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Tchaikovsky: Piano Trío en la menor, op. 50

El Trío para piano, violín y violonchelo en la menor op. 50 de Tchaikovsky fue realizado como memorial elegiaco a Nikolai Rubinstein, director del Conservatorio de Moscú, amigo y mentor del compositor. Aunque anteriormente Tchaikovsky había declarado la “tortura antinatura” que le suponía esta combinación acústica, a petición de su patrona Nadezhda von Meck comenzó la escritura en 1881 de la “asociación artificial” de unos “timbres esencialmente individuales”. El trío exhibe todas las cualidades asociadas al autor: longitud suicida, refulgente emoción, variedad y diversidad de episodios bombásticos y retóricos, dinamismo e intensidad, armonías oscuras y textura densa en muchos momentos, aspecto del que Tchaikovsky fue dolorosamente consciente.

El Trío adopta un estilo concertante al margen de las corrientes camerísticas contemporáneas, con el piano como solista y las cuerdas en el rol orquestal, y se articula en dos movimientos de enormes dimensiones, el segundo de los cuales consta de dos partes:
I. La forma sonata del Pezzo elegiaco. Moderato assai—Allegro giusto superpone los motivos temáticos en una sucesión orgánica y schumannesca: La exposición como mezcla de conversación, contrapunto y doble melodía [primer tema (cc. 1-37), puente (cc. 38-60), segundo tema (cc. 61-142)]; le sigue un desarrollo de concepto improvisado, más una obsesiva repetición de elementos que una verdadera transformación [sección a (cc. 142-170), sección b (cc. 171-261)]; el elocuente dúo de los instrumentos de cuerda (cc. 200-261, y que puede ser visto como un tercer sujeto aparente) prepara la clave para la literal recapitulación [primer tema (cc. 262-283), puente (cc. 284-304), segundo tema (cc. 305-386), sección a (cc. 386-403), sección b (cc. 403-449)]; cierra con una agitada coda donde reaparece el motto (cc. 450-478).
II. A) Tema con variazione. Andante con moto. Monumental suite de piezas independientes basada en la metamorfosis de un folcklórico y elegante tema que es mostrado periódicamente por el piano. Var. I: El motivo en las cuerdas; var. II: El sujeto al cello sobre acordes al teclado y contrapunto staccato; var. III: scherzo con acompañamiento pizzicato; var. IV: imitación a dos voces con tratamiento eslávico; var. V: evocación de una caja musical sobre un bordón; var. VI: vals ligero amenazado por el piano; var. VII: regreso triunfal al tema con excursiones de las cuerdas; var. VIII: áspera fuga a gran escala; var. IX: meditación en sordina con arpegios ondulantes; var. X: mazurca chopinesca; var. XI: regreso apacible del motivo, enfatizado por el pedal.
B) Variazione finale e coda. Allegro risoluto e con fuoco—Andante con moto—Lugubre. Constituye de hecho un tercer movimiento en figura de sonata, festivo y jubiloso, donde el sujeto de las variaciones hace de primer tema, siendo el segundo el motivo de semicorcheas del puente del primer movimiento. Tras el inicio (cc. 1-9), Tchaikovsky autoriza en la partitura un corte de 129 compases, lo cual permite enlazar directamente con la recapitulación (cc. 138-242). Para cerrar el armazón cíclico en la coda (cc.243-285) modula a la clave menor original antes de colapsarse en una breve marcha fúnebre (cc. 286-298) como transformación del lirismo en tragedia.


Sonido estrecho, inestable, chirriante, procedente de una retransmisión radiofónica (Brilliant, 1948). Y sin embargo… escúchese cómo las variaciones comienzan en un tono doméstico e íntimo, como si se estuvieran practicando en el salón familiar, o cómo en la última variación Lev Oborin (piano) utiliza medio pedal para alargar el sonido, evitar el conflicto en dinámicas, enriquecer el timbre e incluso crear la ilusión de vibrato. La suavidad tímbrica de David Oistrakh (violín) y la diversidad de Sviatoslav Knushevitsky (cello) se cohesionan en un Oistrakh Trio de profundidad emocional sin parangón, dinámico e imaginativo, comprensión delicada e intensa de la obra: la oscuridad desolada en la reexposición del motto, la rusticidad del bordón en la var. V, el aroma polaco de la mazurca.





Las carreras individuales (sus egos) de Arthur Rubinstein (p.), Jascha Heifetz (v.) y Gregor Piatigorsky (c.) impidieron la creación de un grupo permanente. Tras cinco años de contactos y negociaciones entre sus representantes, la trinidad encontró tiempo durante el verano de 1949 para ensayar y concertar tres partituras que fueron grabadas el año siguiente por la RCA. “The Million Dollar Trio”, como fue publicitado en la época, destila ese estilo antiguo de interpretar, rápido aún sin perder claridad, de espontaneidad gozosa y un tanto superficial, la individualidad por encima de todo. El arranque posee la intensidad lírica de un dúo vocal, pero enseguida el violín va espoleando los tempi hasta un finale apresurado, donde se perpreta el corte sancionado por el compositor. La tímbrica dorada de las cuerdas, de inatacable afinación, se hermana con una amplísima gradación de matices y un fraseo infinitamente variado: valga como ejemplo el vals que poco a poco baila a la moda vienesa. Sonido monofónico seco, con escasa verosimilitud del piano y predominio del violín en la mezcla, una prioridad maniática de Heifetz: “Una grabación está desequilibrada si se puede escuchar el cello”.





Entre 1949 y 1959, cuando el grupo se desmembró por razones personales (el violín, cuñado del piano, denunció al cello por anticomunista), el trío formado por Emil Gilels (p.), Leonid Kogan (v.), Mstislav Rostropovich (c.) era posiblemente el de mayor calado mundial. Iconos de sus respectivos instrumentos, emparejaban virtuosidad técnica con sensibilidad artísitica de primer orden; como conjunto su resonancia colectiva era telepática y de resultados embriagadores, fraseo e inflexión emparejados. La aproximación es apolínea, de simplicidad abstracta, con la expresividad restringida a una melancolía siberiana. Eso sí, transmiten como nadie el reconocimiento del autor de que la obra es esencialmente música sinfónica transcrita para trío”. La toma sonora refleja que la tecnología soviética en los años cincuenta era puntera en fiabilidad (pensemos en su sensible ventaja en la carrera espacial) aunque un poco más de atmósfera no habría estorbado en la edición de Doremi.





A la grabación de concierto del año 1972 (Warner), no ya lejos de lo óptimo sino directamente infame, plana y constreñida en frecuencias, se añade la acumulación de notas falsas, invenciones varias y compases atropellados en la urgencia física. El piano al que un Daniel Barenboim terriblemente furioso machaca inmisericorde se ve afectado por el clima y va desafinándose progresivamente, en especial en la alta tesitura (var. V); la inspiración de Pinchas Zukerman coloca su violín cerca de lo empalagoso, y el ardoroso abandono de Jacqueline Du Pré (c.) culmina en fragor visceral. La fuga posee un dinamismo exuberante propiciado por la interrelación de los intérpretes.





En 1988 un inédito Beaux Arts Trio se rearmaba entre el pianismo persuasivo de Menahem Pressler, la cálida tímbrica del violín de Isidore Cohen, más la novedad revitalizante del violonchelo de Peter Wiley. La rápida integración de sus componentes dió como resultado una autoridad calmada, una distinción aristocrática, una dicción declamatoria. Evitando la crudeza melodramática, el énfasis se cita en los cambios armónicos: detenga su atención en la dramática transición al segundo tema, que retuerce el talante, o en la delicadeza del fraseo de las semicorcheas en los cc. 275 y 277, o en el nada pesante retorno del elegiaco sujeto de apertura en el andante con moto. Cortan autorizadamente, pero mantienen la variación fugada escamoteada en su primera e íntima grabación (también para Philips, 1970).





Las continuas fluctuaciones mengelbergianas (quizás legítimamente tchaikovskianas, véase mi intuición en la entrada dedicada a la Sinfonía nº 4) son el rasgo esencial de la potente lectura del Borodin Trio -Luba Edlina (p.), Postislav Dubinsky (v.) y Yuli Turovsky (c.)- (Chandos, 1990). La intensidad excede al lirismo, las tímbricas ásperas colman un fraseo contenido en breves ráfagas, expresivamente apasionado y fervoroso, a ritmos lentos y paladeados.Fuga académica, seguramente lo pretendido por el compositor como homenaje al finado. Sonido asaz sólido, tímbricamente amaderado, con un empaste muelle muy agradable de escuchar. También se permiten prescindir del pasaje tenazmente repetitivo del allegro risoluto, pero al menos respetan la var. VII, omitida en su primera grabación (Chandos, 1981).





Yefim Bronfman (p.), Cho-Liang Lin (v.) y Gary Hoffman (c.) descifran una serie de intervenciones individuales con literalidad y eficiencia, sin pretender ingeniar una actuación única e intransferible, pero compacta y muy equilibrada, sin artificios añadidos y permitiendo respirar las frases. Destacan las aportaciones anti-rutinarias de Bronfman: Mientras en la var. III la tranquilidad clasicista de su piano evita las traicioneras aguas con una juiciosa mesura de ritmo, en la var. IX evoca el minimalismo de un Carles Santos (Bujaraloz by night). En el restablecimiento del sujeto en la variación XI se elige mantener la inercia y no se embarranca en un ritmo lento y sollozante (Sony, 1992).





Martha, Guidon y Mischa formaron en 1998 un triunvirato de divos reunidos para la circunstancia y en ocasiones parecen corroborar la escasa falta de coordinación. El tratamiento individualista de los pasajes a solo no hacen sino prolongar la pobre sinergia, y la velocidad excesiva provoca pasajes confusos e incoherentes. Tampoco técnicamente se muestran inmaculados, ya que el frenesí se lleva la precisión por delante. Argerich (p.) aprendió la pieza específicamente para este recital, y su desenfreno fustiga a las cuerdas: El violín de Kremer repetidamente glosa y comenta con pequeñas pero prominentes pinceladas la cuota del piano, y Maisky hace gala de la intensidad de su bohemia apariencia. La partitura como punto de partida, modificable en una ejecución a tempiveloces y ardientes acentos jazzísticos: Var. III ágil y alada en sus acordes con puntillo y rápidas figuraciones; acentos manieristas en la var. V y desquiciamiento raveliano en la VI; la fuga chirría shostakovichiana, el Chopin (la mazurca) personalísimo de Argerich desborda colorido y su retorno del tema en el finale es cataclísmico. Grabación en concierto con parches realizados durante la madrugada del mismo (DG).





El efímero Kempf Trio estuvo compuesto por Freddy Kempf (p.), Pierre Bensaid (v.) y Alexander Chaushian (c.), todos ellos jovenzuelos en el momento de la grabación (Bis, 2002). Su temperamento intrépido interacciona permanentemente: en la flexibilidad de tempo y fraseo de la ubícua célula de cuatro notas en el pezzo elegiaco; en el pianismo reposado al comienzo del adagio con duolo e ben sostenuto (cc. 262 y ss.). Vivamente coloreadas, las cuerdas van alterando el sonido para otorgar un carácter diferenciado a cada una de las variaciones: en la destreza de las corcheas en la var. III, en la mussorgskiana belleza de la var. IV, en la suave sordina de la var. IX, en la delizadeza briosa de la mazurca, en el finale fogoso, en la coda dramática. A resaltar el respeto escrupuloso de las marcas metronómicas, algo que Tchaikovsky requiere específicamente en la primera página de la partitura. Holográfica toma sonora.



Chopin: Sonata no. 2, op. 35 Fúnebre

Llamar sonata al opus 35 de Chopin (1839) podría parecer un capricho ya que en principio es una secuencia furtiva de 4 movimientos sin vida en común (desde y según los negativos comentarios de Schumann). No obstante, un análisis moderno revela una consistencia interna extraordinaria a partir de los principales motivos temáticos obtenidos de su tercer movimiento (compuesto ya en 1837) y la unidad de color armónico, forjada desde la hosca y temperamental clave de si bemol menor. De esta guisa busca Copin la renovación de la forma en busca de una mayor espontaneidad, siguiendo las licencias poéticas de las sonatas de Beethoven (op. 26) y anticipando el principio cíclico de un Listz o un Franck.

1 Grave-Doppio movimento: Tras la breve y amenazadora introducción de apasionados y quejumbrosos acordes (métrica y armónicamente irregular, que determina el destino temático de la obra) se expone el violento y trepidante primer tema (c. 9-24), que, a diferencia de la norma, no volverá en la recapitulación donde reinará el perfil apacible del segundo tema, expuesto desde el c. 41 hasta el c. 56 (dos frases de 4 y una de 8 piú lento-trio), y que poco a poco va animándose sobre tresillos de negras, después de un transición sostenuto, casi recitada. Un desarrollo breve pero ardiente en escritura enarmónica y una coda (cc. 230-242) completan la fantasía.

2 Scherzo: Una fogosa tormenta musical, muscularmente beethoveniana, con el silbido del viento en la sucesión cromática de los acordes de sexta. Inesperadamente aparece el oásis de calma del trio (cc. 82-191), piú lento, un vals triste de ritmo oscilante y con una melancólica frase melódica en eco. El retorno del scherzo cual danza de las tinieblas equilibra y anticipa con suspense dramático (cc. 192-290) que se resuelve en smorzando hacia un extraño murmullo que prepara el tempo para la …

3 Marcha Fúnebre: Germen y centro de gravedad de la obra, está basada en la lenta e inquietante figura ostinata en la mano izquierda, una lúgubre combinación de dos triadas. La sección central, un aria doliente, modula a mayor, actúa como trio y alivia en su melodía cantabile, tierna y dolorida (cc. 31-55).

4 Finale. Presto: Es un perpetuum mobile de cuatro chirriantes tresillos desarmonizados por compás, sin diferenciación de melodía y acompañamiento… solo una inaprensible, improvisada, deshilachada línea monódica en irónica representación del vacío. Un epigrama sombrío y enigmático: “esto no es música… es una esfinge de sonrisa burlona” criticaba Schumann. 

En resumen, un orgánico e indivisible conjunto, cuya concepción de forma y desarrollo temático es esencialmente diferente a la de los maestros clásicos, cual libertario affair de secuencia, variación y modulación. ¿Capricho? No, una sonata chopiniana.






El pianismo grabado más cercano en el tiempo al de Chopin de que disponemos es el de Raoul Pugno, pupilo de Mathias, él mismo alumno fundamental (único en el sentido de receptor de su tradición) del compositor. Una Marcha de estilo delicadamente claro, de pulsación refinada, pulcro al más minucioso nivel, brillante más que cálido. Pugno dictaba en su cátedra del Conservatoire que “la asincronía es enteramente anti-musical”: por ello el desfase de la línea melódica de la mano derecha respecto a la métrica de la izquierda está muy controlado. Del mismo modo el tempo fluctúa en unos (relativos) estrechos márgenes, si bien tras la íntima sección central altera la dinámica de la marcha y hace un rallentando final. El cilindro de cera original adolece de una afinación inestable, que afortunadamente la edición de Marston corrige en buena medida. Para aquellos preocupados por la calidad de la toma sonora les dejo las palabras del crítico Laloy tras la escucha in situ de estas grabaciones en 1903: “The Gramophone stands out from all sound recording apparatus by its power, which is twice that of any other and especially by the precision with which all the subtleties of the performance and all the distinctive qualities of the timbre are reproduced. Listening to it, at these auditions, one experiences the purest artistic delight and I believe that it is time to bring to the attention of musicians an invention which from now on will permit everyone to hear repeatedly the greatest works of the masters performed by other masters”.




Según refería un tardía crítica en The Times It’s when Chopin [the sonata] displays his darker and stronger moods, which Miss Scharrer recognizes and tries to treat as the manly stuff they undoubtedly are, that she begins to hit the music, often wildly”. Por ello es aún más lamentable que la necesaria adaptación al tiempo máximo posibilitado por el cilindro de cera forzara que Irene Scharrer sólo grabara la Marcha Fúnebre (una de sus especialidades, con la cual debutó en Londres con dieciseis años) y además excluyendo la repetición. El venerable documento (Apr, 1916), de graves perjudicados, nos abre un portal a un pasado pianístico soñador: la utilización del abundante, impredecible y dislocado rubato, la asincronía entre el ritmo imperturbable del acompañamiento mientras la melodía vacila caprichosa y fabuladora, la claridad nunca difuminada por el astuto e imaginativo pedal -ahora anticuado-, la maestría en las gradaciones dinámicas, la poética sensible e íntima, la nostalgia en la delicada melodía del trio, la caleidoscópica paleta tonal.




Aún más asombroso es el pasaje espacio-temporal que propone Rachmaninov: En 1885, a los doce años de edad, Sergei asistió a un concierto ofrecido por el legendario virtuoso Anton Rubinstein (colega y rival de Chopin en los salones parisinos). La cinemática interpretación de la Marcha Fúnebre dejó una huella imborrable en el joven, que la adoptó como suya: la variación de la dinámica en la repetición convierte el movimiento en un arco procesional que se aproxima en crescendo, permanece junto a la sepultura en el trío, y, retornando en fortissimo, desfila en la distancia en un gradual diminuendo. Todo ello, por supuesto, en completo desdén por las indicaciones del compositor.
Igualmente efectiva es la disposición de las dinámicas en el movimiento de apertura, reflejando la tendencia rusa a enfatizar el clímax restringiendo su volumen en vez de remarcarlo, la acentuación seca y siniestra del ritmo galopante del primer tema (claro y preciso, sin pedal, al pairo de la partitura), que retorna con todas las marcaciones dinámicas invertidas, desplazando el culmen dramático.
El scherzo revela el sobrehumano mecanismo de Rachmaninov, capaz de controlar acordes complejos tocados a toda velocidad, y permitiendo impregnar el ritmo de una inexorable fuerza trágica. Resaltar como se gradúan con tanta exactitud geométrica los crescendi como se otorga acusada flexibilidad rítmica (un cantaor diría que tiene duende) a la cantabile sección più lento.
Sobre la marcha fúnebre ya hemos advertido como trastoca el arrullo de una muerte dulce hacia una sombría visión de un destino indomable, impasible ante la esperanza o la oración. El tempo vivo (muy estricto, ignorando las frases pequeñas y sus cambios dinámicos internos) refrenda el concepto de marcha. La profundidad expresiva se acompaña con una restringida y leve desincronización de manos en el trio.
El finale despliega una turbulenta agitación emocional y la alteración del texto en el último compás, donde suaviza la brusca sopresa de los acordes conclusivos con una mínima pausa.
Además del escaso uso del pedal y la concepción orquestal del sonido, hay que hacer referencia también al frecuente tratamiento arpegiado de acordes; y al revés, para impulsar el flujo musical con presteza la mejor solución práctica es eliminar los arpegios, por ejemplo en los cc. 3 y 5 del scherzo; en este caso, la probable limitación física de Chopin (y no el factor expresivo) prescribe el arpegio sobre el acorde de décima; algo risueño para las descomunales manos del ruso. 
Con su inmaculado legato, Rachmaninov toca la melodía como si fuera un cantante con sus rallentandi y accelerandi adoptando la forma de las frases (exactamente como ha quedado recogido el estilo de Chopin por sus contemporáneos). Aberrante, portentoso, excesivo, magnético, ¡genio! De entre las ediciones escuchadas (Naxos, RCA, Philips, Andante) ésta última es la de mayor presencia y definición (1930).




Alfred Cortot registró la obra en cinco ocasiones siendo preferibles sus grabaciones tempranas, de juvenil sofisticación despreocupada, donde recrea el turbulento espíritu chopiniano de nostalgia y soledad existencial. Su mecanismo (su desobediente mano izquierda) es propicio (es decir, es inmune) a las notas falsas en momentos cruciales de la partitura, lo que añade desconocidas armonías a la obra (su alumna Lefebure decía que “his wrong notes were those of a God”). Cortot representa la escuela simbolista, emocional, impulsiva, de aparente espontaneidad pero basada en el profundo estudio de la partitura y su contexto: sus pedagógicas “Editions de travail” así lo demuestran. Su pianismo busca la declamación retórica del discurso musical, de aterciopelado legato, inigualable en el dominio del rubato y la variedad de tintes. La concepción vocal de la línea es ligera, vivaz, volátil. La libertad rítmica y métrica, de flexibilidad tendenciosa. Rompe con la tradición interpretativa en la elección de los vertiginosos tempi, que mantienen el mismo nivel de tensión a lo largo de los cuatro movimientos: atención a la fuerza rítmica de los tresillos ascendentes y descendentes después de la breve expansión del segundo sujeto en el doppio movimento. Pulsátil cual carrusel también el scherzo. Magia en la marcha (licenciosa e irresistiblemente vencida hacia el grave) a la que Cortot llamaba “un poema de muerte”, y leve desincronización en su trio; vértigo en el árido unísono del finale. A mi entender el sonido (1933) está demasiado filtrado –para eliminar ruido de superficie– en esta edición de EMI de 2012.




I am not lying. I am living out my imagination”. Mentiroso compulsivo (él lo llamaba usar la imaginación) Samson François llevó a fogonazos una vida tan exagerada como su larga melena colgando frente a sus ojos mientras tocaba jazz, terriblemente borracho, hasta la madrugada en clubs parisinos. Privilegia la melodía en detrimento de la arquitectura en una concepción rapsódica originalmente libre, comenzando por las excéntricas variaciones de tempo en el primer movimiento: aceleración progresiva hasta el doppio movimento. Fraseo depravadamente fascinante, desenvuelto cual improvisación, con unos pedales rebeldes e infinitamente modulados que siempre tienen sentido, contrastando con unas dinámicas poco matizadas (scherzo). Más eslávico que francés, indisciplinadamente personal y singular “buscando la curva de la melodía, paso por alto las estructuras, veo dónde me lleva la frase, sin saber que viene a continuación”. Así, la marcha es heroica antes del trio y desesperadamente doliente después, donde sigue el colorista modelo de Cortot bajando una octava el tema de la mano izquierda. Lástima de pedregosa conclusión, decepcionante. Son preferibles las versiones juveniles mono (naturalmente equilibradas, como ésta de 1956 editada por Philips -la de EMI suena mucho peor- a las estéreo.




La crítica de 1962 aparecida en Gramophone auguraba que este disco sería “a great recording of the century”. En efecto, Arthur Rubinstein cambió la manera de enfocar a Chopin: en lugar de tratarlo como una música de salón, repleta de sentimentalismo y brillante presunción, permitió que hablase por sí misma desde un patricio distanciamiento emocional, integrando el clasicismo de la arquitectura de la obra con la tradición epigonal romántica: como un clásico derivado de Mozart, nada decadente o tardo-temperamental. Soñador sin ser indulgente; apasionado pero perfectamente disciplinado; elegante y sensible, dulce en las partes reflexivas y temperado en las páginas borrascosas. Sin renunciar al rubato lo restringe con lógica, sin trastocar los pilares de la métrica, para producir un conjunto coherente a partir de la expresividad de las partes. Acompañamiento metronómico, mientras la mano derecha canta con absoluta libertad y flexibilidad, con un natural sentido de frase y tempi. Y sí, puede haber oyentes que, después de las anteriores interpretaciones, más impredecibles, encuentren en su aproximación cierta frialdad u objetividad, quizás fidelidad sin sobreinterpretación, quizás optimismo vital, su regocijo personal reflejado (afirmaba ser la persona más feliz que jamás había conocido). 
El segundo compás del scherzo es un verdadero crescendo rossiniano, una explosión salvaje que contrasta con la tierna belleza de la sección central, de inimitable terciopelo. Sus cadenciosos ritmos son cuidadosamente moldeados para proyectar la tensión en la Marcha: sombría, digna, reservada, de aplomo aristocrático.
Rubinstein consideraba al finale como “el rumor aterrador del viento nocturno deslizándose sobre las tumbas”. En su lúcida lectura los patrones melódicos se establecen por sí mismos sin algarabía, etéreos en el mantenimiento asombroso del sotto voce.
Toma sonora (Philips, 1961) muy cercana al instrumento y un poco seca. La edición de 2010 posee significativamente mayor impacto dinámico (dentro de la relativa parquedad en este sentido de Rubinstein). 



Vladimir Horowitz abandonó la actividad concertística en 1953, para, en un estado de semiretiro, reconsiderar sus interpretaciones, extender su repertorio y refrenar lo que él mismo consideraba “elementos de histeria” en su pianismo. La primera grabación tras esta larga pausa fue la 2ª sonata chopiniana (Sony, 1962). Respecto a su melodramática anterior lectura (1950) se conservan (amansados) el estado febril, los ataques marca de la casa, la fiera y maniaca intensidad, pero añade un nuevo sentido estructural. Centelleante claridad de textura (su frugal uso del pedal destaca el contrapunto) en el desarrollo del primer movimiento, y convincente las pocas veces que se aparta de la partitura, como en la repetición de la primera frase, variada en staccato. El scherzo ya no es tempestuoso pero integra un trio de coreografía polifónica, con los trinos de la mano izquierda apenas sugeridos. La marcha fría, aristada a ritmo vivo, ligera de texturas, con una sección central delicadísima, de decadente magia negra. Finale desesperado, trémulo. Su virtuosismo deslumbrante se traduce en las infinitas matizaciones del fraseo (a tramos extravagante), de las dinámicas, del equilibrio (juego) entre las manos -subrayando la izquierda con acentos inesperados-, su instantáneamente reconocible sonoridad pirotécnica. Horowitz decía que, en privado, podía tocar como un ángel. Quizás… lo que es seguro es que tocaba como el Diablo. Sonido excelente, complejo y detallado.




El nervioso temperamento artístico de Marta Argerich supone la búsqueda voluntaria de un riesgo que, en otras manos, podría desembocar en el desastre. Ataques trangresores, turbulentos, hercúleos. Tensa y arrebatada en el primer movimiento, de rubato elegante sin ser amanerado, donde el clímax se eleva frenético (el da capo desde el 5º compás equilibra la estructura). Scherzo siniestro en su maravillosa concentración y vehemencia torrencial. Bravura y espontaneidad en la agónica marcha, donde ni falta reposo ni sobra bombástica, y cuyo trio frena por instinto (no por indicación de Chopin), drástica e irrealmente. Finale de pesadilla, atisbado en la neblina surrealista. Toma sonora típica de la DG en aquellos años (1974), metálica, precisa.




Sabida es la polvareda que levantó Ivo Pogorelich en su exacerbada participación en el Concurso Chopin de 1980. En ésta su primera grabación después del escándalo (“You may not like my Chopin, but you will remember it”), el joven croata aplica un heterodoxo enfoque de, diríamos, deconstrucción cubista, recreando cada movimiento como si fuera una sonata (allegro-adagio-allegro) en sí mismo. Su técnica, perturbadora, profundiza en los contrastes de tempi, dinámica y articulación. La sinuosidad envolvente del legato chopiniano es empujada por el staccato de Pogorelich hacia los afilados rompientes de la modernidad. Primer movimiento conflictivo, anguloso y crispado en el primer sujeto y líricamente relajado el segundo, con la sección del desarrollo adoptando extraños ritmos. El pausado trio implica una desaforada aceleración en la reexposición del scherzo. Aparte de las individualizadas dinámicas en la marcha, la austera sensibilidad de la sección en Re bemol mayor encaja perfectamente (atención a los fabulosos trinos). La supresión de repeticiones (aquí y en el resto de la sonata) altera la clave constructiva y emotiva de la bóveda de la obra. Atención fascinante a los timbres y colores, con el pedal de resonancia entretejiendo luces y sombras en la misma frase. Una vez más la exuberante imaginación de Pogorelich nos seduce mientras explora la naturaleza contradictoria de la obra y la arroja a una suerte de narrativa perversa (DG, 1981).




El romántico rubato de Shura Cherkassky está tan pasado de moda que sus rallentandi-accelerandi son exactamente aquellos que distinguían a Chopin de Liszt. Según el diario de Lachmund el rubato de Liszt era ‘‘quite different from the Chopin hastening and tarrying rubato . . . more like a momentary halting of the time, by a slight pause here or there on some significant note, and when done rightly brings out the phrasing in a way that is declamatory and remarkably convincing. . . . Liszt seemed unmindful of time, yet the aesthetic symmetry of rhythm did not seem disturbed’’. Extravagante, afectado, iconoclasta en los tempi, palidece sin embargo frente al libre cantabile de Rachmaninov. Gran colorista, su introducción recuerda los compases de apertura de la Sonata nº. 32 de Beethoven. Cherkassky recrea el carácter improvisado de la música -descripciones del pianismo de Chopin sugieren que nunca tocaba sus propias composiciones de la misma manera, y que introducía variantes “acordes al carácter de la ocasión”-; así, el primer sujeto es expuesto en una manera flexible (énfasis retórico en los pulsos principales- y consecuente ligereza de los débiles-) que no siempre coincide con la marcación chopiniana. Cromatismo (pre)wagneriano en el desarrollo del primer movimiento, su clímax conseguido a través de (la concentración motívica y) el uso de la triple estratificación de la textura (cc. 138 y ss.). En el scherzo subraya los saltos característicos de una (transformada) mazurca, la modulación beethoveniana al final de la sección trio (cc. 186-191): las octavas que se generan oscurecen la armonía de este pasaje puente hacia el retorno del scherzo. Marcha impregnada de fatalismo, con ejemplar uso del pedal para definir las ligaduras del fraseo. Finale nimbado de fluidez amelódica. La grabación, en concierto, recoge el timbre metálico del instrumento, un tanto plano de dinámicas (Decca, 1982).




“Toca mejor que todos nosotros juntos” confesó con entusiasmo Rubinstein al acreditar a Maurizio Pollini como ganador del concurso Chopin de 1960, precisamente con esta obra. Riguroso en el detalle textual y en la arquitectura de la partitura, Pollini reconoce edificar su interpretación a partir de la imaginación del compositor(¡!) más que a partir del instrumento, ya que: “La propia fantasía creativa debe ir más allá de la realidad precisa y de las posibilidades de áquel”. Sutil uso del rubato (heredado del propio Rubinstein), sin permitir nunca que amenace la estructura: la transparencia de texturas y la austeridad en la articulación permiten desvelar las complejas voces internas. Enfatizando las afinidades entre los cuatro movimientos (como el primer sujeto en pianissimo, imitado en la marcha), su respeto por la partitura se muestra en la recuperación de los cuatro compases de la reexposición del primer movimiento, idénticos a los de apertura (desde el 5º en adelante). El scherzo demuestra su exuberancia física, contrastando con momentos de anhelante introspección, un tanto olímpicos en su distanciamiento. La Marcha trae una recreación oscura y reposada y una amplia gama dinámica (conjurando el cortejo desde casi el silencio), de poderío arrollador (otra particularidad en el segundo pulso del c. 14, donde toca dos corcheas en vez de las prescritas corchea con puntillo-semicorchea). El breve y ligetiano finale, un espectro sin notas discernibles individualmente. De sensibilidad tan contenida como palpitante, Pollini continúa atesorando una precisión quirúrgica, glacial y casi macabra, aunque esta primera grabación (DG, 1984) paréceme preferible a la más moderna (DG, 2008) por su mayor tensión emocional y superior toma sonora.




Grigory Sokolov es comparado a menudo con Gould por su excentricidad y con Horowitz por su dramatismo. El único punto en común que yo veo es su egomanía. Chopin ya no es un dandy perfumando los salones parisinos, sino un militar polaco exiliado que clama por la liberación de su tierra. La originalidad de su gran expresividad antepone poesía a estructura, con extremos (¿grotescos?) gestos rítmicos (el flujo tan flexible corre el peligro de interrumpirse), muscular incluso en las páginas más delicadas. El decrecendo abismal en la octava de apertura resurge con fogosa pasión heroica en el doppio movimento, cuyas inflexiones rubatianas devastan sin compasión: Sokolov pausa su galopada a menudo para iluminar los recovecos armónicos y las hendiduras contrapuntísticas… y sorpresivamente attacca sin pausa el scherzo, colosal, también lleno de rupturas, donde el abuso del pedal desfigura los staccati requeridos. Variedad de la tímbrica en la ominosa marcha, tocada a tempo muy lento (a 42 negras por minuto -compárense con las 62 negras p.m. de Argerich-), la dinámica casi pianissimo; abrumadora la intensidad de los pasajes en forte (cc. 15 y 23), cual grito de coraje ante lo inevitable. Con pasmo compruebo que acelera para afrontar la sección central con inocencia y nostalgia. Impresionante la perfección técnica de su continua intencionalidad del legato, sobre todo en el finale hipnótico, un experimento hacia la modernidad. Toma sonora apagada, recogida en concierto en la Salle Gaveau de París (Opus 111, 1992), que captura el poderoso esfuerzo físico del recreador, siempre al borde de la sobreactuación ególatra.



Evgeny Kissin comanda la ambigüedad del discurso chopiniano dentro de su concepto estructural de la obra, subordinando el cuidado por el detalle a la simplicidad de la línea. Desde el primer compás la independencia de las manos garantiza la claridad de la polifonía, sin repeticiones, riguroso en las marcaciones dinámicas (salvajes). Huracanado scherzo, con secuencias cromáticas de alto octanaje, y desentimentalizado (y menos convincente) su trio. Amenazantes y titánicos los graves en la marcha, con trinos beethovenianamente impúdicos. Dicha masculinidad brutal no sea posiblemente del gusto de todos, seguramente ni siquiera del refinado dandy Chopin. El gran Tony Faulkner realizó aquí otra de sus maravillosas grabaciones, dentro de la caja de resonancia (RCA, 1999).




Se podría plantear la necesidad de seguir grabando las mismas obras una y otra vez. En este caso la justificación es la investigación filológica: ¡el movimiento historicista ha alcanzado Chopin! El nombre de Janusz Olejniczak puede ser desconocido para algunos; seguramente sus manos no: aparecen como especialista en las escenas de la película The pianist (2002). Incluso interpretó a Chopin en la alocada La note bleue (1991). La menguada sonoridad del fortepiano Érard de 1849 (año de la muerte de Chopin) ilumina suavemente el ambiente reducido con elegancia, sensibilidad y buen gusto. Íntimo, tenue, con discretos pedal y rubato, con opacidad de colores y veladas dinámicas, Olejniczak ajusta su interpretación (NIFC, 2007) al instrumento y al contexto semiprivado: El piano de Chopin no tiene nada que ver con los actuales, pero tampoco las grandes salas de concierto. En una carta contemporánea, una señora, tras haber asistido en un salón a un recital de Chopin, se quejaba de que apenas había podido escuchar el sonido del piano, ya que estaba sentada ¡demasiado lejos del instrumento! Las críticas de sus conciertos reflejan esta delicadeza sonora como una debilidad, cuando era el rasgo genuino de su pianismo.
A aquellos que adviertan cierta tosquedad en relación a los aristócratas del piano mencionados previamente, no está de más recordar las palabras del alumno chopiniano Karol Mikuli, que Olejniczak comprende y asume en su tocar: “Bajo sus dedos, cada frase musical sonaba como un canto, con tal claridad que cada nota tomaba el significado de una sílaba, cada compás el de una palabra, cada frase el de un pensamiento. Era una declamación ajena a todo pathos, al mismo tiempo sencilla y noble”.


Mozart: Concierto nº 20 para pianoforte K. 466

El concierto nº 20, K. 466, realizado en pocos días hacia el 10 de febrero de 1785, solicita en su partitura pianoforte, flauta, 2 oboes, 2 fagotes, 2 cornos, 2 trompas, timbales y conjunto de cuerdas: esta amplia orquestación, la persistente tonalidad en re menor, su sabor trágico y oscuro, el cromatismo ominoso, las expresiones tempestuosas contrastan con pasajes de gran delicadeza y patetismo. Magistral por la interrelación entre sus diferentes elementos y la soberbia unidad global, sus dificultades técnicas, especialmente para la sección de maderas, son inmensas. En sus manos, balancea cuidadosamente características de grandeza (secciones del tutti orquestal), brillantez (virtuosismo del solista) e sentido íntimo (diálogo solo-orquesta), trascendiendo la rigidez heredada de Bach y abriendo una nueva perspectiva en la evolución estética del compositor: Los instrumentos dialogan, los ritmos varían, los temas andan en continua transformación. Cada idea musical feliz contiene tristeza y todas las tristes conllevan un soplo de esperanza.
El primer movimiento (que abre con misteriosas síncopas y grupos de cuatro notas rápidas ascendentes por parte de violonchelos y contrabajos, todo lo cual transmite un sentimiento premonitorio y de energía en desasosiego) combina el viejo ritornello (tutti/solo) con una estructura cercana a la de la sonata, desarrollando e intercambiando los temas, armonías y ritmos. El primer tutti orquestal (genuino Sturm und Drang) ofrece el material que es subsecuentemente utilizado en la primera sección solo, por lo que llega a ser una característica principal del desarrollo. Resulta evidente la relación con el Don Giovanni (tonalidad, angustiosa temática, sombríos colores, progresiones cromáticas en terceras paralelas, periodos asimétricos, aceleraciones). Exhausta, la orquesta finaliza tiernamente.
El milagro de intimidad expresiva que supone el segundo movimiento es una romanza compuesta por 5 secciones presididas por una tranquila melodía que en la mano derecha del teclado están acompañados por palpitantes corcheas repetidas en las cuerdas; ve rota su calma en la sección cuarta (una suerte de trío schumanniano) por la irrupción de tonalidad en sol menor, que produce un violento contraste, ruptura dramática.
El tempestuoso ataque del rondó parte de una fórmula arpegiada al piano seguido de la furiosa réplica de la orquesta al completo. La orquesta y el piano alternan secciones a partir de un tema en fa mayor, de rítmica femenina, irónico y malicioso, que prepara para una coda extrañamente triunfante, después de la cual la obra desvela su sorpresa final pasando al re mayor en una melodía banal.
La impresionante, autoritaria, huracanada escala orquestal de la Berliner Philharmoniker a las órdenes de Wilhelm Furtwängler contrasta con la intimidad, convicción, intensidad del staccato implacable, pero también escasez de inventiva de Yvonne Lefebure (atención, canturrea a lo Gould). Grabación en concierto (EMI, 15 de mayo de 1954) con una inusual proporción de problemas respiratorios entre el público.
La dualidad entre luz y oscuridad que propone este concierto es propulsada por Sviatoslav Richter a una escala cósmica especular: intensa pero contenida, variada de tonos, deslumbrante en la transmutación de colores, implacable, arrolladora potencia en la pulsación (que murmura cuando es necesario para permitirnos oír los vientos). Esmalta las cadencias con las que Beethoven enriqueció este concierto (perdidas las originales, quizá ni siquiera escritas, ya que Mozart fue el más grande improvisador de su época). Stanislaw Wislocki (DG, 1959) comprende el inusual acercamiento del ucraniano y acompaña, voluntariosa, la tosca orquesta (especialmente la madera, poco presentable) de Varsovia. Tempi moderados, pero con paso inquieto y desasosegado. La calidad del sonido es frágil en el piano y brillante en la orquesta, con diferenciación de timbres y planos.

Clara Haskil grabó en numerosas ocasiones este concierto en compañía de nombres ilustres como Klemperer, Fricsay, Schuricht, Paumgartner o Swoboda (con sonido variable, entre lo malo y lo infame). Con ánimo de no saturar a mis queridos radioescuchas solo anotaré aquí la vigorosa versión registrada con Igor Markevitch conduciendo la Lamoureux Concert Orchestra (Philips, 1960), que refleja plenamente al Mozart maduro: sin amargura o angustia melodramática, sino con el más suave toque de tristeza y duda bajo la alegría y la celebración. Pureza estilística y sobriedad, pulcritud, elegancia, combinación de ligereza de toque y sentido profundo, fluidez en movimiento lento, firmeza férrea en ritmo y estructura. Decente sonido con timbres bien diferenciados y localizados, si bien las cuerdas muestran poco cuerpo y brillantez.

Arthur Rubinstein se propone una ucronía: ¿Cómo hubiera interpretado Listz a Mozart? Hipnótico y fascinante, inquieto y tormentoso (fraseo y rubato en plan montaña rusa), belleza tonal y ornamentación fuera de estilo (esos trinos). La orquesta sinfónica de la RCA dirigida por Alfred Wallenstein (RCA, 1961) intenta atenuar con eficiente sonoridad camerística, diferenciándose los grupos instrumentales (por encima de todos las masivas cuerdas). Clara y bien equilibrada grabación, con un mínimo soplido de fondo, y con alguna distorsión y ruidos de los músicos!

Rudolf Serkin se muestra firme y sólido, ascético en su expresividad, fresco en la articulación, abundante en el uso del pedal y escaso en el rango dinámico, chispeante y cálido en los ataques incisivos al final del concierto, sonoridad de respiración del intérprete. El intercambio camerístico con la Columbia Symphony Orchestra (Sony, 1961) es arrastrado por George Szell a una marcada acentuación rítmica y empuje heroico, lógica, dramática sin excesos, de intenso vibrato de las cuerdas en los melosos pasajes líricos (violas mágicas poco antes de la sección central del andante) tempo penosamentearrastrado en primer movimiento (a otro le parece intervención dramática). Toma sonora añeja, brillante y clara, pero las maderas son perfectamente inaudibles (como en casi todas las grabaciones de esta obra; esto es debido (entre otras causas) a la composición intrínseca de la orquesta moderna. Más adelante expondremos esta cuestión).
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Daniel Barenboim modeló desde el teclado el perfecto balance sonoro de la English Chamber Orchestra (EMI, 1967). El fraseo tiene la curva adecuada, la tensión se acomoda con naturalidad, fiero y volátil en el arranque, con explosivos arpegios en el final, desesperada en la coda, atlético el staccato en la mano izquierda: todo ello se funde en una interpretación magistralmente fácil, un encanto de belleza sensual, gracia y lirismo. Las retenciones de ritmo, los desmayos en el sonido, las densas texturas… escuchados hoy en día pueden resultar anacrónicamente románticos (beethovennianos). La grabación, cálida y detallada, se une al cúmulo de delicias. El posterior (1988) registro para Teldec con la Filarmónica de Berlín es menos impulsivo y no desplaza a éste.

Bajo la personal y enérgica dirección de Benjamin Britten la English Chamber Orchestra se torna iluminadora, mágica, fortalecida, retumbante en las cuerdas graves. Clifford Curzon es particularmente elocuente en las hormonales cadencias y en la romanza, donde añade ornamentos de cosecha propia. Elegante, inocente y trágico. La toma sonora realizada por Decca en 1970 recoge con amplitud y claridad la belleza cantora del instrumento solista.

A pesar del luminoso e inspirador acompañante (Neville Marriner al frente de la Academy of St. Martin in the Fields, Philips, 1974), Alfred Brendel ofrece un escrutinio forense de la partitura: depuración intelectual, inevitabilidad, severidad emocional; por supuesto que todas las notas (cadencias propias) están inmaculadamente articuladas, con deliciosos sonido cantabile en los pasajes líricos, pero la corriente subterránea que hay bajo ellas no aflora nunca (escasa variedad dinámica, apertura recatada). La orquesta navega entre la frescura y la corrección, entre la fuerza y la transparencia, entre la no afectación y la ironía, entre el retraimiento y la intimidad, entre la libertad y las pautas establecidas, entre la pasión y la gracia, entre el abandono y el estilo. Buen balance de la grabación, transparente y fría como la interpretación.

La milagrosa Filarmónica de Viena fue comandada por Claudio Abbado en 1975 (DG) con un sentido natural del tempo de la música, constante en el primer movimiento, veleidoso en el último. Friedrich Gulda aparece recatado, incluso introspectivo; quizá se echa en falta algo más de la impetuosidad que reserva para la descarada e insultantemente juvenil cadencia de Beethoven. La toma sonora es clara, si bien desplazada hacia los bajos.

Murray Perahia realizó en 1978 para la CBS (hoy Sony) una excelente toma sonora al frente de la English Chamber Orchestra. Innegables su conocimiento del estilo mozartiano (interpretación de las cadenzas), la luminosidad y espontaneidad poéticas, la combinación de instinto, intelecto y sensibilidad, la contención clásica (en el movimiento lento contrasta la limpidez de las secciones periféricas y la inquietud de la sección en sol menor); sin embargo, al final la sensación es de blandura e inocuidad, de que la tragedia desemboca en sentimentalismo acaramelado, de ligereza en demasía para una música tan dramática y apasionada (algo que sí supo inculcar Barenboim a la propia ECO).
 

La Philharmonia Orchestra (gruesa en las texturas y monótona a más no poder) se deja conducir, dócil, por las riendas de Vladimir Ashkenazy (Decca, 1986). Desnudez, brillo, concreción, descripción, superficialidad, materia sonora aséptica, sin abismo psicológicos, sin historia… Sin grandes contrastes dinámicos, la aproximación es tradicionalmente romántica (fraseos amplios, abundante legato, moderación en los tempi). Su valor más importante aparece en la grabación, que restablece un sonido aterciopelado y rico en armónicos (con reverberación artificial lejana y con micrófonos muy cercanos a las cuerdas).

La mórbida Mitsuko Uchida fluye fresca, los detalles son observados escrupulosamente, pero el rango de expresión (la entrega emocional) es mas melancólico que dramático para una obra tan demoníaca (según la concepción decimonónica). Excelente control de la dinámica (precioso el pianissimo). Por ello el movimiento lento se adapta de manera exquisita a su tranquila elocuencia. La English Chamber Orchestra (soberbia, al podium el fulgurante Jeffrey Tate, Philips, 1986) absorbe el piano como un integrante más, casi como un continuo. La toma sonora es algo distante.

En general, la orquesta destinada a la práctica historicista tiene un sonido distintivo de los conjuntos modernos, con cuerdas menos brillantes (el uso de la tripa y la afinación más baja) y un recuperado equilibrio sonoro con la sección de las maderas. Aún más decisivo es el uso del fortepiano con su sonoridad delicada, la textura inconfundible de modestos graves, la rápida caída sonora (que requiere una articulación específica). Naturalmente que no puede realizar la línea legato como en un instrumento moderno: pero es que Mozart no ha escrito ningún gran legato, sino pequeños grupos de notas ligadas, y ligándolas todas se pierde la inflexión, el parlando, los susurros y los desmayos… En conjunto, todo ello produce una relación diferente con la orquesta. El efervescente John Eliot Gardiner comenta en el libreto su interesante concepto del K.466 como “una gran obra sinfónica con piano al continuo” y la grabación que realizó la DG Archiv en 1986 restaura de modo perfecto el equilibrio de la frágil sonoridad del fortepiano: su colocación física entre primeros y segundos violines permite la integración dentro de la magra alineación (6/6/4/4/2) de los English Baroque Soloists. Las texturas aparecen más claras, ganando sobre todo las maderas en significación (suenan más oscuras reforzando el sentido dramático). Me parece insuperado el feroz arranque del concierto atacando los instrumentos al límite. Malcolm Bilson toca una réplica del fortepiano de Mozart (como solo y como continuo a lo largo del concierto) permitiendo aflorar un legato danzarín, la diversidad de color en las inmensas escalas; sus cadenzas son discretas con cierto carácter improvisatorio. Entregado a la reflexión en el movimiento lento, ornamenta de manera libre (efecto mágico en el compás 40 en la romanza). En resumen, una fresca (y nostálgica) perspectiva plena de gracia y energía. De imprescindible conocimiento.

Jos van Immerseel (Channel Classics, 1992) emplea también una copia del Walter de Mozart pero su sonoridad es mucho más tosca, vigorosa e inmediata. La orquesta Anima Eterna es también más acida en su timbre y su aproximación más directa y robusta, aunque de menor colorido y dinámica, contenida en su concepción, lo que también puede ser interpretado (pérfidamente) como falta de imaginación.

Aún en orquestas con instrumentos modernos los principios historicistas (conocidos en el mundo anglosajón con las siglas HIP Historically Informed Permorfance) han sido ampliamente aceptados hoy día. Así, la Lausanne Chamber Orchestra (MDG, 2008) alberga un tamaño moderado, sin asomo de ese vibrato amplio y continuo aplicado a todas las notas, además los deliciosos diálogos de la madera (quejumbrosas al comienzo) son claramente audibles. Christian Zacharias dialoga desde el piano con ella: quizá demasiado comedido en la conclusión del primer movimiento, transfiriere su tensión a la sección central de la romanza; y cierra el rondó final contrastado y muscular. Económica utilización del pedal, limpieza de digitación, discreto rubato, fraseo gracioso y tono cantarín no exento de la exigida delicadeza, ágil y seguro en el ataque, dejando lugar a arrebatos de expresión, pero evitando manierismos beethovenianos. Arroja nuevas luces en la línea de la mano izquierda, que si en la primera cadencia huele a fantasía chopiniana, en la del rondó profetiza el maléfico acorde en re menor del Don Giovanni, buscando ese algo más, en esta peculiar vía interpretativa poco ortodoxa. La grabación es una atracción en sí misma, impresionante en claridad y profundidad, integrando a un solista perfectamente equilibrado.

Un amigo anónimo me ha mandado un enlace fantástico, como casi todo lo que hace la BBC. Discovering Music explores an in-depth look at the 20 piano concerto: