél realmente escribió las partes del Requiem no bosquejadas por Mozart, además de copiar la partitura completa para evitar sospechas en cuanto a su autoría (a petición de Constanze) e incluso falsificó neciamente la firma de Mozart, ¡fechándola en 1792! De este modo Maunder omite drásticamente Sanctus, Osanna y Benedictus, recapitula el Lacrimosa tras el compás 8º (donde finaliza el manuscrito original), revisa algunas transiciones del Agnus Dei, reorquesta oscureciendo el color al modo de la última producción operística, y añade un Amen fugado basado en el fragmento de 16 compases descubierto en 1964 (que no es más que una inversión del tema de apertura) y que modula quizá en demasía para el siglo XVIII.
La única grabación disponible basada en esta draconiana edición es la de Christopher Hogwood. Dado que Mozart no podía tener un contingente específico en mente al desconocer el fin último del encargo, Hogwood basa las cuerdas (6.6.4.3.2) de The Academy of Ancient Music en una representación del Mesías handeliano que el mismo Mozart dirigió en 1789. Además se decanta por un delicado coro da chiesa con voces exclusivamente masculinas, con niños para las líneas superiores, que hace danzar cristalinamente la polifonía y contrasta perfectamente con los timbres tenebrosos de la orquesta (demoníaco el Confutatis). Quizá el mayor reparo sea su fría sensibilidad, por ejemplo en la rápida articulación staccato en Rex Tremendae y que difumina el temor que describe el texto. El cuarteto solista está espléndido, si bien la orante y angelical voz de Emma Kirkby (con muy poco vibrato) desentona del apasionado operístico perfil del resto (que lo emplea con generosidad). En conjunto, una sonoridad pionera, reveladora, frágil e íntima en el efecto dramático, con leve dinámica y acentuación, y escasa presencia de metales y timbales, retirados casi por entero del acompañamiento en el Kyrie. Toma sonora ejemplarmente clara localizada en Westminster Cathedral (L’Oiseau Lyre, 1983).

Edición Robbins Landon
La edición debida a H.C. Robbins Landon difiere levemente de la tradicional: Reorquesta la Sequenz (básicamente restringe la participación de trompetas y timbales –y más obviamente, los excluye en Rex Tremendae–, reservándolos para los puntales estructurales) combinando parte de la labor de Freystädtler y Eybler en lugar del trabajo de Süssmayr: “la excelsa calidad del Agnus Dei contrasta con la mediocridad de la propia música de Süssmayr”, aunque emplea sus familiares arreglos para el resto de la obra –desde el Lacrimosa al final– apoyándose en su contemporaneidad por encima de la intrusión más o menos talentosa de los especialistas modernos.

Grabada en la Catedral de San Esteban de Viena en el servicio conmemorativo del 200 aniversario de la muerte de Mozart –incluyendo el contexto litúrgico en alemán y latín que recrea el evento, pero interrumpe sustancialmente la música– la dirección de Georg Solti es energética, poderosa, autoritaria. En todo su esplendor numérico, la Filarmónica de Viena y el Coro de la Opera se emplean con claridad y fervor aunque parezcan algo irregulares en las agilidades en algunos números. Estupendo el homogéneo cuarteto solista, especialmente el mayestático René Pape en la introducción del Tuba mirum. Sin lugar para el consuelo en un Confutatis condenatorio sin excepciones. La reverberante toma sonora explicita el gusto personal de Solti de acercar los instrumentos de tesitura grave hacia el frente (Decca, 1991).

La grabación privilegia en su cercanía los timbales, coloreando sombríamente la nerviosa, incisiva y pulsátil interpretación de Bruno Weil (Sony, 2000). La brevedad de los atriles de Tafelmusik dota las frases de una clara articulación, con tempi ágiles, barroquizantes. Excelente e implicado el coro infantil de Tölzer, rotundo en el escalofriante Rex tremendae. El bajo Harry van der Kamp entona con dudas en la apertura del Tuba mirum, que, eso sí, realiza de un solo fiato.

Edición Druce
Duncan Druce también denuncia la falta de gracia e imaginación de Süssmayr y presenta una reconstrucción jacobina del Requiem, a menudo alejada de la obra por todos amada. Sin embargo el resultado es sugestivo: realiza una especiada acentuación de trompetas y timbales en el Dies Irae y los elimina completamente del Confutatis, reemplazándolos por unas hipnóticas maderas; reescribe las cuerdas en Domine Jesu; rehace completamente el Benedictus (reteniendo sólo el tema de apertura), alterando la orquestación y dinamizando fantasiosamente la armonía de Süssmayr. Conserva los compases 9º y 10º del Lacrimosa debidos a Eybler, pero recompone la sección en dos mitades (cambiando sustancialmente toda la sección de vientos) unidas por un interludio instrumental, y enlaza su final al Amen fugado –diferente a los Maunder o Levin– extendiendo éste en longitud y poderío dramático.

Contenido en el lado sentimental, más allá de su afiligranado fraseo y un toscaniniano control del tempo (ligero y danzable), encontramos a Roger Norrington (EMI, 1992). No obstante emplear un contingente mayor que Hogwood (y sopranos en el coro), su agilidad instrumental permite desvelar íntimos detalles que quedan sepultados en la dinámica de una gran orquesta, como las expresivas tonalidades de los vientos. Ya por entonces Norrington estaba a la búsqueda del “tono puro” eliminando completamente el vibrato (atención, algo que está implantando en sus lecturas de los últimos románticos como Elgar o Mahler). Interesantes sus idiosincrasias en el muscular final del Kyrie o en el dinámico oleaje del Dies Irae. El bajo Alastair Milnes sobresale de un plantel solista sólo digno.

Edición Levin
Para aquellos que hayan quedado desorientados por la radicalidad de Maunder o Druce, Robert Levin conserva la estructura tradicional (en general) pero pule las tosquedades del ínclito Süssmayr y rectifica las obvias discrepancias tonales; reorquesta al mínimo, por ejemplo en el Recordare, o en profundidad, como en el Lacrimosa, enlazando su final con el Amen fugado (sin modulaciones) y realizando una climática conclusión de la Sequenz. Basándose en el modelo de la Gran Misa (K. 427) cristalina la instrumentación y reescribe secciones enteras (la fuga del Sanctus se reproporciona y el Benedictus se reestructura conéctándolo por una nueva transición al retorno del Sanctus en su clave original). También triplica la longitud de la fuga del Osanna. Su revitalización del liderazgo vocal parece encajar con la concepción mozartina de la obra.
El número de nuevas grabaciones adscritas a la edición Levin –Martin Pearlman (Telarc, 1994); Claudio Abbado (DG, 1999); Helmuth Rilling (Hanssler Classics, 2000); Bernard Labadie (Dorian, 2001)– parece indicar una tendencia hacia su progresiva impantación. Entre ellas descuella superlativamente la lectura de Charles Mackerras a los mandos de la Scottish Chamber Orchestra (Linn, 2002). De leve, tranquilo, franco sentido dramático conferido por la contrastante articulación, por los firmes ritmos que soportan la arquitectura, por la claridad textural que permite su escasa treintena de miembros. Los diferentes tesituras del coro alcanzan un perfecto equilibrio tímbrico, alejado del metal agudo de las versiones tradicionales. Algo que también se puede aplicar al cuarteto solista, de quilla a perilla en el mismo concepto balanceado y ágil, resaltando la expresividad del canto argénteo de Susan Gritton. Toma sonora detalladísima: la perspectiva es moderadamente cercana, pero la reverberación procura una sensación especial muy conseguida.

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