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Schumann: Piano Concerto

El Concierto de piano de Robert Schumann fue derivado y ampliado de una Fantasía con acompañamiento orquestal (1841) y definido por el propio autor como “algo a medio camino entre la sinfonía, el concierto y la sonata”. La imposibilidad de encontrar editor le incitó cuatro años después a sumar dos movimientos adicionales, siguiendo los múltiples comentarios que Clara anotaba al margen.

Las cualidades que perduran en la obra son las mismas que fueron criticadas cuando se compuso: El diálogo sin conflicto entre piano y orquesta interpares, y la carencia de artificios exhibicionistas. La obra conjuga los dos factores psicológicos y emocionales que reflejan la personalidad compleja y atribulada del autor: “Florestán” es el impulso extrovertido y audaz, mientras que “Eusebius” es la reflexión introvertida y soñadora.

I Allegro affettuoso: Sonata articulada libremente en torno al tema inicial. Tras tres compases de introducción (una cascada de acordes) comienza la elegiaca exposición (cc. 4-155); el turbulento desarrollo es más un juego de intercambios similar al de las variaciones (cc. 156-258); tras la recapitulación (cc. 259-398), la cadenza es del propio Schumann, probablemente para evitar excesos pirotécnicos por parte del solista (cc. 398-457), resuelta en una coda febril (cc. 458-544).
II Andantino grazioso: Intermedio lírico y camerístico de estructura liederística: A (cc. 1-28); B (cc. 29-68); A (cc. 68-102); los últimos compases sirven de transición al …
III Allegro vivace: Rondó en el que las ambigüedades métricas y rítmicas abundan y colorean el espíritu danzante, y que puede organizarse en exposición (cc. 1-250); desarrollo (cc. 251-388); recapitulación (cc. 389-662); y coda (cc. 663-871), un optimismo desenfrenado que finalmente se hincha hasta el triunfo resplandeciente del tutti orquestal. 
 





Alfred Cortot representa la decimonónica (y ya perdida), arriesgada, cautivadora y poética imaginación, aparentemente improvisada: su arrojado rubato, su pulso libérrimo, la desincronización de las manos, los acordes arpegiados, la reescritura de la parte pianística con varios casos de atronadores refuerzos de graves o repentinas elevaciones de una línea de agudos. Las imprecisiones y emborronamientos en las octavas no incapacitan una arquitectura con un delicado sentido de la proporción y dominio de la gradación tonal. La marcación allegro affettuoso nos guía hacia donde se dirige la interpretación, siendo el comienzo del desarrollo en andante espressivo (cc. 156 y ss.) de una lentitud mágica. Su tratamiento del intermezzo es tierno y caprichoso, todo el movimiento lleno de una encantadora timidez y reserva. Un inesperado y pesado rallentando (para evitar la inmediata repetición literal del tema, cc. 4-8) anuncia la llegada de un finale todo lo brillante que se pueda desear. Landon Ronald logra de la London Symphony Orchestra una conjunción elocuente y a veces imprecisa, sobre todo en los metales. La restauración (Dutton, 1934) sorprende por su presencia aunque el rango dinámico es restringido.




Nacido en 1862, Emil von Sauer tocó con Mahler y Strauss, y fue considerado el legítimo heredero de Listz: La crítica decía de él ya en 1908 “representa una escuela de pianistas que casi ha desaparecido”. Su tímbrica es cristalina, el rubato espacioso, la pulsación pulida con arisocrática elegancia, de una manera completamente totalmente natural, disfrutando del romanticismo sin regodearse en él, con la abandonada libertad de sus setenta y ocho años. Los diálogos con el clarinete y oboe en el segundo tema animato (cc. 67-108) son verdaderamente música de cámara, con el experimentado Sauer adaptándose a la flexibilidad requerida. El genial Willem Mengelberg (nacido en 1871) desecha en ocasiones la articulación provista por Schumann combinando la licencia reflexiva con el rigor, el matiz rítmico y la calculada espontaneidad. La Concertgebouw Orchestra riega profusamente portamenti en la sección media del andantino. El sonido proviene de un concierto grabado en la Amsterdam ocupada (King, 1940). 




Dinu Lipatti ofrece una personalísima mezcla de ardiente sentimiento y meticuloso pianismo que resalta la interioridad de la música, la sensación de comunicación profundamente personal: Escúchese por ejemplo cómo transforma la anhelante versión menor del primer tema en la profunda tranquilidad de la clave mayor (cc. 59-66). Su línea dominante y perfectamente cincelada (en ocasiones fuera de lo marcado en dinámica o tempo) destaca en el toma y daca con la orquesta: Solista y director no compartían el mismo concepto de Schumann. La agitada huella de Herbert von Karajan es palpable en un allegro poco affetuoso, o en el virtuosista finale, modelo de ferocidad que yerra el anhelo romántico. La monumental grabación de 1948 ha conocido repetidas ediciones (EMI, Philips, Apr, Opus Kura, Dutton, Warner, Profil) siendo esta última la que mejor resalta las cualidades tonales de las maderas de la Philharmonia Orchestra, aunque, en ocasiones, el áspero y crudo timbre del piano anege la orquesta y viceversa. La posterior versión en vivo con Ansermet y la Suisse Romande (Decca, 1950) es menos vigorosa (Lippatti tocó el concierto gravemente enfermo y murió poco más tarde).




Si aceptamos la división que hace Schumann de su propia personalidad artística, ésta es en gran medida una interpretación de Eusebius. Sviatoslav Richter renuncia al enfrentamiento, ausente en el sombrío y contenido colorido emocional, desgrana sutilezas rítmicas y refracta nuevos significados a las acuarelas armónicas. Su temible percusión lidera magnética la ejecución: En el inicio de la cadencia Richter para un instante con quietud embelesada, cuidando la diferenciación dinámica entre las manos, para después martillear demoníacamente los acordes, haciendo realidad el oximorón “ponderación romántica”. Con Witold Rowicki, cuyos sentido rítmico y modelado dinámico son tan admirables como cuestionable es la schubertiana rudeza tímbrica de la Warsaw National Philharmonic Orchestra, hay una sensación permanente de que los detalles se suman: la tímida primera enunciación, el convincente tratamiento ritenuto del puente hacia el segundo sujeto (cc. 59-66). La toma sonora (DG, 1958) es mejorable en claridad textural, aunque la última edición ha suavizado la metalicidad del piano.




El ménage à trois Michelangeli-Barenboim-Celibidache ha dado algunos de los más bellos registros en lujuria y obscenidad: M-C (Weitblick, 1967), M-B (DG, 1984), B-C (EMI, 1991), M-C (Memories, 1992). La compenetración simbiótica de un lenguaje perfectamente controlado y mensurado, el tiempo suspendido en evocaciones contemplativas, la elegancia formal, exquisita en sus matices, la cadencia templada con libertad, la sutileza de las luces y de las sombras… todo ello se comunica a través de un estético y deliberado estilo hiperdetallado (atención al exótico ritardando para concluir el pasaje central del andantino, un retrato melancólico y cándido).




La visión a gran escala de Radu Lupu convierte el Concierto en una cuestión de vida o muerte, con enormes rangos panorámicos y dinámicos. Lupu es un protagonista un tanto errático (por ejemplo, su interpretación del primer compás es heredera de Cortot), de un lirismo anárquico y fundente, serpenteando por los retazos de textura y breves formas rítmicas que dan continuidad a la corriente principal del argumento musical. En el movimiento lento, Lupu lanza pasajes de una belleza expansiva, ya sean como retos o como cartas de amor, y se ve recompensado por las magníficas y expresivas respuestas orquestales. Y si el primer movimiento era un canto solemne, el finale es una afirmación triunfal donde el pianista se toma la molestia de subrayar los importantes ritmos cruzados de la mano izquierda. Los solistas de la London Symphony Orchestra brillan con luz propia, con tímbrica generosa de calidez plácida y muelle, con André Previn tamizando y simplificando los contornos, perfectamente equilibrado en (para) un esplendor brahmsiano (Decca, 1973).




Mis grabaciones son el resultado de años de trabajo y escucha, siempre teniendo a mano la grabadora: Mi lección de piano”. El fraseo de Ivan Moravec, pura poesía, enfatiza, colorea e inflexiona las líneas melódicas sin quebrarlas rítmicamente. El allegro affettuoso propulsa su idilio por medio de continuos cambios de tempi (el andante espressivo es tratado como un seductor diálogo de viento, violines y piano). Languidece con fascinante dulzura en el inigualable andantino, donde encuentra inmediatamente la nota justa de íntima sencillez y suave ternura, las frases tartamudeantes y gradualmente lentas, las dudas y suspiros con las que se desmorona el tiempo, la sugerencia de una relación amorosa entre el piano y la orquesta. En el finale ese amor desarrolla una consistencia física. Los amaderados vientos de la Czech Philharmonic Orchestra, con Václav Neumann en el pódium, terminan de redondear la grabación en vivo, con el piano dominando la toma sonora (Supraphon, 1976). 




Entre registros oficiales y corsarios, Marta Argerich ha grabado la obra al menos en treinta y seis ocasiones (!), la primera de ellas con tan sólo once años de edad. Siempre técnicamente diamantina, según avanza el tiempo su estilo (navegando por el reino de lo fantástico, lo nervioso y lo vibrante, de gran presencia rítmica) parece desmelenarse más y más asemejando la evolución de un incendio, creciendo según rola el viento. Podría elegirse la de Celibidache (Altus, 1974), aún disciplinada; con Rostropovich (DG, 1978), más temperamental; la de Harnoncourt (Teldec, 1994), con un finale arrollador; o desatada finalmente, con Chailly (Decca, 2006). 




Obra muy sensible al timbre con el que se colorea, el instrumento elegido por Andreas Staier es un fortepiano vienés de hacia 1850, cuyo sonido redondeado decae rápidamente, de tesitura baja rica y oscura y cristalinos agudos (en el piano actual toda tonalidad suena en esencia igual que cualquier otra) que destaca sobre la orquesta más que presidirla. Staier ocasional y deliciosamente arpegia los acordes, y gestiona el rubato a través de las dinámicas. Siguiendo las sugerencias interpretativas de Clara Schumann la cadenza se toca “con mucha calma, pensativa y pacíficamente, con humildad y amor” y el tempo del andantino es ágil. Históricamente informada, la impactante Orchestre des Champs-Élysées muestra violines antifonales y prominentes metales y timbales, y Philippe Herreweghe maravilla equilibrando los planos sonoros sin que unos oculten los otros (HM, 1995). Las secuencias modulantes en el finale desprenden un aroma revolucionario. En este enfoque eroico-beethoveniano se pierde misterio pero se gana en variabilidad, aparato dramático y carácter de los personajes que desfilan por la partitura.




Christian Zacharias plantea una proposición coherente que ha obtenido respuestas divergentes (existe una grabación por Bilson y Gardiner de 1990 que nunca ha sido publicada quizás para evitar críticas similares). En su paseo alpino, Zacharias se detiene y reposa para contemplar el paisaje: La matización de cada frase da un trazo inquieto e intranquilo; titubeo y duda que no deben ser confundidos con fragilidad. Florestán pasa a un segundo plano, vestido de elegancia pálida. La estructura mantiene una base rítmica estable que unifica los tres movimientos, erosionando el relieve del andantino central, que deja de ser el lento descanso, casi desmayado, de otras ópticas de romanticismo exacerbado, con una disparidad hiperbólica adiestrada por la tradición y sin que la partitura exprese realmente nada al respecto. Desgraciadamente la fresca articulación pianística, cuidadosa en sus dinámicas y escasa en el pedal, excede a la Lausanne Chamber Orchestra, plana y poco contrastada, sin que metales o percusión aparezcan. Quizás sea un defecto de la mezcla sonora, muy cercana al piano (MDG, 2000).




En un principio Franz Liszt se negó a interpretar la pieza porque no la consideraba suficientemente virtuosística. Discreta y gentil, incluso reflexiva y meditabunda, es la cómplice interpretación de Angela Hewitt, tejiendo con sus dedos una urdimbre ligada que acompaña a la orquesta, ocultando en drama lo que se revela en dócil y expectante sosiego. El andantino recoge un acertado planteamiento cantabile. Finale de tempo estable como un vals, liviano pero no indolente, alejado del habitual galope, pero ajustado a la marcación metronómica. Hewitt manifiesta la influencia bachiana con una digitación nítida, cristalizando el contrapunto, con una increíble independencia de las manos, sin grandilocuencia ni ostentación. Hannu Lintu lleva a la Deutsches Symphonie-Orchester Berlin por una senda camerística, imbuida de clasicismo. De manera consecuente la toma sonora (Hyperion, 2011) no empasta el timbre del piano con la orquesta, sino que lo segrega, incorpóreo como un fantasma hoffmanniano.




Alexander Melnikov emplea un enfoque muy directo y rústico. Sin ser un especialista del historicismo, su mordiente fortepiano Erard de 1837 contempla registros muy diferenciados que se emparejan divinamente con la sonoridad orquestal, especialmente sus metales y maderas (clarinete y luego oboe en la exposición del tema en mayor, cc. 67 y ss.). Con un primer movimiento lanzado y un segundo despreocupado y somero, el moderado tempo con el que se pauta el doliente y terrenal finale deslumbra con una claridad tímbrica que muestra lo atinado de la orquestación en equilibrio y transparencia textural, con unas últimas páginas que se despliegan con discreción, sin atisbo de la tan común precipitación. Pablo Heras-Casado airea las voces secundarias pero no logra rescatar de la lividez los atriles de la Freiburger Barockorchester (HM, 2014).


Chopin: Sonata no. 2, op. 35 Fúnebre

Llamar sonata al opus 35 de Chopin (1839) podría parecer un capricho ya que en principio es una secuencia furtiva de 4 movimientos sin vida en común (desde y según los negativos comentarios de Schumann). No obstante, un análisis moderno revela una consistencia interna extraordinaria a partir de los principales motivos temáticos obtenidos de su tercer movimiento (compuesto ya en 1837) y la unidad de color armónico, forjada desde la hosca y temperamental clave de si bemol menor. De esta guisa busca Copin la renovación de la forma en busca de una mayor espontaneidad, siguiendo las licencias poéticas de las sonatas de Beethoven (op. 26) y anticipando el principio cíclico de un Listz o un Franck.

1 Grave-Doppio movimento: Tras la breve y amenazadora introducción de apasionados y quejumbrosos acordes (métrica y armónicamente irregular, que determina el destino temático de la obra) se expone el violento y trepidante primer tema (c. 9-24), que, a diferencia de la norma, no volverá en la recapitulación donde reinará el perfil apacible del segundo tema, expuesto desde el c. 41 hasta el c. 56 (dos frases de 4 y una de 8 piú lento-trio), y que poco a poco va animándose sobre tresillos de negras, después de un transición sostenuto, casi recitada. Un desarrollo breve pero ardiente en escritura enarmónica y una coda (cc. 230-242) completan la fantasía.

2 Scherzo: Una fogosa tormenta musical, muscularmente beethoveniana, con el silbido del viento en la sucesión cromática de los acordes de sexta. Inesperadamente aparece el oásis de calma del trio (cc. 82-191), piú lento, un vals triste de ritmo oscilante y con una melancólica frase melódica en eco. El retorno del scherzo cual danza de las tinieblas equilibra y anticipa con suspense dramático (cc. 192-290) que se resuelve en smorzando hacia un extraño murmullo que prepara el tempo para la …

3 Marcha Fúnebre: Germen y centro de gravedad de la obra, está basada en la lenta e inquietante figura ostinata en la mano izquierda, una lúgubre combinación de dos triadas. La sección central, un aria doliente, modula a mayor, actúa como trio y alivia en su melodía cantabile, tierna y dolorida (cc. 31-55).

4 Finale. Presto: Es un perpetuum mobile de cuatro chirriantes tresillos desarmonizados por compás, sin diferenciación de melodía y acompañamiento… solo una inaprensible, improvisada, deshilachada línea monódica en irónica representación del vacío. Un epigrama sombrío y enigmático: “esto no es música… es una esfinge de sonrisa burlona” criticaba Schumann. 

En resumen, un orgánico e indivisible conjunto, cuya concepción de forma y desarrollo temático es esencialmente diferente a la de los maestros clásicos, cual libertario affair de secuencia, variación y modulación. ¿Capricho? No, una sonata chopiniana.






El pianismo grabado más cercano en el tiempo al de Chopin de que disponemos es el de Raoul Pugno, pupilo de Mathias, él mismo alumno fundamental (único en el sentido de receptor de su tradición) del compositor. Una Marcha de estilo delicadamente claro, de pulsación refinada, pulcro al más minucioso nivel, brillante más que cálido. Pugno dictaba en su cátedra del Conservatoire que “la asincronía es enteramente anti-musical”: por ello el desfase de la línea melódica de la mano derecha respecto a la métrica de la izquierda está muy controlado. Del mismo modo el tempo fluctúa en unos (relativos) estrechos márgenes, si bien tras la íntima sección central altera la dinámica de la marcha y hace un rallentando final. El cilindro de cera original adolece de una afinación inestable, que afortunadamente la edición de Marston corrige en buena medida. Para aquellos preocupados por la calidad de la toma sonora les dejo las palabras del crítico Laloy tras la escucha in situ de estas grabaciones en 1903: “The Gramophone stands out from all sound recording apparatus by its power, which is twice that of any other and especially by the precision with which all the subtleties of the performance and all the distinctive qualities of the timbre are reproduced. Listening to it, at these auditions, one experiences the purest artistic delight and I believe that it is time to bring to the attention of musicians an invention which from now on will permit everyone to hear repeatedly the greatest works of the masters performed by other masters”.




Según refería un tardía crítica en The Times It’s when Chopin [the sonata] displays his darker and stronger moods, which Miss Scharrer recognizes and tries to treat as the manly stuff they undoubtedly are, that she begins to hit the music, often wildly”. Por ello es aún más lamentable que la necesaria adaptación al tiempo máximo posibilitado por el cilindro de cera forzara que Irene Scharrer sólo grabara la Marcha Fúnebre (una de sus especialidades, con la cual debutó en Londres con dieciseis años) y además excluyendo la repetición. El venerable documento (Apr, 1916), de graves perjudicados, nos abre un portal a un pasado pianístico soñador: la utilización del abundante, impredecible y dislocado rubato, la asincronía entre el ritmo imperturbable del acompañamiento mientras la melodía vacila caprichosa y fabuladora, la claridad nunca difuminada por el astuto e imaginativo pedal -ahora anticuado-, la maestría en las gradaciones dinámicas, la poética sensible e íntima, la nostalgia en la delicada melodía del trio, la caleidoscópica paleta tonal.




Aún más asombroso es el pasaje espacio-temporal que propone Rachmaninov: En 1885, a los doce años de edad, Sergei asistió a un concierto ofrecido por el legendario virtuoso Anton Rubinstein (colega y rival de Chopin en los salones parisinos). La cinemática interpretación de la Marcha Fúnebre dejó una huella imborrable en el joven, que la adoptó como suya: la variación de la dinámica en la repetición convierte el movimiento en un arco procesional que se aproxima en crescendo, permanece junto a la sepultura en el trío, y, retornando en fortissimo, desfila en la distancia en un gradual diminuendo. Todo ello, por supuesto, en completo desdén por las indicaciones del compositor.
Igualmente efectiva es la disposición de las dinámicas en el movimiento de apertura, reflejando la tendencia rusa a enfatizar el clímax restringiendo su volumen en vez de remarcarlo, la acentuación seca y siniestra del ritmo galopante del primer tema (claro y preciso, sin pedal, al pairo de la partitura), que retorna con todas las marcaciones dinámicas invertidas, desplazando el culmen dramático.
El scherzo revela el sobrehumano mecanismo de Rachmaninov, capaz de controlar acordes complejos tocados a toda velocidad, y permitiendo impregnar el ritmo de una inexorable fuerza trágica. Resaltar como se gradúan con tanta exactitud geométrica los crescendi como se otorga acusada flexibilidad rítmica (un cantaor diría que tiene duende) a la cantabile sección più lento.
Sobre la marcha fúnebre ya hemos advertido como trastoca el arrullo de una muerte dulce hacia una sombría visión de un destino indomable, impasible ante la esperanza o la oración. El tempo vivo (muy estricto, ignorando las frases pequeñas y sus cambios dinámicos internos) refrenda el concepto de marcha. La profundidad expresiva se acompaña con una restringida y leve desincronización de manos en el trio.
El finale despliega una turbulenta agitación emocional y la alteración del texto en el último compás, donde suaviza la brusca sopresa de los acordes conclusivos con una mínima pausa.
Además del escaso uso del pedal y la concepción orquestal del sonido, hay que hacer referencia también al frecuente tratamiento arpegiado de acordes; y al revés, para impulsar el flujo musical con presteza la mejor solución práctica es eliminar los arpegios, por ejemplo en los cc. 3 y 5 del scherzo; en este caso, la probable limitación física de Chopin (y no el factor expresivo) prescribe el arpegio sobre el acorde de décima; algo risueño para las descomunales manos del ruso. 
Con su inmaculado legato, Rachmaninov toca la melodía como si fuera un cantante con sus rallentandi y accelerandi adoptando la forma de las frases (exactamente como ha quedado recogido el estilo de Chopin por sus contemporáneos). Aberrante, portentoso, excesivo, magnético, ¡genio! De entre las ediciones escuchadas (Naxos, RCA, Philips, Andante) ésta última es la de mayor presencia y definición (1930).




Alfred Cortot registró la obra en cinco ocasiones siendo preferibles sus grabaciones tempranas, de juvenil sofisticación despreocupada, donde recrea el turbulento espíritu chopiniano de nostalgia y soledad existencial. Su mecanismo (su desobediente mano izquierda) es propicio (es decir, es inmune) a las notas falsas en momentos cruciales de la partitura, lo que añade desconocidas armonías a la obra (su alumna Lefebure decía que “his wrong notes were those of a God”). Cortot representa la escuela simbolista, emocional, impulsiva, de aparente espontaneidad pero basada en el profundo estudio de la partitura y su contexto: sus pedagógicas “Editions de travail” así lo demuestran. Su pianismo busca la declamación retórica del discurso musical, de aterciopelado legato, inigualable en el dominio del rubato y la variedad de tintes. La concepción vocal de la línea es ligera, vivaz, volátil. La libertad rítmica y métrica, de flexibilidad tendenciosa. Rompe con la tradición interpretativa en la elección de los vertiginosos tempi, que mantienen el mismo nivel de tensión a lo largo de los cuatro movimientos: atención a la fuerza rítmica de los tresillos ascendentes y descendentes después de la breve expansión del segundo sujeto en el doppio movimento. Pulsátil cual carrusel también el scherzo. Magia en la marcha (licenciosa e irresistiblemente vencida hacia el grave) a la que Cortot llamaba “un poema de muerte”, y leve desincronización en su trio; vértigo en el árido unísono del finale. A mi entender el sonido (1933) está demasiado filtrado –para eliminar ruido de superficie– en esta edición de EMI de 2012.




I am not lying. I am living out my imagination”. Mentiroso compulsivo (él lo llamaba usar la imaginación) Samson François llevó a fogonazos una vida tan exagerada como su larga melena colgando frente a sus ojos mientras tocaba jazz, terriblemente borracho, hasta la madrugada en clubs parisinos. Privilegia la melodía en detrimento de la arquitectura en una concepción rapsódica originalmente libre, comenzando por las excéntricas variaciones de tempo en el primer movimiento: aceleración progresiva hasta el doppio movimento. Fraseo depravadamente fascinante, desenvuelto cual improvisación, con unos pedales rebeldes e infinitamente modulados que siempre tienen sentido, contrastando con unas dinámicas poco matizadas (scherzo). Más eslávico que francés, indisciplinadamente personal y singular “buscando la curva de la melodía, paso por alto las estructuras, veo dónde me lleva la frase, sin saber que viene a continuación”. Así, la marcha es heroica antes del trio y desesperadamente doliente después, donde sigue el colorista modelo de Cortot bajando una octava el tema de la mano izquierda. Lástima de pedregosa conclusión, decepcionante. Son preferibles las versiones juveniles mono (naturalmente equilibradas, como ésta de 1956 editada por Philips -la de EMI suena mucho peor- a las estéreo.




La crítica de 1962 aparecida en Gramophone auguraba que este disco sería “a great recording of the century”. En efecto, Arthur Rubinstein cambió la manera de enfocar a Chopin: en lugar de tratarlo como una música de salón, repleta de sentimentalismo y brillante presunción, permitió que hablase por sí misma desde un patricio distanciamiento emocional, integrando el clasicismo de la arquitectura de la obra con la tradición epigonal romántica: como un clásico derivado de Mozart, nada decadente o tardo-temperamental. Soñador sin ser indulgente; apasionado pero perfectamente disciplinado; elegante y sensible, dulce en las partes reflexivas y temperado en las páginas borrascosas. Sin renunciar al rubato lo restringe con lógica, sin trastocar los pilares de la métrica, para producir un conjunto coherente a partir de la expresividad de las partes. Acompañamiento metronómico, mientras la mano derecha canta con absoluta libertad y flexibilidad, con un natural sentido de frase y tempi. Y sí, puede haber oyentes que, después de las anteriores interpretaciones, más impredecibles, encuentren en su aproximación cierta frialdad u objetividad, quizás fidelidad sin sobreinterpretación, quizás optimismo vital, su regocijo personal reflejado (afirmaba ser la persona más feliz que jamás había conocido). 
El segundo compás del scherzo es un verdadero crescendo rossiniano, una explosión salvaje que contrasta con la tierna belleza de la sección central, de inimitable terciopelo. Sus cadenciosos ritmos son cuidadosamente moldeados para proyectar la tensión en la Marcha: sombría, digna, reservada, de aplomo aristocrático.
Rubinstein consideraba al finale como “el rumor aterrador del viento nocturno deslizándose sobre las tumbas”. En su lúcida lectura los patrones melódicos se establecen por sí mismos sin algarabía, etéreos en el mantenimiento asombroso del sotto voce.
Toma sonora (Philips, 1961) muy cercana al instrumento y un poco seca. La edición de 2010 posee significativamente mayor impacto dinámico (dentro de la relativa parquedad en este sentido de Rubinstein). 



Vladimir Horowitz abandonó la actividad concertística en 1953, para, en un estado de semiretiro, reconsiderar sus interpretaciones, extender su repertorio y refrenar lo que él mismo consideraba “elementos de histeria” en su pianismo. La primera grabación tras esta larga pausa fue la 2ª sonata chopiniana (Sony, 1962). Respecto a su melodramática anterior lectura (1950) se conservan (amansados) el estado febril, los ataques marca de la casa, la fiera y maniaca intensidad, pero añade un nuevo sentido estructural. Centelleante claridad de textura (su frugal uso del pedal destaca el contrapunto) en el desarrollo del primer movimiento, y convincente las pocas veces que se aparta de la partitura, como en la repetición de la primera frase, variada en staccato. El scherzo ya no es tempestuoso pero integra un trio de coreografía polifónica, con los trinos de la mano izquierda apenas sugeridos. La marcha fría, aristada a ritmo vivo, ligera de texturas, con una sección central delicadísima, de decadente magia negra. Finale desesperado, trémulo. Su virtuosismo deslumbrante se traduce en las infinitas matizaciones del fraseo (a tramos extravagante), de las dinámicas, del equilibrio (juego) entre las manos -subrayando la izquierda con acentos inesperados-, su instantáneamente reconocible sonoridad pirotécnica. Horowitz decía que, en privado, podía tocar como un ángel. Quizás… lo que es seguro es que tocaba como el Diablo. Sonido excelente, complejo y detallado.




El nervioso temperamento artístico de Marta Argerich supone la búsqueda voluntaria de un riesgo que, en otras manos, podría desembocar en el desastre. Ataques trangresores, turbulentos, hercúleos. Tensa y arrebatada en el primer movimiento, de rubato elegante sin ser amanerado, donde el clímax se eleva frenético (el da capo desde el 5º compás equilibra la estructura). Scherzo siniestro en su maravillosa concentración y vehemencia torrencial. Bravura y espontaneidad en la agónica marcha, donde ni falta reposo ni sobra bombástica, y cuyo trio frena por instinto (no por indicación de Chopin), drástica e irrealmente. Finale de pesadilla, atisbado en la neblina surrealista. Toma sonora típica de la DG en aquellos años (1974), metálica, precisa.




Sabida es la polvareda que levantó Ivo Pogorelich en su exacerbada participación en el Concurso Chopin de 1980. En ésta su primera grabación después del escándalo (“You may not like my Chopin, but you will remember it”), el joven croata aplica un heterodoxo enfoque de, diríamos, deconstrucción cubista, recreando cada movimiento como si fuera una sonata (allegro-adagio-allegro) en sí mismo. Su técnica, perturbadora, profundiza en los contrastes de tempi, dinámica y articulación. La sinuosidad envolvente del legato chopiniano es empujada por el staccato de Pogorelich hacia los afilados rompientes de la modernidad. Primer movimiento conflictivo, anguloso y crispado en el primer sujeto y líricamente relajado el segundo, con la sección del desarrollo adoptando extraños ritmos. El pausado trio implica una desaforada aceleración en la reexposición del scherzo. Aparte de las individualizadas dinámicas en la marcha, la austera sensibilidad de la sección en Re bemol mayor encaja perfectamente (atención a los fabulosos trinos). La supresión de repeticiones (aquí y en el resto de la sonata) altera la clave constructiva y emotiva de la bóveda de la obra. Atención fascinante a los timbres y colores, con el pedal de resonancia entretejiendo luces y sombras en la misma frase. Una vez más la exuberante imaginación de Pogorelich nos seduce mientras explora la naturaleza contradictoria de la obra y la arroja a una suerte de narrativa perversa (DG, 1981).




El romántico rubato de Shura Cherkassky está tan pasado de moda que sus rallentandi-accelerandi son exactamente aquellos que distinguían a Chopin de Liszt. Según el diario de Lachmund el rubato de Liszt era ‘‘quite different from the Chopin hastening and tarrying rubato . . . more like a momentary halting of the time, by a slight pause here or there on some significant note, and when done rightly brings out the phrasing in a way that is declamatory and remarkably convincing. . . . Liszt seemed unmindful of time, yet the aesthetic symmetry of rhythm did not seem disturbed’’. Extravagante, afectado, iconoclasta en los tempi, palidece sin embargo frente al libre cantabile de Rachmaninov. Gran colorista, su introducción recuerda los compases de apertura de la Sonata nº. 32 de Beethoven. Cherkassky recrea el carácter improvisado de la música -descripciones del pianismo de Chopin sugieren que nunca tocaba sus propias composiciones de la misma manera, y que introducía variantes “acordes al carácter de la ocasión”-; así, el primer sujeto es expuesto en una manera flexible (énfasis retórico en los pulsos principales- y consecuente ligereza de los débiles-) que no siempre coincide con la marcación chopiniana. Cromatismo (pre)wagneriano en el desarrollo del primer movimiento, su clímax conseguido a través de (la concentración motívica y) el uso de la triple estratificación de la textura (cc. 138 y ss.). En el scherzo subraya los saltos característicos de una (transformada) mazurca, la modulación beethoveniana al final de la sección trio (cc. 186-191): las octavas que se generan oscurecen la armonía de este pasaje puente hacia el retorno del scherzo. Marcha impregnada de fatalismo, con ejemplar uso del pedal para definir las ligaduras del fraseo. Finale nimbado de fluidez amelódica. La grabación, en concierto, recoge el timbre metálico del instrumento, un tanto plano de dinámicas (Decca, 1982).




“Toca mejor que todos nosotros juntos” confesó con entusiasmo Rubinstein al acreditar a Maurizio Pollini como ganador del concurso Chopin de 1960, precisamente con esta obra. Riguroso en el detalle textual y en la arquitectura de la partitura, Pollini reconoce edificar su interpretación a partir de la imaginación del compositor(¡!) más que a partir del instrumento, ya que: “La propia fantasía creativa debe ir más allá de la realidad precisa y de las posibilidades de áquel”. Sutil uso del rubato (heredado del propio Rubinstein), sin permitir nunca que amenace la estructura: la transparencia de texturas y la austeridad en la articulación permiten desvelar las complejas voces internas. Enfatizando las afinidades entre los cuatro movimientos (como el primer sujeto en pianissimo, imitado en la marcha), su respeto por la partitura se muestra en la recuperación de los cuatro compases de la reexposición del primer movimiento, idénticos a los de apertura (desde el 5º en adelante). El scherzo demuestra su exuberancia física, contrastando con momentos de anhelante introspección, un tanto olímpicos en su distanciamiento. La Marcha trae una recreación oscura y reposada y una amplia gama dinámica (conjurando el cortejo desde casi el silencio), de poderío arrollador (otra particularidad en el segundo pulso del c. 14, donde toca dos corcheas en vez de las prescritas corchea con puntillo-semicorchea). El breve y ligetiano finale, un espectro sin notas discernibles individualmente. De sensibilidad tan contenida como palpitante, Pollini continúa atesorando una precisión quirúrgica, glacial y casi macabra, aunque esta primera grabación (DG, 1984) paréceme preferible a la más moderna (DG, 2008) por su mayor tensión emocional y superior toma sonora.




Grigory Sokolov es comparado a menudo con Gould por su excentricidad y con Horowitz por su dramatismo. El único punto en común que yo veo es su egomanía. Chopin ya no es un dandy perfumando los salones parisinos, sino un militar polaco exiliado que clama por la liberación de su tierra. La originalidad de su gran expresividad antepone poesía a estructura, con extremos (¿grotescos?) gestos rítmicos (el flujo tan flexible corre el peligro de interrumpirse), muscular incluso en las páginas más delicadas. El decrecendo abismal en la octava de apertura resurge con fogosa pasión heroica en el doppio movimento, cuyas inflexiones rubatianas devastan sin compasión: Sokolov pausa su galopada a menudo para iluminar los recovecos armónicos y las hendiduras contrapuntísticas… y sorpresivamente attacca sin pausa el scherzo, colosal, también lleno de rupturas, donde el abuso del pedal desfigura los staccati requeridos. Variedad de la tímbrica en la ominosa marcha, tocada a tempo muy lento (a 42 negras por minuto -compárense con las 62 negras p.m. de Argerich-), la dinámica casi pianissimo; abrumadora la intensidad de los pasajes en forte (cc. 15 y 23), cual grito de coraje ante lo inevitable. Con pasmo compruebo que acelera para afrontar la sección central con inocencia y nostalgia. Impresionante la perfección técnica de su continua intencionalidad del legato, sobre todo en el finale hipnótico, un experimento hacia la modernidad. Toma sonora apagada, recogida en concierto en la Salle Gaveau de París (Opus 111, 1992), que captura el poderoso esfuerzo físico del recreador, siempre al borde de la sobreactuación ególatra.



Evgeny Kissin comanda la ambigüedad del discurso chopiniano dentro de su concepto estructural de la obra, subordinando el cuidado por el detalle a la simplicidad de la línea. Desde el primer compás la independencia de las manos garantiza la claridad de la polifonía, sin repeticiones, riguroso en las marcaciones dinámicas (salvajes). Huracanado scherzo, con secuencias cromáticas de alto octanaje, y desentimentalizado (y menos convincente) su trio. Amenazantes y titánicos los graves en la marcha, con trinos beethovenianamente impúdicos. Dicha masculinidad brutal no sea posiblemente del gusto de todos, seguramente ni siquiera del refinado dandy Chopin. El gran Tony Faulkner realizó aquí otra de sus maravillosas grabaciones, dentro de la caja de resonancia (RCA, 1999).




Se podría plantear la necesidad de seguir grabando las mismas obras una y otra vez. En este caso la justificación es la investigación filológica: ¡el movimiento historicista ha alcanzado Chopin! El nombre de Janusz Olejniczak puede ser desconocido para algunos; seguramente sus manos no: aparecen como especialista en las escenas de la película The pianist (2002). Incluso interpretó a Chopin en la alocada La note bleue (1991). La menguada sonoridad del fortepiano Érard de 1849 (año de la muerte de Chopin) ilumina suavemente el ambiente reducido con elegancia, sensibilidad y buen gusto. Íntimo, tenue, con discretos pedal y rubato, con opacidad de colores y veladas dinámicas, Olejniczak ajusta su interpretación (NIFC, 2007) al instrumento y al contexto semiprivado: El piano de Chopin no tiene nada que ver con los actuales, pero tampoco las grandes salas de concierto. En una carta contemporánea, una señora, tras haber asistido en un salón a un recital de Chopin, se quejaba de que apenas había podido escuchar el sonido del piano, ya que estaba sentada ¡demasiado lejos del instrumento! Las críticas de sus conciertos reflejan esta delicadeza sonora como una debilidad, cuando era el rasgo genuino de su pianismo.
A aquellos que adviertan cierta tosquedad en relación a los aristócratas del piano mencionados previamente, no está de más recordar las palabras del alumno chopiniano Karol Mikuli, que Olejniczak comprende y asume en su tocar: “Bajo sus dedos, cada frase musical sonaba como un canto, con tal claridad que cada nota tomaba el significado de una sílaba, cada compás el de una palabra, cada frase el de un pensamiento. Era una declamación ajena a todo pathos, al mismo tiempo sencilla y noble”.